25 de noviembre de 2011

El cerebro infantil. La gran oportunidad (José Antonio Marina)



El cerebro infantil: La gran oportunidad es el segundo volumen que publica José Antonio Marina para la Biblioteca de la Universidad de Padres (a través de la editorial Ariel) tras La educación del talento.

La filosofía y organización repite el mismo esquema que el libro anterior: Cada capítulo comienza con una serie de exposiciones teóricas, posteriormente se da paso a la opinión de expertos y eminencias en la materia y finalmente, se abre un diálogo entre el autor y diversos interlocutores en una simulación de una conversación informal en la cafetería del campus emplazando al lector para que se continúe el diálogo en el foro abierto para cada capítulo en la página web de la Biblioteca de la Universidad de Padres.

Porque el libro tiene su propia página web que permite tener acceso a abundante información agrupada por capítulos (perfiles y biografías de los expertos citados, referencias bibliográficas, entrevistas, artículos, videos, ...) que sirven para satisfacer la curiosidad de los más exigentes que quieran dar un paso más allá del texto y abrir nuevas vías de reflexión.

Entrando ya en el contenido del propio libro, obviaremos los primeros capítulos que dan cuenta del conocimiento más reciente sobre la arquitectura del cerebro, dado que es un tema abundantemente tratado en muchas otras obras, dejando que sea el propio José Antonio Marina quien nos explique este apartado.




Gracias José Antonio. Es ahora cuando entramos ya en la verdadera esencia de esta obra, que no es otra que el modo en el que los padres -y profesores- pueden ayudar a sus hijos a la vista de estos conocimientos, sacando partido de esa extraordinaria estructura que es nuestro cerebro.

Marina tiene claro cuál debe ser el objetivo de lo que denomina la Nueva Frontera Educativa: forjar la personalidad del niño para que sea capaz de desarrollarse en un entorno cambiante con las mejores armas posibles, como son el optimismo, la creatividad, la resilencia, etc.

Los conocimientos de la Ciencia de nuestros días nos alejan del modelo del buen salvaje tan querido por los ilustrados del siglo XVIII, de esa metáfora de la tabla rasa sobre la que podemos dejar la impronta que deseemos. No, los bebés vienen a este mundo con una parte de las cartas ya repartidas, lo que limita y condiciona de algún modo la labor educativa, que deberá acomodarse a estas circunstancias para lograr el objetivo citado.


Tres son estos grandes condicionantes previos: el sexo, la propia capacidad individual y el temperamento. El sexo, a través del sistema hormonal afecta a funciones neurológicas, al modo de sentir y de relacionarnos. Asimismo, cada niño tiene características y capacidades propias que les diferencian del resto. Unos son más intrépidos y extrovertidos, otros captan mejor las ideas teóricas pero son más lentos con las prácticas. Finalmente, el temperamento es el conjunto de elementos heredados como son la sociabilidad, la emocionabilidad o el nivel de actividad.

Todos estos factores no son inmutables, pero sí difíciles de “ajustar” y deben ser tenidos en cuenta a la hora de educar a los hijos para hacerlo de manera personalizada, adecuándonos a cada temperamento y al ritmo de cada niño. Esto hace de la educación una labor realmente interesante y sumamente compleja.

Para ello, podemos apoyarnos en una de las más sorprendentes propiedades del cerebro: la plasticidad. Sabemos que las estructuras cerebrales no son fijas, que no es cierto que aquellas habilidades que no hayamos desarrollado antes de los tres años nos resultarán prácticamente inasequibles. Que no es cierto que el número de neuronas de las que disponemos sea un número decreciente, sino que su producción no se ve alterada por la edad. Que las conexiones se rehacen en función de las circunstancias (p. ej. en caso de accidentes que afectan a funciones cerebrales básicas) o de nuestro propio influjo (p. ej. cuando comenzamos a estudiar un nuevo idioma).



La plasticidad es, por tanto, la principal herramienta de los educadores, la expresión científica de que su labor tiene sentido, de que podemos influir y afinar esas cartas que la genética nos entrega arbitrariamente. ¿Y cómo influir en el cerebro para sacarle partido? La apuesta de Marina pasa, entre otros puntos, por reivindicar la denostada memoria, no entendiéndola al modo tradicional, sino más bien como el conjunto de comportamientos, esquemas de respuesta y estrategias “aprendidas”. Su ejemplo es muy clarificador: Nadal debe “memorizar” cada movimiento, cada posición de sus músculos, cada reacción ante el saque de un contrincante, todo debe haber sido ejercitado, memorizado previamente y organizado en esquemas de respuesta dado que en el terreno de juego es imposible racionalizar lo que debe hacer. La memoria es la capacidad para automatizar esos movimientos y reaccionar.

El recuerdo es la forma en la que la memoria recupera y reconstruye la imagen del pasado en el presente, es el germen de emociones, favorece la creatividad y el buen gobierno de nuestra inteligencia.

También se plantea Marina si tenemos capacidad para mejorar la inteligencia de nuestros hijos (y, de paso, la nuestra). La buena noticia es que la idea que tengamos de nuestra inteligencia condiciona nuestra capacidad de aprender. La inteligencia puede mejorar en cuanto a su estructura (fomentando la creatividad o la atención, el interés por el entorno) o en cuanto a su contenido. Hay que enseñar al niño a que maneje su propio cerebro para lograr potenciar sus extraordinarias facultades.



Todos conocemos a personas que han perdido el interés por su entorno, que carecen de la motivación suficiente para interrogarse, que han reducido su vida intelectual a una mera rutina. La inteligencia de estas personas se reducirá paulatinamente.

Aclarado que nuestra inteligencia cognitiva puede mejorar, ¿podemos decir lo mismo de la inteligencia emocional? Entendemos por inteligencia emocional aquélla que contribuye del modo más poderoso a dominar nuestros sentimientos, a motivarnos, que configura una visión del mundo a través de las relaciones con otras personas y que, en definitiva, condiciona todo nuestro proyecto vital. Y también a esta inteligencia le es aplicable la plasticidad, la capacidad para ser moldeada. Por eso la educación debe esforzarse en forjar una inteligencia emocional capaz de contribuir del mejor modo posible a construir ese objetivo. Es durante el segundo año de la vida del niño cuando se forman las conexiones que le permitirán controlar sus propias emociones y, en gran medida, el éxito en esta fase determinará el grado de impulsividad, de autocontrol, que tendrá el adulto del mañana. De ahí que la importancia de la disciplina sea vital desde un principio, como modo de dar seguridad al bebé al tiempo que se le educa en las habilidades emocionales que le servirán el día de mañana.

Pero, ¡cuidado! La disciplina a que nos referimos es la que marca límites lógicos al niño (no la que limita al niño), es la que se enseña al niño (no la que se le impone) y es la que va acompañada de afecto y cariño (no la que hace el papel de “poli malo”).


Y hablando de afectividad, dado que estilos afectivos que pueden no ayudar a un desarrollo pleno, hay que fomentar aquellos que permitan un crecimiento en positivo. Muchas respuestas emocionales proceden del temperamento por lo que son difícilmente modificables pero la educación sí puede cambiar la estructura de nuestro cerebro aprovechando la plasticidad. El esfuerzo merece la pena.

Por último, Marina se centra en la inteligencia ejecutiva, la que lleva a la práctica lo planeado, la responsable de pasar a la acción. Docentes y padres deberán potenciar la voluntad, como capacidad de hacer proyectos, la dilación en el tiempo de la recompensa, etc. Somos capaces de anticipar el futuro y proyectar lo que deseamos a muy largo plazo.

Educar a un hijo no es fácil, de hecho, las dudas aguardan a cada instante porque la teoría siempre parece sencilla, evidente; la práctica, inalcanzable. Muchos factores nos desvían de lo que sabemos que debemos hacer. El cansancio, la paciencia que nuestros hijos saben llevar al límite, los consejos ajenos que parecen funcionar en todos los niños menos en los propios, todo conspira para que no siempre nos comportemos como sabemos que debemos hacerlo y no siempre sepamos cómo hacerlo. Por eso, y porque queremos a nuestros hijos, tener unas cuantas ideas claras será un gran ayuda.

Como nuestros hijos, debemos aprender a retrasar la recompensa, a saber que nuestros esfuerzos de hoy, darán su fruto mañana. Como ellos, nuestros cerebros se adaptan a las circunstancias y nos superamos cuando queremos superarnos. Y por ello, cuando les educamos, nos educamos.



6 de noviembre de 2011

Isla de Nam (Pilar Alberdi)



Isla de Nam -o de los Sueños, o de las Rocas- se encuentra en un incierto lugar entre la Venecia de los dogos y la China de las especias, en los tiempos en que Marco Polo había regresado de su viaje y los canales ardían de rumores sobre sus palabras. Un tiempo en el que lo que ocurre en el lejano reino del Gran Kan resulta tan increíble que apenas se puede separar lo real de lo imaginario; tan extravagantes resultan ambos, tan increíbles pero, al tiempo, tan fáciles de creer para unos hombres que sólo de las palabras viven, que apenas han visto más que lo que se extiende ante sus ojos y que, por tanto, dependen de las palabras de los marineros, de sus fábulas y cuentos, de sus fanfarronas bravatas, para comprender que el mundo allá fuera es tan intenso y brillante como hacen suponer las riquezas que los barcos traen en sus bodegas.


Y es precisamente en ese lugar y tiempo en el que Pilar Alberdi desea centrar su historia. Un tiempo de viajes y aventuras, de fantasías y sueños. Un momento histórico concreto pero con cierto aire de fábula irreal en la que poder contarnos su historia, la historia de Giacomo Baldosini, que partió de Venecia para hacer fortuna y merecer el amor de su prima, Elisa Daltieri, pero naufragó en la isla de Nam. Y en esa isla ignota pasa sus días recordando las palabras de su amada, las historias que ella inventaba y en las que el protagonista siempre era él, como príncipe o como rey, siempre él. Y Giacomo, incapaz de devolverle una historia, sin imaginación para tan poco, sólo puede formular su promesa de amor, de amor eterno, claro está. Nunca la dejará, nunca la abandonará, …


A estas alturas parece claro que, al menos a mi juicio, la clave del libro es precisamente el valor de la palabra. En primer lugar, el respeto a la palabra dada en esa promesa de amor a que hacía referencia, fidelidad que Giacomo guarda cada día de su vida.

Pero la palabra también es protagonista en otros muchos aspectos. Palabras es lo que Elisa da a Giacomo, y palabras son lo que ella le reclama. Tiempo después, ya náufrago en Nam, Giacomo parece cobrar conciencia de sí mismo y ante los sorprendidos habitantes de Nam, narra sin tregua las historias que oyó de labios de su amada, pero también las que inventa, ganada ya la imaginación. Y sus palabras parecen no destinadas a nadie ya que no habla la lengua de Nam y sus pequeños habitantes no le comprenden aunque todos le escuchan con fascinación. Igual que él escuchaba a Elisa sin apenas oír sus palabras.

De palabras también entiende lo suyo la autora de esta pequeña obra de difícil catalogación ya que ha publicado diversos libros de poesía, teatro y narración. Varios premios avalan su trayectoria pero, en mi caso, es este libro el que justifica el reconocimiento.


El texto nos sugiere hechos esquemáticos, envueltos en un hermoso disfraz que cruza con acierto el género del relato breve con la poesía. Es el tono general del libro el mayor logro de su autora ya que se puede abrir cualquier página al azar y encontrar ese mismo aliento con el que se inicia la narración.

El ritmo es otro compañero presente en Isla de Nam, cuya lectura se acompasa con frecuentes repeticiones (el omnipresente “¡Escuchad, escuchad!” que sólo puede invocar quien tenga algo contar) e imágenes recurrentes que, sin embargo, inadvertidamente, nos llevan hacia el final de la narración.


En su brevedad no adelantaremos el final del libro, ya que, al igual que la Ítaca de Cavafis, su riqueza no se encuentra en el destino, sino en el viaje de su lectura, pero sí diremos que quien llegue a su última página habrá conocido una hermosa historia, multitud de imágenes y sorprendentes metáforas y, sobre todo, palabras, bellas palabras como recuerdo de la travesía.

1 de octubre de 2011

El tío Tungsteno (Oliver Sacks)



Oliver Sacks es un reputado neurólogo que reparte su talento entre el ejercicio de su profesión con pacientes que sufren las más extrañas patologías y la labor divulgativa a través de numerosos libros en los que ha descrito muchos de los casos clínicos que trata. Si algo caracteriza a su obra es su humanismo, entendiendo por tal, su capacidad para describir cada caso, por extraordinario y extraño que nos parezca, en el contexto de la vida personal del paciente. Oliver Sacks no nos habla de enfermedades, sino de personas, lo que da a sus libros y conferencias una cualidad especial.

La fama le llegó gracias a su experiencia en el tratamiento de pacientes aquejados de encefalitis letárgica, una enfermedad que afectó a muchas personas en los años veinte y cuya "epidemia" tan pronto como vino se fue. Muchos de los pacientes que sobrevivieron en la ciudad de Nueva York fueron agrupados (o arrinconados más bien) en el Hospital Beth Abraham del Bronx donde llevaban una vida apática, casi vegetal.



Oliver Sacks trabajó en dicho hospital a partir de 1966 y experimentó con estos pacientes el uso de una droga, la L-dopa, empleada para el tratamiento del Parkinson. Los resultados fueron sorprendentes y muchos de los pacientes despertaron a la vida. Sin embargo, efectos secundarios de la droga forzaron a abandonar el experimento reduciendo nuevamente a los pacientes a su estado vegetativo anterior.

Sí, muchos habrán creído reconocer el argumento de Despertares, la película protagonizada por Robert De Niro y Robin Williams y, efectivamente, esta película se basa en la experiencia real de Oliver Sacks y en su libro del mismo título.

Sacks ha dedicado libros al síndrome de Tourette, a las alteraciones en la visión del color, al mundo de los sordos, a las alucinaciones, la música y el cerebro, etc. Sin embargo, en El tío Tungsteno, aborda un género inédito en su obra hasta la fecha: la autobiografía. Este libro no es otra cosa que una colección de recuerdos del joven Sacks, sus aficiones científicas, su vida familiar y sus ensoñaciones sobre el mundo que le esperaba. En sus páginas no encontraremos ninguna de los apasionantes (aún siendo terribles) afecciones que pueblan el resto de su obra, tampoco hay un rastro preciso por el que seguir la pista de su futura profesión en el mundo de la neurología.

Entonces, ¿tiene sentido su lectura?¿Es Sacks una figura tan relevante de nuestro tiempo como para que sus días de infancia merezcan nuestra atención? Hablaré de aquello que he aprendido de este libro y algunas reflexiones que me han surgido durante su lectura.

El tío Tungsteno, como todos sus libros, está impecablemente escrito. Su lectura es fácil y, pese a abordar temas de cierta complejidad para los profanos en Ciencias Químicas, en ningún momento se pierde la comprensión o el interés por lo que cuenta. Sacks nos presenta a su familia, judía ortodoxa, en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, en su enorme casa londinense, siempre llena de invitados, familiares o personal de servicio. Sus padres eran médicos reputados y el ambiente científico se respiraba por toda la casa, alentándose la observación y la experimentación.



Pero no sólo sus padres. La mayoría de sus tíos tienen inclinaciones científicas. Desde la tía Len, apasionada botánica, al tío Abe un enamorado de la “luz fría” o lunibniscencia que comparte la propiedad de una fábrica de iluminación con el tío Dave (el tío tungsteno) enamorado de este extraño metal y que actuará como mentor de Sacks en su introducción al mundo de la experimentación química.

Su pasión por la Química crece poco a poco y sus visitas al Museo de Ciencias Naturales se convierten en verdaderos festines. También se aficiona a los libros antiguos de química, tanto a los Principios de autores reconocidos, como a los pequeños manuales que recopilan experimentos que el joven Sacks no duda en llevar a la práctica, en ocasiones con excesivo entusiasmo y escasas precauciones. En su narración dedica muchas páginas a relatar cómo surge la Química, mezclada en sus inicios con la tradición de la alquimia, el proceso de prueba y error que va completando la tabla periódica que conocemos actualmente. Sacks logra unir la personalidad extravagante de muchos genios de siglos pasados como John Dalton, Robert Boyle o Mendeléiev con explicaciones científicas que resultan interesantes incluso para los que apenas recordamos las clases de Química.


En este entorno acomodado irrumpe la guerra y el traslado forzoso de los menores fuera de Londres para evitar los bombardeos alemanes. Los dos hijos más pequeños del matrimonio Sacks (Oliver y Michael) asistirán a una escuela especial para niños refugiados en Braefield donde el trato vejatorio e intimidatorio reforzará la introversión de Sacks. La arbitrariedad de los profesores, y en especial del director del centro, le harán querer aferrarse a un mundo previsible y sujeto a normas claras y controlables, como es el de las Ciencias, fortaleciendo así una afición que pasa a convertirse en una verdadera obsesión.

Parece claro que el amor por la Ciencia, por extensión podríamos hablar de cualquier otra disciplina, no le viene de la escuela (luego la educación reglada no siempre es la culpable de todo), tampoco de modernas y amenas obras divulgativas (Sacks manejaba textos escritos ochenta años antes, probablemente poco didácticos, incluso desfasados pero que para él eran tan apasionantes como la mejor lectura) sino de la experimentación en primera persona y de un ambiente propicio. Cuando sus padres encendían la chimenea, le hablaban de los gases culpables de los diversos colores de las llamas, arrojaban sal para que viera las reacciones, … No todos somos químicos, pero todos podemos ser embajadores de nuestras aficiones y pasiones, podemos hacerlas vivas e interesantes, no desde la imposición o la teoría, sino desde el día a día.

En las comidas familiares no era infrecuente que sus padres hablaran de sus pacientes, a los que en muchos casos conocían personalmente y que los comentarios entremezclasen la medicina y la biografía a partes iguales. Sin duda, de esto Sacks aprendió mucho para su futura carrera. Pero también, la pasión de sus padres tuvo sus excesos. Apenas adolescente, su madre le empujó a diseccionar fetos y, posteriormente, cuerpos adultos, lo que suscitó un profundo rechazo y aversión en el joven. Todo debe tener su medida.


La timidez e introspección de Sacks (que es perceptible incluso en las charlas y conferencias que imparte) le empujó a las Ciencias (como a muchos otros científicos) pero ello no le convirtió en un frío observador, en un teórico airado. Todo lo contrario, su conocimiento le afincó más en el terreno de la práctica, en la vida diaria. ¿A qué se debe? Tal vez a su ambiente familiar (sus tíos combinaban la labor científica con la mercantil, sus padres atendían a personas, no a pacientes), tal vez a una inclinación personal propia. Lo cierto es que su perspectiva es notablemente enriquecedora y pone de manifiesto que las Ciencias, los avances, no deben hacernos temer un mundo más frío e insensible si así no lo deseamos e investigadores como Sacks son la mejor prueba que enlaza con una tradición ancestral en este sentido.
El carácter reservado de Sacks le aleja progresivamente de la religión de sus padres en la que sólo ve un ritualismo de escaso valor y otra fuente de intranquilidad con un Dios omnisciente y vengativo. Las discusiones sobre el naciente sionismo (una de sus tías fue una gran impulsora en Inglaterra) que alteraban algunas reuniones familiares, le alejan igualmente de la controversia pública. Por el contrario, la demencia de su hermano mayor, Michael, le causará un profundo impacto ya que la cree debida a las condiciones que sufrió en las escuelas durante la guerra y, por tanto, intuye que él sufrirá la misma suerte.

Sin duda este libro no atraerá la atención de muchos, de hecho, sería deseable que Anagrama conservara el ubtítulo de la obra (Recuerdos de un químico precoz) en la portaqda de su edición de bolsillo para evitar confusiones.

La infancia de Sacks parece guardar poca relación con su labor neurológica que es lo que más puede interesarnos, pero no puedo evitar simpatizar con ese niño aterrado por las presiones y violencias de su entorno, que llena los bolsillos de su chaqueta de todo tipo de minerales, que observa las luces del Metro de Londres con un pequeño espectroscopio o que copia en su cuaderno escolar afanosamente la Tabla Periódica de los Elementos en el Museo de Ciencias. Puedo seguir sus miedos y sus pequeñas rutas de escape, sus noches en vela observando las estrellas y sus intentos por dominar una parte del vasto Universo para ganar una tranquilidad que le sirviera para extraer fortaleza, quizá para sentirse especial y valioso a sus propios ojos.

Este niño se identifica con los esforzados investigadores de otras épocas a los que trata de emular pero  también es capaz de emocionarse con la Literatura (no sorprende que sea Dickens el autor más citado en estas páginas). Y creo que este niño, algo regordete a la vista de sus fotos familiares, explica a la perfección al adulto Sacks. Y la lectura del libro me ha obligado a buscar también mis propias raíces y qué hay del niño que fui en el adulto que soy. Y me ha hecho añorar muchas de las cualidades que he perdido por el camino (tal vez sólo a cambio de unas pocas nuevas) y me ha obligado a tener presente que el futuro siempre es un campo de posibilidades, no de amenazas, si así lo queremos.




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Un antropólogo en Marte
El hombre que confundió a su mujer con un sombrero

Otras reseñas

12 de septiembre de 2011

Los días contados (Miklós Bánffy)


Podemos dividir a los escritores en dos grandes grupos. Aquellos que miran al pasado, describen lo sucedido (con furia o melancólica añoranza) y aquellos que aciertan a atisbar (no siempre con exactitud o acierto) lo que llamamos presente o lo que está por llegar.

En este último grupo tenemos a autores como Kafka cuyas obras se asoman al borde del precipicio. Pero ahora hablaremos del primer grupo, de los autores que reflexionan sobre el tiempo que se escapa y lo que de él permanece. Un buen ejemplo es Stefan Zweig de quien es habitual mencionar su mirada a un mundo que se desvanecía ante sus propios ojos, sacudido por unos cambios que le sobrepasaron.

Otro ejemplo admirable es el de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, quien supo reflejar en una única novela toda la decadencia y declive de una sociedad en la que la nobleza aún se asentaba en la parte más alta de la jerarquía social.

La obra de Miklós Bánffy puede ser su equivalente en la literatura húngara, tan ajena y desconocida en nuestra lengua. En su Trilogía Transilvana retrata la degeneración y caída de la nobleza húngara, víctima a partes iguales de las circunstancias históricas y de sus propios vicios y defectos. Libros del Asteroide ha publicado esta trilogía cuya primera novela (Los días contados) da buena cuenta desde su propio título de la filosofía de la obra.

Miklós Bánffy
Como en el caso de Lampedusa, Miklós Bánffy formaba parte de esa clase aristocrática que tan bien describe y cuya vida discurría entre partidas de bacará, bailes de carnaval y cacerías, ignorante de lo que se estaba gestando ante sus propios ojos, tan pagada de sí misma. Pero a diferencia del noble italiano, Bánffy no era un discreto personaje de su época, sino uno actor relevante que participó activamente en la vida política de su país llegando a ser Ministro de Exteriores en los años treinta. Y esta diferencia se aprecia de inmediato en su obra.

Pero entremos ya en estos días contados que, según la Biblia, lo son para todos nosotros, pero que en este caso, parecen más escasos para los nobles húngaros que forman el fondo coral de la novela.

El argumento es sencillo. Los días contados se ambienta en los primeros años del siglo XX y narra la vida de dos primos. El primero, Bálint Abády, descendiente de una familia acaudalada de la nobleza terrateniente transilvana, acaba de regresar a Hungría tras una breve carrera diplomática en el extranjero para presentarse como diputado al parlamento de Budapest en las próximas elecciones. Su primo, László Gyerőffy, desciende de una rama familiar menos acomodada que la de Abády; perdió a sus padres en circunstancias algo confusas y ha vivido siempre acogido por el resto de su familia. Pese a ser tratado con cariño, percibe diferencias y rechazos mal disimulados lo que, unido a su talento artístico, le aleja de la vida de sus parientes empujándole a su gran pasión la música, a la que desea dedicar su vida.

Castillo de la familia de Miklós Bánffy
En la vida de ambos se cruzarán dos mujeres. Adrienne en el caso de Bálint, casada con un extraño noble que rechaza la tradición aristocrática húngara, con quien mantendrá un idilio más próximo a los primeros escarceos de los adolescentes que a una verdadera pasión adulta.

Gyerőffy caerá enamorado de su prima Klara en un amor correspondido pero que no cuenta con la aprobación familiar lo que le llevará a tratar de ganarse el respeto de la sociedad por sí mismo y no por la lástima que inspira la pérdida de sus padres y el deber de hospitalidad que todos parecen verse obligados a brindarle.

En una fulgurante carrera, que le alejará definitivamente de su ambición por convertirse en un músico de prestigio, subirá a lo más alto del reconocimiento social como organizados de importantes actos sociales. Pero el precio que deberá pagar será muy alto: el amor de Klara que ha perdido la confianza en su palabra y el control de su propia vida, sacudida por la necesidad de ganar cada vez más dinero con las cartas para lograr mantener su trepidante ritmo de vida y huir de la persecución de sus acreedores. László probará de primera mano la hipocresía de esa sociedad de apariencias y normas de honor que sólo sirven para encubrir el deshonor.

Pero no sólo de grandes celebraciones, casinos e hipódromos se nutre la novela. Los intentos de Abády por modernizar la explotación forestal de los neveros de su familia, le ponen en contacto con una realidad que desconocía, la de los pobres habitantes de las comarcas montañosas, sometidos a la tiranía de los funcionarios locales, el pope y el usurero de turno.

Paisaje transilvano
Su participación en la política también le asoma a los entresijos y engaños de las campañas electorales donde la compra de votos o la presentación de candidatos simulados forma parte de la rutina. Sus intentos por poner en marcha un sistema cooperativo que ayude a la población a organizarse por sí misma y salir de su pobreza choca, para su sorpresa, con la oposición de los supuestos beneficiarios de sus medidas. Como le explicará el Notario, nadie confía en lo que vayan a proponer las clases dirigentes después de tantos años de explotación y miseria.

Donde quizá mejor brille el talento literario de Miklós Bánffy es en el modo en el que sabe entremezclar el argumento con las vicisitudes políticas, de un modo natural y sencillo pero que da perfecta cuenta de la relación entre la crisis política y la social que se explican recíprocamente.

Hungría reconstituyó su relación con Austria gracias al Compromiso de 1867 asegurando un periodo de supuesto respeto mutuo que se fue deteriorando paulatinamente fomentando las tensiones nacionalistas húngaras (que a su vez trataba de sofocar y acallar a sus propias minorías, rumanos fundamentalmente) y a las ambiciones de la Corona de los Habsburgo que pretendía consolidar su poder en todos sus reinos.

Las desavenencias en el Parlamento entre los partidarios de la ruptura o quienes tan sólo quieren tensar la cuerda no ocultan la posición de la minoría de parlamentarios rumanos que ven cómo sus propias reivindicaciones son olvidadas. Este Parlamento (elegido mediante sufragio censitario) es un claro ejemplo de cómo la oligarquía húngara copa los resortes del poder, preocupada por sus propios intereses antes que por el bien del pueblo al que dice representar.

Parlamento de Budapest
Pero sus discusiones y trifulcas pronto quedarían olvidadas. La Primera Guerra Mundial llevó a los húngaros a una guerra que les asfixió. A su fin, la ansiada independencia fue tan sólo un breve paréntesis del que no salieron bien parados al perder gran parte de su territorio. Sufrieron los rigores de la Segunda Guerra Mundial y a su término, quedaron del lado soviético del telón de acero. La revuelta de 1956 fue un tributo al ansia de libertad que no se haría realidad hasta 1991.

El estilo literario de Los días contados nos remite a las grandes novelas clásicas del siglo XIX. Un fresco histórico sobre el que Miklós Bánffy despliega a sus personajes con sumo esmero. Las descripciones paisajísticas son una magnífica expresión del amor que sentía por estas tierras, pero el autor tampoco desdeña el retrato psicológico, especialmente en el caso de las mujeres, verdaderos puntales de la estabilidad moral y social. Especial mérito tiene la construcción que hace de la relación entre Abády y Adrienne, plena de indecisiones y complejos vaivenes.

El libro ha sido prologado por Mercedes Monmany y traducido muy esmeradamente por Ëva Cserháti y Antonio Manuel Fuentes Gaviño y no ha sido hasta fecha reciente cuando Libros del Asteroide lo ha recuperado para nuestra lengua, después de su publicación original en 1934.

Pero el retraso no ha hecho perder validez al mensaje que hoy debemos extraer de su lectura. Los tiempos cambian y con ellos lo hacen las sociedades, no ha habido momento estable y confortable al que podamos referirnos como una edad de oro añorada. Los nobles de los que nos habla Bánffy vienen de una época convulsa y se dirigen a otra que los disolverá. No lo ven, se aferran a una imagen irreal del pasado para construir su idea del futuro, pero el mundo es sólo para aquellos que ponen los pies en la tierra y bailan al son de los tiempos. Y esto es, si cabe, más válido hoy que en los tiempos en que Bánffy escribió Los días contados.







28 de agosto de 2011

El castillo en el bosque (Norman Mailer)




Tenemos la imagen congelada de los grandes villanos de la Humanidad en sus momentos de apogeo, pero olvidamos con demasiada frecuencia que también ellos fueron niños, gozaron de la atención de sus padres y fueron destinatarios de hermosas expectativas. O tal vez no lo olvidamos, simplemente nos resistimos a pensar en ello, no admitimos que nada pueda enturbiar el legítimo odio y repugnancia que por ellos sentimos.

Sí, tal vez prefiramos ver como una vida completa la del asesino en serie o la del tirano, no admitir quiebras en nuestro juicio que provengan de una infancia que justifique lo que vendrá. O quizá la imagen de un tierno infante se nos cuele y nos haga preguntarnos por el punto concreto en el curso de la vida en el que todo se torció, como un punto sin retorno en el que poder marcar la línea divisoria entre lo admisible  lo repugnante.

Por ello, es admirable la intención de Norman Mailer de novelar sobre los primeros años de uno de los perores monstruos de la Historia, Adolf Hitler. En su última novela, El castillo en el bosque (Anagrama), Mailer trata de reconstruir esos primeros años de los que apenas nada conoce el público no especializado para lo que ha trabajado con una amplia bibliografía que se recoge al final del libro, como si se tratase no de una novela y no de un ensayo.

Norman Mailer
Si este planteamiento nos parece de por si inquietante, más aún lo es el hecho de que la voz narradora sea la de un demonio menor que ha recibido el encargo del Maestro  -Satán-  de hacer un especial seguimiento de esta vida que comienza bajo prometedores signos.

Y es que, según la narración, Hitler es el resultado de un doble incesto. De un lado, su abuelo Johann Nepomuk, engendró al padre de Hitler -Alois- de su propia hermana, Maria Anna. Posteriormente, Alois, se casó en terceras nupcias con Klara, su hija, fruto de una noche con Johanna, hermana a su vez de Alois. Adolf Hitler nacería de este matrimonio. Hitler es, por tanto, fruto de un incesto, igual que lo son sus dos progenitores.

Según la teoría  diablesca, de los hijos incestuosos cabe esperar una cantidad de taras que comprometan su viabilidad, pero en aquellos casos en los que el bebé sale adelante con cierta normalidad se pueden esperar de él los más grandes logros.

Y por eso, a modo de ángel de la guarda del Mal, el narrador va desgranando la vida de la familia Hitler demorándose en determinados acontecimientos que forjaron su evolución.

El padre hará una brillante carrera como funcionario del Servicio de Aduanadas de la monarquía austriaca en el que llegará al grado más alto reservado para personas de sus escasos estudios y condición. Su genio autoritario marcará el carácter del joven Adolf que se refugiará en las faldas de su madre quien le prestará todo su apoyo y cariño agobiada por el deseo de conservar su descendencia masculina (de la que Adolf es su última esperanza).



Alois

Pero todo cambia cuando nace Edmund, otro varón que poco a poco irá desplazando a Adolf del lugar que su madre le tenía reservado y que incluso llegará a contar con la aprobación del padre, ya jubilado.

En estos años infantiles, la labor del narrador será la de preparar una mezcla de sentimiento de culpa, deseos de venganza, aspiraciones irracionales a un futuro glorioso, rechazo del sexo y otras muchas características que, sin embargo, por sí solas no explican nada de lo que estaba por venir. Una desesperada necesidad de cariño y su reverso de la moneda, los celos y el rechazo a cualquier forma de deslealtad (siempre y cuando provenga de otros, por supuesto) asientan progresivamente una tendencia a manipular los hechos para hacerlos coincidir con los deseos más íntimos. La verdad se convierte en algo tan relativo que puede quedar supeditada a un fin, en beneficio propio.

Klara
 Pero Mailer no se deja atrapar por este apetecible material, todo lo contrario. En aquellos casos en los que el lector podría encontrar el origen de algunos hechos futuros (como los hornos crematorios), lo desmiente explícitamente. La verdadera semilla del mal va germinando a través de pequeños sueños e imágenes, muchas de ellas apenas impactantes, pero sí lo bastante eficaces para ir creando un caldo de cultivo sobre el que dejar germinar la semilla.


Adolf Hitler niño

Dado que la narración está realizada por el propio demonio encargado de guiar los pasos del joven Adi, gran parte del discurso se centra en justificar las artes de estos, contrapuestos a los ángeles (o “cachiporras” según los denomina). El modo en que pueden influir en sus clientes, la manera de sacar partido de situaciones adversas o de inmiscuirse en las labores de los cachiporras pasan a formar parte de la esencia de la novela que, realmente, trata sobre el Mal y su brillante porvenir dado que estos maléficos mensajeros han logrado captar a numerosos clientes y, lo que es más importante aún, sembrar la idea en un gran número de personas de que ni ellos ni Dios existen, lo que favorece sus planes dejándoles un mayor campo de acción.

Pero el narrador no pasa por un buen momento y por ello ha decidido revelarse y poner por escrito su implicación en esta fase de la vida de Hitler (más adelante fue sustituido por el propio Maestro quien se encargó de tutelar el resto de su macabra vida). Por ello teme una inevitable represalia y se plantea incluso cambiarse de bando. En un irónico guiño kafkiano, el narrador incluso se plantea si el Maestro no pudiera ser otra cosa que un diablo de alto rango pero no el verdadero origen del Mal.

Adolf Hitler adolescente

Norman Mailer ha dirigido su mirada en varias ocasiones hacia paisajes siniestros (La canción del verdugo o Oswald. Un misterio americano) pero realmente en ninguna de estas obras ha logrado como en El castillo en el bosque generar esa incómoda inquietud que acompaña al lector desde la primera a la última página.

Su prosa metódica, apunta directamente a los hechos adornando tan sólo los elementos necesarios para dotarlos de verosimilitud literaria, dirigiendo el texto con férrea voluntad sabiendo dosificar los diversos elementos que componen la novela. Es mérito de Jaime Zulaika el  haber sabido imprimir el ritmo adecuado a la versión en castellano y haber conservado cierta austeridad en la novela que, en ocasiones, la asemeja a una investigación periodística.

Llegados a este punto, debemos preguntarnos como en toda ocasión, las razones por las que merece la pena leer esta novela. A muchos el tema les alejará inevitablemente de la misma, pero no debe sernos indiferente el análisis del origen de monstruos como Hitler. La sabiduría que Mailer nos regala en El castillo en el bosque (título que por alguna razón me resulta igualmente angustioso) es que nada hay determinado en la vida de una persona que pueda empujarla a cometer las mayores atrocidades. Tal vez las condiciones del joven Adolf no fueron muy diferentes a las de cientos de jóvenes de aquella época, pero Hitler sólo hubo uno. Las peleas entre demonios y cachiporras pueden ser una irónica metáfora de nuestra diaria lucha interior, pero no por ello dejamos de ser responsables de nuestros actos. Tan solo nuestra voluntad determina de qué lado queremos inclinar la balanza de nuestros actos.