1 de octubre de 2009

El alma está en el cerebro (Eduardo Punset)




Los neurólogos se enfrentan a la extraña paradoja de tener que estudiar el cerebro, analizarlo y comprenderlo, a través de su propio cerebro. La herramienta de análisis es al mismo tiempo el objeto de estudio. Quizá por ello sólo en épocas recientes ha comenzado la ardua tarea de sistematizar el estudio aplicando métodos científicos.

Históricamente el cerebro no ha gozado de una reputación elevada como centro organizador de nuestro ser. Esta función parecía ubicarse en los fluidos corporales, el corazón o incluso los testículos. El proceso por el que se descubre la verdadera función del cerebro, sus fundamentos químicos y las implicaciones de sus anomalías forma parte de la historia de la ciencia y, sin embargo, a decir de todos los científicos, el trecho recorrido es apenas comparable con lo que aún se desconoce.

Para poner orden en el estado actual de estos conocimientos y combatir tópicos tan extendidos como faltos de fundamento, Eduardo Punset dedicó varios programas de Redes a esta materia, cuya estela sigue este libro reproduciendo en ocasiones literalmente los diálogos mantenidos con los diversos científicos entrevistados.

Comenzando por el mismo orden que toma Punset, nos adentramos en el origen histórico de la imagen del cerebro. La historia de este órgano como rector de nuestros impulsos cognitivos, como sede de las funciones más elevadas de las que estamos dotados, se remonta a tan sólo el siglo XVII a través de la figura de Thomas Willis cuyas ideas sin embargo no lograron imponerse hasta un par de siglos más tarde. Hasta entonces, el estómago, el corazón y otras vísceras parecían tener la consideración de depositarias del alma.

Lejos de tópicos extendidos, como el de que el cerebro es la máquina más perfecta que existe, se argumenta más bien lo contrario: el cerebro es un órgano con numerosas limitaciones y defectos. Lo que lo hace admirable es la capacidad para superar esas limitaciones de manera ingeniosa.

Sin duda, la principal capacidad del cerebro es la de razonar, analizar hecho y extraer conclusiones, lo que permite alterar nuestra conducta en el futuro y comprender la pasada. Sin embargo, los científicos han venido a demostrar que ni el pensamiento supuestamente racional está exento de un cierto rasgo intuitivo ni el pensamiento pasional está tan exento de raciocinio como se creía.

Es decir, los elementos que influyen a la hora de adoptar un juicio son diversos debiendo el cerebro actuar como coctelera de la que sale una decisión única. Malcon Gladwel ha demostrado que las decisiones intuitivas, inmediatas, resultan en muchas ocasiones más acertadas que aquéllas que surgen fruto de la reflexión. La explicación está en una serie de pautas y patrones cognitivos fruto de nuestra experiencia cotidiana que nos ahorran multitud de procesos reflexivos. Claro que estos moldes nos aferran tenazmente a errores pasados y suponen la base de muchos de nuestros prejuicios....

Este maravilloso órgano es capaz incluso de crear una máquina que lo emule y aún supere puesto que parece que la inteligencia artificial tiene ganada la batalla al intelecto en aspectos tales como razonamiento lógico, cálculo e incluso la capacidad de aprender de experiencias del pasado y poder anticipar sucesos futuros. Lejos de las ideas manidas de que en ningún momento una máquina podrá llegar a superar al cerebro, científicos como Jeff Hawkins permiten vislumbrar una parte de este porvenir y nos aclaran que, precisamente, el desarrollo de estos “cerebros artificiales” permitirán conocer de un modo impensable hoy en día cómo funciona nuestra propia inteligencia.

Pero no podemos estudiar tan sólo los cerebros que funcionan con precisión matemática. Muchas personas tienen problemas, desajustes, que más parecen propios de la literatura fantástica que de la vida cotidiana. A estas anomalías ha dedicado su vida el neurólogo Oliver Sacks publicando numerosos libros cuya lectura es tan maravillosa y enriquecedora como la mejor de las novelas que se puedan encontrar. Entre otras muchas investigaciones, Sacks ha dedicado su atención a los afectados por el Síndrome de Tourette, personas incapaces de controlar determinados actos (movimientos, hablar, blasfemar, cantar, etc) y que llevan una vida agotadora tratando de que dichas pulsiones no les incapaciten.

Otro de los extraordinarios descubrimientos de este científico es la capacidad del cerebro para engañarse. El cerebro no refleja la realidad tal y como es sino que completa las lagunas en función de conocimientos previos, fabulaciones, de manera que la visión que nos ofrezca sea coherente, aunque no necesariamente verdadera. Es decir, el cerebro no necesita la verdad, sino su verdad. Así ocurre especialmente en el caso de los recuerdos (cuya fiabilidad, todos estaremos de acuerdo, no es excesiva y cada uno recuerda lo que quiere y como quiere), pero también ocurre con la interpretación de imágenes confusas, de hechos y actitudes. En definitiva, el cerebro crea su propio mundo y actúa en función de esa imagen, muy difícil de adaptar y modificar, de ahí todos nuestros prejuicios y condicionamientos.

Pero en ocasiones, las alteraciones del cerebro son voluntarias: hablamos de la posibilidad de que terceras personas puedan condicionar nuestra forma de pensar (y, por tanto, actuar). Acuñado tras la guerra de Corea cuando se estudió a presos americanos liberados de campos de prisioneros, el término “lavado de cerebro” ha dado lugar a una amplia literatura científica que aún no se ha puesto de acuerdo sobre si es o no posible condicionar hasta tal punto el cerebro de una persona. Sin llegar a esos extremos, hay otros muchos ejemplos de “lavado de cerebro” con efecto más limitado pero muy extendidos. Política, religión, moda, televisión, parecen condicionar de tal modo a determinadas personas, que cualquier rastro de pensamiento individual está más allá de toda expectativa.

Un capítulo más siniestro, es el dedicado a quienes parecen disfrutar del daño ajeno, principalmente de ocasionarlo. Los psicópatas aterrorizan nuestros sueños y, según afirma Robert Hare, su número es tan elevado que dicho temor parece comprensible. Ahora bien, ¿estas personas están enfermas y son por tanto ajenas al daño que causan e inimputables penalmente? O por el contrario, ¿son plenamente conscientes de sus actos y capaces de evitarlos?¿Hay terapias válidas?¿La sociedad es un elemento detonador de estos psicópatas? Como en otros muchos campos, en éste, la Ciencia no ha logrado aún la unanimidad puesto que los psicópatas combinan en igual proporción inteligencia y maldad lo que les hace especialmente peligrosos ya que pasan inadvertidos socialmente y, en los casos en que ocupan posiciones de poder, su total falta de empatía puede causar verdaderos estragos psicológicos en sus subordinados.

Sin embargo, en ocasiones la amenaza llega desde el interior devastando nuestros ser. La depresión se ha convertido en uno de los mayores males de nuestro tiempo sin que aún haya consenso científico en su verdadero origen, químico o anímico. Tampoco hay un remedio eficaz para la totalidad de los casos (si hablamos del trastorno bipolar la situación se agrava notablemente).

Afortunadamente, el cerebro es la gran fuente de creación que ha dado a la luz todas las artes que conocemos y que es capaz de hacernos sentir emociones como el amor, la solidaridad y la empatía. El estudio de la creatividad, dónde radica y cómo puede estimularse es una de las ramas más prometedoras de la actual neurología.

Para quienes hayan visto los programas correspondientes, poco aportará el libro salvo la comodidad de la lectura o la facilidad de consulta. Para quienes no hayan visto los programas y estén interesados en la materia, este libro será una extraordinaria provocación para comenzar una investigación más profunda en cada una de las facetas que se plantea.

Para conocer algo más:

  1. El síndrome de Tourette
  2. El cerebro es una chapuza
  3. Somos predeciblemente irracionales
  4. La intuición no es irracional
  5. Manipular el cerebro


30 de agosto de 2009

Carta de una desconocida (Stefan Zweig)


 

Cuando se ha evitado durante demasiados años la obra de un autor; cuando el peso de la misma, las enjundiosas opiniones de lectores más avezados y el reconocimiento unánime de la crítica parecen pesar como una losa; cuando uno demora esa lectura, abrumado por su extensión o simplemente perezoso ante la aventura de encontrarse con otro autor brillante que aumentará inevitablemente la montaña de libros “que no tendré tiempo de leer”... Cuando se tiene la sospecha de que quizá su estilo no se corresponda con aquél que actualmente más le gusta o que su temática pueda resultar ajena a sus intereses, a pesar de no negar que se trate de un clásico y que los clásicos son imperecederos... Y cuando finalmente, de un modo casual, espontáneo y casi sorpresivo llegamos a uno de esos libros (en este caso mejor sería decir que el libro llega a nosotros), abrimos las páginas de una de sus obras más reconocidas, quizá la más breve y por tanto la menos amenazante, podemos sonreír con cierto azoramiento; podemos alegrarnos de la espera ya que es justo pensar que éste y no otro era el momento adecuado y que, tal vez, hace diez años no habríamos valorado del mismo modo que ahora hacemos las sutilezas del lenguaje de Stefan Zweig, pues de este autor hablamos. Ni podríamos haber profundizado más allá de la anécdota que narra, ni descendido a las pulsiones más profundas sobre las que se enrosca la historia. Mayores y más sabios, o más escépticos y, por tanto, más necesitados de una convicción prestada. Y así es el descubrimiento de una historia que nos abre a la vida y al resto de la obra de este autor al que ya no nombraré con cierto temor reverencial y sin poder opinar sobre él más allá de lo oído o leído a otros. Y con todo este largo preámbulo tan sólo pretendo decir que en ocasiones he demorado lecturas que sé imprescindibles y urgentes, dejando llegar el momento adecuado. Y que en ocasiones ese momento quizá nunca llegue pero que en otras, más frecuentes por suerte, la espera parece despertar un leve hormigueo mientras paso las páginas, ese hormigueo y ese ansia de imaginar más allá de las palabras, esa imaginación que sólo espera de un buen libro para remontar. Y es que ése es el efecto que me ha causado Carta de una desconocida, pese a que lo concreto y preciso del lenguaje de Zweig parece dejar poco espacio para la especulación del lector. Todo lo contrario, el dibujo que hace de los personajes y de sus impulsos permite elevarse sobre el texto, mientras nuestros ojos siguen ya ciegos las líneas, y pensar en las secretas motivaciones de una mujer que tras sufrir una vida de entrega secreta decide, ante el cuerpo sin vida de su hijo, escribir una única carta dirigida al objeto de su amor, de toda su vida, para hacerle saber de su sufrimiento, para abrirse a él como no fue capaz de hacerlo hasta ese momento. Y uno piensa en qué habría hecho en su lugar (o en el lugar del destinatario de la carta). Y así, podemos sentir el profundo dolor de una madre que ha perdido a su hijo pero no puede siquiera pensar guardar unos instantes para pensar en las horas que ha vivido con él, o lamentarse de la vida que ha perdido sino que, en lo más íntimo de su dolor, trata de evocar sus momentos más felices, compartiéndolos con el objeto y causa de su felicidad y de su desdicha. Pero dejando de lado la interpretación más usual de que la carta encierra un profundo amor no correspondido, una relación desigual, unidireccional, tomo prestado el ambiente vienés en el que se ambienta el relato y pienso que la carta es un gran monumento a la determinación y al amor propio, a las vidas que se frustran por sí mismas, incapaces de hallar un lugar en el mundo. ¿Quién es la desconocida remitente de la carta?¿La niña que se enamora de un vecino que representa todo aquello de lo que ella ha sido privada, que es la ventana que le permite mirar más allá de su drama familiar?¿O la joven que con determinación decide regresar a Viena ganándose la vida duramente y que logra por fin atraer levemente la atención de su amado?¿O quizá la mujer que por el bien de su hijo, logra fortuna y admiración de otros hombres que le resultan indiferentes?¿O tal vez la mujer que decide poner por escrito su vida, pese a que aún es joven, pocas horas antes de que entierren a su hijo, rompiendo un silencio que ha durado toda su vida? En las pocas ocasiones en que la desconocida dama accede a la intimidad de su amado, siempre ansía con desesperante vehemencia que éste la reconozca. Pero, ¿a quién espera que reconozca, a cuál de todas las mujeres quiere que reconozca? Porque, lo más dramático de su larga epístola es que la joven parece desconocer quién es ella misma, enajenada de su vida, no comprende que su galán ha reconocido en ella lo que realmente era en cada momento y, de este modo, creo que la ha amado como ella no ha sido capaz de hacer. Tesis arriesgada y polémica, ya sé. Es mérito de Stefan Zweig el haber escrito esta larga carta que deja tantos interrogantes como los que la joven pretende desvelar. Porque al fin, la desconocida sigue en su penumbra. Sus intenciones y anhelos parecen más ocultos e indescifrables cuando finaliza la carta que a su inicio. Y ésta creo que es la mayor virtud de este libro que despierta la imaginación adormecida de unos lectores demasiado acostumbrados en nuestros días a que el autor arruine nuestro campo de libertad interpretativa. Con traducción de Berta Conill, la editorial Acantilado publica esta obra echándose de menos, al menos en este caso y en el de otras novelas breves del mismo autor, una mínima introducción que sitúe en su contexto la novela respecto de la obra de Zweig y la de éste dentro de la Literatura del siglo pasado, si bien nada de esto impide una valoración acertada del mérito de la misma. La ausencia de nombres que definan a los personajes, que los humanicen, refuerza esa vinculación directa con el lector, esa apelación a su criterio. De otro lado, determinadas reiteraciones (como la mención al hijo muerto) van creando una tensión creciente que Zweig sabe manejar sin caer en la sensiblería y limitando con fuerza cualquier exceso de drama más allá de la propia locura de la desconocida narradora. Un texto en apariencia sencillo que habla de una pasión que lastra una vida pero también de los impulsos irracionales que a todos nos asaltan ocasionalmente y tras los que corremos el riesgo de extraviarnos; en ocasiones el riego está en no correr tras ellos, ¿quién lo sabrá a priori?. Un texto en definitiva que nos habla con interrogantes que deberemos tratar de responder en la intimidad si pretendemos estar a la altura de lo leído.

23 de agosto de 2009

El Palacio de la Luna (Paul Auster)


A Paul Auster le gusta encerrar varias historias en cada libro que escribe. El modo en que se desarrolla cada una de ellas, cómo se relacionan entre sí y la manera en que interactúan para crear un territorio temático común, es fruto de su talento para la narración. El lector se adentra en sus novelas seducido por una prosa sencilla pero implacable (mención inevitable a la labor traductora de Maribel De Juan), que apenas da oportunidad de apartar la lectura por unos instantes, hasta llegar a un punto en el que se descubre a sí mismo envuelto en una trama sólo aparentemente lineal y simple, plena de simbolismos que comienzan a explicitarse.

Por una vez, adelantaremos los fundamentos de cada una de esas historias sin llegar a desvelarlas por completo para aquellos que no hayan leído la novela y con el afán de destacar aquellos aspectos en los que El Palacio de la Luna resume la temática austeriana.

En El Palacio de la Luna tenemos la historia de Marco Stanley Fogg, un joven de padre desconocido y huérfano de madre que ha vivido bajo el cuidado de su tío y que a la muerte de éste parece no tener interés por integrarse en la vida tal y como la entienden otros jóvenes de su edad. Completa sus estudios en la Universidad de Columbia gracias a la venta progresiva de los libros que su tío le ha dejado casi como única herencia. Agotado el dinero, M.S. Fogg termina viviendo como un vagabundo en Central Park hasta que es rescatado por un amigo de la Universidad (Zimmer) y una chica oriental (Kitty Wu) a la que ha conocido casualmente por un malentendido.

Después de vivir un tiempo en el apartamento de Zimmer comienza a trabajar como ayudante personal de un excéntrico anciano prácticamente ciego. Tras un tiempo en el que su único cometido parece ser el de leer en voz alta erráticamente los libros que su patrón le indica, pasa a leer noticias de prensa y posteriormente necrológicas, momento en el que Fogg es informado de que el verdadero motivo por el que ha sido contratado es el de escuchar de labios del anciano la historia de su vida y así poder componer, con vistas a su próximo fallecimiento, varias necrológicas, todas ellas para la prensa, salvo una, la más extensa y completa, la que da cuenta de su vida real, la única totalmente fiel a los hechos, que deberá ser entregada a su hijo, al que abandonó sin saber de su existencia y que desconoce que su padre sigue vivo.

Pero tenemos también la historia de Mr. Effing, de nombre originario Julian Barber, reconocido pintor que decide viajar al Oeste para retratar los paisajes de la frontera americana al tiempo que aprovecha para poner distancia con su fría mujer. En el Oeste, sufre un asalto y queda abandonado en medio de un paraje desértico. Barber concluye que si el mundo le cree muerto, no puede dejar pasar la oportunidad. Después de vivir un tiempo aislado, regresa a la civilización como Thomas.Effing y hace fortuna, aunque ya no como pintor sino como financiero. En una fiesta, alguien le hace notar su parecido con un famoso pintor desaparecido hace años, lo que sume a Effing en la confusión y pierde la firmeza y determinación que le habían empujado hasta el momento. Comienza a sumergirse en su propio infierno particular (paralelo al que M.S. Fogg vive en Central Park) haciéndose habitual visitante del Barrio Chino; finalmente un accidente le ata a una silla de ruedas y, huyendo de su destino y de su país, se instala en Europa donde residirá hasta que decida su regreso final a Nueva York.

Y, para concluir el tríptico de El Palacio de la Luna, tenemos la historia de Solomon quien crecerá tratando de reconstruir la figura del padre ausente y terminará por crear una imagen de sí mismo, una identidad, que le proteja. Engordará, llevará sombreros absurdos y trabajará en diversas Universidades mediocres pese a su innegable talento académico, cambiando frecuentemente de una a otra. Su único romance en este tiempo es una alumna a la que amará por una sola noche y que luego desaparecerá. Su vida errática, gris, condenada a la apatía y la falta de nervio es la réplica del Central Park y el Barrio Chino de los otros dos protagonistas.

Las tres historias terminarán por converger en una única de la manera más sorprendente (sin duda, muchos podrán anticipar el cómo leyendo la solapa del libro), apareciendo así una de las constantes de las novelas de Paul Auster: el azar. Sus novelas parten del realismo y la verosimilitud pero, sin embargo, el azar se inmiscuye en ellas para darles ese aspecto fantasioso y novelesco que atrapa al lector. Sus personajes, simples y cotidianos la mayoría de las ocasiones, pasan a un primer plano gracias a azares dudosos, encuentros inverosímiles o asociaciones totalmente arbitrarias, de manera que la acción se desencadena casi sin que el lector pueda prevenirse ante lo que está por llegar.

La Literatura es otro tema básico en las novelas de Auster. Sus personajes suelen ser escritores o, al menos, personas que dejan constancia escrita de los hechos. El Palacio de la Luna se presenta como un libro escrito por Fogg pasados varios años después de los acontecimientos narrados. Mr. Effing también siente el impulso de escribir la historia de su vida y Solomon escribe un remedo de novela en la que plasma sus fantasías en relación a la figura del padre ausente. Asimismo, las referencias literarias son innumerables, desde escritores franceses (Auster trabajó en París como traductor) hasta una sorprendente alusión al Lazarillo de Tormes. No olvidemos, como ejemplo de la ironía de la que está repleta la novela, que Fogg sobrevive durante un tiempo gracias a la venta en tiendas de segunda mano de la herencia en forma de libros que su tío le deja, herejía que pocos bibliófilos pasarán por alto.

Otra constante en numerosas obras de Auster es la búsqueda de la identidad. Partimos de que los protagonistas son, en muchas de sus obras y El Palacio de la Luna no es la excepción, individuos que, o bien parten de la confusión y la incapacidad de sacar partido de sus talentos, imposibilitados para erguirse y tomar una determinación sobre el rumbo que desean para sus vida, o se trata de personas que atraviesan una profunda crisis personal que les lleva a ese estado.

Seres acostumbrados a presenciar las acciones de otros, su pasividad les lleva al escepticismo y la tolerancia, en ocasiones incluso se puede decir que parecen carecer de principios toda vez que admiten lo que se les viene encima haciendo poco por encauzar su propia vida. Sin embargo, en su pasar por la vida, se entrecruzan con personas e historias que les hacen reflexionar e, incluso, modifican su actitud, su visión del mundo.

Frente a Mr. Effing, capaz de reconstruirse a cada momento, de reiniciar su vida si es necesario en una huida continua hacia el futuro, y a Solomon, adaptado a una realidad mediocre pero que él mismo parece haber elegido para sí, Fogg espera que el curso de la vida le aclare lo que desea. Los cambios bruscos que definen su existencia son fruto de un azar que parece guiarle discretamente hacia un destino que resulta indiferente a Fogg. Más bien, el joven protagonista de El Palacio de la Luna parece carecer de empuje o personalidad definida, se integra en la vida gracias a proyectos ajenos; observa a quienes le rodean y de ellos extrae sus enseñanzas evidenciando cierta necesidad de involucrarse a través de estos mediums. Ni siquiera el sorprendente final y la revelación que se abre a los ojos de Fogg logran desperezarle, sacarle de ese sopor blando que parece consustancial a su ser.

La soledad es otro de los temas recurrentes en las obras de Auster. Sus personajes viven en soledad, con independencia de que tengan o no un amplio círculo de amigos, la esencia de su vida es la soledad, tal vez con el fin de mantener un precario equilibrio interior. Esta soledad y el modo de amoldarse a la misma como forma de conocimiento es una de la claves de El Palacio de la Luna y un tema recurrente en cada una de las historias en que se descompone. Ninguno de los protagonistas parece incómodo en dicha situación, antes bien, reducen su contacto con el resto de la sociedad al mínimo imprescindible.

Muchos otros temas se deslizan en esta novela que admite una lectura superficial, atenta a la trama y al modo en que las historias se imbrican y una lectura algo más profunda (no mejor, ni más placentera) que buscará dotar de sentido a cada episodio, explicar el simbolismo que la luna ofrece al conjunto, reflexionar sobre el viaje como experiencia, buscar paralelismos con la vida del propio autor o incluso leer la novela como una parábola sobre la historia de los Estados Unidos, su pasado y su sentido histórico.

Puede decirse que El Palacio de la Luna es la primera gran obra de Auster o, al menos, la primera que anticipa la mayoría de temas que terminarán siendo consustanciales a sus novelas posteriores. El propio Auster ha manifestado que es su obra más querida, no en vano los primeros borradores se remontan a su época universitaria, si bien, no es hasta 1989 cuando se publica definitivamente.

Dicen que hay autores que escriben muchas veces el mismo libro, puede que Auster vaya camino de convertirse en uno de ellos, por eso, si alguno de sus libros puede resultar más imprescindible y necesario, será precisamente éste.



10 de julio de 2009

El maestro de almas (Irène Némirovsky)


La obra de Irène Némirovsky viene siendo objeto de una especial atención gracias al “descubrimiento” de una novela inacabada (Suite Francesa), que se reveló como uno de los mayores éxitos literarios del año 2004 propiciando la posterior publicación en 2007 de otra novela inédita, la reedición en Francia del resto de su obra y, en el resto del mundo, la publicación de la mayor parte de ella por primera vez.

Una de estas obras es El maestro de almas, novela por entregas que la autora publicó entre febrero y agosto de 1939 en la revista Gringoire bajo el título de Las escalas de Levante, sustituido por el actual para la edición actual en libro publicada en 2006 con el fin de evitar confusiones con la novela homónima de Amin Maalouf.

Es interesante ver cómo esta forma de publicación por entregas ha caído en el olvido en nuestros días pese al vigor de que gozó en el pasado. Durante el siglo XIX numerosos autores publicaron sus novelas en este peculiar formato (si tenían éxito se editaban como libros, con las adaptaciones y correcciones de estilo precisas): Víctor Hugo publicó nada más y nada menos que Los miserables; Flaubert, Madame Bovary; Balzac, la Comedia humana y más recientemente, Truman Capote publicó en The New Yorker A sangre fría entre otros muchos ejemplos.

En el caso de El maestro de almas se aprecian algunas de las características a las que este tipo de publicación fuerza: cierta simplicidad en los personajes (especialmente en los secundarios, no así en el caso del protagonista), número limitado de personajes con apariciones puntuales y no recurrentes a lo largo de la obra, reiteraciones para refrescar la memoria del lector, capítulos de una extensión similar, cada uno de ellos abordando una escena o tema de manera completa pero avanzando algo de lo que queda por venir, para mantener la atención de lector obligándole a la compra del próximo número, etc.

Pero todo ello realmente sólo se hace apreciable en cuanto estemos al tanto del origen del texto; en otro caso, apenas percibiremos estos recursos lo que da buena prueba de la extraordinaria técnica de la autora rusa, ya que en la edición de esta novela no se ha realizado modificación ni corrección alguna al texto publicado en Gringoire.

En su doble condición de judía y extranjera, Irène Némirovsky no podía ser ajena a la realidad social de la Francia de los años veinte y treinta, al indisimulado rechazo que sufrían judíos e inmigrantes del Oriente (griegos, turcos, rusos, etc). Todo ello forma el sustrato argumental y espiritual de El maestro de almas. La historia narra la vida adulta de Dario Asfar, un emigrante ruso que huye de sus orígenes miserables en Crimea, que completa sus estudios de medicina en Francia comenzando una lucha sin tregua por el reconocimiento social y el éxito económico que le alejen de una imagen que le persigue como fantasma de un pasado próximo y aún posible en sus peores pesadillas: la de sus compatriotas hambrientos, hacinados, a merced de la fortuna o los golpes del destino.

Pero Dario Asfar vive atrapado entre sus orígenes vergonzantes y el racismo -y clasismo, verdadera esencia de todo racismo- de la alta sociedad francesa a la que aspira a sumarse. Y fruto de esta tensión, su desmedida ambición que le llevará a traspasar con frecuencia la línea sutil y borrosa que separa a los hombres honestos (los saciados, para quienes el tiempo ha borrado las huellas de unos antepasados arribistas y aventureros) de aquellos que deben renunciar a sus elevados principios (los hambrientos, aquellos que pelean por ascender en la “escalera del éxito”).

Avezado conocedor de los entresijos del alma de los hombres, termina por convertirse en el “sanador” de aquellos que le cierran las puertas de sus residencias, en confesor y confidente de las mujeres que miran a la suya por encima del hombro por culpa de un leve acento extranjero. Y conociendo la necesidad de adulación de estos fatuos personajes, sus limitaciones y faltas, sacará partido de ellas y logrará fama y dinero, reconocimiento y poder; lo que no le aleja en ningún caso de las sospechas, los comentarios y de un cierto rechazo que aquellos que recurren a sus servicios se cuidan de ocultar; no hay éxito completo, quizá nunca lo haya.

En esta lucha sin tregua pierde el amor de su hijo quien sólo ve los actos inmorales de su padre, su desmedida pasión por lo material, su afición por mujeres distintas a su madre. Pero el hijo, a quien nada falta, no es capaz de asomarse al vacío pozo del que su padre, ayudado en todo momento por su fiel esposa, extrae la fuerza para no volver a caer. Ese papel de reveladora de almas lo cumple sobradamente Irène Némirovsky quien nos muestra esa ambivalencia, esa doblez de Dario; sin justificarla, pero iluminando sus aspectos más humanos, probablemente porque gran parte de lo que narra tuvo que vivirlo en primera persona.

De ahí que Irène no juzgue a su personaje dejando tamaña tarea al lector y sus circunstancias, pero sin hurtarle elementos de decisión. ¿Cuál es el veredicto, por tanto? Parece claro que la ambición social parte del deseo de Dario Asfar de proteger a su mujer e hijo, pero ello le lleva a violar las normas deontológicas de su profesión, le arroja en brazos de jóvenes mujeres que sólo ven en él ese brillo que el dinero parece otorgar a los ojos de los simples. Pero ese proceder le aleja de aquello que más ansía: el amor de su hijo y el reconocimiento de Sylvie Wardes, una extraña mujer a la que conoce cuando aún pugna por salir adelante y cuya rectitud y moralidad se alza como referencia a lo largo del libro. ¿Qué ha logrado Dario en este largo viaje? Quizá mucho menos de lo que ha dejado por el camino. Comprender las circunstancias no equivale a justificar, explicar una conducta no implica admitir su necesidad. Pero ¿quién no sacrifica algo de sí mismo a cambio de aquello que cree desear?¿Quién no cree, como el maestro de almas, que esta renuncia no es sino temporal y circunstancial?¿Quién no se juzga superior a otros y anhela que un acto de justicia coloque a cada uno en su lugar?

Difíciles preguntas las que nos lanza Irène Némirovsky. Suyo es el mérito de que el juego sutil de su escritura las deslice sibilinamente en nuestra conciencia mientras avanzamos en la lectura del libro. Mérito suyo el que, cuando creemos tener una respuesta, un juicio certero, haga surgir un nuevo elemento que nos fuerce a replantearnos completamente la opinión formada. Porque, en definitiva, es de sabios saber formular preguntas, más no se puede pedir a la Literatura; las respuestas tocan a otros.

La edición de Salamandra cuenta con traducción de José Antonio Soriano (logra hacer de la lectura un placer libre de sobresaltos o altibajos estilísticos) e incorpora un epílogo escrito por Olivier Phillipponnat y Patrick Lienhardt, autores de una biografía de la autora, en el que examinan con detalle el ambiente social y literario por el que se movía Irène Némirovsky, las dificultades para publicar, su ambigüedad con el antisemitismo de los diarios y editoriales en que publicaba, etc. También se detallan aspectos de la génesis de El maestro de almas (inicialmente el protagonista sería griego o norteamericano) o se aclaran numerosas claves que para el lector actual pueden permanecer ocultas.

El maestro de almas, sin lograr trasladar la misma emoción que Suite Francesa, pone de manifiesto el porqué Irène Némirovsky es una autora actual pese a que mucho de su estilo recuerde a novelistas del siglo XIX. Su obra tiene la capacidad de formular preguntas e incomodar al lector, plantea asuntos que hoy permanecen vigentes. En un tiempo en que muchos vuelven su mirada hacia mundos del pasado o fantasías irreales, Irène Némirovsky nos devuelve al mundo que nos ha tocado vivir, a una realidad que definimos con nuestras decisiones diarias. Y en eso estamos.

9 de mayo de 2009

Como una novela (Daniel Pennac)


Nacemos ávidos de historias. Desde que somos capaces de entender un vocabulario mínimo nos convertimos en tiranos de nuestros padres, reclamando esa dosis diaria de cuentos para irnos a dormir, para comer o para atarnos los zapatos. En un principio puede ser el gusto de escuchar una voz conocida y tranquilizadora, pero pronto ésta pasa a ser un elemento que cede su lugar a las historias que salen de su boca. Hechizados, pasamos (o podemos pasar) horas enteras escuchando cuentos, incluso el mismo, una y otra vez, agotando la paciencia paterna, materna o filial.

Y sabemos que todos esos mundos se esconden detrás de signos tipográficos para cuya comprensión parece ser necesario el concurso de todos los esfuerzos y conocimientos del mundo. Pero también a ellos llegamos y, tras ingresar en la escuela, comenzamos a casar las palabras escritas con los sonidos que las dan vida. Nuestros ojos se adaptan para detectar meras líneas sin sentido alguno que, sin embargo, ahora parecen dotadas de una coherencia evidente.

Y con descanso, nuestros padres se alejan de nuestros cuartos dejándonos con un gran libro infantil en el regazo para que seamos nosotros quienes, autónomos, nos adentremos en la Literatura. Y, años después, confiarán en que sea la escuela la que continúe caldeando los rescoldos de ese amor infantil por aquellas hermosas historias. Y la escuela, con su racionalismo, sus programas y sus objetivos, trazará el destino de nuestra tarea lectora bajo la forma de textos obligatorios, comentarios, que copiaremos a compañeros de años anteriores, ¡afortunadamente esas lecturas obligatorias gozan de mayor estabilidad que las leyes educativas!.

Llegados a la compleja edad de la adolescencia, acosados por múltiples estímulos -unos biológicos y, por tanto, atemporales y naturales; otros alentados por quienes nos despreciarán por caer en los tentáculos que fabrican y con los que se enriquecen- nos alejaremos del libro. No en vano, el libro parece resultar ajeno a ese hermoso ideal de nuestra sociedad que ve con malos ojos cualquier actividad solitaria, que ensalza los placeres inmediatos y accesibles, sin previo esfuerzo. Y sólo años después, con las decepciones (o alegrías, quién sabe) de la vida, algunos volverán al libro, recuperarán el gusto por un esfuerzo cuya recompensa no está en el horizonte del "ahora" sino más allá de trescientas o cuatrocientas páginas. Pero otros muchos, lectores en potencia, mentes claras, con imaginación, con gusto por aquello que no está manido, perderán sin saberlo un goce que dificilmente sacia. Y tampoco tendría la mayor importancia, nadie es mejor por leer, simplemente les privaron del derecho de elegir, de equivocarse por sí mismos. Eso perdieron. Eso les robamos creyendo que todo les era dado en esta tierra de promisión.

Pennac ha dedicado parte de su obra a la reflexión sobre la escuela y la lectura. Este segundo aspecto lo aborda en Como una novela, libro en el que trata de enumerar y analizar las causas por las que un lector en ciernes se convierte en un renegado de la lectura que huye de las páginas escritas como si éstas representaran el peor de los castigos.

Sin afán de analizar todas las ideas que Pennac aborda en su libro (intenso y fecundo, en contraste con su brevedad) y sin intención jerárquica, podemos empezar por los propios padres que, acosados por un horror vacui legendario, tratarán de completar el tiempo de su hijo en una lucha contra el reloj y a favor de la ansiedad, con todas las actividades extraescolares que impidan el pecaminoso aburrimiento o que acredite la buena salud económica familiar y la preocupación por nuestros hijos (o por alejarlos de nosotros cuanto sea posible, según se mire). El tiempo para madurar lentamente una novela, para saborearla, queda eternamente aplazado. Los padres tampoco son una referencia válida en muchos casos; el lamento de que mi hijo no lee suele provenir de quienes tampoco lo hacen.

La escuela es otra gran destructora de lectores en potencia. Convirtiendo la lectura, ese placer ameno, en una obligación monótona y repetitiva, cumpliendo unos programas que suelen comenzar puntualmente en autores medievales y rara vez culmina en una Literatura más próxima (¿es necesaria esa enseñanza cronológica?¿es pedagógica?).

Otra reflexión de Pennac: "¡Qué pedagogos éramos cuando no estábamos preocupados por la pedagogía!"

Pero la escuela no puede competir, aunque quisiera, con esa bestia negra de todo intelectual al uso, o de quien se vanaglorie de serlo aún no siéndolo: la televisión y, más recientemente, los videojuegos e internet. Sabiamente Pennac recoge la escena de un joven obligado a terminar un libro, "mientras no lo acabes, no hay televisión" y expresa claramente nuestras terribles contradicciones: elevamos la televisión a premio y reducimos el libro (cualquier otra actividad) a un castigo, un peaje previo para el paraiso televisivo.

Y toda la mítica que rodea al libro se asocia inevitablemente a aspectos tales como el silencio y el aislamiento. ¿Nadie recuerda que el libro nace para fijar aquello que previamente deriva de una profunda tradición oral? ¿Nadie concibe ya una sesión de lectura en público? ¿Qué pensaría Dickens que recorrió toda Inglaterra y parte de los Estados Unidos haciendo de sus lecturas acontecimientos sociales y culturales imborrables para quienes los presenciaban? ¿Qué Kafka quien leía en voz alta sus relatos a Max Brod, a su hermana favorita o incluso en público (él, el gran tímido)? ¿Cómo lloraría Whitman si viera sus Hojas de Hierba como briznas muertas en una biblioteca en manos de un lector contraído y temeroso? ¿Dónde dejamos espacio para esa otra mítica, la del lector arriesgado, la del que vive para leer con la misma fuerza que vive para amar y para gozar? ¿A alguien le extraña que la lectura no parezca demasiado atractiva?

Pennac, haciendo honor al título de la obra, no quiere terminar con un mal sabor de boca. En las últimas páginas nos regala sus Diez Derechos del lector que, a modo de piedra mosaica, nos permitirán hacer llegar el goce de la lectura a quienes les resulta ajeno, derribando barreras, tópicos, imposiciones carentes de sentido, desacralizando la figura del libro, del autor y del propio lector, acercándolo a ese goce caprichoso que nos conquistó en la infancia.

El derecho a no leer, a no ser presionados para ello, a que nadie ponga en duda nuestra inteligencia porque no leamos. ¿Quién, a fin de cuentas, no tiene rachas en las que, simplemente, no siente apetito lector? Pero también, el derecho a no terminar un libro, a levantarnos del sofá y devolver el libro a su estantería. Quizá años después, retomemos el libro y nos preguntemos vagamente, ¿por qué no nos gustó hace años? Y también, por supuesto, el derecho a no leer todas las palabras, de principio a fin, el poder saltarnos pasajes, centrarnos en lo que más nos gusta (yo añadiría el gusto por volver atrás e, incluso, por saltar adelante libremente sin sentirnos contrabandistas de la peor calaña). El derecho a releer lo que más nos gusta (¿de verdad hay que leer todo lo que se publica sin echar la vista atrás sobre lo que más nos ha enriquecido? ¿tanto perderemos si volvemos a leer lo que nos impresionó o marcó? ¿no serán acaso las editoriales las menos interesadas en la relectura?). Y, por encima de todos, el derecho a leer lo que me de la gana. Que nadie me mire con soberbia o condescendencia si leo determinados libros, si disfruto con Harry Potter aunque tenga cincuenta o setenta años. Que nadie me juzgue por ello y que yo no juzgue a quien lea a Sartre o a Sófocles.

Y así, hasta diez derechos fundamentales para orear nuestra conciencia lectora, despejarla de mitos que la enturbian y degradan. Derechos que vuelvan a hacer del lector el protagonista de los libros.

Otra nota de optimismo; pese a las estadísticas con índices de lectura bajísimos, pese a los periódicos informes sobre la escasa habilidad en lectura comprensiva y los vaticinios de los pedagogos mediáticos que, desde sus ventanas televisivas, denuncian que precisamente la televisión acabará con la lectura, los signos evidencian lo contrario. Que nadie nos engañe, no me imagino a los españoles de los años cincuenta como ávidos lectores impenitentes, siempre con un libro a cuestas; me temo que sus preocupaciones eran otras. Pasear por la Feria del Libro revela colas de adolescentes que han hecho enrojecer de envidia a Antonio Gala; viajar en Metro permite asombrarse de ver a jóvenes leer libros que yo, algo mayor, pero tampoco tanto, he demorado para cuando tenga tiempo que es lo mismo que decir, para nunca. Y también he leído bitácoras escritas por alumnos de Instituto compartiendo sus gustos sobre Literatura, entre opiniones sobre un concierto, un estreno de cine o una serie de dudoso gusto, todo ello con la naturalidad de quien habla de lo que le gusta, lee lo que quiere, sin necesidad de buscar aprobación de nadie. Ese espíritu es el que lleva a los libros, por tanto, los libros (sea cual sea su formato futuro) seguirán vivos, o al menos tan vivos como lo han estado siempre.