22 de noviembre de 2009

Los versos satánicos (Salman Rushdie)



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La historia es bien conocida. El libro fue publicado en Inglaterra en septiembre de 1988 y casi de inmediato fue prohibido por los gobiernos de la India, Arabia Saudí, Egipto, Somalia o Indonesia entre otros. En febrero de 1989, el ayatolá Jomeini acusó al libro de blasfemo y de apóstata a Salman Rushdie lo que conlleva la pena de muerte. Para dar la importancia requerida a la fatwa y demostrar que los intereses espirituales caminan muchas veces de la mano de los terrenales, ofreció la cantidad de tres millones de dólares a quien asesinara al autor. Posteriormente esta cantidad fue duplicada.

Hasta el año 1998 Salman Rushdie tuvo que vivir oculto, protegido por los servicios de seguridad británicos. Desde entonces, y en tanto que la fatwa no ha sido derogada, su vida privada se ha visto bastante restringida y siempre sometida a importantes medidas de seguridad.

Por desgracia, la fatwa también se extendió a traductores y editores de la obra. La estela trágica se cobró la vida del traductor al japonés de Los versos satánicos. El editor noruego fue tiroteado, el traductor italiano fue apuñalado, treinta y siete personas murieron en un incendio provocado en un hotel con motivo de las protestas contra la traducción de la novela al turco, y así sucesivamente. Quizá por este motivo, la edición que poseo de este libro no hace mención nominal del traductor al español (lo sustituye por el nombre de una sociedad).

Y como digo, todo ello es conocido, y todo ello se ha comentado y debatido en innumerables ocasiones. Se ha puesto de manifiesto la sorpresa de que en nuestro tiempo parezcamos retrotraernos a la época medieval de la quema de libros -¿olvidamos tal vez que hace 70 años, ciudadanos de una nación civilizada hacían lo propio en Babeplatz?- justificándose que el Islam no ha pasado aún por el Renacimiento, Ilustración, etc., obviando que la Historia no es un proceso único y lineal, más aún, la Historia Occidental no es el patrón que han recorrido o deben recorrer otras civilizaciones.

Se ha dicho que no se debe ofender las creencias de millones de personas en el mundo, pasando por alto que el respeto sólo es tal si es mutuo. Y todos se han escandalizado al ver cómo la fuerza de la fatwa es tan poderosa sobre los fanáticos de Pakistán como sobre los inmigrantes instalados en nuestros estados (en Inglaterra fueron muy difundidas las declaraciones de reconocidos empresarios musulmanes que aseguraron que matarían a Rusdhie si tenían la oportunidad). Como no hay mayor fanático que el converso, las declaraciones de Cat Stevens en parecidos términos dieron la vuelta al mundo.

Sí, de todo ello se ha hablado, a costa de no hablar del libro, de su argumento y sus méritos literarios. Tal vez el paso del tiempo desdibuje esta polémica y la reduzca a un breve párrafo introductorio en los comentarios sobre la obra; tal vez entonces no nos preguntemos qué contiene este libro que tanto ofendió a unos y que tanto apoyo recibió de otros sin que probablemente la mayoría de ellos lo leyera.

Entre tanto, tampoco es justo pasar de puntillas por la polémica y manifestarse tibiamente al respecto. La Literatura nació como forma de rebelión contra los poderosos, contra lo impuesto. Si no fuera así, ¿por qué inventaríamos otra realidad, por qué crearíamos personajes fascinantes, más reales que muchos de los que pueblan la Historia? Esta invención conlleva inevitablemente, si hablamos de buena Literatura, poner en solfa nuestra sociedad, sus opiniones y acomodos, sus trampas y falsedades. Y para ello, ningún recurso más apropiado que el humor y la ironía. Como ya he comentado en relación a otros libros, nada teme más el Poder que el humor; nada lo corroe y socava tanto y por ello, nada es perseguido con igual ahínco. Parte del odio generado por Los versos satánicos se debe fundamentalmente a su tratamiento humorístico, humano, de ciertos pasajes de la vida de Mahoma.

Los dos protagonistas de la obra representan dos tipos enfrentados. De una parte, Gibreel Farishta, actor bollywoodiense que encarna las esencias de su país y que representa a sus dioses y mitos en las películas que protagoniza, pasa por unos momentos de duda y se retira del mundo del cine. De otra parte, Saladin Chamcha, quien representa el intento por alejarse de su país, física y culturalmente. Cultivador de un estilo inglés, anticuado para la misma Inglaterra, trata de licuarse y disolver sus caracteres raciales y culturales casándose con la hija de un auténtico representante de la antigua estirpe victoriana.

Por extrañas casualidades, ambos coinciden en un vuelo entre la India y Londres que es secuestrado por un grupo terrorista que finalmente hace estallar el avión sobre el Reino Unido. Farishta y Chamcha se salvan milagrosamente cayendo sobre una playa. Durante su caída un proceso de transformación se apodera de ellos: Chamcha desarrolla progresivamente cornamenta, pezuñas y un incipiente rabo que le asemejan a un demonio. Farishta se verá rodeado por una especie de aura celestial convirtiéndose en la representación terrenal del arcángel Gabriel.

A partir de este momento comienza una tremenda lucha entre ambos; Chamcha tratará de recuperar su apariencia pulcra mientras es denostado por la policía y adorado por un grupo de indios satánicos y algo desequilibrados, culpando en todo momento de su situación a Farishta quien se debatirá entre el ansia de convertir al mundo, la apatía y el intento de retomar su carrera cinematográfica.

Esta lucha pondrá de manifiesto las tensiones ocultas entre la inmigración de origen indio en Londres. Sus grupos vecinales debaten sobre la discriminación y marginación a que son sometidos por las autoridades inglesas al tiempo que no logran ponerse de acuerdo sobre el camino a seguir para luchar por sus derechos. Las generaciones jóvenes toman partido por el enfrentamiento con sus conciudadanos británicos que les escamotean la igualdad y se rebelan contra el servilismo de sus mayores. Asimilación y reivindicación en clave realista son el contrapunto a las figuras de los protagonistas.

Pero en esta extensa novela los temas saltan y desaparecen a cada página siendo arrollados por la acción que los envuelve y por los numerosísimos personajes y tramas que gravitan en torno suyo. El papel de la religión en nuestros días, la discriminación racial por parte de la policía, el uso partidista que hacen los políticos locales de los problemas sociales, la transmisión de valores de padres a hijos, la formación de guetos dentro de las sociedades occidentales, los celos y el perdón, todo ello y mucho más desfila por las páginas de Los versos satánicos.

Sin embargo, algunos de los pasajes más interesantes, los más líricos, aquellos en los que la imaginación de Rusdhie más destaca, son los diferentes interludios oníricos que surgen de la mente confusa de Faristha-Gibreel. Estos sueños se intercalan entre sí y respecto de la acción principal creando un complicado mosaico en el que las relaciones entre todos ellos se multiplican enriqueciendo la lectura, haciéndola más compleja y sugerente.

El más polémico es el que narra la etapa de la vida de Mahoma (Mahound) en la que trata de abrir paso a su nueva religión para lo que concede la posibilidad de que haya otros tres dioses que compartan con Alá el trono de las deidades. Los versos que contienen esta afirmación son recitados por el arcángel Gabriel pero finalmente serán eliminados del Corán por haber sido realmente dictados por el demonio, Shaitán, en lugar de por el arcángel, según afirma Mahound. La polémica por estos versos satánicos parece tener una larga tradición dentro del Islam, algo similar con lo que ocurre con los testamentos apócrifos en el Cristianismo. En este pasaje se viene a acusar a Mahoma de acomodar su enseñanza a partir del triunfo de su religión, en función de su interés. Ante cualquier polémica, subía al monte a escuchar la revelación de Gibreel que, en todo momento, resulta coincidente con la postura del profeta.

El segundo sueño es el protagonizado por una joven india que asegura tener contacto directo con el arcángel Gabriel quien le ha ordenado comenzar una peregrinación a la Meca para lo que deberá caminar hasta el Mar de Arabia y allí, emulando a Moisés, éste se abrirá en dos para que puedan cruzar a pie y alcanzar finalmente el destino de su peregrinaje. En su pasión, arrastra a todo el poblado en el que vive, creyentes o escépticos, favorables a su proyecto u opuestos, concitando la adhesión de muchos humildes en su camino al mar. Esta secuencia recuerda ciertas páginas de García Márquez o La guerra del fin del mundo de Vargas Llosa y justifica por sí sola la frecuente referencia a Rusdhie como un brillante representante del realismo mágico fuera de la Literatura Hispanoamericana.

Por último, el tercer sueño nos revela la vida miserable y cruel de un Imán en el exilio, conspirando para tornar a su país y asumir el poder. Se trata de un remedo del exilio en París de Jomeini y parece un ataque personal contestado por el propio Jomeini en forma de sentencia de muerte para Rusdhie.

Como siempre, la mejor Literatura es la que sabe tratar de manera convincente aquellos temas que preocupan a la sociedad de su tiempo y que, en esencia, vienen a ser siempre los mismos. Los versos satánicos tienen mérito literario suficiente para merecer su lectura, al margen de otras consideraciones. Su estilo es intrincado, mezclando de manera acertada muy diversos estilos narrativos o el punto de vista del narrador que se inmiscuye con plena libertad cuando lo estima preciso.

Su temática es igualmente rica, avanzando muchos de los temas que hoy continúan sin resolver, en especial la contradicción entre quienes rechazan a un tiempo el mundo del que proceden y el mundo que les acoge con reservas, pero también la posición de los que viven en estas sociedades modernas confusos entre el rechazo a su herencia (o a ciertos aspectos de ella) y la incertidumbre de un futuro para el que no siempre es fácil anticipar su signo. A comprender los sentimientos de ambos nos ayuda Los versos satánicos, como es natural, la respuesta estará siempre fuera del libro.




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1 de noviembre de 2009

La embriaguez de la metamorfosis (Stefan Zweig)


Stefan Zweig terminó sus días en Petrópolis, Brasil. Se suicidó junto a su esposa ya que, según sus palabras, “es mejor finalizar en un buen momento y de pie una vida en la cual la labor intelectual significó el gozo más puro y la libertad personal el bien más preciado sobre la Tierra”. En febrero de 1942 la victoria del Eje parecía inevitable y Zweig no quiso afrontar su triunfo ni el declive físico que se avecinaba. No quiso ver cómo la Europa que conoció se desmoronaba.

Quizá le hubiera gustado saber que finalmente el totalitarismo no se impuso, pero probablemente la Europa que surgió de las ruinas de la guerra tampoco no le habría satisfecho plenamente.

Lo cierto es que entre los papeles que dejó a su muerte con la intención de ser publicados -como la célebre Novela de ajedrez- no se encontraba el fajo correspondiente a La embriaguez de la metamorfosis que no sería publicada hasta los años ochenta, todo un acontecimiento editorial. Zweig dedicó un gran esfuerzo a esta obra que abandonó y recuperó a lo largo de más de 15 años. Podemos conjeturar sobre los motivos por los que no quiso verla publicada, si consideraba que no estaba plenamente desarrollada, si no reflejaba su verdadera intención, ...

Pero frente a preguntas de incierta respuesta tenemos un texto que nos espera y que pronto nos introduce de lleno en la historia con la calidad de la prosa de Zweig. Nos encontramos con una historia gris, reflejo del mundo de entreguerras en el que las familias apenas pueden pensar en ocios y disfrutes ajenos a la mera supervivencia; en el que la ausencia de los varones muertos en la guerra pesa como una losa en los hogares que han sufrido tal desgracia. Y allí, en un pueblo alejado de Viena malvive como empleada de Correos Christine, una joven que ha perdido a su padre y que comparte un miserable hogar con su madre, gravemente enferma; cuyo sueldo apenas alcanza para cubrir las necesidades básicas; que ha perdido la alegría por la vida y la pasión propia de su edad; que se ha resignado a una vida que le ha sido impuesta ante la falta de oportunidades pero que tampoco rechaza pues no conoce otra.

Y, repentinamente, se ve abocada a un mundo diferente cuando recibe una invitación para visitar a su tía, que emigró a Estados Unidos e hizo un buen matrimonio y que ahora regresa a Europa por una temporada residiendo en un lujoso hotel suizo. Pese a su escaso entusiasmo, Christine emprende el viaje con el fin de no enfadar a su madre. Llegando a la misma recepción del hotel se ve a sí misma, en contraste con quienes le rodean, como la basta, torpe y atolondrada campesina que es en realidad.

Pero en su corazón no surge el odio y la rebelión frente a quienes gastan en una sola noche lo que ella gana en varios meses de duro trabajo. No nace el orgullo de los humildes frente a quienes visten a diario ropas tan caras y elegantes que Christine cree dignas de la realeza. No es el rechazo de lo que le está vedado lo que se impone, sino la pregunta de qué le separa a ella de aquellos afortunados.

Y la respuesta se la ofrece su tía que percibe la reserva y timidez de su sobrina y sabe interpretarla. La toma bajo su protección y la somete a un profundo cambio: peluquería, manicura, ropa comprada o prestada de lo que ha comprado durante su estancia en París. Christine puede comprobar cómo quienes hace unas horas apenas dejaban resbalar una mirada cansina sobre ella, ahora se deleitan observando a una hermosa joven, fresca y alegre.

No es sólo la apariencia física lo que ha cambiado en Christine, todo lo contrario, el mayor cambio lo ha dado su confianza. De creer que no puede compartir estancia con estos caballeros elegantes o con las refinadas mujeres que les acompañan, ha pasado a aceptar elogios e invitaciones con la plena naturalidad de quien cree merecerlos. Aunque a ratos aún se pregunta cómo se ha producido esta transformación, asume que debe disfrutar de la misma en tanto dure y por ello se lanza y entrega plenamente a esta vida que le hace renacer hasta el punto de causar el enojo de sus tíos que apenas se ven atendidos por una sobrina tan atareada en su agitada vida social.

Como muy bien deja entrever la traducción del título al castellano, obra de Adan Kovacsics, toda embriaguez lleva inevitablemente su cruz: la resaca. Y ésta es terrible para Christine que se ve rechazada y desposeída de todo lo maravilloso que acaba de descubrir. Y es arrojada a su ruinosa oficina postal en un pueblo donde el más refinado de sus habitantes es el maestro de la escuela cuya vulgaridad y bajeza ahora apenas puede soportar, revelada a la luz de su nueva experiencia.

El modo en que Christine da salida a la rabia contenida y a su dolor por no poder optar a ese mundo anhelado, reflejado en la pregunta con que se tortura -¿Por qué yo no?- queda pendiente para que el lector que no conozca esta novela pueda disfrutar del inesperado giro de acontecimientos con que Zweig dirige la obra hacia su final.

Cabe incluso preguntarse si el escritor austriaco tenía previsto que la novela no finalizase de un modo tan abrupto, si bien, tal y como quedó, la brusquedad de este final conviene a la trama puesto que lo realmente relevante de La embriaguez de la metamorfosis no es el acontecer de los hechos, sino la transformación psicológica de Christine. Zweig no toma el mito de Pigmalión para remedarlo con simpleza y recrearse en los cambios externos de la joven. Todo lo contrario, estos ocupan un papel destacado, pero el verdadero objeto de estudio es cómo afronta el cambio la protagonista y cómo va asumiendo y haciendo propia su nueva identidad renunciando a los vestigios de una insegura y apesadumbrada joven.

La agudeza psicológica de Zweig se revela a cada momento. El proceso de ascenso y caída es revelado a través de los sentimientos de la joven Christine siendo el resto de personajes meras comparsas que dotan de contenido externo a este relato. ¿Qué enseña La embriaguez de la metamorfosis? El mensaje puede ser ambiguo. Una lectura simplista podría dirigirnos al tópico de que es preferible aceptar la realidad para saber sobrellevarla y no abrumarse con el deseo de lo que no es posible. Otra interpretación igual de tópica, nos conduce por los caminos de la superación personal: no son las ropas o joyas las que hacen de Christine el foco de la atención social en el hotel, es su seguridad y confianza las que le permiten sacar partido a los aderezos externos; es decir, la fuera del cambio nace de ella, de su voluntad, perdida ésta, la fuerza se transforma en odio y rabia tan intensos como estériles.

Quizá el verdadero mensaje sea algo más complejo, quizá Zweig, tan mesurado, creyera preferible una combinación de fortaleza interior con cierta estabilidad social. Quizá la realidad social tras la Primera Guerra Mundial comenzaba a amenazar los cimientos de las sociedades europeas y Zweig anticipa el cambio. La inconformidad y la revuelta pueden surgir, igual que la rabia de Christine, de vislumbrar la vida de las élites, de creerse con derecho a ella. Pero también, sin metamorfosis no hay posibilidad de cambio y el estancamiento lleva al derrumbe de las sociedades, y esta verdad chocaba demasiado con la ideología de Zweig y por ello esta obra quedó en el tintero del tiempo sin que el autor pudiera decidir definirse claramente.

Pero no es por la ideología del escritor (o nuestras elucubraciones sobre la misma) como ha de juzgarse una obra, sino por los méritos de ésta. La embriaguez de la metamorfosis bien merece su lectura, pese a no ser la mejor de sus obras, por la calidad de un texto que sabe tratar un tema relativamente manido de modo que el lector cree estar descubriendo un argumento original al tiempo que enfrenta a quien lee la novela al dilema de enjuiciar la rabia de Christine y juzgarla legítima o fruto de una enfermiza envidia. Pero enjuiciar a otros concluye siempre por enjuiciarnos a nosotros mismos, de ahí que la lectura sea siempre una actividad de riesgo.



24 de octubre de 2009

Hablemos de langostas (David Foster Wallace)


Hablemos de langostas es una colección de artículos de David Foster Wallace escritos entre los años 1998 y 2005, publicados en diversos medios, desde Rolling Stone a Gourmet. La disparidad de su temática abarca la cobertura de la campaña fallida para la nominación de McCain como candidato republicano en el año 2000, la aparición de un nuevo diccionario de uso del inglés o la experiencia personal del autor el 11 de septiembre.

No conociendo la obra de ficción de David Foster Wallace es difícil conjeturar acerca de sus cualidades literarias pero, precisamente lo heterogéneo del material aquí recogido, permite hacerse una idea aproximada de las principales notas de su estilo.

El primer aspecto que destaca es la ironía como impulsora de su escritura. Esta ironía resulta en principio confusa ya que viene a expresarse mediante paradojas, de modo que inicialmente puede pasar por opinión del autor aquello que no es más que una sutil crítica.

Ejemplos hay varios. Quizá el más delirante sea el reportaje dedicado al festival de la langosta de Maine, escrito para la revista gastronómica Gourmet; desconozco si finalmente el edito de la misma tuvo la osadía de publicar íntegro el texto. Se parte de una breve explicación de la langosta desde un punto de vista zoológico, cultural e histórico y se describen los diversos modos de cocinarla pero, seguidamente, se zambulle en una complicada y extensa reflexión sobre si las langostas sufren cuando son cocidas vivas, si el ruido que emiten es prueba de dolor o la mera evaporación del agua que contiene su caparazón o incluso si es necesaria la existencia de muestras físicas de dolor para que éste exista o no.

Por si el lector de Gourmet, entiendo que más favorable a cuestiones culinarias que a la protección de los animales que degusta, no hubiera tenido suficiente, Wallace continúa explicando los diversos métodos y utensilios empleados para moderar este dolor: decapitación previa a la cocción, calentamiento progresivo del agua con la langosta ya en la cazuela en lugar de introducirlo en el punto de ebullición, golpear con un cuchillo el punto en el que se cree que radica su centro nervioso y así sucesivamente. A continuación se describe la tarea de PETA (organización para la defensa de los derechos de los animales) en este festival de Maine. Todo ello para acabar planteando con total inocencia una serie de preguntas al lector que entremezclan la ética y las delicias gastronómicas de un modo tan inocente y cándido que sólo puede hacer un escritor americano sin parecer hipócrita. Finalmente uno no sabe si está ante un subversivo vegetariano o ante ujn Groucho Marx belicoso..

Como no puede ser menos, el artículo de Rolling Stone dedicado a la campaña para la designacón de McCain como candidato republicano en el año 2000 es otro extraordinario ejemplo. Wallace convierte a su lector potencial, un joven norteamericano con escaso interés por la política y, en especial, por un candidato republicano de avanzada edad y con ideas muy claras sobre algunos asuntos que le atañen de manera directa, en parte integrante del artículo. Se interroga sobre sus dudas e inquietudes respecto de McCain, comenta cotilleos de campaña que capta de los técnicos de sonido y cámaras con quienes mejor congenia y de quien aprende la compleja terminología del ramo burlándose al tiempo de los periodistas más estirados de los medios de comunicación nacionales, con sus portátiles y móviles, con su acceso directo a los portavoces del candidato y su escasa capacidad de integración.

Pero no es sólo superficialidad lo que nos ofrece Wallace, también interesantes reflexiones sobre la imposibilidad de McCain para presentarse como candidato desde “fuera de la política” cuando precisamente aspira a obtener el poder político y para ello debe enfrentarse a un contrincante del “sistema”, en este caso George Bush Jr., con las mismas armas que éste emplea contra él.

No menos interesante resulta la descripción de la gala de entrega de los premios de la industria del cine porno y los actos de los días previos. Como reportero ajeno a este ramo de la industria, Wallace es introducido (e introduce al lector al tiempo) en la terminología de los profesionales del sector, en sus increíbles cifras, en los diversos problemas que preocupan a sus actores (la impotencia no es el más preocupante) y la reivindicación de su papel dentro de la industria del cine norteamericano y de la industria del espectáculo en general.

Pero no veamos en Wallace a un intrépido reportero con afán de notoriedad y protagonismo al estilo de los grandes periodistas al estilo de Tom Wolfe o Hunter S. Thompson. Su papel suele ser más bien el de testigo de las ocurrencias y acciones ajenas, mera pasividad que le aleja realmente de la escuela de ese nuevo periodismo norteamericano en el que el periodista pasaba a ser un elemento más, en ocasiones y en función de su ego, el principal. Wallace en cambio prefiere presentar lo que hoy en día los medios de comunicación denominan con escasa precisión y abundante profusión, un perfil bajo. Sólo más tarde, analizando los hechos, en el momento de la concepción y escritura del artículo es cuando surge realmente la presencia de Wallace. Sólo a posteriori emerge con fuerza y pasa a convertirse en muchos momentos de sus artículos en el verdadero protagonista, aunque de un modo en ocasiones tan ingenuo y cándido que no deja de despertar sospechas.

Para paliar estas dudas, y ofrecer una visión menos crítica y más humana de su autor, podemos recurrir al artículo titulado La vista desde la casa de la señora Thompson que describe la vivencia del escritor el terrible 11 de septiembre. Pese a un inicio en el que muestra cierto escepticismo ante las muestras de patriotismo de sus vecinos, centradas en la multiplicación de banderas en jardines, ventanas, garajes y otros lugares verdaderamente insospechados, el texto se centra en los primeros momentos de la tragedia vista ante el televisor del salón de la Sra. Thompson, vecina de Wallace, junto con otros miembros de la comunidad. Las reacciones de cada uno ante el ataque, la impresión que les causa ver cómo se estrella el segundo avión, los roles que asume cada cual asume y el ambiente envuelto en una neblina de inverosimilitud y distancia, sueño e irrealidad propio de aquellos días. Se trata sin duda de uno de los mejores artículos recogidos en este libro que denotan la delicadeza que puede emplear David Foster Wallace.

Y en esta misma tónica vemos el interés de Wallace por la vida de Tracy Austin, campeona de tenis a temprana edad y cuya autobiografía reseña en este artículo. Su admiración como deportista no logra compensar la tormentosa y vergonzante lectura del libro de la tenista cuyos comentarios, simples y carentes de interés, cuya falta de referencia a aspectos clave para comprender su trayectoria, parecen diluirse en una mera sucesión de referencias a los personajes famosos que ha conocido.

La decepción que le causa este libro se ve compensada por sus alabanzas al Diccionario de Uso del inglés americano moderno de Bryan A. Garner en otro ameno artículo en el que da cuenta de su condición de snoot o apasionado enfermizo por las cuestiones gramaticales, ortográficas y lexicográficas desde su infancia (y los problemas que esto le ocasionó con compañeros de pupitre menos refinados lingüísticamente). A partir de ese momento nos introduce de forma sencilla en las diferentes teorías (batallas más bien) entre las diversas escuelas de las que los diccionarios se levantan como estandartes. En un mundo tan académico y alejado de nuestras expectativas vitales, Wallace descubre un panorama belicoso en evolución constante descrito con infinidad de ejemplos y riqueza de detalles.

Otros artículos se dedican a la publicación del cuarto volumen de Joseph Frank dedicado a la vida y obra de Dostoievski, al humor en la escritura de Kafka, a las tertulias radiofónicas neocom o una reseña de Hacia el final del tiempo de John Updike. En todos ellos destaca la minuciosidad del lenguaje, empleado con una precisión que denota esa pasión snoot de Wallace; incluso en dos de los reportajes se incluye un glosario para que el lector comprenda el argot y sentido de las palabras empleadas por los profesionales del cine porno y por los integrantes de la comitiva electoral de McCain. Con el mismo fin didáctico y la necesidad de precisión máxima, el autor multiplica hasta lo patológico notas al pie de página que, en ocasiones,.contienen a su vez sus propias notas al pie. Algunos artículos tienen más texto de este tipo que el dedicado al cuerpo principal del artículo.

Cierta dosis de experimentación no le es ajena, por ejemplo en el caso del artículo dedicado a las tertulias, las notas a pie de página han sido sustituidas por hipertextos que, reconozcámoslo, dificultan notablemente la lectura.

También son abundantes los pasajes dedicados a justificar la opinión del autor sobre un hecho con el fin de no ser malinterpretado, lo que suele llevar a la conclusión de que tampoco él está muy seguro de lo que afirma pero sin que resulte redundante, patético o aburrido. Nos queda la imagen de un David Foster Wallace algo obsesivo y meticuloso, incapaz de alcanzar una certeza absoluta y, por ello, de criticar duramente las ajenas. Quizá el mayor enemigo que encontró en vida David Foster Wallace fue el propio David Foster Wallace.

Hablemos de langostas es una lectura entretenida que nos da algunas claves de este autor y nos abre la puerta a sus obras mayores con la duda (tan propia en él) de cómo se habría desenvuelto su talento literario de no haber decidido dejarnos con esa incertidumbre, otra paradoja más, la última que nos regaló desgraciadamente.

1 de octubre de 2009

El alma está en el cerebro (Eduardo Punset)




Los neurólogos se enfrentan a la extraña paradoja de tener que estudiar el cerebro, analizarlo y comprenderlo, a través de su propio cerebro. La herramienta de análisis es al mismo tiempo el objeto de estudio. Quizá por ello sólo en épocas recientes ha comenzado la ardua tarea de sistematizar el estudio aplicando métodos científicos.

Históricamente el cerebro no ha gozado de una reputación elevada como centro organizador de nuestro ser. Esta función parecía ubicarse en los fluidos corporales, el corazón o incluso los testículos. El proceso por el que se descubre la verdadera función del cerebro, sus fundamentos químicos y las implicaciones de sus anomalías forma parte de la historia de la ciencia y, sin embargo, a decir de todos los científicos, el trecho recorrido es apenas comparable con lo que aún se desconoce.

Para poner orden en el estado actual de estos conocimientos y combatir tópicos tan extendidos como faltos de fundamento, Eduardo Punset dedicó varios programas de Redes a esta materia, cuya estela sigue este libro reproduciendo en ocasiones literalmente los diálogos mantenidos con los diversos científicos entrevistados.

Comenzando por el mismo orden que toma Punset, nos adentramos en el origen histórico de la imagen del cerebro. La historia de este órgano como rector de nuestros impulsos cognitivos, como sede de las funciones más elevadas de las que estamos dotados, se remonta a tan sólo el siglo XVII a través de la figura de Thomas Willis cuyas ideas sin embargo no lograron imponerse hasta un par de siglos más tarde. Hasta entonces, el estómago, el corazón y otras vísceras parecían tener la consideración de depositarias del alma.

Lejos de tópicos extendidos, como el de que el cerebro es la máquina más perfecta que existe, se argumenta más bien lo contrario: el cerebro es un órgano con numerosas limitaciones y defectos. Lo que lo hace admirable es la capacidad para superar esas limitaciones de manera ingeniosa.

Sin duda, la principal capacidad del cerebro es la de razonar, analizar hecho y extraer conclusiones, lo que permite alterar nuestra conducta en el futuro y comprender la pasada. Sin embargo, los científicos han venido a demostrar que ni el pensamiento supuestamente racional está exento de un cierto rasgo intuitivo ni el pensamiento pasional está tan exento de raciocinio como se creía.

Es decir, los elementos que influyen a la hora de adoptar un juicio son diversos debiendo el cerebro actuar como coctelera de la que sale una decisión única. Malcon Gladwel ha demostrado que las decisiones intuitivas, inmediatas, resultan en muchas ocasiones más acertadas que aquéllas que surgen fruto de la reflexión. La explicación está en una serie de pautas y patrones cognitivos fruto de nuestra experiencia cotidiana que nos ahorran multitud de procesos reflexivos. Claro que estos moldes nos aferran tenazmente a errores pasados y suponen la base de muchos de nuestros prejuicios....

Este maravilloso órgano es capaz incluso de crear una máquina que lo emule y aún supere puesto que parece que la inteligencia artificial tiene ganada la batalla al intelecto en aspectos tales como razonamiento lógico, cálculo e incluso la capacidad de aprender de experiencias del pasado y poder anticipar sucesos futuros. Lejos de las ideas manidas de que en ningún momento una máquina podrá llegar a superar al cerebro, científicos como Jeff Hawkins permiten vislumbrar una parte de este porvenir y nos aclaran que, precisamente, el desarrollo de estos “cerebros artificiales” permitirán conocer de un modo impensable hoy en día cómo funciona nuestra propia inteligencia.

Pero no podemos estudiar tan sólo los cerebros que funcionan con precisión matemática. Muchas personas tienen problemas, desajustes, que más parecen propios de la literatura fantástica que de la vida cotidiana. A estas anomalías ha dedicado su vida el neurólogo Oliver Sacks publicando numerosos libros cuya lectura es tan maravillosa y enriquecedora como la mejor de las novelas que se puedan encontrar. Entre otras muchas investigaciones, Sacks ha dedicado su atención a los afectados por el Síndrome de Tourette, personas incapaces de controlar determinados actos (movimientos, hablar, blasfemar, cantar, etc) y que llevan una vida agotadora tratando de que dichas pulsiones no les incapaciten.

Otro de los extraordinarios descubrimientos de este científico es la capacidad del cerebro para engañarse. El cerebro no refleja la realidad tal y como es sino que completa las lagunas en función de conocimientos previos, fabulaciones, de manera que la visión que nos ofrezca sea coherente, aunque no necesariamente verdadera. Es decir, el cerebro no necesita la verdad, sino su verdad. Así ocurre especialmente en el caso de los recuerdos (cuya fiabilidad, todos estaremos de acuerdo, no es excesiva y cada uno recuerda lo que quiere y como quiere), pero también ocurre con la interpretación de imágenes confusas, de hechos y actitudes. En definitiva, el cerebro crea su propio mundo y actúa en función de esa imagen, muy difícil de adaptar y modificar, de ahí todos nuestros prejuicios y condicionamientos.

Pero en ocasiones, las alteraciones del cerebro son voluntarias: hablamos de la posibilidad de que terceras personas puedan condicionar nuestra forma de pensar (y, por tanto, actuar). Acuñado tras la guerra de Corea cuando se estudió a presos americanos liberados de campos de prisioneros, el término “lavado de cerebro” ha dado lugar a una amplia literatura científica que aún no se ha puesto de acuerdo sobre si es o no posible condicionar hasta tal punto el cerebro de una persona. Sin llegar a esos extremos, hay otros muchos ejemplos de “lavado de cerebro” con efecto más limitado pero muy extendidos. Política, religión, moda, televisión, parecen condicionar de tal modo a determinadas personas, que cualquier rastro de pensamiento individual está más allá de toda expectativa.

Un capítulo más siniestro, es el dedicado a quienes parecen disfrutar del daño ajeno, principalmente de ocasionarlo. Los psicópatas aterrorizan nuestros sueños y, según afirma Robert Hare, su número es tan elevado que dicho temor parece comprensible. Ahora bien, ¿estas personas están enfermas y son por tanto ajenas al daño que causan e inimputables penalmente? O por el contrario, ¿son plenamente conscientes de sus actos y capaces de evitarlos?¿Hay terapias válidas?¿La sociedad es un elemento detonador de estos psicópatas? Como en otros muchos campos, en éste, la Ciencia no ha logrado aún la unanimidad puesto que los psicópatas combinan en igual proporción inteligencia y maldad lo que les hace especialmente peligrosos ya que pasan inadvertidos socialmente y, en los casos en que ocupan posiciones de poder, su total falta de empatía puede causar verdaderos estragos psicológicos en sus subordinados.

Sin embargo, en ocasiones la amenaza llega desde el interior devastando nuestros ser. La depresión se ha convertido en uno de los mayores males de nuestro tiempo sin que aún haya consenso científico en su verdadero origen, químico o anímico. Tampoco hay un remedio eficaz para la totalidad de los casos (si hablamos del trastorno bipolar la situación se agrava notablemente).

Afortunadamente, el cerebro es la gran fuente de creación que ha dado a la luz todas las artes que conocemos y que es capaz de hacernos sentir emociones como el amor, la solidaridad y la empatía. El estudio de la creatividad, dónde radica y cómo puede estimularse es una de las ramas más prometedoras de la actual neurología.

Para quienes hayan visto los programas correspondientes, poco aportará el libro salvo la comodidad de la lectura o la facilidad de consulta. Para quienes no hayan visto los programas y estén interesados en la materia, este libro será una extraordinaria provocación para comenzar una investigación más profunda en cada una de las facetas que se plantea.

Para conocer algo más:

  1. El síndrome de Tourette
  2. El cerebro es una chapuza
  3. Somos predeciblemente irracionales
  4. La intuición no es irracional
  5. Manipular el cerebro


30 de agosto de 2009

Carta de una desconocida (Stefan Zweig)


 

Cuando se ha evitado durante demasiados años la obra de un autor; cuando el peso de la misma, las enjundiosas opiniones de lectores más avezados y el reconocimiento unánime de la crítica parecen pesar como una losa; cuando uno demora esa lectura, abrumado por su extensión o simplemente perezoso ante la aventura de encontrarse con otro autor brillante que aumentará inevitablemente la montaña de libros “que no tendré tiempo de leer”... Cuando se tiene la sospecha de que quizá su estilo no se corresponda con aquél que actualmente más le gusta o que su temática pueda resultar ajena a sus intereses, a pesar de no negar que se trate de un clásico y que los clásicos son imperecederos... Y cuando finalmente, de un modo casual, espontáneo y casi sorpresivo llegamos a uno de esos libros (en este caso mejor sería decir que el libro llega a nosotros), abrimos las páginas de una de sus obras más reconocidas, quizá la más breve y por tanto la menos amenazante, podemos sonreír con cierto azoramiento; podemos alegrarnos de la espera ya que es justo pensar que éste y no otro era el momento adecuado y que, tal vez, hace diez años no habríamos valorado del mismo modo que ahora hacemos las sutilezas del lenguaje de Stefan Zweig, pues de este autor hablamos. Ni podríamos haber profundizado más allá de la anécdota que narra, ni descendido a las pulsiones más profundas sobre las que se enrosca la historia. Mayores y más sabios, o más escépticos y, por tanto, más necesitados de una convicción prestada. Y así es el descubrimiento de una historia que nos abre a la vida y al resto de la obra de este autor al que ya no nombraré con cierto temor reverencial y sin poder opinar sobre él más allá de lo oído o leído a otros. Y con todo este largo preámbulo tan sólo pretendo decir que en ocasiones he demorado lecturas que sé imprescindibles y urgentes, dejando llegar el momento adecuado. Y que en ocasiones ese momento quizá nunca llegue pero que en otras, más frecuentes por suerte, la espera parece despertar un leve hormigueo mientras paso las páginas, ese hormigueo y ese ansia de imaginar más allá de las palabras, esa imaginación que sólo espera de un buen libro para remontar. Y es que ése es el efecto que me ha causado Carta de una desconocida, pese a que lo concreto y preciso del lenguaje de Zweig parece dejar poco espacio para la especulación del lector. Todo lo contrario, el dibujo que hace de los personajes y de sus impulsos permite elevarse sobre el texto, mientras nuestros ojos siguen ya ciegos las líneas, y pensar en las secretas motivaciones de una mujer que tras sufrir una vida de entrega secreta decide, ante el cuerpo sin vida de su hijo, escribir una única carta dirigida al objeto de su amor, de toda su vida, para hacerle saber de su sufrimiento, para abrirse a él como no fue capaz de hacerlo hasta ese momento. Y uno piensa en qué habría hecho en su lugar (o en el lugar del destinatario de la carta). Y así, podemos sentir el profundo dolor de una madre que ha perdido a su hijo pero no puede siquiera pensar guardar unos instantes para pensar en las horas que ha vivido con él, o lamentarse de la vida que ha perdido sino que, en lo más íntimo de su dolor, trata de evocar sus momentos más felices, compartiéndolos con el objeto y causa de su felicidad y de su desdicha. Pero dejando de lado la interpretación más usual de que la carta encierra un profundo amor no correspondido, una relación desigual, unidireccional, tomo prestado el ambiente vienés en el que se ambienta el relato y pienso que la carta es un gran monumento a la determinación y al amor propio, a las vidas que se frustran por sí mismas, incapaces de hallar un lugar en el mundo. ¿Quién es la desconocida remitente de la carta?¿La niña que se enamora de un vecino que representa todo aquello de lo que ella ha sido privada, que es la ventana que le permite mirar más allá de su drama familiar?¿O la joven que con determinación decide regresar a Viena ganándose la vida duramente y que logra por fin atraer levemente la atención de su amado?¿O quizá la mujer que por el bien de su hijo, logra fortuna y admiración de otros hombres que le resultan indiferentes?¿O tal vez la mujer que decide poner por escrito su vida, pese a que aún es joven, pocas horas antes de que entierren a su hijo, rompiendo un silencio que ha durado toda su vida? En las pocas ocasiones en que la desconocida dama accede a la intimidad de su amado, siempre ansía con desesperante vehemencia que éste la reconozca. Pero, ¿a quién espera que reconozca, a cuál de todas las mujeres quiere que reconozca? Porque, lo más dramático de su larga epístola es que la joven parece desconocer quién es ella misma, enajenada de su vida, no comprende que su galán ha reconocido en ella lo que realmente era en cada momento y, de este modo, creo que la ha amado como ella no ha sido capaz de hacer. Tesis arriesgada y polémica, ya sé. Es mérito de Stefan Zweig el haber escrito esta larga carta que deja tantos interrogantes como los que la joven pretende desvelar. Porque al fin, la desconocida sigue en su penumbra. Sus intenciones y anhelos parecen más ocultos e indescifrables cuando finaliza la carta que a su inicio. Y ésta creo que es la mayor virtud de este libro que despierta la imaginación adormecida de unos lectores demasiado acostumbrados en nuestros días a que el autor arruine nuestro campo de libertad interpretativa. Con traducción de Berta Conill, la editorial Acantilado publica esta obra echándose de menos, al menos en este caso y en el de otras novelas breves del mismo autor, una mínima introducción que sitúe en su contexto la novela respecto de la obra de Zweig y la de éste dentro de la Literatura del siglo pasado, si bien nada de esto impide una valoración acertada del mérito de la misma. La ausencia de nombres que definan a los personajes, que los humanicen, refuerza esa vinculación directa con el lector, esa apelación a su criterio. De otro lado, determinadas reiteraciones (como la mención al hijo muerto) van creando una tensión creciente que Zweig sabe manejar sin caer en la sensiblería y limitando con fuerza cualquier exceso de drama más allá de la propia locura de la desconocida narradora. Un texto en apariencia sencillo que habla de una pasión que lastra una vida pero también de los impulsos irracionales que a todos nos asaltan ocasionalmente y tras los que corremos el riesgo de extraviarnos; en ocasiones el riego está en no correr tras ellos, ¿quién lo sabrá a priori?. Un texto en definitiva que nos habla con interrogantes que deberemos tratar de responder en la intimidad si pretendemos estar a la altura de lo leído.

23 de agosto de 2009

El Palacio de la Luna (Paul Auster)


A Paul Auster le gusta encerrar varias historias en cada libro que escribe. El modo en que se desarrolla cada una de ellas, cómo se relacionan entre sí y la manera en que interactúan para crear un territorio temático común, es fruto de su talento para la narración. El lector se adentra en sus novelas seducido por una prosa sencilla pero implacable (mención inevitable a la labor traductora de Maribel De Juan), que apenas da oportunidad de apartar la lectura por unos instantes, hasta llegar a un punto en el que se descubre a sí mismo envuelto en una trama sólo aparentemente lineal y simple, plena de simbolismos que comienzan a explicitarse.

Por una vez, adelantaremos los fundamentos de cada una de esas historias sin llegar a desvelarlas por completo para aquellos que no hayan leído la novela y con el afán de destacar aquellos aspectos en los que El Palacio de la Luna resume la temática austeriana.

En El Palacio de la Luna tenemos la historia de Marco Stanley Fogg, un joven de padre desconocido y huérfano de madre que ha vivido bajo el cuidado de su tío y que a la muerte de éste parece no tener interés por integrarse en la vida tal y como la entienden otros jóvenes de su edad. Completa sus estudios en la Universidad de Columbia gracias a la venta progresiva de los libros que su tío le ha dejado casi como única herencia. Agotado el dinero, M.S. Fogg termina viviendo como un vagabundo en Central Park hasta que es rescatado por un amigo de la Universidad (Zimmer) y una chica oriental (Kitty Wu) a la que ha conocido casualmente por un malentendido.

Después de vivir un tiempo en el apartamento de Zimmer comienza a trabajar como ayudante personal de un excéntrico anciano prácticamente ciego. Tras un tiempo en el que su único cometido parece ser el de leer en voz alta erráticamente los libros que su patrón le indica, pasa a leer noticias de prensa y posteriormente necrológicas, momento en el que Fogg es informado de que el verdadero motivo por el que ha sido contratado es el de escuchar de labios del anciano la historia de su vida y así poder componer, con vistas a su próximo fallecimiento, varias necrológicas, todas ellas para la prensa, salvo una, la más extensa y completa, la que da cuenta de su vida real, la única totalmente fiel a los hechos, que deberá ser entregada a su hijo, al que abandonó sin saber de su existencia y que desconoce que su padre sigue vivo.

Pero tenemos también la historia de Mr. Effing, de nombre originario Julian Barber, reconocido pintor que decide viajar al Oeste para retratar los paisajes de la frontera americana al tiempo que aprovecha para poner distancia con su fría mujer. En el Oeste, sufre un asalto y queda abandonado en medio de un paraje desértico. Barber concluye que si el mundo le cree muerto, no puede dejar pasar la oportunidad. Después de vivir un tiempo aislado, regresa a la civilización como Thomas.Effing y hace fortuna, aunque ya no como pintor sino como financiero. En una fiesta, alguien le hace notar su parecido con un famoso pintor desaparecido hace años, lo que sume a Effing en la confusión y pierde la firmeza y determinación que le habían empujado hasta el momento. Comienza a sumergirse en su propio infierno particular (paralelo al que M.S. Fogg vive en Central Park) haciéndose habitual visitante del Barrio Chino; finalmente un accidente le ata a una silla de ruedas y, huyendo de su destino y de su país, se instala en Europa donde residirá hasta que decida su regreso final a Nueva York.

Y, para concluir el tríptico de El Palacio de la Luna, tenemos la historia de Solomon quien crecerá tratando de reconstruir la figura del padre ausente y terminará por crear una imagen de sí mismo, una identidad, que le proteja. Engordará, llevará sombreros absurdos y trabajará en diversas Universidades mediocres pese a su innegable talento académico, cambiando frecuentemente de una a otra. Su único romance en este tiempo es una alumna a la que amará por una sola noche y que luego desaparecerá. Su vida errática, gris, condenada a la apatía y la falta de nervio es la réplica del Central Park y el Barrio Chino de los otros dos protagonistas.

Las tres historias terminarán por converger en una única de la manera más sorprendente (sin duda, muchos podrán anticipar el cómo leyendo la solapa del libro), apareciendo así una de las constantes de las novelas de Paul Auster: el azar. Sus novelas parten del realismo y la verosimilitud pero, sin embargo, el azar se inmiscuye en ellas para darles ese aspecto fantasioso y novelesco que atrapa al lector. Sus personajes, simples y cotidianos la mayoría de las ocasiones, pasan a un primer plano gracias a azares dudosos, encuentros inverosímiles o asociaciones totalmente arbitrarias, de manera que la acción se desencadena casi sin que el lector pueda prevenirse ante lo que está por llegar.

La Literatura es otro tema básico en las novelas de Auster. Sus personajes suelen ser escritores o, al menos, personas que dejan constancia escrita de los hechos. El Palacio de la Luna se presenta como un libro escrito por Fogg pasados varios años después de los acontecimientos narrados. Mr. Effing también siente el impulso de escribir la historia de su vida y Solomon escribe un remedo de novela en la que plasma sus fantasías en relación a la figura del padre ausente. Asimismo, las referencias literarias son innumerables, desde escritores franceses (Auster trabajó en París como traductor) hasta una sorprendente alusión al Lazarillo de Tormes. No olvidemos, como ejemplo de la ironía de la que está repleta la novela, que Fogg sobrevive durante un tiempo gracias a la venta en tiendas de segunda mano de la herencia en forma de libros que su tío le deja, herejía que pocos bibliófilos pasarán por alto.

Otra constante en numerosas obras de Auster es la búsqueda de la identidad. Partimos de que los protagonistas son, en muchas de sus obras y El Palacio de la Luna no es la excepción, individuos que, o bien parten de la confusión y la incapacidad de sacar partido de sus talentos, imposibilitados para erguirse y tomar una determinación sobre el rumbo que desean para sus vida, o se trata de personas que atraviesan una profunda crisis personal que les lleva a ese estado.

Seres acostumbrados a presenciar las acciones de otros, su pasividad les lleva al escepticismo y la tolerancia, en ocasiones incluso se puede decir que parecen carecer de principios toda vez que admiten lo que se les viene encima haciendo poco por encauzar su propia vida. Sin embargo, en su pasar por la vida, se entrecruzan con personas e historias que les hacen reflexionar e, incluso, modifican su actitud, su visión del mundo.

Frente a Mr. Effing, capaz de reconstruirse a cada momento, de reiniciar su vida si es necesario en una huida continua hacia el futuro, y a Solomon, adaptado a una realidad mediocre pero que él mismo parece haber elegido para sí, Fogg espera que el curso de la vida le aclare lo que desea. Los cambios bruscos que definen su existencia son fruto de un azar que parece guiarle discretamente hacia un destino que resulta indiferente a Fogg. Más bien, el joven protagonista de El Palacio de la Luna parece carecer de empuje o personalidad definida, se integra en la vida gracias a proyectos ajenos; observa a quienes le rodean y de ellos extrae sus enseñanzas evidenciando cierta necesidad de involucrarse a través de estos mediums. Ni siquiera el sorprendente final y la revelación que se abre a los ojos de Fogg logran desperezarle, sacarle de ese sopor blando que parece consustancial a su ser.

La soledad es otro de los temas recurrentes en las obras de Auster. Sus personajes viven en soledad, con independencia de que tengan o no un amplio círculo de amigos, la esencia de su vida es la soledad, tal vez con el fin de mantener un precario equilibrio interior. Esta soledad y el modo de amoldarse a la misma como forma de conocimiento es una de la claves de El Palacio de la Luna y un tema recurrente en cada una de las historias en que se descompone. Ninguno de los protagonistas parece incómodo en dicha situación, antes bien, reducen su contacto con el resto de la sociedad al mínimo imprescindible.

Muchos otros temas se deslizan en esta novela que admite una lectura superficial, atenta a la trama y al modo en que las historias se imbrican y una lectura algo más profunda (no mejor, ni más placentera) que buscará dotar de sentido a cada episodio, explicar el simbolismo que la luna ofrece al conjunto, reflexionar sobre el viaje como experiencia, buscar paralelismos con la vida del propio autor o incluso leer la novela como una parábola sobre la historia de los Estados Unidos, su pasado y su sentido histórico.

Puede decirse que El Palacio de la Luna es la primera gran obra de Auster o, al menos, la primera que anticipa la mayoría de temas que terminarán siendo consustanciales a sus novelas posteriores. El propio Auster ha manifestado que es su obra más querida, no en vano los primeros borradores se remontan a su época universitaria, si bien, no es hasta 1989 cuando se publica definitivamente.

Dicen que hay autores que escriben muchas veces el mismo libro, puede que Auster vaya camino de convertirse en uno de ellos, por eso, si alguno de sus libros puede resultar más imprescindible y necesario, será precisamente éste.



10 de julio de 2009

El maestro de almas (Irène Némirovsky)


La obra de Irène Némirovsky viene siendo objeto de una especial atención gracias al “descubrimiento” de una novela inacabada (Suite Francesa), que se reveló como uno de los mayores éxitos literarios del año 2004 propiciando la posterior publicación en 2007 de otra novela inédita, la reedición en Francia del resto de su obra y, en el resto del mundo, la publicación de la mayor parte de ella por primera vez.

Una de estas obras es El maestro de almas, novela por entregas que la autora publicó entre febrero y agosto de 1939 en la revista Gringoire bajo el título de Las escalas de Levante, sustituido por el actual para la edición actual en libro publicada en 2006 con el fin de evitar confusiones con la novela homónima de Amin Maalouf.

Es interesante ver cómo esta forma de publicación por entregas ha caído en el olvido en nuestros días pese al vigor de que gozó en el pasado. Durante el siglo XIX numerosos autores publicaron sus novelas en este peculiar formato (si tenían éxito se editaban como libros, con las adaptaciones y correcciones de estilo precisas): Víctor Hugo publicó nada más y nada menos que Los miserables; Flaubert, Madame Bovary; Balzac, la Comedia humana y más recientemente, Truman Capote publicó en The New Yorker A sangre fría entre otros muchos ejemplos.

En el caso de El maestro de almas se aprecian algunas de las características a las que este tipo de publicación fuerza: cierta simplicidad en los personajes (especialmente en los secundarios, no así en el caso del protagonista), número limitado de personajes con apariciones puntuales y no recurrentes a lo largo de la obra, reiteraciones para refrescar la memoria del lector, capítulos de una extensión similar, cada uno de ellos abordando una escena o tema de manera completa pero avanzando algo de lo que queda por venir, para mantener la atención de lector obligándole a la compra del próximo número, etc.

Pero todo ello realmente sólo se hace apreciable en cuanto estemos al tanto del origen del texto; en otro caso, apenas percibiremos estos recursos lo que da buena prueba de la extraordinaria técnica de la autora rusa, ya que en la edición de esta novela no se ha realizado modificación ni corrección alguna al texto publicado en Gringoire.

En su doble condición de judía y extranjera, Irène Némirovsky no podía ser ajena a la realidad social de la Francia de los años veinte y treinta, al indisimulado rechazo que sufrían judíos e inmigrantes del Oriente (griegos, turcos, rusos, etc). Todo ello forma el sustrato argumental y espiritual de El maestro de almas. La historia narra la vida adulta de Dario Asfar, un emigrante ruso que huye de sus orígenes miserables en Crimea, que completa sus estudios de medicina en Francia comenzando una lucha sin tregua por el reconocimiento social y el éxito económico que le alejen de una imagen que le persigue como fantasma de un pasado próximo y aún posible en sus peores pesadillas: la de sus compatriotas hambrientos, hacinados, a merced de la fortuna o los golpes del destino.

Pero Dario Asfar vive atrapado entre sus orígenes vergonzantes y el racismo -y clasismo, verdadera esencia de todo racismo- de la alta sociedad francesa a la que aspira a sumarse. Y fruto de esta tensión, su desmedida ambición que le llevará a traspasar con frecuencia la línea sutil y borrosa que separa a los hombres honestos (los saciados, para quienes el tiempo ha borrado las huellas de unos antepasados arribistas y aventureros) de aquellos que deben renunciar a sus elevados principios (los hambrientos, aquellos que pelean por ascender en la “escalera del éxito”).

Avezado conocedor de los entresijos del alma de los hombres, termina por convertirse en el “sanador” de aquellos que le cierran las puertas de sus residencias, en confesor y confidente de las mujeres que miran a la suya por encima del hombro por culpa de un leve acento extranjero. Y conociendo la necesidad de adulación de estos fatuos personajes, sus limitaciones y faltas, sacará partido de ellas y logrará fama y dinero, reconocimiento y poder; lo que no le aleja en ningún caso de las sospechas, los comentarios y de un cierto rechazo que aquellos que recurren a sus servicios se cuidan de ocultar; no hay éxito completo, quizá nunca lo haya.

En esta lucha sin tregua pierde el amor de su hijo quien sólo ve los actos inmorales de su padre, su desmedida pasión por lo material, su afición por mujeres distintas a su madre. Pero el hijo, a quien nada falta, no es capaz de asomarse al vacío pozo del que su padre, ayudado en todo momento por su fiel esposa, extrae la fuerza para no volver a caer. Ese papel de reveladora de almas lo cumple sobradamente Irène Némirovsky quien nos muestra esa ambivalencia, esa doblez de Dario; sin justificarla, pero iluminando sus aspectos más humanos, probablemente porque gran parte de lo que narra tuvo que vivirlo en primera persona.

De ahí que Irène no juzgue a su personaje dejando tamaña tarea al lector y sus circunstancias, pero sin hurtarle elementos de decisión. ¿Cuál es el veredicto, por tanto? Parece claro que la ambición social parte del deseo de Dario Asfar de proteger a su mujer e hijo, pero ello le lleva a violar las normas deontológicas de su profesión, le arroja en brazos de jóvenes mujeres que sólo ven en él ese brillo que el dinero parece otorgar a los ojos de los simples. Pero ese proceder le aleja de aquello que más ansía: el amor de su hijo y el reconocimiento de Sylvie Wardes, una extraña mujer a la que conoce cuando aún pugna por salir adelante y cuya rectitud y moralidad se alza como referencia a lo largo del libro. ¿Qué ha logrado Dario en este largo viaje? Quizá mucho menos de lo que ha dejado por el camino. Comprender las circunstancias no equivale a justificar, explicar una conducta no implica admitir su necesidad. Pero ¿quién no sacrifica algo de sí mismo a cambio de aquello que cree desear?¿Quién no cree, como el maestro de almas, que esta renuncia no es sino temporal y circunstancial?¿Quién no se juzga superior a otros y anhela que un acto de justicia coloque a cada uno en su lugar?

Difíciles preguntas las que nos lanza Irène Némirovsky. Suyo es el mérito de que el juego sutil de su escritura las deslice sibilinamente en nuestra conciencia mientras avanzamos en la lectura del libro. Mérito suyo el que, cuando creemos tener una respuesta, un juicio certero, haga surgir un nuevo elemento que nos fuerce a replantearnos completamente la opinión formada. Porque, en definitiva, es de sabios saber formular preguntas, más no se puede pedir a la Literatura; las respuestas tocan a otros.

La edición de Salamandra cuenta con traducción de José Antonio Soriano (logra hacer de la lectura un placer libre de sobresaltos o altibajos estilísticos) e incorpora un epílogo escrito por Olivier Phillipponnat y Patrick Lienhardt, autores de una biografía de la autora, en el que examinan con detalle el ambiente social y literario por el que se movía Irène Némirovsky, las dificultades para publicar, su ambigüedad con el antisemitismo de los diarios y editoriales en que publicaba, etc. También se detallan aspectos de la génesis de El maestro de almas (inicialmente el protagonista sería griego o norteamericano) o se aclaran numerosas claves que para el lector actual pueden permanecer ocultas.

El maestro de almas, sin lograr trasladar la misma emoción que Suite Francesa, pone de manifiesto el porqué Irène Némirovsky es una autora actual pese a que mucho de su estilo recuerde a novelistas del siglo XIX. Su obra tiene la capacidad de formular preguntas e incomodar al lector, plantea asuntos que hoy permanecen vigentes. En un tiempo en que muchos vuelven su mirada hacia mundos del pasado o fantasías irreales, Irène Némirovsky nos devuelve al mundo que nos ha tocado vivir, a una realidad que definimos con nuestras decisiones diarias. Y en eso estamos.

9 de mayo de 2009

Como una novela (Daniel Pennac)


Nacemos ávidos de historias. Desde que somos capaces de entender un vocabulario mínimo nos convertimos en tiranos de nuestros padres, reclamando esa dosis diaria de cuentos para irnos a dormir, para comer o para atarnos los zapatos. En un principio puede ser el gusto de escuchar una voz conocida y tranquilizadora, pero pronto ésta pasa a ser un elemento que cede su lugar a las historias que salen de su boca. Hechizados, pasamos (o podemos pasar) horas enteras escuchando cuentos, incluso el mismo, una y otra vez, agotando la paciencia paterna, materna o filial.

Y sabemos que todos esos mundos se esconden detrás de signos tipográficos para cuya comprensión parece ser necesario el concurso de todos los esfuerzos y conocimientos del mundo. Pero también a ellos llegamos y, tras ingresar en la escuela, comenzamos a casar las palabras escritas con los sonidos que las dan vida. Nuestros ojos se adaptan para detectar meras líneas sin sentido alguno que, sin embargo, ahora parecen dotadas de una coherencia evidente.

Y con descanso, nuestros padres se alejan de nuestros cuartos dejándonos con un gran libro infantil en el regazo para que seamos nosotros quienes, autónomos, nos adentremos en la Literatura. Y, años después, confiarán en que sea la escuela la que continúe caldeando los rescoldos de ese amor infantil por aquellas hermosas historias. Y la escuela, con su racionalismo, sus programas y sus objetivos, trazará el destino de nuestra tarea lectora bajo la forma de textos obligatorios, comentarios, que copiaremos a compañeros de años anteriores, ¡afortunadamente esas lecturas obligatorias gozan de mayor estabilidad que las leyes educativas!.

Llegados a la compleja edad de la adolescencia, acosados por múltiples estímulos -unos biológicos y, por tanto, atemporales y naturales; otros alentados por quienes nos despreciarán por caer en los tentáculos que fabrican y con los que se enriquecen- nos alejaremos del libro. No en vano, el libro parece resultar ajeno a ese hermoso ideal de nuestra sociedad que ve con malos ojos cualquier actividad solitaria, que ensalza los placeres inmediatos y accesibles, sin previo esfuerzo. Y sólo años después, con las decepciones (o alegrías, quién sabe) de la vida, algunos volverán al libro, recuperarán el gusto por un esfuerzo cuya recompensa no está en el horizonte del "ahora" sino más allá de trescientas o cuatrocientas páginas. Pero otros muchos, lectores en potencia, mentes claras, con imaginación, con gusto por aquello que no está manido, perderán sin saberlo un goce que dificilmente sacia. Y tampoco tendría la mayor importancia, nadie es mejor por leer, simplemente les privaron del derecho de elegir, de equivocarse por sí mismos. Eso perdieron. Eso les robamos creyendo que todo les era dado en esta tierra de promisión.

Pennac ha dedicado parte de su obra a la reflexión sobre la escuela y la lectura. Este segundo aspecto lo aborda en Como una novela, libro en el que trata de enumerar y analizar las causas por las que un lector en ciernes se convierte en un renegado de la lectura que huye de las páginas escritas como si éstas representaran el peor de los castigos.

Sin afán de analizar todas las ideas que Pennac aborda en su libro (intenso y fecundo, en contraste con su brevedad) y sin intención jerárquica, podemos empezar por los propios padres que, acosados por un horror vacui legendario, tratarán de completar el tiempo de su hijo en una lucha contra el reloj y a favor de la ansiedad, con todas las actividades extraescolares que impidan el pecaminoso aburrimiento o que acredite la buena salud económica familiar y la preocupación por nuestros hijos (o por alejarlos de nosotros cuanto sea posible, según se mire). El tiempo para madurar lentamente una novela, para saborearla, queda eternamente aplazado. Los padres tampoco son una referencia válida en muchos casos; el lamento de que mi hijo no lee suele provenir de quienes tampoco lo hacen.

La escuela es otra gran destructora de lectores en potencia. Convirtiendo la lectura, ese placer ameno, en una obligación monótona y repetitiva, cumpliendo unos programas que suelen comenzar puntualmente en autores medievales y rara vez culmina en una Literatura más próxima (¿es necesaria esa enseñanza cronológica?¿es pedagógica?).

Otra reflexión de Pennac: "¡Qué pedagogos éramos cuando no estábamos preocupados por la pedagogía!"

Pero la escuela no puede competir, aunque quisiera, con esa bestia negra de todo intelectual al uso, o de quien se vanaglorie de serlo aún no siéndolo: la televisión y, más recientemente, los videojuegos e internet. Sabiamente Pennac recoge la escena de un joven obligado a terminar un libro, "mientras no lo acabes, no hay televisión" y expresa claramente nuestras terribles contradicciones: elevamos la televisión a premio y reducimos el libro (cualquier otra actividad) a un castigo, un peaje previo para el paraiso televisivo.

Y toda la mítica que rodea al libro se asocia inevitablemente a aspectos tales como el silencio y el aislamiento. ¿Nadie recuerda que el libro nace para fijar aquello que previamente deriva de una profunda tradición oral? ¿Nadie concibe ya una sesión de lectura en público? ¿Qué pensaría Dickens que recorrió toda Inglaterra y parte de los Estados Unidos haciendo de sus lecturas acontecimientos sociales y culturales imborrables para quienes los presenciaban? ¿Qué Kafka quien leía en voz alta sus relatos a Max Brod, a su hermana favorita o incluso en público (él, el gran tímido)? ¿Cómo lloraría Whitman si viera sus Hojas de Hierba como briznas muertas en una biblioteca en manos de un lector contraído y temeroso? ¿Dónde dejamos espacio para esa otra mítica, la del lector arriesgado, la del que vive para leer con la misma fuerza que vive para amar y para gozar? ¿A alguien le extraña que la lectura no parezca demasiado atractiva?

Pennac, haciendo honor al título de la obra, no quiere terminar con un mal sabor de boca. En las últimas páginas nos regala sus Diez Derechos del lector que, a modo de piedra mosaica, nos permitirán hacer llegar el goce de la lectura a quienes les resulta ajeno, derribando barreras, tópicos, imposiciones carentes de sentido, desacralizando la figura del libro, del autor y del propio lector, acercándolo a ese goce caprichoso que nos conquistó en la infancia.

El derecho a no leer, a no ser presionados para ello, a que nadie ponga en duda nuestra inteligencia porque no leamos. ¿Quién, a fin de cuentas, no tiene rachas en las que, simplemente, no siente apetito lector? Pero también, el derecho a no terminar un libro, a levantarnos del sofá y devolver el libro a su estantería. Quizá años después, retomemos el libro y nos preguntemos vagamente, ¿por qué no nos gustó hace años? Y también, por supuesto, el derecho a no leer todas las palabras, de principio a fin, el poder saltarnos pasajes, centrarnos en lo que más nos gusta (yo añadiría el gusto por volver atrás e, incluso, por saltar adelante libremente sin sentirnos contrabandistas de la peor calaña). El derecho a releer lo que más nos gusta (¿de verdad hay que leer todo lo que se publica sin echar la vista atrás sobre lo que más nos ha enriquecido? ¿tanto perderemos si volvemos a leer lo que nos impresionó o marcó? ¿no serán acaso las editoriales las menos interesadas en la relectura?). Y, por encima de todos, el derecho a leer lo que me de la gana. Que nadie me mire con soberbia o condescendencia si leo determinados libros, si disfruto con Harry Potter aunque tenga cincuenta o setenta años. Que nadie me juzgue por ello y que yo no juzgue a quien lea a Sartre o a Sófocles.

Y así, hasta diez derechos fundamentales para orear nuestra conciencia lectora, despejarla de mitos que la enturbian y degradan. Derechos que vuelvan a hacer del lector el protagonista de los libros.

Otra nota de optimismo; pese a las estadísticas con índices de lectura bajísimos, pese a los periódicos informes sobre la escasa habilidad en lectura comprensiva y los vaticinios de los pedagogos mediáticos que, desde sus ventanas televisivas, denuncian que precisamente la televisión acabará con la lectura, los signos evidencian lo contrario. Que nadie nos engañe, no me imagino a los españoles de los años cincuenta como ávidos lectores impenitentes, siempre con un libro a cuestas; me temo que sus preocupaciones eran otras. Pasear por la Feria del Libro revela colas de adolescentes que han hecho enrojecer de envidia a Antonio Gala; viajar en Metro permite asombrarse de ver a jóvenes leer libros que yo, algo mayor, pero tampoco tanto, he demorado para cuando tenga tiempo que es lo mismo que decir, para nunca. Y también he leído bitácoras escritas por alumnos de Instituto compartiendo sus gustos sobre Literatura, entre opiniones sobre un concierto, un estreno de cine o una serie de dudoso gusto, todo ello con la naturalidad de quien habla de lo que le gusta, lee lo que quiere, sin necesidad de buscar aprobación de nadie. Ese espíritu es el que lleva a los libros, por tanto, los libros (sea cual sea su formato futuro) seguirán vivos, o al menos tan vivos como lo han estado siempre.