27 de marzo de 2022

Continente salvaje: Europa después de la Segunda Guerra Mundial (Keith Lowe)

 


 

Cuando José María Gironella publicó la última parte de su trilogía sobre la guerra civil española, eligió como título, Ha estallado la paz, para narrar lo acaecido tras el 1 de abril de 1939. Y este título refleja de un modo excepcional la idea de que, tras una guerra, la paz tarda en llegar, no es un estado que se alcanza de inmediato, y que este proceso no siempre es fácil de gestionar, que puede resultar tan tormentoso como el estallido de un conflicto.

Continente salvaje: Europa después de la Segunda Guerra Mundial de Keith Lowe, publicado por Galaxia Gutenberg y con traducción de Irene Cifuentes, es la terrible evidencia de este hecho. Estamos ante un libro revelador y que, de alguna manera, desafía el relato tradicional según el cuál la caída de Alemania puso fin al Mal, y que la estabilidad se instaló a ambos lados del Telón de Acero. Pero el trabajo de Lowe pone de manifiesto que, entre 1945 y 1948, los conflictos internos, las venganzas, la violación de todo tipo de derechos humanos, los abusos y las injusticias fueron casi tan habituales y frecuentes como lo fueron durante el conflicto.

Y comenzamos por lo más evidente, por los que no volvieron nunca. Tras el humo de los bombardeos y el derrumbe nazi, se pudo comenzar el recuento de cuantos perdieron su vida, tanto en los campos de batalla, como en las ciudades y pueblos; nunca antes una guerra alcanzó a la práctica totalidad del territorio en conflicto como durante la Segunda Guerra mundial. Los bombardeos de Liverpool o Dresde son la prueba de que la muerte podía estar a miles de kilómetros del frente. Y estas muertes, contadas por millones, supusieron un vacío imposible de cubrir. No solo en forma de brecha natalicia, también como pérdida de talento de todo tipo, de capacidades que eran imprescindibles para la recuperación. Zonas enteras quedaron devastadas y tardaron muchos años en volver a poblarse con normalidad. La ausencia de padres marcó la vida de sus huérfanos y viudas, como es natural, pero la ausencia tan abrumadora y extendida, generó un efecto multiplicador que acrecentó las consecuencias de su ausencia.

Y aunque esta muerte se cebó principalmente en los hombres, el número de mujeres y niños fallecidos fue igualmente terrible. La suerte de los supervivientes se complicó sobremanera. El número de viudas y huérfanos alcanza unas cifras inmanejables para unos servicios sociales que apenas eran una estructura administrativa en un papel. Los niños debieron acostumbrarse a jugar entre escombros, con habituales apariciones de restos de cuerpos humanos, cuando no, de munición y proyectiles que no habían explotado pero que lo hacían años después del fin de la guerra, recordando con nuevas muertes de inocentes, un conflicto que apenas había dejado de estar presente para todos.

Las mujeres no solo sufrieron al perder a sus maridos y deber sacar adelante a sus hijos, buscando trabajos precarios, descuidando involuntariamente el cuidado de sus pequeños, priorizando el poder llevarles algo de comer. Además, las mujeres, especialmente las que vivían en la Europa Oriental, y entre éstas, principalmente las de origen alemán, sufrieron la venganza en sus cuerpos de los ocupantes, soviéticos pero también de otras naciones. Las violaciones hasta la muerte, los golpes y amputaciones por mera venganza, el asesinato de sus hijos ante sus ojos; todo ello hizo de las mujeres las principales víctimas de este periodo de posguerra. Como el mismo autor señala, esta es una historia aún pendiente de estudiar y sacar a la luz con toda su crueldad.  

La situación tampoco era admirable en la Europa Occidental donde muchas jóvenes que por desliz, interés, miedo, cálculo o puro amor, fueron perseguidas, humilladas en público, rapadas por completo, paseadas desnudas por las plazas públicas, marcadas con enormes cicatrices con la esvástica, por el mero delito de haberse acostado o tener mínimas relaciones con los alemanes invasores.

El caso de los hijos de estas relaciones fue aún peor. Noruega es el único país que ha abierto no hace muchos años una comisión de investigación parlamentaria, a instancias de los propios afectados, para conocer la extensión del dolor ocasionado. De sus conclusiones podemos extrapolar las consecuencias a muchos otros países. Así, ahora conocemos la crueldad de la que las democracias occidentales podían hacer gala. A estos niños, hijos de alemanes, se les expulsó de Noruega cuando fue posible, incluso en contra de la voluntad de sus madres, enviándoles sin más a un país destruido. Cuando esto no era posible, se les negaba la nacionalidad noruega hasta cumplir la mayoría de edad. Se les discriminaba en el colegio, se les insultaba en las calles, se consentía todo tipo de vejaciones y, en todo momento, se les consideraba que encarnaban no solo la maldad que se suponía a sus padres, sino la vergüenza y oprobio de sus madres que, acostándose con estos soldados invasores, desmentían la heroicidad y orgullo del relato de la resistencia antinazi.

Más estridente y contradictoria aún resulta la historia de los padecimientos de los innumerables trabajadores extranjeros, verdadera mano de obra esclava, que residía en Alemania al fin de la guerra y que siguieron muriendo a miles por enfermedades, hacinamiento en campos, en ocasiones campos de exterminio reconvertidos a toda prisa para servir a estos fines, mientras se organizaba el retorno a sus países de origen. Muchos de ellos huían y cruzaban toda Alemania para regresar a sus naciones de origen. En su camino, tomaban cuanto encontraban, mataban y violaban, en el convencimiento de que el dolor que causaban no llegaba a compensar tan siquiera una mínima parte del sufrido por ellos.

Y de esos mismos campos de exterminio salían los judíos, para caer en una realidad peor que la anterior al advenimiento de los nazis. De una parte, no podían volver a sus casas, la mayoría destruidas, pero las que aún se mantenían en pie, ya habían sido ocupadas por otras personas tras la reclusión de sus propietarios en guetos. Impensable era pretender recuperar haciendas y dineros. El trato de los antiguos vecinos era cualquier cosa menos amigable. La violencia y desprecio de los soldados soviéticos tampoco era propia de unos libertadores. En suma, los judíos se encontraron con que el Holocausto no les hacía merecedores de ningún tipo de compensación, ni tan siquiera de una mínima justicia que les permitiera recuperar sus bienes, sus antiguas vidas quebradas. No es de extrañar que, en masa, especialmente los judíos orientales, huyeran hacia Palestina en un éxodo migratorio sin precedentes dando la razón a las tesis sionistas, convencidos de que ningún Estado europeo garantizaría en el futuro su seguridad.

Pero poco de esto podía importar en una Europa en la que el final de la guerra traía consigo un ajuste en todas las fronteras. Alsacia y Lorena volvían a Francia, los Sudetes y otras extensiones alemanas a Checoslovaquia. Polonia perdió sus fronteras ganadas a Rusia en los años veinte y parte de su territorio oriental. A cambio se les compensaba con territorios prusianos o austríacos. Millones de personas pasaron a vivir en un estado que no era el suyo, que les odiaba y amenazaba, que nada hacía por protegerlos frente a ataques y venganzas. Más aún, esos mismos Estados forzaban el realojo de estos ciudadanos de segunda en las tierras menos fértiles, en las peores zonas. No es de extrañar que, tal vez como se pretendía, grandes masas, se pueden contar por millones, pasaron a formar parte de lo que denominamos eufemísticamente como desplazados.   

Estas personas salieron a los caminos, a la carrera, con sus pocas pertenencias, para alcanzar las nuevas fronteras de su país. Nueva violencia contra estos desvalidos y desprotegidos ciudadanos que huían en busca de una protección. Miles de personas perdieron la vida en este éxodo y nuevos conflictos surgieron entre las etnias enfrentadas. Ucranianos contra polacos, finlandeses de Carelia, austríacos de los Cárpatos, ...., millones de personas en busca de su Estado de referencia ante la impasible mirada de las autoridades que poco o nada hacían ante las agresiones de que eran objeto.

Porque la premisa era que si Alemania no hubiera tenido la disculpa de proteger a sus minorías en otros Estados (Checoslovaquia, Austria, Polonia, ...) las probabilidades del conflicto habrían sido menores. De ahí que una Europa en la que sus Estados no tuvieran minorías raciales sería una garantía de estabilidad y paz futura. Nada importaba que esto supusiera pervertir la realidad de los lazos en esta vieja Europa, forjada por las mezclas que habían evolucionado como espacios de cooperación y convivencia. Por contra, en aquellos años parecía preferible expulsar a ciudadanos alemanes de ciudades alemanas y repoblarlas, renombrándolas con topónimos polacos sin demasiado criterio.

Pero estos cambios arbitrarios no solo afectaron a Alemania. Todavía hoy podemos sorprendernos de que Lviv, antes de ser la principal ciudad de Ucrania occidental, fuera Lemberg perteneciente al Imperio Austrohúngaro o Lwów, una importante capital de la II República Polaca para pasar, poco después, a ser la Leópolis de la URSS.

 A la vista de los conflictos que han continuado sacudiendo a esta Europa  en la que vuelven a aflorar esas minorías étnicas que reclaman independencia o protección a otro Estado, se demuestra que los tableros políticos, los mapas dibujados en servilletas y la brutalidad más abyecta, nunca sirve para borrar la mezcolanza y mixtura de una Europa que tiene en ellas su principal signo de identidad.  

 

Pero la guerra tenía muchos más flecos. ¿Qué hacer con los soldados alemanes capturados? ¿Cómo separar a los ciudadanos enrolados a su pesar de los nazis convencidos? ¿Cómo identificar y juzgar a los criminales de guerra? Estas dificultades llevaron a que en ocasiones, el proceso de liberación de estos prisioneros fuera muy lento, como en el caso de los prisioneros tomados por los norteamericanos, o muy rápido en el de los británicos. La mayor profundidad del análisis de cada expediente llevaba a alargar el tiempo del apresamiento. Esto, unido a las pésimas condiciones de vida de estos prisioneros, que en muchas ocasiones vivían en campamentos sin pabellones para refugiarse, con apenas un grifo para decenas de miles de soldados, trajo la muerte en cantidades inconcebibles a nuestros ojos, y que solo las pésimas condiciones en que se encontraba toda Europa parecerían justificarlo.   

Aún peor era la situación de los prisioneros en manos del ejército polaco. No se podía esperar demasiada piedad de sus mandos después del trato que Alemania había dispensado a este país. Las muertes por hambre y enfermedad debían ser sumadas a las provocadas por los asesinatos directos por parte de guardianes polacos coléricos, por las brutales palizas, los desmembramientos y otros tipos de torturas. Quizá una muerte menos terrible que la de los soldados que cayeron en poder de los soviéticos y que fueron deportados a Asia, en marchas interminables de las que pocos volvieron.

También podríamos creer que la vida de los prisioneros aliados en manos de los alemanes tendría mejor suerte tras la liberación. En muchos casos fue así, pero en otros tantos, especialmente, en el de los prisioneros soviéticos, no es así. Muchos de ellos tuvieron que enfrentarse a procesos militares por cobardía y alta traición, de los que resultaban condenas a muerte, a trabajos forzados, a envíos a Siberia. Una suerte no muy preferible a la de vivir en un campo de concentración nazi.

 

 

La guerra siempre aflora todas las tensiones larvadas en una sociedad y, alcanzada la paz, tardan en remitir. La violencia en un país como Francia resulta difícilmente comprensible hoy en día. La persecución a los colaboracionistas comenzó en 1944 mientras se liberaban zonas del país por parte de los ejércitos aliados, pero muy especialmente, en aquellas zonas donde fue la Resistencia la que logró expulsar a los alemanes ya en retirada. La brutalidad ejercida y el desprecio por recurrir a la Justicia ordinaria, es un baldón en la historia francesa. Paradójicamente, el freno a esta violencia vino no tanto por el restablecimiento del orden y el convencimiento de que la Justicia podía hacer honor a su nombre, sino porque la denuncia y existencia de tantos colaboracionistas, traidores a la Patria, ponía en entredicho el relato oficial de una Francia indómita que había opuesto una feroz resistencia a los alemanes y que, casi, había logrado ganar la guerra con el apoyo de ingleses y americanos. En este relato no cabían los miles de ciudadanos que colaboraron de buen gusto con los alemanes, los que contribuyeron a la deportación de judíos, los que denunciaban a antiguos militantes de partidos de izquierdas o sindicalistas.

Lowe establece una correlación entre la violencia de estos movimientos internos de venganza y el nivel de confianza en que las instituciones harían justicia. En países como Bélgica, los episodios de venganza pronto amainaron. En Italia, donde el armisticio de 1943 supuso una inmensa zona gris donde un juez fascista podía mantener su cargo y legitimidad y, por tanto, sembrar dudas sobre su imparcialidad, los actos de venganza se prolongaron en el tiempo y resultaron más brutales que en ninguna otra parte de Europa Occidental.

Sin embargo, según viajamos hacia el Este, más venganza incontrolada encontramos. Yugoslavia es un caso paradigmático. La victoria partisana hizo que las acciones de venganza entremezcladas con antiguos odios sembraran sus tierras de sangre en una orgía totalmente equiparable a la persecución nazi. No solo el movimiento partisano logró por sí mismo la derrota de los alemanes en su territorio, sino que el peso del partido comunista en esta lucha condicionó el futuro del país. El ideal internacionalista de Tito no podía verse empañado por el peso de la diversidad lingüística, cultural y religiosa del nuevo Estado. Por eso, Yugoslavia no sufrió la reacomodación de fronteras para dar cabida a cada minoría. Por eso continuó siendo el principal referente multicultural de Europa. Tal vez, también por eso, terminó saltando por los aires a finales de los años ochenta, reviviendo una violencia que parecía haber quedado encapsulada cuarenta años atrás.

También en el Este se daba un nuevo elemento que trajo más violencia: la necesidad de la URSS de imponer el socialismo a todos los países de su zona de influencia. En países como Rumanía o Grecia (que en principio debía quedar fuera del área de influencia soviética) se originaron auténticos conflictos civiles. En países absorbidos por la URSS como los bálticos, los movimientos guerrilleros jugaron un importante papel desestabilizador hasta entrados los años cincuenta y volvieron a formar parte del imaginario colectivo con motivo de su independencia tras la caída de la Unión Soviética.

Esta lucha ideológica también supuso tensión en Occidente, aunque la Guerra Fría dejó en segundo término a los partidos comunistas, sin apenas posibilidades reales de tomar el poder y habiendo renunciado a la vía revolucionaria para alcanzarlo.

Por último, no se puede dejar de lado la inmensa destrucción física del paisaje europeo. Gran parte de las ciudades desde Alemania a la Unión Soviética habían sido destruidas total o parcialmente. Las vías de comunicación, puentes, sistemas de alumbrado, telegrafía, gas, residuos, aeropuertos, puertos, granjas, escuelas, bibliotecas, universidades, grandes fábricas, todo había desaparecido. Los aliados se las vieron y desearon para poder alimentar no solo a los millones de prisioneros que custodiaban, sino también a toda la población civil que podía llegar a pensar que, incluso bajo el yugo de Hitler, nunca faltó algo de comida.

El esfuerzo titánico de reconstrucción se plasmó en el Plan Marshall que buscaba no solo la recuperación económica, sino el traer estabilidad a través del progreso material y social a una tierra que llevaba demasiados años sin conocerla. La reconstrucción en el lado oriental fue más dura, más larga. También allí la destrucción había sido mayor. Pero no olvidemos que todavía en los años cincuenta, naciones victoriosas como Gran Bretaña seguían sometidas a racionamiento y que muchos edificios de Londres o Canterbury no se reconstruyeron, o sus solares limpiados, hasta entrados los años sesenta.

 

El estilo de Lowe ofrece un catálogo lacónico e imperturbable de desgracias, casi al modo de un forense. Con precisión estadística elabora un catálogo de horrores que siempre se ve superado por el capítulo siguiente hasta hacer casi intolerable la lectura continuada y sin pausa del libro. Pero, como todas las buenas obras, también nos ata a una historia real, a una que no nos es tan conocida como la del relato de los grandes héroes de la guerra, de esas gestas que sirvieron para tapar las miserias que aquí salen a la luz con toda su crudeza.

Pero Lowe no cae en el error de equiparar la violencia de estos años a la acaecida durante la guerra. Prisioneros alemanes pudieron morir en condiciones lamentables, pudo haber actos de venganza y odio en gran número, guardianes pudieron asesinar por placer a muchos de aquellos a quienes debían vigilar y proteger. Se pudo perseguir nuevamente a judíos y a los alemanes desplazados. Pero, en ningún caso, se puede hablar de la existencia de un plan preconcebido e ideado con el fin de exterminar a una raza o a un pueblo enemigo. El horror no llego a formar parte de la esencia y justificación del propio Estado, como sí ocurrió en la Alemania del Reich. Por eso Lowe insiste en que esta historia, debiendo ser conocida, no puede emplearse por los revisionistas como la muestra de que Alemania fue tratada tan mal por los vencedores como ella les trató cuando ganaba la guerra. La violencia siempre es detestable, pero la organizada desde el propio Estado resulta la peor de todas ellas, el nivel más perverso que en pocas ocasiones se ha alcanzado. Tanto horror, tan planificado y premeditado, resulta aún hoy intolerable desde cualquier punto de vista que no admite comparaciones.

 

La lectura no solo es pertinente por lo que tiene de completar la visión de un periodo no demasiado conocido de nuestro tiempo reciente, de nuestra historia más cercana, sino porque recoge muchas de las pulsiones que hoy en día afloran con testarudez y nos habla mejor de quiénes somos que otras muchas obras plagadas de optimismo etnocentrista. Leerla es un duro trago, no hacerlo es un ejercicio de estupidez y ceguera.

 

 

 

 

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