2 de agosto de 2008

El asombroso viaje de Pomponio Flato (Eduardo Mendoza)



Eduardo Mendoza, a pesar de su prestigio y edad, es uno de los pocos escritores españoles actuales capaz de arriesgar en el proceso creativo. Su obra engloba novelas admirables (La verdad sobre el caso Savolta, Mauricio o las elecciones primarias, La ciudad de los prodigios), obras teatrales (Restauraciò), estudios biográficos (Baroja, la contradicción), folletines de ciencia ficción (El último trayecto del Horacio Dos, Sin noticias de Gurb), una saga detectivesca (El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas o La aventura del tocador de señoras) o un libro sobre el modernismo en Barcelona.

Y cada una de estas obras, pese a la vasta diversidad de temas y estilos, tienen una nota en común: su altísima calidad literaria. No se trata por tanto de que Mendoza se relaje ocasionalmente publicando algún librillo con el que dar rienda suelta a sus excentricidades o hacer caja. Todo lo contrario, ninguna de las obras citadas (o del resto de escritos del autor) chirría por su extemporaneidad, si bien, cada lector tendrá su preferencia, su Mendoza favorito.

Con El asombroso viaje de Pomponio Flato retoma la senda más humorística y gamberra de Sin noticias de Gurb combinándola con las aventuras detectivescas de El laberinto de las aceitunas llegando a un resultado sorprendente que con seguridad disgustará a los fanáticos de cualquiera de estas dos ramas de la obra literaria de Mendoza: ni tan divertida como la primera, ni tan intrigante y cautivadora como la segunda. Y sin embargo, quien así piense, estará pasando por alto todos aquellos aspectos en los que supera a ambas.

El argumento de la novela es sencillo de explicar: un estrambótico noble romano busca en el Asia Menor una fuente de aguas que le calme las molestias intestinales a que hace referencia su nombre. Dicho noble tiene, al tiempo, aspiraciones filosóficas y fisiológicas por lo que aprovecha el viaje como objeto de investigación. Por diversos avatares para en una aldea de Judea llamada Nazaret. Las autoridades romanas se aprestan a crucificar al carpintero del pueblo, José, a quien consideran el autor de la muerte de un acaudalado ciudadano. Contratado por el hijo del carpintero, llamado Jesús, Pomponio comienza a investigar llevado por su natural inclinación a la verdad y, todo hay que decirlo, por su precaria situación económica, tratando de descubrir al verdadero asesino. En sus investigaciones conocerá a María, la madre de Jesús, y a otros personajes que años después aparecerán en otro libro, el Nuevo Testamento, como son Barrabás, Mateo, Juan, María Magdalena, ... Como es de esperar, Pomponio logra su objetivo y salva al carpintero de una muerte segura, al tiempo que sirve de ejemplo perdurable al niño Jesús quien no dejará caer en saco roto las enseñanzas que recibe de Pomponio.

La obra se escribe en forma de epístola del propio Pomponio a Fabio (desconocido corresponsal), años después de haber concluido la aventura. Pese a dicho formato, sólo ocasionalmente recurre Mendoza a recordarnos, mediante divertidos formulismos, dicho formato, resultando el resto de la narración ágil y con abundantes diálogos.

La elección del tema y los personajes bíblicos que aparecen en el libro son otra muestra del riesgo que asume Eduardo Mendoza en sus creaciones. La visión desacralizada y pagana que Pomponio tiene de la sagrada familia hace que la historia resulte natural, no forzada, nada en ella anticipa el papel que les reserva la historia; sólo un lector contemporáneo disfrutará con las coincidencias y casualidades que pasan por alto a los ojos del atento Pomponio.

Si bien la trama argumental no carece de atractivo, quizá el principal protagonista de la obra sea el lenguaje. Mendoza parece escoger la palabra exacta con el mimo y cuidado de un artesano. El texto ha sido desbrozado a conciencia, lo accesorio queda prohibido en sus páginas, cada oración parece tener significado, sentido propio y la riqueza léxica es embriagadora. A muchos les parecerá que el precio del libro no viene justificado por su brevedad, en comparación con cualquier otra novedad que le acompañe en el escaparate de una gran superficie. Propongo un criterio alternativo: contar el número de palabras diferentes que aparecen en El asombroso viaje de Pomponio Flato y en cualquiera de esos otros libros, así sabremos un poco mejor por qué estamos pagando.

En sentido opuesto, también parece excesivo comparar el libro con El Quijote en su intención por acabar con las novelas consumistas mediante su ridiculización, como se asegura en la publicidad de la editorial. Tras su lectura no aparecen adivinarse tales intenciones en la mente de Mendoza, antes bien, parece innecesario justificar así el libro, con una treta consumista tan obvia.

En definitiva, El asombroso viaje de Pomponio Flato es una novela breve, extraordinariamente bien escrita, con un estilo impecable y un argumento entretenido que permite una lectura satisfactoria y gratificante para cualquier tipo de público, con independiencia de su exigencia.

PD. Pese a la etiqueta de "libro veraniego", esta novela puede ser leída también en invierno o en países de limitado horario solar.


25 de julio de 2008

Inglaterra, Inglaterra (Julian Barnes)


¿Llega un momento en el que el original comienza a dejar de parecernos auténtico?¿Es posible que prefiramos una copia, limpia, aséptica y sin genética propia, al original mismo? ¿Reducimos la realidad a una serie de imágenes simplistas que podemos manipular a nuestro antojo? En estas cuestiones se zambulle Inglaterra, Inglaterra, una original obra de Julian Barnes en la que plantea una fábula orwelliana con su habitual habilidad para la narración.

Julian Barnes fue una de las varias promesas de la literatura inglesa de los años ochenta, junto a autores como Martin Amis, Ian Mcewan o Kazuo Ishiguro. Desde entonces ha tenido ocasión de mostrar su talento en diversas obras. La reciente publicación de Arthur & George, soberbia recreación del fugaz cruce entre la vida del escritor Arthur Conan Doyle y el abogado de origen indio George Edalji, es un ejemplo perfecto de su interés por lo "inglés", sus símbolos y valores o la herencia de esa Inglaterra de finales del siglo XIX y principios del XX.

No es la primera vez que Barnes vuelve su mirada a Inglaterra, para repasar sus tópicos, su pasado e, inevitablemente atisbar el futuro en un mundo que le ha dejado de pertenecer. En 1998, Barnes publicó una obra íntegramente dedicada a esta materia, escrita desde la ironía (y el cariño) en la que fantasea sobre la creación de un parque temático que recoja la esencia de lo inglés.

Sir Jack Pitman, un multimillonario cuya nacionalidad original es dudosa (siempre los patriotas más vocingleros suelen ser los de adopción) desea culminar su vida invirtiendo una fortuna en la compra de un territorio (la isla de Wight será el objetivo final) para recrear al modo de un parque de atracciones temático, todo aquello que se debe ver y conocer de Inglaterra. De este modo, pretende, de una parte, conservar las esencias (o la imagen popular de éstas) de su país, así como preservarlas de los propios ingleses.

La idea que fundamenta el proyecto es la de que el público desea antes la copia que el original, más aún cuando la reproducción se le presenta de manera aceptable y cómoda, pudiendo visitar en un día aquello que requeriría varias semanas de fatigosos esfuerzos en la Inglaterra real. Desayunar sobre los acantilados de Dover, almorzar en Stratford-upon-Avon para luego tomar el té en un cottage con tejado de paja y cenar ante una espléndida puesta de sol en Stonehenge son sólo algunas de las múltiples posibilidades que ofrece la nueva Inglaterra, que, para destacar más su pretensión de sustituir a la original, lleva por nombre Inglaterra, Inglaterra.

En el catálogo de lo british más puro no faltan los taxis londinenses, los beefeaters, los autobuses de dos pisos, las cabinas telefónicas o el Big Ben. Pero para demostrar que no hay nada que la imaginación y el dinero (junto con la dosis adecuada de chantaje y coacción) puedan conseguir, también se podrá compartir una velada con el Dr. Samuel Johnson y sus inteligentes disertaciones, asistir a un asalto de la alegre pandilla de Robin Hood, contemplar en los cielos de Wight una representación de la Batalla de Inglaterra o disfrutar del cambio de guardia y la salutación de unos monarcas auténticos.

Para ello, Sir Pitman se rodea de un equipo de colaboradores multidisciplinar que le ayude a plasmar su idea en hechos concretos. Conviven así, un historiador estrella mediática de la televisión, un captador de ideas cuya única tarea inicial es la de grabar las ocurrencias espontáneas de su jefe, o una psicóloga -Martha Cochrane, cuyo papel fundamental es aportar negatividad y cinismo a las reuniones.

Martha es precisamente el personaje conductor de la novela, eclipsada en ocasiones por el todopoderoso Pitman. Su infancia difícil, abandonada por su padre, y su madurez compleja debido a varias relaciones insatisfactorias, configuran una visión del mundo que atrae de inmediato al millonario, que admira su crudeza y sarcasmo, y a otros miembros del equipo. De ser una empleada más pasa a ocupar un papel relevante dentro de la empresa (no explicaremos el cómo, sólo que Cochrane ha aprendido a manejar los mismos instrumentos que su jefe) y consigue convertir Inglaterra, Inglaterra en un completo éxito mercantil.

La identificación de la copia con el original es tan grande que, con el tiempo, los propios empleados del parque comienzan a identificarse con sus personajes. Robin Hood roba animales de granjas próximas, Johnson cae en una profunda melancolía abúlica y la copia empieza a querer parecerse demasiado al original, a cobrar vida propia, a reclamar su autonomía. Se da así la paradoja de que el modelo estático, destinado a eternizar Inglaterra, acaba por tornarse dinámico, asumiendo los valores mercantiles y falsarios de los que Pitman renegaba inicialmente.

Martha, tras su caída en desgracias, regresa a Inglaterra (a secas) y Barnes nos ofrece el contrapunto a lo que ocurre en la feliz Inglaterra, Inglaterra. Debido a su éxito comercial la pérfida Albión ha perdido todo su empuje económico, los especuladores han hundido la libra, el turismo abandona las islas, las instituciones internacionales le dan la espalda y la aristocracia se exilia en el Continente. Escocia y Galés aprovechan la oportunidad para independizarse y expandirse comprando tierras a los condados ingleses empobrecidos. Sin embargo, lo peor es que, tras ver arrebatada su historia, Inglaterra ha perdido la conciencia de sí misma (terrible pesadilla en un mundo en el que la globalización favorece la uniformidad) y debe buscar una nueva.

La nueva Inglaterra se rebautiza como Anglia, en un intento de recuperar sus raíces históricas. El regreso de los inmigrantes a sus países de origen ha convertido a Anglia en un estado rural y despoblado. Los transportes recuperan la fuerza animal como principal energía y la alimentación se limita a aquello que puede producir la tierra. Finalmente, Anglia ha vuelto a su más pura esencia medieval y rural, frente a Inglaterra, Inglaterra que tras crearse con la finalidad de copiar el original, recrear su pasado se convierte en futuro. Paradojas del destino de las que Martha tampoco logra escapar en su viaje por reconstruir su trayecto vital.

Inglaterra, Inglaterra, está escrita con la habitual maestría de Julian Barnes, con su preciosismo detallista y su ritmo narrativo impecable. No obstante, en algunos momentos, el esfuerzo de Barnes parece dirigirse a explicaciones excesivamente prolijas de aspectos claramente accesorios, mientras que en otros pasajes los acontecimientos se desencadenan con excesiva precipitación lo que hace perder el equilibrio narrativo. La combinación de aspectos psicológicos, la fabulación sobre el futuro de Anglia o el contraste entre realidad y copia resultan en ocasiones confusas.

Pese a no ser una de las mejores obras de Barnes, su argumento es tremendamente atractivo, original y muy sugerente; su estilo, brillante; y el resultado general más que aceptable. Ironía y reflexión, historia y ficción combinadas con acertadas reflexiones del autor sobre aspectos tan dispares como el arte, la felicidad y el amor la convierten en algo más que una curiosidad.



8 de julio de 2008

El cerebro se cambia a sí mismo (Norman DoIdge)




El cerebro suele ser descrito como la máquina más compleja y perfecta del Universo. Tras las investigaciones que se detallan en El cerebro se cambia a sí mismo, la afirmación dejará de parecer a muchos hiperbólica para convertirse en una realidad evidente.

Pese a la importancia del cerebro, el estudio científico del mismo tiene sus orígenes en los finales del siglo XIX y principios del XX, a través de la obra de investigadores que, al hilo de pacientes que habían sufrido diversas malformaciones, atrofias y desarreglos en una gran parte de su cerebro, comprobaron que existía una relación directa entre la zona del cerebro afectada y funciones concretas (aparato locomotor, vista, habla, etc).

Los seguidores de estos pioneros forjaron sobre esa base la teoría del localizacionismo que consiste en atribuir a partes concretas del cerebro, funciones concretas. Así, la capacidad olfativa se situaba en los lóbulos centrales, de manera que la pérdida o deterioro de aquellos conllevaba la irremediable pérdida del sentido olfativo, y así sucesivamente con el resto de funciones.

De este modo, los investigadores crearon "mapas cerebrales" en los que se ubicaron todas las funciones relevantes del ser humano, lo que ha permitido un notable conocimiento de las lesiones cerebrales, derrames, etc. Sin embargo, el localizacionismo lleva asociado un terrible inconveniente: sólo es útil para describir situaciones y justifica la imposibilidad de revertir los hechos. Así, una persona que pierda la movilidad de la mano derecha, nunca podrá recuperarla.

Como suele ocurrir, el localizacionismo se institucionalizó a lo largo del siglo XX en torno a su propio dogma no admitiéndose la disidencia y descartando como rarezas y casos particulares aquellos experimentos y pruebas clínicas que ponían de manifiesto una realidad diferente. Sin embargo, la realidad acaba por imponerse tercamente y, desde el último tercio del pasado siglo, la acumulación de datos en contra del localizacionismo ha permitido que investigadores independientes y abiertos hayan desarrollado una nueva forma de entender el cerebro, opuesta a la de los localizacionistas: la neuroplasticidad.

¿Qué entendemos por plasticidad? Al igual que un plástico, capaz de adaptarse a diversas formas, de estirarse (hasta cierto punto) y recogerse, el cerebro no es una realidad única e inmutable. El cerebro está en continuo cambio. Los localizacionistas admitían esta plasticidad pero únicamente durante un breve periodo de tiempo tras el nacimiento del bebé. En pocos años, el cerebro se solidificaba y la única modificación que se podía esperar en él era el declive según se avanzaba en edad. Los partidarios de la nueva teoría defienden que el cerebro es capaz de reorganizarse durante toda su vida. Las funciones pueden ubicarse en otras áreas del cerebro si es preciso, las conexiones neuronales se adaptan, en ocasiones, en un breve espacio de tiempo.

¿Y cuáles son las implicaciones de esta nueva teoría? Pongamos un ejemplo: la clínica del Dr. Taub. Los afectados por derrames cerebrales que han visto limitada la movilidad de la parte izquierda (o derecha de su cuerpo) reciben terapia durante un periodo de unas dos semanas (se está estudiando si el aumento de este plazo trae consigo mejoras sustanciales en los resultados) en el que, de manera intensiva, hacen ejercicios seis horas al día. Estos ejercicios son progresivos y se centran en el empleo de las partes del cuerpo afectadas. Así, para evitar el uso de la mano sana, deben llevar puesto continuamente en la misma un guante de béisbol. El sorprendente resultado es que estas personas, forzadas a utilizar los miembros "lisiados", recuperan gran parte de la movilidad de los mismos.

Las terapias convencionales en estos casos no son tan intensivas (apenas una hora al día, con ejercicios repetitivos, no progresivos) y tratan de potenciar la "compensación", esto es, enseñan a desarrollar estrategias que ayuden a suplir la deficiencia ocasionada por la lesión cerebral.

Esta terapia compensatoria se ha venido empleando en multitud de problemas neurológicos, por ejemplo en casos de problemas de aprendizaje. Sin embargo, si a raíz de una lesión, el cerebro percibe que un órgano no responde, en poco tiempo se adaptará (ley de no uso) y dejará de emitir señales para dicha función.. Al tratar de forzar el uso de la función afectada, el cerebro logra desarrollar las conexiones precisas para emitir sus señales.

Por simplificar, todos sabemos que si nos rompemos una mano, la terapia que debemos hacer es la de ejercitarla para que recupere su fuerza y movilidad. Sabemos que si no lo hacemos y empleamos la mano sana en todas las tareas, difícilmente recuperaremos la mano lesionada. Pues bien, precisamente en eso consistía la terapia tradicional para lesiones cerebrales, consecuencia lógica del localizacionismo, según el cuál era imposible recuperar las funciones ubicadas en las partes dañadas del cerebro.

Por tanto, el cerebro sólo está a la espera de recibir los estímulos precisos para reconstruir circuitos y recuperar funciones. El autor nos describe experimentos en los que se trata de “recuperar” la vista a ciegos mediante la aplicación de impulsos eléctricos en la espalda que reconducen al cerebro las sensaciones que antes se percibían a través de los ojos, o cómo se ayuda a una mujer a recupera su sentido perdido del equilibrio.

Toda la neuroplasticidad puede resumirse de una manera simplista en dos expresiones: aquéllas neuronas que emiten al mismo tiempo, acaban por conectarse; las neuronas que se activan por separado, terminan por desconectarse.

Incluso, según defiende el científico de origen español, Álvaro Pascual-Leone, el propio pensamiento, la imaginación, pueden llegar a producir cambios en la estructura del cerebro. Personas que se imaginan tocando un instrumento durante el mismo tiempo en el que otros efectivamente practican sobre un instrumento real, muestran similares niveles de destreza. Pascual-Leone también ha conseguido demostrar que es posible, mediante campos magnéticos intracraneales, mover partes de nuestro cuerpo de manera totalmente involuntaria.

Norman Doidge es psiquiatra y psicoanalista lo que le permite abordar este tema con amenidad pero desde la seriedad de quien conoce aquello de lo que habla. El libro se organiza en torno a 11 capítulos, cada uno de los cuáles explora alguna faceta distinta de la teoría de la plasticidad, bien desde un punto de vista teórico o de las aplicaciones de la misma.

El final del libro recoge dos interesantes Apéndices. El primero de ellos, es una reflexión sobre el concepto de cultura. Tradicionalmente se distingue a los animales de los hombres (y grandes simios) porque estos últimos, gracias a su cerebro superior, generan cultura y la transmiten. La neuroplasticidad permite abrir una vía bidireccional: el cerebro crea cultura, pero al tiempo, la cultura y el entorno, influyen el cerebro y lo transforman. Se reflexiona sobre el tipo de aproximación a la realidad propio de Oriente (más global, preocupado por la integración de diversos elementos en el conjunto) y Occidente (analítico, centrado en los detalles). Experimentos con inmigrantes han permitido verificar que estas estructuras pueden modificarse y adaptarse en función del entorno. La sublimación de los instintos animales encuentra también su explicación a través de la neuroplasticidad: es el cerebro el que aprende a reorganizarse superando el estadio de cazador-recolector. Doidge introduce otros elementos de reflexión como son el papel de los medios de comunicación y sus técnicas en los crecientes problemas de déficit de atención de los jóvenes, precisamente debido a la neuroplasticidad.

El segundo apéndice reflexiona sobre la idea de perfectibilidad del ser humano y la consiguiente traslación a la idea de progreso. La plasticidad permite defender estas ideas, pero a la vez pone de manifiesto el alto riesgo que supone esta capacidad del cerebro de adaptarse a los estímulos externos, en manos de dictaduras o sectas que buscan la manipulación y el control de las mentes.

Finalmente, 70 páginas de notas permiten adentrarse con más profundidad en aquello que el lector desee, así como consultar la bibliografía más moderna en la materia.

Como toda explicación novedosa y rupturista con el pensamiento convencional, la neuroplasticidad deberá luchar por acreditar sus afirmaciones y obtener el reconocimiento de la comunidad científica. Sin duda, y de ser generalizables los experimentos y terapias que en este libro se describen, ciertamente se abre una nueva etapa no sólo en la comprensión de nuestra propia fisiología sino en las posibilidades de una vida más plena y consciente. Las aplicaciones de estas nuevas teorías no sólo abarcan el campo de las lesiones cerebrales; el rejuvenecimiento del cerebro o la superación de los conflictos de la creciente globalización podrán son tierra fértil para los investigadores que aparecen mencionados en este libro y para los que estén por llegar.


22 de junio de 2008

Las aventuras de Barbaverde (César Aira)


César Aira es un prolífico escritor argentino que trata de aportar aire fresco e innovador a las letras en castellano a pesar de su edad. Su prosa camina por diversos estilos que le sitúan al margen de las principales corrientes literarias y Las aventuras de Barbaverde son el perfecto ejemplo de los rasgos esenciales de este autor.

Cuatro historias independientes en las que un periodista de extraño nombre (Sabor) se ve envuelto en las aventuras de uno de los últimos superhéroes de nuestro tiempo, Barbaverde, de quien apenas se conoce otra cosa que su nombre y su eterna lucha contra las maquinaciones del profesor Frasca en su ánimo por dominar el Planeta.

La desbordante y barroca imaginación del autor se adapta perfectamente a este esquema propio del cómic. Las maquinaciones de Frasca (pirámides que avanzan contra una ciudad a modo de un videojuego, rayos que convierten juguetes en objetos reales, un enorme salmón que desde otra galaxia amenaza la vida en la Tierra, ...) siempre resultan desbaratadas por Barbaverde quien, en ocasiones, emplea a Sabor como instrumento inconsciente en su lucha contra el Mal.

Sin embargo, el libro es algo más que un interesante esfuerzo por trasladar la imaginería del cómic adaptándola al género novelesco. Aira aporta numerosos elementos originales que enriquecen el texto.

Así, la figura del superhéroe es una referencia vaporosa que apenas se distingue por su presencia física, hasta el punto de parecer en ocasiones más el resultado de la imaginación enfermiza de Sabor. En su papel de periodista, trata de elaborar y dotar de coherencia los hechos asombrosos que sus sentidos perciben, para lo cuál precisa reinterpretar y avanzar teorías (que por sorprendentes que parezcan, terminan por confirmarse) hasta el punto de sospecharse si Barbaverde no es un producto de la mente de Sabor (o éste un mero instrumento de aquél).

La fantasía no es, por tanto, únicamente el elemento del que se sirve Aira para escribir esta especial novela, esa misma imaginación y su fuerza redentora es, al tiempo, uno de los principales temas de la obra. El apocado Sabor logra gracias a sus ensoñaciones adivinar y percibir una realidad que escapa al resto de humanos, a pesar del gran componente de manipulación que conlleva.

Cabe apreciar una irónica crítica al papel de los medios de comunicación que, no sólo informan y crean opinión, sino que la dirigen y propician. Sabor inventa los artículos que publica El Orden para tratar de reconstruir racionalmente un mundo que no comprende pero, a la vez, emplea los mismos como medio de enviar mensaje cifrados a su amada Karina, una artista de vanguardia de quien se enamora el primer día de su empleo como periodista y a quien conoce en la recepción de un hotel en el que se hospeda Barbaverde a quien ambos desean entrevistar por diferentes motivos. El tímido periodista queda enamorado de Karina quien apenas repara en el joven apocado más allá de como mero compañero de una aventura.

Las actividades profesionales de Karina también son descritas con ironía mordaz, de la que tampoco escapa el mundo de la Ciencia, la Moda, las Universidades, etc. Cualquier institución que aparezca por las páginas de esta novela pasa por el filtro de la ironía en un contexto totalmente natural favorecido por ese trasfondo de cómic que permite al autor desplegar su sentido del humor critico con las buenas costumbres o los convencionalismos provincianos.

Como ya se ha señalado, la dinámica del cómic adaptada a una novela permite la distorsión de la realidad, su simplificación. Los personajes, coherentemente, son planos y previsibles. El Bien y el Mal quedan claramente definidos y enfrentados. No hay escala de grises que permita el tránsito entre ambas realidades, un espacio para el acuerdo.

Las cuatro historias de que se compone el libro resultan desiguales en interés y, en ocasiones, se aprecian ciertas incoherencias entre ellas. Asimismo, su extensión hace que el punto intermedio de cada una de las cuatro aventuras parezca prolongarse excesivamente. Quizá un recorte habría hecho ganar en agilidad al relato, aunque ello habría supuesto una poda a las reflexiones del autor.

Al igual que en el estilo folletinesco del siglo XIX, cada historia “refresca” información referida a Frasca, Barbaverde, Sabor, Karina y algún otro personaje que aparece en varias historias, de manera que –quizá con la excepción de la primera aventura- pueden funcionar de manera independiente. El propio autor señala que su intención era escribir una serie infinita de novelas sobre este personaje, pero se cansó con la cuarta.

Sin embargo, el conjunto resulta muy apreciable por la interesante mezcla de estilos ya comentado, por la originalidad del tratamiento y por la prosa caudalosa y rica de César Aira quien ha encontrado en Barbaverde el perfecto vehículo para su capacidad literaria al que, casi con total seguridad, retornará en el futuro con nuevas aventuras.


8 de junio de 2008

La inmortalidad (Milan Kundera)

Milan Kundera defiende la vitalidad del género novelesco por encima de las voces que claman por su inevitable extinción. Con una perspectiva historicista, el autor checo evita considerar la novela como expresión del ideal decimonónico en el que las páginas no eran sino el intento por reflejar una realidad de la manera más fidedigna posible. Los personajes venían definidos por sus peculiaridades psicológicas, actuaban en un marco espacial y temporal bien definido e identificable por el lector. El espacio para la fantasía o el libre discurrir de la ficción era muy limitado.

Este modelo agota sus fuerzas con el siglo veinte que ve una profunda renovación del género al superarse ese esquema y retomarse de algún de manera el espíritu que definió el nacimiento del género. Cervantes, Voltaire o Rabelais crean una nueva forma de expresión en la que el todo se resiste al esquema, los personajes entran y salen de las escenas sin justificación aparente, las historias se entremezclan de manera confusa aderezadas por un sentido del humor y una imaginación desbordante.

Y es en este rastro en el que Kundera encuadra su labor creativa tal y como ha tenido ocasión de manifestar repetidamente (Los testamentos traicionados, El arte de la novela). La novela se convierte en un “medio” de expresión, un vehículo en manos de su autor quien, con su omnisciencia, determina su curso mediante la acumulación de materiales diversos a los que dota de sentido precisamente por su puesta en relación.

La inmortalidad responde a estos criterios de manera ejemplar. Toda ella aspira a resultar natural, espontánea, aunque sospechemos desde sus primeras páginas un poso de reflexión que actúa como argamasa de todos los hilos argumentales. La novela se abre con el propio autor observando el curioso gesto de una mujer madura dirigido a su monitor de natación en el preciso instante en que sale de la piscina del gimnasio al que acude asiduamente Kundera.

Ese gesto atrae su atención por la disociación entre su desenfado y jovialidad y la edad avanzada de la mujer. De esta primera atracción surge la reflexión. Muchos son los gestos, pero por fuerza, su número es menor que el de los hombres que los realizan. De ahí que los humanos seamos sólo portadores de los gestos, estos no nos pertenecen, no son definitorios de nuestra personalidad.

Al igual que esa mujer repite un gesto empleado por otras mujeres, otros hombres, nuestras vidas caminan en círculos. El tiempo es visto en la juventud como un camino hacia adelante; sólo cuando alcanzamos el cenit de nuestra vida comprendemos que el tiempo nos atrapa como un círculo; cada vida se cimienta de unos materiales que apenas podemos alterar, de modo que giramos en torno a dicha materia, a dicho tema, del que no podemos huir; no es posible el comienzo de “una nueva vida” tan pregonado por la mercadotecnia de la Nueva Era.

En fin, no desvelaremos las escenas del libro, o la trama interna, o el final del mismo. Baste decir, como mérito indubitado, que son totalmente irrelevantes para el goce de la lectura. Que el verdadero placer se encuentra en el discurrir del propio Kundera, en sus reflexiones (explícitas o por boca de personajes) desperdigados generosamente por toda la novela. Que el inteligente juego entre ficción y realidad (tan querido por Cervantes) es una constante en sus páginas por las que Kundera se asoma para, seguidamente, ceder paso a otros personajes ficticios. Que la primera página del libro desvela el incidente que origina la obra, al tiempo que el último lance festeja el fin de la tarea de su escritura.

Y tampoco habrá que explicar la presencia de Goethe y su peor pesadilla, Bettina, quien amenazó de manera directa la más grande aspiración del genio alemán: su fama eterna. Esa inmortalidad a la que algunos aspiran por sus propios méritos y a la que otros llegan a despecho de sus intenciones y deseos, fotografiados en pose poco favorable para toda la Eternidad, inmortalidad fruto de la visión de otros, visión e imagen en la que vivimos y sobre la que tratamos de influir.

Tampoco hablaremos del triángulo amoroso que describe Kundera, o de las extrañas teorías impropias de su edad o época, del profesor Avenarius y su relación con Kundera y con las protagonistas de la novela.

Y no lo haremos porque el lenguaje claro y preciso, frío en apariencia, de esta novela lo explica mejor, lo encadena de manera precisa sin necesidad de más explicaciones. Y porque al igual que el gesto es la excusa de la novela, y el gesto se encarna en las personas, esas tramas argumentales no son sino la excusa por la que Kundera da rienda suelta a su increíble capacidad para la creación.

“Pienso, luego soy es la frase de uno intelectual que menospreciaba el dolor de muelas. Siento luego soy es una verdad de una validez mucho más general y se refiere a todo aquello que vive” es un ejemplo del tipo de reflexión que contiene La inmortalidad, en esta ocasión en referencia al nacimiento del Homo Sentimentalis; metaliteratura dentro de la Literatura.

Otra breve cita que espero sirva para resumir el espíritu de esta novela y de la obra de Kundera en general: una novela no debe parecerse a una carrera de bicicletas, sino a un banquete con muchos platos distintos”. Kundera nos asegura un extraordinario menú degustación a bajo precio, que no se debe rechazar en tiempos en los que la comida basura dicta la norma e impone su precio.

Johann Sebastian Bach. Los días, las ideas y los libros (Ramón Andrés)


Recientemente se han publicado varios libros sobre la figura y la obra de Johann Sebastian Bach que tratan de aproximar al lector menos especializado a esta figura clave de la música clásica cuyo 250 aniversario se conmemoró en el año 2000.

Johann Sebastian Bach. Los días, las ideas y los libros aborda este acercamiento desde una perspectiva peculiar: a la muerte del músico hubo de redactarse un cuaderno particional en el que se relacionaban (y valoraban económicamente) las propiedades de Bach. El autor (Ramón Andrés) se centra en la relación de libros que aparecen en dicho inventario para trazar un cuadro lúcido de las influencias ideológicas, religiosas e incluso políticas que confluyeron en Bach.

Es de destacar que entre los libros mencionados en su herencia, no aparecen obras sobre música, bien porque dichos libros hubieran sido previamente repartidos entre sus hijos y discípulos, bien porque su valor económico no justificase su consideración a efectos del patrimonio hereditario.

Por ello, el grueso de la biblioteca de Bach sobre el que se centra este curioso libro, es fundamental la obra de autores religiosos. En primer lugar destacan las obras de Lutero, padre del protestantismo, cuyas reflexiones sobre la misión de la música en la liturgia revitalizaron el papel de los músicos y compositores en toda Alemania. Pero también aparecen obras de heterodoxos, pietistas, ... lo que nos aleja de la habitual imaginería de un Bach celoso protestante convencido y obediente y nos ofrece un retrato más propio de un librepensador, o al menos, de un pensador crítico, ávido por obtener sus propias conclusiones, más allá de autoridades externas.

También se plantea la importancia de la poesía en la obra de Bach. No hay que olvidar que los textos líricos eran la base de sus obras vocales y que, con toda seguridad, la delicadeza de la poesía no puede ser ajena a un músico que busca la perfección técnica pero armonizada con la belleza.

Ramón Andrés a partir de la consideración de que Bach era un personaje de su tiempo, dotado de una gran curiosidad, concluye que necesariamente debía tener conocimiento de algunas obras que no constan entre sus libros en propiedad. Bien porque pudieron haber sido sustraídas al reparto hereditario, por haberle sido prestadas por conocidos, o porque se encontraban en las bibliotecas de los distintos empleos que desempeñó, pudo tener acceso a diferentes obras de tipo religioso y filosófico de las que el autor hace una razonable suposición, ampliando la perspectiva, citando autores y obras que sin duda ejercieron su influencia en el compositor.

De este modo, llegamos a un retrato esclarecedor, no sólo del pensamiento de Bach, sino del pensamiento alemán desde el siglo XVI al XVIII, ese periodo tan fundamental en el que surge la Reforma, se asienta y finalmente comienza a desintegrarse en diferentes corrientes de pensamiento, no siempre conciliadoras entre sí.

Pero este libro, como no podía resultar de otro modo, también abre su horizonte a anécdotas de la vida del músico relacionadas con su mimo por la obra de otras autores. Así, se narra cómo en su juventud y viviendo en casa de su hermano mayor, copiaba a escondidas partituras de clásicos (fundamentalmente italianos) que su hermano guardaba bajo llave. Pasando noches en vela, copiando a la luz de una vela, aprendió las técnicas y conoció los estilos que emplearía el resto de su vida en las diferentes ocupaciones como músico de corte, religioso, etc.

Igualmente, cuestiona la falsa idea de que a la muerte de Bach, su música y su figura cayeron en un olvido del que fue rescatado en 1829 gracias a Mendelssonhn, quien dirigió la interpretación de La Pasión según San Mateo. Ramón Andrés demuestra cómo la fama de Bach y la estima en que le tenían las generaciones posteriores (por ejemplo Mozart) no responden a ese supuesto “olvido”.

También se exponen algunos de los “juegos” que encierran determinadas composiciones del alemán. Es de sobra conocida la anécdota que sustenta La Ofrenda Musical, pero también el empleo de las notas B-A-C-H en los últimos compases de alguna de sus composiciones, muy en la línea de algunas tendencias de su época.

El libro se cierra finalmente con un amplio anexo en el que se hace un bosquejo de todos los compositores que, de algún modo, pudieron influir en Bach. Breves biografías de autores franceses (Couperin, Anglebert, ...), italianos (Vivaldi, Albinoni, Pergolessi, Palestrina, ...) y, fundamentalmente, alemanes (Hasse, Händel, Pachelbel, ...) lo que permite poner en contexto la obra de Bach, cifrando sus influencias, los puntos de partida que tomó como referencia a la hora de renovar profundamente la música de su época.

15 de mayo de 2008

Firmin (Sam Savage)

La historia de Firmin es fácilmente resumible. Una rata se acoge en una librería para parir a su parentela. Entre su abundante prole pronto se destaca Firmin, el más pequeño y débil eslabón de toda la camada. A punto de morir de hambre al ser incapaz de luchar contra sus hermanos por la leche de su madre, acaba por sobrevivir alimentándose de la celulosa que extrae del papel de libros. Con el tiempo descubrirá que ha aprendido a leer por lo que los libros dejan de convertirse en alimento físico para pasar a ser su ventana al mundo y su referencia espiritual.

Cuando sus hermanos acaban por abandonar la librería para labrarse el futuro en los alrededores de la plaza Scollay de Boston, Firmin queda como rata soberana de la vieja tienda de libros del excéntrico Norman Shine. Tanto lee la pequeña rata que acaba por convertirse en un ser humano, con sus complejidades morales y psicológicas. Su cuerpo sigue, sin embargo, apresado en la fisonomía de una rata lo que le lleva a evitar con espanto los espejos y reflejos que le recuerdan su triste realidad, mientras sueña con hermosas mujeres desnudas -que conoce gracias a las sesiones nocturnas de un cine al que llaman la “casa de los picores”- y, fundamentalmente, con Ginger Rogers de quien se enamora perdidamente gracias a las proyecciones que contempla extasiado mientras rebusca comida en el suelo del patio de butacas.

Esta locura le lleva al convencimiento de que Norman, el librero, acabará por aceptar su presencia como la de un igual, un colega literario. La realidad se impone dramáticamente cuando el librero descubre a la rata y casi logra matarla con un veneno.

Pero no es éste el final de Firmin. Como un humano, logra rehacer su maltrecha estima y es “adoptada” por un escritor de poco éxito que malvive con la venta ambulante de sus obras y que reside en el mismo edificio donde se ubica la librería. Jerry acepta a la rata como tal, y apenas se sorprende de que lea. Ambos son parias de una sociedad que no les acepta y la victoria de Firmin es pírrica: finalmente no se sabe a ciencia cierta quién cuida de quién, ha entrado en el mundo de los humanos por la puerta falsa.

Entre tanto, la política urbanística de Boston lleva al saneamiento de la degradada plaza Scollay, paisaje vital de Firmin y de los personajes que le rodean. Su vida se precipita, como el final de un libro, inexorablemente. Ni siquiera el milagro de una rata lectora sirve para evitar la última hora; al contrario, a diferencia que el resto de ratas, Firmin sufre la conciencia de su propio fin, muere, por tanto, con sufrimiento exclusivamente humano.

El protagonismo de un animal nos lleva a una rica y larga tradición que se remonta a las fábulas de la Antigüedad. En la mayoría de los casos se sobreentiende que la referencia a un animal es el modo idóneo de aludir a la especie humana marcando una distancia que permita objetivizar hechos, opiniones o conductas que, de no mediar tal recurso, nos parecerían corrientes. La finalidad es, por tanto, la de poner de manifiesto las contradicciones del hombre, denunciar la hipocresía o extraer lecciones sobre el comportamiento humano.

Kafka tomó esta forma literaria y la reelaboró completamente. Frente a una fábula que persigue un mensaje general, Kafka adopta la fórmula animal con un fin más intimista, como una explicación de su visión particular y privativa del mundo. La fábula deja de ser vehículo de denuncia o instrumento moralizador para convertirse en un género exclusivamente literario.

Savage emplea a Firmin con muy diversos fines. De una parte, le permite comentar libros y autores (son curiosas las relaciones que establece entre algunos libros y el gusto que sus páginas dejan en Firmin) lo que hará las delicias de quienes disfrutan compartiendo opiniones sobre lecturas comunes o aprendiendo nuevos nombres. De otra parte, Firmin, esa rata que no pertenece al mundo de las ratas, pero tampoco al de los hombres, que vive, por tanto, en un terreno propio pero incierto, simboliza esa extrañeza que, en algún momento, todo buen lector ha sentido. Aferrado a un libro, en atenta lectura, esa actividad sedentaria e individual por excelencia que nos aleja de nuestros amigos y familiares (aunque, qué duda cabe, también nos acerca más a ellos).

Firmin se ha ganado un lugar en los puestos más altos de las listas de ventas a pesar de ser un libro con escaso apoyo publicitario en un primer momento. El boca a boca funcionó convirtiendo la novela en un superventas de Amazon y de ahí si salto a otras lenguas donde, ya con las técnicas de marketing correspondientes, ha reproducido el éxito.

Su autor, Sam Savage, se estrena a una edad ya madura, en el mundo editorial. Escrita sin pretensiones y con el fin de disfrutar durante el proceso, Firmin es el resultado del amor de su creador por la lectura, los libros y las librerías y su deseo de compartir ese acervo con sus lectores que, cual ratas lectoras, se identificarán con el idealismo de su protagonista y sus contradicciones, nuestras contradicciones.


4 de mayo de 2008

Dossier K. (Imre Kertész)

Imre Kertész, por encima del reconocimiento otorgado por el Premio Nobel de Literatura, llevará siempre asociado a su nombre, a su vida y a su obra, el título de “superviviente de Auswitz”.

Sin embargo, no podemos olvidar que, a diferencia de otros muchos supervivientes, no emigró al estado de Israel ni a América, huyendo del antisemitismo. Por el contrario, el final de la Segunda Guerra Mundial y su liberación de los campos de la muerte, le llevaron de vuelta a su Budapest natal, sólo para encerrarse en otro horror, bajo las diversas etapas por las que pasó el comunismo en Hungría.

Cree Kertész que, precisamente el haber vivido bajo una dictadura, le alejó del suicidio, idea con la que ocasionalmente trataba de hacer soportable su vida. A diferencia de Primo Levy, Améry y otros tantos, Kertész no tenía que enfrentar un presente de relativa felicidad social, de democracia apacible que hiciera evidente su situación desacompasada en el mundo. La idea de la muerte de Dios tras Auswitz, de desarraigo profundo y desapego por sus congéneres que marcó la vida de otros famosos supervivientes, empujándoles a una muerte como huida de un mundo que les resultaba insoportable, no destrozó la vida de Kertész quien, bajo la opresión comunista tenía una vida lo suficientemente inquietante para que su desarraigo quedara disuelto junto con el del resto de ciudadanos que vivían bajo la “ocupación temporal” soviética.

Precisamente es la etapa final del comunismo en Hungría lo que desata la fiebre escritora de Kertész, que perdura hasta la fecha con libros como Sin destino, Fiasco, Kaddish por el hijo no nacido, Diario de la galera, Yo, otro o Liquidación. Reacio a entroncarse en la “literatura del Holocausto” y al propio término Holocausto (cuya etimología es “todo quemado”) dado que presupone la total eliminación, la muerte absoluta, lo que coloca a los supervivientes en una delicada posición. No son sino una excepción dolorosa, ajena al mito creado en torno al exterminio, la negación del propio término Holocausto. Kertész prefiere centrarse en su obra como Literatura, como expresión de su visión del mundo y no como reflejo del horror de las cámaras de gas.

El debate entre ficción y realidad, sus territorios comunes y sus variantes espurias (la historia o biografía novelada) son temas apasionantes en manos del autor húngaro quien se resiste a que su obra sea interpretada en una clave puramente biográfica. La ficción se nutre de elementos de realidad, históricos, pero crea con dichos elementos un nuevo mundo, alienta una vida independiente de la del autor.

La cartuja de Parma no adquiere la condición de testimonio real por el hecho de reflejar los campos de batalla de Waterloo; Guerra y Paz de Tolstoi no es leída como la descripción de la campaña rusa de Napoleón, al contrario, se aprecia en ella su mérito literario, su capacidad para reflejar las profundidades del alma humana expuesta a condiciones extremas. Así hay que enjuiciar sus obras, señala Kertész, que toman sus referencias del mundo del propio autor pero que no quedan encerradas por éste ni se justifican en él.

Este interés del autor por marcar una diferencia entre la ficción y la realidad se asienta en la concepción misma de Dossier K. que toma la forma de entrevista que el propio Kertész se hace a sí mismo. Aquí, la ficción (la simulación de un diálogo entre dos personas) se confunde con la realidad (el material de las respuestas del Kertész entrevistado).

La entrevista se adapta con relativa fidelidad a un esquema cronológico por el que desfila la infancia del autor, el divorcio de sus padres, su convivencia con las nuevas parejas de sus progenitores, sus cambios de domicilio, el estallido de la Segunda Guerra Mundial, su viaje a los campos, su regreso, su época de periodista y escritor teatral para lograr el sustento, su creciente labor literaria, su “exilio” reciente a Berlín superada la indiferencia de la crítica de su país, sus dos matrimonios, etc.

La perfecta estructuración en el juego de pregunta y respuesta da cierta verosimilitud al formato permitiendo que las abundantes repeticiones y las abundantes referencias a las obras del autor no resulten forzadas o reiterativas. Muchos son los temas que afloran en las páginas de Dossier K. desde el papel de la Literatura bajo una dictadura en la que un funcionario dictamina la corrección de una obra, los autores que marcaron a Kertész en su juventud, su visión del judaísmo, sus ideas políticas, etc.

Pese a que el diálogo resulta fresco y el entrevistador se complace en contradecir a su entrevistado, a resaltar sus contradicciones, exigir mayores precisiones, el lector no puede dejar de ser consciente del juego al que es sometido. Es el propio Kertész quien, como un pequeño Dios, elige tanto las preguntas como las respuestas, los detalles escabrosos que quiere desvelar y, por tanto, aquellos sobre los que no desea pronunciarse. Por tanto, y coherentemente con sus ideas, se debe considerar este libro más desde el punto de vista de la ficción que desde el punto de vista del testimonio.


26 de abril de 2008

Etiquetas (Evelyn Waugh)


Evelyn Waugh es conocido principalmente por su obra Retorno a Brideshead, sin embargo, con anterioridad a la misma, había escrito algunas novelas de humor (¡Noticia Bomba! es un buen ejemplo) en las que satirizaba a la sociedad de su época.

Con una finalidad algo más monetaria, escribió durante la década de los años treinta algunos libros en los que daba cuenta al público inglés de sus viajes por el extranjero. Etiquetas es el primero de estos libros, en el que describe su viaje por el Mediterráneo. Dada la escasa novedad y originalidad de su ruta, el propio Waugh titula la obra etiquetas dado que apenas puede añadir nada que no haya sido escrito sobre estos lugares, limitándose a destacar aquello que llama su atención, en especial en materia humana, más que artística, paisajística o histórica.

Su viaje comienza con un vuelo comercial que le lleva de Londres a Paris donde disfrutará de los placeres de la noche parisina para descubrir que los locales de moda sirven champagne de malísima calidad y que el bullicio bohemio que tanta fama da a la capital francesa no es otra cosa que una sucesión de locales a los que se acude en romería, de modo que se visite el local que se quiera, siempre se acaba viendo a las mismas personas. Apenas cien noctámbulos dando tumbos por cinco o seis cabarets forman la esencia de la noche parisina. Acompañado por viejos amigos, conocerá a extravagantes caballeros y elegantes damas algo ebrias, llegando a la conclusión de que París convierte a todo el que la pisa en extranjero, nada en ella tiene carácter propio y verídico, un gran teatro mercantil. Afortunadamente, Waugh no llegó a conocer cuán acertado era su juicio y el largo camino que aún se debía recorrer en este sentido.

Un incómodo viaje en tren le lleva a Monte Carlo donde disfrutará de su primera inscripción en un auténtico club (el Sporting Club) y de la contemplación anhelada del Mediterráneo. Pocos días después se embarca en un crucero turístico (el Stella Polaris) de bandera noruega que le llevará hasta Nápoles donde descubrirá que el turismo ha arruinado la posibilidad de disfrutar de estos lugares sin la conveniente custodia de un guía de confianza que impida caer en manos de timadores, mendigos o delincuentes de la peor calaña.

El viaje continua arribando en la costa palestina para visitar las arenosas tierras de Haifa y Nazaret que no parecen haber gozado del entusiasmo del escritor. El Stella Polaris sigue su ruta hasta Port Said donde Waugh desembarca para vivir una temporada en la ciudad y poder visitar El Cairo y Helwan. Integrado en la pequeña colonia occidental, se apresta a tomar notas para un futuro libro sobre la sociedad de Port Said. Un pequeño grupo de militares, funcionarios, diplomáticos y empresarios en cuyas relaciones se entremezcla para disfrutar de lo mejor de cada grupo haciendo fugaces escapadas a El Cairo y visitas a las pirámides, la Esfinge y otros restos egipcios.

Finalmente decide escapar de la opresión camino de otra pequeña prisión, Malta, donde se hospeda gratis en el mejor hotel de la isla a cambio de la promesa de escribir unas amables líneas sobre el establecimiento en el libro que seguirá a esta ruta. Desconozco si el pobre director del hotel pudo llegar a discernir si fue objeto de una fina ironía o directamente de un incumplimiento contractual en toda regla dadas las observaciones que Waugh hace al respecto. La isla, pese a sus más de cien años de dominio británico, no ha perdido su carácter mediterráneo. Los bien conservados restos de los edificios de la Orden de San Juan son empleados, no para el turismo o el pasto del ganado – como ocurre en otros muchos lugares- sino para dar cobijo a la administración británica siendo prácticamente el único símbolo de su dominio.

El casual reencuentro con el Stella le permite escapar de la isla camino de Creta donde aún están en sus inicios las excavaciones de los palacios micénicos por lo que tras la breve parada, el crucero reanuda su camino, esta vez rumbo a Estambul, donde Waugh puede ver de primera mano los cambios que el régimen de Kemal ha introducido para occidentalizar la sociedad turca: la prohibición de la poligamia, el sufragio femenino, la supresión del traje típico turco, etc. Sin embargo, estos cambios son vistos con escepticismo por Waugh quien considera que todo cuanto tocan los turcos (sea arte, costumbres, ...) acaba por degradarse. La contemplación de las riquezas de los antiguos palacios imperiales y de las riquezas de los harenes sólo evoca la sospecha de que, en el derrumbe final del Imperio, muchas de esas joyas serían sustituidas por otras falsas.

El viaje continua en Atenas donde Waugh se reencuentra con un amigo la universidad junto con el que recorre los locales nocturnos más alejados de las rutas turísticas para descubrir que los parroquianos atenienses no sólo no tratan de pedirles dinero, sino que les invitan a bebidas.

La visita a Corfú, ya conocida por el autor, le reafirma en su deseo de enriquecerse para poder comprar una villa en esa paradisíaca isla, por lo que insta al lector a que compre varios ejemplares del libro que está leyendo para financiar así su proyecto. Remontando el Adriático visita Ragusa (actual Dubrovnik) y Cattaro criticando que ambas ciudades, en especial la primera, de indudable estirpe occidental, hayan sido entregadas al experimento yugoslavo tras la Primera Guerra Mundial (no en vano, los años noventa del pasado siglo corrigieron sangrientamente este error).

La visita a Venecia permite a Waugh comprobar lo poco que ha quedado de un pueblo que se caracterizaba por sus virtudes cívicas, su pasión por el arte y su habilidad comercial. La venta del encanto de su ciudad es lo único que pervive de un pasado de gloria.

El Stella regresa a Monte Carlo para dar por finalizada su temporada invernal y volver al Mar del Norte para la temporada veraniega. Waugh aprovecha el viaje para regresar a Inglaterra evitando la tortura y vulgaridad del tren. Barcelona es la próxima parada que arranca grandes elogios, tanto de las Ramblas como, en particular, de la obra de Gaudí de la que ignoraba su existencia. La visita a las famosas casas del arquitecto catalán, al parque Güell o a las obras incompletas de la Sagrada Familia causa su admiración. Este buen sabor de boca hace que su visita a Mallorca resulte algo decepcionante. Si bien, la impresión es muy superior a la que le produce Argel donde la plena confusión de razas y la falta de una organización social europea al estilo de la de Port Said son una muestra de degeneración que denuncia. Málaga es otra parada breve de la que apenas logra dejar ver una cierta indiferencia.

La visita al Peñón de Gibraltar es otra decepción ya que la presencia de policías ingleses, periódicos ingleses, tabaco inglés y otros elementos típicos de las islas, en un contexto extraño suscitan cierta inquietud en Waugh que ve próximo el final de su viaje. Éste tiene dos paradas adicionales de gran encanto para el escritor. De un lado Sevilla, de la que admira su elegancia y estilo de vida, de otro Lisboa a la que considera encantadora, guardando un especial recuerdo para el monasterio de Belém y la Plaza del Comercio.

El Stella arriba finalmente a Inglaterra entre la niebla y las sirenas, arrojándole a las conveniencias inglesas, a su correspondencia atrasada, las invitaciones sociales y otras obligaciones que tanto deplora.

Si bien la enumeración de las paradas en el viaje mediterráneo de Waugh promete una lectura amena e interesante, la verdad es que en la mayoría de las ocasiones, los comentarios resultan torpemente personales. El desprecio por otras culturas (en especial la musulmana) resulta un tanto intolerable en nuestros tiempos. Esa superioridad de la que parece hacer gala no guarda relación con las críticas que de continuo hace a su vida en Inglaterra, que parece detestar. Más aún, en 1929 su actitud parece algo trasnochada y más propia del siglo XIX. Los tiempos han cambiado lo suficiente desde Gladstone como para que su actitud resulte más bien ridícula. Su esteticismo es algo afectado y superficial, lo que en Wilde forma parte de una concepción más amplia de la vida, en Waugh resulta decadente y fuera de lugar.

No obstante, el libro fue escrito en un momento clave en la historia de los viajes. Hasta poco antes de ser escrito, sólo los muy acaudalados podían permitirse el lujo de un gran viaje (el famoso tour europeo). Los viajes se prolongaban durante largas temporadas en las que se hacían acompañar de numerosos criados y sirvientes y en las que el contacto con la población local resultaba vulgar y sólo justificable con el fin de experimentar una leve porción de exotismo. Sin embargo, tras la Primera Guerra Mundial, el turismo comienza a ser practicado de un modo diferente (el Stella es un buen ejemplo de ello) y deja de ser privativo de las clases más ricas, si bien sigue reservado para personas de fortuna. Los criados dejan de ser acompañantes, se busca la novedad aún a riesgo de tener que hacer largas caminatas por arenas ardientes o sufrir picaduras de insectos. Los guías turísticos organizan las visitas a los lugares imprescindibles para que nadie crea haber dejado atrás algún monumento digno de admiración. En numerosas ocasiones Waugh hace burla de este nuevo tipo de turistas, en especial, hace presa en australianos y americanos.

Ese momento de transición es, al tiempo, reflejo de una época en la que aún convive una sociedad heredada de los tiempos previos a la Primera Guerra Mundial y una nueva forma de entender las relaciones sociales, laborales y familiares que se impondrá definitivamente con el torbellino del próximo conflicto. Este contraste se pone de manifiesto en Etiquetas y será el que, con mejor tino, se plasme en obras posteriores de Waugh.

20 de abril de 2008

Historias de un gran país (Bill Bryson)


Bill Bryson es un periodista norteamericano que tras vivir durante cerca de veinte años en Gran Bretaña, casarse con una inglesa y tener hijos, decide volver a su hogar americano arrastrando a su familia. Al poco de instalarse en New Hampshire recibe la propuesta de un semanario británico de escribir un artículo semanal en el que relate la experiencia de un americano que redescubre su país y los contrastes que advierte en relación a su vida en el Reino Unido.

Pese a sus recelos iniciales, Bryson se lanza con decisión y entusiasmo a la nueva tarea que le permite explorar y estudiar los más diversos aspectos de la vida americana ofreciendo un artículo semanal durante un año y medio a sus lectores británicos en un tono desenfadado e irónico. Historias de un gran país lleva por subtítulo Viaje al american way of life lo que describe con mayor precisión su contenido: un año y medio de artículos junto a una breve introducción explicativa del origen del libro.

Como es de prever, desfilan por estos artículos todos los tópicos comunes sobre la vida americana: la superabundancia de comida y la obesidad, el apego por el cumplimiento de las normas por ridículas que puedan resultar, la creciente invasión de la publicidad, la cultura de la reclamación, la total ignorancia sobre cualquier asunto ajeno a los Estados Unidos (sea en materia de arte, historia, geografía, …). Pero también, Bryson nos regala emotivas instantáneas de una mentalidad tan tremendamente positiva y confiada (conviene destacar que se trata de artículos escritos con anterioridad al 11-S) que rayan en la simpleza.

Del mosaico de artículos se obtiene una imagen fidedigna y creíble de unos Estados Unidos alejados del tópico hollywoodiense. Asentado en uno de los estados con mayor riqueza forestal, Bryson entona una extraordinaria alabanza del tesoro natural de su entorno. Bosques interminables, capaces de tragarse restos de pequeños pueblos abandonados, e incluso aviones que se estrellan sin ser localizados hasta pasados varios meses pese a la utilización de las más modernas técnicas de exploración mediante satélite. Sorprendentemente, Bryson señala que esta enorme extensión boscosa es reciente ya que apenas hace 60 años la mayor parte de la superficie hoy cubierta estaba destinada al cultivo. Un buen ejemplo a seguir.

Esa inmensa naturaleza casa con las dimensiones propias de los Estados Unidos. Las distancias entre puntos que se consideran próximos asustarían a un europeo medio. Un día de playa en la cercana costa puede suponer un viaje de más de cinco horas por trayecto. Sin embargo, Bryson echa de menos el viejo encanto de las carreteras americanas y su panoplia de atracciones inverosímiles, típicas a mediados de los años cincuenta. Según asegura, las distancias se hacían más llevaderas gracias a carteles que advertían de la presencia de extraños fenómenos como la piedra atómica, un campo de gravedad, una casa construida con latas de cerveza a un paso de la carretera principal (para ser más exacto, a unos doscientos kilómetros de la misma) y que, inevitablemente causaban una desoladora decepción al ser contemplados, decepción que desaparecía de inmediato al ser sorprendidos por un nuevo cartel que anticipaba la cercana presencia de la huella de dinosaurio más grande del estado de Arizona.

Son muchas las cosas que han cambiado desde los tiempos de juventud de Bryson. Los moteles son un buen ejemplo. A finales de los años cincuenta y primeros sesenta, todos los cruces de caminos, pequeñas poblaciones y áreas de servicio contaban con sus correspondientes moteles, cada uno con sus propias características diferenciales. Sus dueños eran familias que ofrecían un trato cercano y personal a sus huéspedes supliendo las carencias de unas habitaciones no demasiado elegantes o limpias. El tiempo ha borrado estos establecimientos de los mapas americanos, sustituidos por unas pocas cadenas que ofrecen moteles estandarizados e impersonales de modo que, en cualquier estado de la Unión, uno puede alojarse en uno de estos establecimientos conociendo de antemano el mobiliario de la habitación y el contenido del buffet libre para el desayuno.

Esta tendencia a favorecer lo previsible parece haber traído consigo (¿o será más bien al revés?) la desconfianza ante lo diferente. Acostarte en una habitación exactamente igual en Nebraska que en Ohio, ver los mismos canales de televisión, desayunar los mismos ingredientes en Colorado que en California, no sentir ni valorar el “riesgo” (relativo, es cierto) de una experiencia algo diferente. Este desasosiego por lo desconocido ha llevado, señala Bryson, a que las miles de variedades de chocolatinas americanas carezcan de auténtico sabor a chocolate, que los tipos de queso autóctonos se hayan acomodado a unos estándares generales que les han llevado a perder su peculiaridad.

La profusión de Starbucks o McDonald´s son otro buen ejemplo de la homogeneización creciente de la vida americana (uniformidad que inevitablemente parece adueñarse también de nuestras ciudades). Bryson comenta entristecido a uno de sus amables vecinos que la apertura de un McDonald´s enfrente de un coqueto restaurante familiar próximo a su casa ha llevado al cierre del restaurante perdiendo la última oportunidad de cenar de una manera decente en el entorno, a lo que el vecino contesta indiferente que le parece normal ya que lo bueno del McDonald´s es que siempre sabes lo que vas a comer antes de entrar.

Como ya he señalado, muchas de las referencias de Bryson acaban por ser un triste anticipo de las tendencias que hoy vemos a nuestro alrededor. La cultura de la reclamación (injustificada, se entiende) por el mero hecho de tentar la suerte y obtener una improbable (y en muchos casos improcedente indemnización), la complicación creciente de los trámites de embarque por las medidas de seguridad totalmente ajenas a lo que representa realmente nuestra seguridad, etc. Bryson denuncia la política de las empresas de recortar servicios a los usuarios justificando dichas medidas precisamente con la disculpa de que se trata de “ofrecer un mejor servicio”.

Pero gran parte del encanto de estos artículos no reside tanto en el aspecto antropológico que parece deducirse de ellos. En la mayoría de los casos, las reflexiones nacen de la narración de anécdotas en las que el propio Bryson es el desgraciado y torpe protagonista. Así, le vemos perdido sobre un trineo motorizado totalmente incapaz de evitar chocar repetidamente contra todo árbol que crezca a menos de trescientos metros a su alrededor, derramando refrescos sobre una monja en un vuelo terrible (especialmente para la monja), sufriendo los horrores de la dieta que su mujer le impone prohibiéndole la mantequilla de cacahuete o su feliz (sólo al principio) encuentro con la trituradora de basuras, ese invento tan americano y cuya peligrosidad en manos de un desastrado Bryson la convierte en un arma de destrucción masiva.

Asistimos a excursiones familiares en las que sus hijos muestran mejor sentido de la orientación o le vemos atiborrar el carro de la compra del supermercado con treinta variedades diferentes de cereales que su mujer le obligará a desayunar hasta el último copo como expiación por su delito de atentar contra los alimentos frescos que tan trabajosamente logra encontrar en el pequeño rincón en el que están confinadas esos extraños y “peligrosos” vegetales tan desconocidos para un americano medio, más afín a los precocinados y congelados.

La ironía que desborda todos los artículos es otro elemento que le acarrea numerosos problemas en su vida cotidiana. Y no es que los americanos no sean divertidos, simplemente es que carecen de sentido del humor. Bryson (quizá contagiado por el “humor inglés”) responde al funcionario de aduanas que le pregunta “¿Verduras o fruta?” con un “gracias, agente, me vendrían bien unas zanahorias” para descubrir que estos amables funcionarios son incapaces de advertir siquiera esta leve ironía. Bryson, desconcierta a uno de sus vecinos que lleva un árbol en la vaca de su coche, preguntándole si pretende camuflar su vehículo, a lo que el honrado ciudadano, tras un leve bloqueo, responde con una profusa explicación sobre el motivo por el que lleva atado el árbol.

Humor, bastante información para satisfacer al curioso, anticipación de corrientes, estilo ameno y familiar que admite un hueco para la reflexión. Bryson se escapa del uniformismo que denuncia y cada uno de los artículos abre una nueva perspectiva. Sus títulos son un buen ejemplo (Los misterios de la Navidad, Esos aburridos extranjeros, Por qué nadie camina, Al aire cubierto, En la barbería, Imposibilidad de comunicación, Perdido en el cine, Dónde está Escocia y otros consejos de utilidad, La mejor celebración americana, La vida deportiva y así hasta setenta y ocho artículos).


5 de abril de 2008

Operación Shylock (Philiph Roth)


Apenas recuperado de los efectos alucinógenos del Halcion, un medicamento para combatir sus problemas de sueño tras una operación de rodilla, y previo a un viaje a Jerusalén para hacer una entrevista a su amigo, el escritor judío Aarón Appelfeld, con vistas a su posterior publicación en el New York Times, Philip Roth es informado de que alguien que se hace por él, está concediendo entrevistas a la prensa israelí y se propone la divulgación de una extraña teoría: el diasporismo.

La diáspora representa la expulsión del pueblo judío de la Tierra Prometida y su dispersión por el mundo. Frente a esta fuerza centrífuga, Thomas Herzl fundó el movimiento sionista que propugnaba, entre otras ideas, el regreso del pueblo elegido a Israel y la fundación de un estado judío como forma de acabar con el antisemitismo y la persecución a los judíos. Es conocido que las tesis de Herzl, pese a la incertidumbre y dudas que las rodearon en sus inicios, fueron ganando adeptos y finalmente se aceptaron internacionalmente tras el Holocausto.

La creación del estado de Israel, y el consiguiente desencadenamiento de sucesivas guerras ha supuesto uno de los mayores factores de inestabilidad en el mundo occidental moderno, hasta el punto de que el conjunto de pueblos árabes se opone a Israel y están dispuestos al exterminio judío, deseo que puede hacerse real cuando un país árabe tenga acceso a armamento nuclear. De ahí que surja una nueva teoría, el diasporismo, que defiende la necesidad de que los judíos de la diáspora, los hijos de los antiguos judíos europeos retornen a una Europa que les apoye y proteja, alejándolos así de su posible exterminio a manos de los árabes y de la inmoralidad de un Estado que, para sobrevivir, ha perdido toda referencia moral. De este modo los judíos, para seguir siéndolo, deben alejarse de su Estado, recuperando la idea del judaísmo tal y como se ha venido entendiendo a lo largo de la historia y que es, en esencia, el judaísmo de la diáspora, que ha traído al mundo logros como los que representan Freud, Einstein, Heine. Marx o Kafka, entre otras muchas brillantes mentes judías.

Cuando el Philip Roth auténtico viaja a Jerusalén se encuentra con el "falso" Philip Roth (idéntico físicamente, idéntico en su manera de actuar, en su voz, en su ropa, ..), pero hechizado por su némesis, evita denunciar a la policía la suplantación. Antes bien, el real Roth asume el papel del falso Roth y defiende entusiastamente el diasporismo ante un antiguo compañero de Universidad árabe al que reencuentra casualmente en la Ciudad Santa. Ambos Roth intercambian de continuo sus respectivas personalidades en una compleja competición mutua por anular al otro. El falso Roth acude a la habitación del hotel donde se hospeda el Roth verdadero, registrando sus pertenencias, éste se acuesta con la novia de aquél, etc.

Ambos acuden a las sesiones del juicio que tiene lugar para encausar a un ciudadano norteamericano de origen ucraniano a quien todas las fuentes apuntan como el despiadado Iván el Terrible, tristemente célebre en el campo de Treblinka. El juicio parece representar una justificación de los poderes del estado judío que no quiere dejar de jugar la partida del victimismo mientras comete atrocidades sin nombre. Víctimas o verdugos en ambos bandos actuando del modo que reprochan al otro campo.

Finalmente el falso Roth, que no ha conseguido ser aceptado por el verdadero, desaparece de escena y el Mossad propone a Philip Roth realizar una misión en Grecia gracias a la publicidad e interés que ha levantado el diasporismo en aquellos que parecen apoyar la causa árabe.

Esto es, en esencia, lo principal de un argumento complejo y con numerosas ramificaciones e implicaciones que van desde lo anecdótico, hasta las más profundas reflexiones sobre el estado de Israel, el papel de la revuelta palestina o el juego de espejos entre verdad y mentira.

La novela es lo suficientemente rica en detalles como para poder aproximarse a ella desde numerosos puntos de vista. Quizá uno de los más genéricos y que permite explicar la mayor parte de sus páginas es la idea de la dualidad. Casi cada elemento de la novela y cada personaje se explica por dicha dualidad. Dos Philip Roth que, por momentos, se fusionan al asumir uno el papel del otro. El árabe compañero de facultad de Roth en su juventud es ahora partidista y fanático, reproduce inconscientemente el esquema de lucha y odio que heredó de su padre y trata de inculcar en su hijo la misma semilla que rechazó en su juventud.

Los inofensivos taxistas árabes parecen capaces de las mayores atrocidades, mientras un fiero soldado israelí aprovecha la oportunidad de confesar a Roth sus contradicciones morales más profundas al tener que servir como soldado en un conflicto que apenas siente como propio mientras sueña con el fin de su servicio militar para emigrar a los Estados Unidos. Los más aguerridos defensores de la causa palestina parecen por momentos confidentes de los servicios secretos judíos y las locuras altruistas de un viejo inválido sobreviviente de los campos de concentración nazis que desea financiar con un millón de dólares el diasporismo, resultan no ser tan desinteresadas como se presumía.

Incluso la realidad histórica posterior a la redacción de la novela parece jugar a este festival de equívocos. Demjanjuk, el sospechoso de ser Iván el Terrible, aparenta ser un inofensivo hombre de familia, acompañado en el juicio por su hijo, representación de la vida familiar y religiosa que vivía en Estados Unidos. Roth lo considera, precisamente por esa normalidad, culpable de los terribles hechos que se le imputan Sólo quien ha cometido tales crímenes, quien ha vivido todas las emociones y furias en tan pocos años, como Iván el Terrible, puede quedar agotado y satisfecho, asumiendo una vida totalmente gris e inocua. Su vulgaridad es la mayor prueba de su culpabilidad. Y sin embargo, tras la inicial condena a muerte será absuelto al demostrarse que su condena se basó en pruebas falsificadas por la KGB.

Operación Shylock toma su nombre del personaje de El mercader de Venecia, la famosa obra de Shakespeare en la que aparece el prototipo de judío según los cánones del antisemitismo. Shylock es el prestamista judío que financia a Antonio, a quien odia, con el compromiso de que, en el caso de no recuperar su dinero, podrá cobrarse una libra de carne de Antonio. Pero de verdugo, pasa igualmente a víctima cuando el Dux de Venecia descubre que Shylock está involucrado en una conspiración contra su poder lo que da lugar a la conversión de verdugo en víctima y al inolvidable discurso: ¿El judío no tiene ojos? ¿El judío no tiene manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? ¿No es alimentado con la misma comida y herido por las mismas armas, víctima de las mismas enfermedades y curado por los mismos medios, no tiene calor en verano y frío en invierno, como el cristiano? ¿Si lo pican, no sangra? ¿No se ríe si le hacen cosquillas? ¿Si nos envenenáis no morimos? ¿Si nos hacéis daño, no nos vengaremos?”.

Shylock representa al judío avaro, egoísta pero, al tiempo, representa a la víctima del odio gentil y es esta contradicción la que planea constantemente sobre este libro de Roth. Desde el punto de vista de Roth, empeñado en ofrecer su visión del judaísmo a lo largo de toda su obra, éste será el principal tema de su novela. Sin embargo, como gran escritor que es, Operación Shylock alumbra más contradicciones y juegos de espejo ajenos a lo judío, que convierten su lectura en un constante examen de conciencia al lector atento; así, las contradicciones que todos acarreamos y el modo de superarlas, la alternativa entre apariencia o realidad y un largo etcétera.

Su escritura meticulosa parece perder algo de pulso en algunos pasajes del libro dado que éste no se asienta en una estructura tradicional de la novela; conjuga extractos de la entrevista que mantuvo con Appelfeld, suprime el último capítulo escrito para la novela por otro en el que explica el motivo de dicha mutilación, jugando nuevamente con la dualidad entre ficción y realidad, con la novela que habla de la novela que sostiene en sus manos el lector. En definitiva, un Roth algo alejado del habitual pero igual de estimulante, capaz de atrapar el interés de quien le lee.


Otras obras de Philiph Roth: