8 de septiembre de 2021

Sapiens. De animales a dioses (Yuval Noah Harari)



Sapiens. De animales a dioses (Yuval Noah Harari, editorial Debate) es un libro provocador que ha merecido innumerables reconocimientos y halagos. Es difícil no haber leído previamente algún artículo o reseña que no nos haya puesto en contacto con las principales tesis defendidas por el autor pero, no por ello, se debe obviar la lectura directa del texto. No hay resumen que pueda suplir la riqueza del contenido del volumen, sus pequeñas anécdotas o su tono ligeramente irónico.


Entremos por tanto en materia. Partamos del nacimiento de la primera especie de homínido, mucho tiempo antes de que surgiera el primer Sapiens. Hablamos de un homo cuya principal diferencia respecto del resto de fauna sería su mayor cerebro, pero cuyas facultades físicas le ponían a merced de mamíferos mayores, más fuertes, hábiles y con sentidos más desarrollados para adaptarse a su entorno.


Pese a esa precaria posición, la familia homo se extiende en diversas especies (Neardental, Erectus, Floresiensis) para adaptarse a los diferentes entornos físicos en que vivían. Un millón y medio de años después, hace unos 350.000 años, surge una nueva especie de homo, al que llamamos inmodestamente Sapiens, en un rincón de África Oriental, que terminará tiempo después extendiéndose por todo el planeta e imponiéndose al resto de especies de su familia, llevándolas a su extinción, bien por superación biológica o por directo enfrentamiento.


Por tanto, frente a la falsa y extendida opinión de que los diferentes tipos de homínidos forman parte de una sucesión cronológica en la que cada especie es fruto de la anterior y mejora aquella, lo cierto es que las especies convivieron en el tiempo y bien podrían haber sobrevivido hasta la fecha, al igual que lo hacen los cocodrilos y los caimanes, las lombrices y los gusanos.


Pero en la familia de los homínidos tan solo el Sapiens sobrevivió y hay que dar una explicación de por qué esta especie, no mejor dotada físicamente que otras, pudo imponerse hasta el punto de superar su lugar dentro del reino animal y colocarse en la cúspide del mismo, llegando a tener la capacidad para influir en la vida del resto de formas de vida.


La explicación de Harari es lo que denomina la revolución cognitiva, o proceso por el que los Sapiens son capaces de elaborar ideas abstractas que comparten entre ellos convirtiéndolas en algo tan creíble y real como el mundo objetivo que les rodea y que les permite colaborar y superarse de un modo que ninguna otra especie es capaz.


Pongamos el ejemplo más sencillo para entender cómo este concepto ha impregnado hasta nuestros días la vida de los Sapiens y nos ha permitido ir mucho más allá que al resto de especies o de lo que nuestras capacidades naturales nos habrían permitido: el dinero.


El dinero es un concepto que no existe en la vida real, se trata de un mecanismo de intercambio de bienes y servicios basado en la confianza de que todo el mundo lo aceptará como método de valoración y medida. Si no hay confianza, el dinero no vale nada, que es lo que ocurre en los grandes procesos inflacionarios. Pero la creencia común en el valor del dinero permite el desarrollo de unas redes de comercio que potencian la riqueza de las naciones, favorecen el progreso material, científico, o artístico. Sin la creencia en el dinero viviríamos de lo que fuéramos capaces de producir o intercambiar con el fruto de nuestro trabajo en un pequeño y estrecho mercado local. La creencia común en el dinero nos hace más flexibles, nos permite acometer empresas mayores, nos aleja definitivamente del resto de la creación.


Sapiens es experto en crear estos conceptos, en desarrollar historias que sirven de cohesión para el grupo, que les lleva a imponerse frente a otros sapiens o a esmerarse para merecer una vida futura mejor. Todo lo que nos define hoy en día como humanos tiene su origen en esta idea. La religión, el derecho, las clases sociales, las ideologías, los nacionalismos, el imperialismo, el progreso científico como método y concepto, las grandes corporaciones mercantiles y tantas y tantas ideas que forman nuestro mundo y que son totalmente ajenas al resto de animales y que también lo habrían sido para nuestros hermanos homínidos hoy extinguidos.


Solo una especie en la que algunos de sus miembros sean capaces de creerse mejores que los demás en función del lugar en el que vivan, del tono de su piel o de la creencia en un determinado dios, podrá colaborar para lograr metas comunes que ni un chimpancé ni un Homo Erectus serían capaces de imaginar. Esos mitos y la capacidad para hacerlos tan creíbles como el suelo que pisamos son el principal motor de nuestra especie. No en vano, hoy la lucha por el relato es la principal actividad a la que se dedican nuestros políticos en la esperanza de que así se logrará una adhesión más fiel que la que resultaría de unas políticas que respondieran a las realidades verdaderas de los votantes.


Pero el tiempo histórico avanza y Sapiens, ​convertido ya en el único homo sobre la Tierra, crea el segundo gran cambio que le permitirá proyectarse hacia el futuro que hoy conocemos: la revolución agrícola. Es bien sabido cómo el hombre subsistía a base de la caza y recolección, desplazándose continuamente en busca de un entorno favorable para ambas actividades. Sin embargo, en algún momento, aproximadamente hace unos 10.000 años, los hombres de una zona concreta del Medio Oriente logran controlar el crecimiento de las primeras plantas sembradas por el propio hombre y no por el capricho del viento o la diseminación de los animales. En un proceso similar y de alguna manera interconectado, a la agricultura se le unirá la ganadería gracias a la domesticación de determinadas especies.


Como es bien sabido, la agricultura permite el asentamiento estable de poblaciones que ya no dependen de la abundancia de caza local sino que son capaces de generar excedentes suficientes para sus habitantes. Pero esto no trae necesariamente la felicidad para Sapiens. Los excedentes permiten la creación de oficios, castas y clases sociales para cubrir unas necesidades antes inexistentes y que no podían ser cubiertas. Igualmente, la mayor disponibilidad de alimentos permite un incremento del número de hijos por lo que el resultado global es que el agricultor neolítico trabaja denodadamente para apenas llegar a cubrir las necesidades de su familia, atenazado siempre por el miedo a las malas cosechas y las plagas.


Es interesante la perspectiva que adopta Harari. Por un lado, la fortaleza de Sapiens es su capacidad de interconexión, sus creencias comunes, su flexibilidad para organizar asociaciones que logren frutos espectaculares imposibles de otro modo. Pero esta fortaleza colectiva debe ser enfrentada con la realidad subjetiva del individuo. Según Harari, y esto es uno de los puntos más polémicos de la obra, el cazador recolector trabajaba menos horas para lograr su alimento que el agricultor mesopotámico, podía dedicar más tiempo a su familia o sus aficiones. Su vida era más variada, menos monótona que la del campesino, siempre sometido al mismo paisaje, atado a sus propias necesidades en un círculo infernal en el que se cuelan por primera vez en la historia los impuestos como forma de alimentar a las clases que surgen para organizar mejor la sociedad, sean soldados, sacerdotes, jueces o recaudadores.


Como especie, Sapiens garantiza su supervivencia. A nivel individual debemos fijarnos en si esto supone una ventaja para cada uno de los miembros de la especie. Igualmente, el autor nos interpela para preguntarnos si nuestro éxito como especie no merece también contemplar su cara oculta en forma de la extinción del resto de homínidos, la persecución a los grandes mamíferos con los que compartimos hábitat o la extinción de miles de otras especies animales y vegetales. Harari cree llegado el momento de establecer estudios históricos que no se centren en los hechos sino en las subjetividades, en la vida real de los hombres, en su felicidad y sentimiento.


¿Eran más felices los hombres sometidos a unas reglas claras de vida, aunque fueran difíciles, por el consuelo de alcanzar una vida en el más allá? ¿Es más feliz un hombre no sometido a las falacias y trampas de una religión? Solemos creer que las grandes religiones monoteístas son un avance para la civilización. No obstante, es un hecho histórico que una religión que admita varios dioses será más tolerante con los dioses de otra puesto que la proliferación de deidades forma parte de su fe. Sin embargo, una religión monoteísta, que solo admite un dios verdadero tenderá a rechazar cualquier otra creencia por falsa. Las guerras de religión que han sacudido el mundo, y aún hoy en día lo hacen, ponen de manifiesto esto. ¿Seríamos más felices viviendo en un mundo politeísta? ¿Acaso el progreso y la expansión del agnosticismo nos ha hecho vivir más satisfechos con nuestra realidad?


La interpelación de Harari es pertinente y permite cuestionarse muchos temas que solemos dar por ciertos. Acaso el nacionalismo lucha por defender los derechos de los individuos a utilizar su propia lengua, su cultura o sus costumbres. Pero, ¿son más felices los hombres que viven bajo un Estado-Nación que aquellos que han vivido bajo otras estructuras políticas?


Paradójicamente, Harari nos plantea que los Imperios, con toda su mala prensa, resultaban menos violentos que muchos de los regímenes a los que sojuzgaron y que sin olvidar todas sus sombras, llevaron hospitales, escuelas y alimentos a individuos que antes apenas podían aspirar a morir después de cumplir los treinta años.


Esta doble perspectiva, la colectiva (Sapiens como especie exitosa) y la subjetiva (cada uno de nosotros) sea tal vez la más relevante y útil de todo el libro puesto que podemos aplicarla sin límites a infinidad de ideas preconcebidas que manejamos. ¿Una sociedad feminista hará más felices a las mujeres?¿Los avances de la Ciencia nos convertirán en seres más completos, más felices?


El problema de este salto al vacío es que no nos ofrece herramientas para poder aventurar respuestas. El terreno de la subjetividad no es otra cosa que el terreno de lo opinable. Pero no tener respuestas no siempre implica que las preguntas no resulten pertinentes o certeras.


El camino de Sapiens avanza con desarrollos tecnológicos como la navegación, la escritura, la matemática y otros tantos permitiendo el desarrollo de organizaciones cada vez mayores. Así, el Imperio se convierte en un modo de dominación empujado por el éxito mercantil y económico de los países que los encabezan. Y así también se forma una tríada que se retroalimenta y refuerza. A mayor desarrollo económico, más fondos que pueden dedicarse a la innovación, a crear mejores armas, barcos mayores, arados más eficaces, todo lo que lleva a que el Estado sea más poderoso y logre expandirse más fácilmente y, por tanto, enriquecerse y seguir dando vueltas a la rueda. Así tenemos el imperio romano, pero también el español, e francés, el holandés o el británico.


Si bien nuestra visión de la Historia es muy europeísta, lo cierto es que hasta el siglo XV, Europa era una zona de escaso éxito, tanto a nivel económico, como humano. Por el contrario, Oriente puede ser considerado como más rico, más sofisticado, más desarrollado en muchos aspectos. Sin embargo, a partir de dicho siglo hay un hecho que determina el gran salto que está a punto de producirse: la revolución científica. Por alguna razón, el desarrollo científico arraiga de mejor manera en Europa que en otras partes del mundo y esto ofrece temporalmente una ventaja que los nacientes estados europeos van a saber tomar. Europa había desarrollado un carácter más racionalista y una vocación centrada en el hombre a partir del Renacimiento, con unas estructuras políticas más estables y flexibles para aprovechar el cambio.








Las sociedades que basan su conocimiento en la Ciencia tienen como punto de partida el hecho de que desconocemos gran parte de lo que nos rodea y, por tanto, tenemos que indagar y cuestionarnos todo para ir completando nuestro conocimiento. Pero si nuestro conocimiento deriva de una verdad revelada, poco más puede hacer el hombre. No existe laguna en nuestro conocimiento que merezca el esfuerzo de ser investigada.


La Ciencia permite ir sustituyendo los mitos y creencias, las supersticiones por certezas. No solo es que los europeos puedan crear máquinas para la guerra superiores o mejorar los telares. Es que su ansia de conocimiento de todo tipo lleva a los europeos a recorrer el mundo, a querer medirlo, catalogarlo, lo que favorece que luego pueda ser explotado. Los conocimientos cada vez mayores logran ese efecto multiplicador que dispara la innovación y, aún más importante, la confianza de estos occidentales no solo en Sapiens, sino en su propia raza. Somos mejores, más inteligentes, más ricos y esto tiene una causa que fundamos en una superioridad que se impone como una ley natural. Por consiguiente, estamos destinados a dominar a quienes no lo son tanto. Si la especie Sapiens nos hace a todos igual, el hombre occidental se cree parte de una subespecie superior, merecedora de administrar al resto.


Enfilando ya los últimos capítulos de la obra, Harari ve llegado el punto en el que la revolución científica nos ha permitido abrir ligeramente una puerta que supondrá una nueva revolución cuyo carácter y consecuencias no somos capaces aún de intuir. Los avances en genética, biomedicina o robótica permitirán elegir rasgos genéticos en nuestros descendientes, superar la muerte por enfermedades o el mero envejecimiento y también llevar a nuestro cuerpo más allá de sus capacidades naturales a través de implantes iónicos. ¿Estaremos ya ante Sapiens o ante otra especie que comenzará lentamente a evolucionar?¿Estaremos sembrando las semillas de nuestra propia extinción a manos de otros homínidos, tal y como nosotros hicimos con nuestros hermanos?


De ser unos animales similares al resto, a convertirnos en arquitectos de la vida, este es el fascinante viaje por el que nos ha llevado Harari. Con sus tesis cuestionables en algunos casos, sus contradicciones internas o sus fobias y creencias demasiado evidentes en ocasiones, pero con una lucidez y una capacidad para incomodarnos en nuestros prejuicios que ya hacen de por sí imprescindible su lectura. Tal vez al concluir la última página el lector habrá avanzado en el largo camino que nos lleva a merecer el nombre pretencioso que nos dimos.



9 de agosto de 2021

La aventura formidable del hombrecillo indomable (Hans Traxler)


 Para Maitane y David



Estamos sentados tomando el aperitivo y David me reprocha no haber publicado ninguna reseña sobre La aventura formidable del hombrecillo indomable. Trata de retar a su hija para ver quién recuerda mejor el comienzo del libro, y así abren el reto de ver quién de los dos es capaz de recordar más líneas del libro, y aunque no se ponen de acuerdo en si las frases que dice el otro son las correctas o no, lo cierto es que no tengo dudas, Maitane, ha superado a su padre con total seguridad. En los cincuenta años que cumple hoy David,  la memoria ha pagado algunas facturas aunque no para olvidar a sus buenos amigos y las mejores historias vividas con ellos. 


Y yo también trato de recordar cómo, hará unos tres años, David me enseñó el libro en su casa y le hice una foto para no olvidarlo porque, según me aseguró, era el mejor libro del mundo. Y al verlo, creí que sería una buena opción para Pablo, poco amigo de la lectura. Claro es que en estos tiempos de virus, mi hijo parece vacunado contra ese tipo de vicios, espero que también lo esté contra otros que pronto le llegarán en su casi preadolescencia. Y, pese al poco éxito de la recomendación, sigo pensando que La aventura formidable del hombrecillo indomable es el libro perfecto para él.  



Porque nada mejor para su imaginación desbordante que la historia de un hombrecillo que un verano encontró una esponja a mano y cuando nadie lo miraba, la estrujó a ver qué pasaba. Y lo que pasó es que, como toda esponja, soltó agua, agua y más agua, hasta inundar todo cuanto se ve. Y el hombrecillo después de haberla liado, debe pasar por infinidad de calamidades y emprender un viaje, una huida, un sálvame la vida. Para ello  pasará de un tonel a una cama, volará colgado de un hidroavión o de una bandada de gallinas, dormirá con un castor y visitará la China, lejana pero no tanto como la luna por la que también se asomará. Bajará a la profundidad del mar agarrado a un delfín y conocerá a un ratón gigante o entrará en el interior de un cráter a punto de reventar, y así hasta volver a empezar.

 

Porque, para el hombrecillo indomable, la vida es una aventura formidable, una sucesión de hechos que asume con la plena consciencia de que todo puede suceder y de que su papel es vivir contra todo y pese a todos, disfrutar de cada hermoso momento mientras dure y por eso, deberá saltar de un bote con un cocinero tan gordo que amenaza con hundirlo, a una cama flotante en la que, sin más preámbulos, sin preguntarse qué hace allí, aprovechará para echar un sueñecito reparador.



El autor de esta joya es Hans Traxler que, como no podía ser de otra manera, nació en  la República Checa en 1929, esa tierra en la que los autores que gozan de presentar lo absurdo como verídico forman un género aparte en la Literatura. Las tribulaciones del hombrecillo indomable recuerdan a las peripecias centrípetas de K, (otro personaje sin aparente bautizo nominal) en torno al alcaide del castillo. Pero también, el hombrecillo nos remite al soldado Svejk, otro personaje aparentemente invisible, solo preocupado por frecuentar a las camareras del Ú Kalicha y su formidable cerveza, dispuesto a dejar pasar la vida por delante de sus narices pero, por ello mismo, sorbiéndola a borbotones. Y podríamos seguir con Hrabal y los protagonistas secundarios, tan poca cosa, tan alejados del arquetipo heroico, pero tan heroicos como un Hércules o un Odiseo del siglo XX.


Y esta obra se enmarca dentro de esa tradición de irreverencia y sátira, de hombrecillos enfrentados a un mundo que les desborda y supera, pero al que se enfrentan con su simpleza o su grandeza, de manera indomable. Porque en este mundo de grandes dramas y desastres que cruzaron el mapa europeo del siglo XX, solo esos hombrecillos pudieron poner cordura y hacer valer esa dignidad que algunos quieren hacer perder a todo John Doe que se preste.

 

 


 

Traxler  tuvo que abandonar la República Checa al poco de concluir la Segunda Guerra Mundial, en parte por pertenecer a la minoría germana y, en parte, por las mejores oportunidades laborales para un dibujante satírico como él. En Alemania colaboró con diversos medios publicando tiras cómicas, sátira política e ilustraciones para libros infantiles. Incluso en este último campo mantuvo su irreverencia y la fina ironía de sus trabajos para adultos. Para este libro acompañó las ilustraciones con una breve línea por página, en rimas pareadas, logrando así un tono más cómico y ganándose la admiración de los pequeños para quienes fue destinada la obra inicialmente.


No caeré en la tentación de asegurar que este pequeño libro con ilustraciones y escasos sesenta versos es realmente el epítome de la crítica social a un mundo absurdo que nos oprime. Tampoco que es una lectura apta para adultos, que podrán regodearse en los dibujos y descifrar secretos  escondidos a los ojos de los niños. No, La aventura formidable del hombrecillo indomable es solo un libro para niños, que cualquiera puede disfrutar en la medida en que se ponga en el papel de quien fue niño en su día, de quien lo leyera y de adulto lo rememore. Y, visto así, es un libro espléndido, una historia admirable y formidable, lleno de pequeños detalles que fuerzan la sonrisa y de un texto amable que nos hace simpatizar con ese hombrecillo. Tampoco nadie se atrevería a decir que Hamlet sea una mala obra por no ser apta para niños. 



Este libro ha sido publicado en España por Anaya con traducción de Miguel Azaola, sin duda en un esfuerzo más que meritorio puesto que lograr mantener el ritmo de las frases sin caer en el ripio más básico puede no resultar fácil.      


Y sí, volvemos a Pablo ya que en su carácter se encierra la inagotable fuerza de la imaginación y la creatividad, pero también esa indomabilidad que acompaña a quienes no quieren seguir el surco de quién va por delante, y que tantos problemas nos traerá a sus padres en breve. Pero en ambas características se esconde la semilla de lo que, sin duda, terminará germinando en forma de un gran lector que encontrará su propio camino alejado de las recomendaciones paternas, libre de ellas. En fin, yo también tengo unas esperanzas indomables...


Y volvamos también a Maitane y David. Sin duda dos grandes lectores y, por tanto, espléndidos  recomendadores de lecturas. De Maitane espero su próxima sugerencia, una vez cumplida mi promesa de reseñar este libro. De su padre ya me llegaron en su día obras como Narración de Arthur Gordon Pym o más recientemente las de Terry Pratchett, además de aventuras vividas juntos, alguna de ellas casi tan formidable como la de nuestro hombrecillo.

 

 

18 de julio de 2021

El infinito en un junco (Irene Vallejo)



 
La pasión por los libros es un largo hilo que teje la Historia y a través del que se puede reconstruir los movimientos filosóficos, artísticos o las luchas de poder que nos han dado el mundo que hoy conocemos y habitamos.
Y lo es porque los libros son el depósito en el que volcamos nuestro conocimiento, las cápsulas que resguardan nuestros mitos y leyendas, lo que somos o creemos que somos, la imagen que queremos ceder a los que están por venir. También nos sirven de peldaños para atisbar el pasado y alzarnos sobre hombros de gigantes que hagan más fáciles nuestros siguientes pasos.  
Y, sin embargo, los libros no son más que el medio por el que se preserva el conocimiento, y a estos efectos, tanto nos vale un incunable, un fajo de pergaminos o un ebook. Pero en el caso de los libros, la confusión entre el continente y el contenido alcanza una equivalencia casi mística. El libro es un material sagrado sobre el que se alzan pasiones y odios. La quema de libros, sea por herejía como en la Edad Media, por mala literatura como en el Quijote, o por simple desviación ideológica como en Bebelplatz representan la cima de la barbarie. Empezamos quemando libros y terminamos quemando personas como reza con mucha razón la sabiduría que nos ha legado el pasado siglo con sus hechos contumaces.
Esta confusión también alcanza a la lectura en sí misma. Todos hemos oído el tópico de que leer es fundamental, que hay que leer lo que sea, que da igual lo que se lea, lo importante es leer. Somos tan generosos que nos da lo mismo que se lean las instrucciones de un secador, que El cuarteto de Alejandría. Curioso porque no aplicamos el mismo criterio a la escritura: escribe lo que quieras y donde quieras, pero escribe. No nos gustan las abreviaturas, los emoticonos, eso destruye nuestra civilización.
No nos engañemos, los lectores confesos somos una secta universal que se complace en un cierto sentimiento de superioridad bienintencionada. La absoluta fe en los libros, como Verdad revelada nos convierte en fanáticos proselitistas que reclaman apoyo gubernamental a unos planes de lectura que parecen más bien una forma de sacrificio presupuestario ritual para reconfortarnos, que una inversión eficiente. También somos despóticos con cualquier competencia a nuestra religión, especialmente aquella que aleja a los más jóvenes de nuestro camino. La televisión, los videojuegos, internet, redes sociales, un mercado muy complejo en el que la competencia es cruel y muestra resultados desiguales para los bibliófilos.
Tal vez la decepción se haya extendido en nuestras filas en este año de pandemia en el que todas las voces auguraban un tiempo de recogimiento y lectura sin igual. Mayor espacio disponible, menos relaciones sociales, menos salidas y una infinita oferta física y, principalmente, a través de libros electrónicos que se podían obtener y leer en apenas segundos, sin contacto con el exterior. Porque lo cierto es que las series se han impuesto definitivamente a la lectura por mucha palabrería que gastemos en agarrarnos a algún dato fuera de contexto que nos permita albergar esperanzas. Somos como los amantes del vinilo, aferrados a su formato, glosando sus cualidades sonoras frente al grosero CD con la diferencia de que ahora estos parecen vivir una segunda juventud, sin duda, otra prueba de que su mundo ha pasado y se conforman con su reducto de ventas frente al CD que vive sus horas bajas, olvidando que el pasado nunca vuelve, al menos nunca como lo habíamos recordado.  
Y por ello, no es de extrañar que, precisamente en este tiempo, los devotos lectores se hayan arremolinado en torno a un texto que glosa la gloria de nuestro objeto de deseo y veneración. Un libro que nos habla de un tiempo en el que cada libro era una creación única, no industrial, sino artesanal. Un tiempo en el que el conocimiento era patrimonio de unos pocos y se traspasaba de generación en generación a través de unos textos que se copiaban en conventos madrazas y se acumulaban en bibliotecas cuya destrucción suponía un salto hacia el pasado de cientos de años hasta que se podía recuperar parte del conocimiento perdido.
El infinito en un junco, publicado por Siruela, es el resultado de la pasión e investigación de Irene Vallejo sobre la creación de un mundo que sabe evocar con maestría contagiosa como bien ha puesto de manifiesto la legión de lectores entusiasmados que han devorado la obra o la concesión del merecido Premio Nacional de Ensayo 2020.
Vallejo recorre los caminos de la Ruta de la Seda acompañando a los recolectores de libros enviados por Ptolomeo, el fiel general de Alejandro Magno, en busca de cada libro que contuviera una mínima brizna del conocimiento de su época, de la poesía o la épica que el hombre había creado. Nadie conoce la verdadera razón de ese afán precursor de los de Diderot y d'Alembert pero lo cierto es que los ecos de ese fervor y de la obra en que se materializó han llegado a nuestros días. La Biblioteca de Alejandría es la referencia mítica en la que se vertebra el relato de Irene Vallejo.  
Y no es difícil dar el salto entre la biblioteca de Alejandría y la borgiana biblioteca de Babel, esa colección infinita de textos, en su mayoría irrelevantes o imperfectos, pero que atesora un libro que refleja, punto por punto el relato de cada una de nuestras vidas y el día y modo de nuestra muerte. Porque El infinito en un junco, pese a hablarnos de la creación de los libros en la Antigüedad viaja de continuo entre ese pasado mítico y el presente de un modo vertiginoso estableciendo un hilo conector entre las experiencias de la autora, sus visitas a grandes bibliotecas o sus recuerdos de niñez en el primer acercamiento a las letras y aquellos tiempos remotos. En los que se forjaba lo que hoy nos parece tan evidente y simple.  
Y de ese pasado nos llegan nombres evocadores que cobran todo su sentido en las páginas de este libro. De Alejandría pasamos a Biblos, nombre que no precisa de más aclaraciones para justificar su presencia en este ensayo, o Pérgamo, la capital del material que amenazó la industria egipcia del papiro como soporte predilecto de las letras. Conoceremos a los pueblos primitivos que, en lugar de grabar sus signos en barro cocido, lo hicieron en cortezas de árbol, material que, por sorprendente que pueda parecer, terminó imponiéndose siglos después a través del tratamiento de la celulosa.
También acompañamos a los anónimos creadores del alfabeto griego, la perfecta creación para servir de signos que dibujen nuestras palabras, superando así todos los intentos previos a través de pictogramas, jeroglíficos o protoalfabetos como el fenicio.
Pero también nos retrotrae al tiempo en el que la literatura, igual que todo tipo de conocimiento, se transmitía por vía oral, formulándose en muchos casos en forma de canciones o gestas que se enriquecían con el tiempo, mezclando tradiciones locales y el genio de cada bardo. Esta tradición se puede seguir en forma de las mitologías escandinavas germánicas, pero también en los romances y cantares de gesta del medievo o en recientes épocas en los relatos orales de los Balcanes, una larga tradición que vive en la actualidad sus últimos días tristemente.
 


Pero la biblioteca de Alejandría no solo es un almacén de libros. La conservación y reparación de los volúmenes juega un papel muy importante en aquella época, al igual que la localización del libro deseado entre una monumental colección que requirió de las primeras clasificaciones, no solo temáticas como la épica, la lírica o la ciencia sino, por encima de todo, el nacimiento de los primeros métodos de ordenación bibliotecaria de la Historia.
Y retirado un libro de su estante, comienza el tiempo de la lectura, ese complejo y laborioso proceso que tanto se diferencia del que hoy conocemos. Hasta la Edad Media no comenzó a implantarse la lectura en silencio, mejorando la comprensión del texto y la rapidez de nuestro avance por las páginas y dando a las bibliotecas su actual halo de silencio tan incómodo en ocasiones para los más nerviosos. Pero si complicada era la lectura, el aprendizaje de la escritura solo era posible para los más afortunados, que podían ahorrarse el trabajo manual y dedicar su tiempo a largas jornadas de apreturas junto a otros aspirantes a escribas, con sus espaldas encorvadas y marcadas por los latigazos de unos profesores algo apegados al aforismo de que la letra con sangre entra. Las tablillas con los ejercicios caligráficos que han llegado a nuestros días no ahorran las bromas de estos jóvenes sobre la crudeza de sus maestros.
En un principio la escritura no era sino el modo en el que los gobiernos mesopotámicos controlaban sus enormes imperios, fundamentalmente, los impuestos recaudados. Solo con el tiempo, esta técnica comenzó a utilizarse para fines menos pragmáticos y más útiles para el progreso humano. Los escribas oficiales dejaban constancia de la gloria de sus monarcas en guerras no siempre ganadas en los campos de batalla pero sí en columnas o frisos conmemorativos. Los sacerdotes pudieron recoger los mandamientos de sus dioses y anónimos héroes dieron cuenta de las condiciones de vida de su época en obras satíricas o de otro tipo dando así comienzo a la enorme variedad de géneros literarios que, en mayor o menor medida, se han mantenido intactos hasta nuestros días.  
Junto a estos ilustres antecesores, la autora da cuenta de las primeras letras leídas bajo la mirada de su madre, sus miedos en el colegio por no parecer la niña rara que odiaba el tiempo del recreo prefiriendo la soledad de la lectura al bullicio público, sentimiento tan cercano a todos quienes no hemos sido vacunados contra el virus lector. También da cuenta de sus visitas a las librerías, esos negocios en los que apenas vemos la parte empresarial, tan solo el olor característico, la acumulación insoportable de lecturas que sabemos que no podremos llevarnos al salir, ese sueño húmedo de que todos querríamos ser libreros si nos toca un pequeño premio de lotería, en suma, todas esas sensaciones que nos hacen salivar mientras revisamos la sección de novedades de Amazon.
En suma, El infinito en un junco, está compuesto por una colección de preciosas teselas, recopiladas por la autora en un trabajo sin duda ímprobo y documentadísimo. Sin embargo, hay ocasiones en que la belleza de las piezas no siempre garantiza un cuadro final coherente y ordenado. Podemos pasar varias veces por el mismo escenario o evocar al mismo autor en diferentes contextos, los temas se entremezclan para aparecer y desaparecer sin tregua, al igual que los episodios personales no siempre parecen traídos de un modo espontáneo.
Pero en esto muchos encontrarán una virtud. La erudición quedará satisfecha, también la curiosidad por la vida de otros como nosotros. Los misterios que hoy veneramos se desvelarán haciéndose presentes y revelando la fuerza que aún conservan. Así como el papiro se forma entremezclando juncos, esta historia se trenza en infinidad de hilos que aparecen y desaparecen, algunos para siempre, otros para retornar a mayor gloria de nuestro objeto de pasión. El viaje desbocado de Irene Vallejo nos dejará sin aliento, fortalecida nuestra fe y confiando en que un pasado de miles de años no acabará tan pronto como los agoreros presagian. Así sea.
 

 

 

4 de julio de 2021

Derrota a Tiflos

 

18 de septiembre de 2016

Los renglones torcidos de Dios (Torcuato Luca de Tena)

 



Al igual que Torcuato Luca de Tena, el lector de Los renglones torcidos de Dios, se adentra en un mundo del que apenas atisba sus sombras desde la verja de entrada del hospital psiquiátrico de La Fuentecilla, el escenario de esta novela, al tiempo fascinante y aterradora.

Porque aterradora es la realidad que nos es vedada tras esa tapia que protege nuestra conciencia y nuestra cordura, a costa de ignorar los trastornos que sacuden a esos renglones torcidos de Dios, esos pequeños dislates en vida que nos complace recluir para fijar una clara frontera física entre ellos y nosotros.

Entremos en materia. Estamos en los años de la Transición y Alice Gould entra en el manicomio de La Fuentecilla por indicación médica y a instancias de su marido, tras varios presuntos intentos frustados de envenenamiento. El diagnóstico provisional: paranoia.

Con ella cruzaremos la puerta de entrada, seremos recibidos por la psicóloga del centro, Montserrat Castell, se nos informará de los pasos a seguir en el ingreso y sabremos de todos los trámites burocráticos precisos. Desde los humillantes registros físicos, a la entrega de enseres a cambio de un recibo, como una promesa incierta de una dudosa e improbable sanación y regreso al mundo de los cuerdos.

Y sí, al fin, cruzaremos la frontera, esa línea que separa el aún seguro mundo de los médicos y personal sanitario, del centro de gravedad del hospital, el lugar en el que Alicia conocerá de primera mano las infinitas dolencias del alma y del espíritu que afligen a los que, en lo sucesivo, compartirán protagonismo con ella en la novela.

Pronto conoceremos los diversos tipos de pruebas diseñadas para tratar de sacar a flote la personalidad de cada interno, sus taras y los posibles tratamientos. Pero lo que en ningún momento dejará de advertir el lector, al igual que el resto de personajes de la obra, sean locos o cuerdos doctores, es que Alicia no es un enfermo al uso. Su inteligencia la aleja de cuantos la rodean. Su procedencia social y el elitismo que manifiesta, sus intereses refinados y su discurrir brillante marcan una diferencia que la hacen aún más extraña en este mundo extraño, hasta el punto de que los propios médicos comienzan a simpatizar con ella y a poner en duda su supuesta enfermedad.


Pero para llegar a este punto, la novela nos mostrará el panorama desolador de un manicomio en tránsito de convertirse en un verdadero hospital psiquiátrico, en un momento en el que la ciencia médica trata de sacudirse formas casi medievales. Por ello, no dejará de sorprendernos que entre los internos figuren entremezclados, en un curioso rebaño, los demenciados junto a los oligofrénicos, sea cual sea su grado; los mutistas compartiendo espacio con autistas, fóbicos o incluso con algún homosexual y pederasta (a ojos de los médicos poca diferencia parece haber) o simples aquejados por depresión profunda o suicidas a secas.

 El joven director de La Fuentecilla,. Samuel Alvar, ha eliminado barrotes, tratamientos vejatorios, creado talleres ocupacionales, instaurado salidas periódicas y otro sinfín de medidas, no todas ellas aceptadas de buen grado por el resto de médicos.

Ajena por ahora a este conflicto, Alicia irá fijando su atención en los casos más singulares; su curiosidad insaciable y la buena relación que mantiene con los psiquiátras, servirán de disculpa al autor para explicar con detalle y amenidad numerosas dolencias desde un punto de vista científico, sin desmejorar la trama de la novela.

Gracias a los apodos que los internos, o la propia Alicia, ponen a sus compañeros, pronto nos resultarán familiares “la Niña Oscilante”, “el Hombre Elefante”, “el Gnomo”, “la Mujer Percha” o “la Duquesa de Pitiminí”, cualquiera de ellos digno de figurar en un libro de Oliver Sacks.


Torcuato Luca de Tena proviene de una familia dedicada al periodismo y su labor profesional se desarrolló en innumerables medios y circunstancias. Ser un periodista de estirpe queda reflejado de manera patente en obras como ésta, tal vez la más famosa de todas ellas. Su acierto es notable a la hora de mantener el ritmo de la novela, combinando información y suspense y haciendo avanzar la trama sin caer en la mera anécdota. Su estilo es directo y ágil, huyendo de las descripciones innecesarias y demorándose tan solo en los detalles psicológicos de sus personajes, cayendo en ocasiones en cierto reduccionismo en el tratamiento de alguno de ellos.

 La profesión de Luca de Tena también queda de manifiesto en la fase de documentación de la novela dado que su autor ingresó en un hospital psiquiátrico en similares condiciones a las de Alice Gould, esto es, no por petición propia, sino mediante engaño y falsedad, bajo un nombre falso que le hiciera pasar inadvertido para poder conocer de primera mano la experiencia a que se enfrentan los enfermos. De ahí en adelante se puede deducir que gran parte de lo aquí descrito forma parte de la realidad vivida por el autor durante su internamiento.

Pero Luca de Tena pretende escribir una novela y no un relato novelado de su propia peripecia personal. Por ello, la acción avanza y entramos en una segunda parte en la que, ya conocido el escenario y los personajes principales, al más puro estilo del género de suspense, asistiremos al esfuerzo por diagnosticar a Alicia, determinar la veracidad de sus sentimientos y, en suma, asumir la decisión de mantenerla ingresada junto a unos dementes con los que ningún parecido parece guardar, o liberarla y devolverla al mundo asumiendo el riesgo de que la brillantez de su inteligencia y su personalidad hayan jugado una mala pasada a sus médicos.


Nada más diremos de la peripecia de Alicia, la intriga detectivesca, en ocasiones casi rondando la comedia de enredo,y el desenlace que parece alejarse a cada vuelco que da la historia. Porque, en suma, el núcleo de la novela ya ha sido expuesto, y el desafío para el lector está lanzado: los interrogantes que los médicos trazan sobre la cordura de Alicia se vuelven hacia nosotros, que deberemos afrontar el  examen de nuestros  propios impulsos y deseos, nuestras obsesiones y recovecos y así determinar si, expuestos a la luz del día; son tan livianos como para devolvernos la tranquilidad sobre nuestra sanidad mental.

Porque esa frontera tan sutil entre uno y otro mundo es a lo que se enfrentará, tanto la Junta de Médicos de La Fuentecilla, como el lector de Los renglones torcidos de Dios. Al primer interrogante se obtendrá (tal vez) respuesta al concluir la novela. La segunda cuestión deberá dictarminarla cada cuál consigo mismom, así de ingrata y exigente es la Literatura.


8 de agosto de 2016

Escuelas Creativas (Ken Robinson)




Ken Robinson es un reputado experto en Educación. No es tarea fácil ya que cada padre, madre, profesor o alumno, político de turno, y así hasta el infinito, creen serlo. Pero lo cierto es que su experiencia en la materia le avala. Ha asesorado desde los años setenta a numerosos gobiernos, asociaciones y agencias estatales. Ha colaborado con muy diversas instituciones educativas y ha sido (aún lo es) profesor en diversas universidades, tanto en el Reino Unido como en los Estados Unidos.

La fama, no obstante, le llegó gracias a una charla TED, titulada de una manera bastante provocadora “¿Matan las escuelas la creatividad?”. En los escasos minutos que dura la charla, plagada de sentido del humor, ironía e ideas brillantes, Robinson desarrolla una de las ideas centrales de su pensamiento: las escuelas actuales nacieron en el siglo XIX con el fin de formar el tipo de profesional y trabajador que era necesario para la Revolución Industrial que se estaba viviendo.

En aquellos años, cada trabajador era una pieza de un engranaje a la que no se podía exigir sino el cumplimiento diligente de tareas. La creatividad, las artes visuales, el pensamiento disruptivo o el cambio de paradigma no formaban parte de las necesidades de la época.

Los tiempos han cambiado pero no lo ha hecho la educación. Creemos que sigue siendo igual de importante aprender los rudimentos de las matemáticas o que adorna lo mismo que antaño una buena cita literaria, pero la realidad es que solo se trata de nuestra resistencia al cambio.


 Peor aún. Según Robinson, incluso si fuéramos capaces de encapsular en un programa educativo todas las habilidades y conocimientos que hoy son necesarios, de nada le servirían a un alumno que ingresase en el sistema educativo. Cuando acceda al mercado laboral, dentro de un mínimo de 12 años, probablemente 16 o 17, poco de lo que hoy consideramos necesario lo será ya. Y es que los tiempos cambian que es una barbaridad, y si esto era válido en los tiempos de la zarzuela, cómo no lo será hoy en día.

Por ello, la escuela solo puede ayudar a sus alumnos a sacar el mayor provecho de sus habilidades, de sus mejores aptitudes, de sus talentos, sean cuales sean, porque en el futuro, tan útil podrá resultar saber expresarse por escrito con precisión, como la propia expresión corporal o el dominio de las artes. La escuela debe ayudar a potenciar lo innato de cada alumno y no tratar de encajar en un molde prefijado a todos sus sujetos pasivos, uniformando y matando todo atisbo de diferenciación.

Esta idea ha sido desarrollada en El elemento, obra en la que Robinson se explaya sobre aquella actividad que resulta tan placentera, vamos, que es como si no estuvieras trabajando, y que está relacionada con aquella habilidad, o habilidades que podemos desarrollar plenamente. En suma, es aquello que envidiamos en las personas que disfrutan totalmente de su trabajo. ¿Ayudan las escuelas a ello? No. Pero es cierto que la culpa no es de la institución como tal. Tampoco la sociedad parece dispuesta a fomentarlo cuando se está más pendiente de la posición en los informes PISA que en el número de buenos alumnos que son empujados al fracaso escolar.

Pero de todo esto ya hablamos en su día. Ahora nos toca dar cuenta del último libro publicado por Ken Robinson, Escuelas Creativas (Ed. Grijalbo, con traducción de Rosa Pérez). En este libro, el autor parte de la idea de que muchas personas se muestran interesadas en los cambios que propone pero el movimiento no termina de tomar forma, más aún, las principales corrientes impulsadas por los gobiernos buscan mejorar los resultados en los rankimg internacionales, lo que representa la antípoda de lo que él propone. Por ello, lo que busca en esta ocasión es dar cuenta de las experiencias positivas que muestran que otro tipo de escuela es posible, que no siempre se trata de un salto al vacío con resultados dudosos o de instituciones para niños problemáticos que solo pueden dedicarse al teatro o a otro tipo de actividades porque, en el fondo, no valen para otra cosa.


 Porque Robinson es consciente de que éste es el verdadero talón de Aquiles de todas las reformas educativas: el temor a que los cambios supongan la pérdida de un tren que realmente ya se nos ha escapado. De ahí la importancia de dar a conocer experiencias positivas, de demostrar que el cambio no solo es posible sino necesario.

Para ello, el autor saca provecho de todos sus años visitando escuelas, dando charlas, trabajando codo con codo con profesionales implicados en cambiar la realidad y pretende convertir a cada lector en un apóstol para la causa.

No trataré aquí de dar cuenta de los numerosos casos descritos, esta labor queda reservada para el lector curioso. Sí que me detendré en algunos de los puntos que tienen en común todos estos proyectos.

El primero, y sin duda, más importante de todos ellos, es la implicación del profesorado. En todos los centros descritos, la Dirección y. por extensión, el resto de personal, se toma su trabajo muy en serio no entendiendo por ello la diligencia en completar informes y currículos o en conocer al dedillo las materias impartidas o corregir los interminables exámenes en tiempo y forma. Se trata más bien de un compromiso con la educación, con la materia prima que es el alumno, tratando de hacer realidad esa intención de dar y exigir a cada uno según sus posibilidades.

Otro principio común a todas estos casos de éxito es el de estar entroncadas en su comunidad, adecuarse al entorno socioeconómico y ofrecer un verdadero servicio a la Comunidad. Esto puede significar que la escuela ofrece un refugio a chavales con problemas de integración en escuelas convencionales, escuelas que ofrecen programas de enseñanza adaptados a las necesidades reales del entorno o, simplemente, escuelas que ofrecen un abanico de actividades que implican a toda la sociedad, no solo a la comunidad educativa. Convertir una escuela en una institución sin la que la comunidad no se entienda como tal no es una tarea fácil, pero es una pieza clave del éxito.

Otro factor común en todas estas escuelas es la ausencia de presión por los resultados inmediatos. Esto quiere decir que, en la mayoría de los casos, los exámenes no son la herramienta principal de evaluación, en muchas de estas escuelas ni siquiera existen. Se trata de entender la educación como una carrera de fondo y confiar en el proyecto aún sabiendo que a corto plazo tendremos tal vez peores resultados que aplicando otros métodos.


Este tipo de escuelas no se centran necesariamente en la enseñanza académica, abstracta, en la mayoría de las ocasiones lanza a los chavales a retos como los que pueden encontrar los adultos en su día a día. Crean empresas, dirigen proyectos, fabrican robots y, a consecuencia de ello, aprenden. La relación que se crea así entre alumno y profesor es colaborativa, no le resta autoridad como propugnan algunas corrientes educativas que identifican al profesor con un tirano. No, estas escuelas creen que el profesor debe enseñar, forzar el aprendizaje y exigir. No es un colega, debe ser un líder que ejerza como tal.

Aunque las nuevas tecnologías parecen la solución a todos nuestros males, no todas estas escuelas se apoyan en ello como método de aprendizaje, algunas de hecho, las apartan de sus planes. Sin embargo, en todas ellas, estas tecnologías son una ayuda para el profesor, para elaborar sus propios materiales, para organizar los trabajos, como método de seguimiento de los alumnos. Es decir, la tecnología como herramienta, no como un fin en sí misma.  

Otra escuela es posible, lo que ocurre es que como este libro pone de manifiesto, los caminos son casi infinitos y ninguno es necesariamente mejor que el resto. Tal vez se trate precisamente de aprender que la escuela del futuro no será tan homogénea como hoy la conocemos, que debería ofrecer multitud de enfoques diferentes con los que tratar de hacer posible esa idea por la que Ken Robinson lucha, el que cada niño sea capaz de descubrir cuál o cuáles son sus dones, su elemento, y que la escuela sea lo que lo potencie y no lo que lo arruine.