25 de enero de 2015

Las tres vidas de Stefan Zweig (Oliver Matuschek)



 Stefan Zweig había comenzado a recopilar materiales para escribir su autobiografía bajo el título provisional Mis tres vidas, cuando decidió aparcar el proyecto y dirigir sus esfuerzos hacia El mundo de ayer. Según explicaba el propio autor, su vida carecía de interés salvo por las personas que había conocido y los hechos que había tenido la oportunidad de vivir, un tiempo que ya no volvería y del que quería dejar constancia.

Esta justificación, mezcla de humildad y falsa modestia, resume a la perfección las contradicciones en que vivió el autor austríaco y contra las que luchó en vano. Y es precisamente en esa clave en la que se centra la biografía Las tres vidas de Stefan Zweig (Ed. Papel de liar. 2009) escrita por Oliver Matuschek con traducción de Cristina Sánchez. El esfuerzo del investigador ha reunido toda la información disponible, especialmente a través de los archivos del hermano de Zweig y de Friderike, su primera esposa, cuyas contradicciones e intereses opuestos han envenenado los esfuerzos biográficos previos. En este campo, el libro es notable, pudiendo echarse en falta más referencias a la obra literaria de Zweig, su vigencia o mérito.

Las tres vidas a que se refiere el título y que Matuschek ha tomado prestado del proyecto inicial de Zweig, son la infancia, los primeros años como escritor y la plena madurez como tal.

Ya en sus primeros años, Stefan Zweig dio muestras de su interés por el arte en sus múltiples manifestaciones. El ambiente artístico de la Viena capital del Imperio, era tal que podía cruzarse por la calle con genios reconocidos de su tiempo por quienes sentía sincera admiración. Junto a jóvenes con similares aficiones pasaba horas apostado a la salida de conciertos, óperas o representaciones teatrales para obtener autógrafos de sus ídolos. Después, ya en casa, dejaba volar su imaginación contemplando y ordenando su colección, tratando de absorber la esencia de la genialidad que aquellos breves trazos ocultaban.

Esta afición pasó a convertirse con los años en una auténtica obsesión. Ya no bastaban los autógrafos que podía conseguir directamente en las calles de Viena. Inició una campaña de solicitudes mediante cartas en las que, junto a la petición acompañaba el sobre y sello para la devolución, asegurándose así multitud de autógrafos de todo el Imperio Austro-Húngaro y más allá de sus fronteras.
 
  Oliver Matuschek
El siguiente paso fue conseguir escritos originales, manuscritos de obras que admiraba, partituras y cualquier otro documento que uniera la grafía del creador y algo del aliento de su obra. De este modo, su colección pasó a convertirse en una de las más impresionantes y completa jamás reunida en la materia. EL interés de Zweig por el proceso creativo se consolidó examinando las variaciones entre los textos definitivos y las primeras versiones, las sucesivas correcciones, tachaduras y enmiendas. De todo ello aprendía y a todo ello volvería para escribir algunas de sus mejores páginas.

Incluso llegó a comenzar a coleccionar objetos personales como plumas o muebles, como el escritorio de Beethoven. Para dar cobijo a tan impresionante colección tuvo que habilitar gran parte de su casa de Salzburgo.

Las horas pasadas contemplando estas obras y tratando de penetrar en el espíritu de sus autores forzó su interés por los perfiles psicológicos que posteriormente le otorgarían merecida fama. Lutero, Fouché o María Estuardo fueron solo algunos de los personajes históricos que trató desde una perspectiva psicológica innovadora en una época en la que todavía el pensamiento de Freud era considerado como peligroso y poco recomendable.

Para Zweig, estos libros eran una parte fundamental de su obra, si bien, la poesía siempre conservó un papel preponderante. Sus primeras obras publicadas fueron poéticas y su labor como traductor de autores francófonos como Émile Verhaeren es fundamental para comprender y valorar el modo en que la Primera Guerra Mundial le impactó rompiendo sus contactos con autores de otras lenguas.

El teatro sería otra gran pasión de Zweig que llegaría a ver representadas varias de sus obras. Particularmente querida por él fue Jeremías, un drama sobre el profeta bíblico publicado en pleno fragor de la Gran Guerra y en el que volcó su visión pacifista.

Sin embargo, las obras que realmente le proporcionaron fama y dinero fueron sus novelas y narraciones breves. Fueron ellas las traducidas a un gran número de idiomas, las que firmaba sin agotarse en las librerías de Berlín, Bruselas, París, Londres o Nueva York.

De ellas vivía y con ellas podía pagar un nivel de vida a la altura del de un burgués, cuyos gustos y costumbres despreciaba y ansiaba a un tiempo. Gustaba de verse rodeado de otros autores de renombre y trató a muchos grandes hombres de su tiempo pero, en el fondo, siempre añoraba la soledad que le permitiera estudiar, escribir o trabajar en la elaboración de un catálogo de su colección de manuscritos.

En su casa no aceptaba artilugios modernos y en artículos periodísticos denostaba la radio al tiempo que fue uno de los primeros hombres de letras en emplearla como medio de difundir su obra. 


Durante la guerra trató de conjugar una postura pública próxima al pacifismo al tiempo que ocupaba un puesto en el ejército escribiendo glosas a los caídos en el campo de batalla e inventando gestas y heroicidades inexistentes. Viajó a la neutral Suiza para contactar con otros intelectuales y buscar soluciones pacíficas al conflicto demorando el regreso a Austria y colocándose en una posición de franca rebeldía. Pero sus esfuerzos resultaron infructuosos al no gozar de la confianza de los países aliados y ser duramente criticado en su propia patria. 

El periodo de entreguerras con sus conflictos latentes  fruto de una tregua inestable, vieron el ascenso definitivo de Zweig como bestseller mundial pero el impulso y espíritu del autor comenzaba a dar muestras de flaqueza.

Su matrimonio con Friderike hacía aguas pero Zweig trataba de conservar un vínculo que era más legal que real. Su salud se resquebrajaba mientras veía y sufría enormemente por la muerte de amigos y de sus padres. 

El ascenso del nacionalsocialismo en Alemania y su correlato austríaco fueron vistos por Zweig como una amenaza directa que supo anticipar como pocos. Hombre práctico, comenzó a planear la venta de la casa de Salzburgo, fue enviando parte de su colección de manuscritos al extranjero y cuando las leyes lo prohibieron, trató de vender lo que pudo de modo que no se perdiera la integridad de su colección.

Cuando la amenaza nazi era ya irreversible, Zweig emigró a Inglaterra donde contrató los servicios de Lotte, una secretaria que se convertiría al poco en su amante y segunda esposa tras el divorcio con Friderike con la que, en todo caso, no logó romper definitivamente.

El estallido de la Segunda Guerra Mundial, la ocupación de Francia y el comienzo del Blitz alejaron por segunda vez a Zweig de lo que parecía un hogar estable. Inicialmente se instaló en Nueva York pero aseguraba no poder trabajar a gusto rodeado de tanta gente, tantos conocidos, tanta notoriedad.
Por ello, planeó junto a Lotte, la tercera y última mudanza a Petrópolis (Brasil), a donde llegó en 1941.

Todas sus contradicciones se agolpaban asfixiantemente. Alejado del público para poder escribir, no era capaz de centrarse en nuevos proyectos aparcados desde hacía tiempo. Los amigos, tan molestos en otras ocasiones, eran añorados entre horas de interminable tedio. Los restos de su colección de manuscritos, fuente de tranquilidad, había desaparecido casi por completo y lo que aún conservaba debía ser vendido progresivamente para sufragar todos sus gastos.

Sus libros seguían teniendo éxito pero no podían publicarse en alemán, el idioma en que eran escritos. Todo parecía conjurarse en forma de ataques depresivos que ya le venían rondando desde hacía años.

Aunque su suicidio final junto a Lotte resulte sorprendente y aparatoso no lo son las razones que le llevaron a ello. Stefan Zweig murió en un tiempo y un mundo en el que su figura resultaría irrelevante. Ni sus obras, ni sus ideales pacifistas e internacionalistas parecían adecuados para unos años en los que las fronteras entre el Bien y el Mal estaban claramente definidas y en las que no había campo para la sutil discusión de un café vienés. 



 

11 de enero de 2015

Por Amor al Arte (Generación Bibliocafé)




La Generación Bibliocafé ha alcanzado su mayoría de edad con la presentación de Por Amor al Arte, colección de 28 relatos escritos en torno a los museos, las obras de arte que cobijan o los espectadores que les dan vida.

Esta madurez salta a la vista gracias a la maravillosa obra de arte que Horacio Silva ha preparado para la cubierta. Un corazón envuelto en rojos para la portada y en verdes esmeralda para la contraportada. No podría haber mejor homenaje al tema de este libro que el llegar envuelto de arte original y de gran calidad.

Para la ocasión, se ha optado por las dos ediciones habituales hasta la fecha (formato electrónico a través de Amazon y versión en papel con tapa blanda distribuida en varias librerías de Valencia) y se ha sumado una edición en rústica que hace auténticos honores a la portada de Horacio Silva y que acomoda mejor las más de 300 páginas de este volumen.

También para esta ocasión se ha llevado a cabo una presentación pública con mayor proyección y en un marco perfectamente adecuado al contenido de la obra: el Museo Centro del Carmen.

Pero pasemos ya a lo que verdaderamente nos ocupa, que no es otra cosa que los relatos en torno al arte. Como es habitual y previsible, de un número tan amplio de autores resulta una variedad de enfoques y estilos que enriquecen al conjunto.

Aunque el arte puede tener casi tanta antigüedad como nuestra especie (basta leer los manuales de Historia del Arte), lo cierto es que los nombres de los grandes artistas no nos llegan hasta muy avanzada la Historia. La transición del artesano al artista supone un proceso largo y complejo, con altibajos, que queda espléndidamente reflejado en el relato de Josep Asensi.

El artista tiene su propia mitología, entre musas e inspiración acierta a encontrar la fuente de su creatividad y a perderla a cada poco. De esta lucha nos habla Elena Casero.


Pero aunque los artistas puedan agostarse y perder su originalidad creativa, el Arte como tal siempre se revitaliza con movimientos de vanguardia que sacuden la escena hasta asentarse y precisar de nuevos estímulos. La importancia de la forma es vital en estos -ismos y José Luis Sandín nos ofrece una muestra genial de cómo transmitir en pocas líneas todo un mundo de sentimientos que impresiona.

El arte goza de admiradores en todas partes y para ello surgen los museos, grandes colecciones que atesoran las mejores creaciones del mundo. En ellas se reúnen los amantes del arte, como en el relato de Inmaculada López, o en ellos se inicia una relación amorosa que encuentra su punto de equilibrio en el amor por la cocina (otro arte al que la Generación Bibliocafé rindió cumplido tributo) como en el relato de Alina Especies.

Los museos nos sirven también como estímulo a la creatividad o como bálsamo para el alma, como nos cuenta Alicia Muñoz.

Esos museos suelen ocupar antiguos palacios o iglesias, espacios a la altura de su contenido. Algunos de ellos son evocadores por sí mismos de más sentimientos y goces que las obras que lo forman, como es el caso del Museo del Romanticismo a cuyos fantasmas nos presenta Antonio Briones. Pero el Arte en ocasiones se esconde en pequeños museos que antes fueron fábricas de ladrillos, como en el caso del Museu de la Rajolería que nos presenta Benjamín Blanch en el que un joven y un anciano cierran el círculo del edificio y los fines que lo mantienen vivo.

Otro ejemplo es el Museo Centro del Carmen, en otros tiempos monasterio,  en el que tiene lugar el relato del editor Mauro Guillén (¿sabía mientras lo escribía que en ese museo tendría lugar la presentación?).

Pero los museos, albergando sus valiosísimas obras, no solo son objeto de admiración sino  de deseo por parte de ladrones, falsificadores o simples nuevos ricos que quieren adornar sus salones con obras maestras, no meras copias. Todo ello se refleja en los relatos de Fuensanta Niñirola o Dolores García.

Más inquietante es el mundo del que nos habla José Luis Rodríguez-Núñez en el que el coleccionismo y el crimen de guerra posan unidos. También Rafa Sastre nos da cuenta del valor de las obras de arte y su curioso y paradójico destino.


El Arte también atrae a excéntricos de todo tipo. María Tordera nos relata el espantoso final de un club e aficionados a escenificar los cuadros más famosos del Museo del Prado.

Es indudable que la idea de Belleza está íntimamente unida a la del Arte y que aquélla es una de las principales metas de toda obra. Belleza y sensualidad tienen fronteras difusas, de ahí que el erotismo haya sido tan frecuente en la pintura y escultura,  cuando estaba vedado en otros campos. De esta fuerza nos hablan Sergio Barce e Isabel Muñoz. 

Pero los autores no se contentan con planteamientos tradicionales del Arte. En su futurista relato, Javier Lacomba nos lleva a un tiempo en el que se debatirá sobre la utilidad del Arte y, por tanto, la conveniencia de su supresión definitiva en nombre de la racionalidad.

Y es que el Arte supone un exponente máximo de la especie humana, al igual que los más sorprendentes avances científicos. Pero lo que cada uno entiende por Arte puede variar y no debemos ceñirnos solo a lo que puede albergar un museo. Víctor San Juan nos propone una obra de ingeniería naval tallada en madera yacente en el  Océano como inmejorable ubicación. Mario Reyes por su parte nos habla de un cuadro cuyo valor parte de su ubicación en la Sala de Fumadores del Titanic antes que en su propia valía artística.

Los aficionados al arte son gente normal, si bien, como en todas partes, hay obsesivos, paranoicos o, simplemente, gentes que quedan absorbidos por una obra más allá de lo razonable. Isabel Barceló y Franz Kelle nos hablan de ello con magníficos ejemplos.

¿Por qué admiramos un cuadro o una escultura?¿Qué es lo que nos atrae de esas imágenes congeladas en un óleo o atrapadas en los pliegues del mármol? Probablemente sea la capacidad de despertar nuestra imaginación, de poder fabular sobre lo que para cada uno representa. Así, esa portentosa facultad evocadora del Arte se refleja en la bellísima historia de Susi Bonilla imaginando la historia detrás de la muchacha en la ventana de Dalí.


En la misma línea Herminia Luque e Isabel Peral escriben sobre el Arte desde la ficción que lo alienta.

Igual ocurre con el relato de Felicidad Batista sobre un lienzo de Hopper en el que la protagonista quedará cautivada al ver la representación de un entreacto en un teatro marcando su vida y la de sus amantes.

Y si de Hopper hablamos, no quedará más remedio que referirme a mi colaboración para este volumen en la forma del relato Visiones de Hopper en el que se desvela la historia que puede haber tras su cuadro Habitación de Hotel. Y nada mejor para poner de manifiesto esa libertad para imaginar que nos brindan las grandes obras que leer Óleo sobre lienzo, el relato que sobre el mismo cuadro ha escrito Rosa Pastor y que en poco o nada coincide con el mío salvo el punto de partida.

Para cerrar este repaso a los relatos contenidos en Por Amor al Arte, he dejado (al igual que ha hecho el editor) el escrito por la benjamín del grupo (me refiero tan solo a edad, no a mérito literario). Anna Asensi, continuadora de la saga familiar, en su aproximación impresionante al mundo impresionista del París de finales del siglo XIX.

Poco más queda por decir y mucho por leer, que no sea por falta de autores en busca de lectores. 







23 de diciembre de 2014

Paseando por el Zoco Chico. Larachensemente (Sergio Barce)


Tengo que ser sincero: nunca había oído hablar de Larache. Mejor dicho, si conocía el nombre, pero apenas era capaz de situarlo en el mapa o en el tiempo.

Pero ahora ya conozco su legado, un pasado que entremezcla las culturas árabe y judía con la española, entrando y saliendo de su historia como un fantasma que no se atreve a permanecer. Ha sido en estos últimos días cuando he llegado a conocer la Larache de finales de los años sesenta, cuando la huella española comenzaba a desvanecerse tras el fin del Protectorado.

Y me he familiarizado con el perfil náutico del Ideal, con el Balcón del Atlántico, la Iglesia de San José, el Zoco o la Medina. Pero también con quienes han dado vida a esas calles, personajes como Sibari, Yasim, Fátima o Laabi.

Y es sobre ese conglomerado urbano y humano donde Sergio Barce hace crecer sus relatos, unas historias en las que biografía y ficción se combinan asombrosamente para crear un universo que escapa de las fronteras de tiempo y lugar.   

Este autor es miembro de la Generación Bibliocafé si bien, venía publicando diversas obras con anterioridad, muchas de ellas con reconocimientos como Una sirena se ahogó en Larache, finalista del Premio de la Crítica de Andalucía o Sombras en sepia, Premio de Novela Tres Culturas de Murcia.

Paseando por el Zoco Chico. Larachensemente (Ed. Jam) es el título de la última obra de este prolífico autor en la que recopila textos y relatos publicados anteriormente en otros libros, revistas o en su página personal, con otros  inéditos hasta la fecha, todos ellos con el común telón de fondo de la Larache que conoció en su infancia pero también de la ciudad reciente, tal vez empeñada en olvidar y dar la espalda a su pasado.  


El libro se abre con El corazón del océano, la historia de Rachid, un anciano que cree ya imposible cumplir su sueño de ver el mar y que, gracias a su nieto Ahmed, logrará bañarse en las frías aguas atlánticas de una playa de Larache. Ese viaje al paraíso soñado es el pórtico perfecto del resto de relatos que nos llevan a esa realidad, vivida o soñada, enmendada o ficticia, a la que nos invita Sergio Barce.

A partir de aquí podemos encontrar relatos en los que se evoca la infancia del autor en primera persona o en los que se invocan recuerdos de aquellos días. Pero también hay relatos del retorno, del presente, fruto de los viajes del autor a su tierra de referencia para observar y dolerse de los cambios, visitar su antigua casa o reunirse con viejos amigos, últimos vestigios de un tiempo en el que la arquitectura anodina no abría en canal la personalidad de una ciudad poco inclinada a preservar su legado, tal vez como la mayoría de las ciudades. 

Lo biográfico tiene un peso crucial en estos relatos y la mayor parte tienen ese punto de partida. Pero Sergio Barce no ha escrito un libro de recuerdos, de estampas más o menos pintorescas, ha sabido escapar a este fácil recurso para hacer Literatura, para construir un mundo en el que las propias vivencias trascienden y le hablan al lector de algo más que de unos hechos que le inspiran.

Miremos por un momento el relato El primer regreso en el que el autor describe su primer viaje de vuelta a Larache tras muchos años de ausencia. En él se nos cuenta en primera persona cómo Sergio Barce busca su antiguo hogar, sube las escaleras y se asoma al interior de la vivienda. Su valor no está en la descripción de la experiencia personal sino en el modo en el que transforma esa vivencia en un relato que nos habla del sentimiento de pérdida, del vacío y del modo en que nos sobreponemos y nos  reencontramos;  una experiencia con la que cualquier lector podrá identificarse y sentir como propia.


Otro ejemplo es Moro, En este relato se describe el choque brutal con la realidad tras el traslado de la familia desde Larache a Málaga. Un texto descarnado, una historia de iniciación en la que el hecho concreto actúa como catalizador de emociones que uno puede tomar como propias.

Este es el mayor mérito de la obra en la que lo personal se viste de ficción para llegar allí donde la biografía no alcanza. Este toque es el que hace de Sergio Barce un autor con mayúsculas, capaz de crear un mundo literario que envuelve al lector conduciéndole por los callejones de sus recuerdos personales mientras le habla de mercados y especias, cafés y paseos.

Tal vez pocos territorios sean tan propicios para la ficción como la infancia, esa referencia nebulosa en que se refugia el recuerdo y la que mejor se presta a la fabulación y al juego de equilibrio entre realidad y ficción porque en él, ni siquiera el propio autor puede distinguir con claridad qué queda en cada orilla.


Pero el mérito de una obra no está en lo que nos cuenta sobre su autor sino en lo que nos dice de nosotros mismos, en el modo en que nos interroga con descaro en busca de alguna respuesta que dé sentido a lo que leemos y a la modo en que lo hacemos. Por ello, el exotismo africano, las esencias y perfumes o los mercados callejeros pronto han cedido paso a mis propios recuerdos de una tierra en la que nací y a la que vuelvo esporádicamente y que, por tanto, recuerdo más con los ojos del niño que fui que con los ojos del adulto que la visita.

Paseando por el Zoco Chico debe leerse sin prisa, dejándose atrapar por las imágenes y las palabras, por los recuerdos y los aromas, por el estilo directo y aparentemente sencillo de Sergio Barce. Lo diré mejor con una palabra que ya ha quedado definitivamente incorporada a mi vocabulario: larachensemente. 
     

    16 de noviembre de 2014

    Ávidas pretensiones (Fernando Aramburu)




    La vida privada de los grandes hombres no suele estar a la altura de sus méritos públicos. Destacar en una faceta no nos convierte en mejores personas, más justos o menos despreciables en nuestra terrible cotidianeidad.

    Antes bien, el contraste suele ser la norma. Los grandes defensores de la paz suelen ser belicosos con sus próximos, los tibios se encrespan con facilidad en la intimidad de sus hogares y los moralistas se afanan por buscan los atajos que les alejen de sus propias normas.

    Esta idea es la base sobre la que Fernando Aramburu construye Ávidas pretensiones (Ed. Seix Barral, 2014), su última y delirante novela en la que un grupo de poetas es convocado a las III Jornadas Poéticas de Morilla del Pinar y donde se revela su verdadera naturaleza.

    No se trata de que este mundillo literario esté trufado de odios, rivalidades, envidias y zancadillas (que también) y que las divisiones entre corrientes resulten tan infranqueables como incomprensibles para el público general, se trata de que ellos, como individuos, se alejan del ideal que propugnan.

    De un poeta se espera un gusto por la belleza y la armonía que le diferencie del resto de mortales, un vocabulario esmerado e incluso unas maneras que no son las que encontramos en estas jornadas. Todo lo contrario.

    Estos poetas son groseros en la expresión, vergonzosos en sus modales, zafios en sus gustos, simples en la expresión de sus sentimientos, en suma, demasiado humanos. Sin duda, las musas deben realizar largos viajes para sus fugaces visitas. Podemos resumir diciendo que lo único que parecen esperar de estas jornadas es mucho sexo, algo de drogas y bastante alcohol. Tres días que pretenden ser apurados hasta el último sorbo, como si de un permiso penitenciario se tratase, antes de volver a una realidad aborrecible.

    Ni siquiera el abnegado Lope, un crítico literario mediático, con innumerables contactos, creador, impulsor y organizador de las jornadas se llama a engaño. Conoce el percal y parece conformarse con que el escándalo no de al traste con estas jornadas para próximas (y subvencionadas) convocatorias.

    Con asombro y perplejidad veremos cómo estos poetas terminan borrachos, drogados, cagados, humillados, agredidos e incluso robados. Ellos solos se bastan para este lamentable espectáculo.


    La novela se organiza en tres grandes capítulos -Planteamiento, Nudo y Desenlace– títulos que dan buena cuenta de la trama teatral que impulsa la narración hasta hacerla parecer en ocasiones un sainete o comedia de enredo en la que se van sucediendo las escenas más rocambolescas.

    Aramburu es un genio a la hora de caracterizar a unos personajes que se muestran iguales en su miseria, sabiendo destacar en cada uno de ellos un aspecto d la naturaleza humana que le diferenciará del resto. Así, el más ridículo y pedante de los poetas deja ver ocasionalmente su lado más sensible y tierno. Las poetas más patéticas revelan su dolor y confusión, desarmándose ante un lector que comenzará a tomar cariño por estos niños descarriados que se enrabietan con sus oponentes (“metafas contra realitas”) pero que se acuchillan por la espalda cuando se trata de obtener el voto que sirva para laurear al poeta que mejor librado resulte de la lectura de sus últimos versos ante la grey poética.

    El humor es el arma secreta de Aramburu para reconciliar a sus personajes con el lector. No teme colocar a la poetada en las situaciones más humillantes y vejatorias, en colocarlos ante las más duras pruebas mostrando su miseria y pequeñez, todo ello para hacer más patente la contradicción entre su realidad y esas ávidas pretensiones de fama y gloria a que alude el título de la novela. .   

    En este duro empeño, el uso que Aramburu hace del lenguaje es clave. Su adjetivación es implacable y la ironía abre pase a innumerables juegos de palabras, paráfrasis, homonimias y polisemias. El autor, en franco contraste con sus líricos personajes, se apropia de la poesía para convertir este texto en un gozo para el lector. Su inventiva y la pertinencia de la misma es marca de la casa y sin, duda, el mayor logro de la novela.  

    Respecto a los aspectos más formales, podemos destacar que una misma escena es relatada en secciones diferentes desde la perspectiva de diversos participantes lo que, lejos de resultar reiterativo, da a la novela una sensación de movimiento que hace que el lector, aunque anticipe los hechos, disfrute y se regocije con la interpretación que de ellos hace cada uno de los intervinientes.


    Ávidas pretensiones ha obtenido el Premio Biblioteca Breve 2014 y no parece que haya duda sobre los méritos al respecto. Las Terceras Jornadas de Morilla del Pinar son un desastre en toda regla. En ocasiones, el libro nos recuerda a las caóticas novelas de humor inglesas pero con la diferencia de que ha sabido engarzar el humor elegante con la cepa hispana que diría el poeta. Tal vez por ello, el texto nos resulte tan creíble, no tan cómico como para merecer una risotada fácil, más bien para sonreírnos temiendo ser nosotros los que también podemos hacer el ridículo tan espantoso como el de estos poetas despoetados.   


    26 de octubre de 2014

    Una temporada para silbar (Ivan Doig)





    En nuestros días se debate la conveniencia (o no) de una educación separada por sexos, por capacidad individual, incluso por religión u origen cultural/racial. El objetivo pretende ser una enseñanza adaptada a cada niño, rehuyendo una instrucción idéntica para quienes no lo son. Por supuesto, esto no impide que las posiciones de partida sean ideológicas y el debate discurra en busca de un respaldo con apariencia objetiva para cada postura.

    Pero olvidamos que durante muchos años y en muchos lugares, no hasta hace demasiado tiempo también en gran parte de España, la escuela unitaria era la prevalente. Una escuela en la que un único maestro dividía su tiempo y atención entre alumnos que aprendían las primeras letras y alumnos que practicaban los rudimentos de la trigonometría. Poco espacio y tiempo tenía este maestro para discernir sobre el modelo educativo a seguir.

    Es precisamente éste el escenario en el que se desarrolla Una temporada para silbar (Ed. Libros del Asteroide,2011, traducción de Juan Tafur). Una escuela unitaria de comienzos del siglo XX en un recóndito asentamiento de Montana al que han llegado recientemente colonos atraídos por promesas de un mejor destino que el tiempo está revelando como excesivas en el mejor de los casos.

    A esta escuela asisten los tres hermanos Milliron. Su madre falleció hace casi un año y Oliver, su padre, renunciando a su empeño por sacar adelante a la familia con sus solas fuerzas, acaba de contratar los servicios de un ama de llaves procedente de de Chicago, Rose Llewellyn, a través de un anuncio en un periódico. .

    Rose es una mujer muy peculiar. Su energía es inagotable y pronto pone orden en el caos de la casa de Marias Coulee. Su garbo y energía no solo devolverán el esplendor a los suelos y cortinas de la vivienda sino que alegrará la vida de los cuatro hombres que la habitan cohesionando a la familia y ganándose la confianza y aprecio de todos.

    Pero toda cara tiene su cruz y ésta lleva por nombre Morris, el hermano de Rose, que ha llegado junto a ella sin oficio conocido más allá de una remota referencia a un negocio familiar de guantes. Su atildamiento, vocabulario, vestuario y el modo teórico en que afronta los problemas prácticos parecen lo menos apropiado para el rudo entorno de un poblado de pioneros.

    La oportunidad para desarrollar su verdadera vocación llegará cuando la maestra titular de la escuela se fugue con un predicador y él ocupe la vacante a falta de otro candidato mejor que supla el repentino vacío.

    Es en este momento cuando la novela alcanza el nudo que desarrollará en las sucesivas páginas, el proceso formativo de los jóvenes, en especial de Paul Milliron, el mayor, espoleados por los métodos heterodoxos de Morris.

    Diversos acontecimientos irán marcando la vida en la pequeña escuela. Los conflictos entre los alumnos, las riñas infantiles y las agresiones más peligrosas rivalizarán con la siempre presente amenaza de algún padre poco proclive al sistema educativo o la más imprecisa amenaza de la visita del inspector.


    Este último punto no deja de ser relevante toda vez que Paul Milliron terminará ocupando el puesto de supervisor de educación de Montana. Será en el ejercicio de su función cuando, muchos años después, regrese por Marias Coulee y rememore lo vivido en aquel tiempo unido por siempre al silbido alegre de Rose y al talento docente de Morris.

    Narrada en primera persona, Paul evocará con un deje melancólico la felicidad de aquellos días sin perder por ello la perspectiva ni evitar los numerosos puntos negros que marcan, igual que los luminosos, el proceso de maduración que inevitablemente llega a todo niño.

    Una temporada para silbar es una hermosa narración que se mueve entre lo poético y lo rudo. Una novela de iniciación, de pioneros y tiempos heroicos dulcificados por el apoyo familiar y la fuerte solidaridad de una comunidad cohesionada en torno a la escuela, único referente y vínculo entre los colonos y por la que dejan a un lado las rencillas propias de granjeros.

    Los personajes de la novela son, sin duda, el mayor de sus atractivos. Acompañamos a Paul en su proceso de formación y crecimiento, pero también nos identificamos con su padre, Oliver, en su esfuerzo por asegurar un mejor futuro para sus hijos mediante su esfuerzo y, fundamente, su ejemplo. Admiramos la habilidad de Morris para la docencia y el modo en que los pequeños compañeros de los Milliron compiten, luchan y se apoyan al modo que sus padres lo hacen a otro nivel.


     Ciertamente casi todos los personajes son tratados con cariño y respeto por el autor que nos los presenta bondadosos y rectos, o si torcidos, nos muestra los motivos que traerán nuestro perdón o consideración. Pero, ¿qué es lo que les aleja de la manida falta de matices tan característica de los personajes de toda mala novela? Sin duda, el talento de Ivan Doig que sabe pasear a sus nobles personajes por paisajes desolados, tanto física como moralmente. No les evita duras pruebas a través de las que deja adivinar el tejido contradictorio del que están hechos y la lucha que les impulsa a mejorar y superarse.

    Una temporada para silbar es una novela amable, sí, pero no blanda, no fácil o falsa, es una novela con mayúsculas, expresión de un talento natural para la narración equilibrada. Pocos habrían logrado idéntico resultado con los mismos elementos.

    Pasar por alto la oportunidad de leer esta novela privará al lector de una visión única sobre un modo de entender la literatura al que desgraciadamente nos estamos desacostumbrando con suma facilidad. Y no será por oportunidades como ésta.