30 de enero de 2011

La educación del talento (José Antonio Marina)



Cuando hablamos con preocupación de la situación de la educación, solemos centrarnos en la enseñanza reglada, olvidando otros elementos al menos tan relevantes. Todos coincidimos en que la familia es otra pieza clave de la educación; difícil es la tarea de un profesor si no cuenta con el respaldo y apoyo de los padres del alumno.

Pero con más frecuencia olvidamos otros dos factores que condicionan igualmente la educación de nuestros hijos (en general, la educación como habilidad para aprender y desarrollar nuestras potencialidades, sea cual sea nuestra edad), como son la cultura y la sociedad.

La cultura como conjunto de conocimientos, actitudes y talentos fruto de un largo proceso de decantación que refleja nuestro modo de entender la vida y nos inserta en un cuadro completo y coherente (lo que no impide cierto grado de adaptación y flexibilidad) que facilita la comprensión de nuestro entorno, nuestra posición en la vida y nuestra relación con los otros.

Hay culturas que favorecen la iniciativa individual, la asunción de riesgos y sus consiguientes responsabilidades, que no penalizan el fracaso pero premian el éxito. En el lado opuesto, hay culturas en las que la acción colectiva prima sobre la individual, en las que la estabilidad es un valor y desconfían de cualquier modo de diferenciación que rompa la homogeneidad social. Culturas que favorecen o toleran la violencia y culturas que la limitan, culturas que fomentan el respeto por el otro o culturas que elevan barreras.

Dependiendo de la cultura en la que nos desenvolvamos, nuestra vida potenciará unas habilidades en detrimento de otras. Queda margen para la decisión y el carácter individual, por supuesto, pero en términos generales, el condicionante cultural será un elemento muy relevante.

El otro factor apuntado que afecta directamente a nuestra capacidad de aprendizaje y al modo en que lo hacemos es el entorno social en el que nos desarrollamos. Éste es un elemento más inmediato y cambiante que la cultura, y quizá por ello, igual o más influyente. Una sociedad que prime el éxito rápido generará unos alumnos diferentes a otra sociedad en la que el aplazamiento de la recompensa suponga un estímulo, no un freno, a nuestros esfuerzos. Una sociedad que no valore la formación y la educación, que convierta en referencia para sus jóvenes modelos de conducta que hacen gala de su escasa preparación, está favoreciendo que sus próximas generaciones repliquen dicho modelo.

Todo el trabajo de profesores y padres suele quedar en nada cuando se enfrenta a las opiniones de los compañeros de pupitre o a los estereotipos que divulgan la publicidad o las series de moda. Cuando estos valores son asumidos por la sociedad en su conjunto, o cuando no se ofrece un marco alternativo coherente y atractivo, poco o nada se puede hacer.

En conclusión, sobre los pobres y sufridos alumnos se ciernen fuerzas con fines y objetivos dispares. El sistema institucionalizado de enseñanza (con sus vaivenes políticos), la familia, la cultura y la sociedad, todo ello luchando por educar a nuestros hijos para un entorno igualmente complejo y con todas las incertidumbres sobre el futuro que podamos imaginar. Porque, ¿qué tipo de educación requieren nuestros hijos para los desafíos del año 2025? ¿Podemos siquiera anticipar cuáles serán?

Ante este panorama, José Antonio Marina decidió hace varios años fundar la Universidad de Padres con el fin de orientar y formar a padres (también a docentes) en las habilidades y técnicas que mejor puedan ayudar a hijos y alumnos para los retos del mañana fomentando los talentos que todos tenemos desde una perspectiva global, no sólo de conocimientos. Las aspiración por tanto no es el éxito escolar sino el éxito vital.



Como extensión de los trabajos de esta Universidad se ha lanzado la Biblioteca de Padres (de la mano de la editorial Ariel) en la que se publicarán diversos libros de los que La educación del talento es el primero hasta la fecha.

En este libro, Marina hace un análisis de los factores citados anteriormente que influyen en la educación y elabora una teoría de la inteligencia que descompone en dos grandes facetas complementarias de cuyo equilibrio dependerá el éxito del alumno, entendido por tal no los resultados académicos sino la capacidad de aprender y llevar a la práctica lo aprendido, de guardar coherencia entre lo pensado y lo vivido o, en resumen, su capacidad para ser razonablemente feliz.

Al hilo de las nuevas tecnologías, el libro viene complementado por una interesante página web en la que, capítulo por capítulo, se incluyen numerosos documentos, artículos, referencias bibliográficas, videos, etc. todos ellos de grandes expertos en cada una de las materias (motivación, creatividad, inteligencia emocional, …). Toda una invitación para aquellos cuya curiosidad haya sido picada por la lectura del libro o para quienes quieran aprender un poco más en esta ingente tarea.



 Entrando en materia, el primer elemento que funda la inteligencia lo denomina inteligencia generadora, que es la encargada de elaborar respuestas a problemas concretos, aquella que sueña con ideas (no necesariamente realizables o útiles), que mira el mundo que le rodea sin dar por válido y definitivo ningún elemento, admitiendo la capacidad para cambiar el entorno.



Esta inteligencia, que muchas veces actúa a nivel inconsciente, es también la responsable de generar habilidades como la motivación, la empatía o la creatividad y la labor de padres y profesionales de la enseñanza consiste precisamente en potenciarla creando un entorno de autoconfianza, libertad, capacidad crítica y sociabilidad.

Por otro lado, tenemos a la inteligencia ejecutiva cuya misión principal consiste en recibir las ideas que le aporta la inteligencia generadora y descartar aquellas que no resulten practicables, las que no resulten adecuadas a las circunstancias o las que puedan complicar más que resolver. Es, por tanto, la que actúa como baluarte defensivo, la que devuelve al taller de ideas todo aquello que rechaza, forzando a la inteligencia generadora a superarse a sí misma, a reelaborar su análisis con nuevas informaciones y a lograr así una mejor respuesta que volverá a ser filtrada hasta su aceptación definitiva.



Y entonces comienza la siguiente tarea de la inteligencia ejecutiva, tal vez la más importante, la que completa el proceso del talento y que consiste en llevar a la práctica la idea, planificar su aplicación, mantener la constancia y el esfuerzo, perseverar hasta que la idea se hace realidad.

De nada sirve una creatividad desbordante si no tenemos suficiente capacidad crítica para comprender qué sirve y qué no. Pero tampoco podemos desarrollar nuestro talento sino somos capaces de alentar esa creatividad. Finalmente, no lograremos nuestros objetivos si carecemos de la constancia suficiente para lograr nuestros objetivos o si no sabemos evaluar los resultados para poder adaptar nuestros proyectos. Por tanto, el equilibrio de todos estos elementos será lo que determine el desarrollo de nuestras capacidades y el éxito vital a que hacíamos referencia. .

Marina señala igualmente la importancia de la evaluación de los resultados, de contrastar lo esperado con lo logrado de modo que aprendamos de nuestros errores y vayamos matizando nuestras decisiones, acomodándolas mediante un ajuste fino a la realidad, desarrollando así una inteligencia social que nos integre en nuestro entorno.

Pero en definitiva, ¿qué pueden hacer los padres para que este pequeño milagro tenga lugar? Poco, la verdad. Deben favorecer y alentar la creatividad de sus hijos evitando la profecía de la tía que crió a John Lennon, “la guitarra está bien, pero nunca te ganarás la vida con ella”. Pero al tiempo hay que formar (formarnos, esto sirve para todos) en un espíritu crítico que ayude a ser conscientes de nuestras posibilidades; que desarrolle la confianza en uno mismo y la estructure en torno a unos principios de libertad y respeto.

¿Que cómo se hace? En fin, si la respuesta fuera sencilla y pudiera contenerse en las páginas un libro es seguro que éste no sería necesario. Las respuestas son vagas y nunca podemos recurrir a reglas generales, cada momento y persona necesitan de un tipo de estímulo diferente. De lo que no cabe duda es de que ese estímulo, ese disparo en la diana que sirve para propulsar nuestros talentos existe, sólo debemos encontrarlo.

4 de enero de 2011

El mal de Portnoy (Philip Roth)




La mirada a lo vivido puede ser amarga, resentida, melancólica o feliz. En el caso de Alexander Portnoy, nacido en los años treinta en el seno de una familia judía de clase media-baja, el ajuste de cuentas con su pasado tiene todos estos matices y aún alguno más. Nunca es uno mismo el mejor juez de sus actos.

En un extenso monólogo con su psicoanalista (quien sólo toma la palabra en la última línea de la novela) vuelca toda su frustración e ironía repasando de manera errática diversos episodios de su vida.

El título de la obra ha perdido en su traducción al castellano la ambigüedad del original (Portnoy's complaint). Por un lado, el mal de Portnoy como trastorno psicológico que combina en la misma persona los impulsos más altruistas con una extrema pulsión sexual; por otro lado, el largo lamento, la queja perpetua del protagonista, aspecto éste que queda oculto en la traducción.

Y es que poco o nada queda libre de las iras revanchistas de Alexander Portnoy. Comenzando por su familia. Una madre prototípica: ama de casa perfecta, recta y temerosa de todo cuanto se halle un paso más allá de la puerta de entrada al edén familiar. Un padre, vendedor de seguros en barrios pobres, que se deja la vida recorriendo las calles y logrando unas excelentes ventas que, sin embargo, no le permiten prosperar en la compañía por un indisimulado antisemitismo.

La figura de este padre patético, aquejado de un persistente y doloroso estreñimiento (perfecta metáfora de su estrechez de miras), resulta casi ofensiva para su hijo universitario, que aprende a descubrir un mundo que no huele a jabón y sábanas limpias, que no se sienta a cenar cada viernes en torno a unas velas y unas oraciones que apenas sirven para mantener un último vínculo con una religión desposeída de un sentido que no sea el de un mero ritual tranquilizador.

Porque hasta ese momento la vida de Portnoy se ha ajustado al molde que su familia, su madre en especial, le ha preparado. Un niño responsable y con resultados brillantes en el colegio, al que se insiste en las virtudes del esfuerzo y el trabajo, que siempre terminan por dar sus frutos. Al que se pretende alejar de la comida basura o de las compañías poco apropiadas, especialmente si se trata de goyim (gentiles). A quien se reclama la renuncia a su libertad individual en nombre de la familia y, en última instancia, de unas tradiciones que terminará por rechazar.

Pero incluso en esa arcadia infantil hay destellos incomprensibles para el bueno de Portnoy. Si es un niño tan maravilloso y predestinado a lo mejor según le dicen ¿cómo es posible que su madre, en raros ataques de furia, le expulse de casa y le deje en la calle mientras implora perdón y comprende que la salvación está tan solo dentro del hogar familiar?

Poco a poco los interrogantes van abriéndose paso en la mente de Alexander. En un principio la rebeldía asoma bajo la forma de un terrible y desaforado onanismo. La masturbación como vía de escape y liberación de las presiones a que es sometido se convierte, al tiempo, en fuente de culpabilidad. Como es de prever, la tensión entre sexualidad y culpabilidad será una de las mayores fuentes del conflicto interior que vapulea a Portnoy.


Y con el tiempo se avergonzará de su apellido, claramente judío: de su nariz, insultantemente semita, de su pelo y de su familia. Envidiará a los briosos capitanes de los equipos de la Liga Universitaria y sus espectaculares y rubias novias goyim. Ansiará poseerlas para lo que fabula encuentros en los que sustituye su nombre por Bob, Jack o cualquier otro que a sus oídos parezca protestante y sajón, y en los que su nariz deja de ser un problema omnipresente.

La vida tiene extrañas paradojas y, con el paso del tiempo, comprenderá que todo aquello que trata de ocultar es precisamente lo que atrae a las muchachas. Es su condición de judío, su tendencia mesiánica y su discurso superior lo que se convierte en su principal arma y atractivo. Todas las mujeres quieren salir con un judío feo que les hable y les explique, que las redima de su vulgaridad intelectual.

Pero lejos de reconciliarle con su pasado y herencia, esta situación sólo acrecienta su malestar ya que le obliga a permanecer encapsulado en el estereotipo de judío que realmente encarna. Porque, al igual que sus padres son el perfecto ejemplo de judío americano de los años treinta, sumisos y temerosos del porvenir, encerrados en su mundo y ansiosos porque sus hijos se cobren la venganza por las vergüenzas y miserias que han padecido, Portnoy encarna al judío de los años cincuenta y sesenta popularizado a través de figuras como Lenny Bruce o Woody Allen. El judío que rechaza su pasado y su raza pero no puede escapar de ambos, lo que le lleva a la sobreactuación y a cierta tendencia esquizoide. El que reclama para sí el sexo desaforado que cree propio de los gentiles pero que no logra satisfacerle realmente. El que anhela un papel redentor en la sociedad pero que al tiempo se burla de él con un brutal escepticismo. Buen terreno para el psicoanálisis, desde luego.

Porque el bueno de Portnoy no es sino hijo de sus circunstancias. Sorprendido, se indigna como un chiquillo cuando se encuentra casualmente con un antiguo compañero de la escuela que le informa de la suerte de varios zoquetes conocidos de ambos. Lejos de terminar con sus huesos en la cárcel o malvivir de la beneficencia pública, como era de prever según su visión de la justicia y las teorías del premio que sus padres le inculcaron, todos ellos parecen haberse integrado plenamente en la sociedad como respetables hombres de negocios y padres de familia. ¿No debía evitar los bares y pizzerías para no enfermar y morir joven?¿No debía comportarse correctamente para lograr sus metas?



Portnoy ha logrado un importante puesto como abogado responsable de un Comisionado para la Protección de las Personas desde donde lucha por garantizar la justicia, azotar a las grandes corporaciones y, en definitiva, ganar la santidad a que aspira la mitad de su ser. Pero mientras tanto, su otra mitad, “se mata a pajas” (sic) en su desolado apartamento o mantiene relaciones con su estereotipo de mujer ideal que va desde una activista de los derechos civiles a una psicótica (al menos tanto como él) a quien tratará de redimir de su pobre bagaje cultural, lo que lleva a la mutua frustración y a una ruptura abrupta.

Paremos en este punto ya que el argumento queda expuesto en sus aspectos más esenciales. La crítica de Portnoy parece dirigirse a lo judío (pese a encarnar inconscientemente lo judío) pero realmente se trata de una crítica feroz contra muchos aspectos de la sociedad de su tiempo.

A nadie le resultarán ajenos los comentarios de la madre de Alexander, sus desvelos por las malas compañías o la importancia del desayuno y la comida sana. Su insistencia en emparentar a su hijo y las continuas comparaciones con otros amigos de la infancia que ya han hecho tal o cual cosa (obviando a todos aquellos que han echado a perder su vida). Ese asfixiante ambiente familiar forma parte de nuestra historia y contra él se han revelado los jóvenes de todo tiempo.

También en nuestros días asistimos con asombro al espectáculo de quienes logran el éxito (sea cual sea el concepto que de éste tengamos) con las armas del ventajismo, la hipocresía y la falta de escrúpulos. Las reglas del juego parecen haber cambiado (o quizá haya cambiado el juego) por lo que nos movemos en la disyuntiva de sumarnos a la corriente o resistir aislados. Difícil cuestión en la que muchas veces nos comportamos como Portnoy, dubitativos entre la envidia y el resentimiento.

Y toda esta presión, esta inseguridad, se torna dramática cuando vives en una sociedad a la que perteneces pero que no te reconoce. Que te otorga derechos pero que los merma por la vía de los hechos. Es la inmigración actual el equivalente a la comuna judía en la que se cría Portnoy, son los hijos de los inmigrantes los que luchan entre el respeto a las tradiciones de sus padres, el rechazo a quienes les repudian y el deseo de borrar cualquier signo de diferenciación racial.

El mal de Portnoy puede ser realmente el lamento de una sociedad en transición, camino de unos cambios que han de liberarla de restricciones y complejos pero con un coste de adaptación que en ocasiones puede ser elevado. Y por ello, la novela es actual en nuestros días, por la fuerza y vigor con los que plantea las diversas tendencias y presiones a que se somete al ciudadano (las externas pero también las propias), revela el germen de esa insatisfacción continua que no parece llevar a ninguna parte y pone de manifiesto las contradicciones entre nuestro pensamiento y nuestros actos, entre lo que creemos (herencia cultural de lenta adaptación) y lo que hacemos.

La traducción de Ramón Buenaventura ha tenido el acierto de preservar los términos yiddish que jalonan el texto remitiendo a un glosario final y evitando las continuas notas al pie de página que restarían fuerza al discurso arrollador de Portnoy. Un discurso atropellado en un momento de gran excitación (no olvidemos, Portnoy está hablando a su psicoanalista, arrellanado en su diván) en el que las ideas saltan al texto al mismo tiempo que pasan por la cabeza del atribulado paciente. Las repeticiones, las incoherencias, los saltos en el tiempo, son fiel reflejo de este azoramiento. No es de extrañar que una idea lleve a otra y, por medio, se deslicen anécdotas o recuerdos que poco o nada tienen que ver pero que surgen de la libre asociación.

Precisamente éste es el rasgo que mayor vitalidad da al texto y que hace más interesante la lectura, esa sensación de estas escuchando directamente de labios del propio Portnoy su terrible lamento. Y también aquí reside la principal vena cómica de la novela, el humor soterrado que asoma tras las imprevistas asociaciones del subconsciente de Alexander.

Este libro fue escrito por Philip Roth en 1969 convirtiéndose en su primer éxito y, en cierto modo, patrón de bastantes de las obras que habrían de venir. Su vigencia es innegable ya que, más allá de sus referencias a un entorno cultural determinados, sus reflexiones son válidas para cualquier situación de cambio. Y es que desde 1969 las cosas no han cambiado tanto y la sociedad continúa en ese proceso de transformación (¿acaso este fenómeno no es propio de cada tiempo y lugar?). Tal vez por ello, El lamento de Portnoy tenga un valor más universal que el de otras de sus obras. Esperemos tan solo que logremos adaptarnos mejor que Alexander Portnoy y no terminemos todos tumbados en un inmenso diván.

8 de diciembre de 2010

Bilbao-New York-Bilbao (Kirmen Uribe)


Quien conoce las tierras del País Vasco sabe del apego de su gente por las tradiciones ancestrales, de cómo se han conservado deportes rurales antiquísimos, instrumentos autóctonos tan peculiares como la txalaparta o de cómo la figura de los bertsolaris compite en popularidad con la de los pelotaris.

Pero esta mirada al pasado es sólo una cara de este pueblo. La otra mira al futuro. Y de eso hablan los Altos Hornos, la industria pesada y, en nuestros días, la apuesta por la renovación arquitectónica de solares arrasados por la reconversión industrial o la innovación en la alta cocina. Esta línea que une pasado y presente, proyectándolo al futuro, es el eje integrador de los dispersos elementos de Bilbao-New York-Bilbao.

Dar cuenta de los diversos hilos argumentales que se cruzan en esta novela no haría justicia al texto. Las ideas y reflexiones que se deslizan de manera aparentemente casual son el verdadero sustrato de la novela, su mayor fortaleza.


Kirmen Uribe faena en aguas familiares para narrar la historia de su abuelo Liborio, marino de Ondarroa y patrón del Dos amigos. Liborio conoció a algunos ricos e ilustres veraneantes que acudían al pueblo a disfrutar de la temporada estival, como el célebre arquitecto Bastida o el pintor Arteta que también se deslizan por estas páginas completando la historia familiar con acontecimientos y personajes históricos.


El autor nos permite también atisbar sus recuerdos infantiles sobre la figura del padre, José, pionero de la pesca en las aguas de las Rockall, un peñascoso e inhóspito roquedal del Atlántico Norte. Cuando sus recuerdos no son lo suficientemente precisos recurre a charlas con familiares o incluso con patrones de otros barcos que también compartieron penurias con su padre cuando la Armada británica apresó su barco y fue juzgado pescar sin licencia.

Como una hiedra que aprovecha cualquier desconche y costura, el propio Kirmen Uribe se desliza en la novela de continuo, resultando el verdadero elemento cohesionador. Casi a modo de dietario íntimo conocemos de su rechazo a continuar la tradición marina familiar, sus primeros esfuerzos periodísticos, su apuesta por la Literatura e incluso, como en un cuento borgiano, nos informa de la primera frase que ha escrito para el libro que estamos leyendo, y el abandono definitivo de la misma a favor de la que abre la novela en la edición definitiva.

La vida se transforma y los antiguos modos de vida son abandonados perdurando tan solo en el recuerdo de quienes los vivieron o en las palabras de quienes oyeron de ellos. Pero este esfuerzo de nada sirve si las palabras no se preservan por escrito. Parte de la intención de Bilbao-New York-Bilbao es ser testigo respetuoso de esta metamorfosis, de ahí tal vez la referencia circular a que alude el título de la obra.

La pintura juega un papel importante en la novela y Uribe la emplea como metáfora de su visión de la Literatura. Actualmente podemos llegar a conocer los entresijos de un cuadro, sus costuras y evolución, con precisión extrema. Así, diversas técnicas permiten conocer que el artista decidió suprimir un personaje o podemos retirar capas de pintura para aflorar cuerpos desnudos donde manos más recatadas distribuyeron con pudor telas y vegetación.

Y en ocasiones el proceso creativo se hace explícito en obras como las Meninas de Velázquez donde el cuadro da cuenta del propio Velázquez pintando otra obra que intuimos a través de un espejo delator. Es quien observa el cuadro el que debe integrar lo que ve e interpretarlo. Otro tanto ocurre con la pintura cubista. Es el ojo del espectador el que recompone los diversos planos para conformar la imagen completa y real.


Pues bien, de ambas ideas se nutre Bilbao-New York-Bilbao. Kirmen Uribe narra fragmentariamente acontecimientos concretos para que sea el lector quien ocupe los vacíos, complete la historia de manera activa, al modo de la pintura cubista. Y, por otro lado, nada se hurta al lector: La novela es el propio proceso constructivo de la novela. Los caminos de la reflexión por los que transita Uribe mientras piensa en su libro aún por escribir conforman la verdadera novela.

Pero, ¿podemos considerar este libro como novela? Si tomamos los elementos de manera aislada parece que la respuesta debe ser claramente negativa. El autor desgrana anécdotas familiares, explica cómo se interesa por alguna de ellas y cómo trata de corroborar las diferentes informaciones. Sin embargo, retomando la referencia pictórica, ¿un retrato no es Arte por el hecho de reflejar la realidad de manera precisa, sin invento o artificio? Claramente sí. La pintura reflejará la realidad (o no) pero la maestría y genialidad del pintor es ajena a la veracidad de lo pintado. Lo relevante es, por tanto, que los elementos que forman la obra, reales o imaginarios, conformen un todo coherente capaz de emocionar sobre un ideal de belleza o, al menos, cierta pretensión estética.

Por ello, sin duda, Bilbao-New York-Bilbao es una novela, y una novela ciertamente notable en la que el lector se adentra a la espera de un acontecimiento que la dote de sentido para descubrirse a sí mismo envuelto por una narración magnética, plena de reflexiones e ideas que hacen de su lectura un estímulo continuo que debe administrarse con calma, pese a lo breve de su extensión.

Hay muchos otros aspectos que se pueden destacar de la novela. El esfuerzo por integrar tradición y modernidad se refleja en la propia edición, en la que se incluye una lámina desplegable con el mural que Arteta pintó en las paredes de la casa de veraneo de Bastida. Uribe recurre también a copiar correos electrónicos, entradas de diccionarios o de la Wikipedia, pantallas de información del vuelo Frankfurt-Nueva York y otros muchos elementos que quedan integrados plenamente en la narración.

Pero la modernidad no puede ocultar que este libro es un gran homenaje a la tradición oral. Reflexiona sobre la Literatura Vasca, eclipsada por el peso de esa oralidad y por la ausencia, entre otras muchas causas, de un poema épico equiparable al de las lenguas romancea circundantes que funde sus cimientos.

No es casual, por tanto, que Uribe recoja las historias familiares de sus tías, vecinos y amigos como una de las principales fuentes de su novela a modo de homenaje a esa tradición; ya sabemos que la familia es el lugar en el que las verdades se convierten en mitos y la tradición oral sustituye a los hechos.

Y Uribe se esfuerza en integrar esa tradición oral en una narrativa moderna. No es de extrañar la labor de su autor como poeta y su esfuerzo por la divulgación de la poesía vasca, varios de cuyos ejemplos se deslizan por la novela. Incluso el viaje que da título al libro se debe a una invitación para ofrecer un recital de poesía.

Bilbao-New York-Bilbao fue publicada por Seix Barral tras recibir el Premio Nacional de Narrativa 2009 antes de su publicación en castellano (lo que originó cierta polémica). La traducción corre a cargo de Ana Arregi que ha evidenciado un enorme cuidado por respetar la simpleza del texto pero sin perder cierto aliento poético.

Sin duda, será preciso enjuiciar el conjunto de la obra de Kirmen Uribe para valorar la medida de su logro, pero lo observado en Bilbao-New York-Bilbao es un prometedor ejemplo de que la Literatura tiene caminos por los que discurrir en el futuro, de que aún queda mucho por decir y escribir y de que no es negando el pasado (ni aferrándose a él) como se desbroza el horizonte.

29 de octubre de 2010

Los inquilinos de Moonbloom (Edward Lewis Wallant)


El ojo humano es incapaz de distinguir esa infinitud de matices de la escala de grises que da sus primeros pasos en el blanco y boquea exhausta a la puerta del negro. Sin embargo, hay quien percibe y distingue esos matices y que es capaz de describirlos con precisión científica.

Edward Lewis Wallant no sólo les pone cuerpo y nombre, les inventa vidas, sino que los ha reunido a todos ellos en varios bloques de apartamentos ruinosos de un Manhattan multiétnico a cargo de un pobre diablo, Norman, el más gris de todos ellos, para mostrarnos cómo se asemejan nuestras vidas a las de estos desheredados de la esperanza cuando somos mirados por ojos ajenos.

En la sencillez de la trama apenas puede advertirse la fuerza de la novela. Norman Moonbloom es el encargado de tres edificios lastimosos. Su tarea consiste en cobrar el alquiler a los inquilinos y tratar de sortear todas sus peticiones administrando un magro presupuesto para reparaciones y mantenimiento. Que Irwin, el hermano de Norman, sea el dueño de la inmobiliaria propietaria de los edificios, que sea inmensamente rico y exitoso en los negocios y que haya decidido confiar por una vez en su hermano (aunque trate de vigilarle de cerca) no ayuda a la endeble posición de Norman.



Pero ¿quién es realmente el protagonista? Él mismo habría acogido con gusto la machadiana expresión “en el buen sentido de la palabra, bueno". Frente a su hermano, Norman ha empleado el dinero de una herencia en una formación reglada algo caótica. Cualquier disciplina le ha atraído y acumula títulos variados y poco útiles en su actual quehacer. Su paso por diversos centros y titulaciones le ha mantenido apartado del mundo, inmune a todo contacto con la realidad. Pero ha llegado el momento de dar un paso al frente, de situarse bajo los focos de la vida, cuando ya ha entrado en la treintena y, con su buena fe, se embarca en su penoso oficio de agente inmobiliario.

Su principal ocupación consiste en visitar periódicamente a sus inquilinos para cobrar el alquiler en mano. En estas penosas visitas se asoma a cuartos sórdidos, infectos y malolientes, habitados por enloquecidos, irascibles y malvados vecinos que maldicen su suerte mientras tratan de sobrevivir en un mundo que les ha dado la espalda. Pero también conoce la impoluta limpieza de quien huye de la suciedad como vía de expiación, el esfuerzo de parejas que tratan de sostener una vida de engaño mutuo para conservar la vana ilusión de que todo lo vivido ha merecido la pena, que ha tenido un sentido.

Sin embargo, lo que une a todos los inquilinos, lo que actúa como conexión con Norman son las quejas por el estado de los inmuebles. Toda la tristeza de sus vidas parece condensarse en aspectos tales como un grifo que gotea, ascensores que no pasan la revisión técnica, cañerías reventadas o atascadas, ventanas que no cierran, un sistema eléctrico que pide a gritos su completa revisión, pequeños accidentes domésticos o paredes hinchadas y deformes que son una amenaza para la vida de los arrendatarios.


Wallant sabe transmitir la atonía de estas vidas, su tristeza plomiza, pero sin despreciarlas ni caer en el tópico. La riqueza de los personajes es sorprendente. Con breves líneas es capaz de trasladarnos el drama de Del Río, Paxton, Leni o Basellecci. En las escenas que Norman atisba, durante sus breves visitas, se encuentra la esencia de estas almas errabundas. Cada persona que se asoma a estas páginas goza de su personalidad, de su carga vital, por pequeño que resulte su papel en la novela.

Norman, abrumado por las demandas y exigencias de sus inquilinos desarrolla un complejo sentimiento que le lleva del odio (¿reclamaban igual ante el anterior agente?¿creen realmente que es capaz de solucionar cuanto le piden?¿por qué le hacen partícipe de sus vidas, le cuentan sus penurias y le creen algo que no es?) a la empatía y al fantasioso proyecto de arreglar todos y cada uno de los desperfectos, abrillantar los suelos, pintar las paredes, cambiar las tuberías y devolver el esplendor y la dignidad a sus tres edificios.

Y hay dos elementos que van inclinando la balanza del lado de la promisión, de la visión salvífica. Por una parte, la muerte del hijo de Sherman y Carol, resultado de una relación frustrada que se mantiene sólo por el amor al hijo y que golpea a toda la comunidad. Por otra, la pérdida de la virginidad con Sheryl, hija de otro inquilino que le convierte en un nuevo hombre, más libre de temor y timideces convencionales.

Poco a poco va madurando la rebelión en el cerebro de Norman. Los lamentos hacen mella en su bondadoso carácter, en su débil posición laboral. Busca en su interior la reserva de fuerzas suficiente para sacudirse el cansancio, el hastío y la distante indiferencia que siente por los problemas ajenos y que siempre ha dominado su vida.

Trata de sintonizar con su infancia visitando su ciudad natal, los paisajes en que vivió, la ventana desde la que se asomaba al mundo para comprenderlo. Pero no es en su pasado donde encontrará el manantial del que alimentar su revuelta sino en los propios inquilinos, en ellos hallará la fuerza que precisa, encarnada en la Trinidad de la Supervivencia que toma prestada de Sugarman, su inquilino vendedor de golosinas en la red de cercanías de Nueva York: Coraje, sueños y Amor. Sin ellas un hombre se precipita a la insulsa existencia de quien no tiene motivos para haber nacido ni para seguir viviendo.

Y es a partir de este momento cuando la impermeable vida de Norman parece hacerse más real y porosa, sensible a las penalidades ajenas, a sus miserias y alegrías, a sus vanas esperanzas. En su treintena, asume el papel de redentor y arrastra en su afán al empleado a su servicio, Gaylord, un negro de avanzada edad protestón y escéptico y al fontanero Bodien, un chapuzas de dudosas habilidades; dos apóstoles atípicos y poco ejemplares, más convictos que voluntarios. Wallant nos ahorra el último capítulo de este drama bíblico, la Pasión y muerte, la derrota, o quién sabe, la victoria sobre la muerte, con un final en suspenso.

Pero en Los inquilinos de Moonbloom (igual que en toda buena Literatura) tan importante es lo que se cuenta como el modo en que se hace, y es en este aspecto en el que la novela resulta sorprendente, un hallazgo que reconcilia con el arte de narrar, con la palabra escrita, sin que la brillante traducción de Miguel Martínez-Lage haga perder un ápice de la fuerza del texto.

Pocas imágenes y lugares comunes encontrará el lector de Los inquilinos de Moonbloom. La fuerza visual de sus metáforas, su frescura y originalidad dan prueba del talento de un autor del que en España sólo se ha publicado la presente novela, de un total de cuatro obras (dos de ellas publicadas póstumamente, incluyendo esta novela aquí comentada) en una breve vida frustrada a los treinta y seis años.


Es de esperar que Libros del Asteroide publique la restante obra de Wallant para dar a conocer mejor a este autor en nuestro país tan necesitado de obras en las que se combina el dramatismo con el humor en sabias proporciones, que ilustra cómo afrontar un tema moral sin caer en el ridículo y que nos abre el interrogante de cómo es posible que esta novela permaneciera inédita en nuestro país y si aún nos aguardan sorpresas igual de agradables.

Muchos se sorprenderán del relativo desconocimiento de este autor y se mostrarán escépticos ante las cualidades literarias de la obra. Pero no es de extrañar. Wallant se instaló por un tiempo en un edificio similar a los que describe para captar mejor la esencia de esa vida en la que los olores pasan de puerta en puerta, donde el papel de las paredes es sólo un pegote irreconocible al que te puedes quedar pegado y donde los tabiques parecen sostenerse por mera piedad. Por ello, los personajes de esta novela son, al tiempo, tan reales como entrañables, tan creíbles como humanos. Y por ello, podemos sentir un leve escalofrío cuando comenzamos a conocerlos y a comprender que tal vez otros vean en nosotros esa grisura igualitaria, que tal vez no seamos más que inqulinos de la vida como nos recuerda Rodrigo Fresán en su acertado prólogo y que, homenajeando el mesianismo de Norman Moonbloom, nuestros días estén contados.



3 de octubre de 2010

Mal de escuela (Daniel Pennac)



Daniel Pennac es un conocido y prestigioso profesor y pedagogo francés. Pero fue y será siempre un zoquete. Cómo ha logrado engañar durante tanto tiempo a tanta gente es un misterio que sólo él conoce. En Mal de escuela (Editorial Mondadori con traducción de Manuel Serrat Crespo), Pennac ha decidido -¡qué otra prueba más necesitamos de su zoquetería!- contarnos su experiencia escolar para poder responder en alto a varias preguntas.

¿Es posible burlar el fracaso escolar cuando ya hemos dado pruebas de ser unos auténticos zoquete?¿Cómo se produce esta rebelión, qué mecanismos la desencadenan?¿En qué medida nuestro sistema educativo posibilita este pequeño milagro o, por el contrario, trabaja parecerlo improbable?

Para dar respuestas, Daniel Pennac comienza por preguntar. Pregunta a su hermano para que, gracias a sus recuerdos infantiles, comprenda por qué se le atragantaban las matemáticas o cómo era posible acostarse con la lista de capitales europeas perfectamente memorizada y ser incapaz de recodar una sola en la tarima de la escuela al día siguiente.

Y pregunta también a sus propios recuerdos, y encuentra la imagen de su madre y su padre. La primera, aún siendo ya un conocido divulgador, con apariciones televisivas estelares y libros en los primeros puestos de ventas, seguía convencida de su zoquetería y de que ésta antes o después saldría a la luz. Su padre, por el contrario, sin palabras expresas, pareció guardar una inagotable confianza en su hijo (o quizá indiferencia).

Dos actitudes que marcan las sendas principales de reacción familiar. Y es que quizá el fracaso escolar nace en el seno de la propia familia. Puede tomar la forma de falta de confianza -“es que al niño no se le dan bien las matemáticas”- lo que exime al alumno de la exigencia de esfuerzo. Subyace la creencia de que el conocimiento es un don regalado de manera cruel y arbitraria, igual que el talento natural para la pintura o la música. Memorizar la tabla de multiplicar se asemeja a la composición de una sinfonía, ímprobo esfuerzo para nuestros pobres hijos. Pero también hay quienes sin intervenir, en un segundo plano, reducen la enseñanza a un asunto entre dos: el niño y la escuela -"al final, todo se arreglará, saldrá adelante, ya lo sé yo, …"- pero no siempre ocurre.

En cualquier caso, la familia de Penca buscó la solución a través de la educación en diversos internados. Y lo logró. Gracias a tres profesores que lograron atarle a la silla con las cadenas de su pasión por las asignaturas que impartían, que plantaron un comienzo de amor propio y confianza que fue suficiente para dar alas a un Daniel Penca que aprendió a decir adiós a su zoquetería (aunque su recuerdo le perseguirá en sus muchos años de enseñanza y en la figura de muchos de sus alumnos, tan zoquetes o más que él en su misma edad).


Algo anticuados, hoy en día asociamos el internado más con una institución represiva y cuasi penitenciaria que con centros educativos y ello pese a la profusión que de ellos da muestra nuestro cine (El club de los poetas muertos, Harry Potter, Los chicos del coro, …). Pero, ¿qué le aportó a Pennac su paso por estos internados?

Por primera vez en su corta vida, logró distanciarse de su familia. En el internado desaparecía esa presión del “qué tal en la escuela, qué tal el examen de hoy”. No era precisa la mentira piadosa para ocultar el tirón de orejas, el dictado repleto de correcciones en rojo o la maldita lista de ríos y afluentes que parecía secarse con la misma facilidad que el agua en los desiertos de los que tampoco guardaba recuerdo nominal. Eliminar esta presión, le liberó de un tiempo y unas energías preciosas que ahora pudo reconducir de manera más provechosa.

El internado también permitía que los profesores no pusieran en duda las excusas del alumno que no ha logrado resolver el problema o que no ha completado más que un mero y triste esbozo en lugar de la redacción con presentación, nudo y desenlace que se le había pedido. No valen excusas sobre la situación familiar, el padre alcohólico o la pandilla de semidelincuentes.

Se logra romper así una de las piedras clave de la vida del zoquete, recuerda Pennac: la mentira. Se miente en casa y se miente en la escuela donde es preferible fingir desprecio por el conocimiento que reconocer las dificultades. Y el problema de estas mentiras es que están totalmente aceptadas por todos, como un elemento más que a nadie se oculta pero que todos silencian: un profesor prefiere creer que su alumno zoquete no hace sus deberes por vagancia o por rebeldía a reconocer que no ha sabido o podido insuflar la llama que alienta el conocimiento. La familia preferirá ver a su hijo como víctima del sistema educativo, de un profesor envidioso o incapaz, antes que reconocer la falta de esfuerzo filial. Y sobre este tejido, la zoquetería se sienta, sonriente.

Y no hablemos de futuro, de labrarse un porvenir, del “llegar a ser algo” (más que alguien, cruel paradoja de una enseñanza finalista de cortas miras). Ese devenir poco importa al zoquete. Atrapado en un presente sin esperanza, el futuro se presenta como una amenaza aún peor. Ganarle la partida al tiempo es su profesión, su eterna por oponerse al mundo de sus mayores, al que le espera pero al que quiere burlar. Un círculo vicioso de fatales consecuencias.

¿Pero qué hizo cambiar al zoquete de Daniel Pennac? En su caso no fue ningún método didáctico propio, ningún plan de enseñanza redentor. Tan sólo tres profesores que dieron con los temblorosos rescoldos que aguardaban con paciencia el calor que los hiciera revivir. Un profesor que sustituyó las redacciones semanales por la escritura de una novela a presentar a fin de curso sin faltas de ortografía (lo que le ató de por vida al diccionario, ¡él que lo había temido como a un libro prohibido¡). Un profesor de matemáticas, de aspecto algo ridículo y que en sus clases sólo hablaba de su Ciencia, suspendiendo entre tanto el mundo. Por último, una profesora de Historia que logró hacer de los siglos pasados un mosaico actual y vívido.

¿Qué tenían en común estos tres profesores? Poco, asegura Pennac. Tal vez que “estaban presentes” en todo momento en sus clases. Que no hacían como tantos alumnos (y profesores): sustituir su presencia real por un remedo de maniquí, un mero formulismo, un tiempo perdido que hay que dejar pasar.

Y, sin embargo, estos profesores ejemplares, llevaban su pasión más allá de sus aulas pero -¡sorpresa!- no en aspectos docentes, no, en cualquier actividad a la que se dedicaran, preferentemente ajena a las Matemáticas, la Historia, … Es decir, no discurseaban sobre los métodos, la trascendencia de su labor o su éxito laborar; vivían con pasión y ésta fue la que removió al pequeño Pennac.

En un encuentro casual con uno de ellos, años más tarde, resultaría que el profesor salvador ni siquiera recordaba a su devoto alumno. No le quiso salvar a él en especial, pero quizá sólo a él salvó de entre toda su clase. Pennac no necesitó de especiales cuidados ni atenciones, de un seguimiento específico. Un paso más allá, Pennac está convencido de que estos mismos profesores dejaron escasa huella en otros alumnos. Lección: no hay recetas únicas. Su redención surgió de la relación nacida entre él y el profesor (aún con la ignorancia de éste). De esta simbiosis que hace del aprendizaje una aventura compartida, un desafío.

Entonces, ¿no hay recetas? No. Quizá a ello responda el título del libro: Mal de escuela. Pennac reflexiona sobre algunos de los tópicos frecuentes en los debates actuales sobre la educación. Por ejemplo, la importancia de la memoria o el papel del dictado como elementos fundamentales en la formación de los alumnos, al margen de modas y tendencias. Nos brinda numerosos ejemplos sacados de su experiencia de cómo emplear ambos para sacudir las mentes perezosas de sus alumnos.


También el sistema de calificaciones merece su atención, en particular, la ambigüedad del “cero” que iguala a quien no conoce la respuesta correcta y formula una errónea y a aquel otro que elabora una respuesta absurda. ¿Y es esto relevante? Según Pennac, sí. La respuesta errónea presupone un esfuerzo. La respuesta absurda representa la salida fácil del zoquete.

Subimos el telón:
- ¿Qué río pasa por Valladolid?
- El Rin
- Un cero
- Pues vale.

¿Qué ocurriría si el zoquete contesta con un sincero “no lo sé”? Resultaría que el profesor debería interrogar por los motivos de la ignorancia, repasar los ríos, saltar el orden de exposición que había preparado para la clase, en definitiva, “no dejar saltar la presa”. ¿Y el zoquete? Habría tenido que responder a numerosas preguntas. Es mejor la mentida como se dijo antes, más cómoda para ambos. El zoquete ha logrado salir indemne y el profesor se ha ahorrado la tarea de averiguar el motivo del rechazo al conocimiento que de modo tan manifiesto plantea se le plantea.

Bajamos el telón.

Y es que aquí ya perfilamos al zoquete desafiante. El que desprecia la enseñanza, pero también al profesor y a sus compañeros e incluso a sus padres. ¡Cuánta tarea pendiente para un educador! Y aquí surge otro de los equívocos que pretende rebatir Pennac: la violencia en la escuela. Sostiene que siempre la ha habido, sea ahora más agresiva o patente; pero no es propio y exclusivo de nuestros días. Sí lo es la de atribuirla y etiquetarla para asociarla a los barrios periféricos y a la inmigración.

Porque los alumnos ya no son los que eran, también esto lo reconoce Pennac. El alumno actual vive en un mundo creado para él por los adultos en el que la manipulación resulta brutalmente explícita. Las propias palabras son usurpadas sustituyéndose por marcas (las Adidas, el Mp3, ..., sustituyendo a los sustantivos zapatillas, reproductor de música).


Frente al alumno contestatario y rebelde de los setenta y ochenta, el alumno actual se caracteriza por su condición de niño-cliente, demandante de bienes de consumo (la mayoría muy caros) por los que pagan con un dinero que no han ganado, por el que no han debido esforzarse. Quizá éste sea el mejor diagnóstico que contiene el libro. Lejos de centrarse en la manida imagen de los padres conformistas que conceden a sus hijos todos los caprichos haciendo de ellos unos caprichosos compulsivos, Pennac centra su mirada en los aspectos extrafamiliares, en el chico de barrio que debe competir, no en conocimientos, sino en sus posesiones visibles para conservar su prestigio aún a riesgo de convertirse en un ridículo hombre anuncio.

Es en este contexto donde aparece la escuela, único lugar en el que se exige a este niño que se esfuerce como paso previo para conseguir su meta, el único lugar en el que lograr destacar requiere sacrificio, una disciplina a la que no están habituados. Difícil tarea la de diferir la meta para unos jóvenes acostumbrados al aquí y ahora. De ahí ese mal de escuela que ninguna justa reivindicación presupuestaria logrará solventar.

Pennac no niega los problemas económicos, sociales y psicológicos. Lo que viene a defender es que estos problemas deben quedar fuera de la escuela; ésta debe ser el terreno del alumno y el profesor, separados tan sólo por el conocimiento que parte de uno y aspira a llegar a otros. La labor del profesor no es arreglar el mundo ajeno a la escuela -para eso tenemos demasiados voluntarios: políticos, periodistas, famosos sin oficio, .- sino arreglar su pequeño reino, su cuadrilátero y con eso ya es bastante.

Y, al fin, volvemos la mirada a Pennac y a sus tres ángeles salvadores cuya tenacidad y esfuerzo por no “perder la presa” lograron rescatarle de un futuro de zoquete. Porque sólo profesores como ellos, como tantos otros, pueden llevar a que unos alumnos acostumbrados a mascar consignas ajenas, se tomen la molestia de cuestionarlas y tomar en sus manos la decisión de ser o no unos zoquetes.

17 de septiembre de 2010

Superfreakonomics (Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner)


No hay nada como añadir la mención "Ciencia" delante de cualquier disciplina para que ésta gane reconocimiento y prestigio. El efecto que se consigue es doble: de una parte se legitima la disciplina, y de otra, se crea un lenguaje restringido que actúa como barrera de acceso para los no iniciados.

En el caso de la "Ciencia" Económica, el papel del laboratorio lo suplen las estadísticas. Dado que no podemos hacer pruebas que permitan acreditar nuestras verdades "científicas", al menos, buscaremos respaldo en estadísticas que acrediten que estas verdades se han cumplido en el pasado. En otras palabras, a los estudios económicos habría que aplicarles la misma leyenda que a los fondos de inversión: "experiencias pasados no garantizan similares resultados futuros".

En el grupo de los elegidos nunca han gozado de predicamento aquellos que, desde dentro, tratan de desacralizar el mito y acercarlo a los profanos. Decía el economista John Kenneth Galbraith que no hay verdad que no pueda ser expresada de manera que cualquiera pueda comprender. Por este motivo sus libros tienen una desafiante falta de ecuaciones, gráficos y expresiones jergales y por esa misma razón, muchos economistas despreciaban su obra que no pretendía otra cosa que abrir a un público más amplio un mundo vedado.

En la misma senda, el economista Steven D. Levitt y el periodista Stephen J. Dubner se han conjurado para husmear en multitud de encuestas y estudios de colegas algo extravagantes, combinado con un excelente sexto sentido para la observación y detección de esas pequeñas disonancias que ponen de manifiesto que aún queda mucho por aprender.

Partamos de un ejemplo básico: a la vista de las estadísticas sobre mortalidad en accidentes de tráfico por causa del alcohol y las correspondientes a las de atropellos mortales de peatones ebrios, llegamos a la conclusión de que resulta notablemente más peligroso caminar borracho que conducir en el mismo estado. Sorprendente, ¿verdad? Realmente se trata tan solo de un divertimento que no se puede trasladar a la realidad pero que tiene el sustento de la sagrada estadística. ¿Cuántas decisiones se habrán tomado en base a analogías semejantes?

Menos divertida, y más terrible, es otra estadística que revela que en determinados países y ciudades las huelgas de médicos coinciden con un descenso en la tasa de mortalidad. No lo olvidemos en nuestra próxima visita a Urgencias. Peor aún, de todo el personal sanitario de los hospitales americanos estudiados en otra estadística, el colectivo menos higiénico, el que menos se lava las manos y peor lo hace es precisamente el de los médicos. En un hospital australiano se hizo el experimento de pedir a los médicos que anotasen cada vez que se lavaban las manos según las reglas del hospital obteniéndose como resultado un cumplimiento del 73% según esta autoevaluación. Lo que los médicos ignoraban era que sus auxiliares tenían el cometido de controlar el mismo dato. Resultado: en realidad, los médicos sólo cumplían correctamente el protocolo de higiene en un 9% de los casos.



El caso no es baladí. Hasta la mitad del siglo XIX no se descubrió que la principal causa de muerte en parturientas (y bebés) era la fiebre puerperal ocasionada por los propios médicos que tras realizar prácticas con cadáveres pasaban a atender a las parturientas tras un breve lavado de manos. ¿Cuántas muertes actuales no serán fruto de negligencias e ignorancias de este tipo?

Siguiendo por los mismos derroteros y estudiando la seguridad de las sillas de niño para coche, se ha acreditado que a partir de los dos años de edad no hay diferencia significativa a la hora de evitar un desenlace fatal entre dichas sillitas y el clásico cinturón de seguridad. Y ello pese a que las autoridades de todos los países occidentales han regulado la obligatoriedad de este tipo de protección hasta edades muy avanzadas (en Europa hasta los doce años). ¿A quién beneficia esta medida? ¿A los niños?

Y es que con demasiada frecuencia la regulación gubernamental opta por la medida más ineficaz y cara. Según diversos estudios, la normativa estadounidense en defensa de los trabajadores discapacitados ha favorecido la caída del empleo en este colectivo. La legislación protectora de determinadas especies ha contribuido a su práctica extinción en no pocas ocasiones dado que los agricultores tratan de hacer sus terrenos poco atractivos para que pájaros carpinteros de cresta roja u otras especies en peligro de extinción no decidan establecerse en sus propiedades. Resultado: deforestación y pérdida de hábitat naturales para estas especies.

Pero tampoco creamos que el Estado todo lo hace mal. Hay factores que el mercado no puede corregir. Factores tan arbitrarios y desconcertantes que determinan nuestro éxito en la vida. Veamos. La mayoría de publicaciones científicas relaciona a los investigadores por riguroso orden alfabético; igual ocurre con los ponentes de un Congreso o los miembros de un claustro académico. Según los autores de Superfreakonomics el resultado es que los que aparecen en los primeros puestos de la lista tienen más probabilidades de reconocimiento. Y sí, hay una estadística que acredita que los mayores reconocimientos se los llevan aquellos cuyas letras coinciden con las primeras del alfabeto.

Otro tanto se puede decir respecto de los deportistas nacidos entre los meses de enero y marzo de cada año ya que sus probabilidades de llegar a ser figuras del deporte nacional parecen muy superiores a las del resto de jugadores. La explicación es razonable: las ligas infantiles toman como fecha de corte el 31 de diciembre. Por tanto, ¿quién se llevará más minutos de partido, más atención del entrenador y la afición? Evidentemente aquellos niños nacidos en los primeros meses del año ya que a esas edades una diferencia de pocos meses tiene una repercusión enorme. Aquellos niños que destacan en las ligas infantiles seguirán recibiendo más atención y recibirán las mejores ofertas mientras que los que no han generado tanta expectativa terminarán por desmotivarse abandonando el equipo o pasarán a ocupar una posición de menor relevancia.

Con idéntico afán, los autores de este libro repasan temas candentes de nuestros días como el cambio climático para poner de manifiesto que hay soluciones alternativas y baratas para rebajar la temperatura del Planeta o para paliar los efectos de los tornados. Propuestas más baratas e imaginativas que las de Al Gore pero que caen en el olvido intencionado de los medios; a fin de cuentas, sólo saldrían beneficiados los ciudadanos...

También se estudia el mercado de la prostitución en Chicago desde el punto de vista del precio como barrera de entrada para alcanzar un mercado más selecto o incluso la discriminación de precios en función de la raza del cliente; los beneficios económicos de los chulos o la correlación entre el precio de los servicios (frente al precio de idénticos servicios en los albores del siglo XX).

Se da cuenta de interesantes estudios como el realizado por un discreto inglés que ha determinado las pautas bancarias de los terroristas (tipo de operaciones realizadas, importes, productos contratados, etc.) para determinar con un alto grado de probabilidad qué clientes de su banco son o tienen muchas probabilidades de ser terroristas. Más pacífico es el estudio que realiza Keith Chen en la Facultad de Economía de Yale para aclarar si los animales pueden desarrollar el mismo concepto de dinero (como medida de valor, de intercambio, etc.) que el que tenemos los humanos. Los resultados son realmente sorprendentes: los monos han comenzado a emplear el dinero como elemento de intercambio para lograr favores sexuales. Alguno pensará que estando los monos (capuchinos en este experimento) interesados exclusivamente en la comida y el sexo y parecerse, por tanto, a la variante masculina de la raza humana, el resultado del experimento era totalmente previsible.

Superfreakonomics puede parecer una simple colección de anécdotas divertidas, datos curiosos, estadísticas contradictorias o sorprendentes. Y lo es. Puede parecer un libro para leer de manera relajada, sin cuestionarse demasiado lo que en él se dice. Y lo es. Puede parecer que los interrogantes que plantea, desde la propia portada, buscan atraer la atención y que no siempre la respuesta está a la altura de las expectativas. Y podemos pensar que en ocasiones la escritura es algo errática y los temas van y vuelven con cierto desorden. Y acertaremos. Pero lo que también es cierto es que este libro pone de manifiesto una gran verdad: la realidad es una, pero quizá nunca llegaremos a conocerla. Sólo tenemos como herramienta el modo en que nos aproximamos a ella y, por desgracia, el hombre es cómodo y tiene tendencia a seguir derroteros ya trazados. Los progresos siempre vienen de la mano de aquellos que pierden (intencionadamente o no) el camino de la manada y saben encontrar el suyo, de quienes pueden afrontar un problema clásico desde una perspectiva novedosa, de aquellos que cuestionaron lo que para otros era un hecho indubitado. Para recordarnos esto también sirve este libro. Y es verdad.

7 de septiembre de 2010

Momentos estelares de la humanidad (Stefan Zweig)


Stefan Zweig nació en una Austria imperial cuyos días sonaban a su fin. Vivió su madurez intelectual en una Austria sometida a los vaivenes de la política centroeuropea de entreguerras, su crisis económica y sus heridas sin cicatrizar y de mal pronóstico. Finalmente murió en el Nuevo Mundo, en Brasil, sin poder librarse de los fantasmas de su pasado y convencido de que la victoria de la barbarie nazi era inevitable y destruiría toda la herencia cultural de la que había bebido y de la que, con el paso del tiempo pasaría a formar parte y aún representar.

En ese breve lapso de tiempo que representa su vida, sesenta y dos años, entre 1880 y 1942, vivió infinidad de cambios que marcarían su visión de la Historia. Una Historia aún caracterizada por fechas e individuos más que por acontecimientos globales. Una Historia de pequeños episodios que parecían marcar por sí mismos el rumbo de los siglos venideros. Y de esta visión nacen los Momentos estelares de la humanidad.

Estas miniaturas históricas –como las denomina el subtítulo de esta obra- reflejan catorce momentos diversos en los que el genio de una época se condensa (según palabras de Stefan Zweig en el prólogo) en un concreto momento y se encarnan en una persona concreta. Pero pese a los esfuerzos de documentación y reconstrucción histórica verídica, la selección dice más del propio Zweig y su visión del mundo, que de los acontecimientos que describe.

Como buen escritor, Zweig tiene un agudo olfato para los grandes dramas históricos. La muerte de Cicerón, perdidas las esperanzas de un resurgir de la República, la caída de Bizancio por la puerta de atrás en unos trágicos segundos o los dramáticos instantes en los que la batalla de Waterloo pudo haber tenido un diferente desenlace son ejemplos de cómo Zweig, testigo de la decadencia de su tiempo, torna su mirada a épocas con las que encuentra alguna similitud para admirar la grandeza de los que fueron arrollados por los cambios.

Pero las grandes batallas o la caída de un Imperio no son el único objeto de atención de Zweig ya que, como brillante artista, otras miniaturas se centran en momentos históricos tan singulares como la noche en que fue compuesta la Marsellesa o aquella otra en la que Haendel comenzó la composición de El Mesías, resucitando a la vida y a la Música.

Como no podía ser menos, la Literatura tiene su especial presencia en esta obra. La génesis de la Elegía de Marienbad de Goethe, la noche en la que tuvo lugar la falsa ejecución de Dostoievski o los últimos días de Tolstoi son encendidos homenajes a autores amados por Zweig. Yel esmero alcanza también a la forma de estos capítulos. Así, en el episodio sobre Dostoievski no recurre a su elaborada prosa sino que escribe un hermoso poema que conecta el drama del autor ruso con su vocación por los débiles y desamparados. Para el capítulo dedicado a Tolstoi se sirve de una obra teatral autobiográfica e inacabada del propio autor ruso para escribir las últimas escenas con las que culmina el drama de la muerte del “hermano pequeño de Dios”.

Los siglos XIX y XX son los siglos de la Ciencia y, por ello, tampoco ésta escapa de la atención de Zweig quien se fija en la impresionante hazaña de Cyrus W. Field culminando -tras varios fracasos- el tendido del cable telegráfico que conectó los Estados Unidos con Europa en 1858. En esta miniatura Zweig pone de manifiesto que, pese a su concepto de la Historia, deudor de otra época, su sensibilidad a los cambios que suponen un giro radical en la marcha de los tiempos es totalmente moderna: su descripción de las consecuencias que la revolución en las comunicaciones (representadas por el telégrafo) supone a todos los niveles podría aplicarse, palabra por palabra, a las infinitas posibilidades que Internet ha traído a nuestro siglo XXI.

Pocas pasiones hay más fuertes que el dinero. La desesperada búsqueda de la riqueza es una enfermedad propia de todos los tiempos y para la que aún no se ha desarrollado vacuna adecuada. El descubrimiento del Pacífico por parte de Núñez de Balboa tuvo su origen en la búsqueda del mítico Dorado y la fiebre del oro arrasó el reino de Nueva Helvecia y arruinó a J.A.Suter por dos veces, aunque favoreció la colonización de California y su conversión en mítica promesa de abundancia y felicidad aún viva en nuestros días.


Y ni siquiera la proximidad en el tiempo de ciertos hechos o su aversión ideológica nieblan su visión sobre la trascendencia de los mismos. El regreso de Lenin a Rusia desde su exilio suizo a través de territorio alemán o los fallidos intentos de Wilson por impulsar al fin de la Gran Guerra un acuerdo entre las naciones que pusiera fin a los conflictos militares son buena prueba de ello. El primer episodio ha marcado toda la historia del siglo XX y el segundo debería esperar al siguiente conflicto para ver germinar sus primeros frutos que aún hoy siguen pendientes de consolidación a través de la Justicia Internacional, las Naciones Unidas o la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Como el signo trágico de los tiempos que le tocó vivir, la selección de Zweig arroja un saldo favorable a los perdedores, a las derrotas (que para otros fueron victorias) y a los fracasos. Cicerón, Napoleón, Scott o Wilson son ejemplos que Zweig nos muestra para dar testimonio de que la grandeza no siempre se esconde bajo la gloria de los vencedores. La inmortalidad se reserva, según Zweig, para aquellos que saben guardar la coherencia entre sus pensamientos y sus actos, para aquellos que conservan la inquebrantable voluntad de luchar pese a saber que todo ha sido perdido.

En clarividente contraste, los momentos estelares más luminosos y gratificantes, aquellos que engrandecen a quienes los protagonizan, los que representan un triunfo del hombre sobre la muerte, aquellos en los que la belleza se impone a la mediocridad, en los que la obra humana puede redimir a los hombres son los referidos al Arte. Sólo en ellos (y en la Ciencia) parece reconciliarse Zweig con sus semejantes, sólo en ellos parece encontrar sosiego su debilitado espíritu.

Y es que, no perdamos la perspectiva, este libro vale más por cómo lo cuenta que por lo que cuenta. La engolada y en ocasiones afectada prosa de Zweig alcanza en estas miniaturas un virtuosismo desbordante, casi excesivo, del que logró preservar a sus mejores novelas. Ningún personaje es suficientemente noble y audaz, ningún actor de la historia logra evitar mirarse a sí mismo y ser consciente de la trascendencia de sus actos. Ningún hecho queda sin ser admirado por la Humanidad al completo conteniendo la respiración al unísono, … Un Zweig que resultará portentoso para quienes ya conozcan al autor pero que puede resultar abrumador para quienes sean cogidos desprevenidos.

La traducción de Berta Vías Mahou ha sabido preservar ese estilo tan propio de Zweig logrando en ocasiones provocar extrañeza en el lector actual por el uso de expresiones ya pasadas de moda y que hacen aún más verídica la lectura ya que creemos por momentos estar leyendo la versión alemana original y experimentar el mismo hormigueo que, con toda seguridad, siente un lector contemporáneo de habla alemana.

El suicidio frustró la vida de Zweig. Nos gustaría elucubrar sobre qué acontecimientos podría haber seleccionado de haber aguardado por un tiempo los embates de la guerra que se acercaba a su cambio de tornas con paso firme o de haber liberado parte de la enorme presión que él mismo se impuso.

No pocos hechos podrían haber sido dibujados con la maestría del autor austríaco ya que la trágica historia de los años siguientes a su muerte ofrece material suficiente para un volumen similar. Un grupo de jerarcas nazis, todos ellos con estudios superiores y amantes del arte y la cultura, deciden el exterminio sistemático de una raza, la misma a la que pertenecía el propio Zweig quien tanto se esforzó por vincularse a un mundo más amplio que el reducido horizonte judío. Pero también podría haber puesto voz a los muertos en Hiroshima, consecuencia de una única bomba que marcaría el signo de la segunda mitad del siglo XX. Otro momento singular que habría atraído enormemente su atención habrían sido los atentados del 11-S: unas pocas horas bastaron para dar un nuevo giro al curso de la Historia.

En estos años no todo ha sido destrucción y odio. Zweig también habría podido cantar las humanas hazañas de unos hombres dando un paseo lunar y siendo contemplados en directo por medio mundo. Otros hombres cruzando en libertad la Puerta de Brandemburgo habrían sido el perfecto cierre de un círculo iniciado a principios de siglo y la prueba de que la Revolución ya no necesita ser cruenta para triunfar.

Pero este libro quedó por escribir y todos sabemos que la Historia que hoy se vierte en la Literatura es más la que responde a mitos, cruzados y rosacruces que aquella otra que sirve para extraer sus verdaderas lecciones. Zweig nos enseñó a confirmar en la Historia nuestras propias convicciones, a buscar consuelo y refugio en ella, a volver nuestra mirada melancólica a otros tiempos, no siempre mejores. Y con esto ya hizo suficiente.

23 de agosto de 2010

El quinto en discordia (Robertson Davies)



Echar la vista atrás y repasar lo vivido es un ejercicio saludable. Hemos de presuponer que con la experiencia y sabiduría acumulada, uno es capaz de enjuiciar con justeza e imparcialidad lo vivido, reinterpretando las pasiones de juventud, relativizando los éxitos de la madurez y los sinsabores de la vejez. Y damos por buena esta visión, la consideramos el dibujo fiel de una vida, la última palabra en definitiva.

Pero sólo puedo estar de acuerdo en que esa revisión postrera es la definitiva en tanto que no habrá otra que la siga y rebata; más que la definitiva, será la última e indiscutida por imperativo biológico. A lo largo de nuestra vida interpretamos nuestros actos y nuestros deseos en función del momento y de lo aprendido. La visión que de nosotros tenemos varía de continuo; por fortuna, nos rehacemos y reinventamos cada día. Caemos y nos alzamos repetidas veces con tozudez animal para diferenciarnos de los animales cuyas vidas se suponen carentes de objetivo y aspiración final.

Y, sin embargo, lo que para la vida no resulta convincente, para la Literatura es una fuente inagotable, todo un género propio que ha dado lugar a algunas de sus mejores páginas. Adustos ancianos que repasan su vida con imposible precisión en el detalle, en las palabras pronunciadas o escuchadas, en las fechas e incluso horas en que fueron dichas, todo ello para enjuiciar (o justificar, que de todo hay) cada acto, propio o ajeno, reescribiendo la historia definitiva de su vida.

Éste es el caso de El quinto en discordia, novela que abre la llamada Trilogía de Deptford en la que Robertson Davies recurre a sus recuerdos en el Canadá rural de su infancia para narrar tres vidas: la de Boy Staunton, un exitoso hombre de negocios, la de Paul Dempster, un prestidigitador de fama mundial y la de Dunstan Ramsay, un profesor que tiene por especialidad las vidas, reales o míticas, de los santos católicos. Cada una de estas tres novelas se centra en la vida de uno de estos personajes figurando los dos restantes como protagonistas secundarios y ofreciendo un cuadro completo sobre la vida de todos ellos.

En lo que a El quinto en discordia se refiere, nos adentramos en la vida de Dustan Ramsay, en su visión del mundo y en su papel en la vida de los otros dos personajes. Y todo comienza por una pelea en la que Boy Staunton le arroja una bola de nieve que logra esquivar y termina impactando en la sensible esposa del pastor baptista de Deptford lo que provoca el nacimiento prematuro de Paul Dempster y el debilitamiento mental de la madre.

Pese a no haber arrojado esa bola de nieve, Ramsay cargará toda su vida con un sentimiento de culpa por haber sido el verdadero destinatario del golpe esquivado, quien pudo evitar el desencadenamiento de tan terribles acontecimientos. El autor no acierta a explicar si este sentido de la responsabilidad que le lleva a acompañar a la madre de Dempster hasta sus últimos días o a cuidar del pequeño y poco vigoroso niño nace repentinamente de este hecho trivial o si su personalidad habría devenido igualmente en el mismo sentimiento. Lo cierto es que, desde ese momento, Ramsay inicia su periplo vital como tercer vértice de esa extraña relación que une a los tres protagonistas.

Formalmente la novela responde al escrito que Dunstan, recién jubilado y molesto por el tono de los discursos pronunciados en la ceremonia de homenaje y despedida que le ofrecen sus compañeros, decide remitir al director del centro educativo para el que ha trabajado durante toda su carrera con el fin de dejar constancia de que su vida no ha sido tan grisácea y anodina como de esos discursos, benévolos, condescendientes y algo irónicos, puede desprenderse.

Pero este propósito queda pronto olvidado y salvo puntuales referencias al destinatario del informe, asistimos como espectadores a la vida de Ramsay quien, desmintiendo su propia intención original, nos demuestra cómo su vida sólo parece cobrar sentido en relación a la del resto de personajes. Él enseña las artes de prestidigitador a Dempster, él actúa como confidente de Staunton e incluso se beneficia de los consejos financieros de éste y a cambio procura consuelo a su esposa afligida por las infidelidades del magnate. Él cuida a la señora Dempster hasta su muerte sin llegar a reconocer la naturaleza de sus sentimientos envueltos en una mezcla de piedad religiosa, sentimentalismo y honestidad.

El mismo sino parece aplicable a su labor como profesor de Historia ya que se especializa en el estudio de la hagiografía, lo que le convierte nuevamente en espectador de las vidas ajenas, al tiempo que repite su equidistancia esta vez entre sus colegas, mayoritariamente protestantes, y los religiosos católicos que desconfían de un protestante aficionado a sus santos. Extraño en cualquier tierra, sólo su mundo interior y sus convicciones le ofrecen una tabla segura a la que agarrarse para evitar la zozobra.

De esta dependencia de terceros surge precisamente el título de esta novela, El quinto en discordia, que es como se conoce en el mundo de la Ópera y el Teatro a ese personaje necesario para intervenir entre los dos rivales masculinos y femeninos, el que conoce los secretos de todos ellos y que, al igual que Ramsay, viven realmente a través de la vida de los demás sin ser capaces de dotar de impulso a la suya propia.


Pero no nos engañemos, Ramsay no ha logrado el éxito económico, aunque vive de modo más acomodado que el resto de sus colegas profesores gracias a los consejos de Staunton. Tampoco consigue un gran reconocimiento profesional fuera del reducido círculo de especialistas en las vidas reales o inventadas de todo tipo de santos, siendo mirado con cierta indulgencia por el resto de sus compañeros e incluso alumnos. En el amor tampoco parece lograr la plenitud que, sin embargo, anhela. ¿A qué se debe este destino a medio construir pero sin remate?¿A qué este carácter de quinto en discordia que le reduce a pieza necesaria para el éxito ajeno pero carente de un sentido propio?

Lo que nos enseña Robertson Davies en esta novela es que, desafiando a las apariencias, una vida nunca debe ser juzgada por los parámetros de éxito comúnmente admitidos. Y es en este sentido cuando comprendemos que, con justicia, Ramsay considera su vida plena y dotada de sentido, original, alejada de grisáceos caminos previsibles. Su profunda moralidad, su integridad trasnochada, le han permitido mantenerse fiel a la imagen de aquel chico de Deptford que congeló su mundo una fría tarde de su infancia. Y es en ese mismo instante cuando las vidas de Paul Dempster y Boy Staunton, con sus brillos y sus incontables sombras, con su renuncia a sus orígenes, con su afán por reivindicarse a sí mismos a cualquier precio, ajenos a todo, parecen más vacías y erráticas que la del modesto profesor jubilado.

En muchos sentidos estamos ante una obra admirable. Davies tiene una prosa sencilla y precisa que desgrana los acontecimientos con la serenidad de la distancia al igual que ocurre con muchas de las obras de Philip Roth con las que guarda cierto paralelismo. El enorme peso del mundo de la infancia, los acontecimientos históricos entremezclados con la vida de los personajes, los dilemas morales, todo ello conecta a ambos autores. Sin embargo, y teniendo como única referencia esta novela de Davies, su obra parece nacer más de los personajes que de las situaciones sociales o históricas. El dibujo de los personajes es en Davies superior al de Roth, más complejos y menos previsibles, más reales.

Con prólogo de Valentí Puig y traducción esmerada de Natalia Cervera, Libros del Asteroide recupera esta obra publicada por Davies en 1970 e inédita en España junto con las otras dos integrantes de la Trilogía de Deptford en una edición cuidada como es marca de la casa.

El quinto en discordia no es propiamente una novela sobre un antihéroe sino la reivindicación de una postura ante la vida y ante los demás. Una atrevida propuesta a la que el lector deberá estar atento para no caer en la trampa que el propio Davies le presenta. ¿Es realmente Ramsay el quinto en discordia?¿Lo somos nosotros?