9 de mayo de 2009

Como una novela (Daniel Pennac)


Nacemos ávidos de historias. Desde que somos capaces de entender un vocabulario mínimo nos convertimos en tiranos de nuestros padres, reclamando esa dosis diaria de cuentos para irnos a dormir, para comer o para atarnos los zapatos. En un principio puede ser el gusto de escuchar una voz conocida y tranquilizadora, pero pronto ésta pasa a ser un elemento que cede su lugar a las historias que salen de su boca. Hechizados, pasamos (o podemos pasar) horas enteras escuchando cuentos, incluso el mismo, una y otra vez, agotando la paciencia paterna, materna o filial.

Y sabemos que todos esos mundos se esconden detrás de signos tipográficos para cuya comprensión parece ser necesario el concurso de todos los esfuerzos y conocimientos del mundo. Pero también a ellos llegamos y, tras ingresar en la escuela, comenzamos a casar las palabras escritas con los sonidos que las dan vida. Nuestros ojos se adaptan para detectar meras líneas sin sentido alguno que, sin embargo, ahora parecen dotadas de una coherencia evidente.

Y con descanso, nuestros padres se alejan de nuestros cuartos dejándonos con un gran libro infantil en el regazo para que seamos nosotros quienes, autónomos, nos adentremos en la Literatura. Y, años después, confiarán en que sea la escuela la que continúe caldeando los rescoldos de ese amor infantil por aquellas hermosas historias. Y la escuela, con su racionalismo, sus programas y sus objetivos, trazará el destino de nuestra tarea lectora bajo la forma de textos obligatorios, comentarios, que copiaremos a compañeros de años anteriores, ¡afortunadamente esas lecturas obligatorias gozan de mayor estabilidad que las leyes educativas!.

Llegados a la compleja edad de la adolescencia, acosados por múltiples estímulos -unos biológicos y, por tanto, atemporales y naturales; otros alentados por quienes nos despreciarán por caer en los tentáculos que fabrican y con los que se enriquecen- nos alejaremos del libro. No en vano, el libro parece resultar ajeno a ese hermoso ideal de nuestra sociedad que ve con malos ojos cualquier actividad solitaria, que ensalza los placeres inmediatos y accesibles, sin previo esfuerzo. Y sólo años después, con las decepciones (o alegrías, quién sabe) de la vida, algunos volverán al libro, recuperarán el gusto por un esfuerzo cuya recompensa no está en el horizonte del "ahora" sino más allá de trescientas o cuatrocientas páginas. Pero otros muchos, lectores en potencia, mentes claras, con imaginación, con gusto por aquello que no está manido, perderán sin saberlo un goce que dificilmente sacia. Y tampoco tendría la mayor importancia, nadie es mejor por leer, simplemente les privaron del derecho de elegir, de equivocarse por sí mismos. Eso perdieron. Eso les robamos creyendo que todo les era dado en esta tierra de promisión.

Pennac ha dedicado parte de su obra a la reflexión sobre la escuela y la lectura. Este segundo aspecto lo aborda en Como una novela, libro en el que trata de enumerar y analizar las causas por las que un lector en ciernes se convierte en un renegado de la lectura que huye de las páginas escritas como si éstas representaran el peor de los castigos.

Sin afán de analizar todas las ideas que Pennac aborda en su libro (intenso y fecundo, en contraste con su brevedad) y sin intención jerárquica, podemos empezar por los propios padres que, acosados por un horror vacui legendario, tratarán de completar el tiempo de su hijo en una lucha contra el reloj y a favor de la ansiedad, con todas las actividades extraescolares que impidan el pecaminoso aburrimiento o que acredite la buena salud económica familiar y la preocupación por nuestros hijos (o por alejarlos de nosotros cuanto sea posible, según se mire). El tiempo para madurar lentamente una novela, para saborearla, queda eternamente aplazado. Los padres tampoco son una referencia válida en muchos casos; el lamento de que mi hijo no lee suele provenir de quienes tampoco lo hacen.

La escuela es otra gran destructora de lectores en potencia. Convirtiendo la lectura, ese placer ameno, en una obligación monótona y repetitiva, cumpliendo unos programas que suelen comenzar puntualmente en autores medievales y rara vez culmina en una Literatura más próxima (¿es necesaria esa enseñanza cronológica?¿es pedagógica?).

Otra reflexión de Pennac: "¡Qué pedagogos éramos cuando no estábamos preocupados por la pedagogía!"

Pero la escuela no puede competir, aunque quisiera, con esa bestia negra de todo intelectual al uso, o de quien se vanaglorie de serlo aún no siéndolo: la televisión y, más recientemente, los videojuegos e internet. Sabiamente Pennac recoge la escena de un joven obligado a terminar un libro, "mientras no lo acabes, no hay televisión" y expresa claramente nuestras terribles contradicciones: elevamos la televisión a premio y reducimos el libro (cualquier otra actividad) a un castigo, un peaje previo para el paraiso televisivo.

Y toda la mítica que rodea al libro se asocia inevitablemente a aspectos tales como el silencio y el aislamiento. ¿Nadie recuerda que el libro nace para fijar aquello que previamente deriva de una profunda tradición oral? ¿Nadie concibe ya una sesión de lectura en público? ¿Qué pensaría Dickens que recorrió toda Inglaterra y parte de los Estados Unidos haciendo de sus lecturas acontecimientos sociales y culturales imborrables para quienes los presenciaban? ¿Qué Kafka quien leía en voz alta sus relatos a Max Brod, a su hermana favorita o incluso en público (él, el gran tímido)? ¿Cómo lloraría Whitman si viera sus Hojas de Hierba como briznas muertas en una biblioteca en manos de un lector contraído y temeroso? ¿Dónde dejamos espacio para esa otra mítica, la del lector arriesgado, la del que vive para leer con la misma fuerza que vive para amar y para gozar? ¿A alguien le extraña que la lectura no parezca demasiado atractiva?

Pennac, haciendo honor al título de la obra, no quiere terminar con un mal sabor de boca. En las últimas páginas nos regala sus Diez Derechos del lector que, a modo de piedra mosaica, nos permitirán hacer llegar el goce de la lectura a quienes les resulta ajeno, derribando barreras, tópicos, imposiciones carentes de sentido, desacralizando la figura del libro, del autor y del propio lector, acercándolo a ese goce caprichoso que nos conquistó en la infancia.

El derecho a no leer, a no ser presionados para ello, a que nadie ponga en duda nuestra inteligencia porque no leamos. ¿Quién, a fin de cuentas, no tiene rachas en las que, simplemente, no siente apetito lector? Pero también, el derecho a no terminar un libro, a levantarnos del sofá y devolver el libro a su estantería. Quizá años después, retomemos el libro y nos preguntemos vagamente, ¿por qué no nos gustó hace años? Y también, por supuesto, el derecho a no leer todas las palabras, de principio a fin, el poder saltarnos pasajes, centrarnos en lo que más nos gusta (yo añadiría el gusto por volver atrás e, incluso, por saltar adelante libremente sin sentirnos contrabandistas de la peor calaña). El derecho a releer lo que más nos gusta (¿de verdad hay que leer todo lo que se publica sin echar la vista atrás sobre lo que más nos ha enriquecido? ¿tanto perderemos si volvemos a leer lo que nos impresionó o marcó? ¿no serán acaso las editoriales las menos interesadas en la relectura?). Y, por encima de todos, el derecho a leer lo que me de la gana. Que nadie me mire con soberbia o condescendencia si leo determinados libros, si disfruto con Harry Potter aunque tenga cincuenta o setenta años. Que nadie me juzgue por ello y que yo no juzgue a quien lea a Sartre o a Sófocles.

Y así, hasta diez derechos fundamentales para orear nuestra conciencia lectora, despejarla de mitos que la enturbian y degradan. Derechos que vuelvan a hacer del lector el protagonista de los libros.

Otra nota de optimismo; pese a las estadísticas con índices de lectura bajísimos, pese a los periódicos informes sobre la escasa habilidad en lectura comprensiva y los vaticinios de los pedagogos mediáticos que, desde sus ventanas televisivas, denuncian que precisamente la televisión acabará con la lectura, los signos evidencian lo contrario. Que nadie nos engañe, no me imagino a los españoles de los años cincuenta como ávidos lectores impenitentes, siempre con un libro a cuestas; me temo que sus preocupaciones eran otras. Pasear por la Feria del Libro revela colas de adolescentes que han hecho enrojecer de envidia a Antonio Gala; viajar en Metro permite asombrarse de ver a jóvenes leer libros que yo, algo mayor, pero tampoco tanto, he demorado para cuando tenga tiempo que es lo mismo que decir, para nunca. Y también he leído bitácoras escritas por alumnos de Instituto compartiendo sus gustos sobre Literatura, entre opiniones sobre un concierto, un estreno de cine o una serie de dudoso gusto, todo ello con la naturalidad de quien habla de lo que le gusta, lee lo que quiere, sin necesidad de buscar aprobación de nadie. Ese espíritu es el que lleva a los libros, por tanto, los libros (sea cual sea su formato futuro) seguirán vivos, o al menos tan vivos como lo han estado siempre.

26 de abril de 2009

La perdida Ciudad Judía de Praga (Hana Volavková / Pavel Belina)


 
 
¿Cómo definir una ciudad?¿Cómo dibujar su contorno y su esencia, sus días de gloria o sus peores vivencias? ¿Cómo alcanzar el conocimiento de todas sus caras, sus gentes?¿Su pasado y su futuro? Tarea imposible, sin duda. Los optimistas dirán que, como siempre, conocer el pasado nos dará claves para interpretar el presente o adivinar el futuro, pero quizá sea el entorno, el momento histórico el que mejor permita entender una sociedad. Para visitar el pasado recurrimos a relatos de quienes allí vivieron, a interpretaciones de historiadores y cronistas que, aunque no vivieron ese tiempo ni ese lugar, creen tener la información suficiente para trazar con mano firme el perfil preciso. Sin embargo, ¡qué experiencia es poder formarse una impresión de primera mano, directa, sin intermediarios! ¡Qué oportunidad acercar nuestra nariz curiosa a las calles, a las plazas y a los patios, a las gentes y sus ropas, a los comercios donde compraban y a los vehículos en los que se movían!. La fotografía permitió, desde finales del siglo XIX, recopilar toda esta información, en muy variados estilos. Desde las fotografías organizadas aún al modo de escenas pictóricas, a los retratos oficiales, cargados de artificiosidad; desde las fotografías más naturales, a las más solemnes que perpetuaban un momento relevante (una boda, un bautizo, o un retrato para la apenada esposa antes de partir a una guerra). Pero sólo pasados varios decenios, perdido el recuerdo del mundo retratado, estas imágenes van adquiriendo un significado diferente. Es entonces cuando comienzan a publicarse los primeros volúmenes de fotografías antiguas, de imágenes de época. Es sólo entonces cuando esas fotografías dejan de ser miradas para recordar y comienzan a observarse para comprender, para asimilar. No basta leer que a finales del siglo XIX las calles se llenaban de fango en cuanto llovía, que los adoquines escondían charcos que salpicaban continuamente el pantalón de los caballeros y las puntillas de los trajes de las damas. No basta con saber que hubo un tiempo en el que sólo un harapiento podía admitir salir a la calle sin portar un sombrero, espléndido o miserable, lustrado o sucio; constatar ese hecho, verlo con los propios ojos es la mejor forma de acercarse a un tiempo que ya no existe. Contrastar la imagen del pasado con la del presentes es parte del encanto de dichas fotografías: las calzadas abriendo sus carnes a los raíles de los tranvías, los toldos de los comercios tapando totalmente los escaparates, el adoquinado frente al simple asfalto de nuestros días, una fuente en el centro de una glorieta, hoy desaparecida a mayor gloria del tráfico infernal, ... Sin embargo, La perdida Ciudad Judía de Praga es un libro de fotografías (también algunos grabados) que trata de acercarnos a un mundo que ya no existe, no sólo porque su tiempo pasó, sino porque sus edificios, sus calles y recovecos fueron destruidos pocos años después de la fecha en la que su imagen fue congelada para la posteridad. Tan sólo la silueta del Ayuntamiento Judío (donde Kafka hizo su vibrante lectura de su texto a favor del idioma y teatro yiddish) o de la Sinagoga Staranová (en cuyo ático se esconden los restos del Golem), surgen como sombras fantasmales aún reconocibles. Como parte de un programa de saneamiento, algunos judíos se opusieron alegando que se trataba de destruir su comunidad, prácticamente todos los edificios (algunos de la época barroca o anterior, de cierto valor arquitectónico) fueron demolidos y sus tortuosas callejas reconstruidas al modo racional del cuadrilátero, allí donde ello fue posible. Fachadas modernistas ocuparon el lugar de antiguas casas con patios por los que corrían niños harapientos y en los que descansaban carros tirados por caballos. Asomarse a estas imágenes es observar un barrio, un estilo de vida e incluso una concepción de las ciudades y del modo en que se organizan sus diversas comunidades, de las que ya no tenemos memoria (quizá por ello, los centros de muchas de nuestras ciudades comienzan a parecerse a alguans de esas imágenes en sepia). Esas fotografías se amoldan perfectamente al mundo reflejado por Gustav Meyrink en El Golem. Las casas apiñadas, los callejones cortados, las buhardillas construidas donde ya no parecería posible asentamiento arquitectónico alguno, balcones corridos en patios de vecinos, casi al estilo de las corralas; todo parece coincidir con lo descrito por el autor que, sin embargo, escribió su obra cuando el Barrio Judío sólo era un recuerdo y cuando ni siquiera él residía en Praga, alejado por oscuros episodios de su vida praguense. Por contra, nada encontraremos que nos evoque a los personajes de Kafka, hijos más bien de la ciudad nueva y de su burócrata diseño. Esta obra es una adaptación de otra mayor, dedicada a la ciudad de Praga publicada por Katerina Beckova y que trata de reflejar, casi enciclopédicamente, la imagen pasada de Praga. Esfuerzo encomiable que debiera servir de ejemplo para otras ciudades, tan preocupadas por su futuro que apenas logran despegarse de su pasado.

12 de abril de 2009

Berlín Alexanderplatz (Alfred Döblin)


Berlín Alexanderplatz es, muy resumida y simplemente contada, la historia de Franz Biberkopf que salió de la cárcel tras cumplir una condena de cuatro años por una muerte, digamos accidental, decidido a no volver a caer, a mantener una vida honrada y que lleva adelante esa intención profunda contra todos los embates, los más livianos y los más terribles, hasta que la vida, zarandeándole a su capricho, termina por hacerle regresar al camino de la deshonra pese a lo que finalmente logra alzarse y, quizá con menos brío, se despide de las páginas escritas por Alfred Döblin con una sosegada vida gris.

Y esta es la breve sinopsis de una obra en la que quizá, lo menos importante sea precisamente la historia que narra, lo relevante el cómo se cuenta y el discurso que acompaña a las peripecias de este personaje, mezcla de pícaro y víctima de las picarescas ajenas, de intenciones nobles y obras ocasionalmente ruines, como cualquiera de nosotros; pero no, no perdamos el respeto a los lectores, digamos mejor de la mayoría de nosotros.

Esta historia de caída y redención hace pocas concesiones. Sus personajes surgen de lo más bajo de la ciudad y sus vicios y crímenes son descritos con gran naturalismo. Döblin los dibuja como personas, no como criminales y es que, en efecto, Döblin trabajó como psiquiatra en lo que luego sería el Berlín Este, una zona bulliciosa, obrera, de gentes variopintas y de no excesivos recursos. Trabajando desde la Sanidad Pública trabó conocimiento de todo aquel mundo, sus secretas intenciones y sus impulsos. Por ello, no es de extrañar que por las paginas de Berlín Alexanderplatz apenas aparezca fugazmente algún personaje de posibles, siempre fuera de lugar, siempre ajeno a lo que acontece a su alrededor. Por ello, frente a la idea simple de que esta novela refleja el bullicioso mundo del Berlín de entreguerras (lo que parece sugerir cierta bohemia, burbujeantes fiestas y bailes de moda en el loco Berlín de los años veinte) realmente estamos ante el retrato de personas que luchan por sobrevivir, por ganarse el pan del día siguiente en una ciudad que se moderniza a pasos agigantados pero que no es capaz de proveer unos mínimos de seguridad, higiene o dignidad a gran parte de sus habitantes que quedan varados en los alrededores de esa simbólica plaza, punto de unión de los diversos mundos que forman Berlín pero de los que el libro no se preocupa

En ocasiones de manera expresa, en otras de un modo más sutil, Döblin parece querer establecer un paralelismo bíblico. Numerosas referencias, en especial al Antiguo Testamento, van trazando un nexo de unión simbólico entre Franz Biberkopf y Job. Otras referencias bíblicas son constantes (ciertos pasajes del Eclesiastés, visiones de algunos Profetas, Abraham, ...). ¿Implica ello que el fin de la obra de Döblin es moralizante? A la vista de su compleja biografía, de sus vaivenes ideológicos, no es fácil aventurar una respuesta clara, si bien, tengo la impresión de que su esfuerzo se volcó más en dibujar la vida de un Berlín y de unos habitantes que conocía muy bien; pretendía acercarlos a un público poco acostumbrado a presenciar a estos caballeros truhanes en su propio medio, prestándose mujeres, colaborando en robos con la complicidad de vigilantes y vecinos, cargados de maldad hasta el punto de no tener freno a la hora de cometer terribles actos contra quienes se oponen a sus planes.

Si bien la trama no carece de interés, lo que hace de Berlín Alexanderplatz una obra maestra es el modo en que se cuenta esta historia, haciéndola más real, más próxima al lector (pese a la total concreción geográfica, temporal y cultural del texto). Como buen hijo de su tiempo, Döblin admiraba la obra pictórica de los artistas de vanguardia, entre ellos los cubistas, que descomponían una imagen en sus planos aupándolos al mismo nivel, lo que concuerda perfectamente con la visión de psiquiatra de Döblin y las teorías de su profesión, capaz de estudiar al hombre, su mente, desmembrándolo en relaciones inadvertidas para un observador profano. El arte de Döblin viene a la hora de aplicar esta técnica a la prosa mediante diversos recursos que hacen de la lectura de Berlín Alexanderplatz un placer esforzado en sus primeras páginas y, tras la asimilación inadvertida del estilo del autor, una lectura plena de gratificaciones y hallazgos.

Así, en un mismo párrafo encontramos la voz interior del protagonista, sus palabras pronunciadas, la voz del narrador que se dirige a los lectores para llamar su atención sobre algunos hechos o alertar de los que en breve acontecerán o, con el mismo atrevimiento, se encara con el protagonista, le aconseja y advierte. Y todo ello entremezclado con otra voz neutra, de un narrador omnisci ente que no podemos identificar sin riesgo con la voz del autor.

Pero las superposiciones, a modo un gigantesco patchwork, se extienden a aspectos tan inusuales como la reproducción literal de textos de anuncios, folletos publicitarios, manuales de medicina, textos de periódicos o cartas auténticas; tan grande es la pasión de Döblin por los hechos, por tratar de transmitir una realidad a la que los recursos literarios tradicionales apenas alcanzan.. Los personajes toman prestados versos de poetas alemanes, himnos de Goethe, marchas militares e incluso canciones de moda en el momento. En ocasiones ciertas imágenes o versos actúan a modo de coda repetitiva que surge para subrayar determinados momentos ("es segadora, se llama Muerte", "para todo hay un tiempo") . Desgraciadamente lo que no podemos apreciar en las ediciones de esta obra es el poder manejar el manuscrito original de Döblin en el que, literalmente, pegaba los recortes de periódico, de publicidad y otros materiales que configuran ese hermoso collage que hoy leemos de corrido y sin percibir esa pasión por las manualidades y ese gusto por integrar en el texto la realidad de la que hablaba.

Este esfuerzo por hacer más vibrante, más real, la novela, paga tributo a los ojos de los lectores de este siglo en el que muchas de las referencias familiares para el público alemán del periodo de entreguerras, resultan totalmente ajenas obligando a optar por una generosa colección de notas aclaratorias o por la incomprensión de muchos aspectos que complementan la historia. Prefiriendo la primera opción, la edición y traducción de Miguel Sáenz en Cátedra permite extraer gran parte de ese jugo que, de otro modo, se perdería sin remedio. Asimismo, el estudio introductorio nos aporta una visión previa de este autor que, pese a su abundante obra, sólo es conocido por el gran público gracias a esta novela.

En definitiva, la lectura de Berlín Alexanderplatz da cuenta la suprema libertad que ejerció Döblin en su escritura, permitiéndose describir los bajos fondos de Berlín con todas sus miserias, anticipando la crispación política que estallaría pocos años más tarde, todo ello mezclado con grandes dosis de poesía. Esa libertad, fruto de una tremenda seguridad, le permitió combinar escenas sórdidas con momentos de gran belleza (por ejemplo la muerte de Mieze), o destrozar literalmente escenas dramáticas (el pasaje en el que se narra la incapacidad de Franz a la hora de completar al acto sexual con una prostituta tras su salida de la cárcel se rompe abruptamente con un texto extraído de un manual sobre disfunciones sexuales).

Esta libertad le permite asumir el riesgo que la mayoría de autores evitan, destripar su propio libro. La primera página de Berlín Alexanderplatz es, precisamente, el resumen del argumento de la novela y la posible lección que de ella se extraerá. Del mismo modo, cada uno de los nueve libros o capítulos en que se descompone el texto, viene encabezado por otro pequeño resumen de lo que en él se verá. Esto mismo es la mayor prueba de que el autor dio mayor importancia al tejido del libro, a su forma y discurrir, que a la breve historia del bueno de Franz. Siguiendo su sabio consejo y leyendo Berlín Alexanderplatz encontraremos por tanto, algo más que una historia, encontraremos, ahora ya sí, una Novela con mayúscula.


29 de marzo de 2009

La carretera (Cormac McCarthy)


El viaje como metáfora, como símbolo de un proceso, una evolución, es una constante en la Literatura; clásicos son la Odisea, el Quijote o Los viajes de Gulliver. Sin embargo, han sido los norteamericanos quienes han creado una metáfora específica y propia de un país de grandes dimensiones, donde la Naturaleza es la norma y la Civilización, el confín. La carretera es el camino del progreso, de la unión entre comunidades dispersas, la promesa de una vida mejor; no en vano los caminos de hierro marcaron el avance hacia el Oeste y la progresiva inclusión de nuevos Estados a la Unión, al destino moderno y ordenado. Pero también, la carretera ha simbolizado la libertad, el deseo de huida, la esperanza de una salida, una Utopía.

Por ello, los viejos bluesmen cantaron a la carretera (la famosa ruta 61) que marcaba el viaje al Norte en el que las fábricas de automóviles hicieron olvidar las manos encallecidas por la cosecha de algodón, y los escritores de varias generaciones convirtieron a la carretera (la más famosa aún ruta 66) en el eje central de sus escritos (Kerouac o Steinbeck).

McCarthy retoma esta imagen de la carretera con un cambio sutil pero trascendental. Los protagonistas de esta novela (un padre y su hijo arrojados a un mundo desolado por una hecatombe de origen apenas intuido) se aferran a la carretera como único modo de sobrevivir. La carretera que les acercará al Sur, al calor y a la esperanza de que los rescoldos de un mundo abrasado aún sobrevivan. La carretera que hace del avance un esfuerzo menos penoso, que atraviesa ciudades abandonadas en las que poder rebuscar alguna conserva que a otros pasó inadvertida, que transcurre entre antiguas estaciones de servicio que guardan aceite en el fondo de bidones corroídos por la herrumbre. Pero es la misma carretera por la que viajan otros hombres que luchan por la supervivencia, que se alimentan de otros hombres, agotada toda provisión, que surgen como una última plaga bíblica cuando todas las demás han arrasado aquello que conocíamos y de la que lo único cierto es que hay que huir, esconderse, alejarse.

Ésta es la dicotomía que vertebra La carretera. La tensión entre la imposibilidad de alejarse de la carretera, de afrontar la naturaleza agreste que se extiende más allá de ella, de la promesa de una posible comida al final del día y el peligro cierto del encuentro con otros hombres que dejaron de serlo. La disyuntiva se aplica también a los hombres. La supervivencia es imposible por sí mismos, la marcha al Sur es, sin duda, la marcha al encuentro de otros, de un mundo posible, en el que haya esperanza de sobrevivir; pero al mismo tiempo, cualquier encuentro es una amenaza directa a sus vidas; la carretera es el camino de la vida y en él se puede encontrar la muerte.

Estas ideas resumen la brutalidad sobre la que los protagonistas caminan, con la que conviven, reforzando unos lazos de difícil comprensión pero que McCarthy sabe dibujar con unos diálogos mínimos, repetitivos, plenos de silencios y tremendamente efectivos para reflejar la realidad de un padre que trata de mantener la ilusión de un hijo cuando nada parece contribuir a ello, que trata de conservar su influencia, su autoridad cuando la realidad desdice sus palabras.

Padre e hijo, carentes de nombre, casi de pasado y probablemente de futuro, se apoyan mutuamente. El hijo es la razón de que el padre continúe en una huida que conoce imposible; el hijo es quien depende de su padre, no sólo para su sustento en este entorno hostil, sino para recibir una interpretación de una realidad que le desborda. Y aunque el padre no siempre lo consiga, aunque el hijo comience a hacerse sus propias preguntas, a sus palabras se aferra con fuerza.

Y junto a este punto de unión que representan ambos protagonistas, la legión de hambrientos, solitarios o en manada, tan sólo son lo ajeno, el otro, un enemigo a evitar o, si no queda otra alternativa, a combatir. La muerte de uno es la vida para otro por lo que queda poco espacio para una moral, para un sentimiento de compasión, de empatía. Y aquí es donde las explicaciones de un padre fracasan en su intento por recrear un mundo de orden que se rige por unas reglas que ya no son válidas, un mundo en el que los buenos (ellos y otros que están por llegar) se enfrentan a los malos y siempre vencen, no importa las penalidades que se sufran.

Tan sólo el niño a veces se preguntará si sólo ellos son los buenos en el mundo, si los que quedan detrás en la carretera, muertos, heridos o desnutridos, no serán también buenos en busca de una esperanza. Es en esos momentos en los que la relación padre e hijo parece a punto de saltar por los aires, siendo preciso cada vez un mayor esfuerzo para recomponerla.

Pero en esta fábula hobbesiana también queda espacio para el lirismo; para las descripciones de un paisaje, de recuerdos de otra época o de la antigua casa de la niñez; para la fuerte dependencia entre el padre y su hijo expresada sabiamente en breves diálogos llenos de emoción.

La obra se vertebra formalmente en breves retazos, a veces meramente descriptivos, en otras verdaderas secuencias que construyen episodios más amplios, ayudando a crear un sentimiento de apremiante urgencia, de inevitabilidad. En las primeras páginas,los pasajes son primordialmente descriptivos y esquemáticos, dibujando a pinceladas el fondo sobre el que se desarrollará el argumento. Sin embargo, en gran medida, el estilo de las primeras páginas (duro, de gran expresividad y viveza) se prolonga a lo largo de toda la novela, que en ocasiones puede parecer una sucesión de apuntes para una obra de mayor extensión; pero precisamente de ahí nace gran parte de la fuerza de La carretera, de ese paisaje grisáceo, cenizo, húmedo y ventoso, de la enemistosa Naturaleza y sus temibles habitantes. Mérito es de Luis Morillo Fort haber sabido trasladar esas características del texto original al castellano.

Algunos han visto en La carretera una incursión del autor en el mundo de la ciencia-ficción, pese a que nada en ella invita a creer que Cormac McCarthy se haya planteado como posible el escenario que describe; antes bien, creo (y, por tanto, puedo errar) que su intención es la de enfrentar a un hombre con la inmensidad, con lo incomprensible, con su propio destino sobre la Tierra, estudiar los motivos que le impulsan a enfrentarse a todo ello (cuando sabe que no queda esperanza (no pienso sólo en el padre y su hijo, sino en todos los que comparten su mundo y tratan de sobrevivir en él), la adaptación de la Ética y la Moral a dicho entorno y tantas otras cosas. En ocasiones, cierto simplismo se entrevera en las páginas, quizá la visión del hijo lo justifique, quizá simplemente la novela ofrece alternativas que el lector debe tomar o desechar, pero sólo quienes la lean tendrán el privilegio de juzgarla.

7 de marzo de 2009

Luces de Bohemia (Ramón del Valle-Inclán)



Valle-Inclán escribió con Luces de Bohemia la crítica de la España de su tiempo, sumida en una profunda crisis política que llevaría al fin de la Restauración y a la dictadura de Primo de Rivera. Pero la crisis política es sólo una más de las que cruzaban el día a día de los personajes de esta obra.

La crisis económica, originada tras el fin del empuje que supuso la neutralidad durante la Primera Guerra Mundial, ocasionó en las regiones más industrializadas, aquéllas que en mayor medida se habían beneficiado de la bonanza anterior, una conflictividad laboral que desembocó en huelgas generales, cierres patronales, asesinatos de líderes sindicales y empresariales. Como es inevitable, la crisis económica pronto derivó en crisis social espoleada por la reciente Revolución Soviética que planteaba una alternativa concreta al modelo decadente burgués y que, en aquella época, parecía un modelo practicable.

Por último, el ambiente cultural de los años veinte parecía caer por la misma torrentera que el resto de aspectos de la vida española. Faltaba aún un tiempo para la renovación que supusieron los jóvenes de la Generación del 27 y los ecos del Modernismo y otras corrientes vanguardistas no parecían haber topado con tierra fértil en esta España más favorable a las diversiones convencionales del folletín y la comedia costumbrista.

Por ello sorprende que Valle-Inclán, ya maduro, hijo de un tiempo que tocaba a su fin, feo, católico y sentimental, fuera el encargado de renovar la escena teatral española, nada menos que con un nuevo género que unió el aplauso de los críticos literarios con la aprobación (relativa) del público: el esperpento.

Según las manifestaciones del propio autor, el esperpento pretende mostrar una mueca, una realidad distorsionada, con el fin de hacernos ver aquello que ocultamos, aquello que somos pero no queremos admitir; la famosa imagen de los espejos del callejón del Gato, que nos devuelven una realidad que nos espanta. Y para dar forma y centrar este esperpento, Valle-Inclán crea uno de los personajes literarios más relevantes de toda la Literatura española del siglo XX, Max Estrella.

Este poeta, invidente y pobre de solemnidad, que malvive con diversas picarescas pero que es al tiempo engañado por otros pícaros, representa esa contradicción que Valle-Inclán denuncia. Se clama contra los políticos, la Iglesia, la falta de ética, las prebendas y favoritismos, pero la denuncia suena en ocasiones a mera provocación, a vacío hueco; los vociferantes, los jóvenes modernistas, don Latino, y el propio Max no parecen mejores que aquellos a quienes denuncian. ¿De qué sirve en sus bocas la palabra Justicia? Sólo algunos personajes, en especial el obrero catalán al que se aplicará la ley de fugas (escena sexta), la madre del niño muerto (escena undécima), parecen expresar los sentimientos más reales y nobles de toda la obra.

Max Estrella, inspirado parcialmente en la figura de Alejandro Sawa, pero en el que se pueden identificar otras fuentes de inspiración, recorre las calles de Madrid en una ronda nocturna trágica que nos permite atisbar la realidad social de la España de la época, desde una cárcel, al despacho de un ministro, la redacción de un diario o las más infectas tascas.

En todas ellas Max encontrará las pruebas de la decadencia que él mismo encarna, aunque con una mayor dignidad dado que él es uno de los pocos personajes que es capaz de ver la falsedad en que se mueve el resto. De su boca salen bravuconadas junto a profundas reflexiones que encuentran eco en quienes le rodean y jalean peri que, finalmente, le abandonan a su suerte.

Sin duda, la presencia y eco de Max Estrella van más allá de Luces de Bohemia y alcanza a significar cierta idea de nobleza en la caída, de fracaso utópico, de lucha imposible en un entorno pacato y ruin, la víctima de una sociedad irrespirable. Así, cada 26 de marzo, se celebra en Madrid la Noche de Max Estrella que recorre los lugares más emblemáticos por los que procesionó el poeta ciego en su última noche, con las correspondientes paradas y homenajes. Mérito es de Valle-Inclán haber logrado construir en pocas líneas una imagen tan sólida y perdurable.

Esta obra de teatro, paradójica desde su propio título (la bohemia que muestra está muy alejada de las luces que promete el encabezamiento, más aún, gran parte de su curso discurre en las horas nocturnas), conserva la frescura de las mejores páginas de Valle-Inclán, esas que han abandonado un cierto acartonamiento modernista y que se adentran en una concepción estética renovada. En este aspecto, merece destacar el lenguaje empleado en la obra ya que recoge modismos propios de los personajes populares que representa. Apócopes y vulgarismos se entremezclan con latinismos, referencias mitológicas y literarias de manera natural y aún conveniente.

Valle-Inclán logra definir a sus personajes con apenas varias palabras. Las busconas, sus chulos, Dorio de Gadex y otros muchos personajes quedan retratados desde las primeras frases que pronuncian. Las respuesta ágiles, los juegos de palabras, los silencios, todo contribuye a definir con claridad sus rasgos imprescindibles y a individualizarlos, lo que resulta admirable en una obra breve que cuenta, sin embargo, con un generoso reparto.

Pero, ¿cuál es el sentido de la lectura de Luces de Bohemia en nuestros días? Creo que debemos alejarnos de dos tentaciones paralelas. De un lado, la de quienes consideren que es un retrato de una época ya pasada, sustituida por una meritocracia adulta, quienes sonreirán condescendientes con las miserias al aire de aquellos conciudadanos tan ajenos a nuestros días. De otro lado, la de aquellos que se regodearán en la idea de que nada ha cambiado, de que todo queda por hacer, incluso de que su suerte es pareja a la de estos desdichados marcados por su tiempo. ¿Qué queda, digo, por tanto? Quizá la idea de que no basta nuestro talento (real o imaginario), de que nada nos es debido, que dejar en manos ajenas nuestro destino y lamentarnos de nuestra suerte sólo lleva al abandono en un viejo portal abandonado. Que las palabras por sí solas no hacen el camino, aunque lo alumbren.

Eso, y mucho más, nos enseña hoy Luces de Bohemia, con su ironía y sentido del humor, reflejado perfectamente en las tres últimas entradas de la obra:

Pica Lagartos -¡El mundo en una controversia!
Don Latino -¡Un esperpento!
El Borracho-¡Cráneo previlegiado!

Cabe destacar la edición (Austral) en la que el texto es precedido por un breve prólogo de Alonso Zamora Vicente y complementado con una guía de lectura y un glosario de Joaquín del Valle-Inclán orientado a la lectura escolar si bien, su riqueza permite una mejor asimilación de esta obra con numerosos apuntes sobre el léxico empleado, las referencias históricas, personajes reales retratados, ...

15 de febrero de 2009

La casa de los encuentros (Martin Amis)


La prosa de Martin Amis es brillante. Sus metáforas iluminan el texto, desconciertan al lector perezoso adentrándose en vericuetos poco frecuentados. Construye imágenes sobre las que discursea con habilidad siguiendo un hilo que parece no tener fin para, en un momento, volver de golpe al punto de partida sin más transición que un par de frases bien construidas. Y lo que es su mayor virtud, se convierte en su peor defecto. Todo este arte, este oficio, se estrella frente a la inmensa soledad heladora de la taiga rusa, la dureza de la vida en los campos, en los gulags de la Unión Soviética. La congelación de miembros, el hambre atroz, las cruentas guerras entre las diferentes clases de prisioneros, las crueldades sin límite de los guardianes, no parecen sino decorados acartonados, juguetes desperdigados sin la fuerza que se les presupone y que el autor pretende insuflarles: el tormento no es aprehensible a través de la retórica literaria de Martin Amis, tras la lectura de Todo fluye, la comparación en este aspecto es francamente dolorosa. Hay un claro divorcio entre lo narrado (y cómo se narra) y la realidad que se agazapa tras sus líneas, la que conocemos por los libros de historia o por novelas más sólidas, y ello pese a que Martin Amis ha dedicado abundantes páginas a este tema, a Rusia y a sus dirigentes y sus declaraciones sobre el esfuerzo y dolor que ha representado la escritura de La casa de los encuentros. La forma de La casa de los encuentros responde al modelo de una larga epístola, o correo electrónico, dirigido a su hija para explicarle lo que ocurrió antes de su llegada a los Estados Unidos, para explicarle su vida. Pero estas explicaciones parecen más destinadas a sí mismo que a una hija con la que no parece tener una intimidad real ni una demanda de explicación alguna. En este ajuste de cuentas con el pasado, la voz narrativa muestra un excesivo gusto por las reflexiones y alusiones literarias del mundo anglosajón; al carecer de nombre lo que invita a su identificación con el propio autor con el que comparte la fuerza visual del lenguaje y un peculiar gusto por escucharse a sí mismo. Pero, precisamente, esta voz no parece coherente, resulta más occidental que rusa, más literaria que curtida en la vida que se supone la insufla. Lo que describe se asemeja más a un cuento de terror que a una historia vívida, experimentada en la propia piel. El protagonista narra su historia próximo a la muerte, tras regresar a Rusia desde los Estados Unidos a donde emigró en cuanto le fue posible tras salir de los campos y prosperar económicamente en el mundo de las influencias, los negocios soterrados y la corrupción propia de toda dictadura. La narración toma la forma de una larga carta escrita durante el viaje final al paisaje del gulag de Predposylov, a modo de viaje a los infiernos, al encuentro de sí mismo, de su historia y la de su hermano y la mujer de éste. Como en el viaje de El corazón de las tinieblas, el narrador remonta el curso de un río a la búsqueda de un fantasma, en este caso, de él mismo. Este retorno, aderezado con noticias de la Rusia actual (referencias a la masacre de Beslan o a Putin), convierte la narración en un continuo viaje adelante y atrás en el tiempo, en un vaivén de sentimientos que confunden al lector, pero lo que es peor, en ocasiones también al autor. Pero continuemos. El narrador se remonta a su experiencia en la Segunda Guerra Mundial, más como violador que como soldado, lo que comprometerá su relación normal con las mujeres, la imposibilidad de empatía o ternura, hasta que se topa con Zoya, una atractiva judía por la que sentirá lo más parecido al amor que conocerá antes de ser enviado a la helada Siberia. Por casualidad del destino, su hermanastro Lev, menor en edad, llegará al mismo campo años después por un motivo inverosímil y apolítico. Allí conocerá que, en su ausencia, Lev ha logrado cautivar - no logra explicarse cómo - a Zoya. La extrovertida, elegante y liberada Zoya ha decidido casarse con el reservado Lev, con su callado hermanastro, quien apenas conoce nada del mundo más allá de un puñado de ideales juveniles. Y pese a ese terrible golpe, se impondrá la tarea de proteger a Lev de la furia de otros prisioneros pese a que la vocación pacifista de Lev le hace objeto de todos los ataques imaginable y pese a su indomable decisión de no tomar partido en las terribles guerras fraticidas entre los diferentes grupos de presos. Sin embargo, en la dureza de los campos, los prisioneros pueden gozar de un extraño privilegio concedido muy raramente: recibir una visita, en una desvencijada casa construida por ellos mismos, la casa de los encuentros, en la que los hombres se reúnen por una noche con sus esposas o sus amantes. A su regreso al campo, las caras, las palabras, no pueden ocultar el terrible hecho de que la vida en el campo mata incluso el instinto sexual. Lev logrará con perseverancia el codiciado turno en la casa de los encuentros y allí recibirá a Zoya, la esposa de un matrimonio aún no consumado. En esa casa, en esa noche, ocurrirá algo que marcará el futuro de Lev, su hermanastro y Zoya, misterio que Martin Amis, ocultará cuidadosamente hasta la última página de la novela, si bien, la incertidumbre de la espera parece más satisfactoria que el goce del conocimiento pues tan poca anécdota no parece excusa bastante para sustentar la trama. Una vez fuera del gulag el equilibrio entre el respeto a su hermanastro y el deseo de poseer a Zoya, forma la columna vertebral sobre la que se desarrolla la historia. El narrador comenzará una carrera prometedora en el mundo capitalista de un Estado que ha prohibido el capitalismo, mientras Lev vuelve con su mujer, instalada en un lejano pueblo donde supuestamente iban a ser confinados los judíos rusos. Sus talentos literarios y de cualquier otro tipo se pierden mientras parece caer en una profunda depresión de la que el amor de Zoya no logra rescatarle. La relación con el hermano se limita a encuentros periódicos, en casa de uno u otro, el narrador tratando de impresionar a Lev y Zoya con su éxito económico, Lev con su desprecio por los logros materiales. Pero finalmente, la relación idílica entre el santo Lev y Zoya termina y ésta le abandona. Lev parece revivir momentáneamente, encuentra una nueva compañera que le da un hijo sobre el que se vuelca. Asfixiado por los nuevos tiempos de represión en los ochenta, el narrador decide emigrar a los Estados Unidos pero antes trata de convencer a Zoya para que abandone a su actual pareja y escape con él. El intento termina en un brutal fracaso y debe partir solo. Y, si como se ha señalado, la novela no parece estar a la altura de lo esperado, si fracasa en cuanto a verosimilitud, en cuanto al tono general, ¿cuál es entonces el mérito de esta novela?¿Cuál el motivo que justifique su lectura? De una parte, la fuerza literaria del texto es innegable; en la mejor tradición británica de este género, Martin Amis vuelve a demostrar su tremenda creatividad para el lenguaje, la importancia de las imágenes en la Literatura moderna, la genialidad en metáforas imposibles. Por otro lado, vemos las limitaciones que tiene una literatura demasiado pendiente de sí misma, demasiado explicitada y la dificultad de conciliarla con una realidad metaliteraria. La novela funciona mejor como una parábola que como descripción de un tiempo histórico, como reflexión que como acción. El texto alcanza sus mayores logros al establecer la marcada diferencia de caracteres entre ambos hermanastros, sus opuestas visiones de la vida y de la muerte y el reflejo en su comportamiento en el campo, pero también en su relación con Zoya. La lucha sorda entre ambos no admite armisticio y sólo la muerte de uno de ellos marcará su fin, si bien, no permitirá al sobreviviente el cobro del trofeo deseado. En una burla del destino, el partidario de la lucha, la adaptación a las circunstancias, el paciente constructor de sus propias oportunidades, saldrá vencedor de lo campos, pero ello no le lleva a conquistar todos sus deseos y, también él, deberá reconocer su derrota. Igual le ocurre a Martin Amis, no basta reunir un buen argumento, una ambientación histórica adecuada al tema a tratar y un talento que nadie le niega, para lograr una gran novela. No basta, no.

7 de febrero de 2009

Todo fluye (Vasili Grossman)


 
 
Iván Grigórievich regresa al mundo de los vivos tras largos años de confinamiento en la Rusia Oriental, en los campos para disidentes, decadentes, socialdemócratas, judíos o médicos, que se fueron llenando a golpe de paranoia de un Stalin que ha fallecido recientemente permitiendo que el país se recupere levemente del miedo que le mantenía encogido. Y sin embargo, este momento de plenitud, de recuperar la posesión de su destino, no parece alegrar a Iván Grigírievich. Enfrentarse a un mundo que ha cambiado, que ha mantenido su pulso mientras el suyo se debatía a menudo entre la vida y la muerte, entre el hielo y las alambradas, la enfermedad y el hambre, parece una tarea excesiva para un débil Iván; la seguridad, la rutina del campo parece más real que todo aquello que sus ojos ven ahora. Nikolái Andréyevich espera a su primo en Moscú mientras repasa lo que ha sido su vida en estos años. Su carrera científica parecía no tomar la altura que todos aseguraban que le correspondía. Otros más ineptos alcanzaban con facilidad los puestos que creía reservados para él. Como científico no se ve excesivamente envuelto en las convulsiones políticas de los años treinta pero la realidad pronto le alcanza y compañeros suyos brillantes comienzan a caer en desgracia. Primero serán judíos, luego simpatizantes de los judíos, luego otros, como en el famoso poema erróneamente atribuido a Bretch. Nikolái teme haber caído también él en desgracia pero realmente está en el lado de los vencedores; no es que acuse a nadie en particular, que denuncie o promueva persecuciones; aunque sí callará ante acusaciones terribles, no alzará la voz ante bárbaras mentiras ni se interrogará a sí mismo sobre las sorprendentes autoacusaciones de los purgados y no tendrá demasiado tiempo para lamentarse por ello ya que las enhorabuenas y los proyectos científicos que antes le eran arrebatados, le son ahora concedidos con pleno reconocimiento. Y es sólo ahora, cuando la cohorte de Stalin ha desaparecido, cuando los excluidos vuelven a sus casas y, si bien no recuperan lo que les fue arrebatado, su sola presencia resulta vergonzante; cuando los discursos públicos reconocen la manipulación de los juicios, de las confesiones de culpabilidad, es ahora, digo, cuando Nikolái siente el susurro acusador de su conciencia. Y más aún cuando espera a su primo, que nunca transigió, que nunca acusó a nadie ni sacó partido de las acusaciones y por ello vio su vida condenada al infierno de los campos. Y prepara su discurso, su argumentación, su justificación. Para todos fue difícil la vida, para todos hubo sufrimientos, querido primo, para todos, no sólo para quienes os levantabais con los miembros congelados, para los que cavabais con palas rotas en el duro hielo y comíais con las manos lo que os arrojaban los guardias, alimentándoos como a las bestias. No sólo hubo dolor, muerte, hambre y enfermedad en los campos. Aunque me veas grueso, en una casa elegante, con una hermosa mujer que sabe cómo hacer de buena anfitriona, no me juzgues por ello, no te creas mejor, más recto, más noble, sólo porque elegiste el camino en el que lo justo era evidente, en el que no había matices, ni dudas, en el que todo lo que hacías es hoy visto como justo. E Iván Grigórievich abandona la casa de su primo sin haber siquiera acusado a éste de nada. Humilde, sin apenas orgullo (quizá con dignidad, esa dignidad tan grande que apenas le cabría en su pequeña maleta de presidiario excarcelado) abandona el comedor de su primo, pisa la alfombra con cuidado, para no dejar la huella de su zapato, como en la nieve, y escapa de Moscú, a Leningrado, en busca de su pasado y de allí escapará de nuevo, haciendo justicia al título de la novela, al igual que Grossman huirá del planteamiento inicial de la novela aquí relatado, del estilo narrativo empleado hasta el momento y buscará, como Iván, el camino que le permita orientarse en este mundo que precisa de una explicación para tanto horror, que no puede ser contemplado con la tranquilidad del novelista sosegado que despliega con arte y oficio una trama que desvela por sus costuras la realidad social, en definitiva, busca una novela que rompa con la novela para afrontar el desafío de describir la historia de su país, su esperanza de futuro. Como queda dicho, hasta este punto, todo el libro parece discurrir por el cauce más tradicional de la Literatura rusa, en el que dos mundos, el de los acomodados y el de los excluidos, ocasionalmente se cruzan mediante enrevesados argumentos que permiten el libre discurrir de sus personajes atormentados. Pero pronto esta apariencia de tradición salta por los aires y la novela se adentra en un nuevo campo en el que la reflexión política, filosófica, histórica se entrevera con unos personajes cuyos perfiles quedan meramente trazados en su esencia, sin descripciones que les pongan cara, sin perfil biográfico que les ubique, simples sombras portadoras de historias o reflexiones que son el sustento de Todo fluye. Grossman, al igual que Iván Grigórievich, tampoco juzga. En uno de los pasajes más célebres del libro, describe las maldades de los informantes, de los delatores, de los simples envidiosos que inventaron acusaciones infundadas, de aquellos que inflamados por el ardor de la Revolución llevaron demasiado lejos sus fines, de quienes antepusieron sus intereses profesionales a los humanitarios y acusaron a colegas que les entorpecían y así, hasta casi agotar los tipos de canalla. Pero no, nosotros tampoco juzguemos, Grossman asegura por boca de uno de estos personajes que no hay inocentes en el mundo de los vivos, todos son, somos, culpables. Sin embargo, tras este trágico enunciado parece no esconderse otra cosa que la dificultad de enjuiciar a cada hombre en sus circunstancias ya que los planteamientos de Todo fluye toman otro derrotero y comienza la implacable denuncia que constituye su parte central. Desde los albores de la Revolución, sus primeros pasos, los regímenes de Lenin -un delicado admirador de la música de Beethoven- y de Stalin, Grossman analiza sagazmente el origen de sus dictados, la discrepancia entre sus políticas y sus vidas personales y los fundamentos de su poder. Grossman, pues no es otro quien actúa como verdadera voz narrativa, describe su teoría sobre el alma esclava de Rusia que la Revolución no hizo otra cosa que perpetuar sojuzgando a millones de ciudadanos, arrojando a la muerte a otros tantos en los campos de prisioneros o matando de hambre a millones de campesinos (la descripción de la extinción de los kulaks es estremecedora). Pudiendo haber optado por el camino de la libertad, abriendo un futuro nuevo para Rusia, se prefirió la más conocida vía de la opresión y la esclavitud a través de las leyes escritas pero también de la política de los hechos, de las denuncias y las amenazas, de la acusación de antipatriotas... Todo ello para mantener al pueblo esclavizado, para impulsar una industria pesada, una economía que permitiera el sostenimiento de una clase privilegiada y de un peso internacional que no sirve para beneficiar al pueblo oprimido. Parece el propio Vasili Grossman quien habla por boca de Iván cuando dice: "Y ahí estoy, acostado en la litera, medio muerto, y siento que en mí sólo queda viva mi fe: la historia de los hombres es la historia de la libertad, de la más pequeña a la más grande; la historia de toda la vida, desde la ameba hasta el género humano, es la historia de la libertad, es el paso de una libertad menor a otra libertad mayor; que la vida en sí misma es libertad. Esa fe me da fuerzas, palpo la preciosa, espléndida, luminosa idea escondida en mis andrajos carcelarios: Todo lo que es inhumano es absurdo e inútil". Ese anhelo de libertad que empañó la vida de Grossman (en lo personal y en lo literario ya que no pudo ver publicada en vida su principal obra, Vida y destino) resulta el oscuro objeto de deseo, el monumental altar ante el que se postra Todo fluye. Pero no sólo reflexiones de este tipo forman el cuerpo central de Todo fluye. Numerosos pasajes de hermosa belleza y lirismo contrastan con la dureza de lo narrado y crean un ambiente de ensoñación continua en el que es difícil no perder el sentido de la realidad, el no olvidar que lo narrado corresponde a una verdad histórica dolorosa. Es en estos momentos en los que mejor se revela el talento literario de Grossman. Este talento permite combinar todos los elementos citados (política, historia, moral, ...) sin desmerecer los aspectos estéticos, creando una obra literaria de gran altura y originalidad cuya lectura es un constante desafío a nuestra comodidad y pereza. Pese a que la fama de Vida y destino, y el reciente éxito editorial en España de la traducción directa del ruso, puede empañar Todo fluye, creo que esta última resume de mejor modo todas las cualidades de su autor. Su estilo literario avanzado, su delicadeza y atención por los pequeños detalles que iluminan toda una escena, su complejo juego de voces narrativas, la inclusión de largos (pero amenos) excursos metaliterarios tienen un mejor campo de juego en Todo fluye. Tal y como se señala en la solapa de la edición, esta obra es el testamento literario de Grossman que ya conocía que Vida y destino no sería publicada (pese a sus numerosos intentos cada vez que se abría un breve periodo de distensión política; sorprendente resulta que Todo fluye sí obtuviera el beneplácito para su publicación ), por lo que no es difícil conjeturar que en ella sintetizó todas sus ideas sobre la vida y la literatura. Sería lamentable por tanto, dejarla de lado como mero apéndice para seguidores incondicionales de este autor o para quienes la prefieran a Vida y destino por su brevedad.

25 de enero de 2009

La verdad de las mentiras (Mario Vargas Llosa)


Para quienes amamos la Literatura, conocer la opinión de otros lectores resulta altamente estimulante; contrastar una opinión, advertir nuevos matices, una interpretación alternativa, algún significado o perspectiva obviadas en nuestra primera lectura... Pero cuando estas opiniones provienen de un novelista, es decir, de un conocedor de la materia, el interés aumenta; en ocasiones, ver cómo afloran las rencillas gremiales no es el menor de los disfrutes.

En este caso, La verdad de las mentiras es un libro escrito por Mario Vargas Llosa en el que se repasan treinta y cinco obras fundamentales de la Literatura del siglo XX a través de otros tantos artículos publicados por el autor peruano en diversos medios durante los últimos años del pasado siglo.

En la relación de títulos comentados se encuentran algunas de las obras más importantes del pasado siglo, primando las breves sobre las extensas. Tal criterio puede deberse a la más fácil relectura de una obra breve, frente a libros de gran extensión. Por otro lado, en una novela de extensión épica la multitud de temas abrazados puede dificultar el análisis y la exposición de los mismos. Finalmente, no olvidemos que durante el siglo XX, el relato ha recuperado impulso de la mano de autores que han sabido convertir este género en uno de los más interesantes de la actualidad renovando sus formas y técnicas en mayor medida incluso que en el caso de la novela.

En ocasiones parecen haber primado motivos extraliterarios en la selección. Así, no son pocas las obras comentadas cuyo mayor atractivo es la descripción de utopías imaginarias (como Un mundo feliz o Rebelión en la granja) o reales (convertidas en infiernos, como Un día en la vida de Iván Denisovich), la decadencia de un mundo burgués, corrompido por su falta de piedad (Opiniones de un payaso) o por la sexualidad (Lolita, La Muerte en Venecia), etc.

Y no es que estas obras no sean brillantes, más bien, la atención de Vargas Llosa se centra en el sentido de las mismas dentro de su contexto histórico, con independencia de que hayan o no perdido su vigencia histórica.

Incluso, en algunos comentarios, los aspectos puramente literarios son dejados en un segundo plano para abrir paso a una reflexión sobre la naturaleza de las utopías del siglo XX frente a las del siglo XVII y XVIII en las que el futuro se veía como una promesa de felicidad. En el siglo XX el futuro ya está aquí y lo que parece dejar intuir no refleja ya esa idea de felicidad, sino más bien la de la dominación y sumisión. Una vena de pesimismo recorre este siglo atravesado por dos terribles conflictos mundiales y multitud de guerras regionales. Por ello, es importante la reflexión sobre el hombre, su papel en el mundo, su sentido. Y a este aspecto también han contribuido numerosas obras que analizan aspectos tan diversos como la espiritualidad (El Poder y la Gloria), la grandeza de la derrota (El viejo y el Mar), los mecanismos de la culpa (Al este del Edén), la violencia (Santuario) o el significado de la moderna vida urbana (Manhattan Transfer o Trópico de Cáncer).

Nada parece escapar a los ojos de los escritores de este siglo, más empeñados si cabe que sus antecesores en interpretar el mundo que les rodea, en dotarlo de sentido a través de unos argumentos y unas técnicas que, en ocasiones, buscan la ruptura con la tradición anterior (Nadja introduce el surrealismo en la novela moderna; Siete cuentos góticos crea un género totalmente ajeno a su época; La señora Dalloway abre la novela a los sorprendentes detalles y minucias que pasaban inadvertidos hasta la fecha, recreándose en la introspección más sutil).

Entre las ausencias más notables, autores como Kafka, alguno de los escritores norteamericanos del último tercio del pasado siglo, Borges o Gabriel García Márquez, de quien se conoce su falta de entusiasmo recíproco, lo que no quita para que sus novelas puedan contarse entre las mejores de este siglo, y merecer un espacio propio entre las aquí comentadas.

Aclaremos, no obstante, que Vargas Llosa en ningún momento pretende hacer una selección de las mejores novelas del siglo XX, más bien se trata de elegir libros al hilo de preferencias personales y reflexionar sobre los mismos. Y es precisamente de su condición de escritor de donde nacen sus más jugosos comentarios y reflexiones sobre cuestiones técnicas, en particular, el papel del narrador, su presencia en el texto, evidente o no, los diversos puntos de vista narrativos, la pretensión de suplantar o subvertir la realidad.

Podemos considerar a Vargas Llosa como un narrador clásico, continuador de la corriente del siglo XIX que viene a colocar al escritor en la omnisciencia en la mayoría de sus escritos y en los que el gusto por la narración sobrepasa con mucho la necesidad de aportar nuevos esquemas formales al mundo de la novela. Por este motivo, es interesante observar cómo Vargas Llosa presta especial interés a obras que parecen alejadas de su universo narrativo; así, sus loas y admiración por Nadja de André Breton o El lobo estepario de Hermann Hesse.

El libro viene prologado por un breve ensayo que da título al conjunto (La verdad de las mentiras) en el que Vargas Llosa reflexiona sobre la pregunta que muchos de sus lectores acostumbran a plantearle: "¿Qué hay de verdad en sus libros?". Y es que la cuestión de si lo que se cuenta en los libros es verdad, mentira, si pretende o no reflejar la realidad o rebatirla, si todo autor anhela escribir sus novelas en clave autobiográfica, son cuestiones casi tan antiguas como el propio oficio del escribiente.

La tesis de Vargas Llosa es que la Literatura representa claramente una mentira, una ficción. Esa mentira puede responder a diversos fines, el escapismo frente a un mundo que nos oprime, el deseo de plantear escenarios más acordes con nuestros deseos, en un voluntarismo optimista. En otras ocasiones, la pretensión es la más feroz e implacable crítica al mundo que nos rodea (y en este aspecto destacan muchas de las obras aquí comentadas) por lo que la relación entre el Poder y la Literatura siempre ha sido delicada. La ironía, como medio de crear distancia y aparentar una escasa beligerancia es uno de los instrumentos más útiles a este fin.

Pero, en un sentido aún más profundo, Vargas Llosa señala que la Literatura es un vehículo de conocimiento. Las Ciencias ofrecen una imagen totalmente parcelaria del conocimiento humano. Su especialización impide al profano estar al tanto, no sólo de los avances más relevantes, sino de tener una visión global. Por ello, la Literatura une a los hombres en su conocimiento, pone de manifiesto aquellos sentimientos e inclinaciones que tienen en común, invita a crear un ámbito de reflexión crítica, de cuestionamiento de los valores que nos son ofrecidos o vendidos como evidentes o necesarios (nuevamente otra fricción con el Poder, cuya máxima expresión es la quema de libros realizada por los nazis en la Babelplatz en 1933).

Pero el Poder también trata de hacerse con el mundo que es propio de la Literatura. Observa Vargas Llosa que una de las características definitorias de una sociedad cerrada es la confusión entre Historia y ficción. Cuando el Poder suplanta los hechos por su visión de los mismos, cuando inventa mitos y glorias como si fueran reales para sustentar su ideología, debe crear una Literatura que encarne esos mismos valores, hasta el punto que aquellos que no han caído aún en esa burda manipulación no podrán distinguir una de otra.

El libro se cierra con otro pequeño artículo en el que Vargas Llosa cuestiona la idea que suele ser frecuentemente expuesta cuando alguien le pide que firme un libro para un tercero, al que le gusta mucho la lectura. Vargas Llosa siempre replica: "¿y a Ud. no le gusta?". La respuesta del hombre (siempre un hombre) es que sí, que a él también le gusta, pero que no tiene tiempo. Y es que lo libros, la ficción, la Literatura se ve como un pasatiempo, una ocupación trivial para cuando no tenemos otra cosa mejor que hacer, nada más importante entre manos. Y efectivamente, nada más eficaz que esta idea para dinamitar las bases de la Literatura. Si realmente es un entretenimiento (que también lo es, pero no sólo eso), podemos prescindir de ella, podemos suprimirla sin más coste que el de buscar otro divertimento.

Cuál sea la utilidad de la Literatura es una difícil pregunta. El temor que le profesa el Poder es la mejor expresión de que no es un simple entretenimiento banal. Es un tópico señalar que el fútbol (igual que la guerra) es una vía de escape que es empleada por muchos gobiernos para unir a sus ciudadanos o para oscurecer problemas reales. No conozco de ningún Estado que haya planteado una masiva campaña de lectura con el mismo fin. Más bien, se procura que aquellos envenenados por el terrible vicio de la lectura compulsiva, tengan textos más afines a las ideas del Estado correspondiente o totalmente apolíticos, atemporales. Pero nunca se busca favorecer un incremento del número de pensantes autónomos porque al final, ése es el mayor y mejor fruto de la lectura, el que mejor nos reconcilia con nuestra dignidad humana y ésta es la mayor verdad que emerge de entre todas las mentiras de la Literatura.

17 de enero de 2009

Stasiland (Anna Funder)



El 4 de septiembre de 1989 comenzaron en Leipzig las primeras manifestaciones masivas en contra del régimen comunista que sustentaba a la República Democrática Alemana. Pese a las escasas noticias de los medios oficiales, las demostraciones públicas se contagiaron a otras ciudades de la Alemania Oriental, culminando el 4 de noviembre con una manifestación en la Alexander Platz de Berlín de un millón de personas.

Con el fin de terminar con estas manifestaciones y la pésima imagen que ofrecían en el extranjero, el 9 de noviembre se aprobó una nueva regulación que permitiría el tránsito entre Berlín Este y Berlín Oeste mediante unos pases de visita. Esa misma noche, Günter Schabowski, miembro del Politburó comunista, convocó una rueda de prensa televisada en directo para dar cuenta de dicha normativa (que aún no estaba en vigor ni había sido desarrollada al detalle). Una pregunta indiscreta de un periodista (¿Cuándo entrará en vigor esa medida?) sorprendió a Schabowski, poco acostumbrado a que se le interrogara tan abiertamente y tan fuera de guión. Dudoso, tembloroso, buscó en sus papeles y finalmente de su boca salieron las palabras que adelantarían la inevitable caída del Muro: En cuanto lo diga, ... inmediatamente.

Una riada de alemanes orientales se lanzó a cruzar la frontera y pasar al paraíso occidental representado por los grandes almacenes del Berlín Occidental que lograron sus mejores ventas aquella noche; permanecieron abiertos hasta el amanecer. Los guardas de fronteras se vieron desbordados por la situación, sin recibir órdenes de sus superiores, no tuvieron otra alternativa que franquear el paso a miles de berlineses. De esta manera se ponía fin a un largo paréntesis en el que Alemania había vivido separada dando inicio a un proceso que culminaría en la reunificación bajo un mismo Estado.

Años después de la unificación, una australiana -Anna Funder- trabaja para un canal de televisión alemán que emite para el extranjero. Una de sus tareas consiste en responder las cartas que se reciben de televidentes interesados en cierto programa, datos de un documental, etc. De alguna de esas cartas, recoge la impresión de que el esfuerzo que ha supuesto la reunificación ha tenido su particular precio: el afán por superar (o negar directamente) las diferencias entre los actuales alemanes del Este con los del Oeste y obviar cualquier revisión del pasado. A diferencia del proceso de desnazificación que tuvo lugar al final de la II Guerra Mundial (en particular en la RDA), la vida bajo la Alemania Oriental, los signos de resistencia y subversión, parecen ocultos y vergonzantes ante el desinterés general. Sus propuestas para realizar un programa especial sobre este asunto son rechazadas por la dirección de la cadena lo que la lleva a investigar personalmente. El resultado de esta tarea es Stasiland (aproximadamente, El país de la Stasi, la policía secreta alemana).

Stasiland nace, por tanto, como un libro de investigación que recoge testimonios de quienes vivieron bajo la RDA, lucharon contra ella o, sin oponerse especialmente a lo que representaba, sufrieron las consecuencias de vivir en uno de los regímenes más obsesionados por la amenaza que representaban sus propios ciudadanos (una ironía en un Estado autodenominado República Democrática; hecho que no pasó inadvertido en las manifestaciones de 1989 en las que los asistentes gritaban “nosotros somos el Pueblo”). Noventa y siete mil empleados directos y ciento setenta y tres mil informantes periódicos (ciudadanos con sus propios trabajos, sus familias, que una vez a la semana, acudían a un despacho para contar a un miembro de la Stasi las novedades de sus vecinos, conocidos e incluso familiares) constituyen la mayor proporción de informante por habitante de la Historia.

Pero Stasiland es mucho más que una colección de testimonios, es pura Literatura, si bien, no oculto que el tema me atrae y puede condicionar mi objetividad. Anna Funder es la protagonista indiscutible de su propio libro. Nos cuenta cómo contacta con los entrevistados, cómo se implica con ellos, su interés sincero por conocer las secuelas psicológicas que muchos padecen; también su temor cuando se entrevista con antiguos miembros de la Stasi.

Rompiendo definitivamente las fronteras entre un investigador y sus fuentes, conocemos sus sentimientos, la opresión que en ocasiones se le contagia de las historias que escucha, su necesidad de escapar, desconectar, su afán por comprender el significado que para algunos tiene la palabra perdón, la palabra olvido. Y el lector sigue sus peripecias sabiendo que, a partir de un punto, el inicial objetivo de rendir testimonio ha pasado a un segundo plano, que la búsqueda de Anna se convierte en una obsesión personal.

Y es que los testimonios no resultan fríos, notariales. Incluso los de quienes colaboraron con los servicios de seguridad de la RDA, los de quienes añoran aquel mundo y creen que se avecina el tiempo de un nuevo cambio, del definitivo retorno a la sociedad sin clases tras esta breve y decepcionante aventura capitalista, tienen el calor y la viveza de auténticos personajes literarios. Anna Funder logra dar una hondura literaria a personajes como Miriam, encarcelada siendo aún adolescente por una travesura juvenil y marcada para el resto de su vida por ese hecho y por la extraña muerte de su pareja. O la de Julia, su casera, que pasa de ser una mujer extraña y algo trastornada que no tiene historia que contar, hasta que ésta es desvelada sutilmente y explica tantas cosas.

Anna visita la sede de la Stasi, los aposentos de Mielke, los ficheros con detalles absurdos de ciudadanos anónimos y toda la extraña parafernalia de audífonos, jarras de olor o las salas de interrogatorio. Pero también visita a las "mujeres del puzzle" un grupo de personas (fundamentalmente mujeres) empleados con el fin de reconstruir los miles y miles de pedacitos de papel de los archivos que los miembros de la Stasi rompieron las vísperas de la caída de la RDA y que no tuvieron tiempo de quemar.

En la mano de esas personas, de su laborioso y paciente trabajo, está el reconstruir la paranoia de unos gobernantes que temían a su pueblo. En ellos confía Miriam para conocer la verdad sobre la muerte de Charlie y en ellos confían miles de ciudadanos del Este que desean conocer cómo eran controlados, cómo el Estado conocía sus infidelidades antes que sus mujeres, la radio que escuchaban, los libros que leían o los insultos a los responsables del Partido que se pronunciaban en voz baja, en el comedor de la casa de unos a quienes llamaban amigos.

Es a través de las propias vivencias de Anna como vamos acercándonos realmente al sentimiento de estas personas. Sentimos el frío y humedad de su piso sin calefacción en las afueras de Berlín con las intempestivas visitas de Julia, el miedo que siente al citarse con un antiguo agente secreto que colabora con una asociación que persigue la contrapublicidad frente a las mentiras que el capitalismo difunde de lo que fue la RDA. Sentimos su angustia y dolor cuando no logra despedirse de Miriam, sin duda el personaje que más impacta a Anna.

Historias de madres separadas de sus hijos, de un individuo (el que pintó para Honecker la línea blanca sobre la que se construyó el Muro y que ahora vive obsesionado por su espíritu) conviven con las de antiguos miembros de la Stasi reconvertidos a consultores de empresas de seguridad privada o con paseos por las afueras de Postdam identificando los puestos de salida de los bunkers secretos de la Stasi junto a uno de sus antiguos vigilantes.

También conocemos, a través de un amigo de Anna, antiguo miembro de uno de los grupos más famosos de la RDA, obligado a disolverse por el régimen (ahora han vuelto a reeditarse sus discos), el desolador mundo cultural que pretendían imponer los gobernantes comunistas. Asistimos asombrados al intento de crear un baile (el Lipsi) que compitiera con el twist, baile occidental que amenazaba con corromper las virtudes alemanas recuperando antiguos movimientos de baile tradicional mezclado con un poco de atrevimiento.

El tratamiento que Anna Funder hace de todo ello es, ya se ha puesto de manifiesto, claramente literario, por lo que se pierde parte del realismo, del horror que aquella época supuso, pero se gana en la intensidad de lo descrito, en lo emocional de las historias narradas y, por emocional, no me refiero a que se busquen los aspectos más hirientes, sino a que se crea un claro vínculo entre la narración y el lector.

Stasiland ha ganado varios premios (el Samuel Johnson de la BBC en 2004, mejor libro de no-ficción según el Guardian en 2003, ...), pero el mejor de todos ellos es el recuerdo que dejan sus páginas. No he podido localizar traducción al español, probablemente porque no resulta un tema de interés en nuestro país, aquejado de diferentes (pero similares) problemas de ajuste con su pasado. Por ello, el esfuerzo de Anna Funder tiene un especial calado en quienes podemos identificar situaciones similares algo más próximas y que no han merecido un tratamiento similar sino más bien el propio del panfleto.


8 de enero de 2009

El mundo según Monsanto (Marie-Monique Robin)


I

Toda nueva tecnología que se presente al mundo debe contar a priori con la existencia de dos corrientes enfrentadas. De una parte, la de aquellos que se oponen a la misma por sistema (luddistas es la denominación anglosajona), que consideran que los avances alterarán definitivamente nuestro sistema de valores, nuestro modo de vida o, simplemente, su bienestar económico y sus privilegios. De otro lado, habrá quienes valoren positivamente cualquier innovación sin atender a sus consecuencias a medio plazo, a la falta de pruebas suficientes que determinen su inocuidad, que pretenden su imposición desde arriba, al modo del Despotismo Ilustrado.

Las promesas de hace unos años sobre alimentos que actuarían como medicamentos para prevenir el raquitismo o el escorbuto o la promesa de semillas milagrosas que darían cosechas capaces de paliar el hambre en el mundo han caído en el olvido, pero muchos ciudadanos conservan la idea de que los OGM (alimentos manipulados genéticamente) son altamente beneficiosos para la salud y un avance para toda la Humanidad.

Es claro que el interés de las empresas de biotecnología está en que esa buena imagen se mantenga, responda o no a la realidad. También es admisible que haya organizaciones que traten de negar esa imagen idílica, que defiendan una agricultura no industrial que permita un margen de supervivencia a pequeños campesinos que no pueden pagar el alto coste de estas nuevas semillas y que para ello defiendan que los OGM son perjudiciales para la salud (y para las economías de muchos agricultores del Tercer y el Segundo Mundo).

Y entre medias queda un amplio campo de batalla en el que se debaten aquellos que no se oponen por principio a ninguna novedad pero que no están dispuestos a pagar cualquier precio, que prefieren conocer toda la información para poder valorar la conveniencia o no de la aplicación de una nueva tecnología. Para esta enorme masa de población, la información científica fiable y la credibilidad de los reguladores públicos debieran ser el puntal en el que se basara su confianza. Por desgracia, como veremos y pone de manifiesto este libro, hay sobrados motivos para creer que ni contamos con información fidedigna (por parte de ninguno de los implicados), ni podemos confiar plenamente en la bondad de nuestras autoridades sanitarias y alimentarias.

También podríamos creer también que los científicos, las Universidades, las revistas especializadas, pondrían de manifiesto con pruebas irrefutables la inocuidad de estos alimentos (o su peligrosidad). Vivimos en un cómodo entorno en el que nos consideramos protegidos suficientemente de cualquier peligro y, por tanto, parece que si estos alimentos se van imponiendo, es porque son más rentables e incluso más beneficiosos para nuestra salud. Pero el problema es que todas esas premisas son falsas.

No hay realmente un control de las autoridades alimentarias ni hay un auténtico control de la comunidad científica internacional, como explicaremos más adelante. Sólo parece haber un tremendo pulso mercantil en el que el juego de las patentes, el dumping o la connivencia con los estamentos políticos parecen ser las reglas del juego. En definitiva, la introducción de los OGM supone un tremendo cambio que ha sido substraído del debate político y, en sociedades civiles débiles, del debate social. La información de que se dispone es altamente sesgada e interesada por lo que formarse una opinión es extremadamente difícil y costoso. Esta indefinición e ignorancia es el perfecto campo de cultivo para el abuso y la manipulación.

El mundo según Monsanto, de la investigadora francesa Marie-Monique Robin, se acerca a este oscuro mundo a través de uno de sus mejores exponentes, la empresa de Saint. Louis que parece aproximarse a pasos de gigante a una situación de monopolio de facto en determinados mercados (algunos asesores bursátiles creen que será la siguiente gran empresa, tras Microsoft, en sufrir el rigor de las leyes americanas anti-trust). Este libro describe la historia de Monsanto desde su nacimiento, su evolución como empresa de pesticidas y su conversión a empresa biotecnológica tras diversos reveses legales por variados problemas con sus pesticidas.

Repasando la historia de esta empresa, su tradición acreditada judicialmente de manipulación de estudios científicos, ocultamiento de pruebas, etc., la autora concluye que su actuación con los OGM sigue las mismas pautas que en su pasado inmediato y que sólo cuando la presión social y las acciones legales logren acorralar a Monsanto se logrará que ésta reconozca haber conocido los efectos de sus productos y no haber hecho nada al respecto. Para entonces será demasiado tarde para todos aquellos que hayan fallecido o nacido con malformaciones congénitas, o que hayan perdido sus tierras o hayan visto sus cosechas arruinadas.

Este libro ha sido redactado con gran lujo de detalles, información científica, histórica, judicial, etc., por lo que no entraremos en precisiones excesivas. Para no caer en el mismo error que denunciamos, tampoco daremos credibilidad absoluta a lo que en el libro se plantea, pues se coloca a la vanguardia de la lucha contra los OGM y quizá lo necesario sea una mayor inversión en investigación y una moratoria en su comercialización. Sin embargo, la autora pone en el centro del debate algunas cuestiones que afectan no sólo a Monsanto, sino a todas las empresas de biotecnología y no sólo al sector de los OGM y que, por su indubitabilidad, parecen más estremecedoras que los propios OGM en sí, puesto que ponen en tela de juicio todo el sistema científico, público y sanitario de nuestras sociedades.

En estos aspectos me centraré, dejando los concretos detalles sobre Monsanto para quien desee adentrarse con la lectura de este libro en su tenebrosa historia y su incierto futuro.

II

- Sistema de puertas giratorias ("revolving doors"): así se conoce en los Estados Unidos a los saltos entre la empresa privada y la actividad política y viceversa. Así, es tan probable que el responsable de una empresa de biotecnología pase a ocupar un alto cargo en la FAD (autoridad alimentaria de los Estados Unidos) en el momento en el que ésta debate la autorización de determinado componente que fabrica la empresa del "prófugo" como que, tras una actuación política a favor de los alimentos transgénicos, el cargo político pase a ocupar un puesto de responsabilidad en la empresa directamente beneficiada por su decisión. En ocasiones el camino de ida y vuelta llega a repetirse varias veces.

La sospecha de trato de favor no parece desencaminada, al igual que la impresión de que una empresa puede presionar para lograr colocar a hombres de su confianza en puestos clave relacionados con su actividad. La falta de una normativa clara que defina incompatibilidades juega en contra del interés público y a favor de la manipulación de las empresas.

Como contrapeso a esta confusión entre lo público y lo privado, hay una figura regulada jurídicamente en los Estados Unidos, denominada Whistleblowers (lanzador de alertas) referida a aquellas personas que, trabajando para una administración pública o una gran corporación privada, en un determinado momento, constatan que sus responsables adoptan decisiones claramente ilegales o contrarias al interés público denunciándolo. Estas personas sufren un inmediato ostracismo del que las asociaciones de whistleblowers tratan de protegerlos, no siempre con éxito, por el alto coste de los procedimientos judiciales que conlleva. En El mundo según Monsanto se recogen tristemente numerosos ejemplos de científicos o periodistas que denunciaron la actuación de Monsanto y otras empresas, o las decisiones de la Administración al respecto, y sufrieron una persecución que les llevó a la degradación laboral, al despido encubierto, o a la supresión de financiación para nuevos estudios.


- Consenso científico: La Ciencia se ha ganado una merecida reputación de exactitud. Parece inconcebible que dos científicos mantengan opiniones diferentes sobre un mismo aspecto. Sin embargo, la controversia y los resultados totalmente opuestos es la norma cuando se trata de determinar los efectos sobre la salud en humanos o animales de determinado medicamento, componentes químicos, etc. La razón es clara, ante la imposibilidad de pruebas directas, se realizan estudios sobre animales de laboratorio cuyas reacciones se estiman similares a las humanas y se les expone de diversas maneras al agente novedoso, comparando los efectos con una población de control -es decir, con un grupo similar de animales que no sufre exposición al elemento objeto del estudio-. Pasado un tiempo, se estudian y comparan diversos aspectos del metabolismo de ambos grupos para apreciar las diferencias significativas.

Y aquí es donde comienzan los problemas. La variedad del animal escogido para la prueba no siempre es inocente (p. ej. hay variedades de ratas más resistentes a determinados agentes), la duración del estudio puede ser manipulado de manera que los resultados se "corten" antes de que los efectos nocivos se manifiesten. En ocasiones, Robin denuncia que se ha retirado del cómputo de los resultados de estos estudios a animales que morían durante el estudio (¿consecuencia de la exposición al elemento objeto de la prueba?) como ocurrió en ciertos experimentos relacionados con la hormona del crecimiento bovino.

Estudios que pretendían determinar si el trabajo en una planta de Monsanto afectaba a la salud de los empleados, se vieron manipulados al incluir a personal que no trabajaba en plantas de producción o no computar a los fallecidos.

De estas sospechas no escapan las grandes (y reputadas) revistas científicas. Para la publicación de un estudio en sus páginas se requiere la previa valoración de un comité editorial formado por varios científicos expertos en la materia. La elección de estos no es siempre casual y el deber de secreto sobre el contenido del artículo cuya publicación se evalúa se infringe sistemáticamente con filtraciones que permiten la entrada en juego de las presiones sobre el consejo editorial de las revistas por parte de las grandes empresas. Precisamente son las empresas de biotecnología, farmacéuticas, etc., las que aportan el mayor volumen de publicidad con la que se financian estas revistas. ¿Quién se atreverá a desafiar a quien le da de comer? En los pocos casos en que se ha publicado un estudio en contra de los OGM han surgido inmediatamente estudios que pretenden desacreditar los resultados publicados, poner en duda la pericia de los científicos implicados y sembrar un mar de confusión.

- Autoridades públicas: finalmente, la imparcialidad de las autoridades sanitarias y alimentarias y su defensa del interés público se ven amenazadas por diferentes vías. Tenemos, de un lado, las ya citadas "puertas giratorias" que cuestionan la independencia de criterio de estos organismos. Marie-Monique Robin describe espeluznantes ejemplos de esta perversión.

Pero no sólo eso, cuando organismos como la FAD americana o sus equivalentes europeos deben decidir sobre la comercialización de un nuevo aditamento, pesticida o alimento, no realizan directamente las pruebas que consideran oportunas sino que es la propia empresa solicitante de la autorización la que aporta la documentación científica que considera oportuna (eso sí, hay unos mínimos establecidos legalmente y la administración puede pedir más información si lo considera oportuno). A la vista de lo comentado anteriormente sobre la fiabilidad de este tipo de estudios, podemos concluir que no es imposible que estos organismos públicos decidan sobre una base, digámoslo así, parcial e interesada.

En el caso de los OGM, la industria de la biotecnología ha dado un paso más. Ha logrado la imposición del principio de la equivalencia en sustancia que puede enunciarse aproximadamente de la siguiente manera: "los componentes de los alimentos procedentes de una planta modificada genéticamente serán los mismos o similares en sustancia que aquellos que se encuentran en los alimentos". Es decir, se exige autorización para la comercialización de un zumo de tomate al que se añada un determinado aditivo pero no se exige autorización alguna en el caso de que se modifique genéticamente el tomate empleado para fabricar dicho zumo con el fin de que genere una sustancia que haga los efectos de pesticida y le proteja de determinadas plagas. Esta modificación, en apariencia más relevante, no precisa de autorización alguna en gran parte del mundo "por principio".

Consecuencia casi inmediata de este principio es la no obligatoriedad de que los productos manipulados genéticamente lleven indicación en su etiquetado que los identifique (esta normativa no se aplica en la Unión Europea). De este modo se impide que los consumidores puedan evitar (si así lo desean) los productos manipulados genéticamente. Pero no sólo eso, en Estados Unidos se prohíbe cualquier etiquetado del que se desprenda que el producto comercializado no ha sido manipulado genéticamente. Y, si admitimos que los OGM son idénticos a los productos no manipulados genéticamente, parece coherente que no se hagan distinciones en su etiquetado. De este modo se hurta al público su derecho a conocer y elegir qué compra (las encuestas ponen de manifiesto un creciente y mayoritario rechazo a estos productos).

- La Ley de hierro de las patentes: en aparente contradicción con el principio de equivalencia en esencia, las empresas biotecnológicas han logrado lo impensable hace años: patentar especies vegetales, organismos vivos, alegando que, al introducir una modificación genética, han aportado una novedad a una semilla que preexistía pero creando una semilla nueva, objeto de patente.

Las consecuencias comerciales de estas patentes son evidentes. La práctica agrícola de reservar parte de las semillas para el cultivo del año siguiente pasa a estar prohibida puesto que se infringen los derechos de propiedad del patentador. De este modo, los agricultores deben comprar cada año las semillas de la próxima cosecha al precio que marque la empresa (Monsanto establece contratos de varios años de duración).

Peor aún, Monsanto ha contratado en Estados Unidos los servicios de varias agencias de detectives privados que recorren los campos a la búsqueda de agricultores que infrinjan la prohibición de reservar semillas. Los procedimientos judiciales largos, complejos y caros pueden llevar a la ruina a los agricultores; la jurisdicción de los contratos de Monsanto se fija en St. Louis, sede social de la empresa, lo que puede dar una idea de la sensibilidad de los jueces y jurados que fallan estos procedimientos judiciales.

Pero, rizando más el rizo, nadie puede impedir que en un campo en el que se han cultivado semillas manipuladas genéticamente hace años, comiencen a germinar espontáneamente; o que el aire o los animales expandan estos cultivos a tierras vecinas. Monsanto ha llevado a los tribunales exitosamente a estos campesinos totalmente ajenos a los OGM.

- Rentabilidad de los OGM: Otro grave problema al que se enfrentan los agricultores en el medio plazo es el de la resistencia a los pesticidas. La principal modificación genética introducida en las semillas de maíz o soja es la de un gen con efecto pesticida. La exposición continuada a este gen lleva a que las plagas (malas hierbas, pulgones, ...) se adapten al pesticida con mayor facilidad, lo que obliga a los campesinos a volver a gastar cada vez más dinero en nuevos pesticidas (esto afecta tanto a los que emplean OGM como a los que no).

Más problemas para el futuro: La proliferación de estas semillas supone la eliminación de muchas variedades autóctonas lo que, no sólo empobrece nuestra cultura, sino que puede llevar a que una plaga que afecte exclusivamente a estas semillas provoque una hambruna mundial de dimensiones desconocidas.

Y otro más: parece que el deterioro de determinados suelos, su empobrecimiento, está llevando a unos rendimientos decrecientes con un mayor coste lo que pone en peligro la viabilidad de muchos productores que confiaron en las promesas de futuro.

III

Como se pone de manifiesto en El mundo según Monsanto, hay muchos claroscuros en todo lo que rodea los OGM, no siendo la transparencia la norma de actuación de las empresas de biotecnología. La falta de información clara e independiente impide la existencia de un debate social sobre los OGM, lo que los convierte en objeto de controversias en muchas ocasiones apriorísticas y demagógicas. Desbrozar la compleja trama de intereses subyacentes (políticos, económicos, científicos, patentes, ...) favorecería ese necesario debate y este libro permite hacer luz sobre algunos de esos intereses creados.

El mundo según Monsanto dedica un amplio espacio a describir los orígenes de Monsanto y su implicación en diversos escándalos relacionados con los pesticidas que ha venido comercializando con anterioridad a su reconversión en empresa biotecnológica. Los últimos capítulos se dedican a estudiar los efectos de los OGM en países como México, Argentina, Paraguay, Brasil o India. En ocasiones, el texto se torna excesivamente técnico, con un gusto por la precisión que excede una finalidad meramente divulgativa; pero lo cierto es que tras su lectura cientos de preguntas saltarán a la boca del lector atento, … y ya sabemos que el primer paso para obtener respuestas adecuadas es la formulación de las preguntas pertinentes.