11 de abril de 2010

Mozart de camino a Praga (Eduard Mörike)


El concepto de relato, cuento largo, novela breve o como se prefiera denominar (sabios habrá que los diferencien) siempre ha resultado difuso. Las fronteras no están claramente dibujadas y cualquier intento de sistematización se reduce a la expresión de una opinión personal. 

Tampoco es fácil precisar el momento en el que nace este tipo de relatos. Por remontarnos a nuestro Siglo de Oro, y olvidando otro tipo de precedentes, tenemos las Novelas Ejemplares de Cervantes, que tomaban su nombre del italiano para referirse a narraciones de corta extensión. Siguiendo con la obra de Cervantes, también podemos considerar como relatos las novelas dentro de El Quijote. La novela picaresca es otro ejemplo de la contribución de nuestras letras al prestigio de este género. 

Incluso algunos sostienen que muchas de las grandes "novelas" del siglo XVI o XVII (el Quijote, Gargantúa y Pantagruel y otras similares) no son sino la sucesión de narraciones breves que comparten protagonistas articulando cierta coherencia interna. Quizá sea en el siglo XVIII, cuando se comienza a sistematizar y teorizar sobre todas las artes, el punto en el que comienzan a definirse los perfiles de este tipo de narrativa. Voltaire ganará fama con sus cuentos en los que denuncia con brío los defectos de la sociedad de su tiempo y la hipocresía clerical. 

Según señala Rosa Sala Rose, traductora y prologuista de Mozart de camino a Praga, en palabras del propio Goethe, una novella era “un acontecimiento inaudito que ha tenido lugar”. Es decir, toda la narración debe apoyarse en un único momento que exprese la totalidad de la intención del autor. 

Pues bien, en el caso de Mozart de camino a Praga, este hecho único e inaudito es una breve anécdota ideada por Mörike en la que Mozart, en una parada en su camino a Praga para el estreno de Don Giovanni, es confundido con un vándalo por arrancar de un naranjo uno de los frutos reservados para la ceremonia de compromiso de una bella joven, Eugenie. Aclarada la confusión, la noble familia de la novia invita a Mozart y a su esposa a pasar con ellos la velada dada la afición que todos ellos sienten por la música. 

La cena es opípara, la conversación animosa y la figura de Mozart sobresale por su ingenio y buen humor. Al término de la sobremesa, todos se dirigen a la sala de música donde Mozart interpreta varios pasajes de la ópera Don Giovanni, aún incompleta pese a su inminente estreno, y narra cómo compuso la escena final del drama. 

En principio puede parecer una historia trivial y sin mayor atractivo. Sin embargo, atendiendo a los detalles de este delicioso relato podemos comenzar a apreciar los esfuerzos de Mörike por condensar en pocas páginas, y en torno a una anécdota mínima, todo el genio del compositor, con sus luces y sus sombras. A modo de diversas voces narrativas, Konstance, esposa de Mozart y el propio músico van desgranando episodios banales de su vida que, sin embargo, en todo momento definen su figura. 

Así, conocemos sus impulsos compositivos geniales junto a la penosa labor de profesor de música que le proveía de su única fuente estable de ingresos. De los sueños de su esposa por lograr fama y reconocimiento que sirvieran para tranquilizar el inquieto espíritu de su marido. Este mismo espíritu lleno de generosidad para sus amigos (e incluso para los desconocidos) con quienes malgastaba sus ingresos y arruinaba su salud parecía el principal responsable de impedirle centrarse en ese ansiado ascenso social. 

Pero Mörike también nos deja entrever el destino trágico de Mozart, la muerte que le ronda, como a don Giovanni, y que le visitaría finalmente poco tiempo después mientras concluía la partitura de su Réquiem. 

Mörike era un apasionado de la música de Mozart pero en este breve relato parece sostener la inevitabilidad de ese destino trágico; la incompatibilidad entre una obra genial y las necesidades cotidianas, las envidias mezquinas entre músicos que pugnaban por hacerse con los escasos cargos que las Cortes les ofrecían. Combinar la manutención digna con los destellos magistrales era una difícil tarea que sólo algunos compositores lograron, como por ejemplo Bach, quien sin embargo lo hizo a costa de su reconocimiento, más bien tardío. 

También plantea Mörike la conexión entre la genialidad del músico y su carácter inconstante, arbitrario y ligero, desapegado de las exigencias que tanto atenazan a su mujer. ¿Acaso esa genialidad lleva inevitablemente su carga terrena? 

En apenas ciento dieciocho páginas, Mörike convoca las facetas más luminosas de Mozart y sus ángulos más sombríos, compartiendo protagonismo en un interesante diálogo coral. 

Mörike desarrolló su carrera literaria como poeta por lo que este relato es prácticamente su única mirada a la prosa. Notable resulta por tanto su empeño ya que el texto tiene ese gusto antiguo y demorado de las historias bien hiladas en las que poco está de más. Los párrafos se suceden con soltura, las descripciones se limitan a las necesarias centrándose principalmente en las narraciones de los protagonistas. 

En esta edición de Galaxia Gutenberg la traducción corre por cuenta de Rosa Sala quien logra mantener el estilo arcaizante y algo rococó del texto original y aporta como ya he señalado, un brillante análisis de esta obra en un prólogo en el que da cuenta de la vida de Mörike, los paralelismos con la de Mozart, su intención original de añadir al texto una partitura apócrifa de Mozart completando así el juego de la ficción y muchos otros aspectos que ayudarán al mejor entendimiento de este breve relato. 

Para quienes sientan debilidad por la música y vida de Mozart este relato será un placer dado que podrán disfrutar identificando las diversas facetas del espíritu mozartiano que Mörike va deslizando. El conocimiento de la biografía del compositor y de los personajes célebres de la época también ayudará a una mejor lectura. Para aquellos que no tengan esa afinidad con Mozart, la lectura de esta narración les permitirá familiarizarse con una vía muerta (o así lo creo) del relato, un camino que pudo ser pero que no fructificó ya que la narración breve se perpetúa en el tiempo en la medida en que su flexibilidad le permite adaptarse a todo tipo de géneros y estilos sin moldes tan estrechos como los pretendidos por Goethe. 

1 de abril de 2010

Submundo (Don DeLillo)


I

El mundo lo forman las noticias que leemos en la prensa cada mañana. Un ensayo nuclear soviético, la victoria de los Giants frente a los Dodgers en 1951 o la violación y muerte de una niña en una calle del Bronx.

El submundo está formado por todo aquello que se esconde bajo esos titulares. Dos personas que pelean a muerte por una pelota de béisbol, un profesor ya jubilado que trata de reconstruir su pasado, un hijo que lucha por descifrar si su padre abandonó a su familia o no, los vertederos de basura en los que volcamos nuestros deshechos, nuestras miserias, la decisión de quienes se apartan del mundo. Todas las relaciones que surgen entre estas personas, estos objetos, esas pasiones, todo aquello oculto al ojo de un televidente. Ésta es la materia prima de Submundo, una novela de Don DeLillo que ha merecido alabanzas y críticas casi por partes iguales.

Submundo sacó a Don DeLillo de la relativa oscuridad en la que escribía para colocarle entre los narradores más prometedores de Norteamérica. ¿Qué tiene este libro para atraer tal interés? En primer lugar, destaca su extensión. Muchas de las grandes novelas americanas son narraciones largas, incluso en estos tiempos en los que la brevedad parece consustancial a la época. La autorreflexión es clave en todas ellas: se discurre sobre el pasado, el presente y el futuro de la sociedad americana, sus virtudes o defectos, su hipocresía, los aspectos más rutilantes y el sucio olor que a veces despide. Todo eso que algunos suelen llamar la Gran Novela Americana, pendiente por siempre de ser escrita.

Y sí, Submundo tiene todos estos elementos con la novedad de ser tratados desde un punto de vista formal y estructural novedoso, alejado del discurso convencional que nos enseña que una historia debe tener un principio y un final, un motivo en definitiva.

Y no es que Submundo no tenga principio o final. Comienza narrando el histórico partido de béisbol entre los Giants de Nueva York y los Dodgers de Brooklyn el 3 de octubre de 1951, referencia mítica para los americanos de la época gracias a su retransmisión radiofónica. Concluye en los años noventa, momento en el que las nuevas tecnologías hacen difícil distinguir realidad y virtualidad y en el que las formas de comunicación han cambiado para siempre el significado de ambos términos.

Pero entre medio tenemos un continuo cambio espacial y temporal que nos lleva desde los años cincuenta a los noventa, volviendo a los sesenta, recuperando los cincuenta, saltando a los ochenta y así sucesivamente. Y, salvando excepciones, los mismos personajes en todas las épocas, arrastrando sus pesadas cargas de contradicción y culpa, de orgullo y resistencia o de renovación, según los casos.

Junto a los personajes de ficción, numerosas figuras históricas pueblan las páginas del libro con diversos sentidos. Un metódico pero algo temeroso J. Edgar Hoover que apenas parece consciente de su poder, ocupado tan sólo de acaparar información de aquellos que le atacan. O un desquiciado Lenny Bruce, el célebre cómico americano que pasó a formar parte de la cultura alternativa americana por sus continuos problemas con la censura, las buenas costumbres y las drogas. Ambos arrojan algo de luz al arraigo del miedo en la sociedad americana, al temor a lo desconocido y a lo improbable. Porque estos son, en definitiva, uno de los principales temas de Submundo.

II

La Guerra Fría, la Bomba con mayúsculas, y el temor que se instaló en la vida diaria americana. En una conmovedora escena, los niños de una escuela de Nueva York, justo antes de iniciar un simulacro de ataque nuclear soviético, muestran a su profesora la chapa metálica que llevan colgada al cuello con su nombre y otros datos para poder ser identificados. El terror en el rostro de los niños, sometidos a la brutalidad de una realidad que apenas comprenden pero que aprenden a asumir como inevitable.

La crisis de los misiles en Cuba ocupa también un importante papel, en este caso contrapesado por el histrionismo de Lenny Bruce. Todas las fases del incidente nos son reveladas a través de sus actuaciones públicas, de sus pensamientos apenas hilvanados en monólogos infinitos, a través de la reacción del público. Su célebre grito: "¡Vamos a morir!".

Y aunque la época del conflicto militar ya haya sido superada en los años noventa, el miedo no se extingue, se transforma en nuevos temores y obsesiones. Y esto queda puesto de manifiesto en la obra de Klara Sax, una artista que decide dedicar su madurez a pintar los fuselajes de los B-29 abandonados en un antiguo aeropuerto en medio del desierto junto con una comunidad de hippies que la sigue en su tarea. Y aunque los dos grandes bloques parezcan no amenazarse mutuamente, pequeñas grietas van resquebrajando un débil equilibrio: traficantes de residuos, tóxicos o nucleares, cruzan el mundo y cobran fortunas por hacer desaparecer los desechos de una sociedad que se ha convertido en productora neta de residuos por encima de cualquier otro bien. Vivimos, por tanto, en una época consecuencia de la Guerra Fría por mucho que pretendamos dar por superada esa etapa. Uno de los personajes de la novela, coleccionista de recuerdos de la era dorada del béisbol, discute sobre la posibilidad de que los soviéticos sólo estén fingiendo que su imperio se desmiembra, que realmente nada ha cambiado. El miedo pervive bajo otros disfraces.

Y de todos los miedos, el miedo a la muerte es el primero y más fundamental de todos ya que nadie tiene asegurado enfrentarse a una explosión nuclear, a un atropello o al hundimiento de un barco, pero todos moriremos siendo por tanto el peor de nuestros miedos aquél al que inevitablemente deberemos mirar a la cara. Y la muerte aparece diseminada por toda la novela como campanadas funestas que nos recuerdan nuestra transitoriedad. Desde el título del prólogo (El triunfo de la muerte) en el que se hace alusión al cuadro de Pieter Brueghel el Viejo, a la desaparición del padre de los dos principales protagonistas de la novela o a las peripecias del asesino de la autopista, un joven desequilibrado que dispara a los conductores solitarios del desierto de Texas.

La muerte está también presente en las calles de Nueva York donde Ismael, un antiguo grafitero que trata de dar esperanza a los chavales del barrio mediante empleos de poca monta y dudosa legalidad, se esfuerza por decorar un muro con un hermoso dibujo que recuerde a cada joven muerto por violencia; un homenaje para arrancar su memoria de las manos de la muerte, para que su triunfo no sea total. En esta situación se encuentra Esmeralda, una niña que vive corriendo por los descampados del Bronx durmiendo en coches abandonados y a la que dos monjas extrañas tratan de atraer, de salvar de una muerte segura. Y cuando ésta llegue, removerá las creencias de la hermana Edgar, en otros tiempos dura y recta, temerosa de Dios y de las infecciones y jeringuillas, aunque tal vez todo sea en vano.

Pero la obra también ofrece ejemplos de esperanza y de redención. Nick y Matty, dos hermanos que ejemplarizan la superación de las circunstancias adversas que condicionan la vida de cada uno. Su lucha por encontrar un lugar, un objetivo, forman el esqueleto argumental de Submundo. Nick deberá superar un tremendo error de juventud y llegará a convertirse en un importante ejecutivo de la industria de la basura. Matty abandonará el ajedrez del que es una joven promesa dedicándose a la industria armamentística lo que le sume en una profunda crisis de escrúpulos que supera igualmente. Las vidas de ambos hermanos se muestran muy diversas pero en esencia ejemplifican las posibilidades de la voluntad sin caer en el sentimentalismo y sin olvidar el vacío existencial que en ocasiones se asoma a las vidas de quienes creen ya esbozado su camino.

Las novecientas páginas de Submundo dan cabida a muchos otros temas, como el papel del Estado y de las grandes corporaciones o las mafias internacionales. También leeremos sobre la degradación de la vida urbana, sobre los juegos infantiles en las calles, sustituidos por un escalofriante tuteo con las drogas y la muerte. El arte de las basuras, la vida secreta de los más famosos artistas del grafiti o las experiencias de los tripulantes de los bombarderos estratégicos que cruzaban los cielos en los años cincuenta, siempre preparados para una hipotética guerra nuclear.

III

En su aspecto más literario, Submundo representa el triunfo del lenguaje, en especial de los diálogos, sobre el desarrollo argumental. DeLillo hace de estos intercambios una extraordinaria réplica de las conversaciones reales en las que los conversadores se pisan unos a otros, se repiten como en un espejo las palabras recién pronunciadas por el contrario o se deja una frase a medio terminar sin necesidad de unos forzados puntos suspensivos.

La vivacidad y la fuerza (e incoherencia) del lenguaje hablado corriente se adueñan de las páginas de esta novela extendiéndose al estilo de la prosa: en ocasiones DeLillo opta por acumular ideas o metáforas, en otros momentos desarrolla un único concepto hasta agotarlo; las repeticiones forman pautas rítmicas que contrastan con párrafos que disparan en mil direcciones haciendo gala de un minimalismo exquisito. Tampoco olvida pasajes de belleza poética que se desperdigan como oasis entre etapas de gran rudeza, tanto temática como lingüística. En este sentido, no se puede obviar la labor de Castelli para traducir el texto al castellano sin hacerle perder su brillantez.

Este estilo obedece a criterios visuales, fruto sin duda de la influencia del cine y la televisión. El arranque de la novela se apoya en la narración radiofónica del famoso partido de béisbol, pero los tiempos cambian y es la televisión la que ocupa el papel de la radio. Una niña capta con su videocámara casualmente la imagen del asesinato de un hombre en la autopista de Texas, y esta imagen se repite en las televisiones hasta la saciedad. El propio asesino queda exorcizado por su obra, necesita algo más que el poder sobre la vida ajena para sentir toda su fuerza y necesita intervenir telefónicamente en los programas televisivos que hablan sobre él. Sin televisión no somos ya nada. Y este nuevo lenguaje es el que toma DeLillo para construir gran parte de su novela.

Y quizá sea éste el principal mérito de la novela, dar cabida a un estilo ya anunciado por otros autores pero inscribiéndolo en la gran tradición novelística americana. Por ello, el argumento pasa a un segundo plano, como mero soporte en el que dar cabida a los temas que interesan al autor conforme su propio lenguaje. Y es que las diversas historias que forman Submundo funcionan mejor por separado que en su conjunto. El esfuerzo de Don DeLillo por conectarlas para justificar así la novela como un todo coherente resulta en ocasiones excesivamente frágil e innecesario. Hay secciones enteras dedicadas a relacionar dos historias sin otra finalidad aparente; varios personajes intervienen tan sólo como pretexto, iniciándose pequeños relatos que quedan varados una vez cumplida su limitada finalidad.

Don DeLillo sucumbe finalmente al peso de Novela, al concepto histórico de la misma y en este punto falla pues trata de dotar a Submundo de coherencia interna pero sin lograr definirla claramente. Sin estos añadidos creo que la novela habría tenido menos altibajos y una menor extensión, lo que habría reforzado el efecto buscado por el autor.

Pese a ello, sin duda, Submundo es una obra que ofrece muchas razones para ser leída. En unos tiempos en los que la política es el arte de crear titulares y la vida cotidiana no es sino un torrente en el que es fácil ser atrapado, Submundo nos ofrece una visión de luces y sombras desde un ángulo diferente. Sus personajes, como nosotros, crean sueños y los persiguen. Una pelota de béisbol, golpeada por Bobby Thomson en 1951, se convierte en símbolo de lo que podemos conseguir, en esperanza en estado puro. Algunos perseguirán esta pelota por todos los Estados Unidos para acariciar su sueño. Quizá a nosotros nos sea dado sin tanto esfuerzo.

Esta reseña ha sido publicada previamente en Hislibris

14 de marzo de 2010

El Pentateuco de Isaac (Angel Wagenstein)



Hay una línea sutil que une obras como Yo que he servido al Rey de Inglaterra, Las aventuras del valeroso soldado Schwejk o El Pentateuco de Isaac. No es sólo su origen centroeuropeo, su indisimulado pacifismo, la ironía que baña sus páginas y que sirve para distanciarnos del horror que describen. Es también el recorrido que hacen por parte de la historia reciente de este siglo pasado, el XX, vencido ya según el calendario pero aún vigente en sus consecuencias y circunstancias. Y es también, a nivel literario, por sus protagonistas, auténticos héroes de este tiempo en el que sólo los que parecen aquejados de cierta tontuna, logran sobrevivir a las locuras ajenas; sólo quienes se muestran como inofensivos son dejados a un lado ganándose así su supervivencia y sólo ellos, grandes irónicos, penetran y nos ofrecen las verdades que a los serios burócratas o a los visionarios de la política parecen estarles vedadas.

Y esta línea es la misma que une los destinos de millones de personas arrojadas a la muerte en campos de batalla, de concentración o de reeducación; vapuleadas por el debate de las ideas hecho carne y sangre en sus frágiles cuerpos, descuartizados por unos intereses que sólo a unos pocos interesaron y deshumanizados por los bandazos de la arbitrariedad y el azar.

Asomarse a ese marasmo puede hacerse desde los riscos de la Historia, la Política o la Filosofía. Pero otra buena tribuna es la que ofrecen obras como las señaladas, o tantas otras, empeñadas en arrojar luz sobre periodos oscuros, en encerrar sus sombras confusas o en fundir en agua cristalina las más espesas neblinas.

El Pentateuco de Isaac es una de esas atalayas luminosas que nos permiten atisbar de un modo especial las sinrazones de nuestra época (no tantas cosas han cambiado, quizá sí se hayan desplazado geográficamente) a través de los ojos de Isaac Jacob Blumenfeld, que nació austrohúngaro, pasó a ser ciudadano de Polonia, compañero de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, habitante de los Territorios Orientales del Reich y, finalmente, con un breve interludio siberiano, ciudadano austriaco con residencia en Viena. Y en estos cinco episodios o libros, no tan extraños para muchos otros ciudadanos europeos que vieron bailar las fronteras varias veces bajos sus pies temblorosos, llegamos a identificarnos y emocionarnos con las ocurrencias y peripecias de este buen judío hasídico que, a duras penas, logra llevar su narración a su destino, siempre asaltado por anécdotas, chistes o recuerdos que le desvían de su camino y a los que se aferra con fuerza para preservar su identidad, su cordura en definitiva.

"¿Acaso has visto a un judío que se calle lo que ya ha decidido contar?"

Y no es que su vida resulte de especial atractivo, o que haya jugado un papel destacado en los acontecimientos que le zarandean. Todo lo contrario, Isaac es una hoja al viento, un camino sin destino cierto. Pero es su esfuerzo por superar cada obstáculo, por definir ese destino que le resulta esquivo, por aferrarse a la vida cuando ésta le abandona, lo que le convierte en un héroe. Sus reflexiones van ganando fuerza y peso y si bien en un principio son los sermones y las conversaciones con el rabino Samuel Bendavid (su cuñado) el nutriente principal de sus reflexiones, pronto adquiere el hábito de pensar por sí mismo, tomando de quienes le rodean y de sus propias observaciones aquello que precisa para elaborar un mundo propio, sin tomarse a sí mismo excesivamente en serio, con humildad y paciencia.

De todos modos, ¿no cayó en la misma tentación el rabino Ben Zwi al ver en una carnicería cristiana un jamón de Praga rosado y fresco?
- ¿A cuánto es este pescado?- le preguntó al carnicero.
- No es pescado, sino jamón de Praga.
- No te pregunto cómo se llama el pescado, sino a cuánto sale....

El libro toma la forma de un largo discurso que entronca con la tradición oral judía, con las reuniones familiares en torno a una cazuela repleta de pipas de calabaza la noche del viernes, celebrando el sabbath, en las que se repasan las miles de historias familiares o tribales que conforman la identidad de este pueblo. A modo de un Woody Allen lenguaraz, Isaac hace avanzar sus recuerdos desde su infancia en Kolodetz, a sus trabajos como ayudante en la sastrería de su padre, su enamoramiento de Sara, la de los ojos verde-grisáceos, su primera visita a Viena acompañado de su tío que quiere enseñarle el mundo (o sea, las mujeres) antes de ser alistado para participar en la Primera Guerra Mundial, contienda de la que sufre sus consecuencias pero sin llegar a participar en ella, al igual que le ocurrirá en la Segunda Guerra Mundial o incluso en la Guerra Fría.

La ironía juega un papel fundamental en esta obra, desde la propia entrada del libro en la que el autor traslada sus agradecimientos al rabino. Esta ironía desempeña una función casi narcotizante, aislando al narrador de una realidad dañina. Pero no sólo de ironía se forma la tradición oral que aflora en las páginas de El Pentateuco de Isaac, también la reflexión filosófica, el manso escepticismo de los oprimidos, la vaga y remota esperanza de remisión, ecos todos ellos de esa tradición citada.

"Si Dios tuviera ventanas, hace tiempo que le hubieran roto los cristales"

En este tono general, Isaac desgrana su vida, una lucha por sobrevivir adaptándose a un entorno siempre hostil, siempre complejo y cambiante pero que afronta con una filosofía que le engrandece. Para cada situación encuentra una anécdota de la que sabe extraer una enseñanza, sabiduría popular en estado puro.

Un buen día, el ciego Iosel, ayudándose con su bastoncito, fue a visitar al rabino y le preguntó:

- Rabí, ¿qué estás haciendo ahora?
- Estoy tomando leche.
- ¿Cómo es la leche, rabí?
- Es un líquido blanco.
- ¿Qué quiere decir "blanco"?
- Blanco, pues... es el color de los cisnes.
- ¿Y qué es un "cisne"?
- Un ave que tiene el cuello curvo.
- ¿Qué es "curvo"?
El rabino dobló su brazo por el codo.
- Anda, tiéntalo y sabrás.
El ciego Iosel palpó atentamente el brazo del rabino y dijo agradecido:
- Gracias, rabí. ¡Ahora ya sé cómo es la leche!

Y es que en este libro, no es sencillo extraer conclusiones ya que poco es lo que parece. Isaac pasa por ser un simple aturullado pero es quien mejor sobrevive a toda la debacle de su siglo. El rabino, el más preparado intelectualmente, no logra asomarse a un atisbo de felicidad, sometido siempre a sus dudas y sus opiniones políticas. Los hijos de Isaac pese a arrimarse al Poder, representado por la patria soviética, son arrasados igualmente.

El Pentateuco de Isaac es la novela que abre una trilogía escrita por Angel Wagenstein, conocido realizador búlgaro de origen judío que, a edad tardía, se decidió a fijar en papel los recuerdos de un pueblo y de una época que se deslizaban irremediablemente al mundo del olvido. Las otras dos obras son Lejos de Toledo y Adiós, Shangai, publicadas también por Los Libros del Asteroide, esta estupenda colección de pequeñas grandes obras. La traducción de Liliana Tabákova contribuye a dar ligereza al texto, conservando la frescura de su estilo, la espontaneidad de una narración oral.

Como lector, he de decir que he sentido pena al volver la última página, esa tristeza que se cuela cuando nos separamos de un amigo del que ya no sabremos más, o tan ocasionalmente que, en esencia, sabemos que sus ocurrencias e imágenes se limitarán en el futuro a las que logremos preservar en nuestra frágil memoria. Pocos elogios puedo añadir al ya dicho.

Esto es un polaco y un judío que viajan juntos en un tren. El polaco saca de su cesta una gallina bien cebada y se pone a comer, mientras que el judío, que es un pobretón, se contenta con algo de pan y la cosa más barata del mundo: cabezas de arenque. Entonces el polaco le pregunta:

-¿Por qué vosotros, los judíos, siempre coméis cabezas de arenque?
- Porque le hacen a uno más listo –contesta el judío.
- ¡No me digas! –se sorprende el polaco-. ¡Anda, véndeme unas cuantas cabezas!
- Vale -accede el judío-. Cinco cabezas, cinco rublos.
El otro compra las cabezas y se las come. Pero de repente le pregunta:
- Oye, ¿por qué me has cobrado un rublo por cabeza si un kilo de arenques cuesta un rublo?
-¿Ves? –contesta el judío-, ya te estás volviendo más listo...

14 de febrero de 2010

El desierto de los tártaros (Dino Buzzati)


El desierto de los tártaros fue la tercera novela publicada por Dino Buzzati, un narrador italiano que comenzó a publicar sus obras en los años treinta labrándose una merecida fama como escritor, pese a que él siempre reclamara su condición de periodista por encima de todo. Quizá sea ésta su obra más célebre y la que más reflexiones ha merecido, sin duda por su carácter simbólico y por su ductilidad a la hora de atribuir significados a su trama.

Y sin embargo, la historia es sencilla y puede resumirse de este modo: Drogo, un joven oficial recién salido de la escuela militar, parte hacia su primer destino en los confines del país, la fortaleza Bastiani, con el ánimo deseoso de ganar fama y reconocimiento a través de una fulgurante carrera militar. A su llegada a la fortaleza su ánimo decae. Nada es como esperaba. Ni la fortaleza es grandiosa en los términos que hubiera imaginado, ni la frontera a defender parece guardar especial peligro; tampoco el paisaje es hermoso o sugerente ya que el emplazamiento se encuentra aislado totalmente de la vida civil en un paraje de difícil acceso. Las primeras conversaciones con sus compañeros ahondan este sentimiento de extrañeza pues ve en ellos un conformismo y una sensación de derrota por la que siente rechazo y desdén.

Salvado el impulso de solicitar un traslado inmediato alegando una enfermedad inventada, se sumerge de lleno en la vida castrense, en sus ritos y ceremonias, en las rutinas diarias. En un principio le asalta de continuo una sensación de incómodo vacío cuyo origen incierto apenas puede determinar. Pero, poco a poco comienza a acariciar, siguiendo al resto de sus camaradas de armas, la idea de que el destino no ha salido huyendo sino que espera para quienes hayan sabido aguardarle con tesón. Así, cualquier movimiento en esa extensísima y yerma llanura que es el desierto de los tártaros es visto como la gran oportunidad, el histórico momento para saltar a la palestra del reconocimiento civil y militar.

Cuando poco después Drogo regresa durante un permiso a su ciudad, advierte en ella la misma extrañeza que antes sintió en la fortaleza; ha quedado preso de la misma. Más aún que el resto de sus camaradas puesto que cuando un redimensionamiento de los efectivos militares permite la salida de muchos oficiales hacia puestos de mayor reconocimiento, Drogo quedará postergado por diversas argucias. Sólo ahora comprende que parecían fingir desear permanecer por siempre en la fortaleza. Y así se abre una segunda parte en la que la obsesión de Drogo llega a convertirle en el remedo de aquellos oficiales que conoció a su llegada por vez primera a su destino y cumple, de cara a los jóvenes, la misma función que para él otros cumplieron.

Siempre a la espera de su destino esquivo, Drogo pierde su vida observando la llanura desértica, los movimientos que cree percibir de tropas enemigas en camino. Como ironía del destino, cuando parece llegado el verdadero momento del ataque contra la fortaleza (el lector quizá crea que tampoco éste será el definitivo, que nunca lo habrá) debe partir por causa de una grave enfermedad.

¿Cuál es el tema que se esconde detrás de este argumento? Lo ambiguo de la obra favorece multitud de interpretaciones, si bien es indudable que todas ellas deberán pasar por la idea de la postergación. La vida de Drogo queda empantanada a la espera de la venida de grandes acontecimientos a la altura de sus anhelos. Pero nada en toda la obra revela que realmente Drogo haga algo por ganarse esa gloria que desea. Los años transcurren y su pereza reduce sus aspiraciones a un órdago por el que renuncia a todo a cambio de la improbable y ansiada guerra con los tártaros. Entre tanto la cotidianeidad roe lentamente su existencia, vaciándola y convirtiéndola en un verdadero desierto.

Desde el propio título de la obra, Buzzati reclama nuestra atención para ese desierto que se extiende a los pies de la fortaleza Bastiani. Ese desierto, observado con metódica y obsesiva atención desde las murallas almenadas es un paisaje muerto, infinito y del que apenas llega noticia. Pero no menos desértica es la vida de Drogo quien a fuerza de observar el paisaje deshabitado no es capaz de reconoce en él su propia vida. De este modo, el desierto actúa como reflejo especular de la vida de los habitantes de la fortaleza. Su vaciedad, su inutilidad, su oportunidad perdida, todo ello se extiende a sus ojos sin ser visto, reflejando su propia vida y sus enemigos imaginarios.

Pero también se encierra en El desierto de los tártaros la idea del eterno círculo. En diversos pasajes claramente intencionales, Buzzati hace de Drogo el mismo actor para los nuevos oficiales que el que antes fueron para él Ortiz y otros. Ni su vida le ha aprovechado, ni su experiencia aprovechará al resto en una rueda demoledora que arrastrará a todos aquellos que no tengan la suficiente fuerza de voluntad para bajarse de ella. Y es realmente en esa lucha contra el destino que les aplasta, por la erigirse como árbitro del destino propio, donde se esconde la gloria que Drogo desea ver venir desde la llanura tártara.

Otro elemento más a tener en cuenta es el momento en el que esta obra fue escrita, mientras el lenguaje belicoso de Mussolini iba preparando a la opinión pública italiana para entrar en la Segunda Guerra Mundial. Al igual que los habitantes de Bastiani fundan su razón de vivir en la esperanza de un peligro cierto, la dictadura italiana, como todas, buscaba un enemigo allá donde fuera preciso, una amenaza que pudiera unir al país en torno al líder. Esa ficción trae inevitablemente el empobrecimiento espiritual de sus pueblos, un desierto en el que los mediocres pueden desplegar sus espejismos, al igual que le ocurre a la guarnición de Bastiani.

En su locura, Mussolini inició una guerra colonial en Etiopía que el propio Buzzati cubrió como reportero. Sin duda, la experiencia de las tropas italianas allí destacadas debió ser muy similar a la de los protagonistas de El desierto de los tártaros. Un enemigo esquivo en un paisaje ajeno y desconcertante que se presenta como una oportunidad de medrar en la carrera militar. Sin duda, los desérticos y pétreos paisajes etíopes sirvieron como modelo de referencia para las descripciones de la llanura tártara.

Es frecuente la referencia a Kafka cuando se habla de la obra de Buzzati. En particular, El desierto de los tártaros parece próximo a El castillo, otra fortaleza pero que siempre permanecerá vedada para el protagonista. Sin embargo, frente al pasivo y meditabundo Drogo, K. despliega todos los medios a su alcance para lograr ser admitido en el castillo. Explora cuantas opciones son posibles y nada parece hacerle ceder en sus esfuerzos. Su vida de acción no le garantiza el éxito, pero sí parece dotar de sentido a su existencia. Por el contrario, Drogo confía en la benevolencia del destino, se cree llamado a una alta gloria y tan sólo espera el momento de aprovecharla. Ni siquiera su inútil espera parece justificar su existencia.

Lo que sí pudo tomar Buzzati de Kafka es el tono general de la obra. El uso tan especial de la tercera persona, los símbolos y las autoreferencias, la atemporalidad de la trama y la economía de recursos a la hora de ir narrando la historia. Todo ello contribuye a que la lectura de El desierto de los tártaros se asemeje a un sueño con el que uno puede fácilmente identificarse, sentir una leve punzada en el estómago e interrogarse.

Pero no caigamos en la trampa. Este libro nos advierte de la necesidad de despertar, de vivir alerta, a la espera de las oportunidades que todos los días se nos muestran. Nos susurra en estruendosa mueca que salgamos a la calle, que nos lancemos a la vida; que nada de lo que dejamos pasar volverá. Así que, ¡hasta la próxima!


31 de enero de 2010

¿En qué creen los que no creen? (Umberto Eco, Carlo María Martini)


No hay mayor decepción que pueda causar un libro que plantear desde su portada una interrogante que su interior no es capaz de responder. Desde el inicio la pregunta es errónea puesto que sitúa el punto de vista en la creencia de quienes no creen, obviando que el sentido del texto es el del diálogo entre quienes creen y quienes no creen. Pero, sobre todo, porque parece presuponer que una creencia es consustancial a todo ser humano, lo que puede ser un punto de partida controvertido.

Sin embargo, hecha la salvedad oportuna, el libro presenta un interesantísimo diálogo epistolar entre el filósofo Umberto Eco y el Arzobispo Emérito de Milán, Carlo María Martini seguido de un “coro” de intelectuales italianos de reconocido prestigio. La premisa del intercambio, publicado por la revista Liberal a partir de marzo de 1995, es la reflexión sobre los principales claroscuros que se abren ante el Hombre en estos tiempos de cambio y duda desde la perspectiva de quienes ven una trascendencia en la vida y en los actos y de quienes, partiendo de otras premisas, se esfuerzan por encontrar motivos para la Esperanza y para no morir en la apatía frente a un televisor, incapaces de tomar partido, en palabras de Umberto Eco.

Y es la idea del fin la que inicia el debate. Eco destaca cómo la Iglesia ha convivido pacíficamente con la idea del Apocalipsis, del fin de los tiempos, pero logrando darle un sentido cada vez más metafórico, espiritual y menos catastrófico. En aparente contradicción, el temor ante un colapso general que ponga término a la Vida en la Tierra parece haberse instalado en el mundo laico, y así, señala los múltiples apocalípticos que desde la Política, la Ecología y un sinfín de corrientes de todo tipo hacen de esta nueva prédica su principal argumento (y medio de vida en muchos casos). Todo ello con el pesado agravante de que estos nuevos milenarismos vienen apoyados por tesis científicas, mejor diremos, por premisas que han buscado apoyatura científica ad hoc (lo que se puede definir como la negación de la Ciencia). Por ello, Eco se pregunta si existe aún una noción de Esperanza que permita iluminar nuestro concepto de la Historia como un devenir de progreso, en el que el Hombre sea el artífice de dicho avance.

Martini acepta los presupuestos de Eco y se interroga sobre si cabe una Esperanza en el sentido declarado por Umberto Eco que pueda devenir en un campo de juego común para creyentes y no creyentes. Y lo cree posible a la vista de la experiencia de quienes, desde ambos campos, se esfuerzan por crear un mundo mejor, por actuar de manera responsable en su entorno y todo ello sin obtener retribución visible de ningún tipo; es decir, evitando nombrar los motivos de cada cuál para no entrar en debate estéril, sino centrándonos en los actos y hechos, observamos esa coincidencia al margen de creencias. Y esa Esperanza parece, a su juicio, capaz de iluminar el futuro (y aún el “fin”, siempre y cuando éste tenga un valor que dote de sentido al pasado) haciéndonos críticos con nuestros errores y arrancándonos del confort de nuestra sala de estar.

Pero no creamos que el diálogo se limita a aquellos aspectos genéricos en los que se puede presumir una cierta concordancia de criterios. Pronto Eco se lanza al espinoso tema del aborto partiendo de la premisa de que él no apoyaría el aborto de un nasciturus por él concebido por considerarlo un atentado contra el mayor de los milagros, que es el nacimiento de una nueva vida pero, al tiempo, se siente incapaz de imponer su criterio a quienes no piensan como él. Repasando los debates de la Iglesia describe cómo para ésta tampoco ha quedado claro en cada momento histórico el exacto y preciso minuto en el que se transfiere la vida y el alma al nasciturus, y tampoco la ciencia moderna parece capaz de definir un momento clave que determine el comienzo de la vida y, por tanto, el instante a partir del cuál, ésta debe recibir la protección jurídica que a todos nos es concedida. Por ello, finaliza, o bien no se debe permitir el aborto en ningún caso, o bien se debe dejar tal decisión a la madre, quien asumirá las consecuencias de su decisión respondiendo ante su conciencia de sus actos. No parece muy convincente en este caso puesto que la imposibilidad de determinar el nacimiento de la Vida puede ser argumento para el legislador, que debe atender al pragmatismo y definir claramente qué y qué no es delito, pero un filósofo debería asumir un mayor riesgo dialéctico.

Para Martini, no es una sorpresa, la concepción es el momento en el que la potencia del ser vivo se transfiere a un embrión que está llamado a este mundo, que depende de su madre pero que tiene independencia de la misma, que es esperado y definido y vivido por sus padres como un tercero. Polémica zanjada. Si bien no parece posible en este caso un campo común de acuerdo más allá de que todos consideren el aborto como una desgracia y ultima ratio.

Desviándose de un tema tan espinoso pero abordando otro no menos polémico, Umberto Eco manifiesta sus dudas sobre la ordenación sacerdotal exclusiva para los varones no encontrando sustento en las Escrituras que pueda justificar dicha discriminación, máxime cuando el propio Jesucristo dio muestras de superar las limitaciones culturales del Israel de sus días, cuando en muchos momentos primó a las mujeres sobre los hombres. Martini se refugia en los misterios revelados para defender la actual postura de la Iglesia, si bien, concluye que los misterios son eso, misterios, cuya comprensión es tarea de la Iglesia que debe avanzar en su iluminación. En definitiva, que la puerta no está cerrada pero queda por definir si estos ojos lo verán

Sin embargo, más importante al menos a mi juicio, que el tema de la ordenación de las mujeres es el planteamiento previo que hace Umberto Eco para justificar su “intromisión” en una decisión exclusiva de la Iglesia. Y es que Eco defiende la libertad para que un credo establezca sus reglas de manera autónoma (dentro del respeto a las normas del Estado correspondiente) y niega la crítica externa de quienes no perteneciendo a dicha confesión pretendan su modificación. Defiende, por tanto, que la pertenencia a una confesión -al igual que a un club- conlleva unas normas que se aceptan y se entra en dicha comunidad, o se rechazan y se busca una más acorde con nuestro pensamiento. En contra, defiende la posibilidad de que un credo exprese sus opiniones y aún su crítica sobre aspectos de ética natural siempre y cuando no trate de imponer sus propios principios a los ajenos a dicho credo. Martini coincide con esta opinión, si bien hace la salvedad de que el límite que establecen las leyes del Estado no excluye el papel de la Iglesia o los seguidores de cualquier creencia a instar su modificación en la medida en la que lo puedan hacer otros grupos sociales y siempre desde la perspectiva del bien común.

Y digo que esta reflexión me parece interesante, aunque aparezca dispersa entre el diálogo sobre el sacerdocio femenino, puesto que va mas allá del aspecto religioso. En estos días en que la religión católica ya no es patrimonio del Estado, ni la única opción de los fieles, y debe convivir con otras tantas religiones, algunas próximas y otras extrañas con las que se nos trata de enfrentar, se debe aceptar la expresión de la opinión de su jerarquía (pero también la de otras confesiones) así como la licitud de sus decisiones internas y autónomas puesto que a nada nos obligan si así no lo deseamos. Claro que lo mismo se debe predicar de judíos o musulmanes, mormones o adventistas, cuyas creencias deberán ser respetadas (aunque no se compartan) con el límite del derecho ajeno, lo que choca con esa exigencia tan burda (a mi juicio) de la “integración” de aquellos que vienen a nuestras tierras no por la admiración que sienten por nuestras costumbres o cultura, sino para alimentar a sus hijos. Y es que por integración muchos entienden asimilación.

El siguiente carteo se adentra en el punto más complejo, a saber, en qué se basa la moral de aquellos que no la fundan en un Absoluto que trascienda el sentido de la vida de cada uno de nosotros, qué impulsa a un no creyente a sacrificar incluso su vida por sus convicciones. La respuesta de Eco es clara y parte de la aclaración de que la existencia de un Absoluto no excluye que un creyente obre de forma inmoral por lo que tampoco cabrá extrañarse de que un no creyente también actúe de ese modo sin que dichos actos quepa atribuirlos a su condición de no creyente. Para Eco hay una serie de conceptos comunes a todo hombre, que le definen en el espacio, en su relación con el Universo, y que permiten establecer un punto común intercultural sobre el que fundar una ética laica que ordena el respeto a la corporeidad ajena.

Y aquí es donde el diálogo a dos se abre en forma de coro y entran en escena dos filósofos, dos periodistas y dos políticos para, alumbrar desde sus personales posiciones las posibles respuestas al guante lanzado por Carlo María Martini. Y este coro resulta en ocasiones disonante ya que cada cual apunta sus propias razones.

El filósofo Severino defiende que la técnica es el verdadero sustento de la ética dado que el progreso, la idea del devenir y la conciencia de que se debe hacer todo lo que esté en nuestra mano para favorecer el progreso técnico supone el ocaso de la civilización occidental y los valores que propugna, como esa idea del Absoluto, sea la propuesta por Martini (un Absoluto autónomo) o la de Eco (un Absoluto derivado de la dignidad humana o como quiera llamarse el principio natural en que se base). Sin embargo, parece que esa ética que propugna Severino adolecería de un relativismo que la haría inviable en la práctica favoreciendo a minorías que pretendieran imponer su criterio aún a costa de cualquier sacrificio. Y es que no son tan lejanos los tiempos en que los hombres eran inmolados bajo el peso de la idea del Progreso.

Pero ni siquiera la técnica sirve para otro filósofo –Manlio Sgalambro- quien defiende que cualquier acto de bondad supone la negación misma de Dios, que Dios es una naturaleza inferior que dispone un mundo propicio para el crimen y la maldad, de ahí que todo intento ético suponga la negación del plan divino.

Algo menos radical y más asentado en la realidad cotidiana y en la necesidad de fundar la ética laica en principios válidos y aplicables se manifiesta el periodista Eugenio Scalfari que niega que el Absoluto pueda fundar en la práctica una ética autónoma del contexto cultural e histórico para lo que pone el ejemplo de los actos de la Iglesia a lo largo de su historia, actos de violencia y odio pese a defender el Amor como uno de sus principios rectores. Para él, la pertenencia a la especie humana y el deseo de su preservación pugna con el sentimiento egoísta de la supervivencia propia y en esa lucha nace precisamente el impulso ético laico. Montanelli proclama su tristeza y pesar ante su imposibilidad de creer, ante el vacío de su vida y la imposibilidad de fijar un fin y sentido para la misma.

Desde el bando político, Vittorio Foa reclama el respeto que los otros merecen. Proclama que en un siglo presidido por el exterminio y la persecución cobra todo su sentido y nos hace preguntarnos cómo es posible que tanta diatriba sobre la ética, toda una tradición en la filosofía occidental, no sirviera para poner pronto freno a tanta barbarie. En parecidos términos se manifiesta Claudio Martelli quien hace una poda de los valores absolutos, rememorando los tiempos de la Ilustración, para alcanzar un mínimo común y practicable desde lo que denomina la ética de la tolerancia.

Y como cierre final, Carlo María Martini retoma la palabra para expresar su idea de que los tiempos actuales predisponen a la apatía, con su relativismo y su confianza ciega en la tecnología favoreciendo la presencia del Mal, tenga éste la manifestación que queramos, sin poder oponer al mismo una idea del Bien que nos permita, retomando las palabras iniciales de Umberto Eco, recuperar una Esperanza que nos arranque de las poltronas para proteger el único valor sobre el que todos estamos de acuerdo, la Vida, con independencia de cuál sea el fundamento en que basemos tal creencia.

Como iniciaba este largo comentario, el libro no contiene la respuesta a la pregunta que lanza desde su portada pero nadie en su sano juicio puede esperar una respuesta fácil a tal pregunta. Y en muchas ocasiones es de más utilidad la pregunta que la respuesta, el camino que la conclusión final. Para esto sí sirve este libro.


17 de enero de 2010

Faulkner y Nabokov: dos maestros (Javier Marías)



No es fácil seleccionar a los mejores escritores de una época y especialmente difícil sería la elección si ésta viniera referida al siglo XX. Como en ninguna otra época, el pasado siglo ofrece una vertiginosa sucesión de estilos y corrientes. En esa centuria se entremezclan autores que se centran en revolucionar las formas literarias con aquellos que ven en la Literatura el medio para cambiar el mundo sobre el que escriben; aquellos que buscan en la pureza literaria huir del torbellino histórico de su tiempo y esos otros que buscan actualizar géneros de otras épocas.

En este contexto tan rico, la elección parece describir mejor al árbitro que confecciona la lista que el mérito de los elegidos. En la hipotética selección de Javier Marías se encontrarían sin duda dos autores fundamentales por su talento narrativo y la soterrada influencia que han ejercido en otros escritores, influencia que sin lugar a dudas continuará fluyendo libremente por encima de modas, críticos afanosos por allanar su propio espacio con ideas supuestamente novedosas (la terrible tentación de todo arribista) y lectores perezosos más preocupados por la docilidad de los textos que adornan sus mesillas de noche.

Como muestra de la pasión que por ambos siente, Marías compuso diversos textos, tradujo poemas inéditos en nuestra lengua y seleccionó algunas notas biográficas que fueron publicadas de forma dispersa y que finalmente vieron la luz en sendos libritos, más bien con intención lúdica e íntima. Tiempo después, ambos libros han sido editados por Debolsillo en un único volumen (aún así bastante breve) bajo el esclarecedor título de Faulkner y Nabokov: dos maestros.

Como se puede deducir, el material aquí recogido es más bien heterogéneo, de orígenes diversos e incluye, para cada autor una colaboración ajena al propio Javier Marías. Comienza por Faulkner, de quien se señala en la introducción que cometió la imperdonable torpeza de incurrir en cinco grandes pecados, a saber: ser hombre, blanco, anglosajón, machista y estar muerto. Toda una declaración de intenciones puesto que como denuncia Marías, su obra ha venido a pasar a un segundo y discreto plano, para ganar relevancia su vida o mejor, determinados aspectos de su vida, como su misoginia o tacañería para rebajar su estatura de escritor.






Y nada más injusto en el caso de Faulkner ya que, según nos describe Marías, en otro de los artículos aquí recogido, se trataba de un tímido prototípico que rehuía cualquier clase de acto social (entiéndase por social cualquier reunión con más de un desconocido) o que ante las preguntas vacías y repetitivas de los periodistas optaba por la invención pura, mezcla de juego infantil y de necesidad de preservar su intimidad sin resultar descortés con el inquisidor.

Pocos sabrán que el propio Faulkner se definía a sí mismo como un poeta fracasado. Quizá para dar fe de ello (o para desmentirlo) Marías publicó en la revista Poesía una versión bilingüe del primer libro de poemas de Faulkner (Si yo amaneciera después). Baste decir que parece que la Literatura perdió a un poeta a secas a cambio de ganar a un Novelista con mayúsculas.

Por último, se recoge un breve artículo escrito por Manuel Rodríguez Rivero que bajo la forma de un viaje a la tierra de Faulkner, trata de acercarnos al misterio y extrañeza que aún perdura en las tierras del Mississippi y al que tanto debe el pequeño condado de Yoknapatawpha, con sus villas sureñas, su calor pegajoso, sus magnolios y sus pobres habitantes, blancos y negros, observándose desde detrás de la baranda.

Nabokov es el otro homenajeado y, al igual que Faulkner, no concita especiales simpatías, en este caso debido a sus supuestas excentricidades, cierta misantropía, sospechas de pervertido y, en última instancia, por tratarse de un extranjero en cualquier parte.

Para el propio Nabokov, esta última circunstancia era consustancial a su idea del artista, que debía vivir en un cierto exilio. En su caso, este exilio vino más bien impuesto por razones políticas y familiares que por opción personal. En 1919 huyó de Rusia junto con sus padres y hermanos para no volver jamás. Ni Berlín, ni París, ni los Estados Unidos o Suiza representaron un verdadero hogar para él, que vivió siempre inmerso en una provisionalidad, en una espera hasta la siguiente etapa, con las maletas a medio hacer o deshacer, según se mire.


Nabokov fue educado en tres lenguas –rusa, inglesa y francesa- escribiendo fundamentalmente en las dos primeras. Quizá ello le llevó a interesarse por la traducción (él mismo tradujo algunos de sus primeros libros en ruso al inglés) aplicando sus conocimientos e ideas al respecto a la obra de Pushkin vertiéndola al inglés.

Javier Marías asume el reto de traducir al traductor e incluye en este volumen su versión al castellano de 1979 de algunos poemas recogidos bajo el sugerente título Desde que te vi morir.

Una de las principales críticas que se suelen formular contra la obra de Nabokov es la de responder a un esteticismo vacío de contenido, frío y academicista. Sin embargo, en su labor como profesor de Literatura en diferentes universidades, así como en los diversos textos publicados sobre Literatura europea y rusa, sus atenciones parecen caer más bien lejos de ese denostado esteticismo. A sus alumnos les recomendaba leer el Ulises de Joyce con un mapa de Dublín en la mano; les exigía conocimientos sobre la clase de insecto en que se metamorfoseaba Gregor Samsa, sobre el horario de trenes de San Petersburgo y así sucesivamente, causando el estupor entre sus oyentes.

No olvida Javier Marías la obra cuentística de Nabokov, bastante olvidada en nuestros días, y tampoco pasa por alto su pasión por la entomología, campo en el que era toda una autoridad, o su afición por el ajedrez. Así, se incluyen varios problemas ajedrecísticos creados por Nabokov con sus soluciones correspondientes, publicados con texto de Félix de Azúa quien señala que en muchos de ellos la clave de su solución es el retroceso de una pieza para volver a ocupar la posición de partida, el viaje a ninguna parte en que se resume su exilio.

Por último, se recoge un breve homenaje a la más célebre de sus novelas que lleva por título Lolita recontada en el que se repasa de manera novelesca el argumento de esta extraordinaria historia que tantos disgustos le trajo a Nabokov, tanto en su redacción (estuvo a punto de quemar el manuscrito) como tras su publicación, por las críticas simples de una sociedad que no veía con buenos ojos las posibles tendencias sexuales de un extranjero que, para colmo, había sido profesor de la Universidad Wellesley College, institución prácticamente única en el mundo dado que sus alumnos son exclusivamente féminas de buenas familias.

Javier Marías incluye en este libro una breve colección de fotografías de ambos autores (en muchos casos se trata de retratos poco conocidos) que complementan los textos de los artículos enriqueciéndolos. La cuidada edición incluye un índice con la procedencia variopinta de cada una de estas ilustraciones y de los artículos que forman el volumen.

Que nadie busque en las páginas de este libro las claves de las obras de estos dos grandes escritores, ni tan siquiera un esbozo biográfico que pueda permitir adentrarse en sus trabajos literarios con algo de luz. Quizá tampoco estén pensados para quienes hayan leído algunas de sus obras pero no hayan sentido el vértigo de la pasión por cualquiera de ellos, que no hayan sentido con justeza que sus palabras escritas, lo fueron para ellos y que a ellos llegaron después de un largo y complicado viaje. Sí quizá para quienes deseen mirar a través de un caleidoscopio que les devuelva retazos con los que cubrir algunos huecos o limar aristas en la imagen que ya han creado de estos autores. Para ellos ha sido escrito y publicado Faulkner y Nabokov: dos maestros.


5 de enero de 2010

El Muro de Berlín - La frontera a través de una ciudad (Thomas Flemming)


Si Stefan Zweig hubiera escrito sus momentos estelares de la Humanidad en la segunda mitad del siglo pasado, habría elegido sin duda el 13 de agosto de 1961 o el 9 de noviembre de 1989. Ambas fechas encierran, a modo de terrible paréntesis, el periodo en el que un muro separó físicamente a los ciudadanos de Berlín.

A menudo la realidad se empeña en replicar e incluso superar a los más increíbles relatos que algunos se empeñan en llamar ficción. Tomando el posible argumento de un relato de Kafka, un Estado decide construir una muralla rodeando completamente tres cuartas partes de una ciudad, engastada en el centro de su territorio, no para evitar que los asediados escapen sino para impedir a sus propios ciudadanos la huida al pequeño reducto. Después de varias décadas de pétrea firmeza, el Muro cede en el mismo tiempo que se empleó para su construcción: una sola noche.

Pero esto no es un relato extraído de Un médico rural o un descarte de La construcción de la muralla china. No, esto es Historia, de la que se estudia en los libros y de la que nunca se termina de aprender para evitar repetirla.

Ni la construcción del Muro, ni su caída fulminante fueron previsibles en el modo en que tuvieron lugar, por más que multitud de acontecimientos venían anunciando ambos hechos. El Muro surgió con una finalidad claramente represiva, para evitar la sangría de berlineses orientales que huían a la parte occidental y que comprometía a la débil economía de la RDA. Con ese fin, claramente dirigido a sus propios ciudadanos, pretendían disuadir a quienes aspiraban a un nivel de vida digno, a quienes anhelaban reunirse con sus familiares, separados por los caprichos de la geografía política. Por supuesto, la explicación de quienes ordenaron la construcción era otra: se buscaba más bien evitar las intromisiones de Occidente y sus continuas provocaciones, era por tanto un muro para defender a la República Democrática, al Pueblo, en definitiva.

Pero no entremos en los detalles históricos, ni en los entresijos políticos de la Guerra Fría fácilmente accesibles a través de numerosos libros recientemente publicados o reeditados con motivo del vigésimo aniversario de la caída del Muro. Menos ambicioso, he recuperado un pequeño libro comprado hace un año en una visita a Berlín, editado principalmente para el consumo de turistas algo curiosos y que se centra en cuestiones más cotidianas, menos grandilocuentes, pero quizá más importantes para quienes tuvieron que vivir a la sombra del Muro, quienes vieron sus vidas, sus trabajos, sus familias, todo, partido en dos.

Y es que las fronteras dibujadas por los Aliados al fin de la Segunda Guerra Mundial tenían más de arbitrarias que de coherentes, de modo que la zona fronteriza se entrecruzaba con bloques de viviendas, fábricas, parques, monumentos históricos, líneas de metro o barreras naturales como el río Spree, y el Muro se erigió como una herida sangrante allá por donde un burócrata hubiera dejado pasar su pluma temblorosa sobre el mapa de una ciudad que desconocía.

La construcción del Muro exigía, para cumplir su misión con eficacia, despejar una amplia zona a modo de tierra de nadie, con acceso restringido a los agentes fronterizos y a pocas personas más con los permisos correspondientes. Para ello, numerosas familias fueron expulsadas de sus viviendas por la mala fortuna de vivir cerca de la frontera. Sus casas fueron tapiadas y, en ocasiones, derruidas para facilitar el control de todos aquellos que quisieran atravesar el Muro.


Pese a ello, los intentos de fuga fueron innumerables. En los primeros días, cuando el Muro era propiamente una alambrada, las tentativas de fuga no eran más que simples carreras, como la del soldado fronterizo Conrad Schuman, fotografiada y distribuida por todo el mundo. Pero pronto las medidas de seguridad fueron creciendo y el Muro comenzó a convertirse en ladrillos y hormigón creándose una zona de exclusión precedida de alambradas y torretas de vigilancia, con patrullas que vigilaban ese territorio estéril. Durante muchos años la imagen occidental del Muro divergía de la de los berlineses orientales para quienes el Muro no era sino una extensa planicie inaccesible, a cuyo extremo, apenas visible se alzaba una pared.


Desde ese momento, los intentos de evasión pasaron a ser más complejos, a través de edificios colindantes con la zona occidental, de largos túneles bajo la frontera, cruzando el río Spree o incluso saltando mediante tirolinas improvisadas desde la azotea de un edificio.


Por cada huida exitosa, las tropas de fronteras instruían un expediente para determinar los elementos de seguridad que habían fallado de manera que cada fuga suponía casi siempre la última oportunidad para emplear dicho método. En casos extremos, los guardianes eran aleccionados para emplear sus armas de fuego contra cualquiera que tratase de forzar la frontera dejando una larga lista de fallecidos que incluye civiles y soldados (tanto orientales como occidentales). El culto a los soldados caídos en la defensa de la frontera se convirtió en un elemento importante en la política promovida por los jerarcas alemanes para subir la moral de los guardianes.


Pero la frontera no siempre permanecía totalmente impermeable. Durante los primeros años el cierre fue total y sólo los diplomáticos y otras leves excepciones podían cruzar la frontera. Pero las autoridades orientales no podían obviar que muchos de los berlineses tenían a parte de sus familias en el sector occidental, a sus muertos enterrados en cementerios occidentales, etc. Así, se alcanzaron diversos acuerdos para favorecer la comunicación y tránsito de ciudadanos entre ambas partes, si bien lo más frecuente era que ciudadanos occidentales pasasen durante unas horas al Berlín Este. Las autoridades del Este favorecieron progresivamente este tráfico ya que permitía la entrada de divisas de las que estaban muy necesitados.

El “cordón sanitario” forzaba situaciones absurdas como el hecho de que hubiera tramos del metro del Berlín occidental que pasaran bajo el Muro y cruzaran estaciones del Berlín oriental que habían sido clausuradas para sus ciudadanos con el fin de evitar su empleo como medio de fuga. Esas estaciones fantasma eran vigiladas por soldados que debían esconderse cada vez que pasaba un convoy por miedo a los objetos que los airados ciudadanos occidentales les arrojaban.


La presión a la que se veían sometidos los guardias de fronteras era tan alta que sus mandos llegaron a temer que la desmoralización (disparar a sus propios conciudadanos no debería dejar a nadie indiferente) se extendiera. Para combatir este riesgo se reglamentó un adoctrinamiento político especial junto con recompensas económicas y días de permiso para quienes cumplieran con celo su misión. Como apoyo, un nutrido grupo de voluntarios colaboraba en las tareas de vigilancia, en especial en la zona de seguridad tras el Muro, dentro del esquema que la Stasi había creado para el control de sus ciudadanos.


El paso de los años trajo consigo el avance de la tecnología aplicada también al Muro. Así, los materiales, las torretas, la iluminación nocturna, todo ello fue cambiando la fisonomía de una estructura que, en enero de 1989 sólo a ocho meses de su fin, Honecker declaraba que duraría mientras las circunstancias que motivaron su construcción siguieran vigentes.


Y no sabía lo acertado que estaba. Los acontecimientos en Europa del Este eran imparables. La apertura de fronteras entre Hungría y Austria supuso un corredor por el que cientos de alemanes huían a Occidente. Las manifestaciones de protesta en Leipzig comenzaron a extenderse al resto de ciudades de la Alemania Oriental, incluyendo Berlín. El miedo se iba derritiendo y cada protesta era una nueva victoria que evidenciaba que el poder monolítico del partido no sabía bien cómo encarar la nueva situación. La falta de respaldo soviético (al contrario de lo ocurrido en Hungría en el 56 y en Checoslovaquia en el 68) dejaba a los dirigentes alemanes huérfanos en sus decisiones.


De ahí que para mejorar la imagen y tratar de adelantarse a los acontecimientos, se decidió suavizar la política de concesión de pasaportes. El 9 de noviembre de 1989 el portavoz del Comité Central, Günter Schabowski, compareció en rueda de prensa y tras varios anuncios rutinarios leyó una hoja que le había sido entregada en mano y cuyo contenido desconocía (no había estado presente en la reunión del Comité). Él mismo parecía sorprendido por la noticia de que los viajes al extranjero no precisarían las justificaciones que se venían exigiendo hasta la fecha. Requerido por un periodista sobre si esta información era válida también para el Berlín Este, el balbuceante Schabowski buscó inútilmente más información en su hoja y respondió afirmativamente. La siguiente pregunta -“¿Cuándo entra en vigor esta medida?”- le dejó igual de descolocado, pero su respuesta puso fin a 28 años de Muro: “Inmediatamente”.


Pocos minutos después una multitud se fue congregando en los puestos fronterizos ante el estupor de los guardas de frontera que no habían recibido comunicación de ningún tipo y que en vano trataban de contactar con sus superiores que parecían haber desaparecido. Finalmente, los guardas franquearon el paso a los berlineses orientales que eran recibidos entre abrazos y lágrimas por sus vecinos occidentales.


Cuentan que aquella noche los almacenes KaDeWe no cerraron y que hicieron su mayor recaudación. También cuentan que en una reciente encuesta un alto porcentaje de alemanes estaría a favor de volver a construir el Muro. Lo que tengo claro es que nadie que viva tras una pared que le impida vivir en libertad estará de acuerdo con esa respuesta. Para quienes tenemos la suerte de mirar en la distancia y no encontrar más barreras que el horizonte, recordar este episodio nos hará conscientes de que esta suerte no nos ha sido regalada sino que se ha conquistado y debe ser preservada cada día.

5 de diciembre de 2009

Días de canela y menta (Carmen Santos)


Carmen Santos
decidió dar el atrevido y peligroso salto de renunciar a un empleo confortable por dedicarse a la traducción, los idiomas y la Literatura; en definitiva, por perseguir una ilusión. Y parece haber ganado la complicada apuesta tras algunos relatos reconocidos en varios concursos literarios y la publicación de tres novelas.

Días de canela y menta -su última novela- publicada en Plaza & Janés en 2007 ha sido reeditada recientemente en formato de bolsillo. Resumo brevemente su argumento según el guión que anticipa la contraportada. Clara Rosell, una cuarentona estresada, madre de dos hijos y casada felizmente ha decidido volver a la rutina laboral incorporándose a la redacción de un periódico de reciente lanzamiento sin tener mucha idea ni experiencia en materia periodística.

Una noticia leída al azar en internet atrae su atención: la muerte de un emigrante español –Héctor Laborda- en Düsseldorf, solo, rodeado de recuerdos de otra época y sosteniendo una Biblia mugrienta abierta por un salmo penitencial. No es ajeno al interés de Clara el hecho de haber vivido parte de su infancia precisamente en Düsseldorf, junto a su familia. Su padre también emigró en busca de sustento y un mejor futuro para los suyos. Clara intuye que esa noticia puede dar pie a un artículo sobre la inmigración española de los años sesenta. Venciendo la resistencia de su jefe, viaja a Düsseldorf acompañada de Héctor, hijo del fallecido, que no ha tenido noticias de su padre desde los seis años, cuando su madre regresó a España avergonzada por la infidelidad de su marido.

Entre ambos recorrerán el viejo Düsseldorf entrevistando a un viejo jesuita, Antonio Vargas, amigo de Héctor y con Elke, la mujer por la que Héctor renunció a su esposa y a su hijo, pecado del que nunca se perdonará. Gracias a ellos conocerán parte de los misterios que envolvieron la vida de Héctor y deberán averiguar por su cuenta las restantes piezas. Finalmente, la intriga se resuelve; Clara y su acompañante reconstruyen los terribles sucesos que golpearon a Héctor y que le llevaron a una vida de desolación y a la muerte en la más absoluta soledad.

Claro que los investigadores aficionados tendrán tiempo para enredarse en un complejo juego que parte del coqueteo y continua con la pasión enfebrecida de quienes tratan de anteponer su deber de fidelidad a sus deseos (no despejaremos dudas sobre el resultado de tanta contención y si ésta finalmente cede o se impone como salvaguarda de la vida familiar que ambos desean preservar).

Y dicho así, parecería un argumento lineal que invita a una lectura plácida y convencional. Sin embargo, el planteamiento de Carmen Santos es más ambicioso. Junto a la intriga descrita, se nos presenta la vida de Héctor Laborda, sus motivaciones y sufrimientos desde la perspectiva de las dos personas que mejor le conocieron (Antonio y Elke) pero también desde el punto de vista de su hijo que parte por despreciar a su padre pero que termina por ir abriéndose a una imagen más real, quizá no menos dolorosa.

Sin embargo, los pasajes más brillantes de la novela son los correspondientes a la remembranza de la protagonista y narradora, la recuperación de la memoria sobre la vida de su familia, muy similar a la de Héctor Laborda, que se inicia en el Tren de la Ilusión que llevaba a los emigrantes españoles directamente a las fábricas alemanas. Clara reconstruye esa epopeya recordando las viejas historias oídas de su padre: cómo viajaban hacinados, cómo eran recibidos a su llegada, las duras condiciones de trabajo. Para el resto de los hechos no necesita recurrir a palabras prestadas; desde los cuatro años vivió en Düsseldorf las penurias de la emigración. Rodeados de austeridad, el objetivo era ahorrar el suficiente dinero para poder regresar a España. Creció en un ambiente más liberal que el que se podía respirar en su país pero siempre bajo la atenta mirada de su padre, temoroso de la contaminación de los extranjeros y sus licenciosas costumbres.

Carmen Santos logra trasladarnos la angustia de esa vida alejada de la patria, que embalsama el recuerdo de sus costumbres y rectos principios junto con buenas dosis de distorsión para defenderse de un modo de vida extranjero, olvidando que el mundo sigue girando, incluso para aquella España aislada y monolítica en apariencia. Una vida en la que los tópicos (el sol, el autogiro, el submarino, el éxito de Massiel en Eurovisión) son muestras del genio hispano y en la que aquello en lo que no se despunta se atribuye a la envidia, al complot extranjero. Es el drama de la emigración uno de los ejes vertebradores de Días de menta y canela asomándonos a una parte de nuestra historia que no parece haber tenido mucho eco en el cine o en la Literatura, ni tan siquiera en estudios académicos. Una etapa que según la autora, se olvida por vergüenza, por no recordar que en aquella época muchos españoles tuvieron que salir fuera de su país, con pobres maletas de cartón, para ganar el pan que no podían lograr en su país. Y con sus remesas contribuyeron también al desarrollo de una España que ya apenas reconocerían a su regreso. Huyeron del hambre y la penuria pero volvieron (los que lo hicieron) a una España que se parecía más (salvo en lo político) a Alemania o a Suiza que lo que habrían podido imaginar; a una España en la que los pueblos de pescadores se habían convertido en paraísos para el turismo y donde las descocadas extranjeras podían exhibirse igual de frescas que en sus países sin que las autoridades lo impidieran. Condenados, por tanto a ser ya extranjeros en cualquier lugar del mundo.

Pero quizá el motivo de este olvido sea también el de no mirar de frente el mismo drama que hoy se vive en nuestras calles, el de los emigrantes que aquí vienen con la misma intención que la de aquellos que se fueron. Y no basta afirmar, como hace el padre de Clara en un pasaje de la novela, esa idea de que “los de ahora vienen sin papeles”, pues la motivación que les mueve es la misma y frente a ella no hay traba burocrática que se interponga. Y Días de canela y menta también nos abre a la reflexión sobre los motivos para la falta de integración. Pensemos en por qué nos parece tan divertida la escena en la que Massiel se impone a Cliff Richard o en el rechazo que los cuadraos -perdón, los alemanes- inspiran en el padre de Clara, el escondido desprecio mezclado con cierto complejo de inferioridad; y sin embargo, cómo exigimos que otros adopten nuestras constumbres y renuncien a las suyas. No es fácil hallar un término medio, quizá no lo haya, pero comprender la razón del otro es un paso y empatizar con nuestros compatriotas emigrados de aquella época es un buen comienzo.

Si tras leer la novela conocemos que su autora, Carmen Santos, vivió unos doce años en Düsseldorf, que su padre –al igual que Héctor Laborda- fue empleado de Correos en esa ciudad, que regresó en plena adolescencia a Valencia y que posiblemente pasara por muchas de las situaciones que describe en su novela, tendremos una justa dimensión de lo que supone esta obra para su autora.

Es un lugar común que todos los autores comienzan (o terminan) por escribir sobre ellos mismos, sus recuerdos o su experiencia. Creo, sin embargo, que una obra hay que juzgarla por su mérito, sin que interfiera la biografía de su autor salvo para enriquecerla, y en este caso parece que Carmen Santos ha logrado combinar su propia experiencia con un material de ficción que aleja a la novela de un mero relato biográfico.

No dejaré de lado el otro gran tema que sustenta la trama de esta novela: la pasión y el sexo. Incluso en las retraídas y pacatas mentes de los españoles emigrados cabía esperar el triunfo de esa pasión por encima de la conveniencia. Y así, Héctor Laborda se enamora de Elke perdiendo a su familia. El mismo fenómeno parece repetirse años después en su hijo que se enamora de la periodista Clara Rosell hasta el punto de querer renunciar también a su familia. Pero ya no hay españoles como los de antes, “el hábito puede atar tanto como la pasión más desaforada” le replicará una Clara no muy segura de lo que dice, inmersa en su calentura. “A nuestra edad, los dos sabemos que a la larga ninguna pasión puede compensar tantas renuncias” concluye la juiciosa periodista. Pero también es válido su opuesto, y es que no hay peor amargura que la de no haber tenido valor para perseguir un sueño. Normalmente aplicamos una u otra respecto a terceros en función del resultado ya conocido, una historia de amor hermosa (si concluye bien) o una pasión momentánea que tiró por la borda toda una vida (si el experimento fracasa) y es que lo difícil es siempre decidir uno mismo.

Por último, una mención al estilo de Carmen Santos del que destaca la facilidad en la escritura con figuras y metáforas realmente creativas y un extraordinario oído para los diálogos plagados de coloquialismos, adecuados a cada uno de los momentos históricos en que discurre la conversación.

Como siempre, una novela abre más puertas que las que cierra, Días de menta y canela abre una poco frecuentada, como la de esa página de nuestro pasado reciente, haciendo un verdadero ejercicio de memoria histórica y homenaje a unos hombres y una época que no merecen caer en el olvido.


22 de noviembre de 2009

Los versos satánicos (Salman Rushdie)



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La historia es bien conocida. El libro fue publicado en Inglaterra en septiembre de 1988 y casi de inmediato fue prohibido por los gobiernos de la India, Arabia Saudí, Egipto, Somalia o Indonesia entre otros. En febrero de 1989, el ayatolá Jomeini acusó al libro de blasfemo y de apóstata a Salman Rushdie lo que conlleva la pena de muerte. Para dar la importancia requerida a la fatwa y demostrar que los intereses espirituales caminan muchas veces de la mano de los terrenales, ofreció la cantidad de tres millones de dólares a quien asesinara al autor. Posteriormente esta cantidad fue duplicada.

Hasta el año 1998 Salman Rushdie tuvo que vivir oculto, protegido por los servicios de seguridad británicos. Desde entonces, y en tanto que la fatwa no ha sido derogada, su vida privada se ha visto bastante restringida y siempre sometida a importantes medidas de seguridad.

Por desgracia, la fatwa también se extendió a traductores y editores de la obra. La estela trágica se cobró la vida del traductor al japonés de Los versos satánicos. El editor noruego fue tiroteado, el traductor italiano fue apuñalado, treinta y siete personas murieron en un incendio provocado en un hotel con motivo de las protestas contra la traducción de la novela al turco, y así sucesivamente. Quizá por este motivo, la edición que poseo de este libro no hace mención nominal del traductor al español (lo sustituye por el nombre de una sociedad).

Y como digo, todo ello es conocido, y todo ello se ha comentado y debatido en innumerables ocasiones. Se ha puesto de manifiesto la sorpresa de que en nuestro tiempo parezcamos retrotraernos a la época medieval de la quema de libros -¿olvidamos tal vez que hace 70 años, ciudadanos de una nación civilizada hacían lo propio en Babeplatz?- justificándose que el Islam no ha pasado aún por el Renacimiento, Ilustración, etc., obviando que la Historia no es un proceso único y lineal, más aún, la Historia Occidental no es el patrón que han recorrido o deben recorrer otras civilizaciones.

Se ha dicho que no se debe ofender las creencias de millones de personas en el mundo, pasando por alto que el respeto sólo es tal si es mutuo. Y todos se han escandalizado al ver cómo la fuerza de la fatwa es tan poderosa sobre los fanáticos de Pakistán como sobre los inmigrantes instalados en nuestros estados (en Inglaterra fueron muy difundidas las declaraciones de reconocidos empresarios musulmanes que aseguraron que matarían a Rusdhie si tenían la oportunidad). Como no hay mayor fanático que el converso, las declaraciones de Cat Stevens en parecidos términos dieron la vuelta al mundo.

Sí, de todo ello se ha hablado, a costa de no hablar del libro, de su argumento y sus méritos literarios. Tal vez el paso del tiempo desdibuje esta polémica y la reduzca a un breve párrafo introductorio en los comentarios sobre la obra; tal vez entonces no nos preguntemos qué contiene este libro que tanto ofendió a unos y que tanto apoyo recibió de otros sin que probablemente la mayoría de ellos lo leyera.

Entre tanto, tampoco es justo pasar de puntillas por la polémica y manifestarse tibiamente al respecto. La Literatura nació como forma de rebelión contra los poderosos, contra lo impuesto. Si no fuera así, ¿por qué inventaríamos otra realidad, por qué crearíamos personajes fascinantes, más reales que muchos de los que pueblan la Historia? Esta invención conlleva inevitablemente, si hablamos de buena Literatura, poner en solfa nuestra sociedad, sus opiniones y acomodos, sus trampas y falsedades. Y para ello, ningún recurso más apropiado que el humor y la ironía. Como ya he comentado en relación a otros libros, nada teme más el Poder que el humor; nada lo corroe y socava tanto y por ello, nada es perseguido con igual ahínco. Parte del odio generado por Los versos satánicos se debe fundamentalmente a su tratamiento humorístico, humano, de ciertos pasajes de la vida de Mahoma.

Los dos protagonistas de la obra representan dos tipos enfrentados. De una parte, Gibreel Farishta, actor bollywoodiense que encarna las esencias de su país y que representa a sus dioses y mitos en las películas que protagoniza, pasa por unos momentos de duda y se retira del mundo del cine. De otra parte, Saladin Chamcha, quien representa el intento por alejarse de su país, física y culturalmente. Cultivador de un estilo inglés, anticuado para la misma Inglaterra, trata de licuarse y disolver sus caracteres raciales y culturales casándose con la hija de un auténtico representante de la antigua estirpe victoriana.

Por extrañas casualidades, ambos coinciden en un vuelo entre la India y Londres que es secuestrado por un grupo terrorista que finalmente hace estallar el avión sobre el Reino Unido. Farishta y Chamcha se salvan milagrosamente cayendo sobre una playa. Durante su caída un proceso de transformación se apodera de ellos: Chamcha desarrolla progresivamente cornamenta, pezuñas y un incipiente rabo que le asemejan a un demonio. Farishta se verá rodeado por una especie de aura celestial convirtiéndose en la representación terrenal del arcángel Gabriel.

A partir de este momento comienza una tremenda lucha entre ambos; Chamcha tratará de recuperar su apariencia pulcra mientras es denostado por la policía y adorado por un grupo de indios satánicos y algo desequilibrados, culpando en todo momento de su situación a Farishta quien se debatirá entre el ansia de convertir al mundo, la apatía y el intento de retomar su carrera cinematográfica.

Esta lucha pondrá de manifiesto las tensiones ocultas entre la inmigración de origen indio en Londres. Sus grupos vecinales debaten sobre la discriminación y marginación a que son sometidos por las autoridades inglesas al tiempo que no logran ponerse de acuerdo sobre el camino a seguir para luchar por sus derechos. Las generaciones jóvenes toman partido por el enfrentamiento con sus conciudadanos británicos que les escamotean la igualdad y se rebelan contra el servilismo de sus mayores. Asimilación y reivindicación en clave realista son el contrapunto a las figuras de los protagonistas.

Pero en esta extensa novela los temas saltan y desaparecen a cada página siendo arrollados por la acción que los envuelve y por los numerosísimos personajes y tramas que gravitan en torno suyo. El papel de la religión en nuestros días, la discriminación racial por parte de la policía, el uso partidista que hacen los políticos locales de los problemas sociales, la transmisión de valores de padres a hijos, la formación de guetos dentro de las sociedades occidentales, los celos y el perdón, todo ello y mucho más desfila por las páginas de Los versos satánicos.

Sin embargo, algunos de los pasajes más interesantes, los más líricos, aquellos en los que la imaginación de Rusdhie más destaca, son los diferentes interludios oníricos que surgen de la mente confusa de Faristha-Gibreel. Estos sueños se intercalan entre sí y respecto de la acción principal creando un complicado mosaico en el que las relaciones entre todos ellos se multiplican enriqueciendo la lectura, haciéndola más compleja y sugerente.

El más polémico es el que narra la etapa de la vida de Mahoma (Mahound) en la que trata de abrir paso a su nueva religión para lo que concede la posibilidad de que haya otros tres dioses que compartan con Alá el trono de las deidades. Los versos que contienen esta afirmación son recitados por el arcángel Gabriel pero finalmente serán eliminados del Corán por haber sido realmente dictados por el demonio, Shaitán, en lugar de por el arcángel, según afirma Mahound. La polémica por estos versos satánicos parece tener una larga tradición dentro del Islam, algo similar con lo que ocurre con los testamentos apócrifos en el Cristianismo. En este pasaje se viene a acusar a Mahoma de acomodar su enseñanza a partir del triunfo de su religión, en función de su interés. Ante cualquier polémica, subía al monte a escuchar la revelación de Gibreel que, en todo momento, resulta coincidente con la postura del profeta.

El segundo sueño es el protagonizado por una joven india que asegura tener contacto directo con el arcángel Gabriel quien le ha ordenado comenzar una peregrinación a la Meca para lo que deberá caminar hasta el Mar de Arabia y allí, emulando a Moisés, éste se abrirá en dos para que puedan cruzar a pie y alcanzar finalmente el destino de su peregrinaje. En su pasión, arrastra a todo el poblado en el que vive, creyentes o escépticos, favorables a su proyecto u opuestos, concitando la adhesión de muchos humildes en su camino al mar. Esta secuencia recuerda ciertas páginas de García Márquez o La guerra del fin del mundo de Vargas Llosa y justifica por sí sola la frecuente referencia a Rusdhie como un brillante representante del realismo mágico fuera de la Literatura Hispanoamericana.

Por último, el tercer sueño nos revela la vida miserable y cruel de un Imán en el exilio, conspirando para tornar a su país y asumir el poder. Se trata de un remedo del exilio en París de Jomeini y parece un ataque personal contestado por el propio Jomeini en forma de sentencia de muerte para Rusdhie.

Como siempre, la mejor Literatura es la que sabe tratar de manera convincente aquellos temas que preocupan a la sociedad de su tiempo y que, en esencia, vienen a ser siempre los mismos. Los versos satánicos tienen mérito literario suficiente para merecer su lectura, al margen de otras consideraciones. Su estilo es intrincado, mezclando de manera acertada muy diversos estilos narrativos o el punto de vista del narrador que se inmiscuye con plena libertad cuando lo estima preciso.

Su temática es igualmente rica, avanzando muchos de los temas que hoy continúan sin resolver, en especial la contradicción entre quienes rechazan a un tiempo el mundo del que proceden y el mundo que les acoge con reservas, pero también la posición de los que viven en estas sociedades modernas confusos entre el rechazo a su herencia (o a ciertos aspectos de ella) y la incertidumbre de un futuro para el que no siempre es fácil anticipar su signo. A comprender los sentimientos de ambos nos ayuda Los versos satánicos, como es natural, la respuesta estará siempre fuera del libro.




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