11 de marzo de 2012

Un arte espectral (Norman Mailer)




“Tratar a diario con la Nada es devastador”
Norman Mailer

Pocas profesiones tan dadas al autoanálisis y la vanagloria como la del escritor. Apenas hay un autor que no haya caído en la tentación de explicar a sus lectores, al mundo, los motivos que le llevaron a su oficio, sus méritos, lo que pretendía con tal o cual obra o lo desafortunado del papel de críticos y editores.

Y estas páginas, llenas de altas consideraciones y un ego desmedido, suelen contrastar con la pequeñez de la obra del escritor en cuestión, de modo que el esfuerzo resulta más bien digno de lástima, de cierta sonrisa condescendiente tan alejada de lo pretendido.

Sin embargo, cuando estas páginas vienen respaldadas por la obra de un autor al que se admira y cuyos textos creemos que deben resplandecer por encima de los de sus colegas, ¡qué efecto tan diferente! Lo que en otros nos resulta sonrojante y patético, se torna auténtico y admirado porque, en definitiva, no solemos juzgar tanto la veracidad de lo que leemos sino la credibilidad de quien lo escribe.

Y esto es lo que ocurre con Un arte espectral, recopilación de textos de Norman Mailer sobre la escritura; más precisamente, sobre “su” escritura y todos sus accidentes y circunstancias. El libro se compone de materiales diversos (entrevistas, antiguos artículos, algunos inéditos, conferencias, …) debidamente adaptados, recortados o ampliados, hasta convertirlos en un conjunto coherente y bien construido en el que Norman Mailer echa la vista atrás para reflexionar sobre qué significa escribir, cuáles son sus peajes, pero también sus atajos, las consecuencias de una vida de escritor o la obra admirada de otros autores (más admiración sincera cuanto más tiempo lleve muerto el colega, ya se sabe que los vivos siempre pueden hacer la competencia).

El joven Mailer
Mailer comienza el periplo por sus inicios como escritor y sus recuerdos de las clases de escritura en la Universidad. No cree que dichos cursos aporten mucho al escritor en ciernes pero sí destaca un valor fundamental: la oportunidad de aprender a sobrellevar la crítica despiadada del resto de compañeros de curso. Someter un texto al duro juicio de competidores ansiosos por desmerecer el talento ajeno o de lograr el reconocimiento general gracias a la perspicacia crítica, supone una dura prueba que prepara al fututo escritor para lo que le aguarda.

Y es que Norman Mailer tuvo la fortuna de lograr un tremendo éxito con su primera novela, Los desnudos y los muertos, pero le resultó difícil superar las expectativas de críticos y público en sus siguientes novelas, siempre criticadas y juzgadas por el rasero de la primera obra. Mailer cree incluso que su éxito temprano predispuso al mundo literario en su contra, aunque eso sea ya una apreciación personal.

Lo cierto es que Mailer reflexiona sobre los motivos por los que una determinada obra alcanza el éxito de crítica y público y otra, tal vez de mayor mérito literario, parece caer pronto en el olvido. Llega a la conclusión de que el factor suerte juega un importante papel. Los desnudos y los muertos, ambientada en la Segunda Guerra Mundial fue publicada en 1948, momento en el que el público americano estaba ya preparado para una novela en la que la imagen heroica de los soldados comenzaba a resultar algo cargante. Publicada unos años antes (o unos después) habría resultado menos apta o impactante para el público en general. Lo contario ocurrió con Noches de la Antigüedad, su novela ambientada en el Antiguo Egipto y cuya redacción le llevó bastantes años. Durante todo ese tiempo, la tierra de los faraones pasó a convertirse en un fenómeno de moda y volvió a caer en el olvido salvo para los fanáticos. Su publicación coincidió con esta última fase, lo que justifica -a su juicio-, el escaso interés que recibió una novela que para él supuso su mayor desafío literario.



La conclusión que extrae de su experiencia es sencilla: no te esfuerces por escribir sobre lo que crees que se convertirá un éxito; las apetencias del público son tan volubles que en el tiempo que tardas en escribir una buena novela, el interés habrá cambiado de foco. Por eso, dado que el ejercicio de la Literatura supone un esfuerzo y un sacrificio tan notable, y el éxito comercial no está asegurado, es preferible centrarse en escribir aquello que nos apasione, aquello que deseemos con toda nuestra fuerza y que nos ayude a soportar el esfuerzo que aguarda por delante.

Pero, ¿tan duro es el oficio de escritor? Uno podría creer que una vida libre de complicaciones, de horarios, sometida tan solo a la creación y sus misterios, resulta un agradable modo de pasar por la vida. Sin embargo, para Mailer, la escritura no es otra cosa que enfrentarse a la Nada, es lo que define el propio título de este libro: un arte espectral.

Mailer es de los autores que defiende eso que en otros suena a retórica vacía, la idea de que cada personaje, a partir de un punto, comienza a escribir su propio guión, en un proceso gradual en el que se parte de un comienzo someramente planeado que pronto devienen en una situación en la que la novela se tambalea entre permanecer bajo el control del autor, languideciendo torpemente, o saltar al vacío para hallar su propio sentido, para lo cual se sirve del autor. Es esta acrobacia la que mejor define la idea de enfrentarse a la Nada.


¿Y realmente es la novela la que dirige la mano del autor? También aquí la opinión de Mailer tiene su especial significado ya que para el autor americano, el Mal (lo mismo que el Bien) son fuerzas reales que se manifiestan en nuestras vidas cotidianas y que en ocasiones pugnan por imponerse en nuestro interior. Esta idea, que tan bien reflejó en El castillo en el bosque, implica que muchas de sus obras pueden ser fruto de la inspiración del Mal, o de alguna manifestación de éste, lo que no deja de resultar algo inquietante en un autor que ha fijados sus miras en vidas tan poco edificantes como puedan ser las de Oswald, Hitler o Gary Gilmore, el asesino de La canción del Verdugo.

También en otros sentidos, la escritura supone una lucha contra la Nada. Para Mailer, el proceso de escribir una novela resulta extenuante. La dedicación diaria a la silla y el folio en blanco forman parte de un ritual que incluye largas horas sin escribir absolutamente nada, repasar lo escrito, reelaborar por completo una novela, cambiar al personaje principal por un secundario cuando ya se tenía prácticamente concluido el texto, y así una interminable relación de problemas y dificultades que convierten el oficio de escritor, según Mailer, en uno de los más ingratos que pueda conocerse.

Respecto a los personajes, Mailer prefiere aquellos con fuerte personalidad, capaces de ir cambiando a lo largo de la novela, de aprender de lo narrado y adaptarse. Critica con dureza la obra de autores -como Saul Bellow (al que, por otro lado, admira)- por la escasa consistencia de sus personajes, más bien pensados como figurantes para sus estupendas tramas. Lo fundamental es, por tanto, observar cómo actúan las personas, como les influye lo que ocurre a su alrededor.

Porque Mailer defiende la obra como vehículo de indagación, primeramente personal, del propio escritor, seguidamente del lector, de cada lector. Según este planteamiento, una obra es más meritoria, más elevada, cuando genera reacciones opuestas en los lectores. Que un mismo texto pueda llevar a unos a la risa y a otros al llanto. Una respuesta homogénea equivale a un fraude, una manipulación del escritor que juega con sentimientos y emociones previsibles.

Avancemos algo más en lo que este volumen nos propone y que evidencia la versatilidad del autor. Dos ejemplos de muestra. El primero es su espléndido análisis de una película clave en la historia del cine, El último tango en Paris. Comienza por alabar las intenciones del director y el talento de Brando para ir avanzando en el metraje y concluir considerando que el miedo al fracaso y la falta de coherencia a la hora de llevar a las últimas consecuencias la fuerza del argumento son la prueba irrefutable del fracaso artístico de la película. El segundo ejemplo es una prodigiosa reseña sobre Huckleberry Finn, escrita como si fuera una novela contemporánea en la que Mark Twain rinde sincero homenaje a los estilos de todos los grandes escritores americanos, desde Hemingway a Faulker, pasando por Sinclair Lewis y John Irving. No he conocido forma más hermosa e irónica de expresar el impacto de una obra en las generaciones futuras de escritores.



Esta colección de textos, publicada en su versión original en el año 2003, ha sido recuperada por la editorial Planeta con traducción de Elvio Gandolfo y puede considerarse como su testamento ideológico sobre la Literatura. Pero, ¿deben interesarnos realmente sus opiniones?¿No es preferible saltar directos a su obra, verdadero testimonio de sus convicciones literarias?

Lo que he aprendido leyendo este libro, es que la persona, el autor, es el marco de la obra. Como afirma en diversos pasajes, nadie puede escribir decentemente sobre alguien más inteligente que uno mismo, ése es el límite. No basta querer escribir, ni forzarse a ello, a la espera de que nos asalten las musas. No, hace falta algo más, algo a lo que no todos tienen acceso (no todo el que escribe es un escritor) y que Mailer define como esas fuerzas (Mal o Bien) que se sirven de uno. Tal vez, mientras compilaba y reescribía los textos para Un arte espectral, Mailer sonreía sabiendo que pocos autores podrían escribir con sinceridad sobre las trastiendas y tramoyas de la Literatura y que él era uno de ellos. Seguro que en esos momentos ni Mal ni Bien se sirvieron de él, sólo la Literatura le permitió desvelar alguno de sus misterios. Y por eso ha merecido la pena.



18 de febrero de 2012

El viejo juez (Jane Gardam)


“Los abogados, supongo, también fueron niños alguna vez”
Inscripción en la estatua de un niño en el jardín del Inner Temple de Londres

 
Jane Gardam se asoma desde la solapa del libro como la enésima encarnación de la reina de la novela de misterio inglesa. Nada desentona. Una edad que parece suspendida en la cincuentena (aunque podría haber cumplido los setenta, así son las damas inglesas), un pelo blanquísimo, el inevitable collar de perlas y, en definitiva, el aspecto de estar preparada para tomar el té que servirá puntualmente uno de sus criados.

Pero no debemos dejarnos llevar por las apariencias. Gardam no ha comenzado a escribir para matar el tiempo después de dedicar su vida a criar a unos hijos que han huido a la Universidad para librarse del pastel de riñones. No. Jane Gardam es una escritora de verdad, de las que han dedicado una larga vida a publicar estupendas novelas de las que, sin embargo, El viejo juez es la primera que se publica en España gracias a la Editorial Salamandra.


Y tampoco la novela es lo que se podría esperar a la vista del título de la edición española. No se trata de las andanzas de un juez ya retirado que decide esclarecer el asesinato impune de una vecina o aquel caso que sentenció erróneamente en su juventud. No. El viejo juez es una novela de las de verdad, de aquellas que se leen de tirón (si uno tiene tiempo, claro) y que se adentra en territorios más complejos que el alma del asesino.

Porque compleja es la vida de cualquier persona y más aún la de aquellos que creemos previsibles y anodinos, la de quienes, por el hecho de no conocer nada sobre sus vidas, creemos que nada tienen que merezca la pena ser conocido.

Compleja es, sin duda, la vida de Edward Feathers –conocido en el ambiente judicial por su apodo Filth- aunque para la mayoría de sus colegas no se trate más que de una vida lineal, tan plácida y aburrida, tan falta de sobresaltos que no merece ni siquiera el cotilleo al que es tan dada su profesión.

Pero Gardam nos ayuda a rascar en la superficie y mirar tras las apariencias convencionales. Hijo de un alto funcionario del Imperio Británico en el Sudeste asiático, Filth pierde a su madre tras el parto, y es criado por una familia de la colonia en las costumbres y ritos propios de la selva. Para rescatarle de este estado, una tía misionera intercede ante su padre y Tedd es enviado a Inglaterra bajo el cuidado de una familia galesa junto a dos primas, también “huérfanas del Imperio”. Tras un incidente escandaloso, cuya verdadera naturaleza no se esclarece hasta el final de la novela, pero cuya importancia parece gravitar sobre Filth como una sombra perenne, inicia su formación académica en varios internados hasta su ingreso en Oxford.

Kipling, otro huérfano del Imperio
Esta crianza es el caldo de cultivo apropiado para psicoanalistas (y criminalistas): rechazo, desarraigo, culpabilidad, falta de cariño, imposibilidad de sentir afecto; demasiados elementos para que la vida de Filth resulte anodina y previsible.

No resultará por tanto extraño que Filth crezca alejado de cualquier noción de placer, que anhele el triunfo y reconocimiento que no tuvo como niño. Su matrimonio con Betty –otra “huérfana del Imperio”- pone de manifiesto todas las represiones acumuladas hasta la fecha. El matrimonio no tiene hijos, su vida sexual apenas merece este nombre y compartir habitación cada noche les habría resultado casi tan insoportable como dormir en un pesebre.

Por un golpe de suerte, Filth termina trabajando como abogado en Hong Kong donde logra una estupenda fortuna. Recto como se le supone, decide dedicar sus últimos años de vida profesional a la judicatura, un menor sueldo pero un ejercicio de responsabilidad, un deber, tal y como él lo ve.

Tras su jubilación, el matrimonio regresa al Reino Unido para vivir en una retirada casa campestre en los Donheads. Poco a poco Filth recupera el pasado mostrándonos cada uno de los pliegues que forman su vida, y podemos ir encajando las piezas de su terrible complejidad.

Filth asienta con firmeza sus convicciones y certezas pero, como buena novelista, Gardam nos permite atisbar que alguna de ellas es radicalmente errónea ya que tampoco el viejo juez escapa de ser engañado por sus allegados y amigos, por malicia y, sobre todo, por piedad. Por esta vía, Filth deja de ser un personaje literario para convertirse en un personaje más real, vívido, en ocasiones digno de lástima, en ocasiones tierno, sin perder por ello un ápice de su severa rectitud.
Jardines del Inner Temple

Porque Filth es, sin duda, un personaje construido admirablemente. Por un lado, una fuerte personalidad, forjada en su lucha por no ser absorbido y arrastrado por sus circunstancias. Por otro lado, la inmadurez y quebradizo equilibrio de quienes no han conocido el amor y apenas han atisbado las consecuencias de entregarse a él. Un personaje bastante airado y arisco que observa con desdén a las nuevas generaciones, sus preferencias y principios, incapaz de aceptar que los tiempos han cambiado y que la represión de los emociones ya no cotiza al alza.

Gardam reflexiona sobre dos aspectos clave en la formación de un carácter: la educación recibida (la sentimental, fundamentalmente) y el modo en que las personas nos dejamos enmascarar, congelando unos caracteres y preservando nuestra verdadera naturaleza, unas veces voluntariamente y otras a nuestro pesar.

El estilo de la autora resta severidad al conjunto y desliza el humor en escenas y diálogos haciendo de la novela un texto que conjuga precisión y amenidad, profundidad psicológica e interés por la trama. La obra ha sido traducida por Victoria Malet y Capas Hodgkinson resultando admirable, tal vez por ignorancia sobre el proceso de traducción, la coherencia del estilo en la versión española pese a esta doble aportación.

¿Cómo influyen las vivencias de los primeros años de nuestras vidas, de las de nuestros hijos? ¿Quedamos tan determinados por ellas que no debemos albergar la esperanza de que cualquier error pueda ser enmendado? Aunque Filth logra el éxito profesional, el coste es volver a Oriente (su apodo es el acrónimo de Failed In London, Try In Hong Kong), emular de algún modo a su padre y tratar de no repetir sus errores (¿explicaremos así su falta de descendencia?). Pero hay algo en él, algo perdido irremediablemente, algo que aflora en su retiro dorado en los Dornheads y que no es capaz de expresar. El lector sí podrá nombrarlo y aprender que cada acto tiene sus consecuencias, mejor pensarlo antes de convertirnos en otro Filth.


5 de febrero de 2012

Aprenda optimismo (Martin Seligman)



Martin Seligman es una referencia frecuente en libros de Punset o José Antonio Marina. Eminente psicólogo, ha centrado su carrera no en el estudio de aquellas enfermedades o patologías que destrozan la mente de tantos individuos, sino en el estudio de la mente de quienes, pese a tener un estado mental saludable, pueden mejorar sus vidas, aspirar a una mayor felicidad, mejor comprensión de sí mismas o a sentirse plenamente realizadas.

Todo empezó cuando tras concluir sus estudios, inició sus primeros experimentos en el laboratorio de la Universidad de Pensilvania, junto a Richard L. Solomon, un reputado teórico del aprendizaje que sostenía que cualquier comportamiento podía explicarse en clave de recompensa o castigo. El trabajo fundamental en el laboratorio se centraba en condicionar la conducta de perros mediante pequeñas descargas eléctricas precedidas por un sonido agudo. Posteriormente, se introducía a los perros dentro de unos cajones, una de cuyas paredes podía ser fácilmente saltada por el animal. Lo sorprendente, y lo que Solomon no alcanzaba a explicarse, era el motivo por el que alguno de los perros, cuando escuchaba el sonido de la bocina, en lugar de saltar y escapar de la descarga (dinámica castigo-premio) se tumbaba en el cajón gimiendo y lamentándose a la espera de la que consideraba inevitable descarga eléctrica.

Maetin Seligman
Seligman discurrió sobre este asunto y formuló una posible explicación: Algunos perros habían llegado a la comprensión de que, hicieran lo que hicieran, carecían de control sobre la descarga, por lo que se rendían. Habían desarrollado una pauta de impotencia aprendida que les impedía escapar cuando se daba la oportunidad aunque ésta fuera tan evidente como dar un pequeño salto.

Para demostrar su teoría preparó un experimento en el que un grupo de perros tras el sonido de advertencia recibía una descarga eléctrica que, sin embargo, podían evitar si apretaban una de las paredes con el hocico. El segundo grupo de perros, recibía descargas tras el sonido sin que pudieran hacer nada para evitar la descarga. El último grupo oiría el sonido pero no recibiría la descarga.

Cuando los perros pasaron al cajón con la pared baja, los resultados fueron dispares. Los del primer grupo, aquellos que habían aprendido que en sus manos estaba el poder controlar las descargas, saltaron de inmediato escapando al dolor. Igual hicieron los perros del tercer grupo cuando comenzaron a recibir las primeras descargas. Sin embargo, los del segundo grupo, los perros que habían aprendido que nada podían hacer para evitar el dolor de las descargas, se tumbaron en el cajón asumiendo como inevitable un destino que no lo era. Seligman había demostrado que el sentimiento de impotencia podía ser aprendido.

A este experimento siguieron otros tantos que apuntalaron la teoría de Seligman hasta el punto de dar el salto y realizar pruebas similares (menos crueles, todo hay que decirlo) con personas. El resultado fue idéntico y permitió definir correctamente la teoría de la impotencia aprendida. La conclusión a la que llegó Seligman fue que el modo en que interpretamos (y en el que nos explicamos) lo que nos sucede, determina cómo nos enfrentamos a tales acontecimientos. Tres son los aspectos que definen estas pautas aprendidas: la generalidad, la personalización y el alcance.


Cuando uno recibe la notificación de un despido puede pensar: “Nunca he tenido suerte, no valgo para la vida laboral y no encontraré fácilmente otro empleo”. Es decir, su pensamiento es permanente (no encontrará otro trabajo), universal (no vale para el trabajo en general) y personalizado (se culpa a sí mismo de lo sucedido). Otro, sin embargo, puede pensar: “No necesitaban a un profesional como yo en este momento” lo que implica un pensamiento circunstancial, específico y externo.

Resumiendo. Quienes tienden a creer que un acontecimiento negativo puede explicarse por causas ajenas a uno mismo y generales tendrá más capacidad para sobreponerse y encarar el desafío mejor que aquel que ofrezca una explicación en la que se atribuye a sí mismo la responsabilidad de lo ocurrido y lo considera como algo permanente, contra lo que no se puede luchar.

Esta intuición puede parecer natural y lógica en nuestros días, pero en los años sesenta resultaba novedosa. En aquel momento, las investigaciones iban dirigidas a determinar los condicionantes del comportamiento en causas ajenas al individuo, más específicamente, en el medio. Ya se sabe, la sociedad era la explicación de cualquier desviación. El crimen, la violencia, el declive de la solidaridad, todo era reflejo del ambiente social y nada era, por tanto, responsabilidad del individuo. En este contexto, la teoría de Seligman, defensora de la capacidad del individuo para superar los obstáculos y tomar las riendas en muchos aspectos de la vida, resultaba fuera de lugar.

Obtenida la prueba científica, Seligman se centró en estudiar el reverso de la impotencia aprendida, la pauta explicativa optimista y se lanzó a contrastar su teoría con la realidad en diversos campos. Comenzó a requerimiento de Metropolitan Life, una compañía de seguros que invertía grandes sumas de dinero en los procesos de selección de su personal comercial pero que veía cómo una gran parte de ellos no concluía su primer año en la empresa debido al fuerte desgaste que supone la venta de seguros. Seligman propuso sustituir los test de selección habituales por otros en los que se detectara a los candidatos más optimistas, aquellos a los que las negativas continuas, las malas contestaciones y los días sin lograr una sola venta, no lograran desanimarles hasta el extremo de hacerles creer que no valían para ese trabajo. Los resultados reforzaron la teoría de la pauta explicativa. Los vendedores así seleccionados tuvieron un menor índice de abandono y mayores ventas que los seleccionados por los procedimientos habituales.

Seligman colaboró con instituciones tan diversas como la academia militar de West Point o el departamento de admisiones de la Universidad de Pensilvania en cuyos procesos de selección pasaron a integrarse los test de optimismo diseñados para detectar a quienes mejor se reharían tras las adversidades que ambientes tan exigentes provocarían en los jóvenes seleccionados.



Pero no todo es rigor académico o ventas de seguros. Mucho más amena (pero igual de rigurosa y de rica en resultados) fue su investigación sobre la influencia del optimismo en los deportes de alta competición. Durante dos temporadas, su equipo se dedicó a recopilar y evaluar, según su teoría, todas las declaraciones de los jugadores y cuerpo técnico de los equipos de la liga de béisbol y baloncesto publicadas en los periódicos deportivos. De este modo, concluyeron que aquellos equipos cuyos jugadores achacaban sus derrotas a circunstancias concretas y ajenas (“esta noche el césped era demasiado rápido”) concluían la temporada por encima de aquellos otros equipos que interpretaban la derrota como algo personal y general (“últimamente jugamos fatal”).

Claro que podríamos pensar que aquellos que ganan más partidos tienen razones para ser más optimistas que aquellos equipos que acostumbran a perder sus encuentros. Es decir, que el optimismo no explica los buenos resultados sino que los buenos resultados podrían explicar el optimismo.

Puede ser, pero Seligman dio una nueva vuelta de tuerca a su teoría para demostrar que no sólo servía para explicar el pasado sino para adentrarse en el futuro. Veamos. Aplicando su técnica a los discursos de aceptación de la candidatura en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos, su equipo fue capaz de certar en la mayoría de los casos qué candidato ganaría finalmente las elecciones. Pero, dado que eso tiene escaso mérito, se aplicaron a la tarea de vaticinar, tanto para el Partido Republicano como para el Demócrata, qué candidato obtendría la victoria en las primarias de 1988 tomando como referencia las declaraciones de cada aspirante. El acierto fue total y los dos candidatos ganadores (Dukakis y Bush) fueron los más optimistas según la escala aplicada por Seligman.

Dado que los resultados de este trabajo fueron publicados, los líderes de campaña de los partidos, decidieron “jugar” con la teoría y, trataron de forzar el discurso de aceptación de la candidatura, en particular el discurso de Dukakis, que arrojó una puntuación en la escala de Seligman desproporcionadamente alta en relación a su tónica habitual. Dado que el pronóstico del vencedor se basaba exclusivamente en este discurso, la derrota de Dukakis y el “error” de la teoría puede ser justificado fácilmente. La lección es que el optimismo no puede simularse si no responde a una verdadera pauta explicativa interna.


El libro ofrece muchos más ejemplos de esta teoría, así como abundantes reflexiones sobre el modo en el que los padres (especialmente las madres) transmiten a sus hijos su propia pauta explicativa, cómo el optimismo condiciona la salud de las personas o el modo en que se enfrentan a la enfermedad, si hay religiones más optimistas y con mejor pauta explicativa que otras o si hay sociedades más pesimistas y con peor aptitud para afrontar como colectivo los reveses de la historia.

También se plantea el tema de si es deseable un optimismo ilimitado, un pensamiento en el que todo lo que nos sucede pueda encontrar explicación en causas ajenas a uno mismo y, por tanto, fomentar el hedonismo y la pérdida de un mínimo sentimiento de responsabilidad. Seligman (que no es un optimista desbordado) defiende un equilibrio comedido que dosifique optimismo con pesimismo realista.

Pero la pregunta que surge de forma espontánea tras leer estos capítulos es la de si es posible modificar la pauta explicativa y salir de esa rueda que amenaza con aplastar a los pesimistas. La respuesta es que sí. De hecho, la promesa se plasma desde el propio título de libro: Aprenda optimismo. ¿Estamos, por tanto, ante un libro más de autoayuda que pretende ofrecernos una guía para resolver todos nuestros pesares?

No, aunque su título pudiera hacer pensar en ello, la verdad es que el libro permite conocer mejor la teoría de Seligman (la teoría de otros muchos psicólogos y pedagogos que han hecho un viaje similar en estos años) y en ello radica su interés. Es cierto que se ofrecen cuatro capítulos finales en los que se pone en práctica la teoría desarrollada previamente por el autor tomando como ejemplo casos reales. Pero no nos engañemos. El propio autor reconoce que son precisamente estos capítulos, llenos de ejemplos “reales” -fruto de aglutinar detalles de multitud de casos diferentes-, los que más le cuesta escribir, los que le empujan lejos de la mesa de trabajo.

En ellos se explica cómo rebatir los pensamientos negativos y cambiar los pensamientos personalistas y universales por otros más circunstanciales, cómo enfrentarnos a nuestro modo de pensar para crear una pauta explicativa más saludable. Tal vez para muchos resulte la parte más instructiva y, sobre todo, útil del libro, el motivo real de su lectura. No puedo juzgar su utilidad, pero si dar fe de que he aprendido con este libro bastante sobre el modo en que pensamos (en que pienso) y, sobre todo, en el modo en que deseo que piensen mis hijos. Y con eso me doy por satisfecho.

15 de enero de 2012

Emaús (Alessandro Baricco)


Emaús es una pequeña aldea de Palestina a la que se dirigen unos peregrinos, de vuelta a su hogar, tras pasar la Pascua en Jerusalén. En el camino comentan las últimas noticias y rumores sobre la resurrección de Jesús. En su andar se cruzan con otro caminante al que se unen y al que dan cuenta de estas nuevas que el desconocido parece ignorar. Llegados a Emaús, invitan al forastero a su casa a cenar y, en ese momento, en el simple acto de partir el pan, descubren que su invitado es el mismo Jesucristo resucitado, que se desvanece ante sus ojos. La estupefacción les lleva a preguntarse con asombro "le tuvimos entre nosotros, ¿cómo no le supimos reconocer?"

El mismo estupor parece sorprender a los protagonistas de la última novela de Alessandro Baricco. Cuatro adolescentes (uno de ellos actuando como narrador) se adentran en la vida desde sus confortables y anodinas existencias propias de una clase media que ha perdido la fe en los ideales que propugna pero que insiste en transmitir a sus hijos.

Estos amigos viven en una pequeña ciudad de provincias, en el seno de familias convencionales con todo lo que ello supone en la Italia de la época: fuertes sentimientos religiosos, una ética del esfuerzo y del sentido de la vida, de lo que es decente y de lo que no lo es. Baricco hace una perfecta descripción del ambiente asfixiante de estos cuatro amigos, arropados por unas ideas muy claras sobre las conveniencias y lo adecuado, la necesidad de reprimir los anhelos propios, la supeditación de goces estéticos o físicos a fines más elevados. En definitiva, hace un espléndido retrato de estas pequeñas vidas, pequeñas no por tratarse de jóvenes, sino pequeñas por su horizonte.

Pero lo que parece evidente para el lector no lo es para los protagonistas que atisban una forma de heroísmo en su particular discurrir por la vida. Alejar cualquier pretensión de orgullo, acercarse a las miserias de los hombres (acuden como voluntarios a un hospital de enfermos terminales) o procurar, con una inocencia rayana en la ignorancia, que otros adopten su credo y visión.


Sin embargo, hay un mundo más allá de sus expectativas y de sus miras, un mundo que atisban lejanamente y que se materializa en la figura de Andre, una joven de clase alta cuyas costumbres, desinhibición y descaro desprecian. Su familia nos es como las suyas, sus nombres no son como los de ellos, sus creencias (si es que las tienen) les son ajenas ya que estos adinerados de toda la vida parecen tener sus propias normas de conducta, inmorales e incluso ofensivas.

Y aunque entre ellos mantienen la ficción de que la joven no les interesa, poco a poco, Andre comienza a convertirse en una figura relevante en sus vidas. Los protagonistas se aproximarán a ella de un modo diferente, cada uno en función de sus propias inclinaciones y personalidad (hasta ese momento oculta bajo un manto de uniformidad).

Y Andre les toca a todos, como un veneno, a cada cual con peor fortuna. Nada les había preparado en la vida para lo que se les muestra a través de la ventana abierta que representa la joven. Sus firmes creencias son puestas en cuestión coincidiendo con el gran ecuador de la adolescencia y ninguno parece quedar inmune. Pese a que se resisten, sus formas de rebelarse denotan que algo se ha roto. Los esfuerzos por recuperar la vida en el punto en que pareció torcerse, por acogerse a los ritos y ritmos cotidianos, lo que antaño parecía tener sentido, resultan deslucidos y entreverados con sentimientos de culpa y pecado. Atrapados entre su educación y el deseo de ruptura, terminarán por quebrarse ellos mismos.

Podría pensarse que estamos ante una novela de iniciación, del paso de la inocencia a la madurez o incluso una novela sobre la culpa o el pecado pero a mi juicio estamos realmente ante una novela de revelación. Entiendo por tal aquella que reflexiona sobre unas vivencias que apenas pueden ser interpretadas por sus protagonistas y que el autor ofrece a sus lectores para que estos puedan responder a la pregunta desesperada que planea sobre el texto, ¿cómo no lo supimos reconocer? El siguiente paso es preguntarse si el autor logra su objetivo, si consigue revelarnos (a nosotros, pero también a sí mismo) aquella verdad que se escapa a los protagonistas del relato. La respuesta es indudable, Baricco hace un impecable (e implacable) análisis de la realidad desmenuzando los sentimientos que se van apoderando de los jóvenes hasta sacudir por completo sus creencias y convicciones.


¿Qué vida era preferible? ¿La anterior a Andre, previsiblemente tranquilizadora y confortable? ¿La nueva vida en la que son dueños de su recién conquistada autonomía? El autor no se pronuncia, los protagonistas tampoco ya que nadie puede volver atrás en el tiempo y fingir que nada ha ocurrido. Para los lectores tampoco será tarea fácil responder, pero Baricco nos empuja a alcanzar nuestra propia “revelación”.

El gran logro de Baricco reside en su capacidad para encontrar el lirismo y la melancolía, los colores y las melodías en este ambiente opresivo, asfixiante. Más aún puesto que Emaús es una novela dura en la que no se ahorran detalles escabrosos, escenas de sexo o sórdidas; pero no por ello Baricco deja de lado su peculiar estilo narrativo. Al contrario, su estilo, aplicado a este argumento, resalta los aspectos más ásperos del texto. Pocos autores lograrían combinar la dureza del contenido, el juicio preciso, con la belleza (la misma que los protagonistas declinarían) que preside cada página. Por idénticos motivos es necesario alabar la labor de la traducción de Xavier González Rodríguez que ha sabido mantener ese lirismo y delicadeza en la edición en español.


Para Baricco este texto ha debido ser un duro ejercicio personal ya que, inevitablemente, se puede creer que encierra muchos elementos autobiográficos. Quizá no tanto en la trama como en los ambientes, en la descripción de los hogares sofocantes que tuvo que vivir en su infancia y juventud en Turín.

Lo cierto es que, como los peregrinos de Emaús, recorremos un mundo que apenas comprendemos (aunque finjamos hacerlo) y sólo acontecimientos excepcionales nos despiertan y sacuden. Para algunos es la pérdida de un familiar (o la venida al mundo de un recién nacido), es el deterioro de la salud, es cualquier acontecimiento que nos hace exclamar tópicamente, "ahora valoro las cosas que realmente importan". Esa reflexión es el signo claro de que también nosotros podemos preguntarnos ¿por qué no supimos verlo? Luego no nos quejemos de que nuestros anhelos se desvanezcan demasiado pronto. 


27 de diciembre de 2011

Vida e insólitas aventuras del soldado Iván Chonkin (Vladímir Voinóvich)


Un soldado del Ejército Rojo es destinado a la custodia y vigilancia de un aeroplano accidentado que ha debido tomar tierra en la huerta de una isba de un miserable y remoto koljós. Este soldado se llama Iván Chonkin y es notablemente estúpido, razón que explica el motivo por el que ha resultado elegido de entre todos sus compañeros para ser despachado a tan ingrato destino.

Los días pasan y su regimiento parece haber olvidado al desdichado centinela que, sin relevo ni avituallamiento, deberá apañárselas para sobrevivir y poder llevar a término su misión. Y Chonkin parece no manejarse tan mal dadas las circunstancias, mejor aún, se adapta a las mil maravillas ya que termina por instalarse en la isba en cuyo huerto se encuentra el avión para guarecerse de las inclemencias del tiempo, comer a cuerpo de rey y, principalmente, tomar como compañera a Niura, una atractiva joven que vive sola -junto a un jabalí y una vaca- y a la que Chonkin le parece un regalo caído del cielo.

La llegada de Chonkin no altera sustancialmente la vida del koljós. Los hombres se dedican a labrar la tierra, las mujeres a cocinar sus patatas y los responsables políticos a tratar de falsear los datos de producción de grano para no caer en desgracia con los jefes de la comarca.

Pero pronto las pacíficas vidas de los campesinos y la del propio Chonkin cambiarán radicalmente. La URSS ha sido invadida por los alemanes y todos deben prepararse para la defensa de la Patria. La unidad de Iván Chonkin le olvida definitivamente en su afán por prepararse para partir al lejano frente pero el peligro también se encuentra en el interior. Y así, veremos cómo Chonkin debe afrontar con valor los riesgos a que su puesto expone, logrando algunos éxitos notables.

Ésta es, en definitiva, la peculiar trama de Vida e insólitas aventuras del soldado Iván Chonkin, una novela en la que las situaciones más disparatadas se suceden hasta alcanzar un final apoteósico en el que nada parece ser lo que es y en el que pocos quedan bien parados. Ni los patriotas soviéticos, ni su régimen, ni el Ejército Rojo, ni los funcionarios del koljós, ni tan siquiera los miserables campesinos que en su pobreza y desesperación recelan de toda ideología y poder (fueron explotados por todos los previos, así harán los próximos), parecen capaces de actuar con sentido común, con decencia. Tan solo Chonkin y su compañera, se yerguen con coherencia, alejados de cualquier doblez que les acerque al sistema o les aleje de él según las conveniencias.

No resulta sorprendente que, en un mundo dominado por la burocratización más irracional y estúpida, sea un idiota quien mejor conserve el juicio y sea capaz de atinar en el diagnóstico de lo que le rodea. Más allá, sólo la locura. Informes de cosechas que nada tienen que ver con la realidad, licores fabricados a base de excrementos, aficionados a la botánica empeñados en crear nuevos cultivos, agentes de los servicios de seguridad que se convierten en nazis furibundos a las primeras de cambio, y miedo, mucho miedo. Miedo a que nos oigan hablar de Stalin y puedan interpretar que le faltamos al respeto, o miedo porque no hablar del jefe supremo puede ser considerado prueba de traición. Miedo a la encarcelación por motivos políticos (o por la mera denuncia de vecinos envidiosos) o miedo a ser reclutado por la fuerza.


Y es que el miedo es precisamente el gran protagonista de esta novela, un miedo ajeno que nos hace reír porque vemos las absurdas situaciones a que lleva, lo poco que representamos para un régimen brutal. Pero a veces reímos con la boca pequeña porque todos buscamos nuestros apaños y acomodos y, por tanto, todos somos susceptibles de hacer un ridículo patético similar al que asistimos en esta novela.

Miedo  es también lo que debió sentir el autor de esta novela, Vladímir Voinóvich, cuando en 1969 concluyó el manuscrito de esta novela (aunque su publicación en la URSS debió esperar a los tiempos algo más benignos de la perestroika). Como podemos imaginar, el disfraz de la ironía no logró hacer pasar desapercibida la novela a los ojos de los censores soviéticos. Su autor ya contaba en su haber varios roces con los jerarcas por lo que no se lo pusieron fácil. Pero afortunadamente, en lugar de terminar en la helada Siberia, fue expulsado de su país y pudo seguir escribiendo y describiendo la paranoia en la que vivían sus compatriotas.

Vladímir Voinóvich

Ya hemos hablado muchas veces antes (El maestro y Margarita o Las aventiras del valeroso soldado Schwejk) de cómo el poder prefiere ser criticado pero temido, a ser objeto de mofa y burla puesto que nada erosiona más al poderoso que la irrespetuosidad de sus sometidos. El poder se impone mediante el miedo y lo cómico, la sátira, hace saltar por los aires ese temor, humaniza y acerca a partes iguales.
Esta novela sigue por tanto esa senda para lanzar un ataque feroz al sistema soviético y, para ello, emplea otra táctica muy frecuente en la tradición literaria, la del protagonista algo tonto o loco, pero que por eso mismo, conserva la lucidez suficiente para ver lo que no es evidente para el resto. Sólo los niños (y los borrachos) dicen la verdad, sólo Chonkin lleva a sus últimas consecuencias el cumplimiento de su deber, por absurdas que sean sus órdenes, logrando evidenciar la irracionalidad esquizofrénica que le rodea.

El gran mérito literario de Vladímir Voinóvich es mantener el ritmo narrativo y llevar al lector hasta el punto en el que éste deja de leer una novela realista para adentrarse en una novela rocambolesca -casi surrealista- donde la realidad, la vida bajo el régimen soviético, termina por parecer la más absurda de las ficciones.

Quien hasta aquí haya leído, no se sorprenderá de que nuevamente Libros del Asteroide sea la editorial que nos ha traído esta novela, en traducción de Antonio Samons García y con un prólogo de Horacio Vázquez-Rial que pone en contexto la obra dentro de la novelística soviética. 
Y llegados a este punto, ¿por qué deberíamos leer Vida e insólitas aventuras del soldado Iván Chonkin? Disfrutar de una buena y entretenida lectura no es el menor de los motivos, para muchos será suficiente y quedarán saciados. Pero no olvidemos lo que esta novela nos enseña. Todo poder absoluto y omnímodo, termina por ahogar a todos por igual, asfixia tanto a los oponentes como a quienes le apoyan (no podemos olvidar las terribles purgas de Stalin) y Voinóvich nos lo muestra cuando precisamente es fusilado el jefe de la policía secreta por traición después de un interrogatorio digno de una película de los hermanos Marx.

Pero no olvidemos que lo que nos hace reír hizo morir a muchos, que lo mismo que pasó en la URSS sigue pasando en otros lugares también en nuestros días y que, por narrarlo, otros tantos ponen en peligro sus vidas. En ocasiones, la realidad supera a la ficción y a nadie sorprenderá que, como ocurre en esta novela, hasta los mismísimos caballos quieran afiliarse al Partido.

9 de diciembre de 2011

Cuando Kafka vino hacia mí... (Hans-Gerd Koch)




"Como autor, Kafka fue sumamente apreciado por todo aquel que tenga criterio. Como persona, fue querido por todo aquel que lo conoció. Con toda la crítica y la envidia que reinan en el mundo de la literatura, él fue respetado. Con todo el odio que reina entre los hombres, a él no le rozó."

Necrológica de Felix Weltsch, amigo de Kafka.
Para conocer de primera mano la vida de Franz Kafka se recurre, inevitablemente, a dos fuentes: él mismo y su amigo Max Brod.

La credibilidad de las opiniones de Kafka sobre sí mismo es escasa. Pocos autores se habrán aplicado con mayor esmero a la autobservación para encontrar motivos de rechazo, vergüenza y desdén como lo hizo Kafka. Pocas apreciaciones positivas pueden encontrarse en sus diarios o correspondencia. Todo lo contrario: a las mujeres trataba de convencerlas de que serían infelices a su lado, a sus editores de que nada traería mayor oprobio a su empresa que la publicación de sus miserables textos, a sus amigos de que poco o nada podría aportarles más allá del agradecimiento por la paciencia a la hora de soportar su presencia.


Max Brod
Pero si acudimos a Max Brod caemos en el extremo contrario. Un Kafka santificado, poco terrenal, que encuentra en la enfermedad su particular martirio y en la búsqueda de Dios su camino de liberación. Por si fuera poco, algunas de sus afirmaciones parecen más dirigidas a justificar la interpretación que el propio Brod propone de las obras de Kafka, que a ofrecer luz sobre el personaje real.

Por eso es tan importante tener acceso a una visión alternativa, la de aquellas personas que trataron a Kafka, que se relacionaron con él en los más diversos ambientes (académico, laboral, familiar, … ) y que, de un modo u otro, dejaron testimonio escrito de tal relación. Así es el material aquí seleccionado y publicado por Hans-Gerd Koch que nos presenta la editorial Acantilado bajo el sugerente título Cuando Kafka vino hacia mí….

Testimonios de hombres y mujeres de la más variada ideología y clase social, de diversa religión y nacionalidad sirven para componer un cuadro que nos aproxima a esa imagen requerida del Kafka real. Muchos de estos retratos provienen de vecinos, compañeros de instituto o empleadas de servicio, es decir, de personas ajenas al mundo literario y que, en la mayoría de las ocasiones, desconocían su labor literaria cuando le conocieron.

Hugo Bergmann

La veracidad se impone a través de este retrato colectivo a pesar de (o gracias a) las innumerables inexactitudes que pueblan estos breves textos e incluso de las imágenes contradictorias que se nos ofrecen. Inexactitudes que en la mayor parte de las ocasiones se refieren a fechas, parentescos o detalles en los que la memoria no siempre resulta fiable; contradicciones en la medida en que hay relatos que lo tildan de extrovertido y alegre frente a otros que lo muestran como reservado y observador.
"En mi recuerdo, él fue mi primer amor."

Recuerdos de Selma Robitschek, conoció a Kafka en unas vacaciones de verano al norte de Praga.


Pero todo ello no hace sino enriquecer el conjunto. Nada hay más traicionero que la memoria y ésta se empeña en hacernos pasar por ciertos, hechos que no lo son (pero que indudablemente tienen un trasfondo veraz en cuanto a que responden a nuestras impresiones sobre las personas). Por otro lado, no somos monolitos inmunes a las circunstancias de tiempo, lugar o compañía, de ahí que podamos parecer fríos y distantes o apasionados y familiares, en función de las circunstancias en que nos hayamos conocido.

Tampoco debemos pasar por alto que la mayoría de estos esbozos fueron escritos cuando la figura de Kafka era ya reconocida mundialmente y su personalidad formaba parte del imaginario colectivo. Por ello, no es descabellado creer (al contrario, sería muy humano) que quienes fueron requeridos para dejar constancia de sus recuerdos sobre Kafka lo hicieran bajo el influjo de esa imagen pública, reorientando inadvertidamente sus recuerdos o escogiendo aquellos que mejor respondían a dicha expectativa. Tampoco falta quien se atribuye un trato casi familiar con Kafka cuando los hechos ciertos revelan que apenas pudo haber algo más que una relación esporádica; ¡presunción humana!

Pero lo cierto es que de este difuso retrato colectivo se pueden extraer unos puntos comunes e indubitados, un atisbo de verdad que contradice la estereotipada imaginería al respecto.
Milena Jesenska

En primer lugar, parece que la presencia de Kafka, sus maneras y actitud, causaban una profunda impresión en aquellos que le trataban, la impresión de que estaban ante alguien especial, y todo ello sin necesidad de que el interlocutor conociera su obra. Lo primero que se suele evocar en estos recuerdos es la mirada (la discrepancia sobre el color de los ojos es notable, variando desde el negro hasta el azul oscuro) de cuya profundidad dan todos cuenta. Igualmente, su sonrisa parece ser un rasgo constante, incluso en las peores fases de su enfermedad. Esta sonrisa podía significar ironía, tristeza, comprensión, gozo, pero lo cierto es que la combinación de su sonrisa y su mirada resultaba lo bastante expresiva como para compensar la parquedad de sus palabras.


Porque también todos coinciden en su escaso parloteo, en lo que se esforzaba por escoger cada palabra (muchas con doble intención) y en la naturalidad de su expresión, tan alejada de la afectación propia de los literatos como su propia obra.

En lo que sí sobresalía Kafka era en su atención, tanto para observar como para escuchar haciendo sentir a su interlocutor (muchas veces monologuista más bien) que nada en el mundo le interesaba más al célebre autor que sus palabras. Ambos aspectos (naturalidad y observación) destacan como elementos fundamentales de la estética de sus libros por lo que no puede haber mayor coherencia entre obra y persona. De ahí también esa integridad y unidad que forman sus trabajos de ficción, sus diarios y su correspondencia.

Felix Weltsch

Apenas uno de los testimonios hace hincapié en la figura del padre (inevitablemente, se trata del texto de Max Pulver, psiquiatra suizo con quien mantuvo una única charla propiamente dicha con motivo de un viaje a Múnich) lo que supone un claro toque de atención dado que tal vez, salvo en momentos puntuales más o menos prolongados en el tiempo, la rebelión contra el padre pudo no haber sido su mayor obsesión como a veces se sostiene (o tal vez, la guardaba para sí).

En otras ocasiones se nos describe a Kafka jugando con niños lo que extraña enormemente a la vista de sus diarios. Tal vez se pueda pensar que en estos sólo reflejaba parcialmente su personalidad, sólo los ángulos más oscuros, a modo de exorcismo. Dora Diamant narra también la célebre anécdota de la niña que perdió su muñeca; Kafka le informó de que realmente se había ido de viaje y, durante varios días, le escribió cartas en nombre de la muñeca para informarla de lo feliz que era viajando por el mundo. Otro Kafka.
"La mayor parte de las veces lo vi junto a la orilla del río o en los jardines públicos, entretenido con los niños o, por lo menos, observando con comprensión cómo jugaban. Varias veces le vi jugando con ellos. Le gustaban. En Riegerpark, allá por el año 1913, le vi enseñando a un grupo de niños y niñas cómo se jugaba al diábolo."

Recuerdos de Michal Mares, anarquista de Praga

Oskar Pollack
Pero en cualquier caso, la discreción general de Kafka llegaba a extremos insospechados a la hora de revelar aspectos familiares o de hablar de su propia obra. Siempre parecía más interesado por la vida de otros que por la suya, más interesado en alabar el trabajo o logro ajeno que en valorar el suyo propio, pero de un modo discreto y natural, no forzado.
"Nunca juzgó. Consignaba. Sin odio y sin temor, pero también sin caer en la sensiblería, captó de manera infalible el esqueleto de cada alma, de cada acontecimiento, de cada situación, no obstante con tanta delicadeza y precacución que incluso su fruialdad de espectador implacable jamás hacía daño, jamás estremecerse de frío."

Recuerdos de Oskar Baum, amigo de Kafka

Robert Klopstock
¿Qué puede esperar el lector de este libro? De una parte, un acercamiento a Kafka de primera mano, realista, que no pretende explicar cada acto de su vida bajo una perspectiva prevista de antemano. Pero, de otro lado, surgirá espontáneamente la reflexión sobre qué imagen dejamos a los demás y qué imagen conservan estos.

Nuestras vidas, tan importantes para nosotros, son apenas un roce para la mayoría de las personas con las que tratamos. ¿Qué recuerdos dejamos en sus vidas? A modo de un caleidoscopio, el resultado final es la suma de infinitos matices y juegos de espejo.

Benjamín Zander nos cuenta la historia de una superviviente del campo de exterminio de Auschwitz (el mismo lugar en el que murió Ottla, hermana de Kafka). En el vagón que le llevaba a ella y a su hermano pequeño al campo, éste perdió sus zapatos y, muy en su papel de hermana mayor, le reprochó el poco cuidado que tenía con las cosas. Al bajar del tren, les separaron y nunca se volvieron a ver. Al salir de Auschwitz, se lamentó de que las últimas palabras que intercambió con su hermano fueran para reprenderle y decidió que en adelante, cada frase que dijera debería poder figurar como la última que jamás pronunciase. Kafka pareció acomodar su vida a este mismo propósito. ¿Seríamos capaces de hacerlo nosotros?
"No hay en Kafka “evolución” algfuna: no se convirtió en nada, él era. Su primer libro en prosa podía ser el último. Y el último, el primero."


Recuerdos de Kurt Wolff, primer editor de Kafka

25 de noviembre de 2011

El cerebro infantil. La gran oportunidad (José Antonio Marina)



El cerebro infantil: La gran oportunidad es el segundo volumen que publica José Antonio Marina para la Biblioteca de la Universidad de Padres (a través de la editorial Ariel) tras La educación del talento.

La filosofía y organización repite el mismo esquema que el libro anterior: Cada capítulo comienza con una serie de exposiciones teóricas, posteriormente se da paso a la opinión de expertos y eminencias en la materia y finalmente, se abre un diálogo entre el autor y diversos interlocutores en una simulación de una conversación informal en la cafetería del campus emplazando al lector para que se continúe el diálogo en el foro abierto para cada capítulo en la página web de la Biblioteca de la Universidad de Padres.

Porque el libro tiene su propia página web que permite tener acceso a abundante información agrupada por capítulos (perfiles y biografías de los expertos citados, referencias bibliográficas, entrevistas, artículos, videos, ...) que sirven para satisfacer la curiosidad de los más exigentes que quieran dar un paso más allá del texto y abrir nuevas vías de reflexión.

Entrando ya en el contenido del propio libro, obviaremos los primeros capítulos que dan cuenta del conocimiento más reciente sobre la arquitectura del cerebro, dado que es un tema abundantemente tratado en muchas otras obras, dejando que sea el propio José Antonio Marina quien nos explique este apartado.




Gracias José Antonio. Es ahora cuando entramos ya en la verdadera esencia de esta obra, que no es otra que el modo en el que los padres -y profesores- pueden ayudar a sus hijos a la vista de estos conocimientos, sacando partido de esa extraordinaria estructura que es nuestro cerebro.

Marina tiene claro cuál debe ser el objetivo de lo que denomina la Nueva Frontera Educativa: forjar la personalidad del niño para que sea capaz de desarrollarse en un entorno cambiante con las mejores armas posibles, como son el optimismo, la creatividad, la resilencia, etc.

Los conocimientos de la Ciencia de nuestros días nos alejan del modelo del buen salvaje tan querido por los ilustrados del siglo XVIII, de esa metáfora de la tabla rasa sobre la que podemos dejar la impronta que deseemos. No, los bebés vienen a este mundo con una parte de las cartas ya repartidas, lo que limita y condiciona de algún modo la labor educativa, que deberá acomodarse a estas circunstancias para lograr el objetivo citado.


Tres son estos grandes condicionantes previos: el sexo, la propia capacidad individual y el temperamento. El sexo, a través del sistema hormonal afecta a funciones neurológicas, al modo de sentir y de relacionarnos. Asimismo, cada niño tiene características y capacidades propias que les diferencian del resto. Unos son más intrépidos y extrovertidos, otros captan mejor las ideas teóricas pero son más lentos con las prácticas. Finalmente, el temperamento es el conjunto de elementos heredados como son la sociabilidad, la emocionabilidad o el nivel de actividad.

Todos estos factores no son inmutables, pero sí difíciles de “ajustar” y deben ser tenidos en cuenta a la hora de educar a los hijos para hacerlo de manera personalizada, adecuándonos a cada temperamento y al ritmo de cada niño. Esto hace de la educación una labor realmente interesante y sumamente compleja.

Para ello, podemos apoyarnos en una de las más sorprendentes propiedades del cerebro: la plasticidad. Sabemos que las estructuras cerebrales no son fijas, que no es cierto que aquellas habilidades que no hayamos desarrollado antes de los tres años nos resultarán prácticamente inasequibles. Que no es cierto que el número de neuronas de las que disponemos sea un número decreciente, sino que su producción no se ve alterada por la edad. Que las conexiones se rehacen en función de las circunstancias (p. ej. en caso de accidentes que afectan a funciones cerebrales básicas) o de nuestro propio influjo (p. ej. cuando comenzamos a estudiar un nuevo idioma).



La plasticidad es, por tanto, la principal herramienta de los educadores, la expresión científica de que su labor tiene sentido, de que podemos influir y afinar esas cartas que la genética nos entrega arbitrariamente. ¿Y cómo influir en el cerebro para sacarle partido? La apuesta de Marina pasa, entre otros puntos, por reivindicar la denostada memoria, no entendiéndola al modo tradicional, sino más bien como el conjunto de comportamientos, esquemas de respuesta y estrategias “aprendidas”. Su ejemplo es muy clarificador: Nadal debe “memorizar” cada movimiento, cada posición de sus músculos, cada reacción ante el saque de un contrincante, todo debe haber sido ejercitado, memorizado previamente y organizado en esquemas de respuesta dado que en el terreno de juego es imposible racionalizar lo que debe hacer. La memoria es la capacidad para automatizar esos movimientos y reaccionar.

El recuerdo es la forma en la que la memoria recupera y reconstruye la imagen del pasado en el presente, es el germen de emociones, favorece la creatividad y el buen gobierno de nuestra inteligencia.

También se plantea Marina si tenemos capacidad para mejorar la inteligencia de nuestros hijos (y, de paso, la nuestra). La buena noticia es que la idea que tengamos de nuestra inteligencia condiciona nuestra capacidad de aprender. La inteligencia puede mejorar en cuanto a su estructura (fomentando la creatividad o la atención, el interés por el entorno) o en cuanto a su contenido. Hay que enseñar al niño a que maneje su propio cerebro para lograr potenciar sus extraordinarias facultades.



Todos conocemos a personas que han perdido el interés por su entorno, que carecen de la motivación suficiente para interrogarse, que han reducido su vida intelectual a una mera rutina. La inteligencia de estas personas se reducirá paulatinamente.

Aclarado que nuestra inteligencia cognitiva puede mejorar, ¿podemos decir lo mismo de la inteligencia emocional? Entendemos por inteligencia emocional aquélla que contribuye del modo más poderoso a dominar nuestros sentimientos, a motivarnos, que configura una visión del mundo a través de las relaciones con otras personas y que, en definitiva, condiciona todo nuestro proyecto vital. Y también a esta inteligencia le es aplicable la plasticidad, la capacidad para ser moldeada. Por eso la educación debe esforzarse en forjar una inteligencia emocional capaz de contribuir del mejor modo posible a construir ese objetivo. Es durante el segundo año de la vida del niño cuando se forman las conexiones que le permitirán controlar sus propias emociones y, en gran medida, el éxito en esta fase determinará el grado de impulsividad, de autocontrol, que tendrá el adulto del mañana. De ahí que la importancia de la disciplina sea vital desde un principio, como modo de dar seguridad al bebé al tiempo que se le educa en las habilidades emocionales que le servirán el día de mañana.

Pero, ¡cuidado! La disciplina a que nos referimos es la que marca límites lógicos al niño (no la que limita al niño), es la que se enseña al niño (no la que se le impone) y es la que va acompañada de afecto y cariño (no la que hace el papel de “poli malo”).


Y hablando de afectividad, dado que estilos afectivos que pueden no ayudar a un desarrollo pleno, hay que fomentar aquellos que permitan un crecimiento en positivo. Muchas respuestas emocionales proceden del temperamento por lo que son difícilmente modificables pero la educación sí puede cambiar la estructura de nuestro cerebro aprovechando la plasticidad. El esfuerzo merece la pena.

Por último, Marina se centra en la inteligencia ejecutiva, la que lleva a la práctica lo planeado, la responsable de pasar a la acción. Docentes y padres deberán potenciar la voluntad, como capacidad de hacer proyectos, la dilación en el tiempo de la recompensa, etc. Somos capaces de anticipar el futuro y proyectar lo que deseamos a muy largo plazo.

Educar a un hijo no es fácil, de hecho, las dudas aguardan a cada instante porque la teoría siempre parece sencilla, evidente; la práctica, inalcanzable. Muchos factores nos desvían de lo que sabemos que debemos hacer. El cansancio, la paciencia que nuestros hijos saben llevar al límite, los consejos ajenos que parecen funcionar en todos los niños menos en los propios, todo conspira para que no siempre nos comportemos como sabemos que debemos hacerlo y no siempre sepamos cómo hacerlo. Por eso, y porque queremos a nuestros hijos, tener unas cuantas ideas claras será un gran ayuda.

Como nuestros hijos, debemos aprender a retrasar la recompensa, a saber que nuestros esfuerzos de hoy, darán su fruto mañana. Como ellos, nuestros cerebros se adaptan a las circunstancias y nos superamos cuando queremos superarnos. Y por ello, cuando les educamos, nos educamos.



6 de noviembre de 2011

Isla de Nam (Pilar Alberdi)



Isla de Nam -o de los Sueños, o de las Rocas- se encuentra en un incierto lugar entre la Venecia de los dogos y la China de las especias, en los tiempos en que Marco Polo había regresado de su viaje y los canales ardían de rumores sobre sus palabras. Un tiempo en el que lo que ocurre en el lejano reino del Gran Kan resulta tan increíble que apenas se puede separar lo real de lo imaginario; tan extravagantes resultan ambos, tan increíbles pero, al tiempo, tan fáciles de creer para unos hombres que sólo de las palabras viven, que apenas han visto más que lo que se extiende ante sus ojos y que, por tanto, dependen de las palabras de los marineros, de sus fábulas y cuentos, de sus fanfarronas bravatas, para comprender que el mundo allá fuera es tan intenso y brillante como hacen suponer las riquezas que los barcos traen en sus bodegas.


Y es precisamente en ese lugar y tiempo en el que Pilar Alberdi desea centrar su historia. Un tiempo de viajes y aventuras, de fantasías y sueños. Un momento histórico concreto pero con cierto aire de fábula irreal en la que poder contarnos su historia, la historia de Giacomo Baldosini, que partió de Venecia para hacer fortuna y merecer el amor de su prima, Elisa Daltieri, pero naufragó en la isla de Nam. Y en esa isla ignota pasa sus días recordando las palabras de su amada, las historias que ella inventaba y en las que el protagonista siempre era él, como príncipe o como rey, siempre él. Y Giacomo, incapaz de devolverle una historia, sin imaginación para tan poco, sólo puede formular su promesa de amor, de amor eterno, claro está. Nunca la dejará, nunca la abandonará, …


A estas alturas parece claro que, al menos a mi juicio, la clave del libro es precisamente el valor de la palabra. En primer lugar, el respeto a la palabra dada en esa promesa de amor a que hacía referencia, fidelidad que Giacomo guarda cada día de su vida.

Pero la palabra también es protagonista en otros muchos aspectos. Palabras es lo que Elisa da a Giacomo, y palabras son lo que ella le reclama. Tiempo después, ya náufrago en Nam, Giacomo parece cobrar conciencia de sí mismo y ante los sorprendidos habitantes de Nam, narra sin tregua las historias que oyó de labios de su amada, pero también las que inventa, ganada ya la imaginación. Y sus palabras parecen no destinadas a nadie ya que no habla la lengua de Nam y sus pequeños habitantes no le comprenden aunque todos le escuchan con fascinación. Igual que él escuchaba a Elisa sin apenas oír sus palabras.

De palabras también entiende lo suyo la autora de esta pequeña obra de difícil catalogación ya que ha publicado diversos libros de poesía, teatro y narración. Varios premios avalan su trayectoria pero, en mi caso, es este libro el que justifica el reconocimiento.


El texto nos sugiere hechos esquemáticos, envueltos en un hermoso disfraz que cruza con acierto el género del relato breve con la poesía. Es el tono general del libro el mayor logro de su autora ya que se puede abrir cualquier página al azar y encontrar ese mismo aliento con el que se inicia la narración.

El ritmo es otro compañero presente en Isla de Nam, cuya lectura se acompasa con frecuentes repeticiones (el omnipresente “¡Escuchad, escuchad!” que sólo puede invocar quien tenga algo contar) e imágenes recurrentes que, sin embargo, inadvertidamente, nos llevan hacia el final de la narración.


En su brevedad no adelantaremos el final del libro, ya que, al igual que la Ítaca de Cavafis, su riqueza no se encuentra en el destino, sino en el viaje de su lectura, pero sí diremos que quien llegue a su última página habrá conocido una hermosa historia, multitud de imágenes y sorprendentes metáforas y, sobre todo, palabras, bellas palabras como recuerdo de la travesía.