15 de agosto de 2022

McCartney, la biografía (Philip Norman)


 

 

Philip Norman tiene una dilatada dedicación al periodismo musical desde 1964. En los años sesenta, trabajó en diversos periódicos cubriendo el auge del rock inglés y su expansión por el resto del mundo. Sin embargo, no fue hasta 1981 que su nombre saltó definitivamente al público general gracias a Shout!: The Beatles in their generation, tal vez la primera obra que, once años después de la disolución del grupo, afrontaba el reto  de revisar con rigor y documentación la historia de la banda, tratando de hacer balance de sus logros y fracasos en un momento en el que las nuevas tendencias musicales parecían muy alejadas del legado que dejaron en 1970.

 

Esta obra tuvo una gran trascendencia y, sin duda, abrió la puerta a infinidad de títulos que trataron de abordar la misma tarea desde perspectivas complementarias, como los aspectos financieros de Apple, los chismes más íntimos, su vida en Hamburgo y otras tantas historias que escapaban de la edulcorada mirada pública que el cuarteto había recibido hasta la fecha.

 

Shout! vino a cubrir lagunas de conocimiento que apenas atisbaba la, hasta la fecha, única biografía semioficial de la banda, publicada en 1968 por Hunter Davies y que, por tanto, se acercaba más a una versión dulce que no pudo adentrarse en el proceso de descomposición de la banda que comenzó a dibujarse poco antes de la publicación del volumen.

 

Entre los méritos de Norman, figura el de establecer hechos irrefutables y el de avanzar diversas ideas que, precisamente apenas un año después del asesinato de John Lennon, pocos podrían atreverse a discutir: el verdadero y casi único talento de la banda era el idealista de las gafas del Ejército de Salvación. Las aportaciones del resto no eran sino adornos, artificios que edulcoraban en parte la rabia y genialidad de Lennon.

 

Atrapado por el magnetismo de su figura, Norman dio un nuevo paso en 1990 publicando una biografía, pocos discutirán que prácticamente la definitiva, sobre John. En ella continuaba ensalzando su talento y genialidad en un esfuerzo por mitificar la figura del músico que había ido perdiendo algo de fuste a lo largo de la década de los ochenta en la que el peso de obras como Las muchas vidas de Lennon de Albert Goldman, habían dejado reducida a un guiñapo en manos de la omnisciente Yoko Ono.

 

Si bien, estos antecedentes le colocaban en una excelente posición para publicar una obra similar sobre Paul McCartney, lo cierto es que le llevó bastantes años decidirse a dar el paso. En primer lugar, su visión sobre los Beatles y Lennon y el papel secundario que atribuía a Paul hacía que careciera de sentido dedicar largos años a una labor de investigación y escritura sobre una figura que no parecía merecerlo. De otra parte, y esto es aún más interesante, escribir una biografía sobre cualquier personaje sin poder acceder a las confidencias, opiniones o fuentes de su círculo más íntimo, no parecía una buena idea. Y esto es lo que temía Philip Norman. Su desprecio a la figura y obra de Paul había hecho crecer una pared imaginaria pero muy real para Norman, entre él y su posible biografiado. ¿Cómo se tomaría sir Paul la propuesta de que quien le había menospreciado le dedicara un libro completo? ¿Permitiría que sus amigos, empleados, familiares, fueran contactados con él y entrevistados revelando hechos, anécdotas, detalles que pudieran servir para cimentar esa visión negativa?

 

Pero, al tiempo, ¿tiene sentido haber dedicado tantos años y cosechado un notable éxito gracias a su trabajo sobre los Beatles y John, pero no poder aprovechar parte de ese conocimiento y contactos para rematar su obra con la publicación de una biografía sobre Paul? Y a todo esto venía a unirse el progresivo redescubrimiento de la obra del bajista, siempre un peldaño por debajo de la obra de cualquier otro artista a ojos de la crítica pero que, en los últimos años comenzaba a ser reivindicado. No solo por sus trabajos más recientes, realmente meritorios desde un punto de vista artístico, sino también porque la evolución de la música, estaba ubicándose en una posición en la que obras hasta la fecha ignoradas o vituperadas, venían a ser recibidas como inspiradoras y precursoras. La desnudez de McCartney casaba perfectamente con parte de los estilos que surgían a comienzos del nuevo milenio. Al tiempo, se conocían más y mejor las diversas colaboraciones de Paul en el mundo underground de los años sesenta, su implicación con la librería Indica o sus coqueteos con la música abstracta que, de manera puntual, pudo colarse en algunos de los cortes de los Beatles. La extraña mezcla de armonías, letras sin sentido y potentes riffs que recorrían los discos de los Wings, incluso su activismo vegano, todo ello parecía volver a poner a Paul en un lugar central. Y había que investigar si esto era mérito del artista o simple capricho del destino.

Así que, finalmente, Philip Norman se decidió a dar el paso y contactar con la oficina de Paul para confirmar si habría una disponibilidad para, al menos, no frenar el proyecto. Lo cierto es que el mensaje de vuelta le resultó sorprendente. Si bien Paul no estaría involucrado en el proyecto no se oponía a que el autor pudiera contactar con su entorno para poder trabajar y recabar información de primera mano. Por otro lado, el propio Paul se ofrecía a recibir consultas puntuales sobre hechos cruciales por correo electrónico y contestarlas si lo estimaba oportuno. Suficiente para un punto de partida.

Cuando en 1956 Lonnie Donegan acudió al Empire Theater de Liverpool, Paul merodeó horas antes por las puertas laterales para tratar de ver a su héroe. Junto a él, merodeaban grupos de trabajadores  que habían abandonado sus puestos en las cercanas fábricas o en el Albert Dock para rendir tributo a su admirado cantante. Allí vió cómo Lonnie garabateaba de su propio puño y letra un escrito en el que solicitaba a los patronos de los trabajadores que no tuvieran en cuenta su ausencia del trabajo. En esto Paul advirtio la magia de una estrella que se acerca a su público, lo agrada, se hace su igual, aún sabiendo que no lo es. Salvo contadas y notorias excepciones, Paul se mantuvo fiel a este ejemplo de proximidad y empatía, haciendo de su amabilidad la marca distintiva frente a la hosquedad de George, la imprevisible agresividad ácida de John o la insustancialidad de Ringo.  

 

En esto combinaba a la perfección con la tradición familiar de grandes fiestas siempre acompañadas por música en las que todos eran invitados a entrar y formar parte. Como su padre le diría, aprende a tocar un instrumento y todos te invitarán a sus fiestas (Let ´em in). El instrumento era una trompeta, que su padre le había regalado, como máximo símbolo de los combos de swing tan populares hasta la llegada del skiffle. Pero precisamente en el concierto del Donegan, Paul salió con una decisión tomada, abandonaría la trompeta y se dedicaría en cuerpo y alma a la guitarra. Ni rastro de la difundida anécdota de que Paul dejó a un lado la trompeta porque no podía tocar y cantar a la vez, o de que lo hizo por la cicatriz que la boquilla terminaría dejando en los labios de su bello rostro infantil.

 

El estallido de la fiebre del skiffle coincide con la muerte de Mary, la madre de Paull y la guitarra llegó en el momento adecuado para volcar en ella su frustración. Y en esto coincidió milagrosamente con otro joven con el que pronto le unió la pérdida de la madre y con el que compartía igualmente una pasión insuperable por el naciente rock and roll. Así, los dos jóvenes son presentados en la famosa feria de la parroquia de Woolton, una iglesia próxima a la casa de ambos, en un suburbio de Liverpool, antiguo pueblo, ya asumido por la gran capital que se extendía más allá de su centro, golpeado duramente por los bombardeos de la Luftwafe.

Y de aquí en adelante, la historia es conocida en sus líneas generales. Philip Norman tan solo puede seguir los pasos de cualquier biografía al uso del músico, si bien, su talento sabe dar color y elegir momentos precisos que ayudan a dibujar rasgos de carácter o giros en la vida del grupo y de su bajista. Poco o nada se recoge aquí que no haya sido realmente publicado de un modo u otro por anteriores biógrafos.

 

 


En lo que sí aporta una gran novedad es a la hora de dar casi el mismo protagonismo a su etapa post-beatle que a la previa. Por ello, los capítulos de mayor interés son los que abordan temas como la crisis personal y psicológica que le hundió tras la ruptura del grupo, y el modo en el que siempre encaró la superación de esas crisis, con una ética del trabajo y una pasión inagotable por la música que hoy en día le sigue manteniendo, a sus ochenta años recién estrenados, de gira por el mundo y grabando discos.

Es en esa etapa de comienzos de los setenta, cuando se le culpaba de la ruptura de los Beatles, y con la crítica volcada en despreciar su trabajo, cuando se cimenta una imagen de segundón intrascendente que solo en años más recientes se está viendo rehabilitada. Porque lo que en su momento fueron discos deplorados por la crítica, a pesar de sus ventas millonarias, hoy están siendo reconsiderados y reconocidos por su valor y creatividad. Y es su vistazo a su posterior vida artística la que aporta el verdadero interés del libro.

Norman nos explica su interés en la inversión en el mundo de la edición musical y la consiguiente jugada que le gastó su ex-amigo Michael Jackson. También ilumina la importancia de otras facetas artísticas del músico, como el dibujo, la poesía, los libros infantiles, el cine o la música clásica, dando especial presencia a momentos como el estreno del Liverpool Oratory, una pieza clásica compuesta al alimón con Carl Davis y que fue estrenada en la mismísima catedral anglicana de su ciudad natal. Curiosa venganza del tiempo puesto que Paul fue rechazado en su prueba para formar parte del coro infantil catedralicio. Por ello, tuvo que conformarse con el coro de la Iglesia St. Barnabas con el que asistía a bautizos y bodas cobrando pequeñas propinas para emplearlas en comprar comics, o discos. La iglesia, situada junto a Penny Lane, sin embargo, es uno de los pocos elementos de la glorieta que no fue evocado en la canción homónima.

Y de la música clásica y sus otros trabajos en este campo, pasamos a obras como Twin Freaks o su carrera bajo el seudónimo de Fireman con el que ha publicado tres discos junto al productor Youth que le han granjeado reconocimiento en el mundo de la música electrónica.

Y es que Paul siempre ha necesitado de una espoleta que prendiera la mecha de su creatividad. Su gran competitividad le hace tratar de superarse a sí mismo y a quien se le ponga en frente. De ahí su importante nómina de colaboradores como Michael Jackson, Eric Stewart, Stevie Wonder o Nigel Gpdrich. Pero pocos han logrado auparle más alto en esta tarea como Elvis Costello a finales de los años ochenta, con el que logró una dupla que le inspìró en los tiempos en que componía enfrente de John, sentados en casa de éste, ambas guitarras hacia la izquierda al ser Paul zurdo y pudiendo ver y aprender los acordes que tocaba el otro.

Pero Norman no escapa al único aspecto deplorable de la vida personal de Paul, como el divorcio de Heather Mills. El escándalo público, las filtraciones, las entrevistas a la modelo, poco pudo hacer más por dañar la imagen de Paul, y sin embargo, salió indemne, fortalecido a pesar del coste millonario de todo el asunto. Norman aborda la polémica con cierta frialdad y distanciamiento, con el esfuerzo por no mostrar partido, tal vez convencido de que los hechos dieron la razón al músico.

Pero otras muchas cuestiones aparecen por estas páginas. El nunca suficientemente bien valorado aporte de Linda Eastman a la hora de recuperar el ánimo de Paul en 1970 y de acompañarle en todas sus giras haciendo el papel de la esposa que no sabe tocar los teclados pero que allí está, que me critiquen si quieren. También la importancia de la vida familiar. Nos cuenta cómo en las giras americanas, se llevaba a sus hijos y  iban cambiándose de casa según los conciertos viajaban de una costa a otra. Cada noche, los McCartney tomaban un avión privado para regresar a la casa y pasar la noche y el resto del día siguiente junto a sus hijos.

También pasamos por el controvertido capítulo de la detención en Tokyo por posesión de drogas y la disolución de los Wings. Por su conversión al vegetarianismo de la mano de Linda, o de su defensa de los derechos de los animales junto a PETA.    

Norman, en su intento por rehabilitarse de su antigua pasión por Lennon, explica cómo Paul era el verdadero hijo de trabajadores, de obreros, una humilde familia, no como la de Lennon, quien vivía en una casa pudiente, atendido a cualquier hora por su tía Mimi, aunque en este esfuerzo llega a olvidar lo desgraciado de su relación con su padre, con su madre, el que la casa de Menlove Avenue tenía que ser compartida con estudiantes de la Universidad de Liverpool ya que los ingresos de la tía no alcanzaban para pagar las facturas tras la muerte del tío George.   

También se pone en valor la inversión realizada por el músico en el LIPA, la sede de su antiguo Instituto que quedó abandonada y para cuya rehabilitación aportó y recaudó fondos construyendo el actual Liverpool Institute of Performing Arts, una escuela internacional para jóvenes talentos que quieran desarrollar su futuro en el mundo de las artes escénicas y por cuya Aula Magna, Paul acostumbra a pasar para dar una clase magistral por curso.

Las más de 1.100 página de Paul McCartney: La biografía (Ed. Malpaso), con traducción de Eduardo Hojman, dan cuenta de otras muchísimas cuestiones, no todas ellas conocidas, tampoco muchas grandes novedades. Su principal mérito es ofrecer una mirada completa a la vida del bajista, dando la suficiente importancia a su etapa posterior a los Beatles, sin duda, la menos conocida y la peor interpretada. 

Estamos en el año en que Paul cumple su 80 cumpleaños y en el que ha cerrado de manera espectacular el festival de Glastonbury. También vemos cómo el músico goza de un nuevo reconocimiento incluso por su papel dentro de los Beatles (puesto en valor a los ojos de todo el mundo en la serie Get Back o en McCartney 3, 2, 1), cómo está rodeado del halago de otros grandes músicos y con nuevos discos que alcanzan en Estados Unidos o Inglaterra el número 1, convertido en el único artista que ha logrado alcanzar durante seis décadas consecutivas el histórico récord de colocar en dicho puesto al menos uno de sus trabajos.

Es difícil adivinar cuánto tiempo nos queda de su vida artística, tal vez la hayamos contemplado ya en su totalidad. Pero es también el momento adecuado para comprender la mayor moraleja de la vida de este talentoso artista. Y ésta no es otra que comprender que el trabajo incesante y la confianza en uno mismo, la búsqueda de una pequeña ayuda de la amistad y el saber mantener mínimamente los pies en la tierra, logran dar sus frutos, y que el amor que siembras es igual al amor que recibes, como nos dejó escrito en el epitafio de la última canción de los Beatles.


 

 

7 de agosto de 2022

Jinetes en la sombra (Diego A. Manrique)

 

Diego A. Manrique es una figura central dentro del periodismo musical español. Su papel va mucho más allá del de ser un mero notario de la actualidad del género, habiendo sido responsable de presentar para públicos más amplios, movimientos musicales que vivían en la oscuridad de los iniciados, de recordar figuras cruciales de la música a aquellos que viven creyendo que todo lo descubre por primera vez su generación o sirviendo de punto de referencia y conexión a quienes, en un tiempo en el que internet no cumplía esta función, podían sentirse unidos a una corriente más amplia, compartida por otros muchos.   

Sin duda, su vida profesional se acopla de manera perfecta a muchos de los movimientos musicales de los últimos cincuenta años. Desde su papel en la promoción de la denominada "movida", más apropiadamente Nueva Ola, como el periodista señala, a la irrupción de la denominada música indie o la recuperación de sonidos latinos que la modernidad había arrumbado al cajón de un pasado olvidado.  

Su presencia ha ido alternando la televisión con programas como Popgrama o Caja de ritmos, con la radio, inolvidable El Ambigú, combinándolo con la dirección adjunta de Radio 3, en un momento en que era auténtico punto de encuentro de los fanáticos musicales de muy diversas tendencias. Pero también ha tenido un papel fundamental en el periodismo escrito, en el que lleva trabajando desde 1975. Especialmente relevante es su relación con el diario El País y su suplemento semanal, así como su papel en la fundación de la revista Efe Eme. También ha visitado otros formatos, como el del blog o el podcast, siendo responsable de seriales como El mapa secreto.

En este caso, Jinetes en la tormenta (Espasa, 2014), nos ofrece una recopilación de artículos publicados previamente en prensa con algún leve retoque para la corrección de algún fallo o contextualización cuando el autor lo ha considerado necesario.

La compilación se organiza en torno a seis grandes bloques temáticos con el fin de hacer de la lectura un viaje coherente, si bien, también podemos optar por ir saltando a los artículos que más nos apetezcan en función de nuestras preferencias personales. Parte de los textos tienen origen en obituarios publicados por el autor. Éste es un género complicado y no demasiado prestigiado. En ocasiones, se cae en la tentación de pasar por alto las sombras de una carrera para derramar una lluvia de empalagosas adulteraciones y de la suspensión de todo juicio crítico. Por contra, en otros momentos, se puede caer en el vicio contrario, en dedicar párrafos enteros a la exposición pública de fracasos, escándalos, rumores infundados, y demás basura.

 

 


Ninguno de estos extremos se encuentran en los textos de Manrique, tratando de forjar un equilibrio que no oculte las miserias pero tampoco olvide los méritos. En este sentido, algunos de ellos parecen un trabajo de buena factura, hecho por un profesional con maña, pero cierta desgana ante la necesidad forzada de escribir a raíz de un hecho luctuoso. Sorprende que, conocido, el mérito de muchos trabajos del autor, estos hayan sido preteridos por otros de menor interés y enjundia. Tal vez se trate de ofrecer un fresco amplio sobre la música, pero la verdad es que poco aportan los escritos sobre Fats Domino y alguna otra luminaria que parecen salir de un refrito de la wikipedia.  

Pero el libro va tomando progresivamente mayor interés según se llega al núcleo duro, a las crónicas de entrevistas con personajes como Lou Reed, Patti Smith o Chrissie Hynde. Lo que hace especiales a estos y otros tantos textos es que el propio periodista relata su peripecia personal con el entrevistado, poniendo de manifiesto el ego desmesurado de algunas figuras, su predilección por el halago, la complicación de evitar temas espinosos y la habilidad para sortear esas censuras previas.

Este aspecto conecta parte de estos textos, aunque sea remotamente, con la escuela del nuevo periodismo americano en la que el plumilla, término muy utilizado por Manrique, aparece como un personaje más de su crónica. Porque para Manrique, la profesión no está alejada de la pasión, de la reverencia por sus ídolos, sin que ésta empañe una capacidad crítica que haga su trabajo útil para quien lo lea.   

Porque, como es de esperar, este tipo de textos evoca la música de la que se habla y empuja a cada poco a detener la lectura para escuchar un disco, una canción, revisitar estilos ya olvidados o conocer  el sonido de una banda por la que hasta la fecha no habías sentido especial predilección.   

Casi logra que grupos como U2 o Police, con los que uno no tiene especial afinidad, puedan resultar interesantes, o que se de una segunda oportunidad a discos de Yoko Ono o Coldplay. También resulta especialmente apropiado el apartado llamado Así suena Las Palmeras, en referencia a un programa del propio autor dedicado a explorar los sonidos tropicales del son cubano, el inicio de la expansión del reggae con Desmond Dekker y otras tantas figuras de ese origen.

 Y, claro está, el libro también tiene su buena dosis de mitomanía, de esos grupos o artistas que fundamentan todo lo que hoy entendemos como música popular, aunque tal vez los gustos estén girando y ya el rock haya pasado a ser música del pasado, pero aún así, podremos deleitarnos compartiendo gustos y filias con Manrique. Sus artículos sobre Elvis, los Stones, Dylan o los Beatles forman parte central de la antología aquí recogida. Y tal vez sea en estos artículos donde más se nota el talento del periodista. Estos textos que no requieren contexto, introducción previa. Y por ello es aquí donde el autor desarrolla sus propias ideas, su valoración de una música, de un estilo, de un tiempo, de manera magistral, iluminando aspectos que, tal vez, pudieran haber pasado inadvertidos pese a las muchas horas dedicadas a escuchar esta música.

No se puede lanzar mejor halago que éste para una música tan analizada, versionada y repetida, hasta casi caer en el riesgo de no poder escucharla dejando a un lado todo lo conocido, como si fuera una primera vez. Pero es precisamente la pasión que nos transmite Manriqe la que nos pone en ese humor de tomar las canciones como en una primera escucha, virgen de todas las anteriores, volviendo a disfrutar del descubrimiento, casi como una primera vez. Poco más, poco mejor se puede decir de este libro.

   

 

 

31 de julio de 2022

En casa (Bill Bryson)

 


En casa (Ed. RBA, 2018) es, hasta la fecha, el libro más popular de Bill Bryson, un escritor que ha dedicado su vida a publicar textos sobre las más diversas materias (Shakespeare, Australia, el cuerpo humano, la ciencia, historia, ....) desde un punto de vista sencillo y ameno. Sus libros no buscan recopilar conocimientos sino entretener al tiempo que pone a disposición de sus lectores una infinidad de datos y hechos salpicados de ironía y anécdotas con un estilo ágil y nada retórico.

Tal y como cuenta el autor, la génesis de este libro se encuentra en el hecho de haber escrito previamente otro texto sobre las lejanas estrellas y constelaciones y su necesidad de acercarse a algo más próximo, tanto como su propio hogar. La familia Bryson había comprado una antigua vicaría en Norfolk, un edificio falto de reparaciones pero con una larga historia de más de cien años a sus espaldas y que reflejaba gran parte de la evolución en las ideas que sobre el confort y la comodidad han ido teniendo las generaciones sucesivas. Buscando el origen de un ruido pertinaz que cree identificar como un goteo, trepa por una escalera y, justo donde cree encontrar la salida al tejado, descubre una especie de buhardilla con una ventana, oculta desde el exterior, que le hace interrogarse sobre los motivos del bondadoso vicario que ordenó su construcción.

Éste es el punto de partida de una narración que recorre de manera ordenada todas las extancias de un clásico hogar. Los capítulos desgranan la historia, curiosidades, anécdotas varias y funcionalidades de cocinas, dormitorios, desvanes, escaleras, salones, entradas, cuartos de baño, cuartos para el personal de servicio, y así sucesivamente en una trepidante excursión por la Historia, el diseño, las intimidades de nuestros antepasados y las razones de muchos objetos que aún hoy resultan una rémora del pasado con las que convivimos sin apenas hacernos preguntas.

Pero preguntarse es lo que mejor sabe hacer Bryson, porque una vez formulados los interrogantes idóneos, las respuestas van llegando casi solas, sin tregua pero de manera atinada. Y así, se pregunta sobre el modo en que nos sentamos a la mesa y por qué utilizamos los cubiertos tal y como los conocemos hoy en día. Nos habla de la multitud de cuchillos que existían en el siglo XVIII y cómo devinieron en tan solo los dos que hoy continuamos empleando, para carne y pescado. Nos cuenta cómo se iluminabann las casas, cómo se podía leer cuando los días eran tan cortos que apenas se veía el sol, o cómo se decidió abrir un gran boquete en la pared al que se llamó ventana.

Y qué decir de los perfumes que trataban de ocultar no solo la falta de higiene propia de una época sin agua corriente sino todos los olores de la casa con unos fogones siempre encendidos, con el olor del sebo de las velas o de las lámparas de aceite, con comida en las despensas que se descomponía con suma facilidad y con unas ropas que se usaban para dormir casi igual que para ir a los oficios dominicales.

Nos habla de los parques como refugios de la alta sociedad, para simular una vida campestre que creían lejana, aunque a nuestros ojos, vivían en plena naturaleza. De cómo evolucionaron en la mente de los utópicos para abrirse en forma de jardines y parques públicos a los que pudieran acudir las clases menos privilegiadas para buscar reposo y relajar sus pasiones con la contemplación de una naturaleza domeñada.

Nos habla de las ropas y las modas, los ideales de belleza y las pelucas y el modo de empolvarlas, de las chorreras y los lazos que devinieron en corbatas. Nos explica las muertes de mujeres atravesadas por las varillas de unas fajas que luchaban por asfixiarlas, pero también de su ropa interior, que terminará siendo diseñada para realzar lo que anteriormente se trataba de ocultar.

Nos cuenta también la historia de cómo la madera y el barro cocido dejaron de ser los materiales nobles de construcción, para dejar paso a la piedra y los adornos en mármol. Cómo las casas se ampliaron desde unos meros rectángulos o círculos en los que, en una única habitación, se hacía toda la vida, con un fuego perpetuo en una esquina, una tabla colgada en la pared que se empleaba para las comidas, apoyándose sobre las piernas de los comensales, antes de que nadie creyera necesarias las sillas, hasta las grandes construcciones de los famosos arquitectos neoclásicos como Nash, cuya vida nos desgrana con alborozo, que siguieron la estela de Paladio y crearon las grandes mansiones que definen la vida rural inglesa, miles de ellas, que se han ido perdiendo con el tiempo pese a los esfuerzos del National Trust por conservarlas dado su enorme coste, su falta de comodidades modernas o sus infinitas estancias, sin sentido en un mundo en el que la vida social está mudando al multiverso.

Bryson también se interroga sobre el lecho marital, ese lugar que pasa de ser única referencia de descanso y procreación, a convertirse en metáfora del sexo desenfrenado y todo tipo de pasiones. Claro que para esto deberíamos esperar siglos ya que el sexo no era lo que hoy entendemos por tal. Las relaciones podían ser tan esporádicas entre los miembros de la sociedad victoriana que, entre una y otra ocasión, podrían llegar a olvidarse del procedimiento a aplicar. El sexo dentro del matrimonio debía ser excepcional y dirigido a la procreación, no en vano, los señores tenían a su disposición al servicio doméstico para cumplir otras funciones que casi se despachaban con animalismo desinteresado. Nada más normal para un comerciante que abusar de un modo u otro de su cocinera o planchadora, sin que sintiera el menor remordimiento. Tan dura era la vida de estas pobres muchachas, que se veían expuestas a continuas vejaciones y desprecios, al odio de las señoras de la casa, que muchas terminaban quitándose la vida o renunciando a sus trabajos, lo que en muchas ocasiones venía a ser lo mismo.

 

  

 

El sexo, gozoso o marital, podía tener sus consecuencias dado el escaso conocimiento de medios alternativos para su prevención. Los abortos provocados mediante métodos abominables solían llevarse consigo también la vida de la madre. Pero la vida, cuando se abría paso, lo hacía en las mismas habitaciones en las que había sido engendrada. Los partos en hospitales no se generalizaron hasta el siglo XX.   

Esto nos abre la puerta del mundo de la salud, o más bien, la falta de ella. Los innumerables brebajes que se empleaban para purgar enfermedades, los colutorios vomitivos o las más complicadas prácticas que dieron lugar al nacimiento de la cirugía, normalmente causando más mortandad y dolor que el que se trataba de evitar, pero es el precio de la Ciencia. Los utensilios médicos se parecían más al arsenal de los carniceros que a los sofisticados instrumentos que conocemos hoy en día.  

Las salas de juegos eran otra habitación imprescindible en toda casa de buena nota, juegos para niños, muchos de ellos resistentes en nuestros días, como los callitos de madera sobre un balancín o los soldaditos, ya no de plomo, sino de plástico. Pero también tenemos habitaciones de juegos para adultos, salas con un billar o simples fumaderos donde el señor puede recibir visitas y servirles una copa, retirados en un rincón discreto en el que endiosarse y mostrar su opulencia.

Pero nada tan opulento en aquellos tiempos como el hielo. Traerlo desde remotas regiones sin que el calor lo derritiera y emplearlo para la cocina, los cócteles o el mero envanecimiento. Muchos se hicieron ricos con el comercio de este material hoy dispensado en gasolineras a bajo precio. Pero si el hielo era un lujo, más lo fue en su día el empleo de la electricidad, dejando de lado las peligrosísimas fuentes de iluminación anteriores, velas, aceites, hormillos, .... La lucha de las corrientes trajo un elemento de competencia a esta tecnología que ha sido difundida recientemente en el cine, pero de la misma resultó que cada pequeño rincón de las casas, al menos de las más acomodadas en las grandes ciudades, pudo estar finalmente bien iluminado y la vida pudo prolongarse de manera indefinida al margen de la estación del año. Las representaciones teatrales pudieron ser retrasadas al horario en el que hoy nos resultan habituales, igual que los conciertos o cualquier otra actividad que anteriormente estuviera condenada a la oscuridad o a unas horas más tempranas.

El progreso también aportó soluciones a problemas que ya habían sido abordados por civilizaciones tan antiguas como la romana. El alcantarillado público limpió las calles de mugre, deshechos, mierda en suma. Las conducciones de aguas fecales llevaron la contaminación a ríos, causaron muertes por intoxicaciones o violentas explosiones, hasta que se llegó a comprender correctamente ese extraño fenómeno de las emisiones de gases por la descomposición de materias tan fétidas. Pero se logró, y de paso, no solo sacamos porquería de nuestras casas, sino que trajimos agua a las mismas. El baño pudo lograrse meramente girando una manecilla. Las sirvientas dejaron de tener que calentar agua en grandes calderos, pasarla a baldes que debían ser subidos a pulso hasta la habitación de la señora para derramar el agua en unas enormes bañeras y repetir el proceso una decena de veces, para que alguien pudiera bañarse en un agua que realmente ya estaba casi fría cuando se había completado todo el ciclo.

En casa solo nos permite un único reproche, y es que se centra en el modo de vida anglosajón, en sus costumbres y su historia. No en vano la investigación parte de una casa vicarial en Norfolk, pero se echa en falta algo, una mirada a otro tipo de viviendas, de costumbres. Pero nada de esto resta mérito al libro que sabe dar el salto de la mera casa a todo cuanto la rodea, a realizar una auténtica narración de la evolución  de la vida privada, de aquella que no acostumbra a reflejarse en los libros de historia, más amigos de las grandes gestas. Aquí sólo encontraremos pequeñas anécdotas, breves detalles de todo cuanto hace nuestra vida más fácil, más cómoda y saludable, y esto no es poca cosa.

Porque la historia que nos cuenta Bryson está repleta de pequeñas victorias sobre la incomodidad, sobre el barbarismo, sobre la ignorancia. Victorias que no son excepcionales en sí pero que han hecho de nuestra vida una experiencia tan hedonista que ningún viajero del pasado lo creería posible, aunque a nosotros nos resulte tan natural que ya no nos cause ningún tipo de sorpresa. A paliar esta injusticia clamorosa viene En casa, para honrar a todos cuantos nos han permitido vivir hoy como lo hacemos, para sorprendernos cada vez que abrimos la puerta de nuestro hogar y sentimos esa reconfortante placidez.         




16 de julio de 2022

Nuestros antepasados (Italo Calvino)

 

 

Italo Calvino es un autor muy apreciado en España. Siruela emprendió hace muchos años el loable esfuerzo de traducir sus obras y éstas siempre han tenido un nutrido público de iniciados que se deleitan con la morosa prosa poética del escritor italiano. Sin duda, su obra más celebrada es Las ciudades invisibles, sin embargo, en esta ocasión reseñamos Nuestros antepasados.

Este título realmente responde al deseo del autor por compilar en 1960 tres obras previas en las que creyó ver cierta conexión, hasta el punto de dotarlas de una intencionalidad y sentido que, tal vez, no le fueron tan obvios en un primer momento. Sea como fuere, lo cierto es que los tres libros aquí compilados suponen los primeros éxitos literarios del escritor  y sientan unas bases sobre las que construirá el estilo que le caracteriza.

Inicialmente, el orden de estas obras dentro de Nuestros antepasados respondía a un criterio cronológico, en función del momento histórico en el que cada uno de los relatos se desarrollaba. Finalmente, en ediciones posteriores, Italo Calvino prefirió ordenarlos en el mismo orden en el que fueron escritos, por entenderlo más coherente para la construcción de esa idea de unidad que, como decía, responde más a un cierto voluntarismo más que a una auténtica coherencia temática.

Así, comenzamos por El vizconde demediado (1951), un hermoso cuento en el más amplio sentido de la palabra, que sin duda debió hacer las delicias de Ana María Matute y que nos relata la vida del vizconde de Terralba, un pequeño noble italiano que acude a batallar contra los turcos y es, literalmente, partido por la mitad por un cañonazo enemigo. Esta demediación, no solo es física sino que también afecta a la personalidad del noble que queda dramáticamente reducida a algunas de sus inclinaciones y limitaciones morales.

Pese a que la lectura obvia podría llevarnos a la idea de la doble naturaleza que habita en todos nosotros, la importancia del equilibrio, la concordia entre cuerpo y espíritu y otras tantas ideas, lo cierto es que el simbolismo del relato permite tantas lecturas como uno quiera. A ello ayudan sin duda los numerosos elementos fantasiosos, los animales míticos que lo pueblan, una cierta irrealidad que abarca el espacio físico pero también al resto de personajes más allá del propio vizconde.

Pasamos al siguiente relato, El barón rampante (1957), tal vez el más conocido de esta trilogía, en el que el hijo de una familia de la pequeña nobleza local italiana decide, fruto de una rabieta algo estúpida, subir a un árbol y basar su vida en tan arbórea circunstancia. De árbol en árbol, seto a arbusto, toda su vida, incluyendo su ejercicio como barón al fallecimiento de su padre, tiene lugar en las alturas, tal vez porque en tan alejada esfera puede elevarse por encima de miserias terrenales, escaparse a la jurisdicción de los terráqueos y posar una mirada más limpia, distante y certera en sus súbditos.

El relato se desarrolla en el periodo comprendido entre la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas, un tiempo en el que el espíritu del hombre también pretendía emanciparse de leyes morales y políticas que le eran impuestas y en las que las más célebres mentes de la época buscaban cambiar su perspectiva. Así, también el barón se dejará cautivar por ese siglo de las luces, por sus avances y tratará de traerlos a sus dominios convirtiéndose en impulsor del cambio y colaborador de las tropas napoleónicas que invaden su patria, causándole no pocas incertidumbres morales.

La esencia del relato, en opinión del propio Calvino y de los estudiosos de su obra, que ven este elemento como una constante de sus trabajos posteriores, es la autoimposición de una norma, una conducta, una regla que, por absurda que nos parezca, es asumida y llevada hasta el final, hasta sus últimas consecuencias. Pero también aquí podemos dejarnos guiar por nuestras propias intuiciones y preferencias pudiendo resultar que el relato nos es más próximo si lo entendemos como una reflexión sobre el papel de un escritor, un intelectual tal y como hoy consideramos a Italo Calvino, que debe apartarse hasta cierto punto del mundo para poder señalarnos lo que está por venir, ayudarnos a dar curso a nuestros deseos y acciones, tal y como Cosimo Piovasco ayuda a los campesinos a acabar con los incendios forestales, los saqueadores de granos o a mejorar la irrigación de sus campos.  

Pero también puede ser una reflexión sobre el desengaño de la razón, cuando el barón contempla cómo Napoleón rompe las ilusiones de libertad que, sin embargo, hace ondear en sus banderas y discursos. Ya sabemos por otros intelectuales del mismo periodo, esta vez reales como la vida misma, que la razón a veces engendra monstruos, malos sueños, por eso, no siempre es maldito quien se toma cierta distancia con el mundo que le ha tocado habitar.

 

 


 Pero llegamos al tercer y último relato, El caballero inexistente (1959), una pieza en la que un caballero, solo espíritu, cubierto por una armadura que le dota de corporeidad, se bate en las huestes de Carlomagno y vive sus aventuras como si de un mortal cuerpo se tratara. Porque el ansia de ser que empuja a Agilulfo es más fuerte que los músculos de otros paladines, y por ello, recibirá el reconocimiento del sacro emperador pero también el amor, platónico sin duda, de la bella guerrera Bradamante.

Nuevamente, las vías de reflexión que nos ofrece el texto son casi infinitas, pudiendo ir desde la importancia del ser, la fuerza de voluntad (lo que la enlaza con El barón rampante), o, por cerrar el círculo, la problemática de la demediación, el ser incompleto, sea por quedar partido en dos, sea por la disociación entre cuerpo y espíritu.

Los tres relatos van seguidos de una exposición de Italo Calvino, acertadamente ubicada tras los textos y no como prólogo, tal y como habría sido lo habitual, para evitar que el lector quede condicionado por las interpretaciones y manifestaciones del autor. Queda claro que Calvino entendía su obra como un mapa abierto a un mundo de imaginación y reflexión propio de cada lector, hecho que consigue con sobrada maestría.

Las notas de la editorial, ponen el acento en la poética del texto y en la brillante labor de su traductora, Esther Benítez, a la hora de conservar ese ritmo, la riqueza simbólica, las palabras que evocan al tiempo diferentes conceptos, los vocablos invención del autor, y otras tantas maravillas propias de un talento que pronto se decantaría por el estudio de la semiótica.

Por último, lo más importante, al margen de las interpretaciones que cada lector les quiera dar, incluso si no pretende indagar en ninguna de ellas, las tres historias se disfrutan como pequeños cuentos, completos en sí mismos, pese a la disociación de sus protagonistas. Su estilo es ágil, pleno de humor, ternura  y referencias históricas y literarias, que hacen que se lean recuperando el gusto por antiguos relatos, sencillos pero hermosos, alejados de retórica y petulancia. Nada mejor, por tanto, para conocer a este autor y adentrarse en su peculiar mundo y en su modo de entender la literatura, que no es otra cosa que el modo en que cada uno entiende la vida y la manera en la que la transitamos.