21 de junio de 2024

El último proceso de Kafka. El juicio de un legado literario (Benjamin Balint)



Ya hemos hablado en este blog sobre las instrucciones finales de Kafka a su amigo Max Brod (Los testamentos traicionados de Milan Kundera) o de cómo este amigo volvió a incurrir en terribles contradicciones en lo que se refiere a dejar atado y bien atado el futuro de su propio legado y del de los manuscritos originales que recibió como regalo de su amigo y que, por tanto, debían formar parte de su propia herencia (Los dibujos de Franz Kafka).


En El último proceso de Kafka. El juicio de un legado literario (Editorial Ariel, traducción de Joan Andreano Weyland), Benjamin Balint nos describe el complejo entramado jurídico que se abrió tras la marcha de Brod de Praga una fría noche del mes de marzo de 1939, cargando apenas con una maleta repleta de fotografías y recuerdos, de manuscritos propios y de Kafka.


Y aquí comienza ese periplo jurídico confuso del que haremos un breve resumen. Una parte de la obra original de Kafka era propiedad de su familia en tanto que herederos, y así se dispuso de ellos, tanto para su distribución literaria a nivel mundial, como para su entrega física a la Biblioteca Bodleiana de Oxford.


Sin embargo, otra parte de los legados de Kafka, así como otros materiales diversos como fotografías, cuadernos varios, manuscritos, ... pertenecían a Brod al haber sido recibidos como regalo o por haberlos rescatado directamente de la papelera de su amigo. Como muy bien decía Brod, lo que yo no salvé, se perdió definitivamente.


Ya en Israel, Brod trabó amistad con el matrimonio formado por Otto y Esther Hoffe, ambos también de Praga, si bien se conocieron en Tel-Aviv. Esther trabajó como ayudante y secretaria de Brod, hasta el punto de que éste le donó en documento privado los objetos que poseía de Kafka en 1947, ratificando el acto en 1952, con el fin de que pudiera disponer de ellos y, a su muerte, hacer entrega a alguna biblioteca pública, como la de Israel o similar. Ya en 1973, tras la muerte de Brod, Esther quiso disponer de parte de ese legado entregando manuscritos al Archivo de Literatura Alemana de Marbach. Sin embargo, esta transmisión no fue pacífica puesto que requirió la autorización de la justicia israelí que ya entonces comenzaba a plantearse asuntos como la posibilidad de declarar patrimonio nacional determinadas obras de judíos ilustres con preferencia a los legítimos derechos de propiedad de sus titulares. Sin embargo, en esta ocasión, Esther Hoffe se salió con la suya.


Cuando Esther fallece, ya en en 2007, a los 101 años, sus dos hijas acuden al notario a fin de legitimar el testamento de su madre mediante el que las nombra herederas universales. Por el camino Esther había heredado también la obra de Max Brod. Es aquí cuando el estado israelí comienza una pugna por evitar que las obras de Brod y Kafka pasen a manos privadas y alegan todo tipo de argumentos para hacerse con las mismas.


Entre estos argumentos consta el propio testamento de Brod que indica que Esther Hoffe podía disponer en vida de los manuscritos previamente donados por Brod pero que, a su muerte, debía hacerse entrega a una institución preferentemente israelí. Las hijas de Esther tienen a su favor el pronunciamiento derivado de la controversia de 1973 así como las dudas acerca de si los papeles de Kafka debían formar parte del legado de Brod o si ya habían salido del mismo por la donación privada a favor de su madre que se remontaba a finales de los años cuarenta del pasado siglo. Sea como fuere, se requirió el pronunciamiento de diversas instancias judiciales, llegando finalmente el asunto al Tribunal Supremo israelí quien ratificó todas las decisiones previas en contra de las Hoffe.


Si bien Balint dedica gran parte del libro a esta controversia judicial, como no puede ser de otra manera a la vista del título de la obra, lo cierto es que el volumen va mucho más allá y se convierte en un importante documento para reflexionar sobre el valor de los legados, la conservación de las obras maestras de nuestro tiempo, a quién pertenecen las mismas, las luchas nacionalistas y las consecuencias de un sentimiento de odio y culpa derivado de la Shoah que aún sigue afectando a las relaciones entre Alemania e Israel.

 

Vayamos por partes y remontémonos a los comienzos del siglo XX en la fría Praga en la que Kafka y Brod se conocieron trabando una amistad a todas luces improbable. Brod era enérgico, prolífico, confiado, con alta autoestima allí donde Kafka era apesadumbrado, reacio al elogio y a la autoindulgencia, cada línea que escribía era fruto de un gran esfuerzo que solía ser despreciado. Y pese a ello ambos mantuvieron una amistad constante, no sin sus altibajos, durante el resto de la vida de Kafka. Viajaron juntos a París, Suiza o Italia. Iniciaron una novela a dos manos. Planearon un negocio sorprendente anticipando el éxito de las guías Lonely Planet. Brod le publicitó e hizo las funciones de agente literario confiando en todo momento en la calidad de su obra.


Algunos de los capítulos de este libro dan fe de esa hermosa relación en la que el exitoso Brod es capaz de reconocer sin embargo, que el verdadero talento lo tiene su amigo y, en lugar de sufrir por ello, le empuja y anima, ayuda e incluso se encarga de la publicación póstuma de toda su obra dejando en segundo plano la suya propia.


Y continuamos así recorriendo la vida del amigo de Kafka tras la muerte de éste. El libro se torna en un periplo agridulce que da fe de los esfuerzos de Brod por dar a conocer al público la obra inédita de Kafka en un periodo tan complicado como el de entreguerras cuando la amenaza nazi ya comienza a materializarse, cuando su nombre aparece en las listas de autores prohibidos, cuando publicar supone un riesgo para la vida. Y en ese contexto Brod se afana en editar, recomponer, reordenar, titular y suprimir pasajes de los manuscritos de su amigo para conseguir versiones casi plenas de obras inacabadas y fragmentarias.   


Y no solo eso, también pone los primeros ladrillos del inmenso edificio de la kafkología publicando biografías, adelantando interpretaciones, sugiriendo una intención oculta en Kafka que trata de hacer coincidir con la suya propia. Y es tan grande su éxito en esta labor, que la obra de Kafka alcanza un reconocimiento mundial sin parangón. Y pronto llegan las críticas a su labor, a sus dudosos métodos, a su actuación como si fuera el propio escritor, como si la autoridad que emana de su amistad le confiriera los mismos e iguales derechos que al propio escritor. La publicación de testimonios de otros amigos de Kafka, de cartas y diarios, el estudio de los manuscritos en Oxford, todo ello termina por revelar algunas actuaciones no muy ortodoxas del infiel albacea.  


Es este Brod cuestionado y superado por una crítica metodológica contra la que no tenía suficientes herramientas ni conocimientos el que le hace pasar por un personaje algo antipático en nuestros días. Y es aquí donde Balint nos abre los ojos a un Brod distinto. Nos habla de cómo este incansable y voluntarioso hombre que se había convertido en una figura central de la vida cultural y política de Praga, en cierto modo de toda centroeuropa, que se carteaba con Stefan Zweig y otras tantas figuras relevantes de su tiempo, que había sido un gran impulsor y propagandista del sionismo y que, pese a ello, había gozado del respeto de los checos tras la creación de la República Checoslovaca, tuvo que rehacer su vida en esa patria anhelada de Palestina y cómo poco a poco todo su prestigio y labor quedó ensombrecida por la larga figura de su amigo Kafka.


Porque, llegado a Tel-Aviv, apenas pudo recuperar su impulso literario, su genio para trabar relaciones y crear círculos artísticos, revistas, organizar exposiciones o cualquier otro tipo de actividad para las que tanta facilidad había demostrado en su vida anterior.  


Porque lo cierto es que, aunque pronto obtuvo un discreto puesto en el naciente teatro oficial de la ciudad al concluir la guerra, su paso por esa institución se reveló más bien como un modo de apartamiento, de alejamiento oficial de todo tipo de acción relevante.


Brod, que supo hacerse un hueco en la complicada vida cultural centroeuropea, más allá incluso de Viena, que publicaba de manera incansable en todo tipo de revistas, que prolongaba sin tregua, que ejercía de agente literario de sus amigos, Kafka en especial, que pese a ello no dejaba de lado el activismo político y que, más aún, combinaba su vida matrimonial con continuas relaciones extramaritales, no pudo recrear siquiera en una mínima expresión todo aquel ímpetu y protagonismo. Así, pasó los años desde 1939 hasta su muerte en 1968 sumido en un destierro triste y gris. Y es doblemente terrible porque el alejamiento de la tierra natal siempre es doloroso, pero Brod creía ir a un lugar que era el destino sionista por excelencia, la nuEva tierra prometida en la que los judíos podrían liberarse de todos los yugos del pasado. Pero no eligió bien. Así como otros marcharon a Inglaterra, a Estados Unidos, él optó por la coherencia, por una promesa de Estado que aún tardaría años en materializarse y a la que creía poder contribuir.


Sin embargo, nada salió como esperaba. La escasa vida cultural de la futura capital israelí le ignoró de manera continua. No ayudó el hecho de que Brod fuera germanoparlante en un momento en el que los alemanes amenazaban a todos los judíos del mundo, cuando los italianos bombardeaban Tel-Aviv con sorprendente eficiencia, la que no hallaron para ocupar Malta, por ejemplo.


Tampoco ayudó el hecho de que parte de sus intentos de publicar nuevas obras lo fueran en alemán o de que tratase de separar este idioma de los actos de una parte de quienes lo hablaban. Una coherencia que sabemos no siempre es fácil de asimilar por quienes se ven repentinamente liberados de la opresión del pasado. No en vano, todavía la programación de un concierto con obras de Wagner es todo un ejercicio de riesgo en ese país


Brod murió solo, olvidado de todos, con una obra sumida en el olvido. Apenas había una sola librería en Israel que tuviera algún libro escrito por él a la venta. Ninguno en hebreo, todos en ediciones antiguas. Un destino triste.


Y junto a la reivindicación de la vida de Brod, Balint  también nos hace el retrato equivalente las Hoffe, la madre Esther y sus dos hijas Eva y Rut. Esther, quien dedicó su vida a acompañar a Brod en su trabajo y de quien se dice que mantuvo una relación con éste, hecho no muy contrastado, jugó un papel crucial en la vida de Brod ya que era una de las pocas personas en quien podía confiar. Pero la soledad de Brod parecía extenderse en todos aquellos que le rodeaban y así, también las hijas de Esther soportaron una tremenda presión durante el juicio. Balint  traba una cierta relación con Eva al cubrir el procedimiento judicial y nos traza un certero retrato de la desesperanza y desengaño en que vivió sus últimos años, perseguida por una campaña que trató de ridiculizarla y minusvalorarla, de mostrarla como incapaz de tutelar un legado tan impresionante como el que recibió de su madre. Por contra, Eva se veía como un mero actor secundario en un juego, consecuencia del cual, sus vidas fueron pasadas bajo un rodillo implacable.


Porque, y aquí llegamos al último punto tratado por el autor de este libro, el proceso judicial ponía de manifiesto cuestiones más generales que trascendían realmente a la posesión de unos papeles con más de cien años de antigüedad. Lo que estaba en cuestión era el derecho del estado israelí a poder considerar como patrimonio nacional la obra de cualquier judío con independencia del lugar en el que vivieran o la lengua en que escribieran. Y esto, sin duda, entraba en conflicto con el mismo derecho de otras naciones para las que la obra de un autor en su lengua, escrita en su territorio, con independencia de su religión, formaba parte de su legado nacional. ¿Podría acaso Austria renunciar a la figura de Freud o Zweig? ¿Podría Alemania dejar escapar la obra de uno de los autores en lengua alemana más representativos de su tiempo? Más aún, ¿debería hacerlo tras el Holocausto? No considerar como patrimonio propio estas obras, ¿podría ser visto como una nueva forma de antisemitismo? Rendir homenaje y honrar su memoria podría ser el modo de lograr la reconciliación con los fantasmas de un terrible pasado.



Ya se ha dicho que Esther Hoffe cedió algunos manuscritos a la Biblioteca de Marbach, entre ellos los correspondientes a El proceso. Esta biblioteca se había convertido en la receptora de los principales legados de autores en lengua alemana. Generosos fondos gubernamentales habían permitido la construcción de unas espléndidas instalaciones que permitían no solo la consulta ágil a infinidad de investigadores de los fondos en ella conservados, sino que estos eran custodiados a temperatura constante, con unos controles y cuidados excepcionales. Pero se llegó más allá, cuestionando el verdadero interés que había sentido hasta la fecha el estado israelí por la obra del autor checo. Ni una plaza, ni una calle, ni una biblioteca llevaban su nombre. Apenas había ediciones recientes de su obra. ¿Qué se pretendía reivindicar con la reclamación de sus manuscritos?   


Por contra, la alternativa que podía ofrecer el estado israelí era su Biblioteca Nacional, una institución que apenas poseía legados literarios equiparables, que no tenía instalaciones apropiadas para la conservación de objetos delicados y valiosos a diferencia de Marbach. No contaba con un departamento especializado en lengua alemana, lo que hacía casi inútil poseer los manuscritos de Kafka y aún los de Brod. En suma, la superioridad alemana era evidente en estos aspectos. Pero como no deja de ser habitual en estas controversias, el sentido nacionalista se interpuso con fuerza. La prensa israelí acusó a Alemania de abuso, prepotencia, de pretender hacerse con la obra de Kafka y de asegurar poder cuidar de ella cuando la obra del autor fue prohibida en aquel país durante el periodo nazi y cuando todas las hermanas de Kafka y muchos de sus amigos murieron en las cámaras de gas.


En la polémica terciaron expertos de talla como Reiner Stach o Kaus Wagenbach pero, finalmente, como era de esperar, la justicia israelí se pronunció a favor de su país. Cuando la justicia suiza convalidó la sentencia del Tribunal Supremo israelí, las cajas con el legado de Kafka llegaron de vuelta a Israel y fueron abiertas en la Biblioteca Nacional con gran aparato de prensa, cámaras y publicidad. Tal y como se habían comprometido las autoridades judías, la obra está a disposición de los estudiosos y curiosos a través de la página web de la institución. El sistema no es sencillo ni cómodo pero basta para cumplir formalmente con el requisito.


Ahora bien, queda la última cuestión suscitada por Balint a modo de epílogo: el sentido de los legados literarios hoy en día. Por una parte, la creciente relevancia de estos y la necesidad de que el autor en vida deje instrucciones concretas para su conservación y entrega a una institución apropiada. Solo así se podrán evitar problemas como los de Kafka o Brod. Pero también, y con independencia de que sea necesaria la conservación de estos legados, las nuevas herramientas tecnológicas vuelven en cierta medida irrelevante el destino concreto de los documentos. La difusión en línea de los mismos en formatos de alta definición permite a los estudiosos casi el mismo nivel de estudio que la presencia física en el archivo correspondiente, con los ahorros consiguientes y las dificultades de revisar un documento varias veces según avanza la investigación. Como en todas las cuestiones en que intervienen las nuevas tecnologías, apenas somos capaces de Evaluar el impacto de éstas en todos los campos de nuestras vidas, así que la respuesta aún se hará demorar por un tiempo, pero la pregunta queda formulada.


Llegado a este punto, podemos dar por zanjados todos los procesos a que fue sometida la obra de Kafka. Liberados los manuscritos, las consecuencias prácticas para la kafkología no han sido demasiado relevantes. Ninguna obra inédita, nada que se creyera perdido ha aparecido. Tenemos una apreciable colección de dibujos que sí resulta inédita en gran medida, algunas cartas desconocidas hasta la fecha que no arrojan cambios sustanciales a lo ya sabido sobre la biografía de Kafka. También los cuadernos primorosos con los ejercicios de hebreo, lengua que Kafka comenzó a estudiar ya cercano a su muerte. Tal vez sea éste el mejor consuelo que nos puede quedar, que los cuadernos de un estudiante de hebreo se codean hoy con las mejores obras escritas en esa lengua, que el destino tiene quiebros que nos hacen pensar que Kafka seguirá teniendo motivos para mantener su enigmática sonrisa.

 

 

 

13 de junio de 2024

New York, New York (Javier Reverte)


 

La Literatura viajera no forma parte de nuestra tradición canónica, a diferencia de lo que ocurre en otras naciones donde el género tiene gran prestigio, lo que implica que grandes autores hayan hecho importantes aportaciones al género.

 

Y es sorprendente ya que España ha sido objeto de numerosos libros de viajeros y visitantes que nos han retratado como bárbaros, gitanos con guitarra, toreros y bandoleros, pobres, corruptos e incultos, salvo contadas excepciones que han evitado el exotismo y caer en el tópico. Desde el Manual para viajeros por España, de Richard Ford, una versión decimonónica de las Guías Lonely Planet, al Viaje por España de Théophile Gautier o La Biblia en España de George Borrow, muchos han dejado su visión de estas tierras sin que por ello hayamos sentido idéntico impulso, ni por visitar las propias de una manera similar, ni por andar por otras y dar cuenta de nuestras impresiones.

 

Pero esta relativa sequía concluye de manera deslumbrante con El sueño de África (1996) de Javier Reverte y sus dos secuelas (Vagabundo en África y Los caminos perdidos de África). En el estilo de otros afamados autores contemporáneos, Reverte encontró una fórmula maestra que atrapó a innumerables lectores. El relato se vertebra sobre la idea del viaje del propio autor, sus anécdotas, miedos y peripecias, debidamente salteadas con notas de color local, conversaciones con quienes se cruza, abundantes referencias históricas al pasado del país visitado y bastantes guiños a las obras de otros viajeros, obras musicales y literarias relacionadas de un modo u otro con ese entorno. También hay un importante peso del contraste y comparación, de cuánto nos parecemos en el fondo pese a las aparentes diferencias, y de cuánto nos separa y podemos aprender de lo ajeno.

 

El éxito de esta fórmula depende en gran medida de la pericia en combinar todos esos elementos, de la manera en que se enhebre un relato coherente, que no ofrezca la impresión de una mera colección de retales tomados de aquí o allá sin más sentido que el de completar el número de páginas requerido por el editor. Desde luego, también pesa el talento para la narración del autor, y el interés del lector en los parajes visitados. Lo primero puede hacer que un lugar sin apenas interés resulte tan apasionante como la India de Kipling, lo segundo puede convertir en digerible una obra que de otro modo habríamos dejado de lado en el estante de la librería.

 

Y dicho todo esto, hay que concluir que Javier Reverte logró en títulos como la ya citada Trilogía de África, u otros como Corazón de Ulises sobre la Grecia clásica o Canta Irlanda, un éxito más que merecido por la calidad e interés de lo escrito.

 

En el caso del libro que aquí nos ocupa, New York, New York (Ed. Plaza & Janés), el sentimiento es ambiguo. De una parte, el talento de Reverte es innegable, su prosa limpia, con pasajes rápidos e ingeniosos, sabe dejar hueco para cierto lirismo, sin cansar por ello, recurriendo siempre a lo literario, dando protagonismo a las grandes figuras en casi la misma medida que a quienes no figuran en los relatos oficiales pero que contribuyeron tanto o más a la Historia.

 

Pero, por otra parte, uno siente que la fórmula se agota y que la esencia de la localización se escapa entre los dedos del autor, que lo que trata de expresar no llega a formularse de manera convincente.

 

Veamos. El planteamiento de New York, New York es el de describir los tres meses que el autor pasó en la ciudad, instalado gracias a los ingresos de un premio literario y con el fin de iniciar la escritura de una novela. Así, el tiempo de Reverte en Nueva York se distribuye como él mismo señala, en paseos errabundos por la urbe y tiempo de escritura. Para ello, toma la forma de diario, en un sentido exclusivamente formal, ya que lo escrito no va dirigido al propio Reverte, sino al lector del libro que sabe que va a publicar, pero sí toma el formalismo de las entradas diarias.

 

Esto le permite dejar un tono de cotidianeidad y rutina, de dar cuenta de como amanece cada día, si llueve o hace calor, de lo que come y dónde, de lo que hacer en cada momento sin mayor rango o discriminación entre lo irrelevante y lo mollar, entre visitas más o menos previsibles y estereotipadas o hechos más interesantes. Y no hay mayor modo de romper la magia del viaje, que verse sometido a una interminable ristra de hechos triviales y que poco aportan, que no responden a una selección del escritor, una debida priorización que permita una narración coherente de la visita. Más bien, nos desliza en ocasiones la sensación de un diario de un personaje de una película de Woody Allen, un ocioso burgués sin mucho que hacer más allá de pasear, visitar exposiciones y hablar con cuantos se cruce pero que, en ningún caso, aporta un valor adicional, una pizca de ese deseo de visitar lo descrito.


En ocasiones resultan más sugerentes las citas y reflexiones de otros autores sobre la ciudad que las que él mismo formula, invitando casi a abandonar el libro por ese otro que parece más inspirado. Y, sin embargo, pese a ello, hay algo que te aferra a estas páginas. Tal vez sea la simpatía por el autor, por esa impresión que deja en ocasiones de que, a diferencia de la odisea africana, cualquiera podría pisar estas calles y hacer lo mismo que él, que no tiene nada especial que mostrarnos, que tal vez, cualquiera puede perderse en esta urbe sin necesidad de que él nos ilumine con mejores artes. Porque, y en esto hay que dar la razón a Reverte, poco podrá hacer para describir el skyline de Manhattan o el esplendor del puente de Brooklyn o la impresión de la Estatua de la Libertad. Poco puede hacer para dibujar ese enjambrado y bullicioso ambiente de las calles neoyorkinas que no tengamos ya en nuestra retina gracias al cine. Nada podrá decirnos que no sepamos sobre esta ciudad, tal vez algún pequeño dato, algún vislumbre inédito, pero Reverte se rinde a la posibilidad de la sorpresa.



Y, visto así, el libro se convierte a mis ojos en el pequeño y culto relato de unas largas vacaciones de un hombre en la capital del mundo. Una persona capaz de comer tartar de salmón en un restaurante francés o de asistir recurrentementea varios conciertos de jazz sin entender nada de esta música. De ir a un concierto de Joan Baez y llorar escuchando The Night They Drove Old Dixie Down, qué no habría hecho si hubiera escuchado a The Band.  Es así como, poco a poco, dejando ver algunas costuras imperfectas, me reconcilio con la lectura y concluyo el libro.


Y gracias a Reverte siempre creeré que las calles de Nueva York saben guardar un silencio tan pasmoso en algunos momentos que equivale a la soledad ruidosa de un bosque o que existen pequeños rincones en Central Park donde uno puede respirar y sentir la presencia de los espíritus de aquellos indios que habitaron la isla antes de la llegada de los holandeses. También será ese lugar donde te puedas encontrar paseando por la calle con un antiguo amigo largamente perdido de visita por la ciudad, y que acude para correr la famosa maratón pero de espaldas, ahí es nada. Un lugar en el que, pese a ser la ciudad que nunca duerme, cada mañana amanecemos para mirar por la ventana qué día nos espera hoy y decidir si asaltamos el bar de la Estación Central y sus ostras o si visitamos la tumba de Federico García, el padre de otro Federico García más famoso, que vino a morir donde su hijo encontró la inspiración para uno de los mejores libros de poesía de nuestro siglo pasado.


Y también, como un poso prejuicioso, tal vez de mera envidia, creeré que ante la grandeza de los paisajes africanos o el inmenso peso de la historia de Occidente condensada en un puñado de islas y una península, el fresco que nos ofrece Nueva York es hueco y superficial. Que la altura de sus rascacielos no es sino un intento inútil y egocéntrico por rivalizar con Babel y que un olivo anciano, azotado por el viento del Egeo guarda más verdad y asienta mejor sus raíces que todo el bajo Manhattan. Y todo esto ahora también lo sé gracias a Reverte.



 

2 de junio de 2024

Los dibujos (Freanz Kafka)

 


 

Franz Kafka es uno de los escritores más reconocibles del siglo XX, probablemente de toda la historia de la Literatura. Pero también sus dibujos son relativamente conocidos ya que han acompañado a muchas de las ediciones de sus obras. Normalmente tenemos a  unos trazos sencillos de una figura ante una barandilla, desplomada sobre una mesa o apoyada en lo que parece ser una farola o una pared. Para los más estudiosos de la obra de Kafka eran conocidos otros dibujos, pero realmente hasta hace pocos años apenas se tenía un conocimiento cierto sobre la extensión y calidad de esta faceta de Kafka.

 

Reconstruyamos brevemente la historia de estos dibujos. Kafka mostró interés por la pintura desde una temprana edad. Cursó estudios y asistió a conferencias sobre historia del Arte, frecuentó círculos artísticos y se interesó por las diversas vanguardias que bullían a comienzos de siglo y, por encima de todo, desarrolló un gusto por el dibujo que queda atestiguado por las numerosas ilustraciones que acompañan a cartas, diarios personales, diarios de viaje, apuntes de su carrera de Derecho o incluso, aunque en menor medida, en los manuscritos de sus textos literarios. Estos dibujos son tanto ilustraciones, como retratos, esbozos al aire libre o incluso meros dibujos geométricos al borde de sus cuadernos, pero en todo caso todos ellos se recogen en hojas sueltas, cuadernos, nunca en lienzos u otros formatos más tradicionales de la pintura.

 

Kafka dedicó considerable atención a estos dibujos hasta aproximadamente 1912 o poco antes, cuando la creación literaria toma el absoluto control de su vocación artística. Así se entiende que Brod se hiciera con algunos de estos dibujos tomándolos literalmente de la papelera de Kafka o recibiéndolos como regalo ante el evidente desinterés de su amigo. Como el propio Brod aseguraba, lo que él no había conseguido rescatar, había sucumbido. 

 

Pero pese a ese supuesto desapego, lo cierto es que los aspectos gráficos siempre fueron muy relevantes para Kafka. Es conocida su insistencia para que La metamorfosis no tuviera ilustraciones, ni tan siquiera en la portada y, de haberla, como finalmente la hubo, que no mostrara al insecto. Es decir, Kafka no deseaba que la lectura de la narración quedara condicionada por la imagen de la portada, quería separar ambos mundos porque era conocedor de esa fuerza plástica, incluso la veía como una posible competencia a su texto.

 

Algo parecido ocurrió con la publicación de El fogonero, primer capítulo del inédito El desaparecido, en el que se mostró reacio a la imagen elegida por el editor Kurtf Wolff tanto por mostrar una Nueva York algo desfasada temporalmente respecto al tiempo de la historia narrada como por esa posible afectación en la impresión del lector.


Sea como fuere, Kafka ya hablaba a Felice Bauer en una carta de los comienzos de su relación epistolar sobre estos dibujos como algo del pasado. Pero lo cierto es que nunca quedaron olvidados y en la redacción de las voluntades testamentarias que preparó para que Max Brod recopilara todos los manuscritos dondequiera que estuvieran y los destruyera, incluía de manera expresa todos sus dibujos. Es decir, Kafka colocaba al mismo nivel sus manuscritos literarios y sus dibujos.

 

Como es sabido, Brod incumplió las peticiones últimas de Kafka, recopiló todos los manuscritos y papeles que pudo y comenzó la ardua tarea de publicar los inéditos, dar forma a los textos incompletos, avanzar interpretaciones, incluso escribir la primera biografía del autor checo. Sin embargo, en marzo de 1939 tuvo que huir de Praga por la entrada de los nazis en Checoslovaquia y emigrar a Israel. Entre su equipaje, los documentos de Kafka, incluyendo sus dibujos.

 

Una parte de estos documentos pertenecía a la familia de Kafka, pero otra era propiedad del propio Brod, por ejemplo el manuscrito de El proceso o los textos de Descripción de una lucha y Preparativos de una boda en el campo. Estos documentos eran propiedad personal de Brod al haberle sido regalados por el propio Kafka. El total de estos documentos era custodiado en la caja fuerte de un banco, pero la tensión árabe-israelí y la crisis del Canal de Suez, hizo temer a Brod nuevamente por la seguridad de ese tesoro, por lo que en 1956  unas voluminosas cajas fueron depositadas en la cámara acorazada del USB de Zúrich.


En 1961 la familia de Kafka dispuso de los documentos entregándolos a la biblioteca Bodleiana de Oxford. Pero los manuscritos de Brod fueron legados a su secretaria, amiga y consejera Ester Hoffe mediante documento privado de 1947, ratificado en 1952.

 

Finalmente, Brod falleció en 1968 y en sus disposiciones testamentarias estipuló que dichos manuscritos pertenecían a Hoffe y que, salvo que se hubiera dispuesto por ella de los mismos (cosa que hizo respecto de manuscritos literarios, pero en ningún caso respecto de dibujos) a su muerte los documentos deberían revertir a la Biblioteca Nacional de Israel o alguna similar.

 

Ya Ester Hoffe tuvo que litigar para poder realizar dichas disposiciones, si bien, obtuvo el reconocimiento de su derecho gracias a la justicia israelí. A la muerte de Hoffe, a sus 101 años, en 2007, comenzó una batalla legal entre la Biblioteca Nacional de Israel, la alemana de Marbach, tras la que estaban también los intereses de Alemania como nación cultural a la que pertenecía Kafka, y las propias hijas y herederas de Hoffe. El veredicto final del Tribunal Supremo de Israel llegó en 2016 resolviendo a favor de la Biblioteca Nacional de Israel y, en 2019, tras la convalidación de la Sentencia por las autoridades judiciales suizas, se procedió a la entrega de las cajas fuertes depositadas en el USB de Zürich quedando, por tanto disponibles todos los documentos.

 

En lo fundamental, los manuscritos literarios eran ya conocidos, puesto que habían sido datados y censados por expertos literarios. Tan solo había novedades menores como los cuadernos con los ejercicios de hebreo de Kafka. Pero, por encima de todo, se tuvo al fin pleno acceso a los dibujos de Kafka en sus formatos originales. Nace así la posibilidad de hacer una publicación definitiva y completa de estas imágenes por primera vez. Brod ya propuso la publicación de una obra similar, de reducidas dimensiones, en los años cuarenta, época en la que mostró un verdadero interés por sentar la opinión de que los dibujos de Kafka eran obras meritorias. Sin embargo, con el tiempo fue rebajando sus propias expectativas y frustró gran parte de los intentos. Diversas propuestas fueron formuladas por expertos, editores y museos a lo largo de los años cincuenta y sesenta, pero encontraron o un desinterés manifiesto o una negativa rotunda. ¿Qué había ocurrido entre tanto?

 

De una parte, Brod comenzó a alegar que estos dibujos, recogidos en pequeños cuadernos, hojas estropeadas, postales y cartas, ofrecían una pobre calidad y un alto riesgo de deterioro ante una exposición de largo alcance. También, esos pobres materiales hacían que en el contexto de una exposición pudieran quedar claramente en evidencia, en suma, Brod comenzó a cuestionar el propio valor de los mismos. Tal vez no eran tan importantes, tal vez el esfuerzo sería visto como un empeño ridículo por dar valor a cualquier cosa que hubiera hecho Kafka, casi como si fuera un pequeño genio en cualquier faceta que hubiera intentado.

 

 


 

Pero también pesaban otras cuestiones más personales. Para la utilización de algunos dibujos en las publicaciones que había realizado de las obras de Kafka había llegado a recortar hojas de cuadernos, había manipulado con torpeza estos materiales y estos métodos le valdrían críticas razonables en un momento en el que había pasado de recibir el aplauso por su labor al sacar a la luz los textos inéditos de Kafka a ser vapuleado por sus dudosos métodos, por sus interpretaciones algo rígidas de la obra de su amigo, por el intento de hacerle pasar por un santo, un sionista convencido, un escritor religioso. En suma, por tratar de crear un Kafka que un estudio riguroso de los materiales literarios y biográficos no siempre respaldaban. Así, es comprensible que Brod no quisiera abrir otro frente de reproches. Por otro lado, no olvidemos que ya desde los años cuarenta Brod no era el propietario real de los dibujos, sino que lo era Hoffe.

 

Y tras este enorme culebrón que nos narra  Kitcher Andreas en la introducción al libro, se nos ofrecen, al fin, los dibujos completos de Kafka en reproducciones fotográficas íntegras, esto es, la imagen de la página del cuaderno correspondiente que lo contiene, incluyendo aquéllas que figuran recortadas por Brod, como monstruosas aunque bienintencionadas heridas.

 

Para un mejor entendimiento de estos dibujos, el libro continúa con dos breves ensayos a cargo de Andreas Kilcher y Judith Butler en los que se describen las relaciones de Kafka y Brod con el mundo del arte, las implicaciones de la relación entre imagen y texto, los aspectos teóricos del lenguaje visual, y otras muchas cuestiones, en ocasiones algo accesorios en relación a los dibujos aquí contenidos.

 

Seguidamente, Pavel Schmidt pasa a hacer una descripción pormenorizada de cada uno de los dibujos con su denominación cuando la tuvieran o una descripción suficiente, y los datos de referencia mínimos con posibles interpretaciones sólo cuando pueden resultar de utilidad sin tratar de influir de otro modo en la percepción del lector o visor.

 

A uno le cabe la duda del motivo de esta ordenación, sin duda algo extraña dado que los dibujos se separan de su explicación y quedan como un apartado más del libro perdiendo, por tanto, el aspecto central que realmente deberían tener.

 

Pero nada de esto importará a quienes admiramos la obra de este autor y para quienes cada pequeño trazo de su mano parece tener ese halo de misterio y profundidad, de extrañedad que le atribuimos a sus escritos. Galaxia Gutenberg ha publicado esta obra en un hermoso volumen, sin duda, un libro que solo interesará al fanático y que, precisamente por ello, aquí comentamos.