Se habla mucho recientemente sobre la publicación en
Alemania de Mein Kampf tras largos
años de prohibición y clandestinidad. Las opiniones son variopintas. Hay quienes
cree que el peligro potencial de la obra está latente, que las fuerzas del Mal
pueden desencadenarse nuevamente con furia. Por el contrario, los hay que
opinan que la prohibición es cosa del pasado, que la madurez de Alemania puede
asimilar un encuentro con su pasado más odioso.
Lo que parece claro es que el libro carece ya de todo potencial incendiario más
allá de esta perecedera discusión que ha desatado su publicación. Hay un desfase
evidente entre el discurso del libro y la realidad actual alemana no se parece
demasiado a la de entreguerras, humillada en Versalles, inestable
políticamente, con un peso de las clases rurales y tradicionales muy
importante.
Tampoco la dialéctica hitleriana parecería hoy capaz de
enardecer a las masas, más bien lo contrario, la demagogia de nuestros días
busca otros estilos, otros modos. Además, aquí hablamos de libros, y no es el
papel el medio más atractivo para iniciar una revolución cuando pocos leen lo
que excede de 140 caracteres y, a decir de los expertos, Mi lucha no está precisamente bien escrito.
Pero nada de ello quita fuego al
mensaje que subyace en las páginas de Mein
Kampf. El peligro sigue aquí,
agazapado a la espera de su oportunidad, como siempre lo ha hecho. Ésta es la tesis
de Ha
vuelto (Ed. Seix Barral 2013 traducción de Carmen Gauger), el
inquietante e increíblemente divertido relato de Timur Vermes en el que pone encima de la mesa los peligros reales
de una ideología que parece extinta, o no.
La trama es fácil de desvelar. A
comienzos del siglo XXI, en un descampado de Berlín, próximo a la antigua Cancillería
del Reich, Hitler recobra el conocimiento. El olor a gasolina que impregna su
uniforme le ayuda a recordar dónde está. Lo primero que le extraña es la
ausencia del estruendo de los obuses soviéticos o de edificios en ruinas. Por
contra, solo ve construcciones algo toscas pero firmes y recientes. Unos niños
se le acercan y el Führer comienza a
vislumbrar la realidad de nuestros días en sus extrañas ropas o en el modo tan
irrespetuoso en que hablan pareciendo no reconocerle. Al fin, sale del
descampado y se adentra en el Berlín moderno, el de las grandes plazas y los
edificios de arquitectos de renombre que han ocupado el lugar dejado por las
ruinas de la guerra.
Hitler es atendido por un
quiosquero cuyos orígenes raciales no son precisamente arios y que le toma por
uno de tantos imitadores. El joven pronto descubre que el Hitler que ha
adoptado, al que alimenta y que de hecho se instala en su quiosco a falta de
mejor hogar, se ha metido tanto en su papel que es incapaz de renunciar a
hacerse pasar por Hitler, expresándose siempre con vehemencia y negándose a
facilitar su verdadero nombre más allá de la lacónica respuesta de rigor:
Adolf.
.
Y ésta es la desgracia que deberá
afrontar Adolf, pocos parecen tomarle en serio, ni siquiera los inmigrantes que
regentan una tintorería a la que lleva su uniforme le temen, al contrario, le
piden un autógrafo. Todos ven en él a un imitador más, tal vez al mejor, una réplica
perfecta de las maneras, las palabras y las ideas del dictador. De este modo,
el protagonista de la novela puede expresarse como el verdadero Hitler que es
realmente, sin importunar las conciencias ni levantar ampollas; se supone que
es un cómico, y sus exabruptos levantan sonrisas aunque no logren desactivar el
mensaje. La libertad de expresión le ampara.
Pronto es “descubierto” por los
directivos de una cadena de televisión que le contratan como humorista. Hitler se
adueña del nuevo medio, se familiariza con las nuevas tecnologías y se hace
viral en las redes sociales. Las campañas para prohibir el programa que
presenta solo logran aumentar su popularidad.
Las escenas hilarantes se
suceden, como aquella en la que acude rodeado de cámaras a la sede del partido
que dice inspirarse en su ideario y al que ridiculiza por su escasa voluntad y
capacidad para inspirar al pueblo alemán los verdaderos valores
nacionalsocialistas. También resultan brillantes los pasajes en los que el
protagonista interpreta la realidad de los tiempos modernos en clave de los
años treinta, como cuando interpreta la abundante presencia turca en las calles
de Berlín como consecuencia de la política de alianzas que él mantuvo con el
antiguo imperio otomano.
Pero este Hitler también
encuentra conexiones entre su pensamiento y el ecologismo, su pasión por la
naturaleza y paisajes alemanes y su desdén por el capitalismo consumista que
dedica recursos a cuestiones ajenas al interés del pueblo alemán, le llevan a
tomar de cada ideología aquello que le conviene, ofreciendo un cóctel en el que
cada cual pueda tomar la parte que le interese y así sumar adeptos.
El Hitler que nos presenta Timur
Vermes no es solo el odioso dictador de la historia. Es también un ser
humano capaz de sentir ternura por su secretaria, una joven de estética siniestra,
a la que da consejos en su romance con un trabajador de su programa, del que también
se convierte en consejero amoroso, aún reconocimiento su escaso conocimiento de
la materia y emocionándose recordando a Eva Braun.
En suma, Ha Vuelto nos ofrece un
Hitler que, al igual que a los personajes con los que se cruza en la novela, no
despierta nuestro rechazo visceral, que resulta cómico en su modo de
interpretar la realidad, hasta parecer un pobre tarado por el que sentir
lástima.
Y ésta es la fuerza de la novela,
el hecho de que caemos cautivados por un personaje hasta el punto de olvidar lo
repugnante de su pensamiento, tal vez en proceso similar al que pasaron muchos
alemanes que en su día le dieron su apoyo y que no pudieron (o no quisieron)
dar marcha atrás.
El libro pone de manifiesto las
debilidades de nuestra sociedad, las grietas por las que dejamos resquicios
para que se asienten semillas que resultarán difíciles de arrancar. Así, la
frivolidad que parece haberse convertido en el principal motor de gran parte de
nuestros actos, o la defensa de las libertades para quien pretende suprimirlas,
la escasa firmeza ante la radicalización del discurso exaltado y así
sucesivamente.
La lectura de Ha Vuelto resulta extraña y ambivalente,
planteando infinidad de preguntas, muchas de ellas sin respuesta. ¿Es posible
que se repita en nuestros días el mismo fenómeno que conoció la Europa de
entreguerras? ¿Creemos haber aprendido de los errores del pasado al tiempo que
volvemos a caer en los mismos? ¿Dónde está, o debería estar, el límite para el
discurso exaltado, el que incita al odio o a subvertir el acervo común?
La novela no está hecha para responder a estas preguntas, tan solo para formularlas. Desde luego, Ha Vuelto cumple con creces este propósito y al tiempo, reconozcámoslo, es una divertidísima lectura.