27 de marzo de 2022

Continente salvaje: Europa después de la Segunda Guerra Mundial (Keith Lowe)

 


 

Cuando José María Gironella publicó la última parte de su trilogía sobre la guerra civil española, eligió como título, Ha estallado la paz, para narrar lo acaecido tras el 1 de abril de 1939. Y este título refleja de un modo excepcional la idea de que, tras una guerra, la paz tarda en llegar, no es un estado que se alcanza de inmediato, y que este proceso no siempre es fácil de gestionar, que puede resultar tan tormentoso como el estallido de un conflicto.

Continente salvaje: Europa después de la Segunda Guerra Mundial de Keith Lowe, publicado por Galaxia Gutenberg y con traducción de Irene Cifuentes, es la terrible evidencia de este hecho. Estamos ante un libro revelador y que, de alguna manera, desafía el relato tradicional según el cuál la caída de Alemania puso fin al Mal, y que la estabilidad se instaló a ambos lados del Telón de Acero. Pero el trabajo de Lowe pone de manifiesto que, entre 1945 y 1948, los conflictos internos, las venganzas, la violación de todo tipo de derechos humanos, los abusos y las injusticias fueron casi tan habituales y frecuentes como lo fueron durante el conflicto.

Y comenzamos por lo más evidente, por los que no volvieron nunca. Tras el humo de los bombardeos y el derrumbe nazi, se pudo comenzar el recuento de cuantos perdieron su vida, tanto en los campos de batalla, como en las ciudades y pueblos; nunca antes una guerra alcanzó a la práctica totalidad del territorio en conflicto como durante la Segunda Guerra mundial. Los bombardeos de Liverpool o Dresde son la prueba de que la muerte podía estar a miles de kilómetros del frente. Y estas muertes, contadas por millones, supusieron un vacío imposible de cubrir. No solo en forma de brecha natalicia, también como pérdida de talento de todo tipo, de capacidades que eran imprescindibles para la recuperación. Zonas enteras quedaron devastadas y tardaron muchos años en volver a poblarse con normalidad. La ausencia de padres marcó la vida de sus huérfanos y viudas, como es natural, pero la ausencia tan abrumadora y extendida, generó un efecto multiplicador que acrecentó las consecuencias de su ausencia.

Y aunque esta muerte se cebó principalmente en los hombres, el número de mujeres y niños fallecidos fue igualmente terrible. La suerte de los supervivientes se complicó sobremanera. El número de viudas y huérfanos alcanza unas cifras inmanejables para unos servicios sociales que apenas eran una estructura administrativa en un papel. Los niños debieron acostumbrarse a jugar entre escombros, con habituales apariciones de restos de cuerpos humanos, cuando no, de munición y proyectiles que no habían explotado pero que lo hacían años después del fin de la guerra, recordando con nuevas muertes de inocentes, un conflicto que apenas había dejado de estar presente para todos.

Las mujeres no solo sufrieron al perder a sus maridos y deber sacar adelante a sus hijos, buscando trabajos precarios, descuidando involuntariamente el cuidado de sus pequeños, priorizando el poder llevarles algo de comer. Además, las mujeres, especialmente las que vivían en la Europa Oriental, y entre éstas, principalmente las de origen alemán, sufrieron la venganza en sus cuerpos de los ocupantes, soviéticos pero también de otras naciones. Las violaciones hasta la muerte, los golpes y amputaciones por mera venganza, el asesinato de sus hijos ante sus ojos; todo ello hizo de las mujeres las principales víctimas de este periodo de posguerra. Como el mismo autor señala, esta es una historia aún pendiente de estudiar y sacar a la luz con toda su crueldad.  

La situación tampoco era admirable en la Europa Occidental donde muchas jóvenes que por desliz, interés, miedo, cálculo o puro amor, fueron perseguidas, humilladas en público, rapadas por completo, paseadas desnudas por las plazas públicas, marcadas con enormes cicatrices con la esvástica, por el mero delito de haberse acostado o tener mínimas relaciones con los alemanes invasores.

El caso de los hijos de estas relaciones fue aún peor. Noruega es el único país que ha abierto no hace muchos años una comisión de investigación parlamentaria, a instancias de los propios afectados, para conocer la extensión del dolor ocasionado. De sus conclusiones podemos extrapolar las consecuencias a muchos otros países. Así, ahora conocemos la crueldad de la que las democracias occidentales podían hacer gala. A estos niños, hijos de alemanes, se les expulsó de Noruega cuando fue posible, incluso en contra de la voluntad de sus madres, enviándoles sin más a un país destruido. Cuando esto no era posible, se les negaba la nacionalidad noruega hasta cumplir la mayoría de edad. Se les discriminaba en el colegio, se les insultaba en las calles, se consentía todo tipo de vejaciones y, en todo momento, se les consideraba que encarnaban no solo la maldad que se suponía a sus padres, sino la vergüenza y oprobio de sus madres que, acostándose con estos soldados invasores, desmentían la heroicidad y orgullo del relato de la resistencia antinazi.

Más estridente y contradictoria aún resulta la historia de los padecimientos de los innumerables trabajadores extranjeros, verdadera mano de obra esclava, que residía en Alemania al fin de la guerra y que siguieron muriendo a miles por enfermedades, hacinamiento en campos, en ocasiones campos de exterminio reconvertidos a toda prisa para servir a estos fines, mientras se organizaba el retorno a sus países de origen. Muchos de ellos huían y cruzaban toda Alemania para regresar a sus naciones de origen. En su camino, tomaban cuanto encontraban, mataban y violaban, en el convencimiento de que el dolor que causaban no llegaba a compensar tan siquiera una mínima parte del sufrido por ellos.

Y de esos mismos campos de exterminio salían los judíos, para caer en una realidad peor que la anterior al advenimiento de los nazis. De una parte, no podían volver a sus casas, la mayoría destruidas, pero las que aún se mantenían en pie, ya habían sido ocupadas por otras personas tras la reclusión de sus propietarios en guetos. Impensable era pretender recuperar haciendas y dineros. El trato de los antiguos vecinos era cualquier cosa menos amigable. La violencia y desprecio de los soldados soviéticos tampoco era propia de unos libertadores. En suma, los judíos se encontraron con que el Holocausto no les hacía merecedores de ningún tipo de compensación, ni tan siquiera de una mínima justicia que les permitiera recuperar sus bienes, sus antiguas vidas quebradas. No es de extrañar que, en masa, especialmente los judíos orientales, huyeran hacia Palestina en un éxodo migratorio sin precedentes dando la razón a las tesis sionistas, convencidos de que ningún Estado europeo garantizaría en el futuro su seguridad.

Pero poco de esto podía importar en una Europa en la que el final de la guerra traía consigo un ajuste en todas las fronteras. Alsacia y Lorena volvían a Francia, los Sudetes y otras extensiones alemanas a Checoslovaquia. Polonia perdió sus fronteras ganadas a Rusia en los años veinte y parte de su territorio oriental. A cambio se les compensaba con territorios prusianos o austríacos. Millones de personas pasaron a vivir en un estado que no era el suyo, que les odiaba y amenazaba, que nada hacía por protegerlos frente a ataques y venganzas. Más aún, esos mismos Estados forzaban el realojo de estos ciudadanos de segunda en las tierras menos fértiles, en las peores zonas. No es de extrañar que, tal vez como se pretendía, grandes masas, se pueden contar por millones, pasaron a formar parte de lo que denominamos eufemísticamente como desplazados.   

Estas personas salieron a los caminos, a la carrera, con sus pocas pertenencias, para alcanzar las nuevas fronteras de su país. Nueva violencia contra estos desvalidos y desprotegidos ciudadanos que huían en busca de una protección. Miles de personas perdieron la vida en este éxodo y nuevos conflictos surgieron entre las etnias enfrentadas. Ucranianos contra polacos, finlandeses de Carelia, austríacos de los Cárpatos, ...., millones de personas en busca de su Estado de referencia ante la impasible mirada de las autoridades que poco o nada hacían ante las agresiones de que eran objeto.

Porque la premisa era que si Alemania no hubiera tenido la disculpa de proteger a sus minorías en otros Estados (Checoslovaquia, Austria, Polonia, ...) las probabilidades del conflicto habrían sido menores. De ahí que una Europa en la que sus Estados no tuvieran minorías raciales sería una garantía de estabilidad y paz futura. Nada importaba que esto supusiera pervertir la realidad de los lazos en esta vieja Europa, forjada por las mezclas que habían evolucionado como espacios de cooperación y convivencia. Por contra, en aquellos años parecía preferible expulsar a ciudadanos alemanes de ciudades alemanas y repoblarlas, renombrándolas con topónimos polacos sin demasiado criterio.

Pero estos cambios arbitrarios no solo afectaron a Alemania. Todavía hoy podemos sorprendernos de que Lviv, antes de ser la principal ciudad de Ucrania occidental, fuera Lemberg perteneciente al Imperio Austrohúngaro o Lwów, una importante capital de la II República Polaca para pasar, poco después, a ser la Leópolis de la URSS.

 A la vista de los conflictos que han continuado sacudiendo a esta Europa  en la que vuelven a aflorar esas minorías étnicas que reclaman independencia o protección a otro Estado, se demuestra que los tableros políticos, los mapas dibujados en servilletas y la brutalidad más abyecta, nunca sirve para borrar la mezcolanza y mixtura de una Europa que tiene en ellas su principal signo de identidad.  

 

Pero la guerra tenía muchos más flecos. ¿Qué hacer con los soldados alemanes capturados? ¿Cómo separar a los ciudadanos enrolados a su pesar de los nazis convencidos? ¿Cómo identificar y juzgar a los criminales de guerra? Estas dificultades llevaron a que en ocasiones, el proceso de liberación de estos prisioneros fuera muy lento, como en el caso de los prisioneros tomados por los norteamericanos, o muy rápido en el de los británicos. La mayor profundidad del análisis de cada expediente llevaba a alargar el tiempo del apresamiento. Esto, unido a las pésimas condiciones de vida de estos prisioneros, que en muchas ocasiones vivían en campamentos sin pabellones para refugiarse, con apenas un grifo para decenas de miles de soldados, trajo la muerte en cantidades inconcebibles a nuestros ojos, y que solo las pésimas condiciones en que se encontraba toda Europa parecerían justificarlo.   

Aún peor era la situación de los prisioneros en manos del ejército polaco. No se podía esperar demasiada piedad de sus mandos después del trato que Alemania había dispensado a este país. Las muertes por hambre y enfermedad debían ser sumadas a las provocadas por los asesinatos directos por parte de guardianes polacos coléricos, por las brutales palizas, los desmembramientos y otros tipos de torturas. Quizá una muerte menos terrible que la de los soldados que cayeron en poder de los soviéticos y que fueron deportados a Asia, en marchas interminables de las que pocos volvieron.

También podríamos creer que la vida de los prisioneros aliados en manos de los alemanes tendría mejor suerte tras la liberación. En muchos casos fue así, pero en otros tantos, especialmente, en el de los prisioneros soviéticos, no es así. Muchos de ellos tuvieron que enfrentarse a procesos militares por cobardía y alta traición, de los que resultaban condenas a muerte, a trabajos forzados, a envíos a Siberia. Una suerte no muy preferible a la de vivir en un campo de concentración nazi.

 

 

La guerra siempre aflora todas las tensiones larvadas en una sociedad y, alcanzada la paz, tardan en remitir. La violencia en un país como Francia resulta difícilmente comprensible hoy en día. La persecución a los colaboracionistas comenzó en 1944 mientras se liberaban zonas del país por parte de los ejércitos aliados, pero muy especialmente, en aquellas zonas donde fue la Resistencia la que logró expulsar a los alemanes ya en retirada. La brutalidad ejercida y el desprecio por recurrir a la Justicia ordinaria, es un baldón en la historia francesa. Paradójicamente, el freno a esta violencia vino no tanto por el restablecimiento del orden y el convencimiento de que la Justicia podía hacer honor a su nombre, sino porque la denuncia y existencia de tantos colaboracionistas, traidores a la Patria, ponía en entredicho el relato oficial de una Francia indómita que había opuesto una feroz resistencia a los alemanes y que, casi, había logrado ganar la guerra con el apoyo de ingleses y americanos. En este relato no cabían los miles de ciudadanos que colaboraron de buen gusto con los alemanes, los que contribuyeron a la deportación de judíos, los que denunciaban a antiguos militantes de partidos de izquierdas o sindicalistas.

Lowe establece una correlación entre la violencia de estos movimientos internos de venganza y el nivel de confianza en que las instituciones harían justicia. En países como Bélgica, los episodios de venganza pronto amainaron. En Italia, donde el armisticio de 1943 supuso una inmensa zona gris donde un juez fascista podía mantener su cargo y legitimidad y, por tanto, sembrar dudas sobre su imparcialidad, los actos de venganza se prolongaron en el tiempo y resultaron más brutales que en ninguna otra parte de Europa Occidental.

Sin embargo, según viajamos hacia el Este, más venganza incontrolada encontramos. Yugoslavia es un caso paradigmático. La victoria partisana hizo que las acciones de venganza entremezcladas con antiguos odios sembraran sus tierras de sangre en una orgía totalmente equiparable a la persecución nazi. No solo el movimiento partisano logró por sí mismo la derrota de los alemanes en su territorio, sino que el peso del partido comunista en esta lucha condicionó el futuro del país. El ideal internacionalista de Tito no podía verse empañado por el peso de la diversidad lingüística, cultural y religiosa del nuevo Estado. Por eso, Yugoslavia no sufrió la reacomodación de fronteras para dar cabida a cada minoría. Por eso continuó siendo el principal referente multicultural de Europa. Tal vez, también por eso, terminó saltando por los aires a finales de los años ochenta, reviviendo una violencia que parecía haber quedado encapsulada cuarenta años atrás.

También en el Este se daba un nuevo elemento que trajo más violencia: la necesidad de la URSS de imponer el socialismo a todos los países de su zona de influencia. En países como Rumanía o Grecia (que en principio debía quedar fuera del área de influencia soviética) se originaron auténticos conflictos civiles. En países absorbidos por la URSS como los bálticos, los movimientos guerrilleros jugaron un importante papel desestabilizador hasta entrados los años cincuenta y volvieron a formar parte del imaginario colectivo con motivo de su independencia tras la caída de la Unión Soviética.

Esta lucha ideológica también supuso tensión en Occidente, aunque la Guerra Fría dejó en segundo término a los partidos comunistas, sin apenas posibilidades reales de tomar el poder y habiendo renunciado a la vía revolucionaria para alcanzarlo.

Por último, no se puede dejar de lado la inmensa destrucción física del paisaje europeo. Gran parte de las ciudades desde Alemania a la Unión Soviética habían sido destruidas total o parcialmente. Las vías de comunicación, puentes, sistemas de alumbrado, telegrafía, gas, residuos, aeropuertos, puertos, granjas, escuelas, bibliotecas, universidades, grandes fábricas, todo había desaparecido. Los aliados se las vieron y desearon para poder alimentar no solo a los millones de prisioneros que custodiaban, sino también a toda la población civil que podía llegar a pensar que, incluso bajo el yugo de Hitler, nunca faltó algo de comida.

El esfuerzo titánico de reconstrucción se plasmó en el Plan Marshall que buscaba no solo la recuperación económica, sino el traer estabilidad a través del progreso material y social a una tierra que llevaba demasiados años sin conocerla. La reconstrucción en el lado oriental fue más dura, más larga. También allí la destrucción había sido mayor. Pero no olvidemos que todavía en los años cincuenta, naciones victoriosas como Gran Bretaña seguían sometidas a racionamiento y que muchos edificios de Londres o Canterbury no se reconstruyeron, o sus solares limpiados, hasta entrados los años sesenta.

 

El estilo de Lowe ofrece un catálogo lacónico e imperturbable de desgracias, casi al modo de un forense. Con precisión estadística elabora un catálogo de horrores que siempre se ve superado por el capítulo siguiente hasta hacer casi intolerable la lectura continuada y sin pausa del libro. Pero, como todas las buenas obras, también nos ata a una historia real, a una que no nos es tan conocida como la del relato de los grandes héroes de la guerra, de esas gestas que sirvieron para tapar las miserias que aquí salen a la luz con toda su crudeza.

Pero Lowe no cae en el error de equiparar la violencia de estos años a la acaecida durante la guerra. Prisioneros alemanes pudieron morir en condiciones lamentables, pudo haber actos de venganza y odio en gran número, guardianes pudieron asesinar por placer a muchos de aquellos a quienes debían vigilar y proteger. Se pudo perseguir nuevamente a judíos y a los alemanes desplazados. Pero, en ningún caso, se puede hablar de la existencia de un plan preconcebido e ideado con el fin de exterminar a una raza o a un pueblo enemigo. El horror no llego a formar parte de la esencia y justificación del propio Estado, como sí ocurrió en la Alemania del Reich. Por eso Lowe insiste en que esta historia, debiendo ser conocida, no puede emplearse por los revisionistas como la muestra de que Alemania fue tratada tan mal por los vencedores como ella les trató cuando ganaba la guerra. La violencia siempre es detestable, pero la organizada desde el propio Estado resulta la peor de todas ellas, el nivel más perverso que en pocas ocasiones se ha alcanzado. Tanto horror, tan planificado y premeditado, resulta aún hoy intolerable desde cualquier punto de vista que no admite comparaciones.

 

La lectura no solo es pertinente por lo que tiene de completar la visión de un periodo no demasiado conocido de nuestro tiempo reciente, de nuestra historia más cercana, sino porque recoge muchas de las pulsiones que hoy en día afloran con testarudez y nos habla mejor de quiénes somos que otras muchas obras plagadas de optimismo etnocentrista. Leerla es un duro trago, no hacerlo es un ejercicio de estupidez y ceguera.

 

 

 

 

13 de marzo de 2022

Temblor y otros cuentos perturbadores (J. Mordel)

 

 

La Literatura es un esfuerzo de creación en el que el autor toma el control y dirige, como un demiurgo caprichoso, las principales líneas del mundo que pretende levantar. En ocasiones, este esfuerzo consciente supone replicar el nuestro, sus conductas e ideas, su lógica y su física, dando lugar a los estilos realistas. En el otro extremo tenemos la labor de quienes erigen mundos que contravienen el que nos toca habitar, en una suerte de metaverso ficcional con el que salda deudas que en esta vida deja pendientes, o simplemente, busca provocar una reacción, una incomodidad perturbadora. Estaríamos en los confines de la ficción fantástica.


Entre ambos extremos discurre el quehacer literario, una alquimia que combina una proporción determinada de estos dos opuestos y a la que cada autor añade a su gusto sus propias convicciones estéticas para crear lo que venimos a llamar el estilo propio de cada creador.


De entre todos los estilos posibles, siento especial predilección por aquellos en los que el paisaje en el que se desarrolla la historia es presentado como un trasunto de nuestra vida, un retrato de la cotidianeidad, entendiendo ésta como lo que deriva de lo ordinario, lo habitual sin imprevistos, pero que guarda en su interior un elemento disruptor, totalmente fuera de lugar, anómalo y como venido de otra realidad, pero que la maestría del escritor nos hace creer plausible, verídico sin posible cuestionamiento.

   

Así, no encuentro mejor ejemplo que el de Kafka, capaz de combinar la pequeña y mediocre vida de un oficinista amanecido como un terrible y gigante insecto o la lucha desesperada y a contrarreloj de quien busca encontrar el origen de una acusación que terminará por llevarle a la condena última sin apenas atisbar motivo o causa. Es en estos escritos donde el sentimiento de extrañeza, que creo que es el que mejor los define, alcanza su mayor poder evocador y en el que se condensan las bondades de los extremos a que aludimos al comienzo de esta disertación.


Y es este sentimiento el que he vivido en muchas de las ocho historias que completan Temblor y otros cuentos perturbadores, volumen escrito por J. Mordel en lo que es su primera incursión literaria publicada. Curiosamente, en la introducción a la obra, el propio autor enumera las referencias posibles, los elementos que toma de diversos escritores del género fantástico, entre otros, y en las que no se encuentra el autor  de El castillo, pero esto no es más que la prueba de que este volumen puede resultar estimulante para muy diversos tipos de lectores, con diferentes gustos y aspiraciones.

 

El volumen condensa diversos estilos en los que se combinan el monólogo interior, la narrativa más convencional, los elementos fantásticos, en ocasiones con notas de terror o, al menos, de esa perturbación que se invoca desde el propio título del libro.


Comencemos por el principio, igual que hace Mordel, con su relato Historia contada por un vagabundo en el que un desastrado y alcoholizado rapsoda describe a un supuesto público entre el que nos hallamos sentados, sin saber el cómo o el porqué, la línea del tiempo físico de nuestro mundo. Desde el big bang hasta nuestros días, todas las luces y sombras, las extinciones sucesivas y las destrucciones a las que tan aficionados somos, sin olvidar la vida espiritual de los humanos, seres que hemos sido llamados para regir este espacio concreto por un tiempo definido, apenas un segundo geológico. Y esta obra de teatro que se despliega ante nuestros ojos parece una sucesión de casualidades (causalidades para algunos) que, en boca de un vagabundo alcoholizado, se muestran como una broma, una pesadilla, ante la que alza la voz, chulesco contra el autor, esa parodia de un Creador al que su Verbo traiciona,  saboteando, cambiando sus pulsiones y aportando sus propias opiniones. Este Molloy al que se alude en el propio texto se expresa con una verborrea inagotable, llena de adjetivos, de enumeraciones infinitas, de contradicciones explicitadas, en suma, de un estilo abigarrado que volverá a aparecer en posteriores relatos y que pone de manifiesto una notable pericia del autor puesto que en manos menos hábiles, podría convertirse en un ominoso monumento al aburrimiento y el tedio.


Tras esta introducción a un mundo enloquecido, entramos en los relatos centrales del libro. En ellos, Mordel despliega diversos estilos en los que muestra soltura y eficacia. Aunque en todos ellos existe un punto de irracionalidad, sorpresa o fantasía, una inquietante perturbación que no siempre se manifiesta desde las primeras líneas pero que aguarda paciente al lector desprevenido.


En algunos relatos vuelve a ese monólogo interior enloquecido y febril, preeminentemente en Temblor, expresado en esta ocasión en boca de un escritor frustrado que vuelca sus pensamientos en cartas nunca dirigidas a nadie, aunque tal vez a todos, con el mero fin de poder compartirlos consigo mismo a través de su pluma.


La Literatura ocupa un lugar primordial en estos relatos, no solo en las referencias explícitas del autor, sino en los propios personajes, declamantes teatrales, escritores, lectores, investigadores,... .El peso de la escritura y la lectura como medio de autoconocimiento se revela como un elemento vertebrador de la obra, aunque este saber en ocasiones lleva a los personajes a alejarse de sus congéneres, a expresar sentimientos de superioridad y desprecio frente a quienes se muestran anodinos y ajenos al entendimiento, quienes viven como ganado, prestos a alimentarse de un pienso vacío y alienante. En ocasiones, la vida de estas personas no es sino un vehículo del que pueden servirse oscuros personajes, como ocurre en el relato Morfeo eterno.   


Pero los elementos que se despliegan en estos relatos apuntan en muy diversas direcciones. Tenemos el casi poético y enormemente bello Estúpidamente real, un relato escalofriante al tiempo que hermosísimo, o la ensoñación propia de Sade de El mensaje. El apocalíptico Superluna o el más convencional, El lugar de los deseos, que muestran otras caras del poliédrico conjunto de relatos aquí recogido.  


La prosa de J. Mordel puede ser sencilla y directa pero en ocasiones se torna barroca, incluso con reminiscencias del Siglo de Oro como las referencias recurrentes a Natura y Cerebro. Porque esa contraposición entre lo que nos dicta la Naturaleza, con sus limitaciones, sus imposiciones, y nuestro Cerebro, intelecto, capaz de elevarnos más allá de esa pedestre fisiología es el vórtice sobre el que bascula nuestra existencia y en el que la pira es alimentada por hordas de cuerpos que solo viven frente a los pocos que se alzan sobre el humo y cuyas vidas tienen sentido. Esta especie de nihilismo, encuentra ecos literarios en grandes clásicos, como Crimen y Castigo, pero se distancia en cuanto al empleo de la fantasía y el lenguaje.


Temblor y otros cuentos perturbadores es una excelente colección de relatoscuentos que se aleja de los convencionalismos propios del género. Ofrece una personalísima voz que desconcierta al tiempo que atrapa y que obliga a una lectura pausada, en ocasiones, a la relectura. El uso del lenguaje es magnífico y despliega innumerables hallazgos que hacen que el esfuerzo realmente merezca la pena. Solo queda conocer cuál será el paso siguiente del autor y hacia dónde dirigirá su obra para confirmar así esta magnífica primera impresión.


No deben desanimarse quienes no estén familiarizados con la literatura fantástica, de ciencia ficción u otros derroteros afines, ni siquiera por la sinópsis publicitaria. La mayoría de los relatos entronca con una tradición más clásica que la que parece darse a entender, y pueden disfrutarse sin necesidad de ser seguidor de esos géneros, simplemente dejándose llevar como en el ensueño de un eterno Morfeo. 



 

 

 

20 de febrero de 2022

Apaciguar a Hitler: Chamberlain, Churchill y el camino a la guerra (Tim Bouverie)


I

El primero de octubre de 1938, Neville Chamnerlaine volvía triunfante a Londres después de haber forzado un pacto entre Francia, Inglaterra, Italia y Alemania, por el que ésta se comprometía a limitar sus aspiraciones territoriales a los Sudetes. Además, el compromiso, alcanzado a espaldas de los representantes de la República Checoslovaca, permitía que esta ocupación se dilatara algo en el tiempo, permitiendo la salida ordenada de quienes no quisieran vivir en el Reich. Asimismo, Chamberlain agitaba pleno de orgullo y felicidad, un documento firmado por él mismo y Hitler en el que se recogían las bases de un pacto anglo-alemán, un compromiso para mantener reuniones tendentes a resolver la tensión en Europa.


Como todos sabemos, éste fue el punto álgido de la tensión en Europa y el comienzo de un nuevo tiempo. Dos años después, Gran Bretaña devolvía a Alemania algunas de las colonias que había recibido tras el Pacto de Versalles y Polonia cedía Danzig, en contra de su voluntad, pero presionada por la Liga de Naciones. Todos estos acuerdos llevaron a que la posición de Alemania se reforzara económicamente con un pequeño imperio con el que nutrirse de materias primas y completar su esfera de influencia. Los conflictos internos que todo esto generó en la URSS, desembocaron en un estancamiento de ésta y su pase a un papel secundario en la nueva escena internacional.


Animado por la política de apaciguamiento que tan buenos resultados había dado en Europa, Roosevelt aplicó la misma estrategia con Japón, resultando la entrega de Manchuria sin demasiado escándalo diplomático pero salvando a las Filipinas, Malasia, Birmania y otras zonas de las ambiciones niponas. Un acuerdo de suministro de petróleo al Imperio del Sol Naciente, alivió las necesidades expansivas de éste, que se conformó con las tierras arrebatadas a China que quedó postrada e incapaz de levantarse política o económicamente hasta nuestros días.   


El mundo ha quedado así configurado por dos grandes bloques. El primero, formado por las democracias occidentales, aferradas a sus paradigmas liberales, con algunas concesiones a los extremistas para garantizar la paz social y los levantamientos de fuerzas que quieran imponer regímenes parecidos a los de Alemania y Japón. Por otro lado, estos dos países encabezan un modelo político y económico en el que las libertades individuales son aplastadas de manera brutal pero en el que la eficiencia económica está dando pruebas de superar al capitalismo tradicional.


 Ambas naciones han sabido atesorar sus esencias pero admitiendo todo aquello que podían tomar de sus opuestos, conocimiento científico, saber intelectual, buena prensa, todo para que las disensiones se desplieguen por Occidente pero no hagan mella en sus súbditos, que no ciudadanos, tal vez por miedo a la represión, tal vez engañados por las proclamas, tal vez, simplemente, porque la sociedad civil ha quedado disuelta en infinidad de asociaciones, organismos y estructuras manejadas desde el poder a su voluntad.


Sea como fuere, con estas sombras grises, no hay periodo que no las tenga, hemos podido disfrutar de más de ochenta años de paz. Hoy veneramos la sabiduría de Lord Halifax, Neville Chamberlain e incluso de Daladier. Hasta podemos admitir la sinceridad de los actos y presiones, de la diplomacia que logró evitar un conflicto que nos habría llevado a una destrucción segura. También hemos aprendido a denigrar a quienes se opusieron a la paz. Churchill y Eden son símbolos de ese belicismo que podría habernos arrojado al abismo. Ganamos un tiempo que debemos valorar y hacer perdurar.   

 

II


Por supuesto, sabemos que nada de esto ocurrió, que la Historia no sucedió así que los hechos negaron la razón a quienes impulsaron el apaciguamiento y creyeron que jugar con las bestias podía ser una opción. Hoy sabemos que todas las medidas que se intentaron para apaciguar a Hitler solo sirvieron para hacerle creer que las democracias eran débiles, que nunca más se enfrentarían a un conflicto tan destructivo como lo fue la Primera Guerra Mundial y que, por tanto, bastaba hacer apuestas tan altas que la única alternativa fuera decidir entre paz y guerra y que, ante esta disyuntiva, franceses e ingleses siempre elegirían ceder. Hoy no es difícil asegurar que una respuesta contundente en los primeros tiempos, cuando Hitler ocupó Renania o el Sarre, pudo haber convencido a este de lo firme de las posiciones de sus enemigos y haber reducido sus aspiraciones, incluso haber provocado una revuelta interna y una caída del dictador, quién sabe incluso si de su régimen entero.


Sin embargo, este ejercicio es tan falso como el de los primeros párrafos de esta reseña. Las decisiones siempre se toman en el presente, basándonos en lo que conocemos del pasado. Pero el futuro es aquello que se encuentra más allá de una cortina negra que nos impide verlo y, cuando con mano temblorosa, apartamos sus pliegues para atisbar qué puede haber al otro lado, ya no es futuro, estamos en el presente de nuevo y otra cortina se alza ante nosotros.


Apaciguar a Hitler: Chamberlain, Churchill y el camino a la guerra (editorial Debate 2021, traducido por Abraham Gragera) es un libro que trata de añadir luz a este periodo de la Historia tan controvertido. Tim Bouverie es un joven historiador que analiza con detalle el origen y trágico final de la política de apaciguamiento. No solo recurre a las fuentes oficiales, sino que combina las actas parlamentarias con los artículos y noticias de la prensa que tan importante papel tuvo en esta época. También recurre a correspondencia entre los principales protagonistas, especialmente, la correspondencia privada entre Chamberlain y su hermana, que arroja una luz más verdadera que cualquier declaración política del premier británico sobre sus verdaderas intenciones y cómo veía su papel en la Historia.

 

 


 

Comenzando por este último punto, es de destacar cómo Chamberlain se vió, de alguna manera, auto investido por el sentimiento de haber sido llamado por una voluntad divina a traer la paz a un mundo que parecía volver a enredarse en una espiral similar a la que condujo a la Gran Guerra. La importancia de este sentimiento, podríamos decir, cuasi religioso, también es relevante en la figura de Lord Halifax, no en vano, apodado por Churchill como Lord Holy Fox.

Este convencimiento de haber sido llamados a salvar la paz mundial les llevó a unas cesiones excesivas, pero no es menos cierto que el peso de la opinión pública y su rechazo a un nuevo conflicto también tuvo su peso. En los años treinta las empresas demoscópicas como hoy las conocemos, no tenían apenas relevancia y se trataba más bien de un sentimiento que se debía adivinar a través de cartas al director, protestas callejeras y poco más.


Es comúnmente aceptada la idea de que la mayoría de ingleses y franceses no estaban dispuestos a volver a los campos de Flandes a desangrarse como habían hecho apenas quince años antes. Pero Bouverie rescata muchos testimonios que dan muestra de que esta visión no era unánime. Igual que ocurre en nuestros días, no existen posturas claras y definidas para la mayoría de ciudadanos. Antes bien, corremos el riesgo de confundir a los que más gritan con la mayoría, lo que no suele ser cierto. Por este motivo más de un político se ha llevado desagradables sorpresas electorales. En el caso que nos ocupa, no siempre esa opinión pública pareció mostrarse favorable a las políticas de Chamberlain, y especialmente tras los acuerdos de Múnich y su violación flagrante por Hitler tras la ocupación de Checoslovaquia, el pueblo inglés comenzó un profundo viraje comprendiendo que la paz era un deseo imposible, postura que Chamberlain tardó en asumir.


También es un lugar común defender que el apaciguamiento fue una política obligada por el mal estado de las fuerzas armadas británicas. Si bien, la situación de éstas no era excelente, la propaganda nazi hizo parecer que sus propias fuerzas eran muy superiores a la realidad. El Anschluss dejó muchos tanques alemanes en la cuneta por problemas técnicos, la invasión de Polonia también reveló a los propios generales alemanes abundantes deficiencias. En suma, el aplazamiento de la guerra sirvió para que Francia e Inglaterra reforzaran las políticas de armamento, pero también para que Hitler lo hiciera. Peor aún, según acredita Bouverie, incluso en los momentos más claros, la apuesta de Chamberlain era sincera. Creía realmente que la paz era posible y, sólo muy parcialmente, Reino Unido aprovechó para rearmarse, casi en contra de la voluntad del Primer Ministro.


Esta obra también pone de manifiesto que las reglas de la diplomacia tradicional no sirven contra quienes tienen un programa claramente definido al que no están dispuestos a renunciar. Aunque Hitler dejó por escrito sus ideas expansionistas en Mein Kampf, nadie pareció considerarlas seriamente. Los políticos del apaciguamiento creyeron estar tratando con iguales, algo más toscos y barriobajeros que los dirigentes tradicionales pero que, al fin, estarían dispuestos a llegar a acuerdos.


Bouverie especula con la experiencia política previa de Chamberlain que se reducía la de alcalde de Birmingham. En tal puesto, se curtió como forjador de acuerdos entre grupos vecinales, sindicatos y empresarios locales. Con todos ellos aprendió que era posible encontrar un punto en común y que, con cesiones parciales de todos, se lograba alcanzar un acuerdo satisfactorio para el conjunto. En ese mundo municipal, todas las fuerzas vivas de la ciudad querían contribuir al bien de la misma, aunque sus posiciones ideológicas fueran opuestas. Era inconcebible que un tendero quisiera la ruina económica de su ciudad o de sus vecinos que, a fin de cuentas, debían de ser quienes se dejaran sus sueldos para comprar sus productos. Pero nada de esto tenía sentido con dictadores como Hitler y Mussolini.


Por otro lado, se puede sostener con certeza que las posiciones fascistas contra el comunismo, su mano dura contra los disidentes y su papel de contención en el centro de Europa frente a posibles políticas expansionistas de la URSS jugaron un papel relevante e hicieron a Hitler un personaje tolerable para muchos políticos conservadores. Tan solo cuando ya era evidente que Hitler no buscaba la paz, Reino Unido trató de alcanzar algún acuerdo con Stalin que aislara a Alemania y le obligase a firmar un pacto de desarme. Sin embargo, estos intentos no fueron demasiado serios y Hitler les ganó la partida con la firma del sorprendente pacto germano soviético de agosto de 1939.

 

Tampoco la persecución de los judíos en Alemania o en los territorios que progresivamente iban ocupando, gracias a la desidia occidental, pusieron sobre aviso de la verdadera naturaleza del régimen nazi. Nuevamente, nadie tomaba en serio lo que el dictador había dejado escrito en su Mein Kampf. Y, todo hay que decirlo, cierto antisemitismo de la clase dirigente británica hacía que este tema no fuera especialmente relevante para hacer de él un punto de inflexión de la política exterior británica.


El libro se centra en la diplomacia británica y, aunque trata de refilón las políticas francesas, éstas se muestran como meramente gregarias de cuanto Inglaterra pudiera decidir. Este aspecto no termina de quedar aclarado en el libro, no se entiende cómo Francia, con frontera con Alemania y principal objeto del deseo de venganza de ésta, pudo tener un papel tan secundario como se pretende. Tal vez la debilidad de los gobiernos de la época pudo pesar en el escaso protagonismo en estas negociaciones.


Pero la pregunta que siempre termina por surgir alrededor de esta cuestión es si esta política era la única posible, incluso deseable, porque había que dar una oportunidad a la paz, o si se debió ser más firme desde un principio, incluso haber comenzado una guerra que, a la vista de lo que vino, siempre habría sido menos cruel, menos destructiva.


El veredicto de Bouverie es ecuánime. Las intenciones de los líderes ingleses eran buenas, sus afanes por lograr la paz eran loables. En paralelo, no descuidaron totalmente el rearme. Exploraron vías con enemigos políticos irreconciliables y, finalmente, cuando comprendieron, aunque ciertamente con retraso, que Hitler no pararía con sus agresiones, terminaron por entrar en guerra. Pero esto no excluye torpezas, faltas de previsión, ingenuidad, soberbia al no buscar el apoyo de los Estados Unidos, incluso el tratar de mantener el Imperio a costa de la independencia de media Europa Central.


El libro se lee como una excelente novela de intriga política de la que, desgraciadamente conocemos el final. Sin embargo, el autor consigue trasladarnos a la época casi como si la estuviéramos viviendo en directo, con un ritmo ameno, casi periodístico, no en vano, Bouverie ha trabajado para diferentes medios de comunicación británicos.  


Pero uno de sus mayores atractivos es el de diseccionar un momento histórico que parece repetirse de manera recurrente en la Historia de la Humanidad. En estos días asistimos a nuevas amenazas de guerra y, como en aquellos tiempos, se alzan las voces de quienes creen llegado el momento de no dar un paso atrás y las de quienes creen que se debe ceder a los legítimos intereses, a las áreas de influencia y a la peculiar idiosincrasia de nuestros oponentes. Volvemos a estar en la disyuntiva. Y es pertinente preguntarse si el apaciguamiento envalentona más o si sirve para rebajar tensiones, si estamos en una carrera en la que lo único que se discute es el momento en el que la batalla se desencadenará. Podemos sustituir los nombres de los líderes actuales por los de antaño y jugar a adivinar el futuro. Pero es un juego errado, el futuro siempre está por escribir.


Más interesante puede ser hacer el juego inverso, en un escenario en el que sabemos qué ocurrió y su porqué, deberíamos reflexionar sobre cómo habría sido el mundo si en lugar de Chamberlain y Churchill, Hitler o Emil Hácha, los gobernantes de la época hubieran sido Biden y Johnson, Putin o Macron. Si los que ahora claman por la paz también lo habrían hecho entonces, obviando los derechos de los pueblos aplastados a cambio de mantener sus altos principios. Paz sí, no para los checos, los austríacos, los polacos, ... Y también si los que hoy empujan la tensión habrían sido tan beligerantes con el recuerdo de sus padres y sus hijos muertos en un conflicto entre las mismas naciones pocos años antes. ¿Habrían hecho mejor nuestro mundo?¿Habrían muerto millones de personas, en batallas, ciudades bombardeadas o campos de exterminio?


Conocer la Historia no nos impide repetirla, pero como le dijo el Tiempo a Alicia: "Jovencita, no puedes cambiar el pasado, aunque déjame decirte algo, podrías aprender algo de él."

 

 

 

 

 

13 de febrero de 2022

El orden del día (Eric Vuillard)



 

El 20 de febrero de 1933 amanece como un día cualquiera en el que los transeúntes recorren las calles de Berlín protegiéndose con sus pesados abrigos y sus bufandas de la intemperie. Es un día normal del que nadie conoce la trascendencia que tendrá lo que está a punto de ocurrir. Porque en breve tendrá lugar una reunión cuyo punto principal no está recogido en el orden del día. Porque, realmente, ningún hecho relevante está recogido en las actas o los discursos que se hacen públicos, en las solemnes declaraciones o en las ceremonias aireadas y promocionadas como hermosas coreografías.

 

No. Ni en 1933, ni en nuestros días, los hechos que nos afectan se recogen en el orden del día. Y éste es el mensaje que subyace en El orden del día (Eric Vuillard, publicado por la editorial Tusquets en 2018 y traducido por Javier Albiñana).

 

Pero no avancemos acontecimientos y volvamos al día elegido por el autor para ilustrar su planteamiento. En esa fecha, un grupo de veintisiete empresarios y financieros alemanes son convocados a una reunión en el Reichstag en la que Göring ejercerá de maestro de ceremonias. El plato fuerte es la presencia del recién elegido presidente del gobierno, Adolf Hitler. En su discurso, el canciller dibuja un paisaje esplendoroso para la nación alemana en el caso de que logre imponerse en las inminentes elecciones de una manera contundente. Libre de la amenaza interior, judía, comunista, o lo que se tercie, la patria podrá volver su cara a la política exterior y restaurar e incrementar la gloria patria a costa de naciones inferiores.

 

Pero nada se puede conseguir, ni siquiera por quienes se oponen al capitalismo burgués con tanta fiereza como al comunismo, sin el bombeo de la sangre monetaria necesaria para engrasar la maquinaria electoral capaz de imponer sus tesis a una mayoría de votantes.  

 

Sea por la oratoria, por la presión implícita en los estertores de la República de Weimar, sea por el inconfeso deseo de estos magnates de que alguien se haga cargo de la marcha de la economía poniendo en firme el país, alejando así la amenaza del comunismo acechante, estos magnates se rascan los bolsillos de sus gabanes de pieles exóticas y empujan la campaña del NSDAP.

No perdamos el tiempo en discutir si considerar esta transacción como una donación espléndida y voluntaria o como un pago indiferente, otro más en la larga cadena de extorsión y corrupción vista como inevitable por tan prácticos prohombres. El partido nazi afronta unas elecciones que serán el fin de un tiempo y el comienzo de otro que extenderá su negrura hasta doce años después y cuyo acto final tendrá lugar precisamente a pocos metros de donde ahora se encuentran reunidos, en un jardín, con un cadáver ardiendo entre olor a gasolina.

 

La obra se construye como una sucesión de escenas o viñetas a través de las que se van desgranando los acontecimientos históricos. La visita del tibio Lord Halifax a la Alemania nazi, invitado por Göring, con el que puede llegar a tener más cosas en común de las que hoy, visto lo que estaba a punto de suceder, estaríamos dispuestos a aceptar. Las negociaciones en Berghof entre el canciller austríaco Kurt Schuschnigg y Hitler por las que poco a poco Alemania ganaba la batalla por imponer su peso político en el gobierno de su vecino del Sur. Las presiones abiertas sobre el Presidente de la República de Austria para deponer a Schuschnigg en favor de un candidato pronazi, y así hasta la definitiva anexión, el 12 de marzo de 1938, el Anschluss.

 

También asistimos a la inocua cena burguesa que Chamberlain, el impulsor de la política de apaciguamiento con Alemania, el vencedor pírrico de los pactos de Múnich, da en honor de Ribbentrop al dejar su cargo como embajador nazi en el Reino Unido para ocupar el sillón de Ministro de Exteriores del Reich.

Veremos a algunos de estos personajes infames en los días posteriores al fin de la guerra, en los interrogatorios del proceso de Núremberg, despojados de su grandeza y sus ínfulas, del apoyo de quienes ahora se rebelan incrédulos ante la maldad que, tal vez por despreocupación o pereza, tal vez por ceguera voluntaria o incluso porque ahora han cambiado las tornas, se alejan de esas sombra de terror sanguinario y maldito, tratando así de borrar lo que se hizo o dejó de hacer.

 

Éste es el verdadero drama que nos relata Vuillard. Estos personajes de opereta, que son dibujados con trazos esperpénticos actúan como los bufones a los que otros alientan, alimentan sin medir los resultados. Los patéticos personajes que pueblan El orden del día, desde Göring a Chamberlain o Leon Blum son dibujados como ridículos peones de un juego en el que su papel no es sino la parte tragicómica de un drama a punto de desencadenarse en el que su ridiculez contrasta con la magnitud de la tragedia que, en su ineptitud, ayudan a desencadenar.

 

Los potentados de la reunión del 20 de febrero de 1933 no son sino el símbolo de todos aquellos a los que no les importa el curso de los acontecimientos, la guerra o la persecución, porque están por encima de ella. Porque no son sino la actual representación de unas estirpes que sobrevivirán a esta tormenta política y guerrera que ellos mismos ayudan a encender. Son los mismos que se enriquecerán con los fondos del Plan Marshall para la reconstrucción de Alemania. Destruir para construir y cobrar dos veces. Y para ello, se valen de toda esa corte de secundarios, imprescindibles para impulsar la trama, que creen ser los artífices de la Historia, pero que aquí se nos dibujan como cooperadores necesarios y ridículos

Porque, como explicita Vuillard, no son Karl, Albert, Gustav o Frederick, estos manipuladores del destino a golpe de talonario son solo máscaras de un poder atemporal que bajo esos nombres y apellidos se eterniza y que no suelen figurar en el orden del día.

 

Bajo esta tesis, un poco a lo Club Bilderberg, la novela se desarrolla con un tono que la coloca entre la no ficción, por su tono descriptivo, su pretensión de rigurosidad histórica, la total ausencia de personajes ficticios o cierto distanciamiento propio de un cirujano enfrentado a la autopsia del cadáver de la Europa de preguerra.

Y sin embargo, el mérito del autor es hacernos creer que estas páginas no son más que un informe histórico, una obra objetiva. Pero lo que realmente leemos es, por encima de todo, literatura. El mayor mérito del autor es que al caricaturizar sus personajes hasta el extremo pero hacerlo desde la posición de un frío relator de hechos, nos vende su ficción a precio de realidad histórica.

 

 

 

Porque Schuschnigg no es el personaje temeroso y cándido que se mete en la boca del lobo tal y como nos quiere hacer creer. Nada se dice de todos sus esfuerzos por lograr el apoyo de otras potencias y de cómo tiene que recurrir a implorar a Alemania no ser invadida por el abandono de aquéllas. Porque es fácil juzgar a Chamberlain como el pusilánime que no quiso parar los pies a Hitler, sabiendo como sabemos lo que pasó después, dando lecciones sobre cómo habría debido de ser más beligerante, amenazador, haber llegado incluso a la guerra antes de que ésta fuera aún mayor, de que fuera el horror que hoy conocemos que fue. Pero al tiempo aseveraremos que la Primera Guerra Mundial fue el fruto de la belicosidad de las naciones, del intento de frenarse unas a otras.   

 

Y todos esos matices históricos no son ajenos a Vuillard. Los conoce bien, pero los obvia, porque realmente no quiere levantar acta de unos hechos, solo de una tesis que toma como ejemplo un momento histórico y, por tanto cuya validez no se circunscribe a la veracidad histórica de éste. Vuillard quiere crear Literatura, y lo consigue de una manera brillante. Logra involucrar al lector en su itinerario de aquellos años locos, convencerle de cuanto cuenta por ese estilo frío y aséptico. Y logra engatusarnos retorciendo según le conviene la realidad y los personajes que la pueblan, igual que hace cualquier otro gran autor creando personajes y desarrollando tramas a su gusto y antojo.

Por eso, El orden del día se lee con gusto por quienes aman la historia, pero también por los que disfrutan de un relato de intriga y por los que se emocionan con los retratos psicológicos. Porque de todo esto tiene un poco El orden del día y porque, como pone de manifiesto la realidad de estos días, no hay nada como la soberbia de juzgar el pasado para revelarse como un inepto a la hora de vaticinar el futuro.