10 de julio de 2009

El maestro de almas (Irène Némirovsky)


La obra de Irène Némirovsky viene siendo objeto de una especial atención gracias al “descubrimiento” de una novela inacabada (Suite Francesa), que se reveló como uno de los mayores éxitos literarios del año 2004 propiciando la posterior publicación en 2007 de otra novela inédita, la reedición en Francia del resto de su obra y, en el resto del mundo, la publicación de la mayor parte de ella por primera vez.

Una de estas obras es El maestro de almas, novela por entregas que la autora publicó entre febrero y agosto de 1939 en la revista Gringoire bajo el título de Las escalas de Levante, sustituido por el actual para la edición actual en libro publicada en 2006 con el fin de evitar confusiones con la novela homónima de Amin Maalouf.

Es interesante ver cómo esta forma de publicación por entregas ha caído en el olvido en nuestros días pese al vigor de que gozó en el pasado. Durante el siglo XIX numerosos autores publicaron sus novelas en este peculiar formato (si tenían éxito se editaban como libros, con las adaptaciones y correcciones de estilo precisas): Víctor Hugo publicó nada más y nada menos que Los miserables; Flaubert, Madame Bovary; Balzac, la Comedia humana y más recientemente, Truman Capote publicó en The New Yorker A sangre fría entre otros muchos ejemplos.

En el caso de El maestro de almas se aprecian algunas de las características a las que este tipo de publicación fuerza: cierta simplicidad en los personajes (especialmente en los secundarios, no así en el caso del protagonista), número limitado de personajes con apariciones puntuales y no recurrentes a lo largo de la obra, reiteraciones para refrescar la memoria del lector, capítulos de una extensión similar, cada uno de ellos abordando una escena o tema de manera completa pero avanzando algo de lo que queda por venir, para mantener la atención de lector obligándole a la compra del próximo número, etc.

Pero todo ello realmente sólo se hace apreciable en cuanto estemos al tanto del origen del texto; en otro caso, apenas percibiremos estos recursos lo que da buena prueba de la extraordinaria técnica de la autora rusa, ya que en la edición de esta novela no se ha realizado modificación ni corrección alguna al texto publicado en Gringoire.

En su doble condición de judía y extranjera, Irène Némirovsky no podía ser ajena a la realidad social de la Francia de los años veinte y treinta, al indisimulado rechazo que sufrían judíos e inmigrantes del Oriente (griegos, turcos, rusos, etc). Todo ello forma el sustrato argumental y espiritual de El maestro de almas. La historia narra la vida adulta de Dario Asfar, un emigrante ruso que huye de sus orígenes miserables en Crimea, que completa sus estudios de medicina en Francia comenzando una lucha sin tregua por el reconocimiento social y el éxito económico que le alejen de una imagen que le persigue como fantasma de un pasado próximo y aún posible en sus peores pesadillas: la de sus compatriotas hambrientos, hacinados, a merced de la fortuna o los golpes del destino.

Pero Dario Asfar vive atrapado entre sus orígenes vergonzantes y el racismo -y clasismo, verdadera esencia de todo racismo- de la alta sociedad francesa a la que aspira a sumarse. Y fruto de esta tensión, su desmedida ambición que le llevará a traspasar con frecuencia la línea sutil y borrosa que separa a los hombres honestos (los saciados, para quienes el tiempo ha borrado las huellas de unos antepasados arribistas y aventureros) de aquellos que deben renunciar a sus elevados principios (los hambrientos, aquellos que pelean por ascender en la “escalera del éxito”).

Avezado conocedor de los entresijos del alma de los hombres, termina por convertirse en el “sanador” de aquellos que le cierran las puertas de sus residencias, en confesor y confidente de las mujeres que miran a la suya por encima del hombro por culpa de un leve acento extranjero. Y conociendo la necesidad de adulación de estos fatuos personajes, sus limitaciones y faltas, sacará partido de ellas y logrará fama y dinero, reconocimiento y poder; lo que no le aleja en ningún caso de las sospechas, los comentarios y de un cierto rechazo que aquellos que recurren a sus servicios se cuidan de ocultar; no hay éxito completo, quizá nunca lo haya.

En esta lucha sin tregua pierde el amor de su hijo quien sólo ve los actos inmorales de su padre, su desmedida pasión por lo material, su afición por mujeres distintas a su madre. Pero el hijo, a quien nada falta, no es capaz de asomarse al vacío pozo del que su padre, ayudado en todo momento por su fiel esposa, extrae la fuerza para no volver a caer. Ese papel de reveladora de almas lo cumple sobradamente Irène Némirovsky quien nos muestra esa ambivalencia, esa doblez de Dario; sin justificarla, pero iluminando sus aspectos más humanos, probablemente porque gran parte de lo que narra tuvo que vivirlo en primera persona.

De ahí que Irène no juzgue a su personaje dejando tamaña tarea al lector y sus circunstancias, pero sin hurtarle elementos de decisión. ¿Cuál es el veredicto, por tanto? Parece claro que la ambición social parte del deseo de Dario Asfar de proteger a su mujer e hijo, pero ello le lleva a violar las normas deontológicas de su profesión, le arroja en brazos de jóvenes mujeres que sólo ven en él ese brillo que el dinero parece otorgar a los ojos de los simples. Pero ese proceder le aleja de aquello que más ansía: el amor de su hijo y el reconocimiento de Sylvie Wardes, una extraña mujer a la que conoce cuando aún pugna por salir adelante y cuya rectitud y moralidad se alza como referencia a lo largo del libro. ¿Qué ha logrado Dario en este largo viaje? Quizá mucho menos de lo que ha dejado por el camino. Comprender las circunstancias no equivale a justificar, explicar una conducta no implica admitir su necesidad. Pero ¿quién no sacrifica algo de sí mismo a cambio de aquello que cree desear?¿Quién no cree, como el maestro de almas, que esta renuncia no es sino temporal y circunstancial?¿Quién no se juzga superior a otros y anhela que un acto de justicia coloque a cada uno en su lugar?

Difíciles preguntas las que nos lanza Irène Némirovsky. Suyo es el mérito de que el juego sutil de su escritura las deslice sibilinamente en nuestra conciencia mientras avanzamos en la lectura del libro. Mérito suyo el que, cuando creemos tener una respuesta, un juicio certero, haga surgir un nuevo elemento que nos fuerce a replantearnos completamente la opinión formada. Porque, en definitiva, es de sabios saber formular preguntas, más no se puede pedir a la Literatura; las respuestas tocan a otros.

La edición de Salamandra cuenta con traducción de José Antonio Soriano (logra hacer de la lectura un placer libre de sobresaltos o altibajos estilísticos) e incorpora un epílogo escrito por Olivier Phillipponnat y Patrick Lienhardt, autores de una biografía de la autora, en el que examinan con detalle el ambiente social y literario por el que se movía Irène Némirovsky, las dificultades para publicar, su ambigüedad con el antisemitismo de los diarios y editoriales en que publicaba, etc. También se detallan aspectos de la génesis de El maestro de almas (inicialmente el protagonista sería griego o norteamericano) o se aclaran numerosas claves que para el lector actual pueden permanecer ocultas.

El maestro de almas, sin lograr trasladar la misma emoción que Suite Francesa, pone de manifiesto el porqué Irène Némirovsky es una autora actual pese a que mucho de su estilo recuerde a novelistas del siglo XIX. Su obra tiene la capacidad de formular preguntas e incomodar al lector, plantea asuntos que hoy permanecen vigentes. En un tiempo en que muchos vuelven su mirada hacia mundos del pasado o fantasías irreales, Irène Némirovsky nos devuelve al mundo que nos ha tocado vivir, a una realidad que definimos con nuestras decisiones diarias. Y en eso estamos.

9 de mayo de 2009

Como una novela (Daniel Pennac)


Nacemos ávidos de historias. Desde que somos capaces de entender un vocabulario mínimo nos convertimos en tiranos de nuestros padres, reclamando esa dosis diaria de cuentos para irnos a dormir, para comer o para atarnos los zapatos. En un principio puede ser el gusto de escuchar una voz conocida y tranquilizadora, pero pronto ésta pasa a ser un elemento que cede su lugar a las historias que salen de su boca. Hechizados, pasamos (o podemos pasar) horas enteras escuchando cuentos, incluso el mismo, una y otra vez, agotando la paciencia paterna, materna o filial.

Y sabemos que todos esos mundos se esconden detrás de signos tipográficos para cuya comprensión parece ser necesario el concurso de todos los esfuerzos y conocimientos del mundo. Pero también a ellos llegamos y, tras ingresar en la escuela, comenzamos a casar las palabras escritas con los sonidos que las dan vida. Nuestros ojos se adaptan para detectar meras líneas sin sentido alguno que, sin embargo, ahora parecen dotadas de una coherencia evidente.

Y con descanso, nuestros padres se alejan de nuestros cuartos dejándonos con un gran libro infantil en el regazo para que seamos nosotros quienes, autónomos, nos adentremos en la Literatura. Y, años después, confiarán en que sea la escuela la que continúe caldeando los rescoldos de ese amor infantil por aquellas hermosas historias. Y la escuela, con su racionalismo, sus programas y sus objetivos, trazará el destino de nuestra tarea lectora bajo la forma de textos obligatorios, comentarios, que copiaremos a compañeros de años anteriores, ¡afortunadamente esas lecturas obligatorias gozan de mayor estabilidad que las leyes educativas!.

Llegados a la compleja edad de la adolescencia, acosados por múltiples estímulos -unos biológicos y, por tanto, atemporales y naturales; otros alentados por quienes nos despreciarán por caer en los tentáculos que fabrican y con los que se enriquecen- nos alejaremos del libro. No en vano, el libro parece resultar ajeno a ese hermoso ideal de nuestra sociedad que ve con malos ojos cualquier actividad solitaria, que ensalza los placeres inmediatos y accesibles, sin previo esfuerzo. Y sólo años después, con las decepciones (o alegrías, quién sabe) de la vida, algunos volverán al libro, recuperarán el gusto por un esfuerzo cuya recompensa no está en el horizonte del "ahora" sino más allá de trescientas o cuatrocientas páginas. Pero otros muchos, lectores en potencia, mentes claras, con imaginación, con gusto por aquello que no está manido, perderán sin saberlo un goce que dificilmente sacia. Y tampoco tendría la mayor importancia, nadie es mejor por leer, simplemente les privaron del derecho de elegir, de equivocarse por sí mismos. Eso perdieron. Eso les robamos creyendo que todo les era dado en esta tierra de promisión.

Pennac ha dedicado parte de su obra a la reflexión sobre la escuela y la lectura. Este segundo aspecto lo aborda en Como una novela, libro en el que trata de enumerar y analizar las causas por las que un lector en ciernes se convierte en un renegado de la lectura que huye de las páginas escritas como si éstas representaran el peor de los castigos.

Sin afán de analizar todas las ideas que Pennac aborda en su libro (intenso y fecundo, en contraste con su brevedad) y sin intención jerárquica, podemos empezar por los propios padres que, acosados por un horror vacui legendario, tratarán de completar el tiempo de su hijo en una lucha contra el reloj y a favor de la ansiedad, con todas las actividades extraescolares que impidan el pecaminoso aburrimiento o que acredite la buena salud económica familiar y la preocupación por nuestros hijos (o por alejarlos de nosotros cuanto sea posible, según se mire). El tiempo para madurar lentamente una novela, para saborearla, queda eternamente aplazado. Los padres tampoco son una referencia válida en muchos casos; el lamento de que mi hijo no lee suele provenir de quienes tampoco lo hacen.

La escuela es otra gran destructora de lectores en potencia. Convirtiendo la lectura, ese placer ameno, en una obligación monótona y repetitiva, cumpliendo unos programas que suelen comenzar puntualmente en autores medievales y rara vez culmina en una Literatura más próxima (¿es necesaria esa enseñanza cronológica?¿es pedagógica?).

Otra reflexión de Pennac: "¡Qué pedagogos éramos cuando no estábamos preocupados por la pedagogía!"

Pero la escuela no puede competir, aunque quisiera, con esa bestia negra de todo intelectual al uso, o de quien se vanaglorie de serlo aún no siéndolo: la televisión y, más recientemente, los videojuegos e internet. Sabiamente Pennac recoge la escena de un joven obligado a terminar un libro, "mientras no lo acabes, no hay televisión" y expresa claramente nuestras terribles contradicciones: elevamos la televisión a premio y reducimos el libro (cualquier otra actividad) a un castigo, un peaje previo para el paraiso televisivo.

Y toda la mítica que rodea al libro se asocia inevitablemente a aspectos tales como el silencio y el aislamiento. ¿Nadie recuerda que el libro nace para fijar aquello que previamente deriva de una profunda tradición oral? ¿Nadie concibe ya una sesión de lectura en público? ¿Qué pensaría Dickens que recorrió toda Inglaterra y parte de los Estados Unidos haciendo de sus lecturas acontecimientos sociales y culturales imborrables para quienes los presenciaban? ¿Qué Kafka quien leía en voz alta sus relatos a Max Brod, a su hermana favorita o incluso en público (él, el gran tímido)? ¿Cómo lloraría Whitman si viera sus Hojas de Hierba como briznas muertas en una biblioteca en manos de un lector contraído y temeroso? ¿Dónde dejamos espacio para esa otra mítica, la del lector arriesgado, la del que vive para leer con la misma fuerza que vive para amar y para gozar? ¿A alguien le extraña que la lectura no parezca demasiado atractiva?

Pennac, haciendo honor al título de la obra, no quiere terminar con un mal sabor de boca. En las últimas páginas nos regala sus Diez Derechos del lector que, a modo de piedra mosaica, nos permitirán hacer llegar el goce de la lectura a quienes les resulta ajeno, derribando barreras, tópicos, imposiciones carentes de sentido, desacralizando la figura del libro, del autor y del propio lector, acercándolo a ese goce caprichoso que nos conquistó en la infancia.

El derecho a no leer, a no ser presionados para ello, a que nadie ponga en duda nuestra inteligencia porque no leamos. ¿Quién, a fin de cuentas, no tiene rachas en las que, simplemente, no siente apetito lector? Pero también, el derecho a no terminar un libro, a levantarnos del sofá y devolver el libro a su estantería. Quizá años después, retomemos el libro y nos preguntemos vagamente, ¿por qué no nos gustó hace años? Y también, por supuesto, el derecho a no leer todas las palabras, de principio a fin, el poder saltarnos pasajes, centrarnos en lo que más nos gusta (yo añadiría el gusto por volver atrás e, incluso, por saltar adelante libremente sin sentirnos contrabandistas de la peor calaña). El derecho a releer lo que más nos gusta (¿de verdad hay que leer todo lo que se publica sin echar la vista atrás sobre lo que más nos ha enriquecido? ¿tanto perderemos si volvemos a leer lo que nos impresionó o marcó? ¿no serán acaso las editoriales las menos interesadas en la relectura?). Y, por encima de todos, el derecho a leer lo que me de la gana. Que nadie me mire con soberbia o condescendencia si leo determinados libros, si disfruto con Harry Potter aunque tenga cincuenta o setenta años. Que nadie me juzgue por ello y que yo no juzgue a quien lea a Sartre o a Sófocles.

Y así, hasta diez derechos fundamentales para orear nuestra conciencia lectora, despejarla de mitos que la enturbian y degradan. Derechos que vuelvan a hacer del lector el protagonista de los libros.

Otra nota de optimismo; pese a las estadísticas con índices de lectura bajísimos, pese a los periódicos informes sobre la escasa habilidad en lectura comprensiva y los vaticinios de los pedagogos mediáticos que, desde sus ventanas televisivas, denuncian que precisamente la televisión acabará con la lectura, los signos evidencian lo contrario. Que nadie nos engañe, no me imagino a los españoles de los años cincuenta como ávidos lectores impenitentes, siempre con un libro a cuestas; me temo que sus preocupaciones eran otras. Pasear por la Feria del Libro revela colas de adolescentes que han hecho enrojecer de envidia a Antonio Gala; viajar en Metro permite asombrarse de ver a jóvenes leer libros que yo, algo mayor, pero tampoco tanto, he demorado para cuando tenga tiempo que es lo mismo que decir, para nunca. Y también he leído bitácoras escritas por alumnos de Instituto compartiendo sus gustos sobre Literatura, entre opiniones sobre un concierto, un estreno de cine o una serie de dudoso gusto, todo ello con la naturalidad de quien habla de lo que le gusta, lee lo que quiere, sin necesidad de buscar aprobación de nadie. Ese espíritu es el que lleva a los libros, por tanto, los libros (sea cual sea su formato futuro) seguirán vivos, o al menos tan vivos como lo han estado siempre.

26 de abril de 2009

La perdida Ciudad Judía de Praga (Hana Volavková / Pavel Belina)


 
 
¿Cómo definir una ciudad?¿Cómo dibujar su contorno y su esencia, sus días de gloria o sus peores vivencias? ¿Cómo alcanzar el conocimiento de todas sus caras, sus gentes?¿Su pasado y su futuro? Tarea imposible, sin duda. Los optimistas dirán que, como siempre, conocer el pasado nos dará claves para interpretar el presente o adivinar el futuro, pero quizá sea el entorno, el momento histórico el que mejor permita entender una sociedad. Para visitar el pasado recurrimos a relatos de quienes allí vivieron, a interpretaciones de historiadores y cronistas que, aunque no vivieron ese tiempo ni ese lugar, creen tener la información suficiente para trazar con mano firme el perfil preciso. Sin embargo, ¡qué experiencia es poder formarse una impresión de primera mano, directa, sin intermediarios! ¡Qué oportunidad acercar nuestra nariz curiosa a las calles, a las plazas y a los patios, a las gentes y sus ropas, a los comercios donde compraban y a los vehículos en los que se movían!. La fotografía permitió, desde finales del siglo XIX, recopilar toda esta información, en muy variados estilos. Desde las fotografías organizadas aún al modo de escenas pictóricas, a los retratos oficiales, cargados de artificiosidad; desde las fotografías más naturales, a las más solemnes que perpetuaban un momento relevante (una boda, un bautizo, o un retrato para la apenada esposa antes de partir a una guerra). Pero sólo pasados varios decenios, perdido el recuerdo del mundo retratado, estas imágenes van adquiriendo un significado diferente. Es entonces cuando comienzan a publicarse los primeros volúmenes de fotografías antiguas, de imágenes de época. Es sólo entonces cuando esas fotografías dejan de ser miradas para recordar y comienzan a observarse para comprender, para asimilar. No basta leer que a finales del siglo XIX las calles se llenaban de fango en cuanto llovía, que los adoquines escondían charcos que salpicaban continuamente el pantalón de los caballeros y las puntillas de los trajes de las damas. No basta con saber que hubo un tiempo en el que sólo un harapiento podía admitir salir a la calle sin portar un sombrero, espléndido o miserable, lustrado o sucio; constatar ese hecho, verlo con los propios ojos es la mejor forma de acercarse a un tiempo que ya no existe. Contrastar la imagen del pasado con la del presentes es parte del encanto de dichas fotografías: las calzadas abriendo sus carnes a los raíles de los tranvías, los toldos de los comercios tapando totalmente los escaparates, el adoquinado frente al simple asfalto de nuestros días, una fuente en el centro de una glorieta, hoy desaparecida a mayor gloria del tráfico infernal, ... Sin embargo, La perdida Ciudad Judía de Praga es un libro de fotografías (también algunos grabados) que trata de acercarnos a un mundo que ya no existe, no sólo porque su tiempo pasó, sino porque sus edificios, sus calles y recovecos fueron destruidos pocos años después de la fecha en la que su imagen fue congelada para la posteridad. Tan sólo la silueta del Ayuntamiento Judío (donde Kafka hizo su vibrante lectura de su texto a favor del idioma y teatro yiddish) o de la Sinagoga Staranová (en cuyo ático se esconden los restos del Golem), surgen como sombras fantasmales aún reconocibles. Como parte de un programa de saneamiento, algunos judíos se opusieron alegando que se trataba de destruir su comunidad, prácticamente todos los edificios (algunos de la época barroca o anterior, de cierto valor arquitectónico) fueron demolidos y sus tortuosas callejas reconstruidas al modo racional del cuadrilátero, allí donde ello fue posible. Fachadas modernistas ocuparon el lugar de antiguas casas con patios por los que corrían niños harapientos y en los que descansaban carros tirados por caballos. Asomarse a estas imágenes es observar un barrio, un estilo de vida e incluso una concepción de las ciudades y del modo en que se organizan sus diversas comunidades, de las que ya no tenemos memoria (quizá por ello, los centros de muchas de nuestras ciudades comienzan a parecerse a alguans de esas imágenes en sepia). Esas fotografías se amoldan perfectamente al mundo reflejado por Gustav Meyrink en El Golem. Las casas apiñadas, los callejones cortados, las buhardillas construidas donde ya no parecería posible asentamiento arquitectónico alguno, balcones corridos en patios de vecinos, casi al estilo de las corralas; todo parece coincidir con lo descrito por el autor que, sin embargo, escribió su obra cuando el Barrio Judío sólo era un recuerdo y cuando ni siquiera él residía en Praga, alejado por oscuros episodios de su vida praguense. Por contra, nada encontraremos que nos evoque a los personajes de Kafka, hijos más bien de la ciudad nueva y de su burócrata diseño. Esta obra es una adaptación de otra mayor, dedicada a la ciudad de Praga publicada por Katerina Beckova y que trata de reflejar, casi enciclopédicamente, la imagen pasada de Praga. Esfuerzo encomiable que debiera servir de ejemplo para otras ciudades, tan preocupadas por su futuro que apenas logran despegarse de su pasado.

12 de abril de 2009

Berlín Alexanderplatz (Alfred Döblin)


Berlín Alexanderplatz es, muy resumida y simplemente contada, la historia de Franz Biberkopf que salió de la cárcel tras cumplir una condena de cuatro años por una muerte, digamos accidental, decidido a no volver a caer, a mantener una vida honrada y que lleva adelante esa intención profunda contra todos los embates, los más livianos y los más terribles, hasta que la vida, zarandeándole a su capricho, termina por hacerle regresar al camino de la deshonra pese a lo que finalmente logra alzarse y, quizá con menos brío, se despide de las páginas escritas por Alfred Döblin con una sosegada vida gris.

Y esta es la breve sinopsis de una obra en la que quizá, lo menos importante sea precisamente la historia que narra, lo relevante el cómo se cuenta y el discurso que acompaña a las peripecias de este personaje, mezcla de pícaro y víctima de las picarescas ajenas, de intenciones nobles y obras ocasionalmente ruines, como cualquiera de nosotros; pero no, no perdamos el respeto a los lectores, digamos mejor de la mayoría de nosotros.

Esta historia de caída y redención hace pocas concesiones. Sus personajes surgen de lo más bajo de la ciudad y sus vicios y crímenes son descritos con gran naturalismo. Döblin los dibuja como personas, no como criminales y es que, en efecto, Döblin trabajó como psiquiatra en lo que luego sería el Berlín Este, una zona bulliciosa, obrera, de gentes variopintas y de no excesivos recursos. Trabajando desde la Sanidad Pública trabó conocimiento de todo aquel mundo, sus secretas intenciones y sus impulsos. Por ello, no es de extrañar que por las paginas de Berlín Alexanderplatz apenas aparezca fugazmente algún personaje de posibles, siempre fuera de lugar, siempre ajeno a lo que acontece a su alrededor. Por ello, frente a la idea simple de que esta novela refleja el bullicioso mundo del Berlín de entreguerras (lo que parece sugerir cierta bohemia, burbujeantes fiestas y bailes de moda en el loco Berlín de los años veinte) realmente estamos ante el retrato de personas que luchan por sobrevivir, por ganarse el pan del día siguiente en una ciudad que se moderniza a pasos agigantados pero que no es capaz de proveer unos mínimos de seguridad, higiene o dignidad a gran parte de sus habitantes que quedan varados en los alrededores de esa simbólica plaza, punto de unión de los diversos mundos que forman Berlín pero de los que el libro no se preocupa

En ocasiones de manera expresa, en otras de un modo más sutil, Döblin parece querer establecer un paralelismo bíblico. Numerosas referencias, en especial al Antiguo Testamento, van trazando un nexo de unión simbólico entre Franz Biberkopf y Job. Otras referencias bíblicas son constantes (ciertos pasajes del Eclesiastés, visiones de algunos Profetas, Abraham, ...). ¿Implica ello que el fin de la obra de Döblin es moralizante? A la vista de su compleja biografía, de sus vaivenes ideológicos, no es fácil aventurar una respuesta clara, si bien, tengo la impresión de que su esfuerzo se volcó más en dibujar la vida de un Berlín y de unos habitantes que conocía muy bien; pretendía acercarlos a un público poco acostumbrado a presenciar a estos caballeros truhanes en su propio medio, prestándose mujeres, colaborando en robos con la complicidad de vigilantes y vecinos, cargados de maldad hasta el punto de no tener freno a la hora de cometer terribles actos contra quienes se oponen a sus planes.

Si bien la trama no carece de interés, lo que hace de Berlín Alexanderplatz una obra maestra es el modo en que se cuenta esta historia, haciéndola más real, más próxima al lector (pese a la total concreción geográfica, temporal y cultural del texto). Como buen hijo de su tiempo, Döblin admiraba la obra pictórica de los artistas de vanguardia, entre ellos los cubistas, que descomponían una imagen en sus planos aupándolos al mismo nivel, lo que concuerda perfectamente con la visión de psiquiatra de Döblin y las teorías de su profesión, capaz de estudiar al hombre, su mente, desmembrándolo en relaciones inadvertidas para un observador profano. El arte de Döblin viene a la hora de aplicar esta técnica a la prosa mediante diversos recursos que hacen de la lectura de Berlín Alexanderplatz un placer esforzado en sus primeras páginas y, tras la asimilación inadvertida del estilo del autor, una lectura plena de gratificaciones y hallazgos.

Así, en un mismo párrafo encontramos la voz interior del protagonista, sus palabras pronunciadas, la voz del narrador que se dirige a los lectores para llamar su atención sobre algunos hechos o alertar de los que en breve acontecerán o, con el mismo atrevimiento, se encara con el protagonista, le aconseja y advierte. Y todo ello entremezclado con otra voz neutra, de un narrador omnisci ente que no podemos identificar sin riesgo con la voz del autor.

Pero las superposiciones, a modo un gigantesco patchwork, se extienden a aspectos tan inusuales como la reproducción literal de textos de anuncios, folletos publicitarios, manuales de medicina, textos de periódicos o cartas auténticas; tan grande es la pasión de Döblin por los hechos, por tratar de transmitir una realidad a la que los recursos literarios tradicionales apenas alcanzan.. Los personajes toman prestados versos de poetas alemanes, himnos de Goethe, marchas militares e incluso canciones de moda en el momento. En ocasiones ciertas imágenes o versos actúan a modo de coda repetitiva que surge para subrayar determinados momentos ("es segadora, se llama Muerte", "para todo hay un tiempo") . Desgraciadamente lo que no podemos apreciar en las ediciones de esta obra es el poder manejar el manuscrito original de Döblin en el que, literalmente, pegaba los recortes de periódico, de publicidad y otros materiales que configuran ese hermoso collage que hoy leemos de corrido y sin percibir esa pasión por las manualidades y ese gusto por integrar en el texto la realidad de la que hablaba.

Este esfuerzo por hacer más vibrante, más real, la novela, paga tributo a los ojos de los lectores de este siglo en el que muchas de las referencias familiares para el público alemán del periodo de entreguerras, resultan totalmente ajenas obligando a optar por una generosa colección de notas aclaratorias o por la incomprensión de muchos aspectos que complementan la historia. Prefiriendo la primera opción, la edición y traducción de Miguel Sáenz en Cátedra permite extraer gran parte de ese jugo que, de otro modo, se perdería sin remedio. Asimismo, el estudio introductorio nos aporta una visión previa de este autor que, pese a su abundante obra, sólo es conocido por el gran público gracias a esta novela.

En definitiva, la lectura de Berlín Alexanderplatz da cuenta la suprema libertad que ejerció Döblin en su escritura, permitiéndose describir los bajos fondos de Berlín con todas sus miserias, anticipando la crispación política que estallaría pocos años más tarde, todo ello mezclado con grandes dosis de poesía. Esa libertad, fruto de una tremenda seguridad, le permitió combinar escenas sórdidas con momentos de gran belleza (por ejemplo la muerte de Mieze), o destrozar literalmente escenas dramáticas (el pasaje en el que se narra la incapacidad de Franz a la hora de completar al acto sexual con una prostituta tras su salida de la cárcel se rompe abruptamente con un texto extraído de un manual sobre disfunciones sexuales).

Esta libertad le permite asumir el riesgo que la mayoría de autores evitan, destripar su propio libro. La primera página de Berlín Alexanderplatz es, precisamente, el resumen del argumento de la novela y la posible lección que de ella se extraerá. Del mismo modo, cada uno de los nueve libros o capítulos en que se descompone el texto, viene encabezado por otro pequeño resumen de lo que en él se verá. Esto mismo es la mayor prueba de que el autor dio mayor importancia al tejido del libro, a su forma y discurrir, que a la breve historia del bueno de Franz. Siguiendo su sabio consejo y leyendo Berlín Alexanderplatz encontraremos por tanto, algo más que una historia, encontraremos, ahora ya sí, una Novela con mayúscula.


29 de marzo de 2009

La carretera (Cormac McCarthy)


El viaje como metáfora, como símbolo de un proceso, una evolución, es una constante en la Literatura; clásicos son la Odisea, el Quijote o Los viajes de Gulliver. Sin embargo, han sido los norteamericanos quienes han creado una metáfora específica y propia de un país de grandes dimensiones, donde la Naturaleza es la norma y la Civilización, el confín. La carretera es el camino del progreso, de la unión entre comunidades dispersas, la promesa de una vida mejor; no en vano los caminos de hierro marcaron el avance hacia el Oeste y la progresiva inclusión de nuevos Estados a la Unión, al destino moderno y ordenado. Pero también, la carretera ha simbolizado la libertad, el deseo de huida, la esperanza de una salida, una Utopía.

Por ello, los viejos bluesmen cantaron a la carretera (la famosa ruta 61) que marcaba el viaje al Norte en el que las fábricas de automóviles hicieron olvidar las manos encallecidas por la cosecha de algodón, y los escritores de varias generaciones convirtieron a la carretera (la más famosa aún ruta 66) en el eje central de sus escritos (Kerouac o Steinbeck).

McCarthy retoma esta imagen de la carretera con un cambio sutil pero trascendental. Los protagonistas de esta novela (un padre y su hijo arrojados a un mundo desolado por una hecatombe de origen apenas intuido) se aferran a la carretera como único modo de sobrevivir. La carretera que les acercará al Sur, al calor y a la esperanza de que los rescoldos de un mundo abrasado aún sobrevivan. La carretera que hace del avance un esfuerzo menos penoso, que atraviesa ciudades abandonadas en las que poder rebuscar alguna conserva que a otros pasó inadvertida, que transcurre entre antiguas estaciones de servicio que guardan aceite en el fondo de bidones corroídos por la herrumbre. Pero es la misma carretera por la que viajan otros hombres que luchan por la supervivencia, que se alimentan de otros hombres, agotada toda provisión, que surgen como una última plaga bíblica cuando todas las demás han arrasado aquello que conocíamos y de la que lo único cierto es que hay que huir, esconderse, alejarse.

Ésta es la dicotomía que vertebra La carretera. La tensión entre la imposibilidad de alejarse de la carretera, de afrontar la naturaleza agreste que se extiende más allá de ella, de la promesa de una posible comida al final del día y el peligro cierto del encuentro con otros hombres que dejaron de serlo. La disyuntiva se aplica también a los hombres. La supervivencia es imposible por sí mismos, la marcha al Sur es, sin duda, la marcha al encuentro de otros, de un mundo posible, en el que haya esperanza de sobrevivir; pero al mismo tiempo, cualquier encuentro es una amenaza directa a sus vidas; la carretera es el camino de la vida y en él se puede encontrar la muerte.

Estas ideas resumen la brutalidad sobre la que los protagonistas caminan, con la que conviven, reforzando unos lazos de difícil comprensión pero que McCarthy sabe dibujar con unos diálogos mínimos, repetitivos, plenos de silencios y tremendamente efectivos para reflejar la realidad de un padre que trata de mantener la ilusión de un hijo cuando nada parece contribuir a ello, que trata de conservar su influencia, su autoridad cuando la realidad desdice sus palabras.

Padre e hijo, carentes de nombre, casi de pasado y probablemente de futuro, se apoyan mutuamente. El hijo es la razón de que el padre continúe en una huida que conoce imposible; el hijo es quien depende de su padre, no sólo para su sustento en este entorno hostil, sino para recibir una interpretación de una realidad que le desborda. Y aunque el padre no siempre lo consiga, aunque el hijo comience a hacerse sus propias preguntas, a sus palabras se aferra con fuerza.

Y junto a este punto de unión que representan ambos protagonistas, la legión de hambrientos, solitarios o en manada, tan sólo son lo ajeno, el otro, un enemigo a evitar o, si no queda otra alternativa, a combatir. La muerte de uno es la vida para otro por lo que queda poco espacio para una moral, para un sentimiento de compasión, de empatía. Y aquí es donde las explicaciones de un padre fracasan en su intento por recrear un mundo de orden que se rige por unas reglas que ya no son válidas, un mundo en el que los buenos (ellos y otros que están por llegar) se enfrentan a los malos y siempre vencen, no importa las penalidades que se sufran.

Tan sólo el niño a veces se preguntará si sólo ellos son los buenos en el mundo, si los que quedan detrás en la carretera, muertos, heridos o desnutridos, no serán también buenos en busca de una esperanza. Es en esos momentos en los que la relación padre e hijo parece a punto de saltar por los aires, siendo preciso cada vez un mayor esfuerzo para recomponerla.

Pero en esta fábula hobbesiana también queda espacio para el lirismo; para las descripciones de un paisaje, de recuerdos de otra época o de la antigua casa de la niñez; para la fuerte dependencia entre el padre y su hijo expresada sabiamente en breves diálogos llenos de emoción.

La obra se vertebra formalmente en breves retazos, a veces meramente descriptivos, en otras verdaderas secuencias que construyen episodios más amplios, ayudando a crear un sentimiento de apremiante urgencia, de inevitabilidad. En las primeras páginas,los pasajes son primordialmente descriptivos y esquemáticos, dibujando a pinceladas el fondo sobre el que se desarrollará el argumento. Sin embargo, en gran medida, el estilo de las primeras páginas (duro, de gran expresividad y viveza) se prolonga a lo largo de toda la novela, que en ocasiones puede parecer una sucesión de apuntes para una obra de mayor extensión; pero precisamente de ahí nace gran parte de la fuerza de La carretera, de ese paisaje grisáceo, cenizo, húmedo y ventoso, de la enemistosa Naturaleza y sus temibles habitantes. Mérito es de Luis Morillo Fort haber sabido trasladar esas características del texto original al castellano.

Algunos han visto en La carretera una incursión del autor en el mundo de la ciencia-ficción, pese a que nada en ella invita a creer que Cormac McCarthy se haya planteado como posible el escenario que describe; antes bien, creo (y, por tanto, puedo errar) que su intención es la de enfrentar a un hombre con la inmensidad, con lo incomprensible, con su propio destino sobre la Tierra, estudiar los motivos que le impulsan a enfrentarse a todo ello (cuando sabe que no queda esperanza (no pienso sólo en el padre y su hijo, sino en todos los que comparten su mundo y tratan de sobrevivir en él), la adaptación de la Ética y la Moral a dicho entorno y tantas otras cosas. En ocasiones, cierto simplismo se entrevera en las páginas, quizá la visión del hijo lo justifique, quizá simplemente la novela ofrece alternativas que el lector debe tomar o desechar, pero sólo quienes la lean tendrán el privilegio de juzgarla.