5 de julio de 2014

Musicofilia (Oliver Sacks)




Conozco a muchos amantes de la pintura que disfrutan de este arte profundamente, pero no me imagino a ninguno de ellos llorando ante un cuadro.

Conozco a infinidad de ávidos lectores que devoran cuanto pasa bajo sus ojos con ansia irracional, pero creo que de prácticamente ninguno de ellos podría decir que leer la primera línea de una novela les estremezca o arrebate hasta el punto de ser víctimas de sus propios sentimientos.

Pero lo que parece imposible o improbable con libros, cuadros, esculturas o arquitectura, está al alcance de cualquiera a través de la música. Porque sí conozco a muchas personas que aún sin estar dotadas musicalmente, sin ser capaces de cantar y acertar una sola nota de la canción más trivial, sin poder distinguir un bajo de un piano o sin poder apreciar la diferencia entre dos personas que cantan al unísono o en armonía, pueden emocionarse hasta las lágrimas o excitarse hasta el paroxismo con una determinada canción.


 Y todo esto es ajeno a la apreciación de un arte como tal. Nadie queda libre del influjo de la música. Quien la estudia y domina escalas y armonía podrá disfrutarla de un modo diferente a quien sólo es capaz de dejarse llevar y tararear en la ducha. Pero no me atrevería a apostar por quién disfruta más.

La música nos afecta de un modo que ninguna otra actividad creativa humana consigue, estableciendo una conexión directa entre nuestros sentimientos y lo que escuchamos, pero también entremezclando nuestras vivencias con los sonidos que nos rodean y que, posteriormente, permiten a nuestro cerebro recuperar lo vivido como una llave a un tiempo pasado y tal vez olvidado.

Tradicionalmente el primer aspecto, la conexión entre música y sentimientos, ha sido explotada a conciencia. Desde el movimiento romántico a los cantantes melódicos más histriónicos, la música ha modelado nuestros sentimientos y ha sido su más eficaz vehículo de expresión.

Solo en épocas más recientes se ha estudiado de manera sistemática el influjo de la música en nuestro cerebro. Los primeros psicólogos y neurólogos abrieron paso a través del estudio de casos singulares. Posteriormente, la tecnología ha permitido radiografiar la actividad cerebral favoreciendo un acercamiento más científico y evitando los casos más extremos y llamativos, creando una neurología de la normalidad.

El reputado neurólogo Oliver Sacks ha dedicado su último libro a recopilar gran parte de la información disponible sobre el cerebro y la música, el modo en que nos influye pero también los infinitos modos en que la música se adueña de nuestras mentes, no siempre para bien, y de qué modo la música puede acudir en ayuda del enfermo.
 
Oliver Sacks
 Resulta sorprendente que haya esperado al final de su carrera (Sacks nació en 1933) para escribir esta obra ya que la música forma parte de su vida del mismo modo que la neurología o la química. Buen pianista, aprendió de sus padres el amor por la música y ha vivido siempre rodeado de partituras e instrumentos. La música le ha servido para aumentar su disfrute de la vida y para salir airoso en momentos difíciles. Pero tal vez por todo ello, cuando ya no es esperable un nuevo gran trabajo, es concebible que  Sacks haya preferido esperar a escribir este libro como testimonio de su pasión.

Como es habitual en toda su obra, Musicofilia (Ed. Anagrama, 2009 traducida por Damián Alou) se compone de diversos capítulos alrededor de casos clínicos descritos con la delicadeza y cercanía que hacen de sus libros un goce continuo pese a lo arduo del tema o lo espantoso de las situaciones descritas.

Porque también la música engendra monstruos. La primera parte del volumen (Poseídos por la música) describe cómo en ocasiones la música puede convertirse en una obsesión. Es el caso de Tony Cicoria, un médico totalmente ajeno a cualquier interés por la música más allá del silbido camino del trabajo pero que, tras sobrevivir a un rayo, desarrolla una pavorosa afición por el piano que termina por dominar a la perfección a costa de su vida profesional y su matrimonio.

Parecido patrón siguen quienes sufren de lo que Sacks denomina “gusanos musicales”, pequeñas secuencias de apenas segundos, pocas notas, repetidas de manera insistente durante horas, hasta casi hacer enloquecer a quien las padece. Es curioso que, en muchos casos, esta dolencia sucede a músicos profesionales arruinando su carrera, incapaces de volver a tocar con normalidad o de lograr la concentración necesaria para sus tareas de composición.


Pero en otras ocasiones, estos músicos logran reconvertir su arte y explorar los sonidos de su mente para sus creaciones, un arte lunático o demente pero no por ello menos emotivo o hermoso.

En la segunda parte de Musicofilia (Una musicalidad variada) Sacks repasa casos como la sinestesia musical, en la que el sujeto identifica notas o escalas con colores o sabores, una experiencia más habitual de lo sospechado. Esto enlaza con la presencia excepcional de personas con tono absoluto, capaces de identificar una nota de manera perfecta. Pero esta perfección puede perderse con facilidad lo que altera de manera definitiva la percepción musical del individuo que, en ocasiones, termina por no ser capaz de distinguir una simple armonía.

En Memoria, movimiento y música,  Sacks destaca la conexión entre enfermedades como el Parkinson y la música como medio de mitigar sus manifestaciones más aparatosas o el síndrome de Tourette cuyos espasmos y tics parecen controlarse cuando el paciente se enfrenta a una actividad musical tal y como ya había relatado en obras anteriores. .

Parecida influencia parece ofrecer la música en el caso de la afasia, la incapacidad para el lenguaje (su emisión o comprensión)  y que, sin embargo parece ser burlada cuando la música entra en juego. Personas incapaces de pronunciar una frase completa pueden elaborar complicadas reflexiones empleando melodías conocidas.  

Por último,  en Emoción, Identidad y Música, el autor reflexiona sobre la depresión, los sueños musicales y otras interacciones entre los aspectos más sensitivos de nuestro espíritu y la música.

Los archivos de Oliver Sacks se nutren no sólo de su actividad clínica profesional sino de la inagotable correspondencia que los lectores de sus libros le hacen llegar con casos propios o de familiares y que, continuada en el tiempo, permite un estudio a medio y largo plazo realmente enriquecedor.

Musicofilia  lleva por subtítulo Relatos de la música y el cerebro, y nada más apropiado para definir este libro que da cuenta con pasión y amor de todas las manifestaciones que la música tiene en nuestro cerebro, en muchas ocasiones aderezadas con anécdotas personales del propio autor o con referencias a célebres músicos o compositores.

No recomendaría este libro para quienes aún creen que poner a su hijo todas las noches la Pequeña serenata nocturna de Mozart hará a sus hijos más inteligentes. Sí para quienes crean que la música se puede disfrutar con pasión y racionalidad y que, escuchen a Satie o a los Ramones, sean capaces de vibrar con la combinación de 12 doce notas.  


5 de junio de 2014

Ágata (David Fernández Rivera)




Sabemos que la poesía es un arma cargada de futuro, si bien, éste es incierto y desconocemos qué nos deparará. Nuestra única guía es lo que conocemos del pasado y éste ya no nos sirve.  

También sabemos que cuando hemos sido despojados de todo, aún nos queda la palabra, pero estos tiempos parecen desconfiar de ella, abrazándose a la imagen como única regla. Nos hemos acostumbrado a discursos políticos o publicitarios vacíos de contenido, disfraces de intenciones aviesas, y la palabra parece el vehículo del engaño.

Y si esto es así, ¿realmente queda espacio para la Poesía? ¿Puede aportar algo a este mundo?¿No será acaso una rémora del pasado, un modo arcaico de expresión que, como tantos otros, pervive sólo como recuerdo de lo que fue, pero muere en su intento de pervivir?

David Fernández Rivera sostiene con valentía y empeño que esto no es así. Desde muy temprana edad ha dedicado su vida a la Poesía. Ésta puede encarnarse en poemarios como Caminando entre brumas, o Sáhara, en creaciones musicales como Ecos de la noche o en obras de teatro como Hipnosis/ La Colonia, pero en cualquiera de estos ámbitos creativos se agazapa un único anhelo: dar voz y cabida a un modo de expresión que refleje adecuadamente el mundo que nos ha tocado vivir y para el que las imágenes y retórica del pasado parecen no servir.


Ágata (Ediciones Antígona 2014) es el último exponente de este camino trazado y recorrido con singular perseverancia. Estamos ante un poemario que reclama un acercamiento alejado de las reglas de la razón y el discernimiento. Un texto que exige sumergirse en su exuberancia visual, en sus contrastes lógicos y semánticos o en sus paradojas, desde una perspectiva en la que prime el instinto del lector. Éste deberá entregarse con la energía propia del inconsciente, de la asociación libre y, en última instancia, de la libertad creativa que toda la obra respira y comparte con quien se acerque a ella.

La apuesta es arriesgada. Sin duda, el lector se enfrenta a un texto con el que deberá luchar para dotarle de un significado que le resulte valioso, veraz. Y es tanta la versatilidad de lo escrito, que la propia guía del autor como embajador de lo expresado, puede resultar innecesaria ante lo que debe ser un esfuerzo personal de quien se enfrente a la lectura.

Buscan escuadras de fertilidad
en los puños granulados del cemento.
En el paso de un ave,
el encuentro
muestra al horizonte la humedad telúrica
en los surcos peinados
con la ganzúa
asilvestrada
en la emigración
taponada
del arado.
 
En definitiva, el lector debe hacer suyo el texto entregándose a la experiencia de su lectura. De otro modo, las imágenes le resultarán ajenas, frías, sin alma o sentido. La lectura es, por tanto, exigente, pero la recompensa está a la altura del esfuerzo. Es posible que quien se enfrente a Ágata no obtenga las mismas conclusiones que su autor, que el significado último de sus poemas no coincida con el que inspiró a su autor. Pero esto solo es un mérito más del texto, una prueba de su validez y vigencia.

Mientras tanto,
las arterias insonorizadas
que recubren la fachada exterior
de la factoría,
podrían sueños utilizar el poder
que todos llevaron dentro
y que ahiora desconocen
en la arrogancia impasible
del sistema productivo.
 

La riqueza visual de los poemas combina a la perfección los elementos cotidianos de nuestro entorno de un modo que resalta la extrañeza que estos mismo objetos nos despiertan en el modo en que el autor los representa.

Porque ésta y no otra es la principal impresión que se obtiene según la lectura avanza. La seguridad de que el mundo del que nos habla David Fernández es el mismo al que miramos cada vía, muchas veces sin verlo, sin enfrentarnos a las aristas que terminan por desgarrarnos sin apenas ser conscientes.

De ahí la apropiada elección del título de este poemario. El ágata es una piedra (discúlpese mi ignorancia geológica) formada por diversas capas de variada coloración, opaca o translúcida, en forma de anillos de árbol. Su dureza la hace perfecta para todo tipo de usos, pero a efectos de lo que aquí nos importa, el ágata representa la mezcla de tosquedad y dureza propia de nuestros días, con la sutilidad de la mezcla de sus colores y sus delicadas formas. 

Esta combinación es la que define Ágata, un libro en el que la preocupación por el presente no aleja la belleza de las imágenes, en el que la Naturaleza (una preocupación especial del autor) convive con la Máquina en paisajes desolados en los que el hombre parece un mero accidente, pero que pronto emerge como verdadero motor responsable de los hechos y depositario de un residuo de esperanza. En ocasiones, parecemos estar en alguna de las escenas de Hipnosis / La Colonia, prueba de la coherencia estilística y temática del autor.


La identificación
le llevó a postrarse
sobre el péndulo
del reloj,
mientras repasaba
apresuradamente
los intermitentes
que deshuesan
el chirrido
en las hojas metálicas
sobre el sudor del calendario.

Ágata ha sido recomendado por la Unión Nacional de Escritores de España (UNEE), de la que David Fernández es delegado en Galicia. El esfuerzo del autor por lograr un mensaje poético válido en nuestros días ha logrado un éxito notable y, sin duda, su ambición le llevará a desarrollar aún más esta poética en sucesivas obras. Estaremos atentos. 

Son muy pocos
los que aguardarán
sin limar
el potencial de sus caderas,
para así encharcar sin sobresaltos,
el púlpito uterino
en las hormas torneadas
con la trama vertical
de las banderas.
 

11 de mayo de 2014

Trifulca a la vista (Nancy Mitford)



 Existe una larga tradición en las letras inglesas que ha terminado por convertirse en un género peculiar que difícilmente podemos encontrar en otras literaturas. Se trata de la novela humorística, escrita en gran medida por miembros de familias con conexiones aristocráticas, en muchos casos venidas a menos o a nada.

Quizá sea este progresivo descenso social, esta ruina sobrevenida, lo que contribuye a crear este peculiar humor teñido de cierto cinismo y autoparodia. Porque estas obras reflejan los peores vicios de la clase pudiente británica, sus extravagancias y sus costumbres totalmente anacrónicas que les alejan rápidamente del tiempo en que viven. Casi podría decirse que esta sociedad decadente se aferra, por partes iguales a un esnobismo que rechaza las tradiciones buscando el escándalo y a unas costumbres rituales que aún les distinguen del resto.

Autores como Wodehouse, Evelyn Waugh o Tom Sharpe son maestros de este género complicado pero de gran éxito, tanto dentro como fuera de Inglaterra. La presencia de damas como Stella Gibbons, Muriel Spark o Penelope Fitzgerald forman un especial territorio en el que la visión femenina aporta unos matices que, en ocasiones, bebe de fuentes tan dispersas como Jane Austen y sus pasiones amorosas, como de las comedias isabelinas.

Nancy Mitford es una de estas maestras. Nacida en el seno de una opulenta familia, cosechó un importante éxito comercial y crítico con obras como A la caza del amor o La bendición.

En esta ocasión, Libros del Asteroide presenta Trifulca a la vista, una novela que añade la interesante y arriesgada novedad de introducir la ideología nazi en el centro de su argumento.

 
Chalford
 Dos jóvenes decadentes y algo disolutos (Noel Foster y Jasper Aspect) se instalan en una posada rural, el Jolly Roger de Chalford, una pequeña y perdida aldea del interior de Inglaterra,  con el ánimo de cazar a Eugenia Malmains, una joven heredera que vive en el campo, protegida por sus abuelos  que custodian su honra y su considerable fortuna, prácticamente aislada de su entorno. Pero el empuje del nacionalsocialismo en la Inglaterra de los años treinta le lleva a acoger esta ideología y a fundar una célula local de jóvenes fanáticos. La actividad se reduce a exagerados mítines ante sorprendidos y apáticos pueblerinos que tan solo atienden lo que oyen por tratarse de la nieta de los Chalford y que, en muchas ocasiones, se afilian al partido pagando la correspondiente cuota como pagan otro tipo de prebendas, una especie de tradición local con el único fin de que les dejen en paz.   

Pero para los dos aspirantes londinenses, el Jolly Roger reserva una sorpresa. En él se hospedan dos hermosas mujeres con buenas razones para esconderse en tan recóndito rincón. Lady Marjorie acaba de dejar plantado en el altar a su joven y aristócrata pretendiente y busca refugio hasta que pase la tormenta y decida qué hacer con su vida sentimental. Su mejor amiga, Poppy, vive atada a un marido que la conviene pero al que no ama ni respeta y que lleva un tiempo cortejando a una bailarina.

Si no fuera poco con los visitantes, Noel pronto conoce a Anne-Marie Lace, una belleza local cuyas ansias artísticas y cosmopolitas chocan con la vida que su marido, un granjero acomodado, le ofrece. Para superar las limitaciones de su vida cotidiana, la señora Lace finge un acento francés, cambia de vestido cada pocas horas y se rodea de un grupo de bohemios pacifistas que pronto entrarán en conflicto con los socialunionistas de Eugenia.

En una sociedad cerrada como la de la aristocracia inglesa, todos se conocen o conocen a alguien que conoce a otros. Así, cuando lady Chalford descubre que dos familiares de antiguos amigos suyos se encuentran en el pueblo (Jasper y Poppy) les invita a su mansión y les traslada sus temores por el futuro de Eugenia: aislada no puede conocer a su futuro marido pero abrir las puertas de su vida a la realidad que la circunda desatará las pasiones que arruinaron la vida de su madre, un incidente sobre el que nadie parece querer hablar. .

La propuesta de Poppy para que pueda conocer a jóvenes elegantes y atractivos es organizar en los jardines de la mansión una fiesta que incluya una representación histórica que reproduzca la vista a la mansión del rey Jorge III y la reina Carlota así como otros episodios de la historia británica.

Nancy Mitford
A partir de este punto, toda la narración se encamina con paso inexorable a esta representación teatral como clímax de la trama. Poco a poco cada uno de los excéntricos personajes y las absurdas situaciones que crean van encajando en una especie de remedo de las comedias teatrales de enredo en las que todo parece ir conjugándose para la traca final.

De ahí lo apropiado del título, esa trifulca a la vista, el lío que se ve venir casi desde un comienzo en el que las proclamas socialunionistas se entremezclan con desavenencias conyugales, propuestas de matrimonio, rechazos, unos detectives privados que parecen haber salido de la nada y otros muchos elementos que contribuyen al jolgorio de los protagonista y, sin duda, al placer del lector.

Hoy podemos preguntarnos si la ironía y desenfado con que Eugenia Malmains enardece a sus acólitos nazis resulta una burla apropiada a la vista de los hechos que vendrían después. Pero incluso antes del Holocausto, Nancy Mitford tuvo ocasión de plantearse lo idóneo de la publicación de la novela. Su hermana, Diana Mitford, era la esposa de Oswald Mosley, líder del partido nazi inglés y procuró por todos los medios disuadir a la autora de llevar adelante el proyecto. La publicación del libro en 1935 supuso el fin de las relaciones entre ambas durante los siguientes diez años así como numerosas tensiones con el resto de su familia, bien por su ridiculización del nacionalsocialismo, y el consiguiente daño a Diana, bien por el tratamiento ligero que se hacía en la novela del matrimonio y el divorcio.

 
Las Mitford al completo
 Los aspectos biográficos pesaban demasiado y eran tan evidentes que la autora se negó a reeditar la obra en vida. Afortunadamente su legado ha pervivido permitiendo que vuelva a publicarse y traducirse (en este caso, por cuenta de Patricia Antón).

Si hay un tiempo para cada cosa en la vida, es cierto que el de Trifulca a la vista merece que sea éste. Coincidencias no le faltan. Tenemos clases sociales que se resisten a perder un poder del que ya carecen, unos principios que solo cuentan en apariencia, un deseo de apariencia que precede a cualquier modo de honestidad y, en suma, un sainete social que nos recuerda vagamente a los patéticos y cómicos protagonistas de esta novela. Todo ello invita a leer esta novela con el interés que merece y la perspectiva histórica que hoy tenemos y que nos falta para juzgar nuestro tiempo.