4 de mayo de 2024

Todas las almas (Javier Marías)

 


Leí Todas las almas de Javier Marías unos años después de su publicación (1985), probablemente a mediados de los noventa. Era mi primera lectura de Javier Marías pero el estilo me llamó tanto la atención que enseguida continué por otros títulos como Mañana en la batalla piensa en mí, Corazón tan blanco, Negra espalda del tiempo o la saga de Tu rostro mañana.


Ninguno de estos títulos me ha decepcionado, hasta el punto de leer otro como Faulkner y Nabokov, sobre vidas de escritores, que también me gustó. Recientemente leí sus dos últimas novelas, Berta Isla y Tomás Nevinson, nuevamente dos tremendos aciertos. Aún con la reseña de éstas pendiente de publicar llegó la triste noticia del fallecimiento de Marías y, por tanto, la certeza de no poder volver a sorprenderme con otro de sus textos enrevesados, llenos de vericuetos y reflexiones en las que el narrador y el escritor tienden a mezclarse en una bruma indistinguible. Guardo aún Los enamoramientos como última bala, pendiente de lectura, un último libro que dejé algo apartado porque los comentarios parecían alejarlo algo del supuesto estilo del autor que era precisamente lo que más me gustaba. Al final, tendrá su momento. Pero, entre tanto, decidí volver a aquella primera lectura, a Todas las almas, el libro que me ganó y que, de alguna manera, también fue el disparadero para su autor, la conformación definitiva de un modo de escribir, y por encima de todo, la creación de un universo temático que se ha convertido en tan propio y consustancial como inédito en nuestras letras.


Porque Todas las almas contiene en gran medida todo aquello que vendrá después, pero no de un modo tentativo, de prueba o experimento sino de manera madura y definitiva, en el convencimiento de que así y sobre eso era de lo que quería escribir el autor. Y aquella primera impresión no se ha visto alterada con el tiempo ni con la lectura de la obra posterior de Marías. Encuentro en Todas las almas el perfecto medio de entrada a esta fértil obra, un modo sencillo de conocer si este autor cautivará al lector o si, definitivamente, uno no debe adentrarse en títulos más densos y extensos.


Uno puede preguntarse de dónde toma Marías ese estilo cenagoso y laberíntico en el que las frases se alargan más allá de lo razonable pero que, tras muchos circunloquios regresan al punto de partida para cerrar gramaticalmente el periplo de manera certera. Un estilo en el que pocas cosas pasan y las que suceden no son tanto descritas en cuanto acciones sino tan solo como fruto de la reflexión del narrador. Un texto en el que el acto sexual no es propiamente descrito como tal sino a través de lo que piensa el narrador, lo que experimenta, de algún modo parece que lo que no se expresa mediante el verbo no tiene existencia real porque es a través de la palabra, de la asociación de ideas intelectual, como uno conforma su modo de entender el mundo y, por tanto, la manera en que se contará a futuro, creando un universo circular en el que el centro es esa reflexión.


Y es así como una bolsa de basura, los desechos de una jornada, pueden dar forma al modo de vida de un soltero o de una familia numerosa, al modo en que nos desprendemos y renovamos cada día, a la nostalgia de lo que dejamos ir, al río infinito de Heráclito o a la denuncia de un ramplón ecologismo, porque todo cabe en esa bolsa de basura, ese objeto que no importa al narrador en cuanto tal sino en su función de medio para expresar sus más variopintas ideas sobre cualquier tema, que luego será, o no, relevante para la trama.


Y es aquí donde quizá por primera vez soy consciente de un hallazgo que, con total seguridad habré leído en algún lugar, pues de tan obvio se me revela imposible no haberlo cogido al vuelo de algún artículo, opinión o reseña. Y es que Javier Marías, al que consideramos como un verso suelto de nuestras letras, un escritor anglófilo, extranjerizante, resulta ser un verdadero y fiel seguidor de una larga tradición que hunde sus orígenes en el Barroco español. Porque leyendo este libro he creído ver en esas largas frases, el perfecto contenedor para dejar salir al narrador omnisciente, el mismo estilo que se esconde bajo la prosa de Cervantes, un estilo que de tan amplio permite dar cabida a la crítica social, a la censura de su tiempo, a la nostalgia o la esperanza, sin perder nunca de vista que, en todo caso, su función ha de ser la de entretener, captar la atención del lector y, por tanto, ayudarle a entrar en el mundo narrado.


Y de esto Cervantes sabe mucho, Javier Marías no le va a la zaga. Y no se trata de poner a la misma altura ambas obras, tan solo reconocer una similitud de estilo y poder colocar, al fin, a nuestro autor más anglófilo dentro de lo que seguramente también más valoraba, nuestras letras más clásicas.



También ahora puedo reconocer la voz del narrador, distinta de la del protagonista, al modo de los apartes del teatro clásico, reflexiones que van dirigidas al lector, al público. Asimismo, este texto ha sido un perfecto modo de reconocer el papel del humor dentro de la obra de Marías. A raíz de su fallecimiento, a través de los recuerdos de amigos y conocidos, ha aflorado esa vía cómica, una cierta nostalgia por el mundo de la infancia, por los soldaditos y el disfraz, la impostura y la farsa. Y en estas páginas hay escenas hilarantes, contadas con su seriedad formal, tan solo para exacerbar aún más ese efecto cómico. Así, por ejemplo, su descripción de las high tables, esas comidas ceremoniales de Oxford, donde toda pompa y circunstancia termina derrumbándose en su propia ridiculez. En otra escena en la que viene a describirse una especie de guateque y que no deja de ser tan cómica como la película homónima.  


Hasta el momento no hemos descrito mínimamente el argumento de la novela. Pero poco puede decirse al respecto. Un joven profesor español acude a Oxford durante dos cursos lectivos y es ese periodo del que nos habla este protagonista, ya regresado a España, ya con una vida creada, mujer e hijo, rememorando ese pasado con motivo del conocimiento de diversos fallecimientos de algunos de los allí conocidos.


Esos dos años juegan como una especie de paréntesis y de suspensión del tiempo en la vida del profesor. Casi podríamos hablar de periodo iniciático si no fuera porque apenas hay experiencias trascendentes, tan solo las que aquél toma por tales. Y quizá sea siempre así, lo que nos acontece solo toma relevancia e importancia capital en función de cómo se lo tome cada uno. Lo que para algunos puede resultar un acontecimiento transformador que modelará el resto de su vida, para otros puede revelarse como mera anécdota.


Y en esto Todas las almas refleja tanto en el protagonista como en el autor el efecto de esos dos años. Para Marías, sin duda, ese viaje significó mucho y le permitió alumbrar ese mundo literario tan personal que ya no abandonará. Un efecto transformador que también sirve para el narrador de la novela, que ya vuelto a Madrid, rememora y reconstruye aquel pasado, esos dos años, con cierta extrañeza y distancia, casi como una fábula que debe narrar para creer cierta.


Y dado que estamos ante una suspensión del tiempo, un momento en el que podemos adoptar una vida que no es la nuestra porque sabemos que nadie nos la reclamará cuando regresemos a nuestro vivir habitual, pueden sucedernos extrañas historias como el descubrimiento de viejas historias del servicio secreto británico o de la pequeña comunidad, secta tal vez, seguidora de autores malditos y extraños, como ese John Gawsworth al que posteriormente tanto deberá Marías al heredar el trono del reino de Redonda, nuevo punto de contacto y fusión entre narrador y autor.  

 

Poco nos importa que en la novela, ya se ha dicho, apenas pase nada, ni tan siquiera que prácticamente todos los personajes se expresen de similar manera, sean refinados profesores, libreros de viejo o transeúntes. El lenguaje juega un importante papel en la novela, pero no a modo de diferenciación, tan solo para nuevas reflexiones, para marcar la distancia entre el idioma propio y el adoptado, el inglés, para ver cómo lo emplean en nuestros días esos viejos profesores que todo lo que saben de España es lo leído en las obras de Tirso de Molina, con sus arcaísmos y sus petulancias trasnochadas, o el modo de adjetivar del experto en Valle-Inclán.


Todas las almas es uno de los colegios o fraternidades de Oxford  (All Souls) y de aquí toma el nombre de la novela Javier Marías, si bien, el lector será tentado para creer que el nombre también hace alusión al desnudamiento de los personajes que pueblan el texto, al modo en que afloran sus más íntimos deseos o la negación de los mismos (hablamos de británicos, no se olvide). Porque, de manera sorprendente pese a lo dicho hasta ahora, aunque apenas si pasa algo, a que todos se expresan de manera algo impersonal, la verdad es que Marías logra hacer de todos ellos personajes vívidos, reales, tangibles, almas que pasan por la vida de Marías, como él pasa por la de ellos, como todos somos paseantes de las vivencias ajenas.


Cierro el libro con ganas de más, con la sensación de estar tan solo en el prólogo de una historia que ha de venir, y esa historia se encontrará en muchos de los restantes libros de Marías, a los que bien podría aplicarse el mismo título, ese de todas las almas, porque de eso trataba la obra de Javier Marías, de las almas, las nuestras y la suya.  



 

24 de abril de 2024

Suite Italiana: Viaje a Venecia, Trieste y Sicilia (Javier Revete)



La suite es una forma musical consistente en varias piezas de naturaleza, ritmos y estilos diversos que comparten un nexo común, normalmente la tonalidad.


En este sentido es perfectamente apropiado el título de esta obra, Suite italiana: un viaje a Venecia, Trieste y Sicilia (Ed. Plaza & Janés, 2020). Este libro de Javier Reverte sobre un precipitado periplo italiano como él mismo confiesa en la introducción, recoge tres escenarios desconexos entre sí pero unidos no solo por la obvia italianidad de su geografía sino, muy especialmente, por la búsqueda de la realidad a través de la Literatura.


Como en el resto de su literatura viajera, Reverte combina la experiencia personal del narrador con numerosas notas históricas, nunca perdiendo de vista cómo han influido en el presente, junto a referencias biográficas de otros viajeros que pasaron por esas tierras y a los literatos que alumbró o a los que inspiró.


Precisamente, esta dependencia de la Literatura es la característica que más peso parece guardar en este volumen frente al resto de elementos. Así, La muerte en Venecia de Thomas Mann, El gatopardo de Lampedusa y la miríada de autores triestinos como Saba, Svevo y Joyce, triestino por acogimiento, conforman la piedra angular de este libro.


El texto fue publicado en 2020, apenas unos meses antes del fallecimiento del autor, siendo por tanto, su última obra publicada en vida. Es fácil comprender que, a una avanzada edad, no resulta sencillo afrontar un texto que iluminase el mundo italiano de un modo tan portentoso como lo hizo anteriormente con el griego en Corazón de Ulises, y también hay que reconocer que ya Reverte se había acercado en Un otoño romano a esta geografía.


Por otro lado, la historia italiana es tan extensa y compleja que resultaría difícil poder trabajar en paralelo en tiempos tan diversos como la Edad Media y los estados pontificios, la Magna Grecia siciliana, el movimiento de reunificación, las tensiones Norte-Sur, tan apremiantes aún en nuestros días, o la asfixiante carga del milenio de historia de la Roma Antigua. De ahí que convenga la elección más reducida del autor, tanto en cuanto al escenario geográfico como a las referencias que le sirven de hilo conductor.


Pero comencemos por el primer puerto de destino: Venecia. Como no podría ser de otra manera y siguiendo las indicaciones del narrador de La muerte en Venecia, Javier Reverte se acerca a la Serenísima desde el mar, tomando un  barco que le trasplante al mundo suspendido en el tiempo, mezcla de gloria pétrea del pasado y de parque temático del presente. 


Y en esta Venecia el autor siente el mordisco de la decepción. La incapacidad de encontrar un alojamiento digno a los increíbles precios que los turistas están dispuestos a pagar, la calidad de la comida, el abarrotamiento de los principales monumentos y, en contraste, el abandono del resto de la ciudad, apenas visitada a pocas calles o canales de la Plaza de San Marcos.


Pero precisamente la siembra de la Venecia de nuestros días se hace en gran medida en los tiempos de Mann y aún antes, cuando la ciudad se convierte en una parada obligatoria para pintores, músicos, escritores y ricos, muchos ricos que dieron forma a lo que debe ser una visita a Venecia, paseo en góndola y café a precio de menú completo en restaurante de tres estrellas michelín a la espera de tornar a los autobuses que les acerquen a alguna de las ciudades que rodean la laguna y que sirven como lanzadera para los aluviones diarios o al crucero de lujo que se alejará de la dama del Adriático al mismo tiempo que los recuerdos de los turistas se congelan en las fotografías de sus teléfonos.  


Los escenarios que Reverte visita son de sobra conocidos, San Marcos, su plaza, su basílica, Rialto y, en su caso, el Lido. Pero en esta Venecia parece haber anidado la peste que mató al protagonista de la novela de Mann. Una peste metafórica que en la obra representa la decadencia moral trenzada con el sentimiento de culpa tal vez, pero que en este tiempo se transmuta en la sorprendente paradoja que expresó Wilde de manera sublime, matamos aquello que amamos.


Tal vez el peso de esta realidad apague el espíritu de Reverte y las páginas dedicadas a Venecia parecen languidecer igual que los días de von Aschenbach a la espera de un leve contacto con Tadzio. Las páginas dedicadas a narrar parte de la historia de la ciudad, su prestigio, su poder naval y su éxito comercial parecen entresacadas de la Wikipedia o de algún texto de similar perfil. El autor no llega a implicarse con la ciudad, en ningún momento, y su partida solo parece procurarle el alivio que haya quien escapa de la muerte.


Y de Venecia, saltamos a Trieste, la más extraña de las ciudades italianas, que realmente siempre perteneció al Imperio austrohúngaro o a sus predecesores y que fue entregada a Italia tras la Primera Guerra Mundial, aunque la perdió tras la derrota en el siguiente conflicto, si bien pronto fue recuperada.


Tenemos así una ciudad de corte austríaco, fue la única salida al Mediterráneo de la Corona de los Habsburgo, pero con un corazón italiano por su proximidad a la península y por las influencias de la cultura latina. A su puerto acudió una importante colonia judía que convivía con una población repartida entre los funcionarios austríacos, los italianos inmigrantes que formaban el estrato social más bajo junto a los eslavos, otra minoría de notable peso.  


Es en este complejo entramado en el que surge una forma de ser peculiar y específica de la ciudad, un modo de verse a sí mismos, entre dos mundos tan opuestos como el meridional y el germánico, y de aquí nace de un modo natural una forma de expresión en los autores que dan fama a la ciudad, Italo Svevo y Umberto Saba son las banderas locales. Sin embargo, la fama internacional parece estar de la parte de otros autores que pasaron un tiempo por las calles triestinas, como Rilke y Joyce, que no solo escribió Dublineses en Trieste sino que dió comienzo a su Ulises (tal vez el propio título le fue inspirado a la vista del Mediterráneo que se asoma la ciudad). Hoy en día, Claudio Magris mantiene el alto nivel literario de un lugar suspendido entre dos mundos y entre dos tiempos.


Los cafés en los que estos autores escribían, leían la prensa o discutían en vibrantes tertulias forman otra de las señas de identidad de la ciudad y muchos de ellos aún se pueden visitar. Reverte los recorre buscando el espíritu de Joyce que los frecuentó con asiduidad durante los diez años que vivió en Trieste dando clases de inglés y conversando con su gran amigo Svevo. Pero es sobre Rilke sobre quién más se fija el autor. Rilke, un poeta de disipada vida, de escribir desordenado y movido a golpes de inspiración y genialidad, no demasiado valorado en nuestros días, poco afines a la observación y el ensimismamiento interior que vaya más allá del narcisismo de las redes sociales.   


Pero, al igual que nos ocurre en el caso de las páginas dedicadas a Venecia, nos encontramos con un estilo algo aplanado, que tiene más del saber y buen oficio de Javier Reverte que de verdadero gozo y descubrimiento. No está de más recordar en este punto la magnífica obra de Magris, Trieste, de la que ya hemos dado cuenta en estas páginas y que parece reflejar de manera más precisa el alma verdadera de esta extraordinaria ciudad.


Pero llegamos al último tercio del viaje, el que nos asoma a Sicilia, la isla meridional que juega a ser balón golpeado por la bota peninsular y que de este modo refleja bien la manera en que ha sido tratada por la Historia.


Sicilia ha sido destino de cuantos han querido apropiarse de su estratégica ubicación. Los griegos hicieron de ella la mayor y mejor de sus colonias, si es que este término pudiera aplicarse a aquel tiempo. Muchos de sus grandes pensadores y científicos nacieron o fueron acogidos en sus ciudades. Pero también fue conquistada por la República romana que la convirtió en el granero de Roma antes de ocupar otras tierras. También fue uno de los escenarios más relevantes de las guerras púnicas contra Cartago que veía en ella el talón de Aquiles de su enemiga.


Y tras ellos llegaron los bárbaros, los árabes y de manera sorprendente, los normandos, tan alejados de sus fríos mares que apenas se entiende la perdurable influencia que esta ocupación dejó en la isla. Los franceses jugaron un papel relevante hasta que en las vísperas sicilianas fueron expulsados y llegó el tiempo de la Corona de Aragón en su expansión mediterránea y el consiguiente dominio de la Monarquía hispánica en esas tierras. Y así podríamos seguir con su papel como lanzadera para futuros reyes como Carlos III de España, pero Quinto de Sicilia, y así sucesivamente. Como se deja escrito en El Gatopardo, Sicilia fue ocupada por todos quienes quisieron ocuparla y dejaron en ella su influencia, nada hubo que surgiera de la propia isla, todo lo que pudo hacer fue dar forma y moldear aquellas influencias que recibía, normalmente por la fuerza, acomodándolas a la gruesa capa de sedimentos que la Historia iba depositando en ella.


Y es en esta isla, azotada por un calor impenitente que persigue al autor, donde éste parece reencontrarse con su verdadero y más auténtico talento narrativo. Su recorrido por el interior de la isla tratando de seguir algunas de las pistas de la mafia siciliana, sus matanzas y sus terribles secretos aún guardados a día de hoy en precipicios desde los que los delatores o simplemente los más tibios son despeñados haciéndolos desaparecer por siempre jamás.


Es en su visita a estos secarrales donde las informaciones de los vecinos parecen levantar más sospechas que desinterés y en los que aún se siente el peso de la muerte de héroes como Giovanni Falcone o Paolo Borselino. Pero también es aquí donde se siente la presencia de figuras que parecen más propias del Far West que de la civilizada Europa, como Salvatore Giuliano que, en su ensoñación, llegó a ofrecer a Truman la anexión de Sicilia a los Estados Unidos, al modo de Puerto Rico mientras era perseguido por las fuerzas de seguridad italianas y la propia mafia a la que no le gustaba que nadie se hiciera con la imagen de protector de los pobres que tanto les sirve como escudo legitimador.



En estas polvorientas carreteras que le llevan de pueblo en pueblo llega a sentir el miedo o, cuando menos, la inquietud por el ensañamiento con el que se vertía la sangre hasta hace pocos años en una lucha más parecida a una contienda civil por la imbricación de los mafiosos en todas las estructuras sociales, económicas y políticas de la isla que a una mera lucha entre el Estado y unos delincuentes organizados.


Según Reverte retorna a las ciudades  alejándose del pétreo interior, parece alejarse de esa sensación de muerte y opresión de ahogo y congelación del pasado en un presente perpetuo, pero solo para caer en otro engaño, éste más placentero, más artístico, el de la Sicilia de la nobleza aferrada a unos privilegios que el tiempo va desdibujando ante una indiferencia suicida que se aferra a la idea de que todo debe cambiar para que todo permanezca igual.


Y es aquí donde volvemos a sentir la magia de Reverte, donde la narración confluye en un relato que mezcla los datos históricos con las reflexiones del autor, con las descripciones de lo que le acontece en su viaje y con las observaciones sobre las obras literarias que, en muchas ocasiones, describen mejor una realidad que los libros de Historia.


Su visita a los palacios sicilianos, o a sus ruinas en su caso, nos trasladan a esa realidad en la que la fuerza de la tierra y las costumbres tiene una tozudez casi animal, un mundo en el que es difícil comprender cómo el pueblo se dejaba consumir en una hambruna y pobreza pavorosa por parte de quienes vivían en el lujo y esplendor improductivo, dándose la mano con los pequeños jefes de facciones que terminarían por convertirse en capos con el consentimiento y aplauso de aquellos.


Esta es la enseñanza última del viaje por Sicilia, el mensaje que su pasado nos narra y que pocos pueden conjurar a día de hoy, que podréis ocuparnos, imponernos vuestras estructuras, pero nada cambiará, haremos que lo asumimos, adoptaremos vuestras formas pero solo creereis que nos domináis. Al igual que un adolescente asume ese papel de consentir a todo para terminar haciendo lo que le de la gana, Sicilia, se alza como un páramo de otro tiempo, poco dispuesta a cruzar la barrera, aún a pesar de quienes sí querrán abandonar ese destino que parece uno de los más trágicos de todo nuestro Mediterráneo.


Y así es como Javier Reverte se despidió de nuestras letras, con un libro algo desigual pero que nos ofrece una interesante visión de un país surcado por el turismo de masas en el que aún puede llegar a percibirse algo más auténtico gracias a la Literatura que lo inspiró. Porque a la Literatura consagró Javier Reverte gran parte de su vida, gracias al éxito de obras como El sueño de África, y comprendió que, precisamente, la Literatura era un medio tan preciso para conocer el mundo que nos rodea como el propio viaje, y supo aunar ambas experiencias junto a su amor por la Historia, para regalarnos libros memorables que lograron revitalizar un género que gozaba de poca estima en nuestro país.


Apenas ocho meses después de la publicación de Suite italiana: un viaje a Venecia, Trieste y Sicilia, Javier Reverte fallecía. Lamentamos sinceramente que no podremos leer las maravillosas páginas que, a buen seguro, tiene preparadas de este su último viaje.



 

10 de abril de 2024

Kafka (III): Los años del conocimiento (Reiner Stach)

 


Llegamos al fin al tercer y último volumen de esta monumental biografía de Kafka escrita por Reiner Stach y publicada en dos tomos por Libros del Acantilado (traducción a cargo de Carlos Fortea) Y la primera duda que nos asalta es la relativa al motivo del título de esta última fase de la vida de nuestro autor, Los años del conocimiento.  


A partir de 1916, Kafka va adaptando su personalidad a su propia realidad. Cada vez es más consciente de lo que quiere y lo que le impide llegar a ello. Su relación con Felice Bauer va mutando y, con excepciones, momentos en los que nuevamente cae en el autoengaño de años anteriores, va tomando conciencia de que la vida junto a Felice le aleja de la Literatura y que, por tanto, el problema del matrimonio se limita a una cuestión, vivir para la Literatura o no vivir.


Según fluyan los altibajos de su ánimo y autoestima, así será su posición con Felice. En ocasiones se torna exigente y explícito, en otras, vuelve a recluirse en su diatriba de autodesprecio tratando de ofrecer a Felice la oportunidad de rechazarlo. Pero, poco a poco, los acontecimientos ponen de manifiesto que la unión es imposible. Ni siquiera el segundo compromiso matrimonial en firme es ya tomado en serio y, como el propio Stach señala de manera inteligente, la foto que anuncia dicho compromiso, tomada en Budapest, el último día que estuvieron juntos, la única foto conjunta de ambos, refleja el fracaso por anticipado.


Kafka ya no se deja arrastrar tan fácilmente, y con claridad toma con fuerza las riendas de su destino. Sabe que en el ámbito de su familia, su padre concretamente, poco puede hacer y reclama para sí ese ámbito de independencia. La casa en el callejón del oro que su hermana Ottla y una amiga han alquilado, se convierte en el refugio ideal para huir a recluirse en ella y escribir.


Y lo que allí escribe rompe de algún modo con su obra previa. Estos nuevos textos de Kafka reflejan su nuevo modo de sentir, de expresarse y de reflejar una realidad, no sólo la íntima, también la externa. Un mensaje imperial responde inequívocamente a la muerte del emperador Francisco José I, igual que poco antes, En la colonia penitenciaria parecía reflejar los horrores de la mecanización de la vida, sus experiencias profesionales con los accidentes laborales y, en último término, su percepción sobre los horrores de la guerra, la visión de los mutilados que vuelven del frente, con sus horrendas heridas.


Y la guerra se le cuela por más caminos. De una parte, obliga de manera definitiva y con gran alivio para Kafka, al cierre y liquidación de la empresa de asbestos, a cargo de su cuñado, ahora en el frente, y con participación económica suya. Un pequeño desastre financiero para el clan Kafka, una alegría secreta para su primogénito.


Pero laboralmente la guerra irrumpe en el Instituto de Seguros. Éste debe hacerse cargo también de la protección social de quienes regresan del frente y no pueden ya ejercer una profesión. El mecanismo es análogo al de los seguros por accidente y, por tanto, la labor se encomienda a este departamento administrativo que debe asumir una nueva e ingente carga de trabajo con un equipo de funcionarios reducido por las levas. Desaparece la jornada continua y Kafka ha de trabajar largas horas, apenas sin vacaciones y con la severidad moral de quienes ahogan cualquier tipo de queja porque en el frente se vive peor y aquellos que continúan trabajando, sufriendo esa presión laboral, las colas, el estraperlo, no son sino privilegiados.


Pero también Kafka en este nuevo papel, más consciente de sus problemas, incapaz de tomar una decisión que le permita abandonar su trabajo y dedicarse por entero a la Literatura con un enfrentamiento definitivo con su padre, tratará de buscar una solución mágica, una vía de escape que le permita conjugar todos sus complejos equilibrios y que el fruto de sus renovados esfuerzos volcados en la literatura parece ponerle al alcance de su mano. Sin embargo, incapaz de encontrar una solución, opta por el único modo que cree a su alcance para zanjar su vida profesional y así tener opciones literarias. Y esta vía es la de renunciar a su puesto de funcionario y presentarse como voluntario para acudir al frente.


La guerra, y los valores patrióticos y viriles que se le presumen, parece un argumento lo bastante fuerte como para evitar que su plan se frustre, para que ni su padre - especialmente su padre - pueda alegar algo en contra. Nunca sabremos si realmente era una opción que el propio Kafka vió como viable, si llegó a valorar que las posibilidades de regresar vivo o sano eran escasas. Tal vez fue tan solo su válvula de escape, su amenaza velada que disfrazaba una llamada de atención, un órdago que, sin embargo, cayó sin más porque, como en tantas otras ocasiones, los fantasmas de Praga se conjuran contra él. En su trabajo no se quiere renunciar a un funcionario tan eficiente y capacitado, los argumentos de Kafka se tambalean, tan solo logra que se le reconozca una subida salarial, y una discontinua pero excepcional serie de descansos, breves excedencias para descanso de sus nervios agotados.


En estas escapadas, siempre a entornos naturales, Kafka encuentra esos pequeños balones de oxígeno que le permitirán tomar fuerza, concentrarse en la lectura, desarrollar sus habilidades estilizando su estilo y convenciéndose aún más de sus firmes ideas sobre la Naturaleza y la enfermedad que conlleva la ciudad y sus restricciones sociales y morales.


En estos retiros surgen nuevas amistades, incluso un nuevo romance. En esta ocasión, una joven muchacha, Julie Wohryzek, con quien encuentra un asidero práctico, alegre, desenfadado, alejado totalmente de las tensiones que le imponía, o que se autoimponía, con Felice. Y la fuerza que encuentra Kafka en su interior, en este nuevo deseo en el que no llega a tener del todo claro qué papel jugará la Literatura que parece olvidada por un tiempo, desemboca en un nuevo compromiso matrimonial, tan sorprendente como lo será su abrupto final.


Nuevamente son todas las fuerzas praguenses las que se ciernen contra Kafka, pero ya no solo es su padre, también los amigos tratan de convencer a Franz de lo errado de su decisión, de la disoluta vida de la familia Wohryzek, pero nada de esto parece desanimar a Kafka. La boda sigue adelante aunque, pocos días antes del compromiso, con un Kafka insomne, nuevamente poseído por sus fantasmas, temores, remordimientos y síntomas de histeria, renuncia a la boda.


Este Kafka, que recae nuevamente en algunos comportamientos del pasado, trata sin embargo de rehacerse. Ha salido de su casa y tiene, al fin, vivienda propia en unos apartamentos de un antiguo palacio barroco. Y es allí donde aparece la tuberculosis, compañera de estos últimos años. Pero esta terrible noticia, una noche en la que Kafka se levanta vomitando sangre y que, de una u otra manera, fuerza su regreso al hogar y más bajas laborales y estancias en el campo, le llevará unos años después a conocer a Milena Jesenska.


Este penúltimo amor se presenta de alguna manera como igual de complejo que el mantenido con Felice. Nuevamente es la conversación epistolar la que construye todo el esquema. Nuevamente, la complejidad de la situación de ambos es un fiel predictor del previsible fracaso de la relación. Milena está casada con Ernst Pollak, un admirador de Kafka, vivía en Viena y, por tanto, el compromiso llevaría a una separación y a una más que previsible fijación del domicilio conyugal en Praga.

 

Pero también Milena aporta algo a Kafka que, por primera vez, le hace  imaginar una posible conciliación entre su vida matrimonial y la escritura. Milena escribe, traduce, su implicación en la vida cultural vienesa es importante, pero más aún y por encima de todo, adora las obras de Kafka y ha preparado diversas traducciones al checo de las mismas. Kafka sueña con una vida en la que ambos puedan trabajar al unísono, una comunión espiritual que, nuevamente es autosaboteada de manera inmisericorde cuando todo parece depender tan sólo de una enérgica voluntad final por su parte.


El fin de la guerra y la desmembración del Imperio hacen de Checoslovaquia una nueva nación. Los germanoparlantes pierden el apoyo estatal y se convierten en una minoría real a todos los efectos. Los padres, temerosos de la persecución a los alemanes y, especialmente, a los judíos dentro de aquellos, traspasan el negocio a un familiar e invierten lo obtenido en la compra de un inmueble para su alquiler, inversión más segura que un establecimiento sometido a boicots o vandalismo. Las purgas en el Instituto de Seguros no alcanzan sin embargo a Kafka, cuya falta de significación política hasta la fecha y su dominio del checo le hacen aceptable para la nueva dirección.


Pero la paz no ahorra estragos, esta vez llegan en forma de la gripe española, una complicación para Kafka que pronto la contrae. Su salud ya algo debilitada lucha por vencer al patógeno pero la tuberculosis temprana es un gran peso. Aunque Kafka se salva, el  gran esfuerzo pasado se revelaría como fatal a la hora de empeorar el curso de su enfermedad pulmonar.  


Nuevos retiros en el campo nos traen otra fase en la obra de Kafka. Si en el callejón del oro fueron los impresionantes relatos de Un médico rural, en Zürau se completan los famosos cuadernos en octavo, repletos de aforismos, sentencias y breves piezas. Un nuevo paso en su proceso de desnudez estilística, un paréntesis en la imaginería habitual pero un nuevo manantial de reflexión y conocimiento, bañado en abundancia por las obras de autores jasídicos y filósofos contemporáneos.   


 

Así, la obra de Kafka madura y progresa, crea esas pequeñas fábulas que, más allá de sus grandes novelas inacabadas, conforman ese universo kafkiano mundialmente reconocible. Pero también es en uno de esos retiros para descansar donde encuentra una remota inspiración para su último gran intento fallido de componer una novela, El castillo.


Reiner reflexiona sobre cómo se trata del intento más ambicioso de Kafka. Una novela en la que la coherencia interna se impone más allá de las indudables conexiones personales, notas autobiográficas, influencias judías y tantas otras cuestiones de las que está impregnada. Es el primer intento de Kafka por construir un argumento plagado de personajes, con tramas paralelas, con historias a las que hay que dar cierre. Y, precisamente por ello, es el mayor fracaso de Kafka desde un punto de vista técnico, o al menos así lo interpretó él, cesando en la escritura al constatar su incapacidad para llegar al último capítulo, más o menos ya pensado, pero que permitiera cerrar todas esas otras historias menores que acompañaban al argumento final. Un esfuerzo que otros autores obvian dejando tantos hilos abiertos como personajes pero que Kafka, con esa integridad, ese purismo estético absoluto e irrenunciable al que se aferraba como ideal de pureza, interpretó como la prueba definitiva de su incapacidad literaria.   


Y la enfermedad sigue su curso hasta el punto en que fuerza su retiro laboral a una temprana edad. Liberado de sus obligaciones profesionales alcanza al fin ese objetivo tantas veces deseado. Librarse de la oficina, de ese continuo trasiego de papeles, personas y problemas, de esa contaminación que le ha impedido siempre centrarse en lo que realmente ama. Pero lo ha logrado a tan alto coste, sobre un deterioro físico que se verá como irreversible, con una merma económica que compromete gran parte de las posibilidades de tratamiento a sus solas expensas, que casi sabe a derrota.


Sin embargo, Kafka, en este camino del conocimiento que nos traza Stach, abraza la enfermedad, aún en estos estadios más leves, como la oportunidad esperada. Igual que sus amenazas con alistarse como voluntario en la Primera Guerra Mundial, que su estrafalaria propuesta de matrimonio a Julie, igual que la fallida huida a Berlín en el proyecto abortado por el estallido de la Gran Guerra. La tuberculosis es vista como la última oportunidad, el terrible acontecimiento que Kafka ha estado invocando, aún de manera inconsciente, todo este tiempo y que, de algún modo, ha tomado la decisión por él.


Pero no todo es tan idílico. Le libera de su trabajo, pero los cuidados que necesita le fuerzan al retorno al hogar familiar tras pocos años de independencia, una última derrota tal vez imprevista. También deberá acomodarse a las vacaciones de las hermanas para acompañarlas en sus escapadas al campo, al Báltico como último retiro vacacional que conoció. Y allí encuentra a Dora Dymant, una joven judía imbuida de las tradiciones más ortodoxas por parte de su padre, pero de ansias liberales, comprometida con el Hogar Judío de Berlín, y nace otro romance, sin duda el último y definitivo. Kafka sabe que es su última baza. Sabe que Dora no puede ir a Praga, que es la oportunidad anhelada de escapar definitivamente, de instalarse en Berlín, ya olvidados los sueños de hacer allí una carrera literaria, buscando tan solo un pequeño atisbo de independencia y amor. Por primera vez vive algo parecido a la intimidad con una mujer que no le inhabilita para escribir porque ahora son ya sus problemas de salud el principal impedimento para estos fines.


Y así tenemos a un Kafka que parece triunfar de un modo que ni él mismo pudo nunca sospechar, un Kafka que logra de alguna manera imponerse a sus propios miedos y condicionantes, que en el momento en que más difícil era todo, con su enfermedad, con su jubilación, con una paga menguada en un Berlín sacudido por los conflictos sociales, golpeado por una hiperinflación que devoraba todos sus ingresos, logra al fin imponer su voluntad.

 

Será por poco tiempo porque pronto llega el proceso final y muerte, cuya dureza no nos es ahorrada por Stach, con amplios detalles médicos, con el peregrinar por diversos especialistas, médicos, hospitales, con sus últimos días, imposibilitado casi para hablar, debiendo escribir en unas cuartillas todo cuanto necesitaba o quería trasladar y que fueron recopiladas por su fiel amigo de estos últimos días, Robert Klopstock, y acompañado por una Dora que se esforzó por hacer de este tránsito un momento menos doloroso, que vió como Kafka corregía las galeradas de Un artista del hambre hasta la víspera de su fallecimiento, que logró también ella escapar a los fantasmas de Praga.


Stach dibuja con claridad todo este viaje del modo en que lo ha hecho en los otros dos volúmenes, con una mezcla de erudición, documentación y adivinación, insuflando vida a las decisiones de Kafka. Nos habla de su compleja relación con diversos editores, especialmente con Kurt Wolff, su relación estrecha pero no exenta de dificultades con Max Brod, el papel del padre, tratando de manera extensa su famosa carta al mismo, pasando sin embargo bastante por encima del tema de las voluntades testamentarias del autor o sin citar en absoluto los aspectos complicados del legado de Kafka y los complejos procesos judiciales a que ha dado lugar.


Las notas y bibliografía son ingentes, como no puede ser de otro modo en una obra que ha llevado a su autor más de una década de trabajo. Pero en ningún momento se tiene la impresión de que el texto resulte abrumador para el lector. El esfuerzo por poner en contexto todas las circunstancias sociales, políticas, económicas y de todo tipo de aquella época son loables y hacen de la lectura un auténtico placer.


Pero llegados a este punto, cerrada ya la vida del autor, nos queda nuevamente la pregunta que desde el propio prólogo nos avanzaba Stach. Ante la lectura de las obras de Kafka, caben dos interrogantes, qué quiere decir lo que nos escribe, abriendo un camino a la hermenéutica, o porqué escribió esto, atando de manera indisoluble vida y obra. Ambas opciones son antitéticas, si bien se conjugan cuando uno piensa en que Kafka trabajaba con los materiales que su vida le llevaba hasta su mesa de escritura. Con toda su viveza biográfica, con sus detalles plenos, con sus nombres de protagonistas tan fácilmente adjudicables a él mismo o a amantes y amigos. Pero también pretendía que la escritura guardara una coherencia propia, interna, que la obra tuviera un valor por sí misma más allá de las implicaciones emocionales que pudiera tener para él.  


Por desgracia, los primeros esfuerzos de Max Brod por dar a conocer la obra de su amigo rompieron esa intención de Kafka en un  intento de orientar la interpretación de sus textos en base a la autoridad moral de ser su amigo más cercano, presumirse que contaba con información de primera mano y, por encima de todo, presentarse como el salvador de la aniquilación total de la obra. Pero hoy en día ya hemos superado con creces ese tiempo y una nueva base se abre para la interpretación de su legado literario. Una interpretación que tome en cuenta el modo en que Kafka escribía sus textos, cómo trabajaba técnicamente, pero que permita liberarse o dejar en su contexto esta influencia. A un esfuerzo tan loable contribuye Stach con su obra. Una síntesis de la síntesis del conocimiento que de Kafka tenemos hoy en día tal y como afirma en su prólogo y que, sin duda, pronto será superada por más información, más datos y manuscritos en un continuo devenir al que se someten muy pocos autores y que da la medida de porqué todavía hoy, a 99 años de su fallecimiento, aún nos resulta imprescindible.