Isla de Nam -o de los Sueños, o de las Rocas- se encuentra en un incierto lugar entre la Venecia de los dogos y la China de las especias, en los tiempos en que Marco Polo había regresado de su viaje y los canales ardían de rumores sobre sus palabras. Un tiempo en el que lo que ocurre en el lejano reino del Gran Kan resulta tan increíble que apenas se puede separar lo real de lo imaginario; tan extravagantes resultan ambos, tan increíbles pero, al tiempo, tan fáciles de creer para unos hombres que sólo de las palabras viven, que apenas han visto más que lo que se extiende ante sus ojos y que, por tanto, dependen de las palabras de los marineros, de sus fábulas y cuentos, de sus fanfarronas bravatas, para comprender que el mundo allá fuera es tan intenso y brillante como hacen suponer las riquezas que los barcos traen en sus bodegas.
Y es precisamente en ese lugar y tiempo en el que Pilar Alberdidesea centrar su historia. Un tiempo de viajes y aventuras, de fantasías y sueños. Un momento histórico concreto pero con cierto aire de fábula irreal en la que poder contarnos su historia, la historia de Giacomo Baldosini, que partió de Venecia para hacer fortuna y merecer el amor de su prima, Elisa Daltieri, pero naufragó en la isla de Nam. Y en esa isla ignota pasa sus días recordando las palabras de su amada, las historias que ella inventaba y en las que el protagonista siempre era él, como príncipe o como rey, siempre él. Y Giacomo, incapaz de devolverle una historia, sin imaginación para tan poco, sólo puede formular su promesa de amor, de amor eterno, claro está. Nunca la dejará, nunca la abandonará, …
A estas alturas parece claro que, al menos a mi juicio, la clave del libro es precisamente el valor de la palabra. En primer lugar, el respeto a la palabra dada en esa promesa de amor a que hacía referencia, fidelidad que Giacomo guarda cada día de su vida.
Pero la palabra también es protagonista en otros muchos aspectos. Palabras es lo que Elisa da a Giacomo, y palabras son lo que ella le reclama. Tiempo después, ya náufrago en Nam, Giacomo parece cobrar conciencia de sí mismo y ante los sorprendidos habitantes de Nam, narra sin tregua las historias que oyó de labios de su amada, pero también las que inventa, ganada ya la imaginación. Y sus palabras parecen no destinadas a nadie ya que no habla la lengua de Nam y sus pequeños habitantes no le comprenden aunque todos le escuchan con fascinación. Igual que él escuchaba a Elisa sin apenas oír sus palabras.
De palabras también entiende lo suyo la autora de esta pequeña obra de difícil catalogación ya que ha publicado diversos libros de poesía, teatro y narración. Varios premios avalan su trayectoria pero, en mi caso, es este libro el que justifica el reconocimiento.
El texto nos sugiere hechos esquemáticos, envueltos en un hermoso disfraz que cruza con acierto el género del relato breve con la poesía. Es el tono general del libro el mayor logro de su autora ya que se puede abrir cualquier página al azar y encontrar ese mismo aliento con el que se inicia la narración.
El ritmo es otro compañero presente en Isla de Nam, cuya lectura se acompasa con frecuentes repeticiones (el omnipresente “¡Escuchad, escuchad!” que sólo puede invocar quien tenga algo contar) e imágenes recurrentes que, sin embargo, inadvertidamente, nos llevan hacia el final de la narración.
En su brevedad no adelantaremos el final del libro, ya que, al igual que la Ítaca de Cavafis, su riqueza no se encuentra en el destino, sino en el viaje de su lectura, pero sí diremos que quien llegue a su última página habrá conocido una hermosa historia, multitud de imágenes y sorprendentes metáforas y, sobre todo, palabras, bellas palabras como recuerdo de la travesía.
Oliver Sacks es un reputado neurólogo que reparte su talento entre el ejercicio de su profesión con pacientes que sufren las más extrañas patologías y la labor divulgativa a través de numerosos libros en los que ha descrito muchos de los casos clínicos que trata. Si algo caracteriza a su obra es su humanismo, entendiendo por tal, su capacidad para describir cada caso, por extraordinario y extraño que nos parezca, en el contexto de la vida personal del paciente. Oliver Sacks no nos habla de enfermedades, sino de personas, lo que da a sus libros y conferencias una cualidad especial.
La fama le llegó gracias a su experiencia en el tratamiento de pacientes aquejados de encefalitis letárgica, una enfermedad que afectó a muchas personas en los años veinte y cuya "epidemia" tan pronto como vino se fue. Muchos de los pacientes que sobrevivieron en la ciudad de Nueva York fueron agrupados (o arrinconados más bien) en el Hospital Beth Abraham del Bronx donde llevaban una vida apática, casi vegetal.
Oliver Sacks trabajó en dicho hospital a partir de 1966 y experimentó con estos pacientes el uso de una droga, la L-dopa, empleada para el tratamiento del Parkinson. Los resultados fueron sorprendentes y muchos de los pacientes despertaron a la vida. Sin embargo, efectos secundarios de la droga forzaron a abandonar el experimento reduciendo nuevamente a los pacientes a su estado vegetativo anterior.
Sí, muchos habrán creído reconocer el argumento de Despertares, la película protagonizada por Robert De Niro y Robin Williams y, efectivamente, esta película se basa en la experiencia real de Oliver Sacks y en su libro del mismo título.
Sacks ha dedicado libros al síndrome de Tourette, a las alteraciones en la visión del color, al mundo de los sordos, a las alucinaciones, la música y el cerebro, etc. Sin embargo, en El tío Tungsteno, aborda un género inédito en su obra hasta la fecha: la autobiografía. Este libro no es otra cosa que una colección de recuerdos del joven Sacks, sus aficiones científicas, su vida familiar y sus ensoñaciones sobre el mundo que le esperaba. En sus páginas no encontraremos ninguna de los apasionantes (aún siendo terribles) afecciones que pueblan el resto de su obra, tampoco hay un rastro preciso por el que seguir la pista de su futura profesión en el mundo de la neurología.
Entonces, ¿tiene sentido su lectura?¿Es Sacks una figura tan relevante de nuestro tiempo como para que sus días de infancia merezcan nuestra atención? Hablaré de aquello que he aprendido de este libro y algunas reflexiones que me han surgido durante su lectura.
El tío Tungsteno, como todos sus libros, está impecablemente escrito. Su lectura es fácil y, pese a abordar temas de cierta complejidad para los profanos en Ciencias Químicas, en ningún momento se pierde la comprensión o el interés por lo que cuenta. Sacks nos presenta a su familia, judía ortodoxa, en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, en su enorme casa londinense, siempre llena de invitados, familiares o personal de servicio. Sus padres eran médicos reputados y el ambiente científico se respiraba por toda la casa, alentándose la observación y la experimentación.
Pero no sólo sus padres. La mayoría de sus tíos tienen inclinaciones científicas. Desde la tía Len, apasionada botánica, al tío Abe un enamorado de la “luz fría” o lunibniscencia que comparte la propiedad de una fábrica de iluminación con el tío Dave (el tío tungsteno) enamorado de este extraño metal y que actuará como mentor de Sacks en su introducción al mundo de la experimentación química.
Su pasión por la Química crece poco a poco y sus visitas al Museo de Ciencias Naturales se convierten en verdaderos festines. También se aficiona a los libros antiguos de química, tanto a los Principios de autores reconocidos, como a los pequeños manuales que recopilan experimentos que el joven Sacks no duda en llevar a la práctica, en ocasiones con excesivo entusiasmo y escasas precauciones. En su narración dedica muchas páginas a relatar cómo surge la Química, mezclada en sus inicios con la tradición de la alquimia, el proceso de prueba y error que va completando la tabla periódica que conocemos actualmente. Sacks logra unir la personalidad extravagante de muchos genios de siglos pasados como John Dalton, Robert Boyle o Mendeléiev con explicaciones científicas que resultan interesantes incluso para los que apenas recordamos las clases de Química.
En este entorno acomodado irrumpe la guerra y el traslado forzoso de los menores fuera de Londres para evitar los bombardeos alemanes. Los dos hijos más pequeños del matrimonio Sacks (Oliver y Michael) asistirán a una escuela especial para niños refugiados en Braefield donde el trato vejatorio e intimidatorio reforzará la introversión de Sacks. La arbitrariedad de los profesores, y en especial del director del centro, le harán querer aferrarse a un mundo previsible y sujeto a normas claras y controlables, como es el de las Ciencias, fortaleciendo así una afición que pasa a convertirse en una verdadera obsesión.
Parece claro que el amor por la Ciencia, por extensión podríamos hablar de cualquier otra disciplina, no le viene de la escuela (luego la educación reglada no siempre es la culpable de todo), tampoco de modernas y amenas obras divulgativas (Sacks manejaba textos escritos ochenta años antes, probablemente poco didácticos, incluso desfasados pero que para él eran tan apasionantes como la mejor lectura) sino de la experimentación en primera persona y de un ambiente propicio. Cuando sus padres encendían la chimenea, le hablaban de los gases culpables de los diversos colores de las llamas, arrojaban sal para que viera las reacciones, … No todos somos químicos, pero todos podemos ser embajadores de nuestras aficiones y pasiones, podemos hacerlas vivas e interesantes, no desde la imposición o la teoría, sino desde el día a día.
En las comidas familiares no era infrecuente que sus padres hablaran de sus pacientes, a los que en muchos casos conocían personalmente y que los comentarios entremezclasen la medicina y la biografía a partes iguales. Sin duda, de esto Sacks aprendió mucho para su futura carrera. Pero también, la pasión de sus padres tuvo sus excesos. Apenas adolescente, su madre le empujó a diseccionar fetos y, posteriormente, cuerpos adultos, lo que suscitó un profundo rechazo y aversión en el joven. Todo debe tener su medida.
La timidez e introspección de Sacks (que es perceptible incluso en las charlas y conferencias que imparte) le empujó a las Ciencias (como a muchos otros científicos) pero ello no le convirtió en un frío observador, en un teórico airado. Todo lo contrario, su conocimiento le afincó más en el terreno de la práctica, en la vida diaria. ¿A qué se debe? Tal vez a su ambiente familiar (sus tíos combinaban la labor científica con la mercantil, sus padres atendían a personas, no a pacientes), tal vez a una inclinación personal propia. Lo cierto es que su perspectiva es notablemente enriquecedora y pone de manifiesto que las Ciencias, los avances, no deben hacernos temer un mundo más frío e insensible si así no lo deseamos e investigadores como Sacks son la mejor prueba que enlaza con una tradición ancestral en este sentido.
El carácter reservado de Sacks le aleja progresivamente de la religión de sus padres en la que sólo ve un ritualismo de escaso valor y otra fuente de intranquilidad con un Dios omnisciente y vengativo. Las discusiones sobre el naciente sionismo (una de sus tías fue una gran impulsora en Inglaterra) que alteraban algunas reuniones familiares, le alejan igualmente de la controversia pública. Por el contrario, la demencia de su hermano mayor, Michael, le causará un profundo impacto ya que la cree debida a las condiciones que sufrió en las escuelas durante la guerra y, por tanto, intuye que él sufrirá la misma suerte.
Sin duda este libro no atraerá la atención de muchos, de hecho, sería deseable que Anagrama conservara el ubtítulo de la obra (Recuerdos de un químico precoz) en la portaqda de su edición de bolsillo para evitar confusiones.
La infancia de Sacks parece guardar poca relación con su labor neurológica que es lo que más puede interesarnos, pero no puedo evitar simpatizar con ese niño aterrado por las presiones y violencias de su entorno, que llena los bolsillos de su chaqueta de todo tipo de minerales, que observa las luces del Metro de Londres con un pequeño espectroscopio o que copia en su cuaderno escolar afanosamente la Tabla Periódica de los Elementos en el Museo de Ciencias. Puedo seguir sus miedos y sus pequeñas rutas de escape, sus noches en vela observando las estrellas y sus intentos por dominar una parte del vasto Universo para ganar una tranquilidad que le sirviera para extraer fortaleza, quizá para sentirse especial y valioso a sus propios ojos.
Este niño se identifica con los esforzados investigadores de otras épocas a los que trata de emular pero también es capaz de emocionarse con la Literatura (no sorprende que sea Dickens el autor más citado en estas páginas). Y creo que este niño, algo regordete a la vista de sus fotos familiares, explica a la perfección al adulto Sacks. Y la lectura del libro me ha obligado a buscar también mis propias raíces y qué hay del niño que fui en el adulto que soy. Y me ha hecho añorar muchas de las cualidades que he perdido por el camino (tal vez sólo a cambio de unas pocas nuevas) y me ha obligado a tener presente que el futuro siempre es un campo de posibilidades, no de amenazas, si así lo queremos.
Podemos dividir a los escritores en dos grandes grupos. Aquellos que miran al pasado, describen lo sucedido (con furia o melancólica añoranza) y aquellos que aciertan a atisbar (no siempre con exactitud o acierto) lo que llamamos presente o lo que está por llegar.
En este último grupo tenemos a autores como Kafka cuyas obras se asoman al borde del precipicio. Pero ahora hablaremos del primer grupo, de los autores que reflexionan sobre el tiempo que se escapa y lo que de él permanece. Un buen ejemplo es Stefan Zweig de quien es habitual mencionar su mirada a un mundo que se desvanecía ante sus propios ojos, sacudido por unos cambios que le sobrepasaron.
Otro ejemplo admirable es el de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, quien supo reflejar en una única novela toda la decadencia y declive de una sociedad en la que la nobleza aún se asentaba en la parte más alta de la jerarquía social.
La obra de Miklós Bánffy puede ser su equivalente en la literatura húngara, tan ajena y desconocida en nuestra lengua. En su Trilogía Transilvana retrata la degeneración y caída de la nobleza húngara, víctima a partes iguales de las circunstancias históricas y de sus propios vicios y defectos. Libros del Asteroide ha publicado esta trilogía cuya primera novela (Los días contados) da buena cuenta desde su propio título de la filosofía de la obra.
Miklós Bánffy
Como en el caso de Lampedusa, Miklós Bánffy formaba parte de esa clase aristocrática que tan bien describe y cuya vida discurría entre partidas de bacará, bailes de carnaval y cacerías, ignorante de lo que se estaba gestando ante sus propios ojos, tan pagada de sí misma. Pero a diferencia del noble italiano, Bánffy no era un discreto personaje de su época, sino uno actor relevante que participó activamente en la vida política de su país llegando a ser Ministro de Exteriores en los años treinta. Y esta diferencia se aprecia de inmediato en su obra.
Pero entremos ya en estos días contados que, según la Biblia, lo son para todos nosotros, pero que en este caso, parecen más escasos para los nobles húngaros que forman el fondo coral de la novela.
El argumento es sencillo. Los días contados se ambienta en los primeros años del siglo XX y narra la vida de dos primos. El primero, Bálint Abády, descendiente de una familia acaudalada de la nobleza terrateniente transilvana, acaba de regresar a Hungría tras una breve carrera diplomática en el extranjero para presentarse como diputado al parlamento de Budapest en las próximas elecciones. Su primo, László Gyerőffy, desciende de una rama familiar menos acomodada que la de Abády; perdió a sus padres en circunstancias algo confusas y ha vivido siempre acogido por el resto de su familia. Pese a ser tratado con cariño, percibe diferencias y rechazos mal disimulados lo que, unido a su talento artístico, le aleja de la vida de sus parientes empujándole a su gran pasión la música, a la que desea dedicar su vida.
Castillo de la familia de Miklós Bánffy
En la vida de ambos se cruzarán dos mujeres. Adrienne en el caso de Bálint, casada con un extraño noble que rechaza la tradición aristocrática húngara, con quien mantendrá un idilio más próximo a los primeros escarceos de los adolescentes que a una verdadera pasión adulta.
Gyerőffy caerá enamorado de su prima Klara en un amor correspondido pero que no cuenta con la aprobación familiar lo que le llevará a tratar de ganarse el respeto de la sociedad por sí mismo y no por la lástima que inspira la pérdida de sus padres y el deber de hospitalidad que todos parecen verse obligados a brindarle.
En una fulgurante carrera, que le alejará definitivamente de su ambición por convertirse en un músico de prestigio, subirá a lo más alto del reconocimiento social como organizados de importantes actos sociales. Pero el precio que deberá pagar será muy alto: el amor de Klara que ha perdido la confianza en su palabra y el control de su propia vida, sacudida por la necesidad de ganar cada vez más dinero con las cartas para lograr mantener su trepidante ritmo de vida y huir de la persecución de sus acreedores. László probará de primera mano la hipocresía de esa sociedad de apariencias y normas de honor que sólo sirven para encubrir el deshonor.
Pero no sólo de grandes celebraciones, casinos e hipódromos se nutre la novela. Los intentos de Abády por modernizar la explotación forestal de los neveros de su familia, le ponen en contacto con una realidad que desconocía, la de los pobres habitantes de las comarcas montañosas, sometidos a la tiranía de los funcionarios locales, el pope y el usurero de turno.
Paisaje transilvano
Su participación en la política también le asoma a los entresijos y engaños de las campañas electorales donde la compra de votos o la presentación de candidatos simulados forma parte de la rutina. Sus intentos por poner en marcha un sistema cooperativo que ayude a la población a organizarse por sí misma y salir de su pobreza choca, para su sorpresa, con la oposición de los supuestos beneficiarios de sus medidas. Como le explicará el Notario, nadie confía en lo que vayan a proponer las clases dirigentes después de tantos años de explotación y miseria.
Donde quizá mejor brille el talento literario de Miklós Bánffy es en el modo en el que sabe entremezclar el argumento con las vicisitudes políticas, de un modo natural y sencillo pero que da perfecta cuenta de la relación entre la crisis política y la social que se explican recíprocamente.
Hungría reconstituyó su relación con Austria gracias al Compromiso de 1867 asegurando un periodo de supuesto respeto mutuo que se fue deteriorando paulatinamente fomentando las tensiones nacionalistas húngaras (que a su vez trataba de sofocar y acallar a sus propias minorías, rumanos fundamentalmente) y a las ambiciones de la Corona de los Habsburgo que pretendía consolidar su poder en todos sus reinos.
Las desavenencias en el Parlamento entre los partidarios de la ruptura o quienes tan sólo quieren tensar la cuerda no ocultan la posición de la minoría de parlamentarios rumanos que ven cómo sus propias reivindicaciones son olvidadas. Este Parlamento (elegido mediante sufragio censitario) es un claro ejemplo de cómo la oligarquía húngara copa los resortes del poder, preocupada por sus propios intereses antes que por el bien del pueblo al que dice representar.
Parlamento de Budapest
Pero sus discusiones y trifulcas pronto quedarían olvidadas. La Primera Guerra Mundial llevó a los húngaros a una guerra que les asfixió. A su fin, la ansiada independencia fue tan sólo un breve paréntesis del que no salieron bien parados al perder gran parte de su territorio. Sufrieron los rigores de la Segunda Guerra Mundial y a su término, quedaron del lado soviético del telón de acero. La revuelta de 1956 fue un tributo al ansia de libertad que no se haría realidad hasta 1991.
El estilo literario de Los días contados nos remite a las grandes novelas clásicas del siglo XIX. Un fresco histórico sobre el que Miklós Bánffy despliega a sus personajes con sumo esmero. Las descripciones paisajísticas son una magnífica expresión del amor que sentía por estas tierras, pero el autor tampoco desdeña el retrato psicológico, especialmente en el caso de las mujeres, verdaderos puntales de la estabilidad moral y social. Especial mérito tiene la construcción que hace de la relación entre Abády y Adrienne, plena de indecisiones y complejos vaivenes.
El libro ha sido prologado por Mercedes Monmany y traducido muy esmeradamente por Ëva Cserháti y Antonio Manuel Fuentes Gaviño y no ha sido hasta fecha reciente cuando Libros del Asteroide lo ha recuperado para nuestra lengua, después de su publicación original en 1934.
Pero el retraso no ha hecho perder validez al mensaje que hoy debemos extraer de su lectura. Los tiempos cambian y con ellos lo hacen las sociedades, no ha habido momento estable y confortable al que podamos referirnos como una edad de oro añorada. Los nobles de los que nos habla Bánffy vienen de una época convulsa y se dirigen a otra que los disolverá. No lo ven, se aferran a una imagen irreal del pasado para construir su idea del futuro, pero el mundo es sólo para aquellos que ponen los pies en la tierra y bailan al son de los tiempos. Y esto es, si cabe, más válido hoy que en los tiempos en que Bánffy escribió Los días contados.
Tenemos la imagen congelada de los grandes villanos de la Humanidad en sus momentos de apogeo, pero olvidamos con demasiada frecuencia que también ellos fueron niños, gozaron de la atención de sus padres y fueron destinatarios de hermosas expectativas. O tal vez no lo olvidamos, simplemente nos resistimos a pensar en ello, no admitimos que nada pueda enturbiar el legítimo odio y repugnancia que por ellos sentimos.
Sí, tal vez prefiramos ver como una vida completa la del asesino en serie o la del tirano, no admitir quiebras en nuestro juicio que provengan de una infancia que justifique lo que vendrá. O quizá la imagen de un tierno infante se nos cuele y nos haga preguntarnos por el punto concreto en el curso de la vida en el que todo se torció, como un punto sin retorno en el que poder marcar la línea divisoria entre lo admisible lo repugnante.
Por ello, es admirable la intención de Norman Mailer de novelar sobre los primeros años de uno de los perores monstruos de la Historia, Adolf Hitler. En su última novela, El castillo en el bosque (Anagrama), Mailer trata de reconstruir esos primeros años de los que apenas nada conoce el público no especializado para lo que ha trabajado con una amplia bibliografía que se recoge al final del libro, como si se tratase no de una novela y no de un ensayo.
Norman Mailer
Si este planteamiento nos parece de por si inquietante, más aún lo es el hecho de que la voz narradora sea la de un demonio menor que ha recibido el encargo del Maestro -Satán- de hacer un especial seguimiento de esta vida que comienza bajo prometedores signos.
Y es que, según la narración, Hitler es el resultado de un doble incesto. De un lado, su abuelo Johann Nepomuk, engendró al padre de Hitler -Alois- de su propia hermana, Maria Anna. Posteriormente, Alois, se casó en terceras nupcias con Klara, su hija, fruto de una noche con Johanna, hermana a su vez de Alois. Adolf Hitler nacería de este matrimonio. Hitler es, por tanto, fruto de un incesto, igual que lo son sus dos progenitores.
Según la teoría diablesca, de los hijos incestuosos cabe esperar una cantidad de taras que comprometan su viabilidad, pero en aquellos casos en los que el bebé sale adelante con cierta normalidad se pueden esperar de él los más grandes logros.
Y por eso, a modo de ángel de la guarda del Mal, el narrador va desgranando la vida de la familia Hitler demorándose en determinados acontecimientos que forjaron su evolución.
El padre hará una brillante carrera como funcionario del Servicio de Aduanadas de la monarquía austriaca en el que llegará al grado más alto reservado para personas de sus escasos estudios y condición. Su genio autoritario marcará el carácter del joven Adolf que se refugiará en las faldas de su madre quien le prestará todo su apoyo y cariño agobiada por el deseo de conservar su descendencia masculina (de la que Adolf es su última esperanza).
Alois
Pero todo cambia cuando nace Edmund, otro varón que poco a poco irá desplazando a Adolf del lugar que su madre le tenía reservado y que incluso llegará a contar con la aprobación del padre, ya jubilado.
En estos años infantiles, la labor del narrador será la de preparar una mezcla de sentimiento de culpa, deseos de venganza, aspiraciones irracionales a un futuro glorioso, rechazo del sexo y otras muchas características que, sin embargo, por sí solas no explican nada de lo que estaba por venir. Una desesperada necesidad de cariño y su reverso de la moneda, los celos y el rechazo a cualquier forma de deslealtad (siempre y cuando provenga de otros, por supuesto) asientan progresivamente una tendencia a manipular los hechos para hacerlos coincidir con los deseos más íntimos. La verdad se convierte en algo tan relativo que puede quedar supeditada a un fin, en beneficio propio.
Klara
Pero Mailer no se deja atrapar por este apetecible material, todo lo contrario. En aquellos casos en los que el lector podría encontrar el origen de algunos hechos futuros (como los hornos crematorios), lo desmiente explícitamente. La verdadera semilla del mal va germinando a través de pequeños sueños e imágenes, muchas de ellas apenas impactantes, pero sí lo bastante eficaces para ir creando un caldo de cultivo sobre el que dejar germinar la semilla.
Adolf Hitler niño
Dado que la narración está realizada por el propio demonio encargado de guiar los pasos del joven Adi, gran parte del discurso se centra en justificar las artes de estos, contrapuestos a los ángeles (o “cachiporras” según los denomina). El modo en que pueden influir en sus clientes, la manera de sacar partido de situaciones adversas o de inmiscuirse en las labores de los cachiporras pasan a formar parte de la esencia de la novela que, realmente, trata sobre el Mal y su brillante porvenir dado que estos maléficos mensajeros han logrado captar a numerosos clientes y, lo que es más importante aún, sembrar la idea en un gran número de personas de que ni ellos ni Dios existen, lo que favorece sus planes dejándoles un mayor campo de acción.
Pero el narrador no pasa por un buen momento y por ello ha decidido revelarse y poner por escrito su implicación en esta fase de la vida de Hitler (más adelante fue sustituido por el propio Maestro quien se encargó de tutelar el resto de su macabra vida). Por ello teme una inevitable represalia y se plantea incluso cambiarse de bando. En un irónico guiño kafkiano, el narrador incluso se plantea si el Maestro no pudiera ser otra cosa que un diablo de alto rango pero no el verdadero origen del Mal.
Adolf Hitler adolescente
Norman Mailer ha dirigido su mirada en varias ocasiones hacia paisajes siniestros (La canción del verdugo o Oswald. Un misterio americano) pero realmente en ninguna de estas obras ha logrado como en El castillo en el bosque generar esa incómoda inquietud que acompaña al lector desde la primera a la última página.
Su prosa metódica, apunta directamente a los hechos adornando tan sólo los elementos necesarios para dotarlos de verosimilitud literaria, dirigiendo el texto con férrea voluntad sabiendo dosificar los diversos elementos que componen la novela. Es mérito de Jaime Zulaika el haber sabido imprimir el ritmo adecuado a la versión en castellano y haber conservado cierta austeridad en la novela que, en ocasiones, la asemeja a una investigación periodística.
Llegados a este punto, debemos preguntarnos como en toda ocasión, las razones por las que merece la pena leer esta novela. A muchos el tema les alejará inevitablemente de la misma, pero no debe sernos indiferente el análisis del origen de monstruos como Hitler. La sabiduría que Mailer nos regala en El castillo en el bosque (título que por alguna razón me resulta igualmente angustioso) es que nada hay determinado en la vida de una persona que pueda empujarla a cometer las mayores atrocidades. Tal vez las condiciones del joven Adolf no fueron muy diferentes a las de cientos de jóvenes de aquella época, pero Hitler sólo hubo uno. Las peleas entre demonios y cachiporras pueden ser una irónica metáfora de nuestra diaria lucha interior, pero no por ello dejamos de ser responsables de nuestros actos. Tan solo nuestra voluntad determina de qué lado queremos inclinar la balanza de nuestros actos.
Geoff Emerick tuvo la inmensa
fortuna de entrar a trabajar en los estudios Abbey Road como ayudante del
ingeniero de sonido con tan sólo 16 años, la víspera de que un grupo venido de
Liverpool acudiera a su primera sesión oficial de grabación el cuatro de
septiembre de 1962. Desde ese momento hasta nuestros días, su vida ha estado
íntimamente ligada a la música de los Beatles.
En un
primer momento, su participación fue mínima (incluso en aquella primera sesión,
acudió como mero espectador y sin cobrar, por la curiosidad de ver al grupo del
que ya se hablaba bastante en la cantina de los estudios) y no participó en
todas las sesiones Sin embargo, su presencia fue haciéndose más asidua hasta el
punto en que, en 1966, cuando los Beatles se preparaban para iniciar la
grabación de uno de sus discos más importantes -Revolver-, fue promocionado al
puesto de ingeniero de sonido.
Precisamente
en la primera sesión para ese disco marcó la pauta de cuál sería el papel de
Geoff en los meses siguientes. John Lennon había compuesto una canción con un
único acorde y letra inspirada en una versión del Libro Tibetano de los Muertos
y las indicaciones para el tratamiento de su voz fueron tan simples (y
complejas) como pedir que sonara como el Dalai Lama cantando desde lo alto de
una montaña.
Pocos
minutos después, Geoff había dado con la solución: pasar la voz de John por el
amplificador Leslie de un órgano Hammond. Además, para reforzar la letanía,
Geoff modificó las normas del estudio en cuanto a ubicación y manipulación de
los micrófonos, acercándolos a la batería de Ringo (en cuyo bombo se introdujo
un jersey de lana para matizar aún más el sonido).
Podemos
escuchar el resultado de esta primera noche de trabajo, aunque finalmente sólo
alguno de los efectos pervivieron en la mezcla final que se puede escuchar en
el disco.
Según
rememora Geoff, trabajar con los Beatles era siempre una experiencia singular.
Para ellos, el “no” nunca servía como excusa para desechar una idea o intentar
algo nuevo. La competitividad entre ellos (fundamentalmente Paul y John) les
llevaba a una continua lucha por la originalidad y la creatividad.
Pero no
todo era hermoso. Según asegura Geoff, trabajar con un beatle (o varios) era
algo relativamente sencillo; trabajar con los cuatro a la vez se convertía en
una tarea muy delicada; la dinámica ellos-nosotros creaba una barrera que los
aislaba impidiendo la intervención de cualquier ajeno al círculo. De hecho, las
tensiones en el grupo fueron creciendo hasta el punto en el que durante la
grabación del White Album en muy contadas ocasiones los cuatro Beatles estaban
reunidos en una misma sala de grabación y en esas raras oportunidades, la
tensión eran tan insoportable que Geoff arrojó la toalla y pidió el relevo.
Sorprendentemente,
cerca de un año más tarde recibió la llamada de Paul para que se incorporara
como ingeniero de sonido en las sesiones de grabación del álbum Abbey Road,
último que grabó el grupo e incluso fue contratado por la compañía que crearon
los Beatles -Apple- para construir un
estudio de grabación moderno que pudiera competir con los más prestigiosos de
Londres.
Tras la
separación de los Beatles, Geoff ha mantenido una relación constante con Paul
McCartney para quien ha trabajado en varios discos (especialmente memorable es
su trabajo en Band On The Run).
Here,
There And Everywhere es una memoria de aquellos años en los que se forjó en
gran medida la tecnología actual de los estudios de grabación. Aquellos trucos
caseros en que consistían muchas de las innovaciones de esos viejos discos
pueden ser hoy replicados con sólo presionar un botón. Geoff reflexiona sobre
los cambios que esto ha traído a la música.
Cuando
Lennon le pidió que para la canción Being For The Benefit Of Mr. Kite quería
que se oliese el serrín del circo, recurrieron a la solución de tomar
fragmentos de música de organillos, trocearla, arrojar los pedazos al aire y
recomponerla para que formase una base circense creada por el azar. Nada de
esto es posible. Hoy en día no se formulan peticiones como las de John,
simplemente se pide más eco y menos reverb.
Aunque
Geoff reconoce que los Beatles se esforzaron siempre por alcanzar la perfección
en sus grabaciones, no por ello perdieron espontaneidad. Cuando se cometía
algún fallo, éste podía dejarse en la mezcla final e incluso resaltarlo. De
este modo, las canciones se hacían humanas, Por ello, la lista de este tipo de
“errores” en canciones de los Beatles inunda internet, Algunos ejemplos
curiosos pueden ser el “fuck” de Paul McCartney al equivocarse en un acorde de
piano en Hey Jude o el cambio en los nombres de los protagonistas en la ultima
estrofa de Ob-La-Di Ob-La-Da.
Otro
divertido ejemplo de espontaneidad incluso al final de su carrera es el de la
canción Her Majesty. Inicialmente, esta canción iba a formar parte del largo
medley de la cara B del disco, entre Mean Mr. Mustard y Polythene Pam; sin
embargo, finalmente decidieron descartarla y el técnico de los estudios cortó y
pegó el fragmento al final del master original del disco, tras un espacio en
blanco de unos veinte segundos (era norma del estudio no desechar nada de lo
que el grupo grabase pues en cualquier momento podía ser reutilizado), Cuando
los Beatles se reunieron para escuchar y aprobar la secuencia de canciones
definitiva y terminaron de escuchar la última de las canciones (titulada
precisamente The End), mientras charlaban, pasados los segundos de silencio,
sonó Her Majesty. Decidieron dejarla tal cual, como cierre del disco, sin
suprimir la primera nota que procede realmente del empalme con la canción a la
que inicialmente iba unida y con el final abrupto que permitía unirla a la
siguiente.
Este
ejemplo resume, desde el punto de vista de Geoff Emerick, el inmenso talento de
los Beatles. La mezcla de una tremenda confianza y el no dar nada por aceptado.
¿Por qué no puede sonar mi voz como una trompeta?¿O por qué mi guitarra no
puede sonar como una campana?
A otro
nivel, este libro describe perfectamente el ambiente laboral de la Inglaterra
de los años sesenta y el rígido clasismo de aquella sociedad. Para empezar, el
personal de Abbey Road debía atenerse a un estricto código indumentario en
función de las categorías laborales. Por otro lado, las funciones de cada cual
estaban definidas de una manera muy detallada de manera que no se podía mover
un micrófono para acercarlo mas a un piano si no lo hacía el técnico encargado
de este tipo de tareas.
Por
otro lado, Geoff Emerick tampoco evita el peliagudo asunto de enjuiciar la
labor de George Martin como productor de los Beatles. En términos generales
considera que según el grupo iba creciendo musicalmente, su papel pasó a ser
más bien el de un subordinado del grupo, en lugar de su director musical, muy
preocupado por evitar enfrentamientos con los Beatles que dieran al traste con
su colaboración. Así se explica que permitiera desmanes en el estudio de
grabación como por ejemplo el que durante las primeras semanas de grabación de
Abbey Road, Yoko Ono se instalara en una cama expresamente traída para ella por
John.
Here,
There And Everywhere ha sido escrito con la ayuda y colaboración de Howard
Massey sin que hasta el momento haya sido traducido al español y probablemente
nunca lo será dado que no es nuestro público muy dado a este tipo de lectura,
Lo cierto es que este libro, prologado por Elvis Costello, ofrece claves
interesantes sobre la creatividad y el arte, la actitud que debe tomarse
sabiendo combinar adecuadamente, por una parte, una tremenda seriedad en lo que
uno hace, con el suficiente sentido del humor como para disfrutar de ello y no
tomarse a uno mismo demasiado en serio. No es poca lección.
Debe de ser muy duro nacer en una familia judía ortodoxa, crecer llevando un yarmulke o kipa, cuidar lo que se come y hacer complicados cálculos para saber qué está permitido y qué no durante el largo e interminable sabbath. Y todo ello se vuelve aún más duro cuando vives en los Estados Unidos, el paraíso del consumo y de la televisión, donde todo, y digo todo, parece específicamente orientado a ofender a un alma kosher, desde las grasientas hamburguesas a la pornografía más depravada.
Así que no es de extrañar que el joven Shalom se revelara desde joven contra tales imposiciones. Comer perritos calientes o donuts, masturbarse en la habitación de sus padres (ojeando revistas que su propio padre ha escondido) o acudir a un centro comercial en taxi la tarde de un sábado (lo que implica al menos seis o siete violaciones del sabbath) son los pilares de esta rebelión en la que Dios, cómo no, tiene todas las de ganar.
Porque lo realmente sorprendente es que Shalom Auslander cree realmente en Dios a pies juntillas, y no en cualquier Dios, sino en el Dios terrible del Antiguo Testamento, el que sólo para poner a prueba a Abraham arriesga la vida de su hijo Isaac, el que tiene el capricho de condenar a los vecinos de Noé a una muerte atroz o el que fulmina a su más seguro servidor, Moisés, justo antes de que pueda pisar la Tierra Prometida.
Un Dios aún más terrible y menos misericordioso que aquel al que rezan la mayoría de los judíos; un Dios más parecido a las deidades griegas, dotadas de una ironía y arbitrariedad propias de pequeños demonios. Porque el Dios de Auslander es capaz de hacer que se cumplan sus deseos sólo para tirarse de los pelos de la barba muerto de la risa cuando, en un giro de los acontecimientos, pone al pequeño rebelde en su sitio. Este papel de Dios como gran irónico hace creer a Shalom que cualquier acontecimiento positivo que le pueda ocurrir no tiene otro fin que hacer más duro el golpe que Dios le reserva.
Así que la vida de Auslander es un pequeño poema (sacro, por supuesto, aunque algo irrespetuoso). Cuando su mujer le informa de que está embarazada, el primer pensamiento no es para la vida que se avecina sino para el Dios que ha ideado semejante plan para hacerles concebir falsas esperanzas y poder seguidamente acabar con la vida del bebé. Sí, Auslander conoce perfectamente a su Dios y no le quita ojo.
Por eso, trata de negociar con él, como ha hecho desde niño. Si quemo las revistas porno (una muy buena acción), no me castigarás por robar en el centro comercial (una mala acción). Claro que no es patrimonio de Auslander acordarse de Dios cuando se le necesita: haré una peregrinación si salvas mi vida, cuidaré a mi padre si salvas a mi hijo. Muchos lo hacen; negociaciones puras y duras en las que se echa mano de Dios cuando truena. Pero Auslander no, él no le quita ojo a Dios en ningún momento, siempre atento y preparado para hundirle. No debe darle tregua.
Siguiendo la estela de judíos psicoanalizados (Shalom también pasa por el diván sin saber muy bien para qué, ¿otra ironía que Dios ha maquinado contra él?), podríamos verle como un maníaco egocéntrico capaz de concebir el Holocausto como la disculpa de Dios para tener algo con que remorderle la conciencia mientras divaga sobre la conveniencia o no de circuncidar a su hijo.
Porque éste es otro gran problema. Ha huido de su familia y de su ciudad para buscarse un entorno seguro en el que Dios no esté siempre presente (salvo en su cabeza, por supuesto) y ahora teme que el bebé sea la puerta de entrada, el caballo de Troya en el que su pasado se infiltre nuevamente en su vida. Por eso trata de oponerse a la circuncisión al tiempo que teme ofender a Dios por no sacrificar el prepucio de su hijo.
No lo dudemos, decide circuncidarle pero, ante el escándalo de su familia, lo hace en el propio hospital sin dejar pasar los ocho días reglamentados en el Deuteronomio, y a manos de un médico, sin la presencia de un hombre justo que bese la herida. Auslander no puede volver a la Comunidad, ni siquiera cuando actúa como judío. ¡Qué ironía de Dios para con este su creyente más díscolo pero más ferviente!
Y en esta continua tensión entre el Dios en el que cree, al que teme y respeta (pues le cree en el poder de otorgarle o no la felicidad) y la vida que desearía llevar, se mueve la narración eminentemente autobiográfica en la que Shalom repasa su infancia y adolescencia, su paso por las escuelas judías o su estancia en Israel.
Las escenas cómicas se suceden continuamente. Uno de los pasajes más cómicoses el concurso de bendiciones para las comidas que tiene lugar en su escuela y en el que el rabino grita el nombre del alumno y seguidamente un alimento, debiendo acertar la bendición (o bendiciones, si el alimento en cuestión es mezcla de varios, como un helado en cucurucho) apropiada según los Sabios.
Este libro es el segundo escrito por su autor y el primero publicado en España, gracias a la editorial Blackie Books, con traducción de Damià Alou. Actualmente Auslander continua trabajando en varios medios estadounidenses destacando por su visión irónica, tanto de su religión, como de los propios Estados Unidos.
No vamos a ser originales comparando Lamentaciones de un prepucio con El mal de Portnoy (salvando las distancias, fundamentalmente en cuanto al mérito literario) pero los paralelismos son evidentes: una tensión sexual oprimente, un rechazo a la familia, la visita a la Tierra Prometida y una huida en la que ambos protagonistas (más acusadamente Auslander) se llevan consigo a su Dios.
Y ésta es una pregunta que surge casi de manera natural al leer estas obras. En el caso de los gentiles, el rechazo a Dios suele manifestarse de manera más explícita como rechazo a la institución que lo encarna, por ejemplo, la Iglesia. En el caso de los judíos, parece más bien que el rechazo a la opresión familiar y de las instituciones religiosas no genera una visión alternativa más benigna y liberadora, pero tampoco parece llevar a un ateísmo que resuelva la tensión. La solución parece la peor de todas, porque rechaza y se enfrenta a un mundo en el que realmente siguen creyendo. En fin, haciendo un chiste de judíos al estilo de Ángel Wagenstein, Freud era judío y conocía lo suficientemente bien a su grey como para establecer un floreciente negocio para los siglos venideros.
En el instituto, un profesor nos aconsejaba escoger estudios de Filosofía, Historia o Políticas porque, al ser tan grande la especialización de nuestra sociedad, cada vez serían más necesarios y demandados aquellos profesionales capaces de actuar como nexos de unión del resto de conocimientos. Otra profesora nos daba ánimos en los duros tiempos del desempleo juvenil de los años ochenta y primeros noventa, afirmando que la ventaja que teníamos era que, dado que acabaríamos en el paro estudiáramos lo que estudiáramos, teníamos la suerte de poder elegir, al menos, la carrera que más nos gustase.
Como buenos estudiantes, olvidamos pronto estas palabras (y tantas otras) y sólo las he recordado viendo en internet varias conferencias de Ken Robinson. De algún modo, aquellos profesores ponían de manifiesto dos ideas centrales en la teoría de este autor.
Por un lado, estudiamos para las necesidades del presente, pero el mundo cambia tan rápidamente que mañana estos conocimientos no servirán de mucho o actuarán como rémora. Realmente no sabemos qué tipo de conocimiento es necesario trasladar a los alumnos para prepararles para el mundo que les espera cuando salgan de las aulas. Por otro lado, elegimos estudios que creemos que serán más útiles para nuestra vida profesional, aquellos con mayores expectativas de colocación, pero no solemos tener en cuenta si realmente deseamos dedicarnos a ellos profesionalmente o si nuestras aptitudes y talentos apuntan a otra dirección.
Para Ken Robinson, la educación pública actual sigue los mismos esquemas que en el momento de su creación, allá por los años en que se consolidaba la Revolución Industrial. La instrucción pública nació con el fin de formar obreros y técnicos capaces de enfrentarse a la nueva realidad industrial para la que los rígidos moldes de la capacitación gremial no ofrecían respuestas eficaces. En ese momento se organiza la educación con una jerarquía de disciplinas que perdura hasta hoy en día: Matemáticas (y otras asignaturas técnicas) en la cúspide, seguidas de Lengua (e Historia y Filosofía). Con el tiempo, a la educación pública se le han dado numerosas responsabilidades adicionales (tal vez demasiadas: primeros auxilios, educación sexual, vial, cívica, ...) que en nada han alterado la anterior jerarquía.
Pero los tiempos han cambiado. La velocidad a la que se transforma la sociedad hace que lo que hoy se enseña a nuestros hijos haya quedado desfasado antes de que comiencen su vida profesional. No sabemos qué debemos fomentar en la formación, ¿las matemáticas, la informática, la filosofía? ¿Cuál será el conocimiento realmente útil para ayudarles a enfrentarse a ese futuro inaprensible? No lo sabemos, ésa es la verdad. Por eso, éste es el momento en el que la escuela debe preservar cada uno de los talentos de los niños que le son confiados y que no serán necesariamente matemáticos o lingüísticos. Cada niño está lleno de talentos para las cosas más diversas, para imaginar, para soñar, para bailar, moverse, cantar, dibujar, inventar soluciones tan simples y hermosas a problemas en apariencia irresolubles que hacen sonrojar a sus padres. La escuela ha logrado hasta la fecha obviar estos talentos para tratar de hacerlos pasar por un molde uniforme que simplifique la formación y la evaluación; pero el reto actual consiste en mimar esos talentos, reconducirlos y potenciarlos, mostrar en qué pueden ser útiles y abrirles vías. Así es la escuela soñada, así es la escuela que propone Ken Robinson.
II
Ken Robinson ha prestado especial atención al papel de la creatividad y, en particular, al modo en el que las escuelas acaban con ella. Los niños son tremendamente imaginativos y nada parece obstáculo para ellos pero, pocos años después, su espontaneidad parece haber desaparecido. La convencionalidad y el seguidismo se convierten en las pautas más seguras para la travesía de la época escolar.
Sin embargo, en aquellos casos en los que la escuela ha cumplido con su papel, o cuando el alumno ha sabido resistirse al pensamiento lineal, los resultados son espectaculares. La creatividad se adueña de la vida de estas personas (no pensemos necesariamente en artistas famosos, también en bomberos que adoren su trabajo o contables enamorados de sus balances) llevándoles a un estado de especial conciliación entre sus aspiraciones personales y profesionales.
En sus viajes por todo el mundo, Ken Robinson ha ido conociendo muchos ejemplos de este tipo de personas y ha entrevistado a muchas de ellas para poder elaborar su teoría sobre la creatividad y su poder transformador, teoría que centra sobre la idea del “elemento”.
Ken Robinson define ese elemento como el punto de encuentro entre las aptitudes naturales y las inclinaciones personales. Cada persona está dotada para determinadas actividades y tareas; descubrirlas es vital. Pero sólo generan un torrente de energía cuando se combinan con una inclinación personal. Kafka era un empleado meticuloso, responsable y apreciado por sus superiores. Sin embargo, para él, su empleo no era más que una esclavitud, una prueba de su falta de decisión a la hora de dedicarse a lo que consideraba su verdadera vocación, la Literatura. Su habilidad para el mundo del Derecho le era indiferente dado que su inclinación personal era la Literatura.
Cuando uno descubre su elemento, el nivel de satisfacción se eleva notablemente hasta el punto de asumir las partes menos agradables asociadas al mismo. Los bailarines profesionales son capaces de ensayar sus pasos interminablemente durante días exactamente iguales al anterior, hasta lograr la perfección absoluta. Estas sesiones agotadoras no restan un ápice a la pasión que sienten por el baile y precisamente esa pasión es la que les lleva a soportar un esfuerzo que a otros nos parecería inhumano.
Pero, ¿cómo surge la creatividad? Ken Robinson cree que todos nacemos creativos pero que con el tiempo vamos dejando de serlo, empezamos a tener miedo al fracaso, a la opinión de otros y, en definitiva, nos acomodamos al modo de pensar de la mayoría, más cómodo, menos arriesgado.
Es evidente que el punto de partida debe ser pensar diferente al resto, ver lo que el resto no ve, sin dar nada por supuesto. En nuestro país tenemos varios ejemplos de creadores que lograron el éxito con algo tan básico como añadir un palito a un caramelo (chupa chups) o a un trapo (fregona). Nadie antes había pensado en ello y pocos entendemos cómo se tardó tanto en hacerlo, pero tuvieron que ser ellos quienes lo hicieron.
Sin embargo, enfrentarse al modo de pensar vigente no siempre es sencillo. En muchas ocasiones requiere romper con todo, abandonar el entorno que nos aprisiona y buscar a nuestros iguales. Bob Dylan no tenía mucho que ver con sus compañeros de colegio de Minnesota; sólo cuando decidió viajar a Nueva York y se instaló en el Greenwich Village descubrió un mundo al que quería pertenecer, una estética, un lenguaje y una actitud que le permitieron impulsar una carrera que cambiaría el concepto que el público tenía de la música hasta la fecha.
La creatividad es algo muy parecido al juego del “¿y por qué no?”. Cuando en 1965 los Beatles trataban de elegir la fotografía para la portada de su próximo disco, la cartulina sobre la que el fotógrafo Bob Freeman proyectaba las imágenes cayó hacia atrás mostrando una imagen distorsionada, los cuatro beatles saltaron al instante, ésa era la portada que querían y aquella fue la fotografía elegida, una de las más famosas de la historia de la música.
Sigamos con la música. En 1966, The Who ya era un grupo famoso con varios discos en los primeros puestos de las listas de éxitos. Pese a ello, se encontraron con la negativa de su productor a incluir como acompañamiento en uno de sus nuevos temas, una sección de cuerda durante un breve pasaje. Hoy se habría solucionado recurriendo al sonido de un sintetizador que imitase las cuerdas. Los Who, faltos de este recurso, idearon una solución ingeniosa a la vez que mordaz y que avergonzara a su productor cada vez que oyera el tema: sustituyeron las cuerdas por coros en los que cantaban “cello, cello, cello!” (minuto 06:59)
Pero la creatividad no es un regalo innato. Según Pablo Picasso, la inspiración existe, pero debe encontrarte trabajando. Por tanto, ser creativo es un proceso que se debe aprender a desarrollar y en el que hay que emplearse a fondo para sortear las numerosas trabas que nos encontraremos.
El miedo al fracaso puede ser el mayor peligro para la creatividad. Sólo una gran confianza en uno mismo permite superar los obstáculos. Paul McCartney fue rechazado en el coro de la catedral de Liverpool por no tener buena voz. Tampoco su profesor de música en el instituto detectó ningún tipo de talento musical en él. Años después, ya con los Beatles, vio cómo varias compañías se negaban a contratarles y sólo finalmente lograron un contrato con el sello Parlophone, especializado en discos cómicos. ¡Un comienzo desalenador! Nada de eso les frenó ni minó su confianza. Cuando se encontraban cercanos al desánimo, Lennon les decía, "¿A dónde vamos, chicos? Arriba del todo, Johnny. ¿y dónde está eso? ¡En lo más alto de lo más alto!"
Todos tenemos talentos innatos. El problema es que no siempre sabemos que los tenemos, no confiamos suficiente en los mismos o carecemos del tesón para saber desarrollarlos. En la experiencia de muchos de los entrevistados por Ken Robinson, la figura de un mentor es clave a la hora de detectar el potencial y saber encauzarlo. El mentor es una persona que se siente como próxima y que actúa como inspiradora y orientadora aunque no debe existir necesariamente contacto (de hecho, muchos mentores –empleando el término en el sentido en que lo hace Ken Robinson- no saben que lo son). Con mayor propiedad podríamos hablar de inspiradores.
Lo deseable es que fueran los profesores quienes alentaran esos pequeños brotes de originalidad, pero lo cierto es que en muchos casos la escuela no está preparada para este desafío, pesan más los programas y los requerimientos curriculares. Por eso la figura de un mentor juega un papel vital. El propio Ken Robinson narra su experiencia personal. Educado en una escuela para niños con diversas discapacidades (la poliomielitis acabó prácticamente con la movilidad de una de sus piernas), fue apadrinado por un inspector del ministerio de Educación que, por alguna extraña razón, supo ver en él algo que le diferenciaba del resto de sus compañeros de clase, una especial aptitud para la docencia tal vez, que le llevó a sacarle de dicha escuela y seguir apoyándole hasta que logró su titulación como profesor.
Este libro no es un manual de autoayuda, ni una guía para ser más creativo. No ofrece recetas de sencilla aplicación, ni nos hace sentir mejor. Tan sólo (y no es poco) pone el acento en que los caminos para alcanzar nuestra satisfacción personal no deben ser trazados a priori, obviando nuestras capacidades reales. En que nuestros hijos deberían tener la oportunidad de no repetir los errores de sus padres y en que, tal vez, lo que necesiten para el futuro no sea un título o unos conocimientos iguales que los de sus bisabuelos. No queremos que se conviertan en Dylan o en Paul Auster, bastaría que fueran felices con lo que hacen. Que la realidad no se cierra a nada y así debemos ser nosotros.