30 de marzo de 2008

La interpretación del asesinato (Jed Rubenfeld)


La novela policíaca clásica, tal y como la conocemos a través de las obras de Conan Doyle y autores posteriores, siempre ha gozado de una extraordinaria salud pese a haber quedado al margen de las principales corrientes literarias. A lo largo del siglo XX y, en especial a partir de la Segunda Guerra Mundial, los detectives han comenzado a parecerse sospechosamente a los criminales a quienes persiguen. La frontera entre Ley y delito se desdibuja. Los criminales se valen de argucias legales, la policía obtiene sus pruebas de manera ilegal o, por lo menos, poco ortodoxa. Este panorama, sin duda más real, no es el buscado por Jed Rubenfeld para plantear y desarrollar La interpretación del asesinato.

Esta novela cumple a la perfección con el guión establecido. Un crimen (en realidad varios) de los que sólo pueden ser descubiertas e interpretadas las claves explicativas gracias a una mezcla de inteligencia, suerte y observación minuciosa. Al igual que Sherlock Holmes es capaz de distinguir entre decenas de marcas de tabaco sólo con observar su ceniza, el detective Littlemore es un experto en arcillas. Como ocurre con las obras de Doyle en las que lo que primero se idea es el crimen y luego se construye el relato “hacia atrás” para lograr esos increíbles giros que siempre sorprenden al lector, *** siembra el libro de pistas falsas, muestra escenas que llevan a engaño y oculta otras que pudieran resultar vitales para que el lector se anticipe a l desenlace.

Como en estas grandes obras, el desenlace es rápido, en pocas páginas todas las piezas encajan (en un sentido muy diferente al que se preveía) y la explicación final en la que los investigadores desgranan sus hallazgos resulta algo difícil de seguir, el lector queda con la duda de si esta explicación es sólo una de las muchas que pueden dar coherencia a toda la trama.

Pero en otros aspectos, La interpretación del asesinato también introduce pequeños matices y alteraciones en el canon clásico. La historia se desarrolla en el Nueva York del año 1909, una época caracterizada por la construcción de muchos de los edificios que hoy se pueden admirar en Manhattan, incluyendo su famoso puente, por las grandes fiestas en las que se presentaba en sociedad a las debutantes abriendo así la veda para su futuro matrimonio pero también por una brutal corrupción policial o por huelgas de trabajadores empleados en fábricas ubicadas en pleno corazón de la ciudad. Esta compleja urbe, con sus divisiones de clase marcadas a fuego, es el extraordinario mapa sobre el que se desplazan personajes que cruzan de continuo las barreras que separan un mundo de otro.

Y a ese nuevo mundo en el que el dinero y la ambición marcan la pauta del éxito, arriba un trío de representantes de la vieja Europa de unos valores algo alejados en los que el mérito se acredita por la herencia y la moralidad. Pero estos personajes, y en especial uno de ellos, Sigmund Freud, con sus modernas teorías sobre el complejo de Edipo y sobre la represión sexual pugna por superar ese esquema y cree que sus tesis encontrarán en Estados Unidos un campo propicio. Con un afán de proselitismo acude a la invitación de la Universidad de Clark para recibir honores académico acompañado de dos brillantes discípulos, Ferency y Carl Jung (quien ha sido nombrado sucesor del maestro). En el muelle son recibidos por dos jóvenes psicólogos americanos que han aceptado las teorías del psicoanálisis y que actuarán como cicerones de los europeos durante su estancia en los Estados Unidos.

Entre tanto, en un edificio de lujo se comete un terrible asesinato con connotaciones sexuales para cuyo esclarecimiento el alcalde de la ciudad pone al frente al responsable de las investigaciones criminales ayudado por un joven detective de quien se sospecha su incapacidad. Otro crimen, esta vez frustrado, de las mismas características, permite que el alcalde conceda que el joven psicólogo Younger (uno de los anfitriones de Freíd) psicoanalice a la joven víctima bajo la supervisión del maestro.

Por dos vías paralelas discurre la investigación, de una parte Littlemore parece enredarse en una trama china que no le lleva a ninguna parte, de otra, Younger lucha por superar sus propias dudas sobre el psicoanálisis y todas sus implicaciones al tiempo que descubre sentimientos hacia su paciente que le complican aún más su labor terapéutica e investigadora. Finalmente, ambos concurrirán en la dirección correcta para aclarar los sorprendentes hechos que explican estos crímenes (y alguno más que se va desvelando según avanza la lectura).

Hay suficientes elementos para hacer de este libro algo más que lo que su simple argumento sugiere. La visita de Freud a los Estados Unidos no dio los frutos esperados y Freíd siempre guardó un mal recuerdo de la misma sin que pueda conocerse el exacto motivo del mismo. Rubenfeld propone su propia teoría. Asimismo, la presencia de Jung (quien realmente acompaño a Freud en este viaje) sirve para escenificar la ruptura entre ambos (que realmente tendría lugar tiempo después), Esta lucha, centrada en parte en el rechazo por Jung del complejo de Edipo dejando así en segundo plano las teorías sobre la sexualidad que aquel lleva implícitas, sirve al autor para explicar superficialmente los fundamentos del psicoanálisis (de hecho, el personaje de la joven psicoanalizada por Younger ha sido construido tomando como ejemplo el caso clínico más famoso de Freud, Dora).

Las luchas y resistencias que estas nuevas teorías tuvieron que superar en una sociedad pudorosa y remilgada, donde el sexo era un tema tabú son descritas de una manera incidental pero muy elocuente. También se explica cómo el psicoanálisis se adapta perfectamente a la mentalidad americana pese a su evidente puritanismo.

En su esfuerzo por conocer el discurrir de la mente de Nora Acton, Younger deberá superar ciertas reticencias hacia el psicoanálisis, pero también deberá enfrentarse a sus propios miedos y a los fantasmas de su pasado (el suicidio de su padre). Su discurrir le permite una interpretación del Hamlet de Shakespeare alternativa a la comúnmente aceptada y a la expuesta por Freud (precisamente la interpretación de éste fue el desencadenante de su interés por la psicología). No se trata de la alternativa entre el ser o no ser, el actuar o el morir. Más sutilmente, comprende Younger que para Hamlet, quien actúa lo que hace es representar, mentir por tanto. Sólo quien no actúa, no interpreta y, por tanto, no falsea la realidad. Inevitablemente este descubrimiento le ayudará a enfocar de un modo alternativo el crimen investigado.

Los personajes de La interpretación del asesinato son complejos, no tanto por su riqueza de registros sino por sus elucubraciones. Sus pensamientos cambian su modo de actuar, su forma de enfrentarse a los problemas. Sin embargo, Younger y Littlemore son esencialmente honrados y bienintencionados. Por el contrario, los sospechosos de los crímenes (culpables o no), se nos presentan sin demasiados matices, sólo sus retorcidas mentes les hacen algo más reales al descubrir pasiones tan primarias como el amor, los celos, el dinero o el poder.

Pequeños capítulos (pensados quizá para servir de esquema al guión de una futura película) que alternan las diferentes ramificaciones de la trama de manera que la lectura se convierte en un placer en el que el momento de tomar un respiro se torna de difícil elección. Trasfondo histórico bien documentado y con un componente “culto” al introducir la figura de Freud atraerán la atención de lectores con un nivel de exigencia elevado sin asustar necesariamente a los que gusten de lecturas más simples. La interpretación del asesinato es, en definitiva, un ejemplo de que se puede realizar literatura de calidad conforme a un esquema sencillo y una buena historia.


23 de marzo de 2008

Los testamentos traicionados (Milan Kundera)

¿Cuál es el papel del autor?¿Debe prevalecer su criterio respecto de su obra o, una vez escrita, compuesta, ésta debe ser “patrimonio público”, no en un sentido económico, sino artístico? ¿Puede consentir el novelista una traducción inapropiada de sus palabras?¿Y el músico una alteración de sus arreglos? Pero, al tiempo, ¿no es eso lo que hacemos de continuo adaptando las obras de Shakespeare o Sófocles a nuestros tiempos?¿No es eso lo que ayuda a mantenerlas vigentes y a que después de tantos siglos podamos seguir admirando su genialidad? ¿No es lícito que Picasso tomara como modelo Las Meninas de Velázquez? A todas estas preguntas (y muchas más) pretende dar respuesta Milan Kundera en Los testamentos traicionados

Es conocido que a la muerte de Kafka, su amigo Max Brod encontró entre sus papeles dos cartas (que ya conocía puesto que el propio Kafka le había anticipado su contenido) en las que se recogían instrucciones precisas sobre qué manuscritos debían destruirse, cómo debía recuperarse para su destrucción toda correspondencia que hubiera intercambiado en vida con amigos, familia o amantes y que cualquier papel escrito por él debía correr la misma suerte con la excepción de ciertas obras ya publicadas que eran nombradas de manera expresa y como lista cerrada.

Max Brod no sólo incumplió los deseos de su amigo sino que se encargó de recopilar todos los manuscritos dispersos y comenzó la tarea de publicarlos. Su celo alcanzó incluso a las obras no literarias de Kafka y así se publicaron sus diarios y su impresionante correspondencia (desde la más banal a la más íntima). Al margen de los concretos motivos de Brod para tal desobediencia -y de la justificación que éste ofreció en diversas publicaciones, comenzando por el prefacio de la primera edición de El proceso-, Kundera plantea una oposición frontal al credo actual según el cuál la voluntad del autor debe quedar supeditada a su obra y el público tiene “derecho” a la obra sin que los deseos de su creador deban interferir. Así, es lícito publicar manuscritos que el propio autor no consideró dignos del conocimiento público, borradores de obras ya publicadas, etc.

Pero la mayor traición de Brod a Kafka es la creación de una imagen falsa del autor, la supresión de textos de sus diarios que no convenían a la imagen de santo-mártir que Brod postulaba para su amigo y, en definitiva, la fundación de la kafkología, nacida al amparo de su interpretación de las obras de Kafka. Esa kafkología que discute sobre sí misma, totalmente al margen de la obra del autor praguense, construyendo un método, una cábala, que la aleja día a día de la realidad. Pero no sólo Brod y los críticos, también los editores suprimiendo reiteraciones (queridas y escritas intencionadamente por Kafka), alterando la peculiar puntuación del autor, o los traductores dando rienda suelta a una interpretación libre de las palabras de Kafka.

Pero no sólo Kafka, otros muchos autores (¿alguno no?) ven cómo sus palabras son tapadas, adulteradas, reinterpretadas. Hemingway, por ejemplo, es un ejemplo de cómo sus cuentos pueden ser diseccionados para llegar a conclusiones preconcebidas. Colinas como elefantes blancos es el ejemplo que emplea Kundera para demostrar cómo la crítica obvia las palabras de los personajes del cuento suplantándolas por las suyas propias de manera que acaben diciendo lo contrario de lo que escribió su creador.

No sólo en la Literatura sufre el creador el acoso de los mediocres que pretenden enmendar y manipular su obra. Stravinsky es otro ejemplo. El célebre autor ruso decidió al final de su vida dejar un registro sonoro de sus obras a modo de versión definitiva de sus obras de modo que nadie pudiera “interpretarlas” suplantando su propia versión. Menos suerte tuvo el compositor checo Janáceck quien tuvo que ver cómo su obra era despreciada en su propio país y cuando finalmente se aceptó la interpretación de una de sus más importantes óperas en Praga, tuvo que ser previa adulteración de sus arreglos y de la estructura de la obra de modo que su sentido más profundo quedó totalmente distorsionado.

Pero este libro no es sólo un cántico egocéntrico y narcisista a favor del autor como creador de un arte intocable, airado con el mundo que se apresta a destrozar y vulgarizar su elevada obra. Kundera despliega una brillante teoría sobre el devenir histórico de la novela, organizada en tres tiempos. Según esta teoría (y de manera muy resumida) la novela nace en el momento en que la épica abandona la poesía. Ese vacío narrativo lo asume una nueva forma de expresión que se caracteriza en estos primeros pasos indecisos por la total falta de estructura: normalmente los primeros textos de este género (Rabelais, el Quijote, la novela picaresca, Diderot, …) no son sino aquello que le ocurre al protagonista en su quehacer. La sucesión de escenas sin más conexión que el propio protagonista o algún otro personaje, crean un rico tapiz en el que el humor absurdo, la exageración y la hipérbole trenzan un estilo rico y ágil que aún nos sorprende. Asimismo, la novela es ese espacio en el que se suspende el juicio moral, de nodo que esta independencia de la moral es lo que permite identificar más claramente, siempre según Kundera, la novela con Europa. La incomprensión de este aspecto de la novela explica la persecución a la obra de Rushdie; la postura general del mundo de la cultura en Occidente, considerando que la novela ha podido faltar al respeto de los creyentes musulmanes, supone una amenaza directa a la propia idea de novela y, por tanto, a la propia esencia de la Europa que hoy conocemos.

Pero la novela se consolida como género literario y asume nuevos elementos, como el drama que abandona igualmente a la poesía, o el afán por reflejar la realidad. Los personajes pasan a tener un pasado, una herencia que les hace actuar de un modo determinado en función de sus circunstancias; ya no se trata de personas de las que todo se ignora (¿alguien conoce algo relevante de la vida de Alonso Quijano previa a su locura?), se destierra el absurdo y se sustituye por la descripción minuciosa; la novela imita a la vida y las novelas pasan a ser una sucesión de escenas bien planeadas, todas ellas con un papel dentro del gran proyecto de la obra.

Pero el género se agota, y llega el tercer tiempo, un tiempo en el que el agotamiento del modelo anterior obliga a tomar aire y mirar al pasado. La transición comienza sutilmente. Unos, como Hemingway, tomarán la minuciosidad para sus diálogos, olvidando el marco temporal y espacial que pasan a un segundo plano. Otros, como Joyce, se centrarán en la cotidianeidad para hacer crecer sobre ellas su obra. Kafka tomará como modelo para su primera novela inconclusa (El desaparecido o América) el Oliver Twist de Dickens pero eludiendo lo que define a la obra del inglés (“sequía del corazón disimulada detrás de un estilo desbordante de sentimientos” según el propio Kafka).

Los nuevos caminos romperán definitivamente el esquema de la novela del siglo XIX. Autores de una tradición distinta a la occidental contribuirán a dar un nuevo tono a la novela (Kundera habla de la tropicalización de la novela para describir cómo autores de América Latina introducen nuevamente aspectos mágicos, irracionales, barrocos, en sus obras o subraya las bondades similares de obras como Los versos satánicos de Rushdie, criticando que el enfoque mediático sobre la misma nos ha privado de los aspectos literarios sobresalientes que atesora).

Kundera también aplica su teoría de los tres tiempos de la novela a la música. Así, el primer tiempo caracterizado por la invención y la destreza, la improvisación y la armonización tiene en Bach y las fugas su más alto exponente. Posteriormente se abandona el bajo continuo o los juegos de instrumentos para centrarse en la melodía. Todo se supedita a la melodía y el fin de ésta no es otro sino el evocar sentimientos en el oyente. ¿Cómo definir la música sino es como sentimiento puro, hecho ondas? Pero el modelo se agota y se debe volver al pasado, a la sencillez y a la invención, al gozo en definitiva de crear. Stravinski retoma a los clásicos renacentistas, Janáceck recorre las calles de Praga con un cuaderno y un lápiz anotando las melodías de sus vecinos en sus conversaciones diarias.

Cientos de ideas sobre música, sobre literatura, sobre el arte en general. Riqueza de ejemplos y anécdotas, pero sin perder de vista una visión más global. Todo ello con la vehemencia propia de Kundera, con bastantes (quizá excesivas) referencias a sus obras y un estilo ameno que ayuda a asimilar sus teorías (no necesariamente a compartirlas) y que enriquece a todo aquel que se acerque a las páginas de este libro. Kundera ofrece una visión coherente de la evolución de la novela, de las razones por las que su fin no se adivina próximo (pese a otras voces en sentido contrario) pero dibuja un horizonte inquietante en la medida en que la importancia nominal del creador se pone en tela de juicio por la vía de los hechos día a día, sin disimulo, en el convencimiento de que su obra no le pertenece.

1 de marzo de 2008

El autobús perdido (John Steinbeck)


La obra de Steinbeck se reparte entre grandes novelas con resonancias míticas, grandiosas (Al este del Edén, Los hechos del Rey Arturo o Las uvas de la ira) y narraciones sobre pequeñas historias (De ratones y hombres, La perla, ...). Sin embargo, en todas ellas subyace una corriente pasional soterrada, callada, que se pone de manifiesto en las tensiones que surgen entre los personajes de sus libros. En ocasiones esta tensión no se refleja explícitamente en el texto, adivinándose entre líneas, a través de conversaciones y, fundamentalmente, a través de sutiles referencias combinadas con silencios cómplices.

El autobús perdido responde plenamente al planteamiento anterior. La novela carece prácticamente de argumento y toda la trama se impulsa en el comportamiento de unos personajes condenados a relacionarse pese a sus diferencias insalvables. Esta convivencia forzada da lugar a transacciones, acuerdos, conflictos y luchas apenas disimuladas reproduciendo a pequeña escala la sociedad americana que trataba de recuperar la cordura tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, el concreto marco histórico no condicional la lectura de la novela ya que los tipos que los personajes representan pueden ser fácilmente identificables en nuestros días.

Los pasajeros de un autobús local que conecta las líneas principales de San Isidro y San Juan de la Cruz quedan atrapados en Rebel Corners, un enclave ocupado únicamente por el área de servicio que sirve de base al negocio de Juan Chicoy como conductor de la línea de autobús y en la que trabaja su compañera (Alice) y una empleada (Norma). La avería que ha impedido completar el viaje es reparada a la mañana siguiente de modo que pueden iniciar el viaje nuevamente de camino a la civilización. Sin embargo, deben enfrentar un nuevo problema ya que un puente de la carretera amenaza con venirse abajo por la súbita crecida de las aguas. La novela ni siquiera despeja la duda de si la expedición logra llegar a su destino. No es relevante a ningún efecto, la esencia de la novela está en sus personajes.

Juan Chicoy, es un mejicano que ha asumido perfectamente los valores (y el idioma) americanos si bien, en su fuero interno comienza a aflorar la necesidad de cambio en la forma de retorno a su tierra natal. El principal obstáculo es su compañera, Alice, una mujer ya madura, consumida por las dudas sobre el atractivo que sigue ejerciendo sobre su compañero. Sus sueños rotos se aferran aún a esa relación como refugio último. Cuando su confianza se tambalea, cae en la depresión y en el alcohol como único remedio. Alice es la perfecta imagen de una perdedora, incapaz de asumir las riendas de su destino, sometida por tanto al dictado de Juan o de sus nervios.

Junto a esta extraña pareja tenemos a un joven ayudante de mecánico (con un problema de acné que le martiriza ya que cree que le impide relacionarse con mujeres y le priva de que los adultos le acepten como tal), con ambiciones por convertirse en operador de radar y quizá embarcarse en la marina y recorrer el mundo. Sin embargo, su mayor logro consiste en que su jefe, Juan, le reconozca como adulto y deje de llamarle por el despectivo apelativo “Pimples” que arrastra desde hace varios años por su acné.

Norma, la ayudante de camarera del área de servicio es una joven que vive engañándose a sí misma sobre su situación. Cree estar de camino a una vida de lujo y elegancia propia de los actores de Hollywood; sin embargo, su vida languidece haciendo tareas de camarera y descuidando su aspecto físico al que no sabe sacar partido. Vive en una continua indecisión entre lanzarse tras sus sueños o continuar en su monótona pero más segura vida. Un pequeño conflicto con Alice inclinará la balanza con resultados inciertos.

Junto a estos personajes, la avería del autobús ha dejado en tierra a un muestrario variado de la América de posguerra. Ernest Horton, un excombatiente que trata de comenzar su vida de cero como comercial de una compañía de artículos de broma. Se muestra confiado en sí mismo, en su talento; tiene iniciativa y planes para el futuro pero la guerra también le ha dejado un leve toque de cinismo que le aleja de la generación anterior representada por Pritchard, un directivo de una gran empresa que durante la guerra quedó en casa trabajando sin vacaciones en favor del esfuerzo bélico industrial. Sabe reconocer la ambición y el talento del joven Horton pero, al tiempo, desconfía de él. Ambos juegan en el mismo terreno pero con reglas distintas, la guerra lo ha trastocado todo. El desencanto del primero y su orgullo ante las propuestas aparentemente bienintencionadas de Pritchard acaban por desengañar a éste; un desentendimiento sintomático de que los tiempos están cambiando.

Al maduro directivo le acompaña su esposa (Bernice) y su atractiva hija (Mildred). Tras el fin de la guerra éstas son sus primeras vacaciones y la esposa ha elegido como destino Méjico (mejor aún, ha permitido que su marido crea haber elegido él mismo). Considera que es un lugar que combina exotismo y cierto grado de peligrosidad que le permitirán un regreso triunfal plagado de anécdotas que no encontrarán réplica entre su círculo de remilgadas amigas. Su ordenada vida se apoya en la imagen de un matrimonio feliz, de su propia imagen de madre y esposa abnegada. Sin embargo, por momentos, el matrimonio parece herido de muerte si no fuera porque la pasión desapareció hace tanto tiempo que ya no queda nada que matar.

La hija de ambos, luce un atractivo sexual apenas disimulado por las conveniencias de la familia que la cobija, lo que no le ha impedido tener alguna experiencia de la vida de la que guarda gratos recuerdos. Su tendencia a la ligereza de conducta o sus sueños de vida independiente y libre son vistos por su padre como parte del juego natural de la madurez, esos deseos son deseables a cierta edad y son necesarios antes de ingresar definitivamente en la monótona y respetable vida adulta.

Sólo nos quedan otros dos protagonistas. Una atractiva mujer (Camille es el nombre que emplea para presentarse al grupo) se suma al grupo la misma mañana en que se reemprende el viaje. Inmediatamente atrae la atención de todos los varones, pese a que sólo pretende organizar una vida alejada de un pasado insatisfactorio. Su atractivo le conduce inevitablemente a continuos problemas con hombres y mujeres, pese a lo cuál lo cultiva con esmero su aspecto físico. En su visión de la vida, esa atracción es su única arma para ganar la batalla a una vida injusta y que le lleva dando tumbos por los más bajos caminos. Norma encuentra en Camille a su aliada natural cayendo en una rendida admiración, no sólo por su físico y recursos sino por su autonomía e independencia. Mildred, sin embargo, ve a Camille como un peligro, una amenaza, presiente algo turbio en su presencia y evita el contacto.

Finalmente, un anciano a punto de fallecer, amargado con el mundo, trata de atraer la atención sobre sí mediante continuas quejas y protestas. Nada le parece correcto ni suficiente, nadie le parece tener buen juicio. Sin embargo, no puede dejar de seguir unido al grupo, necesita su compañía y su existencia acaba por depender de que le agarren la lengua durante todo el viaje tras sufrir un ataque epiléptico.

Esta amalgama de caracteres interactúa de continuo en la obra, tejiendo una compleja red de relaciones, amistades, reparos y luchas, en la que Steinbeck no queda apresado. Estas relaciones, en continuo proceso de adaptación y cambio son la estructura sólida sobre la que yace la casi inexistente trama argumental. Como en un pequeño laboratorio de ciencias sociales, Steinbeck toma a sus pequeñas cobayas y las expone a las más diversas pruebas. 

No hay un sentimiento o un deseo que no quede sin explorar, en ocasiones desde varias perspectivas al mismo tiempo. Así, la atracción que ejerce Camille se manifiesta de manera diferente en el inmaduro Pimples (quien la ve como un trofeo inalcanzable), en el joven Horton (que desea tan sólo su compañía carnal) o en Mr. Pritchard, quien le propone convertirla en su secretaria como culminación de una fantasía erótica de la que ni siquiera llega a ser totalmente consciente.

Lo mismo ocurre con el temor a la pérdida de los seres que nos rodean, el sentimiento de orgullo o el ánimo de impresionar. La ternura y el cariño conviven con la hipocresía y el desprecio. El afán de superación, con el esfuerzo por escapar de una realidad atenazante. 

Como la vida misma, encerrada en la cabina de un autobús perdido en el medio de ninguna parte con unos pasajeros camino de ningún lugar.

22 de febrero de 2008

Sarajevo. Diario de un Éxodo (Dzevad Karahasan)



Europa contempló con asombro en los años noventa los sucesivos conflictos que surgieron tras la desintegración de Yugoslavia. En el seno de una Europa que se preciaba de sus ideales de civilización, prosperidad, derechos humanos, etc, surge un conflicto que pone de manifiesto una realidad discordante. La caída del comunismo fue saludada como la oportunidad para la reconciliación de los europeos, divididos hasta la fecha por el telón de acero, pero cuando aún no se habían podido calibrar las consecuencias de estos cambios, apareció un nuevo foco de confrontación que amenazaba por extenderse a los estados vecinos.

La Europa que gustaba de presentarse como fruto de una tradición cultural, intelectual y religiosa común, se sorprendía al contemplar guerras de carácter étnico y religioso, a pocos kilómetros de sus modernas capitales. Más aún, toda Europa descubrió que expresiones como limpieza étnica, fosas comunes o franco tiradores, saltaban a la realidad desde los documentales y los libros de historia volviendo a reclamar su espacio.

Ese pasado, las guerras balcánicas de principios del siglo XX, el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial, se aglutina con precisión milimétrica para destruir una imagen confortable de nosotros mismos. ¿Y qué hace Europa? Entre dudas, vacilaciones, decisiones equivocadas, reconocimientos unilaterales, interesados y precipitados de nuevos estados, el caos y la división vuelven a ponerse de manifiesto.
Los ciudadanos europeos, quizá ajenos a las complicadas leyes geopolíticas, contemplan las noticias de la televisión con asombro y horror. Las explosiones, las muertes en la cola de una panadería o la gente corriente por las calles no vienen de países del Tercer Mundo, de Jerusalén o de Líbano: vienen de Europa. 

Los muertos viven, vivían, en casas prácticamente iguales a las nuestras. Casas con calefacción, televisión y video, antena parabólica. Sus habitantes no son de piel oscura, ni llevan extraños atuendos. Visten como nosotros, con americana y corbata, con faldas ceñidas y tacones. Y como nosotros, parecían vivir ajenos a las miserias del mundo, pero ahora deben correr por sus calles huyendo de balas perdidas, granadas, cascotes. Incomprensible.

Y mientras algunos reflexionaban sobre el fin de la historia, el renacimiento del nacionalismo o la pujanza del Islam, los ciudadanos de la antigua Yugoslavia trataban de continuar con sus vidas, de superar sus problemas diarios, sus inmensas dificultades. De esta experiencia extrae Dzevad Karahasan el principal aporte a su obra, Sarajevo. Diario de un éxodo.

En este libro, Karahasan reflexiona sobre las consecuencias del conflicto en la vida de los habitantes de Sarajevo, desde un punto de vista filosófico; esto es, discurre sobre los efectos morales de la guerra, sobre el papel del intelectual ante la misma, sobre los efectos de los bombardeos como factor de cohesión de la comunidad asediada, etc. De todas sus reflexiones escojo al azar las siguientes:

- El papel del trabajo (y el Arte) como reserva de la dignidad humana: Durante el asedio de Sarajevo Karahasan fue nombrado decano de la facultad de Artes Escénicas. Tras uno de los primeros grandes bombardeos sobre la ciudad se reunió con sus alumnos y decidieron continuar con el curso en la medida de sus posibilidades, preparando la representación de las obras de fin de carrera.

El profesor Karahasan arenga así a sus alumnos: “Les ruego que trabajen tanto y tan bien como les sea posible. Su trabajo es lo único que, de momento, puede liberarlos del miedo y ayudarlos a conservar la dignidad, la sensibilidad y el juicio. Los hombres se han desentendido de nosotros, la fortuna nos ha dejado atrás, el mundo se aparta y la realidad material en la que nos han enseñado a creer nos abandona. Lo único que todavía no nos ha dejado es nuestro trabajo; lo que aprendemos y el oficio al que servimos aún nos protegen. Una de las funciones básicas del arte es la de proteger a la gente de la indiferencia, y el hombre está vivo mientras no permanezca indiferente”.

Nada parece más contradictorio que un conflicto y el Arte. Pero precisamente el conflicto nace cuando los hombres pierden esa sensibilidad, esa capacidad de empatía y ese respeto, no sólo por los demás sino por uno mismo. Trabajo, dignidad, sensibilidad y Arte surgen de entre las cenizas humeantes de Sarajevo como verdades inmutables, verdadera esencia de esa cultura que Europa no supo defender en aquellos días.

- Fundación del PEN Club de Bosnia y Herzegovina: un colega de Karahasan le invita a la fundación del PEN Club como acto de rebelión y resistencia frente a los horrores de la guerra. Pese a sus iniciales resistencias a participar en este tipo de actos formales, y ante los argumentos de su amigo, decide participar en el acto (aunque finalmente un bombardeo le impedirá llegar al lugar donde se ha convocado la reunión): “Mientras pensáramos en la literatura, mientras nos saludáramos tal como exige la buena educación y utilizáramos los cubiertos para comer, mientras deseáramos escribir o pintar algo, mientras nos esforzáramos por articular nuestra situación y sentimientos a través del teatro, tendríamos la posibilidad de persistir como seres de cultura, de defender nuestra ciudad y la tolerancia que en ella reinaba, de salvaguardar nuestro derecho a la convivencia entre pueblos, religiones y convicciones diferentes. Por eso era importante que en la reunión en la que se fundara el PEN Club de Bosnia y Herzegovina estuviéramos todos los que teníamos que estar”.

- La Verdad en una obra de Arte: el asedio de Sarajevo y las duras condiciones de vida que debían afrontar sus habitantes, provocaron una pequeña escena, apenas perceptible, apenas de dos o tres segundos de duración, en una de las representaciones de los alumnos de Karahasan. El actor debe tomar la mano de la actriz y besarla con apasionado amor. Esa mano simboliza en la obra lo hermoso, refinado e inalcanzable. 

Sin embargo, la realidad se cuela de manera indiscreta en el escenario. La mano de la actriz está ajada, falta de cuidado y de higiene (el agua se había convertido en un recurso precioso) y el actor no puede disimular la distancia que hay entre el objeto de deseo que se supone ha de besar y la realidad que sus ojos contemplan. 

Sólo un gesto, un breve instante y sus labios se posan ardorosamente sobre esa mano y, desde ese momento, la compenetración entre ambos intérpretes alcanza un nivel excepcional. Sin embargo, la mirada analítica del profesor se ha detenido en ese leve momento en el que el actor ha sido incapaz de abstraerse la realidad e interpretar su papel, recrear la ficción.

De esta escena surge la siguiente reflexión: “En la escuela se aprende que la verdad interior de la obra de arte consiste en la realización consecuente de los principios básicos de la estructuración; pero ahora sé, gracias a ese instante, que existe una forma más profunda y muy diferente de verdad interior de la obra de arte, esa que se alcanza sólo cuando mediante el arte se defiende y demuestra la realidad de las personas vivas y su necesidad de vivir como seres de cultura, y de modo tal que esa necesidad de cultura es al mismo tiempo una necesidad existencial”.

- Las dos traiciones de la Literatura: Karahasan acusa a la literatura de su país de dos graves culpas. De una parte, considera que la literatura de la forma, la estética, la que abandera el arte por el arte, la que se recrea en ella misma como principio y fin, al margen de todo lo ajeno a ella, es culpable de favorecer un distanciamiento ético de la realidad. La ausencia de valores y principios se traduce en una sociedad insensible, egoísta, centrada sólo en el placer más inmediato. De ahí que el sufrimiento ajeno sea visto como una mera cuestión estética; puede ser bello o no, pero no se enjuicia moralmente. Acusa, por tanto, a estos escritores de inmorales y a sus escritos de evitar un posicionamiento entre el bien y el mal.

Pero Karahasan también acusa a la literatura de alejarse del modelo en el que los personajes tienen un carácter, una psicología, un modo de pensar y sentir en función del cuál actúan. Se admiten cambios de personalidad, flexibilidad en sus actos y emociones, pero, en definitiva, cada personaje es un individuo que se representa a sí mismo. Por contra, Karahasan señala acusadoramente a la literatura en la que las personas actúan de un modo u otro en función, no de su individualidad, sino de su pertenencia a una religión, a un partido político, a una nación. Así, el serbio tiene una personalidad y un modo de pensar y actuar diferente al de un bosnio, un conservador o un musulmán; es su pertenencia a una etnia lo que le convierte en estandarte de la misma. El individuo queda desposeído de sí mismo para ser reducido a un arquetipo sobre el que construir el odio y el rechazo, los tópicos que luego repetirán los generales y los políticos en sus discursos.

Si bien es cierto que ambas visiones de la literatura parecen contradictorias (una es claramente desideologizadora, la otra es profundamente ideológica) y que es probable que ambas tendencias sean consecuencia (y no causa) de la realidad metaliteraria, no es menos cierto que Karahasan opta por una visión del individuo libre y responsable de sus actos, con capacidad y autonomía para decidir; opta por un ciudadano, no por un serbio o croata y, al menos en esto, no podemos por menos que estar de acuerdo con él.

El libro se cierra con una despedida melancólica: los primeros judíos arribaron a Sarajevo a finales del siglo XV, llegaban tras la expulsión de España por los Reyes Católicos. En Sarajevo se asentaron y compartieron la fortuna y la desgracia de la ciudad al igual que el resto de sus habitantes. Durante el cerco a Sarajevo se celebró el Quinto Centenario de su llegada y, pocos días después, la práctica totalidad de la comunidad judía de Sarajevo abandonó la ciudad rumbo a un nuevo exilio. Los judíos se ponían de nuevo en marcha después de quinientos años, después de haber sobrevivido a diferentes dominaciones de la ciudad (el Imperio Otomano, el régimen nazi, la dictadura comunista, ...).

Y Karahasan se pregunta si la propia idea de Sarajevo como centro de convivencia de tres religiones, tres culturas, ha sucumbido a la fuerza bruta y si, como han hecho los judíos durante dos mil años tras sus celebraciones despidiéndose con un “el año que viene en Jerusalén” siendo dicha ciudad más una referencia mítica que un centro físico, no harán lo propio los sarajevos repitiendo acongojadamente “el año que viene en Sarajevo”. Y es que, en definitiva, el éxodo al que hace referencia el título del libro no es sino la constatación de la orfandad del autor al que sólo el mito de una ciudad, a la que ya no puede reconocer en la realidad que le rodea, sostiene.

10 de febrero de 2008

Las aventuras del valeroso soldado Schwejk (Jaroslav Hašek)


El 28 de junio de 1914, el archiduque Francisco Fernando, heredero de la corona imperial austríaca fue asesinado en Sarajevo por un nacionalista serbio dando comienzo en la práctica, la Primera Guerra Mundial. Ese mismo día comienza igualmente Las aventuras del valeroso soldado Schwejk, libro que narra las aventuras (y desventuras) del soldado Schwejk en esta contienda.

La Primera Guerra Mundial supuso el comienzo real del siglo XX, que hasta 1914 había continuado con la dinámica del siglo anterior. Los horrores de una guerra deshumanizada que afectó tanto a civiles como a militares, el nacimiento de la Unión Soviética y las revoluciones consiguientes. los fascismos, la tecnificación de la sociedad son sólo algunos de los nuevos rasgos que definirán este siglo. Pero también, la Gran Guerra supuso el fin de una época, de un modo de entender las relaciones internacionales, la estructura de los estados, etc. Nada como el final del Imperio Austrohúngaro ejemplifica mejor este derrumbe. La monarquía austriaca agrupaba diferentes nacionalidades (checos, bohemios, húngaros, austriacos, ..) que ya desde finales del siglo XIX trataban de abrirse paso y consolidarse como realidades jurídicas independientes y soberanas a todos los niveles, tanto cultural como político.

Por ello no es de extrañar que el comienzo de la guerra fuera acogido con tremendo desentendimiento por parte del pueblo checo, que se vio inmerso en un conflicto con el que nada ganaba y mucho perdía. El reclutamiento obligatorio llevó a muchos checos a los campos de batalla en defensa de un Imperio con el que no se identificaban y que usaba como lengua oficial el alemán con claro desprecio del resto de lenguas nacionales. El propio Hašek participó en la guerra, primero como soldado del ejército austriaco para desertar posteriormente y pasarse a las filas rusas donde se integró en una unidad militar formada por desertores checos. El fin de la guerra trajo consigo la caída del Imperio Austrohúngaro y la proclamación de la República Checa.

Y es en este momento, cuando el nuevo Estado comienza a dar sus pasos y la nación checa aprende a ser libre y dueña de su destino, cuando Hašek comienza a inicia la escritura de este libro. Los lectores contemporáneos del soldado Schwejk pudieron disfrutar de la enorme carga política que rezuma la obra. Los mandos del ejército austriaco son mostrados como maniáticos, borrachos, indolentes, incapaces o, simplemente, locos; su organización militar es caótica y nada consigue resultar como se planea: los transportes militares se extravían, la intendencia es corrupta, la formación de los oficiales es nula, el sistema de claves es risible y las altas instancias son incapaces de situar la línea del frente en un mapa. Todo ello es descrito por Hašek bañado por una ironía tal que, en lugar de rebosar crueldad y ánimo de revancha, destila comicidad.

La novela se iba publicando por fascículos según iba siendo escrita. Hašek se instalaba en cervecerías y tugurios sin parar de beber y escribir. Cuando completaba unas páginas las leía a sus amigos quienes se morían de la risa según oían las locuras extravagantes del buen Schwejk. Muchos personajes populares de la Praga de entonces aparecen retratados en la novela (con cariño o saña, según la estima que les tuviera el autor). Tenderos, panaderos, empleados públicos, policías, etc, desfilan por sus páginas haciendo que la lectura actual pierda gran parte del encanto que pudo tener en su día pero dejando una idea de los tipos populares checos.

En este ambiente tabernario fue creciendo la historia del soldado Schwejk hasta comenzar a ser publicada y distribuida de puerta en puerta por el propio Hašek y ver la luz como libro una vez muerto el autor. De hecho, la obra quedó incompleta al fallecer éste en 1923 en la población de Lipnice a donde se había trasladado precisamente para conseguir (sin éxito) alejarse del alcohol.

Muchas de las anécdotas y gamberradas que se cuentan en el libro fueron hechos reales de la vida de Hašek. Así, se cuenta la anécdota de un redactor de la conocida revista Mundo Animal que comenzó a inventar extraños animales como una ballena del tamaño del bacalao, a cambiar el nombre de los ya existentes o a imaginar extravagantes descubrimientos del reino animal. Por increíble que parezca, Hašek fue ese redactor calavera. También Hašek se inspira en sí mismo cuando describe la actividad de Schwejk traficando con perros que secuestra con engaños arrebatándoselos a damas descuidadas, falsificando razas o engordando el pedigrí de perros vagabundos.

Pero la novela es mucho más que un conjunto de chascarrillos populares y de una crítica a la vencida armada austriaca. Para los lectores no checos, y para los que no conocieron los sufrimientos de la Primera Guerra Mundial, el soldado Schwejk tiene aún mucho que enseñar. Tradicionalmente, esta novela se ha presentado como una inolvidable sátira antimilitarista. Los lectores ven lo absurdo de la maquinaria militar, sus métodos alienantes en los que la violencia de los oficiales con sus soldados es proverbial o cómo los abusos con la población civil son vistos como normales por la jerarquía militar. Y este discurso antimilitarista es tanto más meritorio cuanto que, en todo el libro, sus protagonistas no se enfrentan con ningún soldado enemigo, la violencia siempre se ejerce dentro de la propia fuerza austriaca, sea en luchas y disputas entre soldados de distintas nacionalidades, por parte de los oficiales, etc.

Sin embargo, el auténtico valor que hace que esta novela sea perdurable y que su lectura resulte provechosa, al margen de las concretas circunstancias históricas que la engendraron, es la fuerza de su protagonista. El libro carece de argumento como tal: Schwejk, bondadoso praguense, aquejado de tontura como él mismo reconoce y algo mayor para verse llamado a filas, acaba (fruto de su propia estupidez) enrolado en el ejército austriaco donde pasará a servir a diversos oficiales y acabará siendo ordenanza de su batallón, ocasionando el caos allá por donde pase pese a su buena voluntad y a su fidelidad al emperador. 

Acepta todas las tareas y castigos que le son impuestos, con franqueza (e incluso con alegría), tratando de consolar a quienes le rodean con anécdotas de su Praga natal encadenando historias hasta que se le ordena callar.

Fiel a una tradición literaria que se remonta a Cervantes y a Rabelais, Hašek hace avanzar toda la obra por la mera fuerza de su protagonista que va saltando de desastre en desastre sobre un fondo rico en detalles, personajes secundarios, reflexiones, etc. La obra carece de un plan predeterminado, es pura invención. Al igual que en las obras de los autores clásicos citados y sus coetáneos, el humor es la piedra fundamental, un humor ácido que muchas veces se asienta en el surrealismo. Las borracheras son pantagruélicas, las bofetadas dignas de gigantes, la locura de algunos oficiales, propia de un caballero andante. Hašek no busca describir la realidad, pero quiere que el lector la descubra sutilmente a través de sus palabras. Discernir las grandes verdades que esconde el discurso del estúpido Schwejk es una tarea que se impone del mismo modo en que un lector del Quijote se pregunta a menudo quién es el loco.

Schwejk nos recuerda a Sancho Panza por su figura rechoncha, su zafiedad y su gusto por la comida y la bebida, pero también por su locuacidad indominable. Donde Sancho Panza hilvana refranes con la habilidad y rapidez de un chamarilero, Schwejk recita atropelladamente divertidísimas historias de personajes de su Praga natal; no hay afirmación que escuche o pregunta que se le formule que no le remita de manera inmediata a lo que le aconteció a Zarka, empleado de la estación de gas, o a Tynezkej que había bebido agua de pantano y creía reconocer a todo aquél con quien se cruzara, o al decano que en su vejez estudiaba a san Agustín y dedujo que Australia no existía y que era una invención del diablo.

Pero, de entre tanta palabrería, uno no puede dejar de admitir que sus juicios son, a menudo, certeros y dotados de mayor cordura que los de quienes le rodean. Sancho casi nunca cede a las locuras de su señor, permaneciendo anclado en el terreno de la cordura. Por el contrario, Schwejk aúna la figura sensata y prosaica de Sancho con el romanticismo idealista de don Quijote, de ahí que su personalidad sea tan atrayente y que, en todo momento, debamos preguntarnos ante qué Schwejk nos encontramos.

El paisaje de fondo de la novela es muy rico, no sólo gracias a estas anécdotas, sino en gran medida por los numerosos personajes que siempre rodean a Schwejk. Muchos de ellos son meras caricaturas, como el teniente Dub, preocupado por el modo de imponer disciplina a sus soldados pero que siempre termina por quedar en evidencia, o el gigante Baloun, que pese a su fuerza y tamaño llora desconsolado si no logra saciar su infatigable apetito. Peculiar resulta también el voluntario de un año Marek, a quien se le encomienda escribir la crónica del batallón y que, en sus ratos libres, se dedica a redactar los gloriosos hechos de guerra del batallón que aún no han tenido lugar. También lee a sus compañeros cómo morirán heroicamente ante la indiferencia de estos más preocupados por el tamaño de sus ranchos.

Quizá el personaje más complejo de todos ellos sea el teniente Lukasch quien soporta todas las locuras de Schwejk sin apartarle de su lado, sospechamos que siente por él cierto cariño pese a los insultos que le regala a menudo. A pesar de ser un militar fiel al régimen imperial, no puede disimular su desprecio por el resto de oficiales y su incompetencia. También tiene su lado humano cuando intenta seducir a una hermosa joven casada con un hombre de avanzada edad al que claramente no ama. Sin embargo, el atolondrado Schwejk se interpondrá involuntariamente para frustrar el éxito de esta aventura amorosa.

Al igual que ocurre con otras obras de escritores checos (Yo que he servido al Rey de Inglaterra), los personajes son tratados de manera humorística y cariñosa al mismo tiempo, de manera que, pese a su crueldad, parecen completamente inofensivos. Y es en esta tradición, heredera de la corriente clásica citada anteriormente, en la que debemos enmarcar esta obra. Su lectura puede resultar tremendamente entretenida pero, entre sus páginas, de manera casual, nos asaltarán preguntas que alentarán reflexiones varias sobre muy diversas cuestiones que, sin duda, harán enriquecedor el esfuerzo de seguir a este esforzado buen soldado Schwejk.



1 de febrero de 2008

La pulga de acero (Nikolai Leskov)

Asociamos la Literatura rusa del siglo XIX a sus más grandes autores (Dostoievski, Gogol, Tolstoi) y a sus obras más conocidas (Crimen y Castigo, Guerra y Paz, etc). También nos resulta fácil asociarla con la obra de Chejov o Turgeniev. Pero es cierto que estos nombres acaban por extender una pesada sombra sobre el resto de sus contemporáneos menos conocidos, privándonos de un inmenso legado apenas conocido y de difícil acceso para el lector medio.

Éste es el caso de Nikolái Leskov, considerado por muchos de sus compatriotas como el más ruso de todos los escritores rusos. Aunque nació en una familia acomodada, la muerte de su padre le privó a una temprana edad de todo aquello a lo que estaba acostumbrado. Leskov comenzó a trabajar como oficinista en los tribunales de su región, continuando su carrera en Kiev. Posteriormente fue contratado por una empresa inglesa como representante de sus negocios en Rusia lo que le llevó a viajar por todo el país permitiéndole conocer su riqueza y acercarse al padecimiento del pueblo ruso (el servilismo aún no había sido abolido).

Gracias a esos viajes y a un golpe de suerte, la vida de Leskov tomaría un giro inesperado. Gran observador, volcaba en las cartas que enviaba a su jefe todo aquello que veía. Su estilo ágil, fresco e irónico le valieron la posibilidad de comenzar a trabajar como periodista y, al poco, de publicar sus primeros relatos.

Llegados a este punto no se puede decir que la vida de este autor se tornara tranquila y sosegada. Su estilo irónico y burlesco atrajo hacia él odios de los más diversos orígenes: la jerarquía ortodoxa le consideraba impío (una de sus obras llevaba por título Pequeños detalles de la vida episcopal, si bien en otro libro – Gentes de la Iglesia- ofrecía un discurso apasionado a su favor). Por los mismos motivos perdió el cargo público que ostentaba en el Ministerio de Hacienda.

Tras su muerte su figura y su obra no dejaron de ser controvertidas. El régimen soviético le vio como símbolo de la Rusia decadente del pasado; los escritores modernos como una rémora del pasado con un lenguaje y un estilo excesivamente populares e incluso vulgares.
La pulga de acero es considerada su obra maestra y narra la historia del regalo que los ingleses hicieron al zar Alejandro I, con motivo de su visita a Inglaterra tras el Congreso de Viena. El regalo consiste en una minúscula pulga de acero que, gracias a una pequeña llave con la que se hace girar un resorte, ejecuta una hermosa danza. El zar ve en esta pulga la prueba de la habilidad y destreza de los artesanos extranjeros frente a la de los de su patria, incultos e incapaces de hacer nada parecido. El acompañante real, Platov –un noble cosaco- se ve incapaz de convencer al soberano de la capacidad de sus leales súbditos y de su superioridad frente a los remilgados extranjeros.

A su regreso a Rusia, la pulga se almacena con el resto de regalos reales y sólo vuelve a ver la luz tras la muerte del zar cuando se presenta a su sucesor. Nicolás I, extrañado por el artilugio, interroga a Platov quien le informa de la impresión que se llevó Alejandro I de los artesanos ingleses. El soberano, que confia en su pueblo, encarga a Platov que acuerde con los artesanos de Tula (ciudad metalúrgica famosa por sus especialistas) la forma de superar la invención extranjera.

Platov encarga a los artesanos de Tula que venzan al ingenio inglés cosa que estos logran (no diremos cómo) gracias a su talento, esfuerzo y a las oraciones ante sus sagrados iconos.

Exultante, el zar ordena que uno de los artesanos viaje a Inglaterra para demostrar la superioridad de los trabajadores rusos. Ya en Inglaterra, el Zurdo (apodo del artesano de Tula elegido como embajador) causa el asombro inglés, no sólo porque explica que él y el resto de trabajadores del metal ruso no conocen las matemáticas ni la química, y apenas saben leer, sino por su llaneza y sentido común respecto a cuestiones tan diversas como el cortejo, los bailes o el té.

Pese a ser excelentemente tratado, el Zurdo siente nostalgia de su patria y decide regresar a Rusia donde fallece al poco de llegar, no sin antes transmitir un importante secreto militar inglés (ha descubierto que estos no limpian los cañones con ladrillos para no estropearlos). 

Su sacrificio es en vano puesto que el destinatario del mensaje, mezquinamente no lo transmite, siendo una de las causas de la derrota rusa en Crimea.

La polémica en torno a la figura de Leskov se extiende a esta obra y hay quien la interpreta como un panfleto a favor de los valores de la Rusia tradicional y hay quien piensa que es una denuncia y ridiculización de la pobreza e incultura de una Rusia que se alejaba de los países modernos, anclada al pasado por sus mediocres clases dirigentes. No entraremos en polémica puesto que creo que hay argumentos para defender ambas hipótesis. Quizá por ello ambas opiniones sean correctas. Al igual que tiempo después ocurriría en España, a finales del siglo XIX, la sensación de esta cerrando una época servía como aglutinante de ideas encontradas. Por una parte se deseaba el progreso, la modernidad, pero por otra se reivindicaba lo propio y diferenciador. Quizá sea éste uno de los mayores méritos del pequeño relato, obligarnos a reflexionar sobre ese filo de navaja por el que discurre la Historia de los pueblos.

Reflexiones aparte, la contribución de Leskov al enriquecimiento del lenguaje ruso hace de este cuento un auténtico suplicio (o delicia) para cualquier traductor. El autor emplea libremente vocablos de su invención mediante diversos métodos que van desde la unión de dos palabras preexistentes ( calamata es la casamata convertida en calabozo), hasta la asociación de sonidos o ideas (bufía par indicar el paso de la admiración al alivio). La traductora, Sara Gutiérrez, lleva a cabo un esfuerzo meritorio (y exitoso) por volcar esta riqueza léxica al castellano de una manera natural e integrada en el texto. Asimismo hace una breve introducción explicativa de estas peculiaridades del lenguaje de Leskov.

En definitiva, La pulga de acero, es un breve libro de fácil lectura pero larga digestión. Permite alumbrar ciertos aspectos de la historia de nuestros propios países (todos han pasado antes o después por situaciones similares), pugnando por encontrar su propio camino hacia la modernidad (o su modo de atarse al pasado). También nos permite leer de primera mano una historia bien escrita y que trata de llevar el lenguaje a un terreno infrecuente, el de la pura invención.


26 de enero de 2008

Un lugar limpio y bien iluminado (Ernest Hemingway)

 

Quizá conozcan el breve cuento de Hemingway que lleva por título Un lugar limpio y bien iluminado. Les resumo su argumento en dos palabras. Una pareja de camareros espera a que un anciano sordo termine su última copa en el café para echar la persiana y terminar su jornada de trabajo en la madrugada. Uno de los camareros se desespera por la lentitud del anciano ya que tiene prisa por regresar a su casa, con su mujer. El segundo camarero, mayor que el primero pero aún joven, no tiene prisa, se compadece del anciano y comprende su falta de prisa.

Bien, permítanme contarles un pequeño secreto, los tres protagonistas son en realidad la misma persona: soy yo. Al principio no lo entendí. Yo era un joven camarero ansioso por labrarme un futuro provechoso. El trabajo en la cafetería sólo era el medio por el que salir adelante durante mis primeros años en Madrid. No quería quedarme allí toda la vida. Soñaba con abrir mi propio café, pero sobre todo, soñaba con mi mujer a todas horas. Sola en casa me esperaba hasta altas horas de la madrugada confiando en que no me entretuviera con otras mujeres por el camino de vuelta.

Lo cierto es que sólo me entretenía con algunos parroquianos que se quedaban hasta altas horas de la noche bebiendo café o anís del Toro, hablando de política y de la guerra. Siempre que Hemingway aparecía por el local saludaba con sus manazas, miraba a su alrededor y exclamaba “éste sí que es un café limpio y bien iluminado”. Escogía una buena mesa y me llamaba con un “¡Hombre!”. Yo me acercaba con la bandeja vacía y el pequeño trapo blanco sobre mi hombro esperando sus palabras.

A veces no tenía con quien hablar y me pedía que le acompañara en la mesa, cosas de extranjeros le decía a mi jefe al que parecía no importarle tener que dejar la barra y salir a servir otras mesas con tal de que Hemingway se sintiera a gusto y no se levantara en dirección a otros locales de la competencia.

Allí, en esos breves ratos y en una mezcla de español e inglés, me contó cómo comenzó a escribir en los cafés de París. Escogía aquellos que estaban limpios, bien iluminados, con buenas mesas de mármol y una cristalera a través de la que poder observar qué ocurría al otro lado. Y así comenzó a escribir sus primeros cuentos. Si fuera estaba lloviendo, en su cuento llovía, si en el café entraba una hermosa chica rubia, la protagonista de su cuento sería una belleza rubia. De ahí su afición por los café y su cariño por los habitantes de estos santos lugares.

El día en que me leyó su último cuento me preguntó si me reconocía en alguno de los tres personajes y le contesté que sólo en el camarero joven, el que se sentía pleno de amor, confianza y gusto por el trabajo. Hemingway rió y susurrándome al oído me dijo: “El anciano también fue de joven camarero, lleno de amor, confianza y gusto por el trabajo”.

Cuentan que una joven y rica dama pidió a Picasso que le hiciera un retrato. Cuando el famoso pintor se lo presentó, la dama quedó horrorizada puesto que el dibujo representaba a una anciana llena de arrugas, ajada por el tiempo. Irritada, la mujer le espetó: “ésa no soy yo” y Picasso, sabio, contestó: “pero lo será”. Más o menos esto es lo que me explicó aquel día Hemingway.

Poco después el americano desapareció de Madrid y nunca más nos volvimos a encontrar. Olvidé el cuento y mi vida continuó según lo previsto, hasta que la tuberculosis se llevó a mi mujer y ya nadie me esperaba en casa, perdí el amor. Para olvidar mi desgracia emigré, como otros muchos, y logré hacer fortuna suficiente para inaugurar un café, limpio y bien iluminado, en Buenos Aires. Como dueño, siempre me quedaba el último para cerrar el local y descubrí que no tenía prisa por volver a mi casa vacía, que ya nada se enderezaría y perdí la confianza.

Ya próxima la edad de la jubilación traspasé ventajosamente el café por un buen precio y decidí volver a morir a mi patria, había perdido el gusto por el trabajo. Y así, de vuelta a Madrid comencé a recordar aquellas veladas de juventud y comprendí, como se descubre una ciudad perdida después de una tormenta de arena, lo que Hemingway me había querido decir con aquel pequeño cuento. Curioseando en La Casa del Libro comprobé que la historia de los camareros y el viejo fue publicada e incluso había sido traducida al español.

Como por inercia comencé a frecuentar las terrazas de los cafés nocturnos y a pedir brandy, hasta que me acaban forzando a pagar y a largarme. Hemingway acertó en casi todo, pero falló en algunas cosas: no soy sordo, aunque bien mirado ya no entiendo lo que oigo y nadie atiende apenas a lo que digo, por lo que no hay gran diferencia.

A veces creo que Hemingway adivinó nuestro común destino, jóvenes impulsivos con confianza, amor y gusto por el trabajo. Él también perdió el amor, la confianza en su propia capacidad y, finalmente, el gusto por su trabajo y por la vida. Cuando el anciano se aleja calle abajo, expulsado del café, expulsado de la vida y de la comunión de los hombres, lo hace con pasos inseguros y tambaleantes, pero lleno de dignidad. Quizá así se quitó la vida Hemingway en Ketchum, con dignidad o quizá por quitarse la vida perdió su dignidad, no le juzgaré yo.

Seguramente se equivocó muchas veces en su vida, pero acertó en otras muchas. En lo que a mí respecta erró en creer que me haría rico y en que tendría una sobrina que cortaría la correa con la que traté de ahorcarme. No tengo sobrina y no necesito correa o soga; la terraza del hotel Gran Vía es lo suficientemente alta para terminar esta historia.

20 de enero de 2008

El Golem (Gustav Meyrink)


La leyenda es un género con características muy definidas. Remite a una época pasada, en la mayoría de los casos de impreciso encuadre histórico, un pasado mítico. Es fundamentalmente una tradición oral habiendo sido transcritas, en la mayoría de los casos, únicamente gracias al esfuerzo del movimiento romántico que creía ver en ellas el espíritu del pueblo. En ocasiones, este material se toma como punto de partida de creaciones más cultas por parte de autores modernos, pero ninguno como Gustav Meyrink transplanta la esencia de una leyenda en todos sus aspectos para crear una obra totalmente original.

Meyrink toma y actualiza en todos los sentidos posibles la leyenda del Golem de Praga, hombre de barro creación de un sabio rabino que cobra vida cuando se introduce en su boca un papel con el impronunciable nombre de Dios obedeciendo las órdenes de su creador.

En primer lugar, ubica su obra en un tiempo determinado, los últimos días del gueto judío de Praga, en el momento en que comienza su demolición con fines de salubridad y mejora de las condiciones de vida de sus habitantes. Esta época puede parecernos remota y mítica a su vez, no obstante, para los lectores de la época de Meyrink el gueto era algo más que un recuerdo lejano, era una vivencia compartida hasta hacía poco.

En este momento (finales del siglo XIX), la figura del Golem ya no se manifiesta como un muñeco de arcilla, sino como una fuerza cuyo poder se extiende por todo el gueto, más allá de pruebas reales. Una fuerza espiritual que atrapa el pensamiento colectivo de un pueblo que ya ha perdido su identidad de tribu y al que sólo le quedan unas cuantas referencias colectivas.

Meyrink sustituye la tradición oral por la novela (el género literario que menos se presta a su verbalización y difusión popular) y los aspectos religiosos ceden el paso a las más modernas teorías psicológicas y espiritistas que inundan el subconsciente del protagonista de este libro, conviviendo aún con elementos de ese pasado remoto, como la Cábala.

El lenguaje expresionista, el telón de fondo sombrío de una Praga en blanco y negro, fantasmal, poblada de sombras y espectros son el recurso estético que sustituye a la figura del Golem. Las fuerzas del mal ya no provienen del exterior sino del propio hombre, dueño de su destino pero incapaz de adivinar los pasos a seguir para dominar esta fuerza y que, pobremente, trata de leer los signos que se despliegan ante sus ojos.

El propio Meyrink fue aficionado a la adivinación (de hecho su negocio financiero en Praga fracasó como consecuencia de sus prácticas poco ortodoxas en materia de asesoramiento bursátil) y plasmó en esta obra muchas de sus experiencias. Más aún, cuando escribió El Golem hacía años que había abandonado Praga por su Viena natal y, posteriormente por el exilio en Alemania debido a que su antimilitarismo incomodaba a las autoridades austriacas.

El éxito de El Golem (al que no fue ajeno su casi inmediata traslación al cine) pone de manifiesto el interés que en los lectores de principios del siglo XX despertaban estos ambientes y la sabiduría de Gustav Meyrink en tejer con los hilos del subconsciente un tapiz de imágenes rebosantes de sugestión y capaces de ocupar el lugar que las antiguas leyendas ya no eran capaces de llenar.

La trama argumental, en ocasiones compleja y errática, pasa a un segundo plano, los personajes carecen de matices que los enriquezcan (quizá se salvan dos excepciones: Wassertrum y Charousek, quienes encarnan una peculiar relación padre-hijo digna del propio Freud, que deja la Carta al Padre de Kafka en un simple lamento quejumbroso). Nada de ello importa, lo perdurable de la novela no son sus personajes, la historia de amor que esconde o las venganzas soñadas o ejecutadas. Estos elementos no son sino el esqueleto sobre el que la noche de Praga, sus habitantes sin nombre y el espíritu que les alienta hacia el mundo de los vivos o el mundo de los muertos despliegan toda su moderna belleza.

12 de enero de 2008

Una historia natural de los sentidos (Diane Ackerman)


En la escuela me explicaron que la vista sirve para ver, el oído para escuchar y el tacto para tocar. Pero hasta que no he leído el libro de Diane Ackerman no he comprendido realmente qué significa ver, oler, tocar o gustar.

Una historia natural de los sentidos se organiza en torno a cinco capítulos que van desgranando sucesivamente los cinco sentidos que definen la sensorialidad del mundo tal y como la percibimos los hombres desde el principio de los tiempo, más un capítulo adicional referido a la sinestesia que consiste precisamente en la confusión, la mixtura de los sentidos, en la que un color se puede oler o un acorde musical se ve con una determinada tonalidad, y que, por tanto, se adentra más en el mundo de la neurología.

Pero empecemos. ¿Cómo definir un olor? Ninguna lengua parece capaz de describir un olor si no es acudiendo a luna perífrasis. Algo huele como la canela, como un niño recién nacido, pero salvo por el recuerdo, nadie sería capaz de adivinar a qué nos referimos. Toda una industria gira en torno a los olores (no pensemos sólo en perfumes, también en detergentes, alimentos precocinados, papeles para envolver, velas, etc) reproduciendo los que se encuentran en la naturaleza pero también creando otros nuevos mediante complejos procedimientos químicos cuyas fórmulas son tan secretas como las de un nuevo armamento. 

Con el olor seducimos, conquistamos, pero también lo empleamos como repelente para mosquitos o depredadores (preguntad a las mofetas). Claro que lo que a un europeo puede resultar repugnante (el olor a excrementos sin ir más lejos) a una tribu africana puede parecerle el más refinado afrodisíaco; el olor de comida en putrefacción es un reclamo ineludible para las moscas. Pero nada más maltratado que nuestro olfato, sentido que parece estar en peligro de extinción gracias a la contaminación, alergias y demás afecciones.

Siguiendo nuestro viaje descubrimos programas de pediatría que fomentan en recién nacidos su inteligencia y fortaleza física mediante sesiones programadas de masajes. El tacto, primera puerta por la que se abre el placer sexual, pero también última barrera ante el peligro de depredadores a los que no hemos visto, olido u oído y que se abalanzan sobre nosotros. El calor y el frío no existirían sino los sintiéramos sobre nuestra piel, pero la conciencia del propio ser, la unión alma y cuerpo se manifiesta a través del tacto (recordemos el episodio de la mujer desencarnada de Oliver Sacks, quien no tenía conciencia de su propio cuerpo, que le resultaba tan ajeno como el del camarero que nos sirve un café). La piel es símbolo de poder, dinero o fuerza (los abrigos de bisón, pero también los tatuajes o las escarificaciones que atestiguan la superación de pruebas de iniciación), claro que también es el papel sobre el que se dibuja la tortura, la mutilación o el dolor. El tacto, capaz de un beso sublime o de una violencia sin límite, el más extremo de nuestros sentidos, el que resulta más difícil de perder por completo, el mejor distribuido por todo nuestro cuerpo y el más difícil de aprender a usar.

Pocos sentidos se asocian como el gusto con el placer, el lujo y la abundancia. Sin embargo, no hay sentido más primordial puesto que se relaciona directamente con la alimentación y con los nutrientes que necesitamos, pero que se ha sublimado por el devenir histórico. El gusto, el más comunal de todos los sentidos ya que se disfruta mejor en compañía, el más cultural de todos ellos puesto que el hombre no ha dejado de inventar nuevos sabores, nuevos productos, nuevas mezclas que satisfagan los más sutiles paladares. Pero toda esta delicadez u variedad se apoya en tan sólo cuatro notas (distribuidas desigualmente, tanto en nuestra propia boca como en las diferentes culturas): salado, agrio, dulce y amargo. Cuatro colores para un mosaico infinito. Sabores hay que han marcado el rumbo de la historia como es el caso de la ruta de las especias. El chocolate y la vainilla, el tabaco o las trufas son una muestra de lo que el hombre puede hacer por un sabor y el dinero que puede mover a su alrededor. Por la boca nos llega la leche materna y nos administran la mayoría de las medicinas que tomamos en nuestra vida (la mayoría con edulcorantes que enmascaren su verdadero sabor), pero a través de la boca nos llegan también infinidad de infecciones, no en vano es el orificio más directo (o el de mayor tamaño) a nuestro interior. Por ella los hombres han comido el cuerpo sin vida de otros hombres y por no comer ciertos alimentos muchos hombres han muerto, no parece cosa de tomarlo a broma.

Pero escuchemos con atención qué tiene que decirnos Ackerman sobre el oído. Biológicamente una obra maestra, compleja pero eficaz, diseñada para oír una gama de sonidos lo suficientemente amplia para sobrevivir en mundo hostil (¿quién quiere oír el vuelo de un pajarillo si con ello perdemos el del rugido de un carnívoro que nos acecha?). Y es que una cosa es el sonido y otra el oído que sólo capta aquello para lo que está preparado. 

¿Cómo suena nuestro intestino o nuestro estómago al hacer la digestión, nuestro corazón fatigado? Las modernas máquinas de ultrasonidos nos permiten responder a estas preguntas que ayudándonos a superar la enfermedad y el dolor, otras máquinas permiten aumentar la capacidad de audición de quienes la han perdido. De la naturaleza tomamos ideas como el sonar o el radar que nos permiten ver a través del sonido. Pero la mayor creación en materia de sonido es, sin lugar a dudas, la música. Dominar esas ondas y saber combinarlas, construir aparatos que las reproducen añadiendo suaves matices hasta emocionarnos es fruto de un lento proceso que aún no ha finalizado ni lo hará nunca. Pero a nuestros oídos también llegan bombardeos sónicos en forma de claxon, motores, máquinas taladradoras, gritos, anuncios. La contaminación acústica, capaz de altera el carácter más pacífico y equilibrado, la peor contaminación posible, la que tiene mejor propaganda (el silencio ha sido desterrado de nuestras ciudades, de nuestras vida, es el vacío al que nadie quiere mirar). Pero el silencio también se escucha, probemos.

Nuestra moderna vida descansa en la visión. Vemos películas, jugamos a video juegos, admiramos a las modelos desde sus anuncios. La televisión nos lleva a todas partes, a las guerras más recónditas, o a la casa de la vecina de arriba a través de un reality show. Todo se puede ver, nos preciamos de no tener nada que ocultar, denigramos la oscuridad y queremos que todo salga a la luz. Comenzamos mirando a las estrellas y ahora miramos la Tierra desde ellas. Inventamos las bombillas para ahuyentar la noche y nuestras oficinas ni siquiera necesitan ventanas. Pintamos todas las cosas de colores (igual que ocurre con el gusto, los colores básicos se combinan hasta el infinito pese a su simplicidad primordial), pintamos nuestra piel con los tonos cálidos que nos brinda el sol de una playa paradisíaca, vestimos a nuestros hijos de azul y a nuestras hijas de rosa, pero tenemos la poca delicadez de no cambiar el color de los semáforos aumentando el riesgo de atropello de los daltónicos. 

Hemos hecho un arte de la pintura y decimos de los grandes maestros que en sus cuadros reflejan el interior de los retratados, igual que ocurre con los grandes fotógrafos. Las proporciones en la arquitectura buscan un arquetipo de belleza totalmente visual. Ni aún dormidos perdemos la vista y nuestros sueños son, principalmente, visiones, a veces acompañadas de sonido y otras sensaciones. La vista, el más cansado de nuestros sentidos, para el que hemos inventado las gafas, desarrollado técnicas láser pero al que no sabemos dejar descansar ni un solo segundo y para el que no nos cansamos de crear imágenes del horror que sólo son barridas por otras imágenes anestesiantes.

Desde la poesía a la biología, la antropología y las relaciones sexuales, la psicología y la medicina, la quiromancia o la artesanía, la música, la cocina, la botánica y la zoología, la investigación aeroespacial, todo ello se relaciona con los sentidos. Más aún, somos hombres puesto que estamos en el mundo y percibimos el mundo gracias a nuestros sentidos. Aunque no seamos conscientes de ello, leemos el mundo a través de estos cinco sentidos (seguro que alguien querrá añadir dos o tres sentidos más, cuantos más mejor, a fin de cuentas) y ellos condicionan lo que leemos. Otros seres vivos tienen lecturas distintas de esta misma realidad. Por ello, el nuestro, nuestro pequeño mundo, el que conocemos, es hijo de nuestros sentidos, ellos nos hechizan como cantos de sirena para hacernos la vida más soportable. 

Abandonémonos a nuestros sentidos o seamos más conscientes de ellos y de todo lo que nos aportan. No perdamos ni un átomo de su valor, vivamos más y mejor la vida, apuremos todo lo que podamos de ella, y todo lo haremos a través de estos cinco sentidos.