30 de marzo de 2014

Los hermanos Sisters (Patrick deWitt)



Los hermanos Sisters (Editorial Anagrama 2013) es el título de la primera novela propiamente dicha de Patrick deWitt, un autor canadiense afincado en Oregón y que ha logrado un amplio reconocimiento con esta obra que ha recibido notables premios y sugerentes recomendaciones.

El núcleo de la historia es de fácil resumen. Dos hermanos, pistoleros a sueldo del “comodoro”, reciben el encargo de partir de Oregón y dirigirse a California para castigar a Hermann Kermit, un pequeño estafador que engañó al financiero mafioso que ahora clama venganza, al tiempo que pretende hacerse con el supuesto secreto para la obtención de oro que el susodicho Kermit asegura haber descubierto. Para ello, ha enviado por anticipado a un investigador –Henry Morris- para que localice al chiflado buscador de oro y facilitar así el trabajo de los mercenarios. .

Pero nada es lo que parece en este libro, como ya presagia su título. Los hermanos “hermanas” son una extraña pareja que ya ha llevado a cabo varios encargos para el comodoro, es decir, matar a quienes se cruzan en su camino.

Charlie y Eli Sisters se acercan al tópico de pistolero tanto como se alejan del mismo. Charlie, el hermano mayor, comenzó su carrera criminal asesinando a su padre por el maltrato continuo a que sometía a toda la familia. La violencia le enciende y el único modo de controlar su furia es generar más violencia. Eli, el menor, ocupa un aparente segundo lugar y el origen de su crueldad está en el hecho de ver a su hermano alterado. Ambos matan para protegerse mutuamente y así se retroalimentan convirtiéndose en un perfecto equipo asesino, afamado en todo el Oeste.

Pero rascando en la superficie, no todo es armonía en la familia. Eli, en su papel de segundón nunca declarado, no parece llevar bien que el comodoro haya encargado esta misión directamente a su hermano y no a ambos, agrandando aún más el ego de Charlie. Una semilla cae en terreno fértil y las primeras dudas le asaltan. Montando un peor caballo, sin rango reconocido, más gordo y menos atractivo que su hermano, no es la envidia lo que surge en su ánimo sino una pregunta insidiosa. ¿Por qué hacer este trabajo?¿Por qué matar para otros hasta que nos maten? ¿Qué sentido y dirección tienen nuestras vidas?¿Qué hemos dejado atrás en estos años de fuego y furia?

Un viaje largo es propicio para dar vueltas a fuego lento a todos estos interrogantes. Estamos en la fiebre del oro y, en su cabalgar, los hermanos Sisters se cruzan con algunos viajeros que siguen su mismo camino en busca de la aventura, con otros que sin haber llegado a su destino ya han sabido del alto precio que se paga por la ambición y con otros que retornan de esa arcadia áurea y que no parecen dar testimonio de riqueza y fortuna.

No en vano estamos en la mitad del siglo XIX y los descubrimientos de numerosos yacimientos en California han desatado la primera fiebre del oro en la historia de los Estados Unidos que lleva a esta tierra, aún ignota y salvaje, a miles de miles de peligrosos sinvergüenzas, ávidos del oro que esconden los ríos o, en muchos casos, de las pepitas que otros han conseguido reunir a costa de salud y miserias.

Pero los hermanos son fríos ante la tentación. Tienen un trabajo entre manos y deben cumplirlo. Nada les desvía de su tarea… o sí. Haciendo noche en un oscuro poblado, se ven envueltos en una trifulca que les lleva casi a la muerte a manos del cacique local a quien, sin embargo, logran engañar y robarle toda su fortuna que esconderán cuidadosamente para recuperarla en su viaje de regreso.


Llegados a su destino, asistimos al nacimiento de San Francisco como meca de los buscadores de oro. Un lugar envuelto en pobreza pero que mima el mito del oro con restaurantes que ofrecen sus platos por verdaderas fortunas para regocijo de los pocos exploradores que regresan de los bosques con la bolsa repleta de pepitas.

Para su sorpresa, los hermanos Sisters descubren que Morris se ha pasado al enemigo huyendo con Kermit a lo alto de la sierra para poner en práctica su procedimiento secreto para vaciar de oro el curso de los ríos.

Éste es el verdadero punto de inflexión de la novela, el momento en el que las preguntas que Eli ha ido macerando durante todo el viaje comienzan a tornarse en respuestas. Todo lo que ha aprendido de quienes se cruzan en su camino y el modo en que evoluciona su relación con Charlie, confluye en una nueva personalidad que pugnará por ganarse a su hermano en un loco plan para dejar su vida de sicarios. Dejemos al lector que averigüe si lo logra y adónde les llevan las decisiones que cada uno debe tomar.


DeWitt tiene la sabiduría de dejar que la voz narrativa sea la de Eli, que su reflexión sea la que impulse el relato y que sea a través suyo como conozcamos a Charlie. Pese a que el argumento podría llevarnos a pensar que estamos ante una obra de acción, con intriga y violencia, lo cierto es que, gracias al regordete Eli, nos enfrentamos a una novela que combina el género aventurero con la introspección de su narrador en una combinación difícil pero que el autor sabe hacer creíble.

El hecho de que los protagonistas sean hermanos añade una mayor profundidad a la relación entre ambos y el modo en que se enfrentan sin llegar a la ruptura total, la sangre manda.

El libro se estructura en breves capítulos, bien para dar entrada a diversos personajes efímeros, bien para agilizar la acción que discurre rápida y fluida. Merece también destacar la labor de traducción a cargo de Mauricio Bach.

Lo cierto es que el parecido con obras como Los papeles póstumos del Club Pickwick o incluso el Quijote parece innegable. De hecho, la silueta de un Eli gordito, con aires filosóficos, siguiendo a su espigado hermano, resultará notablemente familiar para cualquier lector dispuesto a confundir las llanuras manchegas con los polvorientos caminos del Oeste.
 
El autor juega conscientemente esta baza y traza paralelismos con el género de aventuras viajeras, con los múltiples encuentros con personajes estrambóticos combinada con una reflexión, en este caso, algo liviana.

El lector de Los hermanos Sisters descubrirá una novela que revisita escenarios míticos del cine actualizando su paisaje físico y humano y mucho más. Entretenimiento no reñido con calidad, cruce de géneros sin resultar una extraña amalgama y, por encima de todo, una entrañable historia sobre cómo nos influimos recíprocamente y cómo los sueños pueden hacerse realidad con empeño y tesón, incluso cuando uno sea un fuera de la ley.


8 de marzo de 2014

Todo lo que era sólido (Antono Muñoz Molina)




 Señalaba John Kenneth Galbraith en su célebre Breve historia de la euforia financiera, que todos los procesos de especulación y su posterior estallido tienen unas constantes perennes con independencia del tiempo o lugar en que ocurran los hechos.

Aquellos que se enriquecen atribuyen a su sabiduría y especial pericia su fortuna como si el dinero que ganan, al modo calvinista, fuera prueba de su superioridad. Por otro lado, quienes asisten al ascenso de aquellos, les reconocen ese especial conocimiento, ávidos por seguir sus pasos. Tenemos así el fermento psicológico de la burbuja.

Con este combustible se alimenta la maquinaria que eleva el valor de los activos, mientras nuevas oleadas de compradores contribuyen a confirmar la espiral alcista.

Al tiempo que la moral pública parece adaptarse a los hechos, la política hace lo propio favoreciendo lo que se ve como el signo de los tiempos. Y que nadie se atreva a lamentarse, los aguafiestas y agoreros no son bien recibidos en ninguna parte.

Pero en algún momento, siempre existe ese momento, ocurre algún hecho que retrae algo el mercado, o simplemente dejan de afluir nuevos compradores en la misma proporción, y los precios se desploman aún más rápidamente que lo que subieron. Todos quieren deshacerse de sus activos antes de que valgan aún menos, acentuando así la caída.

Y ahora es cuando llega el crujir de dientes, el lamento por la falta de previsión y las presiones para encontrar al culpable que lave las culpas de todos, normalmente, el Estado.

Galbraith hablaba de la burbuja de los tulipanes en la Holanda del siglo XVII o de la burbuja de los Mares del Sur en la Inglaterra del siglo XVIII. También se refería a la crisis inmobiliaria de California a comienzos del siglo pasado y, por supuesto, a la crisis del 29 y la Gran Depresión. Aunque no vivió lo suficiente para contemplar el último episodio de crisis del que aún tratamos de escapar, nada de lo ocurrido le habría sorprendido.

 La crisis es internacional pero siempre duele más cuando se siente cerca. Hubo un tiempo en el que comenzó a asomar la amenaza,  pero siguiendo nuestra larga tradición, creímos que lo que ocurría en otros lugares no nos afectaría esta vez. Nos gloriábamos de crear empleo cuando otros países lo perdían y debían comenzar a tomar medidas restrictivas. Pero nosotros producíamos más cemento que el resto de Europa y nuestras empresas se lanzaban a comprar compañías rivales en el extranjero como si hubiéramos enmendado el sino patrio.


Señala Antonio Muñoz Molina que, en su condición de residente en el extranjero, regresar temporalmente a España suponía un contraste desasosegante. ¿Nadie se enteraba aquí de la que estaba cayendo fuera? ¿Nadie pensaba que antes o después la crisis también nos cobraría como víctimas? Pues no. Los periódicos, las radios, las televisiones parecían empeñadas en sacar los cuchillos por la política, por los mismos temas debatidos hasta el extremo en los últimos cuarenta años. A fin de cuentas, hay pocos periodistas que puedan hablar de economía con algo de sentido, aún desafiando una profesión que parece empeñada en querer opinar de cuanto ignora poniendo en su boca las opiniones vertidas por otros. 

Y es en ese momento cuando se planta la semilla de Todo lo que era sólido, su último libro hasta la fecha, un ensayo en el que reflexiona sobre el viaje de España durante estos últimos años en los que todo parecía firme, bien encaminado y sólido, quizá por primera vez en nuestra historia. Pero la mirada de este ensayo se remonta a muchos años antes de esta crisis, a las postrimerías del franquismo y a los cambios que comenzaron a introducirse en la vida y la política española desde mediados de los años setenta.

El amateurismo fue la clave de los primeros años de democracia en los que miles de puestos (concejales, diputados, alcaldes, senadores, consejeros, ...) fueron cubiertos por gentes con la ilusión de cambiar las cosas, deseosos de contribuir al futuro de su país con su esfuerzo más o menos desinteresado, integrados en filas de partidos políticos aún poco organizados en los que el peso del aparato era escaso.

Pero a esta primera generación pronto le tomó el relevo otra con las ideas más claras de lo que había que hacer. La ideología pasó a convertirse en el vehículo para obtener votos que permitieran llevar a cabo las políticas deseadas, muchas de ellas interesadas, favorecedoras de amigos y empresas afines. Los partidos crecían y precisaban de una financiación que debía llegar legalmente o por otros medios y para este último caso, se precisaban de unas prácticas que alejaron a algunos y atrajeron a muchos.

Y la bola comenzó a rodar. Como en la España barroca, la ostentación pasó a ser vista, no como un dispendio que en nada contribuía a mejorar la vida de los ciudadanos, sino como reflejo de la soberanía popular que, al parecer, precisa de grandes edificios, dietas, flotas de coches oficiales, ipads y otros ornamentos y pompa.

Al igual que durante el Despotismo Ilustrado, en nombre del pueblo se atropellaba al pueblo y sus derechos. Tal vez por falta de tradición democrática, tal vez porque la sopa boba alimentaba a muchos o quizá porque la ideología actuaba como una neblina que impedía ver todo lo demás, la realidad se acomodó a los deseos de una clase dirigente que imponía sus gustos y criterios.


 Muñoz Molina repasa muchos de los aspectos sobre los que se debía callar (también él) para evitar ser denunciado como aguafiestas, antidemócrata, facha, rojo y todo el resto de adjetivos con los que se suele esconder la falta de argumentos.

Y todo desfila por este ensayo. Las autonomías que surgieron como respuesta a una demanda que nadie sentía en gran parte de España salvo determinados territorios, la educación, tomada al asalto por cada nuevo Gobierno, la cultura, convertida en moneda de cambio y mercado de favores donde los ayuntamientos se convertían en los mayores promotores de conciertos que se haya conocido en este país y, tal vez, en muchos otros.

Cambiaban los nombres de las calles pero la realidad permanecía inalterada en muchos aspectos. El poder se convertía en coto privado eliminando las formas de control más elementales, politizando la Justicia y vaciando de contenido las funciones del Secretario de los Ayuntamientos, auténtico fiscalizador de las cuentas municipales. Nadie debía interponerse a la volunta popular, cuyo conocimiento parecía patrimonio del político de turno. Ni siquiera la ley debía ser obstáculo.

Las obras públicas hacían ricas a empresas privadas a mayor gloria de políticos sin escrúpulos, enriquecidos gracias a cohechos y prevaricaciones varias. Así, no es de extrañar que el motor económico de España fuera la construcción y que las empresas del ramo fueran las más favorecidos por los gobernantes y las que más acapararon titulares en la prensa.

Poco se hablaba de que en muchos pueblos los niños de dieciséis años abandonaran los estudios para acompañar a sus padres a las obras donde podían ganar más dinero que aprendiendo un oficio o alargando sus estudios. Menos aún se hablaba de que en esos pueblos se construían casas para más de diez veces sus habitantes, casas que hoy se exhiben como cementerios de un tiempo en el que parece que la facultad de pensar quedó en suspenso. Ahora nos preguntamos qué hacer con aquellos chavales, hoy jóvenes próximos a la madurez, sin empleo, sin formación, sin futuro pero con un Mercedes y un par de Rolex.




Como en las mejores historias, conocemos el guión de antemano pero resulta placentero adentrarnos en nuestras miserias, regocijándonos secretamente en el pensamiento de que nosotros sí vimos todo, o algo, o de que efectivamente la culpa la tienen otros. También leemos regodeándonos en nuestros males. Infringiéndonos la penitencia tantas veces administrada de lamentar nuestra incultura, la incapacidad de controlar a quienes nos controlan, la facilidad con la que caemos en el pan y circo o el modo en que somos engañados. Con ello volvemos a honrar nuestra tradición más lamentable.  

Pero no es para tanto. La ley de Galbraith aplica a todo pueblo. No escapan a ello los Estados Unidos, los flemáticos británicos o los geométricos alemanes. Tal vez ellos pierdan menos tiempo en lamer heridas sempiternas y miren más al futuro con la esperanza incierta de tratar de evitar errores del pasado. Quizá no haya tanto que nos separe.

Todo lo que era sólido, es un libro excepcional a la hora de explorar los orígenes de nuestros días, un valiente esfuerzo de poner encima de la mesa las culpas de los otros pero también las propias. La autocrítica es un elemento importante en la obra y lo que la hace más meritoria, porque pocos pueden saber cómo actuarán en el futuro pero sí debiera ser sencillo juzgar nuestros actos pasados sin necesidad de recurrir a justificaciones y autoengaños.

Los tiempos nos hablan de cambios de tendencia, de perspectivas positivas. Ojalá pronto olvidemos qué hemos dejado atrás, lo que la crisis se llevó, lo que nos robó (o nos dejamos robar). También llegarán los que nos digan que hemos salido fortalecidos, que hemos sentado las bases de un crecimiento más firme y seguro que en el pasado. Que volvemos a estar en el punto de mira del mundo, que ya se habla del milagro español y de que, al fin esta vez sí, convergeremos con la tan ansiada Europa, de la que nunca nos alejamos, Geografía manda, y así hasta el infinito. Ése será el momento de volver a leer a Galbraith y tal vez de nuevo Todo lo que era sólido para evitar el canto venenoso de las sirenas y su veneno letal.    


16 de febrero de 2014

Sesión Continua / Animales en su tinta (Generación Bibliocafé)



La Generación Bibliocafé vuelve a la carga con dos nuevos volúmenes que sumar a los cinco anteriores. Continuando con el ya probado formato de reunir los relatos en torno a un tema común, en esta ocasión nos acercan al mundo del cine y a de los animales.

En su incansable empeño por promocionar autores diversos, algunos con obra publicada y otros más nóveles, mantienen el objetivo de disfrutar con la aventura y hacer que sus lectores participen de la misma.

Ni siquiera la triste noticia del próximo cierre del Bibliocafé, la librería-café que le servía de referencia y centro de encuentro, de sede fija para las presentaciones de sus proyectos, parece poner fin al empeño colectivo. Pero vayamos a lo que importa, los libros.
 

  
Sesión Continua es una colección de 22 relatos que rinde homenaje al cine, a través de un relato de tema cinéfilo y la correspondiente sugerencia de una película (o varias) por parte de cada autor.

A nadie se le escapa que las conexiones entre cine y literatura han sido constantes desde los inicios del primero. Tal vez por ese carácter de hermano menor, de recién llegado a una fiesta en la que la literatura llevaba siglos de ventaja, la relación siempre ha parecido asimétrica.

Los guiones cinematográficos han saqueado (podemos utilizar sin miedo la palabra puesto que el ánimo no siempre ha sido el de rendir homenaje) a la Literatura Universal. Los clásicos han visto cómo sus obras eran llevadas a la pantalla con mejor o peor fortuna, pero también muchos autores desconocidos se han beneficiado del repentino interés de un director o guionista.

Por otro lado, insignes literatos como Faulkner o Scott Fitzgerald por citar casos épicos, han prestado su talento narrativo empleándose por cuenta de grandes estudios para la redacción de guiones, en muchos casos adaptaciones de grandes libros. Cierto es que es tipo de aventuras no siempre se han visto coronadas por el éxito, pero aún menos son los casos de de guionistas o cineastas reconocidos convertidos en grandes autores.

Todo ello ha llevado a que muchos aleguen la superioridad del género literario frente al fílmico y a que se extiendan expresiones del tipo: “mucho mejor el libro”, que reciben la bendición que el tópico siempre otorga a quien lo emplea.


Porque lo cierto es que la Literatura ha perdido la batalla de la narración entendida ésta en un sentido amplio. En los primeros tiempos del cine es posible que los espectadores conocieran (aunque fuera remotamente) la versión literaria que la pantalla plagiaba. Hoy en día, prácticamente nadie ha leído Otelo, Hamlet o Romeo y Julieta pero millones de personas las copnocen a través de recientes adaptaciones adaptaciones.

La Literatura ha provisto de imágenes colectivas, de metáforas y de conciencia colectiva a muchas sociedades de diferentes épocas. La Literatura ha reflejado, anticipado o propiciado cambios sociales. Hoy ya no es así. Este papel lo ha copado la imagen sonora (sea cine, series de televisión o las variantes que internet está impulsando recientemente). La referencia narrativa de gran parte de la sociedad es puramente cinematográfica y nada importa que la industria del cine esté en crisis o que se afirme que se lee más que antes. Si Harry Potter, El Padrino o James Bond no tuvieran su versión cinematográfica, no habrían pasado a formar parte del imaginario colectivo, sus versiones en formato libro no habrían podido competir con Los Simpson o con E.T. .

Y todo esto viene a cuento de que Sesión Continua parte de este reconocimiento, es Literatura que toma el cine como referencia y punto de partida, como inspiración. No se vea esto como pesimismo, un libro no es sino la narración de una historia, la transmisión de unos sentimientos o ideas y todo ello con cierta pretensión estética. Todo ello lo puede cumplir el cine, matices aparte. Todo ello lo viene haciendo a desde hace tiempo. Por ello, que narradores no mayoritarios se conciten para crear literatura tomando como materia prima el cine no es sino hacer justicia al signo de los tiempos.

Nosferatu, Tener y no tener, Fahrenheit 451, El Verdugo, Antes del Atardecer o La huella son algunos de los títulos evocados en estas páginas a través de relatos que ciertamente son ejemplares por el modo tan diverso en que plasman el tema requerido. Tenemos relatos de misterio, cómicos, líricos, críticos, biográficos, históricos, cómo no, un repertorio casi equiparable al de los géneros cinematográficos.

El lector encontrará numerosas sorpresas y podrá adentrarse y disfrutar de las personalísimas maneras en las que cada autor evoca una película, una actriz o incluso los recuerdos de infancia con los cines de sesión continua a que alude el título.

Como en el caso de Relatos a fuego lento y Una maleta llena de relatos, el autor de este blog vuelve a participar con un relato, Locura de piernas, sobre el mundo de los dobles de cuerpo, los actores que lucen su cuerpo allí donde las estrellas no son capaces de hacerlo por los más diversos motivos (imperfección, riesgo físico, pudor, ....) evocando de alguna manera la famosa escena de la ducha de Psicosis en la que el cuerpo de Janet Leigh realmente es el de Marli Renfo, una striper de Las Vegas.    



 Animales en su tinta es el excelente título del libro que recopila veintiún relatos, en esta ocasión sobre mascotas, animales de compañía, domesticados y otras variedades.

Desde que hace varios miles de años un lobo, probablemente una cría extraviada o un adulto herido y abandonado por la manada, se acomodó a la vida de un clan de homo sapiens, se inició una larga y provechosa relación que progresivamente se extendería a otras muchas especies (gatos, vacas, cabras, ...).

Los animales han pasado a integrarse en nuestras vidas y a compartir nuestro espacio dando lugar a una relación peculiar de la que se da cuenta en este volumen. Predominan perros y gatos, como es natural, pero también aparecen en estas páginas ratas de laboratorio, loros e incluso alguna que otra sorpresa.

En muchos de los relatos se refleja la relación de amistad, compañía y cariño que une a hombres y animales, pero también queda muy claro que en ocasiones, el hombre traiciona la lealtad de sus amigos con una crueldad incomprensible.

Relatos hermosos, divertidos y reflexivos sobre unos compañeros de viaje siempre sorprendentes, siempre a nuestro lado, relatos que cuentan muchas veces más sobre los dueños que sobre los propios animales y es que, en el fondo, seguimos siendo una especie bastante egocéntrica.





2 de febrero de 2014

La ilusión de la empatía (Fernando R. Genovés)




I

Los científicos aseguran que a las pocas semanas de vida, un bebé es capaz de identificarse con los sentimientos ajenos. Si su madre llora, siente una profunda pena.  Si alguien ríe, tiende inevitablemente a reírse. Algunos lo llaman estrategia de supervivencia, mimetizándose con el entorno para sobrevivir, otros consideran que es la prueba de que la empatía es un atributo natural del hombre, algo que viene de serie.

Cuando se describen los compartimientos de asesinos en serie o de los psicópatas más peligrosos, los expertos afirman que la falta de empatía, la imposibilidad de ponerse en el lugar de sus víctimas, es una de las principales razones de la violencia irracional que estos monstruos despliegan. Algún tipo de tara psicológica ha derribado la barrera que la empatía ha levantado para garantizar la vida social.

Comprender al otro, ponerse en su lugar y asumir como propias las ideas ajenas se cuentan entre las recetas a muchos males de nuestra sociedad. Sobre este concepto caen como bandadas escritores, pseudocientíficos, terapeutas y políticos, ávidos por sacar provecho de la empatía, porque todos nos pongamos en su lugar, especialmente en sus bolsillos, para llenarlos con generoso impulso.

Al amparo de la misma idea, el reclamo crece y donde quiera que miremos siempre encontraremos a alguien deseoso de que ocupemos su lugar, normalmente para sacarlo de él y ocupar el nuestro.

Y es que es fácil caer en la simpleza de la expresión popular “ponte en mi lugar” y muy difícil expresar rechazo a la misma. No parece de buen gusto negarse a esta invitación a visitar el lugar ajeno, a sentir lo que otro siente y padece.

Pero las dudas que surgen una vez tomamos el tiempo suficiente para reflexionar al respecto son contundentes. ¿Puedo realmente ponerme en el lugar de otro?¿Llevaré conmigo mis ideas y prejuicios falseando la dislocación?¿Me impedirá este tránsito personal juzgar al otro? Si me fusiono en cuerpo y alma con el otro, ¿éste hará lo propio conmigo? Y si es así, ¿para qué tanta ida y venida? Y si no lo fuera, ¿no sería un juego tramposo y asimétrico que responde a fines interesados? Muchas preguntas que requieren una reflexión sosegada y coherente.

II


Fernando R. Genovés, doctor en Filosofía, Premio de Ensayo Juan Gil-Albert y autor de numerosas obras filosóficas y de otra índole, especialmente afecto al mundo de la ética, aborda en La ilusión de la empatía (2013) estas cuestiones desde múltiples perspectivas. Prima, evidentemente, la filosófica pero no deja de lado la política, la cultura popular y la influencia que la idea de la empatía ha tenido en el cine, gran pasión del autor.

La empatía refleja la esperanza de que podamos compartir el lugar del otro, sus sentimientos y pensamientos, en un esfuerzo por integrarnos en un todo social en el que las tensiones se diluyan. Los beneficios se dicen innumerables y por ello, su mera evocación levanta una ilusión a la que, en doble sentido, hace referencia el título de la obra,

Porque la ilusión también evoca el espejismo, la ficción que perseguimos con ahínco y que tantas veces como nos acercamos a ella, más lejana y esquiva se nos muestra. De este modo, la empatía parece convertirse en una eterna promesa siempre por cumplir (la más peligrosa de todas las promesas).

No se trata aquí de glosar la reflexión filosófica de Genovés. Para quienes recuerden las lecciones del Bachillerato Unificado Polivalente (nombre tan extraño hoy como me resultaba el “Preu” de la generación de mis padres), en el libro se concitan mentes tan brillantes como Sócrates, Aristóteles, Epicteto, Marco Aurelio, Cicerón, Montaigne, Locke, Hume, Adam Smith, Schopenhauer, Unamuno y Ortega y Gasset, entre otros muchos. También desfilan por sus páginas los conceptos de relativismo moral, utilitarismo, victimismo o moral pública.

La nómina parece impresionante pero Genovés les hace hablar a todos ellos exponiendo sus teorías al respecto. Desde los Antiguos, más preocupados por el respeto a uno mismo, es decir, por procurar un recto proceder, fijando límites al otro si fuera preciso, en el afán de que cada uno ocupe su lugar y no el de otro, hasta las corrientes ilustradas del felicismo utópico, según el cual, a modo de un Verano del Amor dieciochesco, la fusión con el otro, en sus alegrías y especialmente en sus penas, nos llevará a un paraíso terreno.  

Es sabido que la educación de nuestros días es lamentable, pero la nuestra debió ser excelsa sin parangón, por lo que no redundaré en lo que, sin duda, todos ya conocemos. Tan solo reflexionaré sobre dos ideas que me han interesado especialmente.

Adam Smith es el padre de la economía moderna. Su libro La riqueza de las naciones (por simplificar su prolongado título original)  es un compendio de los conocimientos de su tiempo, con infinidad de curiosidades y detalles históricos (un tiempo en el que los libros de economía hablaban de la economía y la vida, no de modelos y ecuaciones) en el que aseguraba que una “mano invisible” -concepto que nunca empleó como tal- guiaba la acción dispersa, autónoma e interesada de los particulares en busca de su propio beneficio, para lograr la riqueza colectiva. En otras palabras, procura hacerte rico que, por el camino, tú y otros muchos como tú, haréis que todos mejoremos.

Esta idea, piedra central del capitalismo, es denostada a menudo por justificar el egoísmo económico y servir de excusa a quienes se enriquecen a costa del débil. Realmente, la intención de Smith era remover la intervención del Estado con las trabas que en la época imponía al libre tránsito de mercancías, las rígidas estructuras gremiales o los diezmos.

Pero lo que resulta sorprendente es que el Smith economista era vocacional y autodidacta, libre para observar lo que veía y obtener sus propias conclusiones. El Smith catedrático de filosofía (representado  en lo que aquí nos concierne por su Teoría de los sentimientos morales, tratado en el que hace la apología de ponerse en el lugar del otro) era deudor de las ideas de su época y de una profunda corriente inglesa (debidamente exportada a los Estados Unidos) que defendía la simpatía como virtud social, paradigma de lo deseable y requisito al que todo hombre debe aspirar. La identificación con el otro que Adam Smith requiere alcanza a los vivos y a los muertos, y casi a cualquier ser vivo (otros llegarán que den el salto final).

Adam Smith defiende la simpatía/empatía como un unificador social, un concepto que permite superar el enfrentamiento social (ese temor que aqueja a los ingleses desde su revolución en el siglo XVII) homogeneizando y suavizando la violencia propia de la naturaleza humana.



En un brillante reto, no solo dialéctico, Genovés propone el respecto y la hipocresía social como verdaderas virtudes, forjadoras de sociedades más justas, preocupadas por resguardar lo propio evitando apropiarse de lo ajeno. A fin de cuentas, el juego social consiste precisamente en eso, en aceptar los límites, renunciando a ocupar el lugar de otro, bien activamente (imponiendo dictatorialmente mi criterio), bien pasivamente (obligando a otros a asumir el mío merced a la empatía). De ahí que la hipocresía resulte más beneficiosa socialmente que la simpatía.

Aquí entramos en la segunda cuestión que querría destacar: las consecuencias del enfoque empleado para definir los límites propios y ajenos, esa barrera que se fundamenta en la simpatía o en la hipocresía, pero que se convierte en el último fortín de las sociedades libres.

La Teoría de la Justicia de John Rawls reflexiona sobre cómo crear una sociedad basada en la Justicia sin que pesen las circunstancias de cada uno. Ese momento constituyente viene precedido en su teoría del llamado velo de la ignorancia por el que las circunstancias personales de cada cuál quedan veladas u olvidadas de modo que cada ciudadano constituyente pueda consensuar, conceder o acordar unas leyes de Justicia equitativas. Una vez logrado este acuerdo constituyente, Rawls levanta ese velo y cada uno vuelve a ocupar su posición original.

Se trata así de que cada uno ocupe una posición virginal que permita alcanzar acuerdos básicos en términos de justicia pero no pretende cambiar la realidad, logrado el acuerdo, se retira el velo y cada uno vuelve a su posición original, los ricos como ricos, los miserables como tales, los inválidos con sus limitaciones, pero ahora todos regidos por unos principios básicos y aceptados por el conjunto. En este contexto, parece innecesaria la idea de empatía.

Sin embargo, autores como Thomas Nagel, exigen una renuncia a nuestros propios intereses junto a una plena identificación con los del otro, con sus juicios de valor y sus puntos de vista. Pero, si yo ocupo plenamente el lugar del otro y éste el mío, ¿avanzaremos algo en nuestro común esfuerzo por lograr un marco de consenso? Podemos aceptar que Nagel pretenda con su teoría cimentar una sociedad en la que ningún miembro quede desprotegido, pero Genovés cree que hay mejores caminos que el de la empatía y la renuncia a uno mismo, otras virtudes sociales que promover, como la compasión, la hipocresía social, la responsabilidad, el entendimiento y el pacto, el amor propio, el respeto y el auto-respeto, menos ilusorias e interesadas.

III



 Aunque así expresada, la idea de la empatía parece propia de pensadores y políticos, lo cierto es que su calado popular es innegable. Entre las muestras de la cultura popular ninguna más evidente y masiva que el cine. Genovés rastrea algunas escenas, películas o series en las que ocupar el lugar ajeno se convierte en punto central, concluyendo así su libro con una sonrisa inteligente.

¿Debe un actor empatizar con el personaje e identificarse con él, o debe simplemente actuar? Dustin Hoffman y Laurence Olivier  en Marathon Man son ejemplos, respectivamente, de ambas posturas, con resultados excelentes en ambos casos. También se destaca que la filmografía de Billy Wilder es muy rica en situaciones en las que ocupar el lugar ajeno se convierte en desencadenante de la trama, como en el caso de Con faldas y a lo loco,  en la que Tony Curtis y Jack Lemmon vuelven a ser ejemplo de dos modos de afrontar un personaje, desde la interpretación y desde la identificación.  

Pero la escena que más me ha gustado, tal vez porque guardo un recuerdo vívido de la misma, es la de un capítulo de la serie Frasier. Niles, hermano del protagonista, contrata a un terapeuta para llevar a cabo varias sesiones de terapia de pareja en un último intento por salvar su matrimonio, desconociendo que el profesional, saltando su código deontológico, ha comenzado a acostarse con su mujer. Dejemos que el propio Genovés nos lo narre.

El enredo y las situaciones propias de la comedia les llevan a ambos a la misma cama, bajo la sombra de la confusión de personalidades y de la penumbra que ampara al amor, con la convicción, en cada caso, de que el acompañante del lecho es Maris. De repente se enciende la luz de la estancia y la claridad hace patente el error. Niles ofendido y humillado le reprocha al doctor la infidelidad y la deslealtad profesional por beneficiarse de una paciente, que además es su esposa, aún. El atribulado asesor queda al descubierto, al desnudo por así decirlo, y sólo acierta a farfullar inútiles explicaciones. Finalmente, apelando a la ciega pasión como último motivo de su actuar acierta a confesarle a Niles: — Estaba ciego por el deseo y no sabía lo que hacía, en fin, póngase en mi lugar...
Réplica de Niles:
— ¿Que me ponga en su lugar? He estado a punto de hacerlo...

Como le ocurre a Niles, pongámonos en el lugar de otro si así lo deseamos, pero al menos que sepamos que lo estamos haciendo y que ninguna ilusión turbe nuestra vista y nuestra elección. 




7 de enero de 2014

We´re Going To See The Beatles – An Oral History of Beatlemania as Told by the Fans Who were There



Se dice que cuando Kennedy fue asesinado el 22 de noviembre de 1963, los Estados Unidos quedaron sumidos en un periodo de consternación trufado de rumores, amenazas y miedos. Las esperanzas de un cambio político y generacional quedaron cortadas de raíz y la imagen juvenil del Presidente fue sustituida por la mucho más convencional de Lyndon B. Johnson. Todo volvía a su cauce.



También se dice que ese periodo de temores generó un repliegue y una tensión soterrada que fue transmitida a los más jóvenes, en sus últimos años de instituto. Una generación demasiado joven para haber conocido el origen del rock and roll y ser seguidores de Elvis, pero lo bastante interesada en la música como para no aceptar los estereotipos con los que la industria musical quería barrer los vestigios de ese movimiento que había nacido y crecido libre de su control.


Gracias a emisoras locales o estatales, con DJs independientes (Cousin Brucie, Murray the K y tantos otros) que impulsaban los discos al margen de consideraciones raciales o de buen gusto, estos chavales tenían una ventana abierta por la que dejar escapar la tensión y sacudirse el sopor invernal de aquel final de año lúgubre.



Y así se cuenta que cuando el 17 de diciembre de 1963 se radió por primera vez I Want To Hold Your Hand en una emisora (la WWDC de Washington) comenzó a rodar una bola que se convertiría en la beatlemania en estado extremo, más allá de lo que hasta la fecha ya había ocurrido en Inglaterra y otros países europeos.



 En efecto, I Want To Hold Your Hand fue el primer disco de los Beatles publicado en Estados Unidos por Capitol, filial americana de la EMI inglesa que poseía el catálogo del grupo. Hasta la fecha, y ante el rechazo de Capitol, EMI había cedido los derechos de los primeros singles de los Beatles a un par de pequeñas discográficas que apenas habían publicitado los temas. Pero todo parecía haber cambiado. Sea por la necesidad de una válvula de escape, sea porque este single encajaba mejor con los gustos americanos que los previos, lo cierto es que en pocos días las emisoras parecían dedicadas en exclusiva a propagar la música de los Beatles.


Dado que apenas había material que radiar, el tiempo se ocupaba con noticias de todo tipo sobre los cuatro músicos. Su apariencia (ningún adolescente sabía realmente cómo eran), sus gustos, sus orígenes, sus influencias. Aún no se había publicado oficialmente el single en los Estados Unidos y ya era la canción del momento, generando un entusiasmo fuera de control en torno al grupo.  



Los hechos siguientes son de sobra conocidos. I Want To Hold Your Hand alcanzó el número 1 de las listas de éxito, Capitol recuperó los derechos de todo el catálogo inglés de los Beatles y comenzó su lamentable política de lanzar LPs con contenido diferente al de sus equivalentes en el resto del mundo, saturando el mercado y copando el Top Ten americano con sus canciones. Hubo una semana en la que entre los diez singles más vendidos ocho eran de los Beatles. .




El grupo viajó poco después a los Estados Unidos y a su llegada al aeropuerto recientemente rebautizado Kennedy, fueron recibidos por una avalancha de adolescentes (la mayoría a escondidas de sus padres, abandonando las clases). Sus ruedas de prensa se convirtieron en un paseo en el que se ganaron a los periodistas con su sentido del humor, permitiendo llenar decenas de hojas de prensa con noticias alejadas de temas más dolorosos como la creciente implicación de los Estados Unidos en Vietnam o la lucha contra la segregación racial.



Su actuación en el Ed Sullivan Show supuso durante años récord de audiencia y expuso por primera vez al público americano la imagen de los Beatles. Sus pelos largos causaron escándalo más allá de lo que había ocurrido en Inglaterra. Pero su apariencia y su humor no parecieron despertar un rechazo frontal de los padres más tolerantes. siguió un concierto en Washington y otra actuación en el Ed Sullivan Show.



A su vuelta a Inglaterra dejaron un país ávido por su regreso para la anunciada gira veraniega. Nuevos discos mantenían el fuego crepitante y las giras de los tres años siguientes cimentaron la adolescencia de muchos de los que acudían a sus conciertos o simplemente se entusiasmaban con su música y lo que representaban.  



No nos engañemos, los miles de adolescentes que llenaban los estadios no acudían a un concierto de música. Su único deseo era compartir espacio con sus ídolos, respirar el mismo aire o simplemente vivir una experiencia que se consideraba única. La música era lo de menos.

De hecho, los propios músicos eran incapaces de escucharse entre ellos con unos equipos de sonido muy limitados que, muchas veces, se enchufaban directamente a la megafonía de los estadios, con el consiguiente efecto de eco, retardo y distorsión. ¿Cuál es el sentido de tocar música cuando nadie la escucha y tú mismo no puedes mejorar porque no te escuchas?


Pero la música terminó por triunfar mas allá del griterío, las carreras y os lloros. Precisamente fue en los Estados Unidos donde los Beatles dieron su último concierto, en el Candlestick Park de San Francisco el 29 de agosto de 1966 dando inicio a una etapa centrada en la grabación de música en el estudio consolidando la tendencia de discos anteriores como Rubber Soul y especialmente Revolver. Los Beatles pasaron al mundo de la contracultura con el Sgt Pepper's o Magical Mistery Tour sin abandonar las listas de éxito. Y allí les siguieron sus fans, perdiendo a algunos pero ganando a otros, hasta su disolución en 1970, cerrando así la década que ayudaron a definir.  .



Este viaje no tendría sentido sino fuera por quienes se vieron influenciados por aquella música y aquel tiempo. Ellos son los protagonistas y su testimonio es tanto o más valioso que el de periodistas o historiadores. Menos imparcial pero más personal, directo y revelador de lo que ocurrió y sus causas. Cuál fue el desencadenante, cuáles las claves de una histeria que desde fuera es difícil de comprender.




We´re Going To See The Beatles – An Oral History of Beatlemania as Told by the Fans Who were There es precisamente lo que el título describe, una historia construida por entrevistas a fans que vivieron aquellos momentos. Kathy Albender, Leslie Barratt, Barbara Allen, Paul Chasman, Mary Ann Collins, Linda Coopergrew, Douglas Edwards, Lila Kraal o Klaire Krusch son nombres de algunos de los entrevistados que acudieron a recibir a los Beatles al aeropuerto Kennedy en su primera visita, que los vieron en el Hollywood Bowl o que estuvieron en el Shea Stadium.



Todos ellos cuentan su experiencia, su necesidad de cubrir emocional y sentimentalmente sus primeros años de juventud con una banda sonora, con una imagen y con un estilo que no terminaban de encontrar. Todos cuentan el impacto inicial de la música y, solo posteriormente, el impacto visual a través de la televisión o en directo. La experiencia en los conciertos, donde muchas fans se hacían el firme propósito de no gritar pero terminaban gritando, llorando y corriendo como todas las demás, perdiendo zapatos pero conservando las entradas como recuerdo hasta nuestros días. 




Los textos van acompañados de fotografías de los protagonistas antes de los conciertos, en sus habitaciones empapeladas de fotos de sus músicos preferidos, con sus vestidos tratando de asemejarse a la oda inglesa dando un tono más personal e íntimo al relato.



El libro se organiza cronológicamente y cada capítulo va precedido de una explicación para poner en contexto las declaraciones posteriores lo que ayuda a articular y dar coherencia a un relato que, de otro modo, resultaría inconexo y fuera de contexto especialmente para los que no estén muy familiarizados con la historia del grupo.



La compilación es obra de Gary Berman y cuenta con un prólogo de Sid Bernstein, promotor, entre otros, del concierto en el Shea Stadium. También prologa Mark Lapidos, organizador de The Fest For Beatles Fans



No nos engañemos. El libro está escrito por fanáticos de los Beatles y es de consumo interno, para conversos avanzados. No es un relato histórico de la beatlemania en los Estados Unidos. Es más bien una ventana abierta para quienes no pudieron vivir ese tiempo o quienes quieran recordarlo (a veces sólo lo escrito ofrece legitimidad al recuerdo). Pero me resisto a creer que este libro no pueda tener interés para otro tipo de lectores. Así, el relato de las condiciones de vida americana es muy revelador. Cómo los jóvenes apenas salían de sus casas sin sus transistores, a la espera de oír un nuevo éxito capaz de cambiarles la vida, lo que solía ocurrir casi cada semana, como es habitual a esa edad. Las tretas para evitar el férreo control de os padres sobre qué discos comprar.




Cómo se organizaban los conciertos de la época, plenos de amateurismo, en los que los Beatles no eran más que el último grupo en un cartel en el que se mezclaban grupos de éxito con actuaciones más propias del mundo circense o de la comedia. Cómo se trataba de manipular a los jóvenes y volverles en contra de la música que amaban, especialmente durante la última gira del 66.



La segregación racial aparece con toda su crudeza, al igual que los problemas adicionales de los jóvenes de colegios católicos donde seguir al grupo era un auténtico problema, por no hablar de dejar crecer el pelo o llevar fotografías de sus ídolos. También se pone de manifiesto cómo el negocio de la música de la época estaba en manos de pequeños empresarios locales, capaces de alquilar espacios que apenas reunían los requisitos de seguridad mínimos para acoger a grandes multitudes exaltadas. También queda de manifiesto cómo los fans crecen y maduran al mismo tiempo que su grupo, variando sus objetivos vitales y tejiendo una relación permanente en el tiempo.



El lector podrá pensar qué habría hecho en el caso de vivir aquel tiempo. Ceder a la locura o si aferrarse a la cultura bienpensante. También me he preguntado que habría hecho como padre, mejor aún, qué haré como padre cuando llegue el momento y de qué lado estaré. Como advertía Dylan, otro genio de su tiempo, pocos meses antes de I Want To Hold Your Hand, “padres y madres de esta nación, no critiquéis lo que no sois capaces de comprender”. Y para esto sirve el libro, para entender aquello que tal vez no seamos capaces de comprendamos.