21 de septiembre de 2025

Frankenstein en Bagdad (Ahmed Saadawi)

 

¿Puede un monstruo hecho de cadáveres ser más humano que quienes lo rodean? Frankenstein en Bagdad de Ahmed Saadawi no revive solo el mito de Shelley: lo injerta en una ciudad destrozada por bombas, venganzas y ausencias. El resultado es una criatura literaria tan perturbadora como necesaria, espejo de un Irak donde lo fantástico se confunde con lo cotidiano y donde la verdadera pesadilla no es el monstruo, sino la realidad.

Frankenstein de Mary Shelley es un monstruo que surge del temor a los avances científicos, una chispa eléctrica que pone en pie todos los temores de un tiempo que se asoma al milagro de crear vida al margen del Creador y que, por tanto, ha de expiar esos pecados.

Pero nuestros días ya han conocido esos milagros biológicos o, al menos, conviven con la certeza de que están al alcance de la mano, y las cuestiones éticas quedan muy lejos de la opinión de la mayoría. En franco contraste con este futuro de promisión, muchos países viven entregados a otros miedos, más clásicos y conocidos: los miedos de siempre.

Un coche bomba arranca la vida de los niños (siempre hay niños en las calles de estos países), y sus madres gritan y se golpean el rostro porque está en nuestros genes enterrar a nuestros padres, pero nada nos prepara para enterrar el cuerpo de nuestros hijos. Y los padres, que siempre parecen llegar más tarde al lugar de los hechos, vociferan exaltados contra el culpable, directo o no, de la matanza, clamando venganza porque, en nuestra base tribal, todo daño recibido se paga con daño infligido: una justa equidad con milenios de tradición.

Y si no es un coche, será un registro armado de la vivienda que la destroza, expone las miserias a ojos extraños, avergüenza a los ancianos y a las mujeres. Y si no fuera esto, sería un ataque mal medido, un daño colateral, una bala perdida o una persona que desaparece sin más; no se sabe si por voluntad propia, para cumplir el mandamiento de la venganza, o privada de voluntad por haber estado, sin más culpa, en el lugar equivocado.

Y si todo esto no bastara, sería la falta de electricidad o su suministro intermitente, la falta de alimentos, la basura en las calles, la destrucción de hospitales y escuelas o la más absoluta pérdida de valor de la vida humana.

Porque todo esto sufren los personajes de Frankenstein en Bagdad (Libros del Asteroide, traducción de Ana G. Bardají), sin duda una de las mejores novelas que he leído recientemente, y que recrea de un modo original y hermoso el mito de Prometeo.

Se puede definir este libro como una obra coral en la que diversas tramas argumentales se cruzan como el dédalo de las calles de un bazar persa. La arteria principal la forma Hadi, buhonero en los lindes de la sociedad que, llevado por una misión que no alcanza a comprender, recoge restos humanos de los infinitos atentados que destrozan Bagdad para ir construyendo un cuerpo formado por todos esos desechos que los equipos de limpieza han olvidado, tal vez bajo un coche o más allá de la verja de un parque. Su idea es entregar el resultado final a las autoridades médicas como representación de todos los cuerpos insepultos que el conflicto deja a diario.


Sin embargo, por medios increíbles, la vida encuentra acomodo en el cuerpo parcheado de restos humanos. E insuflado de vida, el Sin Nombre, que es como Hadi lo llama, comenzará otro siniestro periplo para cumplir un destino no previsto por su creador.

Decidido a vengar la muerte de cada uno de los que han aportado alguna parte de su cuerpo al conjunto, el Como-se-llame emprende una cruzada que sólo concluirá cuando el último pedazo de carne que porta haya encontrado su justa compensación. Y para ello, amparado en una fuerza ciclópea, impropia de lo abigarrado de su cuerpo y de su naturaleza inmortal, inicia su tránsito terrenal en el que arrastrará a muchos otros.

Y en ese camino, mezcla de insensatez y locura, el Como-se-llame recorre el barrio de Karrada, en el que sus habitantes forman una comunidad heterogénea. Elisheva, una anciana cristiana que habla con el San Jorge de un cuadro colgado en su salón, implora el regreso de su hijo, desaparecido en la guerra con Irán. Una vecina envidiosa pero caritativa odia por encima de todo al arribista que se está haciendo con la mayoría de las casas del barrio, amenazando a sus ocupantes o engañándolos, aprovechándose del clima de violencia y terror en que viven todos ellos.

La brutal actualidad no es ajena a la novela, sacudida por los atentados y por la presencia de facciones que luchan por el control de barrios o incluso de una simple manzana, aún a costa de la vida de los pacíficos habitantes que no pueden confiarse a las fuerzas de un Estado que no solo es débil y está intervenido por las autoridades ocupantes, sino que refleja en su interior todas las contradicciones que Irak arrastra desde su independencia, tal y como da cuenta el coronel Surur.

Los soldados estadounidenses aparecen y desaparecen de manera casi caprichosa por los escenarios de la desgracia. Siempre sin rostro, siempre sin nombre: una fuerza mecánica, como rambos de atrezo, meros figurantes que carecen de personalidad y vestigio humano frente al Como-se-llame, no Ahmed Saadawi, sino el narrador de la novela, es un narrador caprichoso que, de un modo similar al de Cide Hamete Benengeli, nos desvela lo que le ha sido revelado por otras fuentes y entremezcla su narración con las mil y una historias que inventa Hadi, ese Homero que trata de buscar cordura en un mundo tan lleno de brutalidad y falto de sentido como pudo ser el de los aqueos.

Pero no hablamos de un tiempo pasado hace casi tres milenios, sino de nuestros días extraños, en los que se mezcla una ciudad atenazada por el miedo y la violencia, apenas sin suministro de agua potable, pero en la que muchos de sus habitantes disfrutan de un smartphone con el que consultar internet.

Y es en este tiempo extraño, pero a la vez tan parejo al de la Antigüedad, en el que se puede atribuir al Como-se-llame todos los sueños y esperanzas, o los temores y remordimientos que cada uno quiera atribuirle, porque lo inalcanzable e inexplicable tiene ese poder: el de un mito compartido en el que cada uno encuentra la explicación que le quiera atribuir.

El relato de Saadawi se mueve en esa fina línea en la que la crudeza y violencia que describe se suaviza por un genio narrativo deslumbrante. Su sabiduría para combinar los personajes más humanos y creíbles con un tono que se acerca al realismo mágico de autores como Rushdie hace de Frankenstein en Bagdad un libro memorable que nos hace recuperar el gusto por una lectura que ansía devorar capítulo tras capítulo, al tiempo que lamenta acercarse al final de la historia.

La triste realidad iraquí y las penurias de sus habitantes son un desaliñado decorado para esta obra maestra que, sin duda, el autor habría preferido no escribir. Pero su brillo literario nos permite acercarnos a una realidad desde una perspectiva más cierta y humana que la de cualquier titular del telediario, apenas quince segundos de sangre y terror. Aquí, por el contrario, la rabia y el dolor, la esperanza y la crueldad encuentran un mejor reflejo, puesto que la literatura es, a muchos efectos, el mejor espejo de una realidad cuando esta nos es negada por otras vías.

Y quizá por eso este Frankenstein moderno no provoque miedo, sino comprensión. Porque el verdadero horror no está en lo fantástico, sino en lo cotidiano: en una ciudad que sangra, en unos cuerpos mutilados, en una justicia imposible. Frankenstein en Bagdad no es solo una novela poderosa, es también una elegía política, una meditación moral, una advertencia universal.

 

 

7 de septiembre de 2025

La clase de griego (Han Kang)

 


La clase de griego de Han Kang nos transporta a un mundo donde el lenguaje se convierte en una trinchera frente a las pérdidas irreparables de la vida. Dos personajes, un profesor al borde de la ceguera y una alumna que ha perdido el habla, trazan un relato de lucha y redención, en el que las palabras, aun las más antiguas y olvidadas, como el griego clásico, se erigen como puentes hacia la conexión humana y consigo mismos. Una obra que combina la crudeza de lo cotidiano con la poesía de lo trascendental.


En La clase de griego (Editorial Random House, con traducción de Sunme Yoon), Han Kang narra una historia a dos voces. Por un lado, una profesora que ha perdido el habla, no se conoce bien el motivo, tampoco ella es capaz de ofrecer una explicación, ni su terapeuta acierta a descifrar las causas del impedimento, que claramente no tiene origen físico.  


Es cierto que ha pasado por una mala racha. Su madre ha fallecido recientemente, se ha divorciado y un juez ha concedido la custodia de su hijo al padre, más estable y con mejores posibilidades económicas. También es cierto que ya en la adolescencia pasó por un episodio semejante durante varios años, pero el habla se le escurre sin motivo aparente. Las palabras siempre han tenido un papel fundamental para ella, representan una especial conexión con la realidad. Pero, tal vez por ello, una conexión que tiende a quebrarse con gran facilidad a cada embate de la vida que rompe esa fina hilazón.  


Ella comienza a ser consciente del tremendo esfuerzo que le supone el habla, que nos supone a todos. La cantidad de órganos y funciones que implica. La respiración, el movimiento del pecho, la boca, tragar saliva, el esfuerzo mental, la imaginación, todo lo que se esconde detrás de una palabra, un concepto que surgió en algún momento de nuestra evolución hasta convertirnos en una especie social, en una comunidad de objetivos expresados a través de figuraciones imaginarias alumbradas por el lenguaje. Por ello, renunciar al mismo, o perderlo, supone una forma de exilio de la tribu, arrojarse a una vida solitaria y apartada, no importa cuán acompañado esté uno físicamente por millones de personas en una urbe asiática.  


Y es que ella se retira conscientemente de todo ello. No es una renuncia voluntaria como tal, porque No se rinde ante el mundo ni se resigna a su situación. La mujer lucha, planta cara e, igual que recuperó el habla durante una clase de francés en el instituto, cree que puede volver a ocurrir lo mismo. Y opta, no ya por una lengua viva, una que presente un sentido y una utilidad. Todo lo contrario, sorprendentemente, elige el griego clásico, una lengua muerta, una lengua que alcanzó un esplendor hace dos mil quinientos años y que pronto derivó en una vulgarización que la alejó de la pureza conceptual pero que la abrió para un uso cotidiano y diario, apto para todos.


Y es en la belleza de esa lengua pura y abstracta, restringida a la lectura de textos clásicos como los Diálogos de Platón, en la que busca a tientas recuperar el habla o, al menos, una conexión con ella misma. Y en este escenario, el profesor de griego juega un rol importante puesto que se convierte en el contrapunto de la silente alumna.


El profesor ha sufrido varias pérdidas. En primer lugar, su vida se trunca en dos cuando su familia se muda desde Corea a Europa, siguiendo al padre que ha sido trasladado a la sede alemana de un banco de su país. La mitad de su vida la pasa en Corea, la otra mitad en Alemania, obteniendo una licenciatura en Filosofía clásica, algo muy útil tal vez en Occidente pero que de algún modo carece de relevancia en su país natal. Así que, cuando decide regresar a Corea, entrado en los cuarenta, dejar a su familia, sorprende con su decisión. Y sobre todo, sorprende y atemoriza a su madre y su hermana por otra pérdida que acecha al joven profesor, la pérdida de la visión por una enfermedad degenerativa heredada de su abuelo y su padre.


La neblina va cercando su vida y, aunque él trata de aferrarse a los restos de visión, de luz, lo cierto es que conoce el final inexorable y cree que ha de tomar el rumbo de su existencia, sobreponerse de algún modo a esa pérdida. De ahí que decida regresar a Corea, a la fuente primigenia. Ya allí logra un trabajo dando clases en una academia. Clases de latín y griego, lenguas muertas, un poco como él, cansado de una vida que se le va alejando, preparándose para un futuro incierto en el que los recuerdos atesorados serán todo lo que tenga para alimentarse.

Y es en la conjunción de estas dos almas perdidas donde hallamos el núcleo central de La clase de griego. Un profesor camino de la ceguera, de la pérdida de conexión con la realidad, y una alumna que ha perdido el habla y se comunica mediante papelitos en los que escribe sus pocas conversaciones con otros, una relación llamada a desaparecer porque él ya no la verá ni podrá leer sus textos, porque ella no podrá expresarse ni llegar a él, una relación triste, desesperada pero, por lo mismo heroica y salvífica.


Porque aunque estamos ante un relato de gran tristeza, lo cierto es que la lucha desesperada de ambos protagonistas parece tener un papel redentor. No sé si el libro aborda el tema de la incomunicación en tiempos de hiperconectividad, no sé si habla de la soledad y nuestros pensamientos o el modo en que tratamos de protegernos de los mismos y de cómo hay que ser muy valiente para sentarse y dejarse rodear por ellos. Nada de eso sé porque el libro te embarga con una extraña y dura belleza que no deriva de pasajes líricos como sí ocurría en las dos obras anteriores de la autora coreana aquí reseñados anteriormente.


Fiel a su estilo, el lenguaje de Kang es directo y simple, desnudo, crudo y puramente descriptivo. Muchos pasajes son tan solo la descripción de lo que el protagonista ve, lo que se encuentra, lo que hace, pero de manera discursiva, estableciendo un relato, sino describiendo el mero movimiento manual, físico, mecánico, desnudando a sus protagonistas en ocasiones de una poética que, sin embargo, pronto recuperan al mostrar su fragilidad dolorosa.


En el caso del profesor, el relato se expande a través de varias cartas que escribe a su hermana que ha quedado en Alemania o a los relatos imaginarios que querría haber podido escribir para un amigo que quedó en aquella extraña y fría tierra, o a su primer amor, la hija sordomuda (otra vez) de su primer oftalmólogo. Pero la autora no abusa de este recurso ni lo emplea de manera tan amplia como en el caso de Actos humanos, que se aproximaba más a una novela coral.


La clase de griego es un paso más en la construcción de un mundo literario particular. Fiel a sí misma, tal y como contaba en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, para Kang, la escritura es un proceso físico, de experiencia sensitiva. Esto se refleja en su modo de narrar, pero también en el de entender el mundo. De ahí el impacto duradero que tienen sus obras, alejadas de la rutina repetitiva de muchos de los autores contemporáneos, separados del mundo, ajenos a cuanto nos rodea, indiferentes a cuanto se halle en el centro de todo. Por contra, Kang no renuncia a esa búsqueda y por el momento nos permite acompañarla en ese viaje. Afortunados somos.