13 de julio de 2025

Equiridion / Disertaciones (Epicteto)



Si quieres progresar, permite que por las cosas externas te juzguen estúpido y necio. No quieras parecer sabio; y si se lo parecieras a algunos, desconfía de ti mismo.




De un tiempo a esta parte ha venido poniéndose de moda la filosofía estoica. Un movimiento que puede entenderse, a decir de algunos, por la confusión de nuestro tiempo, una incertidumbre que nos hace buscar algo inamovible a lo que agarrarnos y esta filosofía o modo de vida parece adecuarse a esa finalidad. Se alega que el estoicismo busca la fuente de la estabilidad en aquello que está en nuestro poder, aprendiendo a no desesperarnos por el resto. Así, en un tiempo en el que la tecnología parece haber dejado al Hombre en una continua y agotadora carrera contra el tiempo que nos deja exhaustos en todos los aspectos, físico, espiritual, anímico, el centrarse en aquello que sí está en nuestra mano, puede resultar un bálsamo.



Si alguno te anuncia que otro habla mal de ti, no contradigas el anuncio, sino responde: «En verdad que no sabía él de otros vicios que yo tengo; pues, de haberlos sabido, no habría dicho aquellos solo».



Aunque sin duda, esta idea es un reduccionismo bastante tosco del pensamiento estoico, lo cierto es que tal vez en ninguna época se haya vivido en paz y armonía, por más que ahora resulte conveniente señalar las alteraciones que se vivían en los tiempos estoicos y sus paralelismos con los actuales, lo cierto es que si se preguntara a cualquier persona del pasado, aseguraría que el culmen de la incertidumbre se vive en su época, siempre hay razones para pensar así.


Hoy vivimos en la creencia de que los años tras la Segunda Guerra Mundial fueron la panacea del Estado del Bienestar y la estabilidad política, olvidando la Guerra Fría, el terrorismo político, las devastadoras consecuencias de la guerra en forma de racionamiento, hambre, enfermedad, desplazamientos masivos de personas y así en cualquier otro tiempo histórico que elijamos.



Nunca digas sobre nada «Lo he perdido», sino «Lo he restituido». ¿Ha muerto tu hijo? Ha sido restituido.



Pero volvamos a los estoicos, cuyas principales figuras son el político Cicerón, el emperador Marco Aurelio y el liberto Epicteto. Los dos primeros son conocidos por todos, aunque solo sea por las clases de Historia. Respecto del último, creo poder remontarme a la lectura de La soledad del corredor de fondo de Tony Richardson. Durante mucho tiempo creí que el personaje se había inspirado en Epicteto para su lucha contra el sistema y que de allí había obtenido yo mi referencia a este oscuro filósofo del que apenas se conservan unos fragmentos de su obra.



Si el sirviente del vecino quiebra un vaso u otra cosa, a la mano tienes decir: «Son cosas que ocurren con frecuencia». Has de saber, pues, que, aunque se quiebre el tuyo, conviene 

que seas el mismo que fuiste cuando se quebró el ajeno.




Con el tiempo he descubierto, releyendo el citado relato, que mis recuerdos, una vez más, eran errados y que la referencia a Epicteto que mi memoria desvalida conservaba deberían estar tomados de Todo un hombre, de Tom Wolfe libro que, por otra parte, ni siquiera recuerdo haber leído aunque sí conserve claramente esas referencias al liberto romano, prueba de que sí debí leer aquel libro.


Pero si mi recuerdo parece vacilar en el tiempo, qué no ha de ocurrir en el transcurso de cerca de dos mil años, desde los días en que Epicteto enseñaba a sus discípulos en Nicópolis y uno de ellos, tal vez el más aplicado, el que logró más fama posterior, Arriano tomaba notas presurosas por las que llegaría a nuestros días la obra de su maestro.

 


En las Disertaciones, Arriano recoge las enseñanzas de Epicteto de forma dialogada, casi como si el alumno estuviera siendo aleccionado en directo por su maestro, interrogado y cuestionado, y podemos asistir a ese proceso de enseñanza tan distinto del actual en el que el poseedor del conocimiento lo imparte como lo haría un Dios todopoderosos sobre la inculta grey soportando con paciencia y cierta benevolencia condescendiente la estupidez de sus alumnos.  



Acuérdate de que no es quien injuria o hiere el autor de la ofensa, sino la opinión del que considera estas cosas ofensivas.




Estas disertaciones se contenían originalmente en ocho libros, de los que hasta el momento solo conservamos cuatro. En ellos Epicteto da cuenta de su filosofía, una aproximación práctica alejada de las diatribas sofistas más enfocadas al alarde verbal y al silogismo, para volcarse en la definición de reglas de comportamiento, de modos de conducirse por la vida para hacer honor a esa idea de filósofo. En ellas trata todo tipo de cuestiones prácticas mediante ejemplos perfectamente comprensibles aún hoy en nuestros días y, sin duda, esto ha permitido la vigencia de sus ideas frente a la de otros filósofos. Dado que es un rasgo también extensible a otras figuras del estoicismo, podemos hacernos una idea de las razones que hacen de esta filosofía  algo tan afín a nuestros días, tan alejado de las disquisiciones sobre el ser, la materia, lo ontológico y lo contingente.  


Cuando nace el estoicismo, más o menos al tiempo que lo hacen otras escuelas de filosofía helenística, el periodo de gracia de la democracia había concluido. La política se había convertido en una disciplina complicada que podía generar problemas con el tirano de turno. Por ello, estos filósofos se volcaron en su propio interior, en buscar el modo de hallar la felicidad individual ya que de la colectiva se ocupaban por su cuenta y riesgo los gobernantes sin dar cabida a opiniones ajenas. Otro tanto pasaría en los comienzos de nuestra era, cuando el poder del César había acabado con la agotada República. De ahí ese cambio respecto de los filósofos anteriores, más dados a cuestiones externas, como la materia y la política, más proclives a expresar el mejor modo de organizar la república, tal y como hacían Platón y Aristóteles.  



No tienen coherencia ni rigen estas proposiciones: «Soy más rico que tú, luego soy mejor que tú», «Soy más elocuente que tú, luego también mejor». Pero rigen estas: «Soy más rico que tú, luego tengo más dinero», «Soy más elocuente que tú, luego mi decir es mejor que el tuyo». Pero tú ni eres dinero ni dicción.



Si bien las Disertaciones no encierran una especial complejidad, es cierto que pueden no ser una lectura fluida conforme a lo que estamos acostumbrados en nuestros días y, tal vez, sea necesario consultar las notas a pie de página que generosamente se reparten por la edición de Gredos a cargo de Paloma Ortiz García y que también traduce la obra al castellano. Por otro lado, esa edición recoge una introducción también a cargo de la traductora que aborda diversas cuestiones interesantes como el empleo de la variante del griego empleada, la koiné, una especie de versión internacional, la misma a la que pronto se vertieron los evangelios cristianos.  



En ningún modo te llames filósofo, ni sobre principios o doctrinas discurras mucho con idiotas. Por ejemplo, en un convite no digas de qué modo se debe comer, sino come tú como se debe.



Pero Epicteto tiene una especie de as en la manga. su famoso manual o Enquiridion, es decir, una pequeña obra para llevar a mano o para emplear como arma defensiva según la etimología que cada uno prefiera y que condensa en breves frases. en muchos casos auténticos aforismos, toda su filosofía. Esta obra ha gozado de continuo éxito, desde su primera versión. Es sabido que en las bibliotecas medievales de los monasterios siempre había algún ejemplar que era costosamente copiado. De ahí venga probablemente la falsa idea de que el filósofo era un cristiano oculto, un convertido a la fe auténtica que escondía su creencia  bajo la apariencia de una filosofía práctica pero que, y esto sí es cierto, tenía numerosas similitudes con el mensaje del Evangelio.


Sin duda, el tono general y sentencioso de la obra puede asemejarse a ciertos pasajes del Nuevo Testamento. Su esfuerzo por separar lo que es del César y lo que es de Dios podía sentar una nueva coincidencia, al igual que muchas de las enseñanzas, tendentes a la moderación y la templanza, a evitar el lujo pero esconder las obras de caridad para evitar el halago ajeno, el pecado de orgullo.


Procura con todas tus fuerzas conservarte puro de las cosas venéreas mientras no estés casado. Si las tocas, que sea legítimamente. Pero no molestes ni reprendas a los que las usan, ni te alabes de tu continencia.



Este libro, que en función de las versiones puede ir desde las cincuenta a las ochenta páginas, algunas de ellas ocupadas tan solo por un par de líneas,  se asemeja a esos libros de la New Age, sembrando algo de confusión, lo que viene a unirse a los títulos llamativos que los editores le han dado para poder asentarlo en ese nicho de mercado que parece capaz de comerse el mercado. Así, tenemos desde El arte de vivir en tiempos difíciles (Editorial Alianza), El arte de ser libre (Koani Libros) o el Manual de vida (Taurus).


Y lo cierto es que, superando el rechazo que este tipo de títulos despierta en mí, he de reconocer que su lectura es adictiva. En él se recogen citas literales de las Disertaciones o reelaboraciones de las ideas allí contenidas, recordemos que de éstas tan sólo se conserva la mitad del corpus original. Y la concisión y belleza del lenguaje destaca por encima de todo. En las Disertaciones estas frases aparecen dentro de un contexto general mayor por lo que tienden a no resultar tan impactantes, pero aquí, en forma de pequeños esbozos resultan demoledoras.



Guarda silencio en cuanto puedas o habla lo necesario solamente, con las menos palabras posibles. Rara vez, y solo si lo pide la ocasión, sal a hablar de las cosas de las que se suele: no de gladiadores, ni de circenses, ni de atletas, ni de comidas ni bebidas. Y si hablas de personas, no reprendas ni alabes ni hagas comparaciones entre ellas.



Aunque no pretendo hacer un análisis de la filosofía de Epicteto, trataré de ofrecer algunas de sus ideas, al menos las que me resultan más atractivas tras la lectura del Enquiridion. El hombre debe distinguir aquello que está dentro de su arbitrio, en lo que puede cambiar, y centrarse en ello, dejando de lado aquello sobre lo que no tiene capacidad. Así, la muerte, sobre la que no tenemos soberanía alguna, no es una desgracia en sí, sino que ésta viene de la idea que de ella nos hacemos.


Debemos aplicarnos a nosotros mismos los consejos que damos a otros que han sufrido una pérdida puesto que lo que creemos que a ellos sirve, también ha de hacerlo para nosotros. La pérdida ha de ser interpretada como la devolución de algo que nos fue prestado por un tiempo determinado. Ésta es la idea del memento mori, esa frase que en las comedias le susurra al oído del César un esclavo para que no pierda la ecuanimidad de los humanos y no olvide que es tan mortal como cualquiera de sus gobernados.  


Si quieres progresar, olvídate de los siguientes pensamientos: «Si descuido mis cosas, no tendré qué comer». «Si no castigo a mi sirviente, será malo». Mejor es morir de hambre, libre de aflicción y miedo, que vivir entre abundancia con el ánimo turbado. Mejor es que tu sirviente sea malo que tú infeliz.


Las lecciones son prácticas y actuales. Predica que uno tiene que valorar lo que está en la naturaleza de las cosas antes de decidir las acciones. Así, si uno quiere ir a los baños, ha de considerar que allí hay gente que se comporta groseramente, que puede haber salpicaduras e incluso hurtos y que, por tanto, si cualquiera de esas cosas sucede y, pese a ello, uno ha querido acudir a los baños, no tiene sentido quejarse o perturbarse porque ocurra lo que está en la naturaleza de las cosas.



No fuiste convidado al banquete, pero tampoco pagaste su coste, que es el de la adulación y la lisonja. Paga, pues, ese escote si te conviene. Pero, si no quieres dar esa paga, y sí disfrutar de la comida, es que eres avaro y necio.



Ha de evitarse la relación social por sí misma ya que quien se junta con animales no puede sino convertirse en uno de ellos, pero si uno no tuviera ocasión de excusarse, ha de comportarse con comedimiento, tratar de evitar hablar y si ha de hacerlo, no criticar ni excederse, no ser el primero en reírse, no contar chismes. En la comida, no ha de abalanzarse sobre las fuentes que sirvan los esclavos sino dejar pasar los platos, pero tampoco pretender dar lecciones en la mesa ya que esto solo responde al propio ego, las lecciones han de darse con el ejemplo, no con la lengua.



Por ejemplo, si estimas una vasija, piensa que no es más que una vasija que estimas; no te inquietes aunque se quiebre. Si amas a tu hijo o a tu mujer, piensa que amas a un ser mortal; así, no perderás la calma aunque muera.



Y así se van desgranando las lecciones del antiguo esclavo de Epafrodito, que sufrió en su propio cuerpo los castigos de su amo, que quedó medio cojo por las palizas y que cuando fue libertado se dedicó a enseñar filosofía, marchando a Nicópolis cuando el emperador Domiciano decretó la expulsión de los filósofos de Roma. Epicteto, de quien apenas se sabe poco más de lo que acabo de mencionar, ni siquiera hay seguridad sobre si tuvo esposa, se cree que nació esclavo puesto que Epicteto deriva del término griego "adquirido" y murió en el 135 d. C. pero su legado perdura aún hoy en día con más fuerza que la de otros filósofos de quien conocemos su obra y milagros al detalle y que tuvieron la fortuna de poder legarnos directamente su obra escrita y no recogida años después de su muerte por la mano de un alumno.


La traducción de los párrafos aquí seleccionados es la correspondiente al volumen Manual de Vida, de la editorial Taurus, con traducción de José Ortiz y Sanz, no sé si es la más ajustada a los conceptos filosóficos, pero desde luego es la más hermosa de las que he leído. Espero que estos ejemplos sean la mejor invitación para el lector.   



Acuérdate de que tú eres el actor de un drama tal como lo quiso plantear su autor, ya sea breve o largo. Si quiere que representes a un mendigo, represéntalo bien; y lo mismo si un cojo, si un príncipe, si un plebeyo. Lo que te incumbe a ti es representar bien el papel que te encargan, pero elegirlo le corresponde a otro.






2 de julio de 2025

El gran engaño: Cómo la industria de la consultoría debilita las empresas, infantiliza a los gobiernos y pervierte la economía (Mariana Mazzucato y Rosie Collington)


Muchos habrán pasado por una experiencia similar en sus lugares de trabajo. Un día se anuncia la llegada de una consultora, una empresa —normalmente de gran renombre y altos costes— que viene para ayudar a "mejorar el trabajo", el modo en que se hace. Que nadie se preocupe: solo vienen a ayudar, a cambiar desde fuera, con otros ojos, con ideas frescas, sin los vicios que arrastramos en nuestro día a día.


Y llegan. Se sientan con todas las personas. Entrevistan, tomando infinidad de notas, mostrando un interés genuino y sincero. Se nota que no tienen mucha idea: sus preguntas denotan un sesgo muy claro y evidencian una falta absoluta de interés por el propósito del trabajo que uno desempeña, por el impacto en el cliente o en el resto de áreas con las que te relacionas.


Y así, un día aparece el informe de la consultora. En ese informe uno confirma sus intuiciones: falta de conocimiento sobre el contenido del trabajo, sobre las complejidades en determinados puntos o las ineficiencias en otros. Todo ello ha sido normalmente obviado por una mezcla de desconocimiento e interés por cumplir con la finalidad por la que fueron llamados por el equipo de dirección.


Porque no es cuestión de culparles. A fin de cuentas, tú puedes trabajar en el sector de la distribución de mercancías peligrosas y ellos vienen de eficientar una empresa de congelación de esperma. Y tampoco es para molestarse si en la mayoría de las preciosas diapositivas que han utilizado han sustituido sin más los iconos de condones por los de camiones.


Y resulta que luego se quedan también para implantar, porque tal vez sus brillantes ideas necesiten de alguien que las impulse, que no las sabotee. Y se quedan para asegurar que todo sale como ellos lo han dibujado. Y, entre tanto, terminan por convertirse en unos compañeros más, empleados que suplen a los que ya no se pueden contratar por restricciones presupuestarias. Y aunque vayan identificados con una tarjeta para que quede claro que no son empleados sino “externos” y así evitar los riesgos de demanda por cesión ilegal de trabajadores, a todos los efectos son uno más.


Entre tanto, siguen generando ideas, en ocasiones hasta alterando sus propuestas iniciales, siempre con la promesa, como la zanahoria de la fábula de Esopo, de que el paso definitivo hacia la suprema eficiencia está a la vuelta de la esquina, a la vuelta del último PowerPoint, tal vez el que han empleado hace poco para otro cliente, pongamos que de una cadena de restaurantes de comida rápida, porque ya se sabe que los secretos de la eficiencia valen en todo lugar y circunstancia.


Y un día proponen, como si nada, que todos los procedimientos, los protocolos, las dailys, weeklys, monthlys, las BR y los entregables, que todos los puntos de control y situación, los pains y dashboards, no son más que una prueba de que el trabajo se ha vuelto muy complejo, de que no hay foco en el cliente y de que corremos el riesgo de volvernos unos funcionarios. Y, en una última pirueta, se propone la vuelta a un modelo más sencillo, más ágil, que suele parecerse bastante al que regía el día en que ellos llegaron.


Y eso, solo si entre medias el directivo de turno no ha cambiado y se ha llevado consigo a su consultora de confianza, y el nuevo se ha traído la suya. Porque, para gustos, consultoras.


En El gran engaño: Cómo la industria de la consultoría debilita las empresas, infantiliza a los gobiernos y pervierte la economía (Taurus, 2023), Mariana Mazzucato  y Rosie Collington desmontan esa gran obra de teatro contemporáneo que es el negocio de la consultoría global. Lo hacen con una mezcla brillante de rigor académico y narración escandalizada, rozando la conspiranoia del Código Da Vinci.


Desde la profesionalización del management en el siglo XX hasta el auge actual de las grandes firmas como McKinsey, BCG, Bain o Deloitte, el libro traza una genealogía crítica del papel que las consultoras han jugado en la transformación del mundo del trabajo. Lo que empieza como un proceso de racionalización termina convirtiéndose en una forma de dominación simbólica en la que los saberes se externalizan, las decisiones se despolitizan y el poder se esconde detrás de informes de cien páginas con iconografía de colores.


Como bien apuntan Mazzucato y Collington, las consultoras no tienen toda la culpa. En muchas ocasiones, las decisiones complejas y arriesgadas, las que impliquen inversiones millonarias, necesitan de un tercero al que poder echar la culpa si algo sale mal, o de alguien que justifique con su caro sello las decisiones que previamente ya ha tomado la dirección. Así, estas consultoras, cuyas finanzas son siempre más opacas que las de las empresas a las que asesoran, se convierten en portavoces de los deseos que los directivos sin ideas y sin valor no se atreven a expresar.


Estas empresas se afanan por vender imagen, gestionar sus logros más allá de cualquier duda. Los socios, tan interesados en establecer métricas para cuantificar cualquier aspecto de la empresa asesorada, serán muy reacios a la hora de establecer el mismo rigor para medir sus propios éxitos. Mazzucato señala con descaro que la aportación de valor para sus clientes de estas empresas debería ser, como mínimo, igual o inferior al coste que les facturan. Y sin embargo, nada hace creer que esto sea así.


Entonces, ¿son imbéciles los directivos? Ya se ha dicho que en muchas ocasiones se trata de cobardía a la hora de adoptar decisiones, falta de ideas o carencia de liderazgo para imponerlas. Pero en otras ocasiones estamos ante las puertas giratorias del negocio. Los directivos muchas veces provienen de estas mismas consultoras, son ellos quienes les generan negocio; en suma, creen realmente que aportan un valor considerable ya que, a fin de cuentas, nadie en su sano juicio creería que su trabajo no vale nada y ellos crecieron profesionalmente en estas firmas. No nos gusta mirarnos al espejo y que éste se rompa.


Las consultoras crean apariencia de ciencia. Sus escuelas de formación interna se abren al exterior y se rebautizan como "universidades" para dotarlas de un prestigio que no merecen. Sus publicaciones, bajo nombres que las equiparan a revistas de rigor científico, no son sino publicidad continua, con artículos que no son revisados por pares, con autobombo y autocomplacencia.

 



 

Las consultoras, en suma, no ayudan a pensar: ayudan a evitar pensar. Y en esa evasión, gobiernos y empresas se deslizan por la pendiente de la irresponsabilidad. Cuando un cambio no funciona, se culpa a la ejecución. Cuando el impacto es negativo, se culpa a la resistencia cultural. Cuando hay un escándalo, se niega que la consultora tuviera poder real. Pero El gran engaño demuestra que ese poder existe, y se ejerce de forma opaca, extractiva y peligrosamente desregulada.


Uno de los capítulos más demoledores del libro es el que relata el caso de Puerto Rico. Tras el huracán María, McKinsey participó en el diseño de las medidas de ajuste presupuestario que afectaron dramáticamente a los servicios públicos. Lo inquietante no es solo que se aplicaran recetas propias del mundo empresarial a un país devastado, sino que la propia consultora tenía intereses financieros en los bonos de deuda puertorriqueños. Es decir, ayudaba a definir políticas que afectaban el valor de unos activos de los que, en secreto, era beneficiaria. Más que conflicto de interés, se trata de una captura corporativa sin máscaras.


Y este no es un caso aislado. Como advierte el libro, buena parte del modelo de negocio de las consultoras se basa en esa zona gris donde se mezclan “recomendaciones estratégicas” y “valor compartido”. Como bien explica el libro, muchas de estas firmas viven de replicar soluciones prefabricadas y maquillarlas con un nuevo logo y un par de anécdotas personalizadas.


Estas empresas han logrado entrar incluso en mercados en vías de desarrollo donde aparentemente poco tendrían que aportar. Sin embargo, lo hacen de la mano de las multinacionales que se instalan en esos países, pero también para implementar los planes de ahorro que las organizaciones como el Banco Mundial o el FMI imponen a los Estados en vías de desarrollo para concederles ayudas, moratorias.


Otras técnicas que emplean estas empresas son las de asesorar a gobiernos a muy bajo coste, ofrecer incluso materiales y guías gratuitas para lograr un conocimiento de la estructura de sus clientes que les terminará por colocar en una buena posición cuando se abra un concurso público o cuando otro cliente requiera de sus servicios. Publicitarse como colaborador en proyectos altruistas es una buena inversión publicitaria. Igualmente, Mazzucato se recrea en cómo los apartados de las páginas de estas grandes consultoras ponen un énfasis desmedido en el medio ambiente, el cambio climático, con sorna asegura que a veces duda de si está en la página de Greenpeace o en la de Deloitte. Y es que el negocio de la sostenibilidad es demasiado jugoso como para andarse con tonterías y, a fin de cuentas, uno tiene que vender las recetas que curen los males que ayudamos a provocar.


Por otro lado, las conexiones entre el mundo de la auditoría y el de la consultoría han traído escándalos y dudas más que razonables sobre la honestidad del modelo de negocio en sí de estas grandes empresas. El resultado es paradójico: más consultoría, menos inteligencia institucional.


Lo que Mazzucato y Collington denuncian no es solo una práctica empresarial dudosa, sino una transformación profunda de cómo se gobiernan nuestras instituciones. Las consultoras han colonizado no sólo la empresa privada, sino también el Estado. Bajo la lógica de “modernización”, se han vaciado ministerios, se han debilitado servicios públicos y se ha infantilizado al poder político. Se les convence de que no saben, de que no pueden, de que alguien de fuera, más joven, más caro, más “data driven”, lo hará mejor.


Pero como tantas veces ocurre, el resultado es el contrario: menos capacidad técnica, menos memoria institucional, más dependencia. El libro sugiere que este proceso tiene consecuencias incluso sobre la calidad de nuestras democracias. La externalización sistemática de la toma de decisiones diluye la responsabilidad pública. ¿Quién votó a Accenture? ¿Quién eligió a McKinsey? ¿A quién se le exige cuentas cuando fallan?


Los errores en las decisiones públicas, como demuestran varios de los ejemplos citados en el libro, no son pagados por los responsables públicos que eligieron a las consultoras; tampoco lo pagan estas, ya hemos hablado de que no es fácil medir su grado de éxito o fracaso; lo terminan pagando los ciudadanos que no han intervenido en este proceso, en forma de sobrecarga de impuestos o peores servicios públicos.


Mariana Mazzucato ya ha venido demostrando su interés por la economía pública y los falsos mitos que la rodean como ya hizo en El Estado emprendedor, y aquí continúa exponiendo su reivindicación del papel del Estado, papel que se ve socavado por la injerencia de estas consultoras. 


El gran engaño no es solo un ensayo sobre el mundo de la consultoría, es una advertencia sobre un modelo económico que ha sustituido la reflexión por el protocolo, la política por la presentación, el compromiso por la palabrería hueca. Un libro como este incomoda, y esa es una de sus grandes virtudes. Porque incomoda a los tecnócratas, a los directivos acomodados, a los gobiernos débiles. Pero, sobre todo, incomoda a quienes aún creen que el conocimiento importa, que la decisión democrática vale más que la receta genérica, y que no todo lo que brilla en un PowerPoint debe regir nuestras vidas.


Lo que Mazzucato y Collington ponen sobre la mesa es una llamada a recuperar el control, a defender la inteligencia colectiva frente a la subcontratación del pensamiento. Y así,  quizá, solo quizá, la próxima vez que una consultora cruce la puerta, alguien tenga el valor de preguntar: ¿y si no los necesitamos?

 

 

17 de junio de 2025

Caja de juegos reunidos (Antonio F. Rodríguez)

 


 

Antonio F. Rodríguez es el responsable del longevo y vibrante blog La antigua Biblos, una página en la que diariamente se reseña un libro y que se ha convertido en una referencia imprescindible en este mundo de los blogs. Aunque este formato tuvo su auge hace ya años, se resiste a desaparecer frente a opciones más modernas.

La explicación de este esfuerzo persistente por mantener vivos estos espacios de reseñas es sencilla. Publicar en un blog permite combinar dos pasiones diferentes pero complementarias. Por un lado está la lectura, ese principio indispensable. Cuando uno lee con voracidad y disfruta de cada página, compartir lo leído se convierte en una extensión natural de esa experiencia. Hacerlo a través de un blog implica un compromiso no tanto con quienes lo visitan, sino con uno mismo. Supone detenerse a reflexionar mientras se lee sobre lo que resulta relevante, lo que resuena, lo que puede aprenderse o, sencillamente, cómo se está disfrutando de la experiencia.

De otra parte, la reseña permite también cultivar otra dimensión importante para quienes vivimos este vicio con pasión: escribir. Aunque sea sobre lo que han escrito otros, se trata de poder expresarse de manera estética o, al menos, estructurada y cuidada, en la medida en que nuestras posibilidades lo permitan.

Además, este ejercicio cuenta con un aliciente especial. A diferencia del crítico profesional, el reseñista independiente que no cobra por su labor puede elegir libremente qué lee. No está sometido a plazos ni a presiones editoriales. Puede gozar de una libertad mayor que le permite reseñar sin miedo y con entusiasmo, sobre todo porque al elegir uno mismo las lecturas, la decepción suele ser escasa o al menos no estás obligado a completar la lectura ni a reseñar lo que no te agrada.

Y, bajo estas premisas, dar un paso más allá implica que esa combinación de lectura y escritura nos lleve casi inevitablemente al deseo de crear una obra propia. No porque creamos que podemos hacerlo mejor que los autores que leemos y admiramos. Tampoco por esa declaración algo fatuamente repetida en entrevistas según la cual alguien escribe porque no encontraba lo que quería leer, como si la infinita biblioteca de Babel no hubiera ofrecido ya todo lo posible. Lo que se siente, más bien, es un anhelo de participar y formar parte del juego creativo. De experimentar ese vértigo que aparece cuando una idea se nos impone y decidimos sentarnos a desarrollarla, a dejarla crecer, a moldearla, a cambiar el tono, el ritmo, el enfoque, hasta hacerla nuestra y después soltarla al mundo. Ese vértigo nos acerca a lo que más amamos: la Literatura.

Así lo hice yo con Noticia de este mundo y así lo ha hecho Antonio F. Rodríguez con Caja de juegos reunidos, publicado por Círculo Rojo. Se trata de una colección de relatos en la que el autor ha querido entretenerse y entretener a partes iguales, tal como lo declara en la introducción del libro.

Podemos comenzar por el título, tan acertado en sus diferentes matices. Muchos recordarán aquellas cajas de Juegos Reunidos que ofrecían una variedad de pasatiempos como barajas, tableros, piezas de ajedrez, damas, dominó, bingo y otros que hoy agrupamos bajo la categoría de juegos de mesa. Esa variedad aseguraba que cada niño encontrara sus preferidos, aunque otros quedaran olvidados, según el gusto o la habilidad del jugador.

De forma análoga, este volumen ofrece una colección de relatos con una generosa diversidad de temas y estilos. Desde los más clásicos hasta los más experimentales, de modo que cada lector podrá encontrar fácilmente aquellos textos con los que más se identifique. Y, sin embargo, esta variedad no deja el regusto de estar ante una mezcolanza caótica. Al contrario, el autor ha logrado un equilibrio tanto en la composición como en el orden en que están presentados.

Aquí entra también una segunda referencia que brota del propio título. Esta caja de cuentos apela abiertamente al juego, al divertimento. El autor ha querido que disfrutemos de la lectura como él disfrutó de la escritura. Y ese es el tono que predomina en la mayoría de los relatos. Entre lo lúdico y lo paradójico, entre lo sorpresivo y lo absurdo, entre lo evocador y lo experimental. En todos se percibe un claro deseo de entretener sin renunciar a cierta profundidad, pero sin olvidar que leemos porque nos gusta hacerlo. Hay quien se entrega con pasión a los Diálogos de Platón, y obtiene de ellos una ganancia real, pero si sufre durante la lectura hará bien en abandonarla.

Abramos esta caja de relatos y echemos un vistazo a su contenido. Invitamos así a los lectores a encargar su ejemplar, ya sea como regalo navideño, detalle de cumpleaños o simplemente como obsequio personal, que a veces es el más necesario, el que nace del deseo sin justificación.

Por estas páginas desfilan personajes tan insólitos como unos zapatos conversadores o un abrigo enamoradizo, en una vuelta de tuerca a las fábulas clásicas en las que los animales encarnaban las virtudes o defectos humanos. Aquí es la materia la que cobra vida. Un ejemplo hermoso lo ofrece el relato que narra la breve existencia de un charco en una ciudad cualquiera durante los años cincuenta.

También encontramos estampas costumbristas que reflejan un tiempo pasado con sus luces y sombras, como la historia de dos amigos que recorren un peculiar calvario para cobrar un boleto de quinielas, o los recuerdos de una becada en un colegio de monjas durante el franquismo. O la vivencia de un niño que sufre los rigores de su iniciación en el seminario.

Los relatos cruzan el océano para llegar a México, combinándose con otra historia sobre formación universitaria que, pese a lo dispar, combinan de un modo sorprendente en la cabeza del lector. También acompañamos a una pareja de amantes en una mesa de café para mostrarnos la intimidad de su desdicha. También conmueven con la historia de un hombre que decide observar a su esposa desde la distancia, una pieza que destaca por su sensibilidad y que ha resultado una de mis favoritas.

Acompañamos a un desdichado que vive una jornada infernal bajo el signo de la Ley de Murphy, esa condena que asegura que todo lo que puede salir mal acabará saliendo mal.

El autor maneja con destreza las narraciones en primera y tercera persona. Alterna registros cómicos con otros más serenos. Domina el recurso del giro final tan característico del relato breve pero también sabe cerrar con clasicismo cuando la historia lo requiere.

 


 

En textos como Capricho rumano seguimos la mirada de un niño que pasea por la ciudad absorbiendo con delicadeza poética todo lo que observa, huele y toca. Sin duda, uno de los mejores relatos del conjunto.

Se abordan también cuestiones de plena actualidad como la soledad creciente de nuestros mayores. Así ocurre en la historia de un jubilado que, tras enviudar, aprende a desenvolverse con dignidad pero siente que necesita una emoción nueva. La encontrará en una actividad inesperada para alguien de su fama y formalidad.

En Autobús 9 se juega con la noción del punto ciego, ese lugar que nuestro cerebro rellena cuando la realidad se nos presenta fragmentada e incompleta. Se trata de un ejercicio psicológico que coquetea con lo neurológico.
También hay espacio para el insomnio que deriva en neurosis y para la vida política, con sus intrigas, sus favores cruzados, sus alianzas con la prensa y sus estrategias de poder.

Otra historia narra el encuentro casual entre dos personas que se enamoran en una exposición y no logran reencontrarse hasta semanas después, también por casualidad.

Como se ve, no falta variedad ni en los temas ni en el estilo y esto, sin duda, se debe a que el autor habrá recopilado estos textos tras un largo periodo de redacción (y de corrección, tal y como señala en su propia página), asumiendo unos riesgos que una narracción más larga no permitiría. El cuento o relato breve sí se abren a esta heterogeneidad y a ciertos experimentalismos, sin duda, pero a uno le gustaría saber qué derroteros elegiría Antonio F. Rodríguez en caso de tener que dejar a un lado esta caja de juegos reunidos y decantarse por un juego concreto de mesa, cómo definiría sus reglas y mecanismos, qué estilo escogería entre todos los aquí reunidos, cómo combinaría las varias ideas brillantes que he podido encontrar en estos relatos, cómo definiría su voz y estilo propio.

Sé que no es fácil, pero este es el reto que, como lector, lanzo a su autor, un desafío para continuar narrando, construyendo literatura, compartiendo sus logros, haciéndonos partícipes de ellos. Ojalá Caja de juegos reunidos no sea una excepción sino un primer paso. Porque la imaginación, la sensibilidad y el talento narrativo que Antonio F. Rodríguez despliega aquí merecen seguir creciendo en nuevos tableros, nuevas reglas, nuevos desafíos. Nosotros, sus lectores, estaremos al otro lado del tablero, esperando la próxima jugada.


  •  Otras reseñas


  • 10 de junio de 2025

    Fahrenheit 451 (Ray Bradbury)

     


    ¿Y si el futuro no fuera un lugar de oscuridad, sino de luces brillantes que ciegan? En Fahrenheit 451, Ray Bradbury imaginó una sociedad feliz, veloz y entretenida donde pensar es subversivo y leer, un crimen. Un mundo en el que los bomberos prenden fuego a los libros y nadie se pregunta por qué. Al releer esta distopía en 2024, lo inquietante no es su exageración, sino lo cerca que estamos ya. 

     

    Fahrenheit 451 es la temperatura a la que combustiona el papel, dato científico  que conoce bien Guy Montag, el bombero protagonista de la distopía escrita por Ray Bradbury en 1953. Y lo sabe bien porque lleva esa cifra, esos 451 grados en el escudo de su casco, un recordatorio de cuál es la función de un bombero en un tiempo en el que las casas son incombustibles y la misión de los apagafuegos ha pasado a ser la de prenderlos, rociar de queroseno los libros y quemarlos hasta reducirlos a cenizas y quemar seguidamente esas cenizas para asegurarse de la total destrucción de la palabra escrita.


    ¿Cómo hemos llegado a esta situación? Es fácil, el gobierno busca la felicidad de sus súbditos y, por tanto, interpreta qué es lo que trae la misma a la vida. El Estado provee diversión adecuada, provee de trabajos y provee de todo cuanto uno puede necesitar. Las casas son incombustibles, las paredes de las habitaciones son pantallas, podemos ser los protagonistas de las telenovelas que vemos, podemos escuchar buena música elegida por un burócrata en una especie de auriculares, viajamos en cómodos y asépticos trenes neumáticos, como el correo en la Europa central de entreguerras.


    Ya no hace falta que uno piense, que alguien se tome molestias en hacer lo que otros han decidido por él. Las clases son simple visionado de videos, hay parques para destrozar cosas porque la violencia no ha sido totalmente suprimida y hay que dejarla salir, incluso la velocidad sirve como válvula de escape y los conductores aceleran de manera inverosímil, sus modernos coches, de modo que las vallas publicitarias han de alargarse cientos de metros para que puedan seguir siendo vistas a tal velocidad. La hierba, el pequeño brote ha desaparecido, no ha hecho falta extirparla, simplemente la velocidad reduce la vegetación a una mancha verde, nadie se toma la molestia de andar, para qué ir a cualquier lugar con esfuerzo y lentitud. Tampoco nadie se toma la molestia de hablar con su vecino, con su familia, de qué hablar, todo lo sabemos ya, es decir, nada sabemos. Los arquitectos, al servicio de esta nueva era han suprimido de sus proyectos las terrazas, los porches, los lugares que inviten a la reunión y la conversación.


    Y menos que nada, quién necesita leer, envenenar sus pensamientos con los pensamientos del pasado, la más de las veces ideas peligrosas, que pervierten las mentes del nuevo mundo. Nadie necesita hacerse preguntas, sembrar dudas. Los libros comienzan a verse con desconfianza. y poco a poco van siendo aparcados. Se hacen versiones reducidas, se condensan los argumentos de los clásicos, se achata su extensión, para qué leer Crimen y Castigo si en una única página se puede concretar su argumento. Y es éste el paso previo al desprecio del esfuerzo como camino del deleite, la antesala a la prohibición de los libros por nuestro bien.


    Bradbury cuenta en el postfacio de esta novela que la idea surgió cuando fue detenido por un policía que consideró sospechoso que se paseara por la calle charlando con un colega. Nadie pasea en Los Ángeles, una actitud bien sospechosa. Esta anécdota y el trasfondo del comienzo de la caza de brujas y la fuerte autocensura que se extendía por todos los medios americanos, periodísticos, cinematográficos, literarios, era un sordo aviso.


    Es este contexto de Guerra fría el que también se trasluce en la novela con referencias a las bombas nucleares y a una guerra en contra del mundo; nosotros vivimos con las despensas llenas a costa del resto de la Humanidad que muere de hambre, una guerra aséptica, que solo se intuye por los bombarderos que sobrevuelan la ciudad constantemente y porque algunos hombres son llamados a filas y tal vez nunca vuelven, pero tampoco nadie debe hacerse preguntas.


    Y aunque,al leer esta novela en 2024 no he podido obviar esta evidente referencia al tiempo en que fue escrita, no he podido dejar de hacer un constante paralelismo con nuestros días extraños, un tiempo en el que podemos tomar un discurso de Obama y cambiar la voz para que sea la de Putin, crear imágenes de la nada, ver al Papa bailar un tango o generar una canción sugiriendo sin más el estilo y escribiendo una letra. Un tiempo en el que los niños dejan de tener libros en la escuela y se aprende viendo videos, en el que la lectura retrocede ante otros medios de entretenimiento como las series o el omnipresente fútbol. Tiempo en el que la velocidad y la juventud son valores superiores y en el que lo que se espera es diversión, todo ha de ser gracioso, luminoso, agradable, ningún sentimiento melancólico es bien visto, nos aleja de nuestra mejor versión, ya se sabe. Hablamos de salir de nuestra zona de confort cuando nunca hemos estado más sepultados en ella, cuando esto significa hacer una sesión de crossfit con otra panda de gilipollas con los que solo podemos hablar de nuestra dieta o del programa de entrevistas en el que todos se rien y nadie entrevista.


    Y es leyendo el libro cuando me sorprendo de que aún nadie haya escrito una especie de secuela o de actualización sobre un mundo en el que ya nadie sepa nada, para qué. Todo se puede preguntar a la inteligencia artificial, no es necesario saber multiplicar, memorizar hechos, ideas, todo se puede preguntar. Pero…, la respuesta que llega a una cabeza hueca, ¿puede ser interpretada correctamente? ¿Cómo se llena el vacío de contexto¿ Y, peor aún, si no sé nada, si me puedo entretener como un cretino con estúpidos divertimentos que alguien ha preparado para mí, ¿realmente querré saber algo? ¿Existirá aún la curiosidad?¿Qué sentido tendrá? Ninguno probablemente.



    Y en ese terrible contexto, claramente el conocimiento acumulado, ¿dónde estará?¿En la nube? Tal vez no, es preferible tener los sesos vacíos a disposición de quien quiera vendernos sus productos, sus servicios, y así los libros pasarán a ser un artículo subversivo, a ellos llegarán quienes quieran contrastar la verdad con que nos alimentan, confirmar intuiciones o rebatir las verdades oficiales, los libros, los antiguos, no los digitales, manipulables, las wikipedias, los libros antiguos, el conocimiento que nos trajo hasta aquí. Creo que es un hermoso argumento para una novela distópica, no para una futura realidad.


    Porque ese mundo perfecto, feliz que diría Huxley, tiene sus quiebras, incluso para que un bombero quemador de libros termine planteándose qué es realmente su trabajo, a qué fines sirve, qué es lo que debe quemar con tanta saña. Una niña, Clarisse, que vive en su vecindario, una niña rara, anormal diría él al principio, preocupada por un diente de león, le abre una pequeña mirilla. También una conversación con Fabel, un viejo antiguo profesor le expresa la verdad de un mundo que Montag no ha conocido, le habla de quienes se refugian en las espesuras del bosque, de aquellos que memorizan los libros para garantizar que el conocimiento que atesoran  no desaparezca. Y el bombero deberá tomar decisiones complicadas porque no es fácil nadar contracorriente, no es sencillo interrogarse, juzgar el propio pasado y decidir tomar las riendas  del futuro.


    Bradbury lleva a cabo un trabajo excepcional. En momentos la novela se convierte en un frenético thriller, en otros momentos se torna de un lirismo profundo, de increíble belleza como en algunas conversaciones entre Fabel y Montag. Así, a Montag le late el libro que esconde en su chaqueta como un corazón o el modo en que las cosas aúllan, o gimen. Unas metáfora sugerentes y poco habituales, sorprendentes. También resulta, ya se ha dicho, tremendamente actual en cuanto a su planteamiento y argumento. Por desgracia, la realidad se acerca a gran velocidad a la distopía. Y cada lector debe elegir entre ser Montag, Mildred, su esposa narcotizada por el sistema, la niña extraña, el viejo profesor o Beatty, el jefe de bomberos, otro personaje peculiar, del que nunca se sabe muy bien qué quiere, de parte de quién está.  


    La edición que he empleado es la de Minotauro, con traducción de Francisco Abelenda, y viene acompañada de dos relatos, que sin duda son muy interesantes pero no llegan a la altura del título principal. Todo un descubrimiento de una obra de la que, pese a conocer el argumento muy someramente, nunca me había sentido atraído. Error.