5 de febrero de 2012

Aprenda optimismo (Martin Seligman)



Martin Seligman es una referencia frecuente en libros de Punset o José Antonio Marina. Eminente psicólogo, ha centrado su carrera no en el estudio de aquellas enfermedades o patologías que destrozan la mente de tantos individuos, sino en el estudio de la mente de quienes, pese a tener un estado mental saludable, pueden mejorar sus vidas, aspirar a una mayor felicidad, mejor comprensión de sí mismas o a sentirse plenamente realizadas.

Todo empezó cuando tras concluir sus estudios, inició sus primeros experimentos en el laboratorio de la Universidad de Pensilvania, junto a Richard L. Solomon, un reputado teórico del aprendizaje que sostenía que cualquier comportamiento podía explicarse en clave de recompensa o castigo. El trabajo fundamental en el laboratorio se centraba en condicionar la conducta de perros mediante pequeñas descargas eléctricas precedidas por un sonido agudo. Posteriormente, se introducía a los perros dentro de unos cajones, una de cuyas paredes podía ser fácilmente saltada por el animal. Lo sorprendente, y lo que Solomon no alcanzaba a explicarse, era el motivo por el que alguno de los perros, cuando escuchaba el sonido de la bocina, en lugar de saltar y escapar de la descarga (dinámica castigo-premio) se tumbaba en el cajón gimiendo y lamentándose a la espera de la que consideraba inevitable descarga eléctrica.

Maetin Seligman
Seligman discurrió sobre este asunto y formuló una posible explicación: Algunos perros habían llegado a la comprensión de que, hicieran lo que hicieran, carecían de control sobre la descarga, por lo que se rendían. Habían desarrollado una pauta de impotencia aprendida que les impedía escapar cuando se daba la oportunidad aunque ésta fuera tan evidente como dar un pequeño salto.

Para demostrar su teoría preparó un experimento en el que un grupo de perros tras el sonido de advertencia recibía una descarga eléctrica que, sin embargo, podían evitar si apretaban una de las paredes con el hocico. El segundo grupo de perros, recibía descargas tras el sonido sin que pudieran hacer nada para evitar la descarga. El último grupo oiría el sonido pero no recibiría la descarga.

Cuando los perros pasaron al cajón con la pared baja, los resultados fueron dispares. Los del primer grupo, aquellos que habían aprendido que en sus manos estaba el poder controlar las descargas, saltaron de inmediato escapando al dolor. Igual hicieron los perros del tercer grupo cuando comenzaron a recibir las primeras descargas. Sin embargo, los del segundo grupo, los perros que habían aprendido que nada podían hacer para evitar el dolor de las descargas, se tumbaron en el cajón asumiendo como inevitable un destino que no lo era. Seligman había demostrado que el sentimiento de impotencia podía ser aprendido.

A este experimento siguieron otros tantos que apuntalaron la teoría de Seligman hasta el punto de dar el salto y realizar pruebas similares (menos crueles, todo hay que decirlo) con personas. El resultado fue idéntico y permitió definir correctamente la teoría de la impotencia aprendida. La conclusión a la que llegó Seligman fue que el modo en que interpretamos (y en el que nos explicamos) lo que nos sucede, determina cómo nos enfrentamos a tales acontecimientos. Tres son los aspectos que definen estas pautas aprendidas: la generalidad, la personalización y el alcance.


Cuando uno recibe la notificación de un despido puede pensar: “Nunca he tenido suerte, no valgo para la vida laboral y no encontraré fácilmente otro empleo”. Es decir, su pensamiento es permanente (no encontrará otro trabajo), universal (no vale para el trabajo en general) y personalizado (se culpa a sí mismo de lo sucedido). Otro, sin embargo, puede pensar: “No necesitaban a un profesional como yo en este momento” lo que implica un pensamiento circunstancial, específico y externo.

Resumiendo. Quienes tienden a creer que un acontecimiento negativo puede explicarse por causas ajenas a uno mismo y generales tendrá más capacidad para sobreponerse y encarar el desafío mejor que aquel que ofrezca una explicación en la que se atribuye a sí mismo la responsabilidad de lo ocurrido y lo considera como algo permanente, contra lo que no se puede luchar.

Esta intuición puede parecer natural y lógica en nuestros días, pero en los años sesenta resultaba novedosa. En aquel momento, las investigaciones iban dirigidas a determinar los condicionantes del comportamiento en causas ajenas al individuo, más específicamente, en el medio. Ya se sabe, la sociedad era la explicación de cualquier desviación. El crimen, la violencia, el declive de la solidaridad, todo era reflejo del ambiente social y nada era, por tanto, responsabilidad del individuo. En este contexto, la teoría de Seligman, defensora de la capacidad del individuo para superar los obstáculos y tomar las riendas en muchos aspectos de la vida, resultaba fuera de lugar.

Obtenida la prueba científica, Seligman se centró en estudiar el reverso de la impotencia aprendida, la pauta explicativa optimista y se lanzó a contrastar su teoría con la realidad en diversos campos. Comenzó a requerimiento de Metropolitan Life, una compañía de seguros que invertía grandes sumas de dinero en los procesos de selección de su personal comercial pero que veía cómo una gran parte de ellos no concluía su primer año en la empresa debido al fuerte desgaste que supone la venta de seguros. Seligman propuso sustituir los test de selección habituales por otros en los que se detectara a los candidatos más optimistas, aquellos a los que las negativas continuas, las malas contestaciones y los días sin lograr una sola venta, no lograran desanimarles hasta el extremo de hacerles creer que no valían para ese trabajo. Los resultados reforzaron la teoría de la pauta explicativa. Los vendedores así seleccionados tuvieron un menor índice de abandono y mayores ventas que los seleccionados por los procedimientos habituales.

Seligman colaboró con instituciones tan diversas como la academia militar de West Point o el departamento de admisiones de la Universidad de Pensilvania en cuyos procesos de selección pasaron a integrarse los test de optimismo diseñados para detectar a quienes mejor se reharían tras las adversidades que ambientes tan exigentes provocarían en los jóvenes seleccionados.



Pero no todo es rigor académico o ventas de seguros. Mucho más amena (pero igual de rigurosa y de rica en resultados) fue su investigación sobre la influencia del optimismo en los deportes de alta competición. Durante dos temporadas, su equipo se dedicó a recopilar y evaluar, según su teoría, todas las declaraciones de los jugadores y cuerpo técnico de los equipos de la liga de béisbol y baloncesto publicadas en los periódicos deportivos. De este modo, concluyeron que aquellos equipos cuyos jugadores achacaban sus derrotas a circunstancias concretas y ajenas (“esta noche el césped era demasiado rápido”) concluían la temporada por encima de aquellos otros equipos que interpretaban la derrota como algo personal y general (“últimamente jugamos fatal”).

Claro que podríamos pensar que aquellos que ganan más partidos tienen razones para ser más optimistas que aquellos equipos que acostumbran a perder sus encuentros. Es decir, que el optimismo no explica los buenos resultados sino que los buenos resultados podrían explicar el optimismo.

Puede ser, pero Seligman dio una nueva vuelta de tuerca a su teoría para demostrar que no sólo servía para explicar el pasado sino para adentrarse en el futuro. Veamos. Aplicando su técnica a los discursos de aceptación de la candidatura en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos, su equipo fue capaz de certar en la mayoría de los casos qué candidato ganaría finalmente las elecciones. Pero, dado que eso tiene escaso mérito, se aplicaron a la tarea de vaticinar, tanto para el Partido Republicano como para el Demócrata, qué candidato obtendría la victoria en las primarias de 1988 tomando como referencia las declaraciones de cada aspirante. El acierto fue total y los dos candidatos ganadores (Dukakis y Bush) fueron los más optimistas según la escala aplicada por Seligman.

Dado que los resultados de este trabajo fueron publicados, los líderes de campaña de los partidos, decidieron “jugar” con la teoría y, trataron de forzar el discurso de aceptación de la candidatura, en particular el discurso de Dukakis, que arrojó una puntuación en la escala de Seligman desproporcionadamente alta en relación a su tónica habitual. Dado que el pronóstico del vencedor se basaba exclusivamente en este discurso, la derrota de Dukakis y el “error” de la teoría puede ser justificado fácilmente. La lección es que el optimismo no puede simularse si no responde a una verdadera pauta explicativa interna.


El libro ofrece muchos más ejemplos de esta teoría, así como abundantes reflexiones sobre el modo en el que los padres (especialmente las madres) transmiten a sus hijos su propia pauta explicativa, cómo el optimismo condiciona la salud de las personas o el modo en que se enfrentan a la enfermedad, si hay religiones más optimistas y con mejor pauta explicativa que otras o si hay sociedades más pesimistas y con peor aptitud para afrontar como colectivo los reveses de la historia.

También se plantea el tema de si es deseable un optimismo ilimitado, un pensamiento en el que todo lo que nos sucede pueda encontrar explicación en causas ajenas a uno mismo y, por tanto, fomentar el hedonismo y la pérdida de un mínimo sentimiento de responsabilidad. Seligman (que no es un optimista desbordado) defiende un equilibrio comedido que dosifique optimismo con pesimismo realista.

Pero la pregunta que surge de forma espontánea tras leer estos capítulos es la de si es posible modificar la pauta explicativa y salir de esa rueda que amenaza con aplastar a los pesimistas. La respuesta es que sí. De hecho, la promesa se plasma desde el propio título de libro: Aprenda optimismo. ¿Estamos, por tanto, ante un libro más de autoayuda que pretende ofrecernos una guía para resolver todos nuestros pesares?

No, aunque su título pudiera hacer pensar en ello, la verdad es que el libro permite conocer mejor la teoría de Seligman (la teoría de otros muchos psicólogos y pedagogos que han hecho un viaje similar en estos años) y en ello radica su interés. Es cierto que se ofrecen cuatro capítulos finales en los que se pone en práctica la teoría desarrollada previamente por el autor tomando como ejemplo casos reales. Pero no nos engañemos. El propio autor reconoce que son precisamente estos capítulos, llenos de ejemplos “reales” -fruto de aglutinar detalles de multitud de casos diferentes-, los que más le cuesta escribir, los que le empujan lejos de la mesa de trabajo.

En ellos se explica cómo rebatir los pensamientos negativos y cambiar los pensamientos personalistas y universales por otros más circunstanciales, cómo enfrentarnos a nuestro modo de pensar para crear una pauta explicativa más saludable. Tal vez para muchos resulte la parte más instructiva y, sobre todo, útil del libro, el motivo real de su lectura. No puedo juzgar su utilidad, pero si dar fe de que he aprendido con este libro bastante sobre el modo en que pensamos (en que pienso) y, sobre todo, en el modo en que deseo que piensen mis hijos. Y con eso me doy por satisfecho.

15 de enero de 2012

Emaús (Alessandro Baricco)


Emaús es una pequeña aldea de Palestina a la que se dirigen unos peregrinos, de vuelta a su hogar, tras pasar la Pascua en Jerusalén. En el camino comentan las últimas noticias y rumores sobre la resurrección de Jesús. En su andar se cruzan con otro caminante al que se unen y al que dan cuenta de estas nuevas que el desconocido parece ignorar. Llegados a Emaús, invitan al forastero a su casa a cenar y, en ese momento, en el simple acto de partir el pan, descubren que su invitado es el mismo Jesucristo resucitado, que se desvanece ante sus ojos. La estupefacción les lleva a preguntarse con asombro "le tuvimos entre nosotros, ¿cómo no le supimos reconocer?"

El mismo estupor parece sorprender a los protagonistas de la última novela de Alessandro Baricco. Cuatro adolescentes (uno de ellos actuando como narrador) se adentran en la vida desde sus confortables y anodinas existencias propias de una clase media que ha perdido la fe en los ideales que propugna pero que insiste en transmitir a sus hijos.

Estos amigos viven en una pequeña ciudad de provincias, en el seno de familias convencionales con todo lo que ello supone en la Italia de la época: fuertes sentimientos religiosos, una ética del esfuerzo y del sentido de la vida, de lo que es decente y de lo que no lo es. Baricco hace una perfecta descripción del ambiente asfixiante de estos cuatro amigos, arropados por unas ideas muy claras sobre las conveniencias y lo adecuado, la necesidad de reprimir los anhelos propios, la supeditación de goces estéticos o físicos a fines más elevados. En definitiva, hace un espléndido retrato de estas pequeñas vidas, pequeñas no por tratarse de jóvenes, sino pequeñas por su horizonte.

Pero lo que parece evidente para el lector no lo es para los protagonistas que atisban una forma de heroísmo en su particular discurrir por la vida. Alejar cualquier pretensión de orgullo, acercarse a las miserias de los hombres (acuden como voluntarios a un hospital de enfermos terminales) o procurar, con una inocencia rayana en la ignorancia, que otros adopten su credo y visión.


Sin embargo, hay un mundo más allá de sus expectativas y de sus miras, un mundo que atisban lejanamente y que se materializa en la figura de Andre, una joven de clase alta cuyas costumbres, desinhibición y descaro desprecian. Su familia nos es como las suyas, sus nombres no son como los de ellos, sus creencias (si es que las tienen) les son ajenas ya que estos adinerados de toda la vida parecen tener sus propias normas de conducta, inmorales e incluso ofensivas.

Y aunque entre ellos mantienen la ficción de que la joven no les interesa, poco a poco, Andre comienza a convertirse en una figura relevante en sus vidas. Los protagonistas se aproximarán a ella de un modo diferente, cada uno en función de sus propias inclinaciones y personalidad (hasta ese momento oculta bajo un manto de uniformidad).

Y Andre les toca a todos, como un veneno, a cada cual con peor fortuna. Nada les había preparado en la vida para lo que se les muestra a través de la ventana abierta que representa la joven. Sus firmes creencias son puestas en cuestión coincidiendo con el gran ecuador de la adolescencia y ninguno parece quedar inmune. Pese a que se resisten, sus formas de rebelarse denotan que algo se ha roto. Los esfuerzos por recuperar la vida en el punto en que pareció torcerse, por acogerse a los ritos y ritmos cotidianos, lo que antaño parecía tener sentido, resultan deslucidos y entreverados con sentimientos de culpa y pecado. Atrapados entre su educación y el deseo de ruptura, terminarán por quebrarse ellos mismos.

Podría pensarse que estamos ante una novela de iniciación, del paso de la inocencia a la madurez o incluso una novela sobre la culpa o el pecado pero a mi juicio estamos realmente ante una novela de revelación. Entiendo por tal aquella que reflexiona sobre unas vivencias que apenas pueden ser interpretadas por sus protagonistas y que el autor ofrece a sus lectores para que estos puedan responder a la pregunta desesperada que planea sobre el texto, ¿cómo no lo supimos reconocer? El siguiente paso es preguntarse si el autor logra su objetivo, si consigue revelarnos (a nosotros, pero también a sí mismo) aquella verdad que se escapa a los protagonistas del relato. La respuesta es indudable, Baricco hace un impecable (e implacable) análisis de la realidad desmenuzando los sentimientos que se van apoderando de los jóvenes hasta sacudir por completo sus creencias y convicciones.


¿Qué vida era preferible? ¿La anterior a Andre, previsiblemente tranquilizadora y confortable? ¿La nueva vida en la que son dueños de su recién conquistada autonomía? El autor no se pronuncia, los protagonistas tampoco ya que nadie puede volver atrás en el tiempo y fingir que nada ha ocurrido. Para los lectores tampoco será tarea fácil responder, pero Baricco nos empuja a alcanzar nuestra propia “revelación”.

El gran logro de Baricco reside en su capacidad para encontrar el lirismo y la melancolía, los colores y las melodías en este ambiente opresivo, asfixiante. Más aún puesto que Emaús es una novela dura en la que no se ahorran detalles escabrosos, escenas de sexo o sórdidas; pero no por ello Baricco deja de lado su peculiar estilo narrativo. Al contrario, su estilo, aplicado a este argumento, resalta los aspectos más ásperos del texto. Pocos autores lograrían combinar la dureza del contenido, el juicio preciso, con la belleza (la misma que los protagonistas declinarían) que preside cada página. Por idénticos motivos es necesario alabar la labor de la traducción de Xavier González Rodríguez que ha sabido mantener ese lirismo y delicadeza en la edición en español.


Para Baricco este texto ha debido ser un duro ejercicio personal ya que, inevitablemente, se puede creer que encierra muchos elementos autobiográficos. Quizá no tanto en la trama como en los ambientes, en la descripción de los hogares sofocantes que tuvo que vivir en su infancia y juventud en Turín.

Lo cierto es que, como los peregrinos de Emaús, recorremos un mundo que apenas comprendemos (aunque finjamos hacerlo) y sólo acontecimientos excepcionales nos despiertan y sacuden. Para algunos es la pérdida de un familiar (o la venida al mundo de un recién nacido), es el deterioro de la salud, es cualquier acontecimiento que nos hace exclamar tópicamente, "ahora valoro las cosas que realmente importan". Esa reflexión es el signo claro de que también nosotros podemos preguntarnos ¿por qué no supimos verlo? Luego no nos quejemos de que nuestros anhelos se desvanezcan demasiado pronto. 


27 de diciembre de 2011

Vida e insólitas aventuras del soldado Iván Chonkin (Vladímir Voinóvich)


Un soldado del Ejército Rojo es destinado a la custodia y vigilancia de un aeroplano accidentado que ha debido tomar tierra en la huerta de una isba de un miserable y remoto koljós. Este soldado se llama Iván Chonkin y es notablemente estúpido, razón que explica el motivo por el que ha resultado elegido de entre todos sus compañeros para ser despachado a tan ingrato destino.

Los días pasan y su regimiento parece haber olvidado al desdichado centinela que, sin relevo ni avituallamiento, deberá apañárselas para sobrevivir y poder llevar a término su misión. Y Chonkin parece no manejarse tan mal dadas las circunstancias, mejor aún, se adapta a las mil maravillas ya que termina por instalarse en la isba en cuyo huerto se encuentra el avión para guarecerse de las inclemencias del tiempo, comer a cuerpo de rey y, principalmente, tomar como compañera a Niura, una atractiva joven que vive sola -junto a un jabalí y una vaca- y a la que Chonkin le parece un regalo caído del cielo.

La llegada de Chonkin no altera sustancialmente la vida del koljós. Los hombres se dedican a labrar la tierra, las mujeres a cocinar sus patatas y los responsables políticos a tratar de falsear los datos de producción de grano para no caer en desgracia con los jefes de la comarca.

Pero pronto las pacíficas vidas de los campesinos y la del propio Chonkin cambiarán radicalmente. La URSS ha sido invadida por los alemanes y todos deben prepararse para la defensa de la Patria. La unidad de Iván Chonkin le olvida definitivamente en su afán por prepararse para partir al lejano frente pero el peligro también se encuentra en el interior. Y así, veremos cómo Chonkin debe afrontar con valor los riesgos a que su puesto expone, logrando algunos éxitos notables.

Ésta es, en definitiva, la peculiar trama de Vida e insólitas aventuras del soldado Iván Chonkin, una novela en la que las situaciones más disparatadas se suceden hasta alcanzar un final apoteósico en el que nada parece ser lo que es y en el que pocos quedan bien parados. Ni los patriotas soviéticos, ni su régimen, ni el Ejército Rojo, ni los funcionarios del koljós, ni tan siquiera los miserables campesinos que en su pobreza y desesperación recelan de toda ideología y poder (fueron explotados por todos los previos, así harán los próximos), parecen capaces de actuar con sentido común, con decencia. Tan solo Chonkin y su compañera, se yerguen con coherencia, alejados de cualquier doblez que les acerque al sistema o les aleje de él según las conveniencias.

No resulta sorprendente que, en un mundo dominado por la burocratización más irracional y estúpida, sea un idiota quien mejor conserve el juicio y sea capaz de atinar en el diagnóstico de lo que le rodea. Más allá, sólo la locura. Informes de cosechas que nada tienen que ver con la realidad, licores fabricados a base de excrementos, aficionados a la botánica empeñados en crear nuevos cultivos, agentes de los servicios de seguridad que se convierten en nazis furibundos a las primeras de cambio, y miedo, mucho miedo. Miedo a que nos oigan hablar de Stalin y puedan interpretar que le faltamos al respeto, o miedo porque no hablar del jefe supremo puede ser considerado prueba de traición. Miedo a la encarcelación por motivos políticos (o por la mera denuncia de vecinos envidiosos) o miedo a ser reclutado por la fuerza.


Y es que el miedo es precisamente el gran protagonista de esta novela, un miedo ajeno que nos hace reír porque vemos las absurdas situaciones a que lleva, lo poco que representamos para un régimen brutal. Pero a veces reímos con la boca pequeña porque todos buscamos nuestros apaños y acomodos y, por tanto, todos somos susceptibles de hacer un ridículo patético similar al que asistimos en esta novela.

Miedo  es también lo que debió sentir el autor de esta novela, Vladímir Voinóvich, cuando en 1969 concluyó el manuscrito de esta novela (aunque su publicación en la URSS debió esperar a los tiempos algo más benignos de la perestroika). Como podemos imaginar, el disfraz de la ironía no logró hacer pasar desapercibida la novela a los ojos de los censores soviéticos. Su autor ya contaba en su haber varios roces con los jerarcas por lo que no se lo pusieron fácil. Pero afortunadamente, en lugar de terminar en la helada Siberia, fue expulsado de su país y pudo seguir escribiendo y describiendo la paranoia en la que vivían sus compatriotas.

Vladímir Voinóvich

Ya hemos hablado muchas veces antes (El maestro y Margarita o Las aventiras del valeroso soldado Schwejk) de cómo el poder prefiere ser criticado pero temido, a ser objeto de mofa y burla puesto que nada erosiona más al poderoso que la irrespetuosidad de sus sometidos. El poder se impone mediante el miedo y lo cómico, la sátira, hace saltar por los aires ese temor, humaniza y acerca a partes iguales.
Esta novela sigue por tanto esa senda para lanzar un ataque feroz al sistema soviético y, para ello, emplea otra táctica muy frecuente en la tradición literaria, la del protagonista algo tonto o loco, pero que por eso mismo, conserva la lucidez suficiente para ver lo que no es evidente para el resto. Sólo los niños (y los borrachos) dicen la verdad, sólo Chonkin lleva a sus últimas consecuencias el cumplimiento de su deber, por absurdas que sean sus órdenes, logrando evidenciar la irracionalidad esquizofrénica que le rodea.

El gran mérito literario de Vladímir Voinóvich es mantener el ritmo narrativo y llevar al lector hasta el punto en el que éste deja de leer una novela realista para adentrarse en una novela rocambolesca -casi surrealista- donde la realidad, la vida bajo el régimen soviético, termina por parecer la más absurda de las ficciones.

Quien hasta aquí haya leído, no se sorprenderá de que nuevamente Libros del Asteroide sea la editorial que nos ha traído esta novela, en traducción de Antonio Samons García y con un prólogo de Horacio Vázquez-Rial que pone en contexto la obra dentro de la novelística soviética. 
Y llegados a este punto, ¿por qué deberíamos leer Vida e insólitas aventuras del soldado Iván Chonkin? Disfrutar de una buena y entretenida lectura no es el menor de los motivos, para muchos será suficiente y quedarán saciados. Pero no olvidemos lo que esta novela nos enseña. Todo poder absoluto y omnímodo, termina por ahogar a todos por igual, asfixia tanto a los oponentes como a quienes le apoyan (no podemos olvidar las terribles purgas de Stalin) y Voinóvich nos lo muestra cuando precisamente es fusilado el jefe de la policía secreta por traición después de un interrogatorio digno de una película de los hermanos Marx.

Pero no olvidemos que lo que nos hace reír hizo morir a muchos, que lo mismo que pasó en la URSS sigue pasando en otros lugares también en nuestros días y que, por narrarlo, otros tantos ponen en peligro sus vidas. En ocasiones, la realidad supera a la ficción y a nadie sorprenderá que, como ocurre en esta novela, hasta los mismísimos caballos quieran afiliarse al Partido.

9 de diciembre de 2011

Cuando Kafka vino hacia mí... (Hans-Gerd Koch)




"Como autor, Kafka fue sumamente apreciado por todo aquel que tenga criterio. Como persona, fue querido por todo aquel que lo conoció. Con toda la crítica y la envidia que reinan en el mundo de la literatura, él fue respetado. Con todo el odio que reina entre los hombres, a él no le rozó."

Necrológica de Felix Weltsch, amigo de Kafka.
Para conocer de primera mano la vida de Franz Kafka se recurre, inevitablemente, a dos fuentes: él mismo y su amigo Max Brod.

La credibilidad de las opiniones de Kafka sobre sí mismo es escasa. Pocos autores se habrán aplicado con mayor esmero a la autobservación para encontrar motivos de rechazo, vergüenza y desdén como lo hizo Kafka. Pocas apreciaciones positivas pueden encontrarse en sus diarios o correspondencia. Todo lo contrario: a las mujeres trataba de convencerlas de que serían infelices a su lado, a sus editores de que nada traería mayor oprobio a su empresa que la publicación de sus miserables textos, a sus amigos de que poco o nada podría aportarles más allá del agradecimiento por la paciencia a la hora de soportar su presencia.


Max Brod
Pero si acudimos a Max Brod caemos en el extremo contrario. Un Kafka santificado, poco terrenal, que encuentra en la enfermedad su particular martirio y en la búsqueda de Dios su camino de liberación. Por si fuera poco, algunas de sus afirmaciones parecen más dirigidas a justificar la interpretación que el propio Brod propone de las obras de Kafka, que a ofrecer luz sobre el personaje real.

Por eso es tan importante tener acceso a una visión alternativa, la de aquellas personas que trataron a Kafka, que se relacionaron con él en los más diversos ambientes (académico, laboral, familiar, … ) y que, de un modo u otro, dejaron testimonio escrito de tal relación. Así es el material aquí seleccionado y publicado por Hans-Gerd Koch que nos presenta la editorial Acantilado bajo el sugerente título Cuando Kafka vino hacia mí….

Testimonios de hombres y mujeres de la más variada ideología y clase social, de diversa religión y nacionalidad sirven para componer un cuadro que nos aproxima a esa imagen requerida del Kafka real. Muchos de estos retratos provienen de vecinos, compañeros de instituto o empleadas de servicio, es decir, de personas ajenas al mundo literario y que, en la mayoría de las ocasiones, desconocían su labor literaria cuando le conocieron.

Hugo Bergmann

La veracidad se impone a través de este retrato colectivo a pesar de (o gracias a) las innumerables inexactitudes que pueblan estos breves textos e incluso de las imágenes contradictorias que se nos ofrecen. Inexactitudes que en la mayor parte de las ocasiones se refieren a fechas, parentescos o detalles en los que la memoria no siempre resulta fiable; contradicciones en la medida en que hay relatos que lo tildan de extrovertido y alegre frente a otros que lo muestran como reservado y observador.
"En mi recuerdo, él fue mi primer amor."

Recuerdos de Selma Robitschek, conoció a Kafka en unas vacaciones de verano al norte de Praga.


Pero todo ello no hace sino enriquecer el conjunto. Nada hay más traicionero que la memoria y ésta se empeña en hacernos pasar por ciertos, hechos que no lo son (pero que indudablemente tienen un trasfondo veraz en cuanto a que responden a nuestras impresiones sobre las personas). Por otro lado, no somos monolitos inmunes a las circunstancias de tiempo, lugar o compañía, de ahí que podamos parecer fríos y distantes o apasionados y familiares, en función de las circunstancias en que nos hayamos conocido.

Tampoco debemos pasar por alto que la mayoría de estos esbozos fueron escritos cuando la figura de Kafka era ya reconocida mundialmente y su personalidad formaba parte del imaginario colectivo. Por ello, no es descabellado creer (al contrario, sería muy humano) que quienes fueron requeridos para dejar constancia de sus recuerdos sobre Kafka lo hicieran bajo el influjo de esa imagen pública, reorientando inadvertidamente sus recuerdos o escogiendo aquellos que mejor respondían a dicha expectativa. Tampoco falta quien se atribuye un trato casi familiar con Kafka cuando los hechos ciertos revelan que apenas pudo haber algo más que una relación esporádica; ¡presunción humana!

Pero lo cierto es que de este difuso retrato colectivo se pueden extraer unos puntos comunes e indubitados, un atisbo de verdad que contradice la estereotipada imaginería al respecto.
Milena Jesenska

En primer lugar, parece que la presencia de Kafka, sus maneras y actitud, causaban una profunda impresión en aquellos que le trataban, la impresión de que estaban ante alguien especial, y todo ello sin necesidad de que el interlocutor conociera su obra. Lo primero que se suele evocar en estos recuerdos es la mirada (la discrepancia sobre el color de los ojos es notable, variando desde el negro hasta el azul oscuro) de cuya profundidad dan todos cuenta. Igualmente, su sonrisa parece ser un rasgo constante, incluso en las peores fases de su enfermedad. Esta sonrisa podía significar ironía, tristeza, comprensión, gozo, pero lo cierto es que la combinación de su sonrisa y su mirada resultaba lo bastante expresiva como para compensar la parquedad de sus palabras.


Porque también todos coinciden en su escaso parloteo, en lo que se esforzaba por escoger cada palabra (muchas con doble intención) y en la naturalidad de su expresión, tan alejada de la afectación propia de los literatos como su propia obra.

En lo que sí sobresalía Kafka era en su atención, tanto para observar como para escuchar haciendo sentir a su interlocutor (muchas veces monologuista más bien) que nada en el mundo le interesaba más al célebre autor que sus palabras. Ambos aspectos (naturalidad y observación) destacan como elementos fundamentales de la estética de sus libros por lo que no puede haber mayor coherencia entre obra y persona. De ahí también esa integridad y unidad que forman sus trabajos de ficción, sus diarios y su correspondencia.

Felix Weltsch

Apenas uno de los testimonios hace hincapié en la figura del padre (inevitablemente, se trata del texto de Max Pulver, psiquiatra suizo con quien mantuvo una única charla propiamente dicha con motivo de un viaje a Múnich) lo que supone un claro toque de atención dado que tal vez, salvo en momentos puntuales más o menos prolongados en el tiempo, la rebelión contra el padre pudo no haber sido su mayor obsesión como a veces se sostiene (o tal vez, la guardaba para sí).

En otras ocasiones se nos describe a Kafka jugando con niños lo que extraña enormemente a la vista de sus diarios. Tal vez se pueda pensar que en estos sólo reflejaba parcialmente su personalidad, sólo los ángulos más oscuros, a modo de exorcismo. Dora Diamant narra también la célebre anécdota de la niña que perdió su muñeca; Kafka le informó de que realmente se había ido de viaje y, durante varios días, le escribió cartas en nombre de la muñeca para informarla de lo feliz que era viajando por el mundo. Otro Kafka.
"La mayor parte de las veces lo vi junto a la orilla del río o en los jardines públicos, entretenido con los niños o, por lo menos, observando con comprensión cómo jugaban. Varias veces le vi jugando con ellos. Le gustaban. En Riegerpark, allá por el año 1913, le vi enseñando a un grupo de niños y niñas cómo se jugaba al diábolo."

Recuerdos de Michal Mares, anarquista de Praga

Oskar Pollack
Pero en cualquier caso, la discreción general de Kafka llegaba a extremos insospechados a la hora de revelar aspectos familiares o de hablar de su propia obra. Siempre parecía más interesado por la vida de otros que por la suya, más interesado en alabar el trabajo o logro ajeno que en valorar el suyo propio, pero de un modo discreto y natural, no forzado.
"Nunca juzgó. Consignaba. Sin odio y sin temor, pero también sin caer en la sensiblería, captó de manera infalible el esqueleto de cada alma, de cada acontecimiento, de cada situación, no obstante con tanta delicadeza y precacución que incluso su fruialdad de espectador implacable jamás hacía daño, jamás estremecerse de frío."

Recuerdos de Oskar Baum, amigo de Kafka

Robert Klopstock
¿Qué puede esperar el lector de este libro? De una parte, un acercamiento a Kafka de primera mano, realista, que no pretende explicar cada acto de su vida bajo una perspectiva prevista de antemano. Pero, de otro lado, surgirá espontáneamente la reflexión sobre qué imagen dejamos a los demás y qué imagen conservan estos.

Nuestras vidas, tan importantes para nosotros, son apenas un roce para la mayoría de las personas con las que tratamos. ¿Qué recuerdos dejamos en sus vidas? A modo de un caleidoscopio, el resultado final es la suma de infinitos matices y juegos de espejo.

Benjamín Zander nos cuenta la historia de una superviviente del campo de exterminio de Auschwitz (el mismo lugar en el que murió Ottla, hermana de Kafka). En el vagón que le llevaba a ella y a su hermano pequeño al campo, éste perdió sus zapatos y, muy en su papel de hermana mayor, le reprochó el poco cuidado que tenía con las cosas. Al bajar del tren, les separaron y nunca se volvieron a ver. Al salir de Auschwitz, se lamentó de que las últimas palabras que intercambió con su hermano fueran para reprenderle y decidió que en adelante, cada frase que dijera debería poder figurar como la última que jamás pronunciase. Kafka pareció acomodar su vida a este mismo propósito. ¿Seríamos capaces de hacerlo nosotros?
"No hay en Kafka “evolución” algfuna: no se convirtió en nada, él era. Su primer libro en prosa podía ser el último. Y el último, el primero."


Recuerdos de Kurt Wolff, primer editor de Kafka

25 de noviembre de 2011

El cerebro infantil. La gran oportunidad (José Antonio Marina)



El cerebro infantil: La gran oportunidad es el segundo volumen que publica José Antonio Marina para la Biblioteca de la Universidad de Padres (a través de la editorial Ariel) tras La educación del talento.

La filosofía y organización repite el mismo esquema que el libro anterior: Cada capítulo comienza con una serie de exposiciones teóricas, posteriormente se da paso a la opinión de expertos y eminencias en la materia y finalmente, se abre un diálogo entre el autor y diversos interlocutores en una simulación de una conversación informal en la cafetería del campus emplazando al lector para que se continúe el diálogo en el foro abierto para cada capítulo en la página web de la Biblioteca de la Universidad de Padres.

Porque el libro tiene su propia página web que permite tener acceso a abundante información agrupada por capítulos (perfiles y biografías de los expertos citados, referencias bibliográficas, entrevistas, artículos, videos, ...) que sirven para satisfacer la curiosidad de los más exigentes que quieran dar un paso más allá del texto y abrir nuevas vías de reflexión.

Entrando ya en el contenido del propio libro, obviaremos los primeros capítulos que dan cuenta del conocimiento más reciente sobre la arquitectura del cerebro, dado que es un tema abundantemente tratado en muchas otras obras, dejando que sea el propio José Antonio Marina quien nos explique este apartado.




Gracias José Antonio. Es ahora cuando entramos ya en la verdadera esencia de esta obra, que no es otra que el modo en el que los padres -y profesores- pueden ayudar a sus hijos a la vista de estos conocimientos, sacando partido de esa extraordinaria estructura que es nuestro cerebro.

Marina tiene claro cuál debe ser el objetivo de lo que denomina la Nueva Frontera Educativa: forjar la personalidad del niño para que sea capaz de desarrollarse en un entorno cambiante con las mejores armas posibles, como son el optimismo, la creatividad, la resilencia, etc.

Los conocimientos de la Ciencia de nuestros días nos alejan del modelo del buen salvaje tan querido por los ilustrados del siglo XVIII, de esa metáfora de la tabla rasa sobre la que podemos dejar la impronta que deseemos. No, los bebés vienen a este mundo con una parte de las cartas ya repartidas, lo que limita y condiciona de algún modo la labor educativa, que deberá acomodarse a estas circunstancias para lograr el objetivo citado.


Tres son estos grandes condicionantes previos: el sexo, la propia capacidad individual y el temperamento. El sexo, a través del sistema hormonal afecta a funciones neurológicas, al modo de sentir y de relacionarnos. Asimismo, cada niño tiene características y capacidades propias que les diferencian del resto. Unos son más intrépidos y extrovertidos, otros captan mejor las ideas teóricas pero son más lentos con las prácticas. Finalmente, el temperamento es el conjunto de elementos heredados como son la sociabilidad, la emocionabilidad o el nivel de actividad.

Todos estos factores no son inmutables, pero sí difíciles de “ajustar” y deben ser tenidos en cuenta a la hora de educar a los hijos para hacerlo de manera personalizada, adecuándonos a cada temperamento y al ritmo de cada niño. Esto hace de la educación una labor realmente interesante y sumamente compleja.

Para ello, podemos apoyarnos en una de las más sorprendentes propiedades del cerebro: la plasticidad. Sabemos que las estructuras cerebrales no son fijas, que no es cierto que aquellas habilidades que no hayamos desarrollado antes de los tres años nos resultarán prácticamente inasequibles. Que no es cierto que el número de neuronas de las que disponemos sea un número decreciente, sino que su producción no se ve alterada por la edad. Que las conexiones se rehacen en función de las circunstancias (p. ej. en caso de accidentes que afectan a funciones cerebrales básicas) o de nuestro propio influjo (p. ej. cuando comenzamos a estudiar un nuevo idioma).



La plasticidad es, por tanto, la principal herramienta de los educadores, la expresión científica de que su labor tiene sentido, de que podemos influir y afinar esas cartas que la genética nos entrega arbitrariamente. ¿Y cómo influir en el cerebro para sacarle partido? La apuesta de Marina pasa, entre otros puntos, por reivindicar la denostada memoria, no entendiéndola al modo tradicional, sino más bien como el conjunto de comportamientos, esquemas de respuesta y estrategias “aprendidas”. Su ejemplo es muy clarificador: Nadal debe “memorizar” cada movimiento, cada posición de sus músculos, cada reacción ante el saque de un contrincante, todo debe haber sido ejercitado, memorizado previamente y organizado en esquemas de respuesta dado que en el terreno de juego es imposible racionalizar lo que debe hacer. La memoria es la capacidad para automatizar esos movimientos y reaccionar.

El recuerdo es la forma en la que la memoria recupera y reconstruye la imagen del pasado en el presente, es el germen de emociones, favorece la creatividad y el buen gobierno de nuestra inteligencia.

También se plantea Marina si tenemos capacidad para mejorar la inteligencia de nuestros hijos (y, de paso, la nuestra). La buena noticia es que la idea que tengamos de nuestra inteligencia condiciona nuestra capacidad de aprender. La inteligencia puede mejorar en cuanto a su estructura (fomentando la creatividad o la atención, el interés por el entorno) o en cuanto a su contenido. Hay que enseñar al niño a que maneje su propio cerebro para lograr potenciar sus extraordinarias facultades.



Todos conocemos a personas que han perdido el interés por su entorno, que carecen de la motivación suficiente para interrogarse, que han reducido su vida intelectual a una mera rutina. La inteligencia de estas personas se reducirá paulatinamente.

Aclarado que nuestra inteligencia cognitiva puede mejorar, ¿podemos decir lo mismo de la inteligencia emocional? Entendemos por inteligencia emocional aquélla que contribuye del modo más poderoso a dominar nuestros sentimientos, a motivarnos, que configura una visión del mundo a través de las relaciones con otras personas y que, en definitiva, condiciona todo nuestro proyecto vital. Y también a esta inteligencia le es aplicable la plasticidad, la capacidad para ser moldeada. Por eso la educación debe esforzarse en forjar una inteligencia emocional capaz de contribuir del mejor modo posible a construir ese objetivo. Es durante el segundo año de la vida del niño cuando se forman las conexiones que le permitirán controlar sus propias emociones y, en gran medida, el éxito en esta fase determinará el grado de impulsividad, de autocontrol, que tendrá el adulto del mañana. De ahí que la importancia de la disciplina sea vital desde un principio, como modo de dar seguridad al bebé al tiempo que se le educa en las habilidades emocionales que le servirán el día de mañana.

Pero, ¡cuidado! La disciplina a que nos referimos es la que marca límites lógicos al niño (no la que limita al niño), es la que se enseña al niño (no la que se le impone) y es la que va acompañada de afecto y cariño (no la que hace el papel de “poli malo”).


Y hablando de afectividad, dado que estilos afectivos que pueden no ayudar a un desarrollo pleno, hay que fomentar aquellos que permitan un crecimiento en positivo. Muchas respuestas emocionales proceden del temperamento por lo que son difícilmente modificables pero la educación sí puede cambiar la estructura de nuestro cerebro aprovechando la plasticidad. El esfuerzo merece la pena.

Por último, Marina se centra en la inteligencia ejecutiva, la que lleva a la práctica lo planeado, la responsable de pasar a la acción. Docentes y padres deberán potenciar la voluntad, como capacidad de hacer proyectos, la dilación en el tiempo de la recompensa, etc. Somos capaces de anticipar el futuro y proyectar lo que deseamos a muy largo plazo.

Educar a un hijo no es fácil, de hecho, las dudas aguardan a cada instante porque la teoría siempre parece sencilla, evidente; la práctica, inalcanzable. Muchos factores nos desvían de lo que sabemos que debemos hacer. El cansancio, la paciencia que nuestros hijos saben llevar al límite, los consejos ajenos que parecen funcionar en todos los niños menos en los propios, todo conspira para que no siempre nos comportemos como sabemos que debemos hacerlo y no siempre sepamos cómo hacerlo. Por eso, y porque queremos a nuestros hijos, tener unas cuantas ideas claras será un gran ayuda.

Como nuestros hijos, debemos aprender a retrasar la recompensa, a saber que nuestros esfuerzos de hoy, darán su fruto mañana. Como ellos, nuestros cerebros se adaptan a las circunstancias y nos superamos cuando queremos superarnos. Y por ello, cuando les educamos, nos educamos.



6 de noviembre de 2011

Isla de Nam (Pilar Alberdi)



Isla de Nam -o de los Sueños, o de las Rocas- se encuentra en un incierto lugar entre la Venecia de los dogos y la China de las especias, en los tiempos en que Marco Polo había regresado de su viaje y los canales ardían de rumores sobre sus palabras. Un tiempo en el que lo que ocurre en el lejano reino del Gran Kan resulta tan increíble que apenas se puede separar lo real de lo imaginario; tan extravagantes resultan ambos, tan increíbles pero, al tiempo, tan fáciles de creer para unos hombres que sólo de las palabras viven, que apenas han visto más que lo que se extiende ante sus ojos y que, por tanto, dependen de las palabras de los marineros, de sus fábulas y cuentos, de sus fanfarronas bravatas, para comprender que el mundo allá fuera es tan intenso y brillante como hacen suponer las riquezas que los barcos traen en sus bodegas.


Y es precisamente en ese lugar y tiempo en el que Pilar Alberdi desea centrar su historia. Un tiempo de viajes y aventuras, de fantasías y sueños. Un momento histórico concreto pero con cierto aire de fábula irreal en la que poder contarnos su historia, la historia de Giacomo Baldosini, que partió de Venecia para hacer fortuna y merecer el amor de su prima, Elisa Daltieri, pero naufragó en la isla de Nam. Y en esa isla ignota pasa sus días recordando las palabras de su amada, las historias que ella inventaba y en las que el protagonista siempre era él, como príncipe o como rey, siempre él. Y Giacomo, incapaz de devolverle una historia, sin imaginación para tan poco, sólo puede formular su promesa de amor, de amor eterno, claro está. Nunca la dejará, nunca la abandonará, …


A estas alturas parece claro que, al menos a mi juicio, la clave del libro es precisamente el valor de la palabra. En primer lugar, el respeto a la palabra dada en esa promesa de amor a que hacía referencia, fidelidad que Giacomo guarda cada día de su vida.

Pero la palabra también es protagonista en otros muchos aspectos. Palabras es lo que Elisa da a Giacomo, y palabras son lo que ella le reclama. Tiempo después, ya náufrago en Nam, Giacomo parece cobrar conciencia de sí mismo y ante los sorprendidos habitantes de Nam, narra sin tregua las historias que oyó de labios de su amada, pero también las que inventa, ganada ya la imaginación. Y sus palabras parecen no destinadas a nadie ya que no habla la lengua de Nam y sus pequeños habitantes no le comprenden aunque todos le escuchan con fascinación. Igual que él escuchaba a Elisa sin apenas oír sus palabras.

De palabras también entiende lo suyo la autora de esta pequeña obra de difícil catalogación ya que ha publicado diversos libros de poesía, teatro y narración. Varios premios avalan su trayectoria pero, en mi caso, es este libro el que justifica el reconocimiento.


El texto nos sugiere hechos esquemáticos, envueltos en un hermoso disfraz que cruza con acierto el género del relato breve con la poesía. Es el tono general del libro el mayor logro de su autora ya que se puede abrir cualquier página al azar y encontrar ese mismo aliento con el que se inicia la narración.

El ritmo es otro compañero presente en Isla de Nam, cuya lectura se acompasa con frecuentes repeticiones (el omnipresente “¡Escuchad, escuchad!” que sólo puede invocar quien tenga algo contar) e imágenes recurrentes que, sin embargo, inadvertidamente, nos llevan hacia el final de la narración.


En su brevedad no adelantaremos el final del libro, ya que, al igual que la Ítaca de Cavafis, su riqueza no se encuentra en el destino, sino en el viaje de su lectura, pero sí diremos que quien llegue a su última página habrá conocido una hermosa historia, multitud de imágenes y sorprendentes metáforas y, sobre todo, palabras, bellas palabras como recuerdo de la travesía.

1 de octubre de 2011

El tío Tungsteno (Oliver Sacks)



Oliver Sacks es un reputado neurólogo que reparte su talento entre el ejercicio de su profesión con pacientes que sufren las más extrañas patologías y la labor divulgativa a través de numerosos libros en los que ha descrito muchos de los casos clínicos que trata. Si algo caracteriza a su obra es su humanismo, entendiendo por tal, su capacidad para describir cada caso, por extraordinario y extraño que nos parezca, en el contexto de la vida personal del paciente. Oliver Sacks no nos habla de enfermedades, sino de personas, lo que da a sus libros y conferencias una cualidad especial.

La fama le llegó gracias a su experiencia en el tratamiento de pacientes aquejados de encefalitis letárgica, una enfermedad que afectó a muchas personas en los años veinte y cuya "epidemia" tan pronto como vino se fue. Muchos de los pacientes que sobrevivieron en la ciudad de Nueva York fueron agrupados (o arrinconados más bien) en el Hospital Beth Abraham del Bronx donde llevaban una vida apática, casi vegetal.



Oliver Sacks trabajó en dicho hospital a partir de 1966 y experimentó con estos pacientes el uso de una droga, la L-dopa, empleada para el tratamiento del Parkinson. Los resultados fueron sorprendentes y muchos de los pacientes despertaron a la vida. Sin embargo, efectos secundarios de la droga forzaron a abandonar el experimento reduciendo nuevamente a los pacientes a su estado vegetativo anterior.

Sí, muchos habrán creído reconocer el argumento de Despertares, la película protagonizada por Robert De Niro y Robin Williams y, efectivamente, esta película se basa en la experiencia real de Oliver Sacks y en su libro del mismo título.

Sacks ha dedicado libros al síndrome de Tourette, a las alteraciones en la visión del color, al mundo de los sordos, a las alucinaciones, la música y el cerebro, etc. Sin embargo, en El tío Tungsteno, aborda un género inédito en su obra hasta la fecha: la autobiografía. Este libro no es otra cosa que una colección de recuerdos del joven Sacks, sus aficiones científicas, su vida familiar y sus ensoñaciones sobre el mundo que le esperaba. En sus páginas no encontraremos ninguna de los apasionantes (aún siendo terribles) afecciones que pueblan el resto de su obra, tampoco hay un rastro preciso por el que seguir la pista de su futura profesión en el mundo de la neurología.

Entonces, ¿tiene sentido su lectura?¿Es Sacks una figura tan relevante de nuestro tiempo como para que sus días de infancia merezcan nuestra atención? Hablaré de aquello que he aprendido de este libro y algunas reflexiones que me han surgido durante su lectura.

El tío Tungsteno, como todos sus libros, está impecablemente escrito. Su lectura es fácil y, pese a abordar temas de cierta complejidad para los profanos en Ciencias Químicas, en ningún momento se pierde la comprensión o el interés por lo que cuenta. Sacks nos presenta a su familia, judía ortodoxa, en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, en su enorme casa londinense, siempre llena de invitados, familiares o personal de servicio. Sus padres eran médicos reputados y el ambiente científico se respiraba por toda la casa, alentándose la observación y la experimentación.



Pero no sólo sus padres. La mayoría de sus tíos tienen inclinaciones científicas. Desde la tía Len, apasionada botánica, al tío Abe un enamorado de la “luz fría” o lunibniscencia que comparte la propiedad de una fábrica de iluminación con el tío Dave (el tío tungsteno) enamorado de este extraño metal y que actuará como mentor de Sacks en su introducción al mundo de la experimentación química.

Su pasión por la Química crece poco a poco y sus visitas al Museo de Ciencias Naturales se convierten en verdaderos festines. También se aficiona a los libros antiguos de química, tanto a los Principios de autores reconocidos, como a los pequeños manuales que recopilan experimentos que el joven Sacks no duda en llevar a la práctica, en ocasiones con excesivo entusiasmo y escasas precauciones. En su narración dedica muchas páginas a relatar cómo surge la Química, mezclada en sus inicios con la tradición de la alquimia, el proceso de prueba y error que va completando la tabla periódica que conocemos actualmente. Sacks logra unir la personalidad extravagante de muchos genios de siglos pasados como John Dalton, Robert Boyle o Mendeléiev con explicaciones científicas que resultan interesantes incluso para los que apenas recordamos las clases de Química.


En este entorno acomodado irrumpe la guerra y el traslado forzoso de los menores fuera de Londres para evitar los bombardeos alemanes. Los dos hijos más pequeños del matrimonio Sacks (Oliver y Michael) asistirán a una escuela especial para niños refugiados en Braefield donde el trato vejatorio e intimidatorio reforzará la introversión de Sacks. La arbitrariedad de los profesores, y en especial del director del centro, le harán querer aferrarse a un mundo previsible y sujeto a normas claras y controlables, como es el de las Ciencias, fortaleciendo así una afición que pasa a convertirse en una verdadera obsesión.

Parece claro que el amor por la Ciencia, por extensión podríamos hablar de cualquier otra disciplina, no le viene de la escuela (luego la educación reglada no siempre es la culpable de todo), tampoco de modernas y amenas obras divulgativas (Sacks manejaba textos escritos ochenta años antes, probablemente poco didácticos, incluso desfasados pero que para él eran tan apasionantes como la mejor lectura) sino de la experimentación en primera persona y de un ambiente propicio. Cuando sus padres encendían la chimenea, le hablaban de los gases culpables de los diversos colores de las llamas, arrojaban sal para que viera las reacciones, … No todos somos químicos, pero todos podemos ser embajadores de nuestras aficiones y pasiones, podemos hacerlas vivas e interesantes, no desde la imposición o la teoría, sino desde el día a día.

En las comidas familiares no era infrecuente que sus padres hablaran de sus pacientes, a los que en muchos casos conocían personalmente y que los comentarios entremezclasen la medicina y la biografía a partes iguales. Sin duda, de esto Sacks aprendió mucho para su futura carrera. Pero también, la pasión de sus padres tuvo sus excesos. Apenas adolescente, su madre le empujó a diseccionar fetos y, posteriormente, cuerpos adultos, lo que suscitó un profundo rechazo y aversión en el joven. Todo debe tener su medida.


La timidez e introspección de Sacks (que es perceptible incluso en las charlas y conferencias que imparte) le empujó a las Ciencias (como a muchos otros científicos) pero ello no le convirtió en un frío observador, en un teórico airado. Todo lo contrario, su conocimiento le afincó más en el terreno de la práctica, en la vida diaria. ¿A qué se debe? Tal vez a su ambiente familiar (sus tíos combinaban la labor científica con la mercantil, sus padres atendían a personas, no a pacientes), tal vez a una inclinación personal propia. Lo cierto es que su perspectiva es notablemente enriquecedora y pone de manifiesto que las Ciencias, los avances, no deben hacernos temer un mundo más frío e insensible si así no lo deseamos e investigadores como Sacks son la mejor prueba que enlaza con una tradición ancestral en este sentido.
El carácter reservado de Sacks le aleja progresivamente de la religión de sus padres en la que sólo ve un ritualismo de escaso valor y otra fuente de intranquilidad con un Dios omnisciente y vengativo. Las discusiones sobre el naciente sionismo (una de sus tías fue una gran impulsora en Inglaterra) que alteraban algunas reuniones familiares, le alejan igualmente de la controversia pública. Por el contrario, la demencia de su hermano mayor, Michael, le causará un profundo impacto ya que la cree debida a las condiciones que sufrió en las escuelas durante la guerra y, por tanto, intuye que él sufrirá la misma suerte.

Sin duda este libro no atraerá la atención de muchos, de hecho, sería deseable que Anagrama conservara el ubtítulo de la obra (Recuerdos de un químico precoz) en la portaqda de su edición de bolsillo para evitar confusiones.

La infancia de Sacks parece guardar poca relación con su labor neurológica que es lo que más puede interesarnos, pero no puedo evitar simpatizar con ese niño aterrado por las presiones y violencias de su entorno, que llena los bolsillos de su chaqueta de todo tipo de minerales, que observa las luces del Metro de Londres con un pequeño espectroscopio o que copia en su cuaderno escolar afanosamente la Tabla Periódica de los Elementos en el Museo de Ciencias. Puedo seguir sus miedos y sus pequeñas rutas de escape, sus noches en vela observando las estrellas y sus intentos por dominar una parte del vasto Universo para ganar una tranquilidad que le sirviera para extraer fortaleza, quizá para sentirse especial y valioso a sus propios ojos.

Este niño se identifica con los esforzados investigadores de otras épocas a los que trata de emular pero  también es capaz de emocionarse con la Literatura (no sorprende que sea Dickens el autor más citado en estas páginas). Y creo que este niño, algo regordete a la vista de sus fotos familiares, explica a la perfección al adulto Sacks. Y la lectura del libro me ha obligado a buscar también mis propias raíces y qué hay del niño que fui en el adulto que soy. Y me ha hecho añorar muchas de las cualidades que he perdido por el camino (tal vez sólo a cambio de unas pocas nuevas) y me ha obligado a tener presente que el futuro siempre es un campo de posibilidades, no de amenazas, si así lo queremos.




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