15 de junio de 2022

Mi madre era de Mariúpol (Natascha Wodin)

 

 

He de reconocer que algo de morboso ha tenido la elección de este libro. La presencia de Mariúpol en su título es un reclamo que no he podido obviar. Hasta hace unas semanas no era consciente de haber oído hablar de esta ciudad en el mar de Azov y, por contra, y para su desgracia, las noticias ahora son continuas. De ahí que el deseo de saber algo más sobre este lugar no me hizo dudar.

Natascha Wodin es una autora alemana, nacida en Baviera en 1945, del matrimonio de Yevguenia Yakovlevna y Nikolái Wodin. Pero, ¿qué hacían ambos en la recién caída Alemania? ¿Eran acaso parte del Ejército Rojo, los vencedores de la guerra, ocupantes de un país que había despreciado a los eslavos considerándolos infrahumanos? No, ninguno pertenecía a ese ejército, todo lo contrario, debían protegerse de él puesto que habían formado parte de la población del Este trasladada forzosamente a Alemania como mano de obra esclava  para suplir la falta de obreros alemanes, llamados a filas, contribuyendo así a la industria militar alemana y a la prolongación de la guerra.

Y como nos ha descrito magistralmente Keith Lowe, estos esclavos no fueron liberados al fin de la guerra. En el caso de la mano de obra esclava soviética, padecieron persecución, procesamiento y muerte en muchos casos, por ser considerados traidores y dudar de su filiación política. Tanto más cuando se tratase, como era el caso, de ucranianos, un pueblo ya de por sí sospechoso de ser contrario a la Revolución, de haber apoyado a las tropas nazis, de no cumplir con la Patria como sí hizo el resto de la Patria.

Así que el matrimonio opta por quedarse en Alemania donde tampoco su futuro parece mejor, despreciados por esos alemanes que causaron su desgracia, sin posibilidad de volver a su país, condenados a un desarraigo y una desesperanza que terminará en 1956 con el suicidio de Yevguenia Yakovlevna, dejando a la hija al cuidado de un orfanato de monjas católicas alemanas, una infancia fría, tal y como lo fue con su madre en vida, con multitud de preguntas y una inquietud constante. ¿Por qué su madre odiaba la vida, el trabajo? ¿Por qué caía en mutismos que duraban días?¿Por qué la trajo al mundo si apenas quería otra cosa que partir de él?

Natascha Wodin se aferrará a la Literatura para sacar de sí parte de esos fantasmas, para crear un mundo que pueble su vacío ya que de sus padres apenas ha heredado tres fotografías y una colección de recuerdos que puede resumirse en un párrafo. Que su madre era de Maiupol, poco más.

Pero ni la Literatura es capaz de completar ese tipo de vacíos de manera permanente, de modo que Natascha no pierde nunca la esperanza de encontrar algún rastro que complete con un dato adicional la biografía de su madre, ese ser al que siempre vió como una mujer consumida, derrotada, sin demasiada cultura, sin modales, desconfiada de todo y todos, sin ilusión. Internet es un aliado perfecto pero nada aparece en sus interminables búsquedas en las que consume gran parte de las noches sin éxito. Solo un golpe del azar, a través de un foro de internet en el que algunos habitantes de origen griego de Mariúpol parecen conocer todos los entresijos de la historia de la ciudad, comienza a ofrecer algo de luz.

El proceso de investigación y reconstrucción de la vida de su madre se narra en este libro publicado en su lengua original en 2017 y en España por Libros del Asteroide en 2018 con traducción de Richard Gross.

El libro puede desplegarse en tres niveles básicos. En un primer lugar, tenemos una trama en la que la autora nos descubre paso a paso cómo ha ido reconstruyendo la vida de su madre. Así, nos enteramos a la vez que ella de los orígenes sorprendentes de la familia y las primeras pistas que apuntan a unos ancestros que combinan orígenes de terratenientes locales y empresarios italianos, que nos hablan de un hermano, estrella operística de la Rusia de Stalin. Natascha cree una burla del destino estos primeros rastros. Ella, la despreciada, la insultada por el resto de los niños de la escuela, la marginada y más pobre de todos ellos, creció con un sueño secreto, el de ser realmente descendiente de una rica familia, más rica y más honorable que la de todos aquellos que la persiguen a la salida de la escuela. A veces cree cumplido ese sueño, otras tan solo reconoce que escoge las pistas que mejor se amoldan a ese íntimo deseo. Pero la búsqueda continúa, las ramificaciones familiares llevan a nuevas pistas y poco a poco, ante sus ojos, y ante los nuestros, va surgiendo un retrato familiar plausible, real, tal vez no el esperado por la autora, pero por ello, más cierto y vívido, capaz de generar comprensión y ternura hacia aquellos a los que hasta ahora solo eran destinatarios de reproches y sordo odio, jamás expresado.  

 

 

 

En este proceso, Natascha contacta con antiguos conocidos de la familia y llega, al fin, al sancta sanctorum, al centro nuclear de la familia. Conoce escalofriada a un primo que asesinó a su madre, su tía, con una frialdad patológica de la que ya venía siendo tratado cuando ocurrió el crimen. Pero afortunadamente, tiene mejores contactos, al menos no tan horribles, no de esa clase que le haga creer que su familia está recorrida por una vena sádica que lleva al asesinato o al suicidio de manera irremisible. Así es como accede, casualidad tras casualidad, golpe de suerte tras maniobra del azar, a los diarios de la hermana de su madre, Lidia. Gracias a ellos va completando el puzzle de manera gradual hasta la partida hacia Alemania en 1943 del joven matrimonio, perdiendo definitivamente la pista y debiendo valerse en lo sucesivo de los relatos de otros esclavos de la época y, pronto, de sus propios recuerdos.

En otro nivel, la obra es una escalofriante narración que nos lleva desde el desarraigo emocional que arrastra la autora, hasta su reconciliación con su pasado, sus padres y su herencia dolorosa. Un proceso de crecimiento, a una edad ya avanzada, en el que cierra el círculo y sana heridas. Si bien el tono de la obra es descriptivo, sin caer en excesos emocionales, la frialdad de la narración se ve rota ocasionalmente, especialmente en la última parte, la reconstruida a partir de los recuerdos de Natascha, por un tono cálido, amistoso, evidencia de que el esfuerzo ha logrado su objetivo sanador.

En este sentido, hay que destacar el notable mérito del libro que puede tener una lectura como hilo de intriga biográfica, pero que se revela al tiempo como una obra de crecimiento, de superación, aceptación, no exenta de crítica por lo que pudo haber sido hecho de manera diferente.     

En un tercer nivel, nos encontramos de nuevo con la enorme tragedia de un siglo, el pasado, que destrozó la vida de generaciones completas, que sufrieron de la opresión de gobiernos absolutistas, la promesa de una revolución que se reveló como una nueva opresión, más feroz y arbitraria si cabe, que trajo hambre y genocidio, con una guerra civil en la que nadie pudo quedar a un lado, todos arrastrados por los acontecimientos, por la desgracia de hablar una lengua o vivir en el lugar equivocado. Un tiempo en el que luchar por comer podía ser castigado con la muerte, en la que ni siquiera una buena posición económica o estar arrimados al poder político garantizaba nada que pudiera durar algo más de unas semanas.

Y es este drama el que de nuevo cierra el círculo, en el que saltamos del libro a las portadas de los periódicos y en el que vemos cómo una ciudad que fue saqueada por bolcheviques y rusos blancos, que fue destruida hasta sus cimientos por los nazis y por la batalla que pretendía liberarla, vuelve a caer en la destrucción. Y volvemos a admirarnos de que no haya bastante crueldad en el mundo que pueda frenar el impulso de reconstrucción, la fe inquebrantable en que todo esto pasará y que llegarán mejores tiempos para los que tenga sentido seguir trayendo hijos a este mundo. Y es éste el mejor regalo que aún nos pueden hacer obras como Mi madre era de Mariúpol, haciéndonos olvidar por un tiempo las imágenes de la televisión.

 

 



 

4 de junio de 2022

¿Éste es Kafka?: 99 hallazgos (Reiner Stach)




Reine Stach
señala en su obra Kafka, Los años decisivos, que cualquier persona que afronte la tarea de leer la obra de este autor  deberá elegir entre estas dos perspectivas: interrogarse sobre qué quieren decir sus textos o preguntarse por lo que pudo impulsarle a escribirlos. En un caso estamos ante la hermenéutica y sus propagadores que nos hablan de su denuncia de una sociedad burocratizada, de la alienación de las masas, del absurdo de nuestras sociedades, etc. Del otro tenemos a quienes husmean hasta el último rincón de la escueta biografía de Kafka para tratar de encontrar en ella el eco de casi cada frase escrita por él.


Es ésta segunda tendencia la que va tomando más fuerza según el correr de los años. La aparición de los diarios del autor y de una abultadísima correspondencia con amigos, amantes, novias, editores, familia, etc…, ha permitido ahondar en una vida que se presumía tan gris y anodina como la de los protagonistas de sus novelas y relatos. Y aunque esta perspectiva no siempre nos permite adentrarnos en el sentido de su obra, en ocasiones tan solo nos lleva a más interrogantes, lo cierto es que cada vez podemos conocer más y mejor las circunstancias que la vieron nacer, sus conexiones íntimas con el alma de su creador y la fuerza intrínseca que albergan y que, sin duda, hacen que aún hoy siga teniendo vigencia.


No es infrecuente que cualquier biografía del escritor checo entremezcle anotaciones de sus diarios y correspondencia con los textos que escribía en esos mismos días, de manera que toda su obra parece formar un todo en el que su propia vida no es sino un elemento más, inseparable del resto.


Así como nos puede resultar más o menos irrelevante la vida de Vargas Llosa o García Márquez para sumergirnos en sus novelas, parece que la lectura de Kafka exige una especie de curso introductorio biográfico que se extiende a los aledaños del autor, como la vida judía en Praga, los estertores del Imperio Austro Húngaro, su condición de germanohablante o el constante enfrentamiento con su padre por negarse a continuar la saga tendera de la familia.


Y pese a todos estos estudios, indagaciones y trabajos, señala Stach que la figura de Kafka continúa sumida en una serie de tópicos y lugares comunes de los que apenas se logra librar. Aún recuerdo a un compañero de Universidad que describió a Kafka como la persona más triste del mundo, sin duda, un comentario que hoy debemos desterrar sin temor a equivocarnos y que, por contra, podríamos atribuir con mayor certeza a figuras más luminosas en el común de las creencias como F. S. Fitzgerald o Hemingway.


Y es precisamente por este motivo por el que Stach, tras la publicación de su monumental y definitiva biografía sobre Kafka (Acantilado, 2016), ha decidido completar lo que define cómo 99 hallazgos sobre Kafka que contradicen la imagen común que de él se tiene, y que nos lleva a esa pregunta que enuncia desde el título de la obra: "¿Éste es Kafka? 99 hallazgos” (Reiner Stach) publicado por Acantilado, con traducción de Luis Fernando Moreno Claros.


Así que aquí tenemos a uno de los mayores expertos en Kafka seleccionando 99 viñetas, algunas más cortas, otras más largas, algunas ya conocidas, otras más escondidas, con las que iluminar una vida que, como la de todos, también las nuestras, se conforma de aspectos rutinarios y previsibles, con notables sorpresas. Podemos resultar confiables y serios en nuestros trabajos, despreocupados y alegres con nuestros amigos, tiranos para nuestros hijos, y generosos en extremo para los vecinos. Ninguna visión es completa, solo la suma de todas ellas ofrece la suficiente verdad como para componer un retrato convincente de quiénes somos. Así también trata Stach de fundar una imagen de Kafka alejada de los prejuicios que aún se tienen sobre él.


Pero comencemos ya a adelantar algunos de estos hallazgos para dar testimonio de este Kafka renovado que nos ofrece Stach. Y tal vez, una buena forma de hacerlo será la de comenzar por su sinceridad, aspecto que no nos resulta tan chocante en una persona de su supuesto ascetismo y rectitud. Esta incapacidad casi patológica para mentir le ocasionó conflictos laborales, le hizo perder oportunidades e incluso le trajo recriminaciones de sus parejas. Pero su impulso parece tan genuino que hasta se conserva rastro de las tres ocasiones en que faltó a este alto principio y que Stach refleja.


Pero esta idea de rectitud moral queda matizada por una afición a la cerveza que pocos podrían atribuirle. Es cierto que no es fácil escapar al encanto de la cerveza checa y sus agradables cervecerías con patios al aire libre o sus fiestas populares. Y sin llegar al alcoholismo, parece que el deseo de una buena cerveza siempre pudo ganar a otros más píos como las lecciones de hebreo.


Pero nada es fácil con Kafka. Tratar de averiguar el color de sus ojos resulta una tarea casi más ardua que descifrar el sentido de Ante la Ley. Stach recopila las muy diferentes versiones recogidas sobre este punto en cartas y retratos. Nula coincidencia.


Por otro lado, su trato con las mujeres, siempre pleno de escrúpulos y sentimientos de culpa, contrasta con su fácil y desinhibido trato con prostitutas del que se deja constancia explícita en sus diarios. Pero también vemos el rastro de la muy favorable impresión que dejaba en las mujeres que le conocían, incluso la simpatía que despertaba en cuantos trataban con él, considerándolo una persona de fácil trato, lejos de ese supuesto complejo carácter que creemos necesario para escribir En la colonia penitenciaria. De hecho, podemos rastrear relaciones fugaces fruto de un mero intercambio de pocas frases, lo que no parece encajar en la visión de un tímido enfermizo. Y la explicación no es que Kafka se moviera por un deseo sexual inmanejable, antes bien, los relatos de muchos de los varones que le trataron también dan constancia de su afable carácter, sentido del humor y deseo de agradar y socializar.   

 

 


Aunque Kafka no viajó por el mundo con la frecuencia y variedad de contemporáneos suyos como Zweig, lo cierto es que viajó por Suiza, Italia, Francia, Alemania, mostrando un cierto cosmopolitismo, propio de su clase social. Y en estos viajes encontró una forma de enriquecerse con un proyecto junto a Max Brod, para presentar una colección de guías de viaje para turistas modestos, con recomendaciones claras, sencillas, bonos de descuento incluidos en los propios libros, etc. Afortunadamente, el negocio quedó olvidado y la monotonía del mundo de los seguros nos permitió que Kafka compensara el tedio matutino con las sesiones de escritura vespertina. Pero incluso en su trabajo, en el que solemos pensar como si fuera un oficinista con modos funcionariales, Stach nos descubre la elevada consideración profesional que tenía y gracias a la cual pudo conseguir largas excedencias sin perder su puesto. También sabemos de sus numerosos viajes por la Bohemia en cumplimiento de sus funciones, la rigurosidad de sus informes jurídicos y las importantes labores que desempeñó en un mundo que, recordemos, era pionero en su momento, con el desarrollo industrial de la época.


Es sabido que Kafka era un gran amante de los sanatorios y de la medicina natural, que practicó el nudismo, los baños de sol y la exposición a frías corrientes de viento. Stach nos habla incluso de un aspecto de gran actualidad hoy en día como es el de su oposición a las vacunas que, en el mejor de los casos, consideraba inútiles. Por desgracia no podemos más que divagar sobre si todas estas prácticas aceleraron su tuberculosis o si realmente alargaron su vida.


Sea como fuere, lo cierto es que Kafka profesaba un amor por lo natural, lo que le llevó en la última parte de su vida a tener un pequeño huerto que aprendió a cultivar con esfuerzo y las enseñanzas de un anciano. Esa conexión con la vida al aire libre también le venía de infancia en lo que tal vez sean los únicos momentos de armonía con la figura de su padre cuando acudían al club de natación de Praga en el Moldava. Allí, un flacucho y descolorido Kafka, despojado de sus ropas adultas fue confundido por un ricachón que le pidió, a cambio de una propina, que le llevara en barca hasta una isla en el centro del río, a contracorriente sin percatarse de que hablaba con un adulto hecho y derecho. Kafka, tal vez para no hacer sentir mal a su patrón, decidió actuar como si fuera el mozo al que se dirigía.

 

Aunque hemos comentado su buen carácter y la disposición para agradar, nada de esto aplica cuando se trata de la relación con su editor, al que martirizaba con continuas opiniones sobre todos los aspectos relacionados con sus escasos escritos que fueron publicados en vida de su autor. Ni el encuadernado, ni la distribución de los textos resultan del agrado de Kafka. No es de extrañar que también por estas páginas aparezcan sus instrucciones testamentarias a Max Brod pidiendo la quema y destrucción de todos sus manuscritos, diarios, cuadernos en octavo y cuantas palabras pudiera haber dejado escritas. Otra prueba de su brutal sinceridad y de la escasa perspectiva que todos tenemos para juzgar nuestra propia obra, nuestra vida.


Desde luego, ninguno de estos hallazgos nos ofrece una clave definitiva sobre El proceso o Contemplación, pero resulta un eficaz antídoto para todas las ideas preconcebidas que sobre el autor tenemos y, desde luego, para quienes disfrutamos de sus obras hasta el más nimio detalle, también lo hacemos de cada uno de estos retratos parciales que ayudan a avanzar en esa infinita e imposible tarea de completar un fresco definitivo del autor. Y esa es precisamente la grandeza de Kafka, que para aproximarse a su obra siempre es necesaria una última pieza, la del lector, con sus circunstancias vitales y sus expectativas, y que es éste quien en su cabeza completa el rompecabezas que Kafka nos regala. No nos extrañe, por tanto, lo ambivalente de su obra, puesto que esto es su mayor logro, la suerte que tenemos de poder hacerla nuestra.

 

 

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22 de mayo de 2022

La boca pobre (Flann O'Brien)

 


Brian O'Nolan es el nombre real del escritor gaélico más conocido como Flann O'Brien, autor de obras muy aclamadas por la crítica y los lectores de su tiempo, entre las que destacan En Nadar o El tercer policía. En esta ocasión, Nórdica Libros publica La boca pobre, una obra satírica publicada originalmente en gaélico y que, por primera vez, es traducida al español desde esta lengua y no desde su versión inglesa.

La boca pobre narra las aventuras, desventuras en realidad, de un joven gaélico, Bonaparte Ó Cúnasa, nacido en la profunda Irlanda, en el imaginario condado de Corca Dorcha, símbolo de la mayor de las pobrezas y miserias, un lugar en el que el hedor a podredumbre causado por el cerdo que alimenta la familia ha expulsado a gran parte de sus vecinos a América y en el que el menú se compone de patatas, tanto para hombres como para bestias.  

Este paraje imaginario parece ser el último e irreductible bastión de lo gaélico, de esa idea nacional que sirve, como todas, para usarla y envolverse cual bandera frente a todo y a todos. Allí se habla el más puro gaélico, se hacen las mejores fiestas gaélicas y se conservan todas las tradiciones gaélicas que los pérfidos ingleses tratan de borrar de la mente de los no tan auténticos gaélicos de las ciudades.

Allí, donde se disfraza a los cerdos con faldas para hacerlos pasar por niños con un perfecto gaélico y donde la escolarización puede durar una mañana a lo sumo, quién necesitará aprender nada de esos extraños profesores que ni hablan ni entienden el ser gaélico.

Y la fe inquebrantable en esta estereotipada visión nacional sirve para dejar a un lado la pobreza, la ignorancia, la miseria y el robo, la vesanía y la brutalidad, todo cuanto pueda parecernos criticable se convierte en esencia identitaria, por tanto, en prueba de autenticidad.

Y es que, poco hay de lamento por la situación del protagonista, antes bien, vemos al niño, luego joven, feliz y confiado, pobre pero orgulloso no sabemos si por incapacidad de reconocer lo terrible de su situación al ver la misma miseria a su alrededor o por una cuestión de caracter. Porque el libro se desliza claramente hacia el humor absurdo, el que pone de manifiesto las mayores contradicciones sin tregua y sin tratar de exponer conclusiones, dejando al lector esta ingrata tarea.

La ironía viene, en primer lugar, de las historias que se cuentan, a cual más absurda. En ellas, los cerdos conviven con las personas en los mismos hogares y reclaman su porción de patatas, en la que la mugre ayuda a educar a los niños como buenos y auténticos irlandeses o en la que las personas se acomodan a comer carbón si no queda otra, maravillándose de poder tener un a dieta tan variada. Allí es donde ir de caza significa robar casas de algunos más afortunados o donde el padre es una figura ausente, que vive a la sombra, aunque no se encuentre al refugio del sol. Donde las fiestas gaélicas son equiparables a los festines dionisíacos de las historietas de Astérix y donde la muerte cabalga siempre próxima, siempre acechante pero con la que se puede charlar amigablemente si no se encuentra mejor compañía.



 Y puede decirse que este libro refleja de algún modo ese sentimiento nacional de los irlandeses oprimidos en su propia tierra por pueblos vecinos, incapaces de dejarles en paz, molestos por su resistencia a dejarse civilizar, negándose a entender su lengua, su modo de vida, viéndose forzados a actuar como colonizadores, al modo deo que ya ejercían en las lejanas tierras africanas.

Pero no es precisamente ésta la intención de  O'Brien. En su vida profesional, escribía en diversos periódicos de Dublín, desde artículos de opinión a crónicas sobre la vida de sus vecinos. Y por ello, no se le escapaba la profusión de libros en los que precisamente exageraban estas notas que hacían parecer a los irlandeses mejores o superiores a fuerza de hacerles parecer idiotas. En suma, O'Brien escribió La boca pobre con el mismo fin que Cervantes lo hizo con el Quijote, a fin de acabar con toda la progenie de libros gaélicos, libros que glosaban las bondades del paisaje y del clima, del hambre y la cerveza en la que flotaban gusanos.

Llegando así al esperpento, O'Brien pretende ridiculizar esas obras en las que se ensalza de manera simple y ramplona aspectos que no denotan más que bajeza y pobreza antes que un supuesto carácter nacional. La borrachera y la ignorancia escolar, la descortesía con los extranjeros o la brutalidad con los animales no son lo que define a los irlandeses, tampoco su estupidez. Porque, en torno a los años veinte y treinta del pasado siglo, el nacionalismo plantó sus reales en la literatura irlandesa con multitud de libros ensalzadores hasta la ridiculez. Un espíritu refinado y progresista como el de O'Brien no podía sino horrorizarse ante estos extremos en los que pretendía fundarse un mito nacional.

Y así, decidido a exponer el absurdo llevándolo un paso más allá, riéndose de la estupidez que exhibían los adalides gaélicos, escribe La boca pobre, en un proceso admirable del que, lamentablemente, no parece existir parangón en tierras más cercanas donde también se exponen sin vergüenza ideas similares.

Es en la exageración de la pobreza y en el profundo idiotismo que revela la propia consideración que los personajes tienen de sí mismos, de su vida, donde se halla el filón irónico más vibrante de La boca pobre. Es aquí donde podemos reír descarnadamente con estos personajes caricaturescos e, incluso, sonrojarnos con tanta majadería. Es aquí donde disfrutamos de la prosa de O'Brien olvidando el dramatismo que subyace en ella, y es ésta la medida de su habilidad para trabajar con un doble registro, la ironía y la denuncia, sin que se hagan obvias sus intenciones de manera tosca, sino sutil.

Pero el mérito de esta edición, debe ser compartido con Antonio Rivero Taravillo, no solo por haber tomado el texto gaélico original y traducirlo sin pasar por la versión inglesa, ni por su clarificadora introducción, sino por su habilidad para trasladar a nuestro idioma un lenguaje, unos giros y unas expresiones que, sin necesidad de numerosas notas al pie de página, hacen de la lectura un trabajo sencillo y agradable.



7 de mayo de 2022

La música. Una Historia subversiva (Ted Gioia)

 


Cuando Hegel expresó su idea en torno a la dialéctica, tomó conceptos de otros muchos pensadores, para llegar a formular una versión más convincente, que tendría notable impacto en lo sucesivo. La gran novedad que aportó era la de la inestabilidad que toda situación conlleva, la contradicción interna que termina por abrir grietas que aprovechan nuevas ideas para consolidarse como paradigmas y avanzar así en un proceso continuo.

 

Este poderoso concepto fue adoptado por todo tipo de filósofos y pensadores para aplicarlo a los más diversos campos. Desde luego, el más celebrado es el caso de Engels y Marx, pero también desde posiciones ideológicas opuestas, Schumpeter reivindicó la figura del empresario como destructor del orden económico establecido, tomando los riesgos precisos para modificar la realidad en un continuo esfuerzo creador que garantiza la pervivencia del capitalismo.

 

Fuera del campo social, también se ha utilizado con notable acierto para explicar la evolución de ideas artísticas. Así, el realismo pronto cedió paso a corrientes más subjetivas, como el impresionismo, y éste cedió ante corrientes basadas en el expresionismo, hasta romper en todas las vanguardias concebibles.

 

Ted Gioia es un reputado divulgador de la historia de la música, siempre desde una perspectiva social y cultural, con obras sobre las canciones de trabajo, el jazz o el blues. En esta ocasión, nos presenta La música. Una Historia subversiva (Editorial Turner, 2020, traducida por Mariano Peyrou, una auténtica autoridad en esta materia) en la que trata de exponer una historia de la música, desde el Big Bang (literalmente) hasta nuestros días, pero explicando esta evolución como un proceso de rebeldía y subversión.

 

Sin duda, la idea es atractiva y, a la vista de las corrientes musicales de los últimos dos siglos, probablemente bastante acertada. Gioia sostiene que todos los cambios musicales surgen de fuera hacia dentro y de abajo hacia arriba. Es decir, los estilos que se imponen son los originarios de las clases sociales más desfavorecidas y los más opuestos al consenso de una época.

La música del siglo XX deriva en gran medida de la que trajeron los esclavos negros en sus terribles viajes hacia el Nuevo Mundo. Unos viajes en los que la música vocal era apenas la única pervivencia cultural que podían llevar consigo, junto a algunas de sus narraciones orales y creencias. La unión de estas formas musicales con las tradiciones clásicas que, a su vez, habían llevado los inmigrantes blancos, muchos de ellos casi tan pobres y miserables como los de color, creó un nuevo lenguaje musical, claramente opuesto a cuanto de respetable podía escucharse en los refinados salones de baile. Pero, con el correr de los años, estas nuevas corrientes, que se irían segregando en distintos estilos como el blues o el jazz, terminarían por ser acogidas como propias por multitud de jóvenes deseosos de expresar su rechazo al mundo adulto mediante el consumo de una música que cuestionaba todo cuanto las convenciones de la época pregonaba.

 

Nació así el rock and roll que evolucionaría al incorporar otras sensibilidades del Viejo Continente a través de la revisión que de la tradición americana hicieron los grupos ingleses en los años sesenta. Asumida ya la importancia del fenómeno, este nuevo lenguaje pareció periclitarse hasta la explosión punk que nuevamente supuso la creación de un nuevo paradigma desde los márgenes de la sociedad.

 

Y, efectivamente, en todos estos movimientos la subversión parece hallarse implícita. Los jóvenes de los años cincuenta, los del setenta y siete, buscaban derribar un orden, no solo querían hacer oír su sonido, pretendían suprimir el de sus padres, escandalizarles creando un nuevo mundo, acorde a sus valores y principios, querían gritarles alto y claro, tal y como hacía Bob Dylan, que se apartaran de la nueva carretera si no eran capaces de echar una mano, a sabiendas de que no lo eran.

 

Sin embargo, extender esta idea de la subversión como fuerza motriz de la música parece un esfuerzo que va más allá de la realidad. Para empezar, desconocemos prácticamente todo sobre cómo era la música en tiempos prehistóricos, en el Neolítico o en las primeras civilizaciones en torno al Medio Oriente. Forzar los pocos descubrimientos arqueológicos para acomodarlos a una teoría tan compleja como la que sostiene Gioia resulta excesivo y hace perder veracidad al relato.

 

Por otro lado, el hecho de que muchos compositores sean hoy vistos como ancianos venerables pero que, en su día, fueran personas conflictivas, al margen de las convenciones, no quiere decir necesariamente que con sus obras quisieran subvertir el orden social. Más aún, esa idea de subversión social parece más propia de nuestros días que de otras épocas. Un trovador medieval o un monje benedictino, al igual que Mozart o Smetana, no pretendían cambiar las estructuras sociales de su tiempo, no al menos a través de su música, tal vez les bastaba con poder vivir de su arte. Es solo en épocas más recientes cuando la idea del cambio social parece generalizarse. Movimientos como la Ilustración pudieron crear un caldo de cultivo, pero ni el sentimiento surgió de inmediato ni puede rastrearse con anterioridad en el sentido que Gioia pretende darle.

     

El mismo autor parece no estar muy convencido de sus propios presupuestos cuando se esfuerza de continuo en recopilar las pruebas a favor de su tesis. Pero, dejando al lado este asunto que considero algo forzado, el libro se lee como una muy interesante historia social de la música, apta para cualquier persona que tenga un mínimo interés en esta materia.

 

El tono adoptado por el autor es ameno y rehúye cualquier tipo de explicación técnica que espante a quienes no tengan conocimiento o se sientan asustados por una tan larga y polvorienta historia. Al contrario, las explicaciones son claras e ilustran cómo la música responde a la realidad de su tiempo, cómo se adapta a éste (tal vez no al revés, como pretende explicar la obra) y cómo evoluciona de una manera coherente.

 

 

Gioia explica las características de cada época, no desde un punto de vista estilístico, sino social e histórico, describe cómo confronta con la anterior y cómo se desfigura para dejar paso a la siguiente. Vista así, despojada de la intención primigenia del autor, se convierte en un texto original y que aporta muchísima información sobre lo que la música ha venido representando para nuestra cultura y porqué sigue siendo un lenguaje tan poderoso al que no renuncian las corrientes más vanguardistas y revolucionarias, al tiempo que es también símbolo de conservadurismo y clasismo.  

 

El fascinante viaje de Gioia comienza con el primer sonido, el de una explosión que dio origen al cosmos y que aún resuena en el espacio, un acorde infinito. Así que el sonido nos acompaña desde mucho antes de que la vida fuera concebible. Pero cuando ésta aún no era humana, los animales también empleaban el sonido, su propia música, con los fines más diversos. Bien para asustar o ahuyentar a depredadores, bien para cortejar y atraer parejas. Y en este momento, aparece por primera vez una dicotomía en la música que perdura hasta nuestros días. Las listas de éxitos siguen a día de hoy repletas de canciones sobre el amor, esas tontas canciones de amor, que sirven para el cortejo, para la expresión de sentimientos que, de otro modo, resultarían excesivamente almibarados. Pero también la música es desorden y amenaza, son los tambores que marcan el ritmo de los ejércitos y los pífanos los que acompañan a las tropas en los asaltos y contiendas. Es la música la que se enarbola para desafiar a la generación anterior, sea con el rap, el trap o el ragtime.

 

Poco podemos saber sobre cómo sonaba la música en la Antigüedad, pero sí que podemos marcar una fecha como clave en el proceso de teorización de este arte. Pitágoras determinó gran parte de lo que aún hoy seguimos considerando como teoría musical al establecer de manera matemática los intervalos entre notas, creando así esa escala que los niños recitan en el jardín de infancia. Pero Gioia ve en este punto el intento de aplastar la ambigüedad de la música que llegaba a Grecia de regiones alejadas, del África interior, de la Mesopotamia. Así, mediante la inserción de trastes en los instrumentos de cuerda pueden eliminarse esas molestas notas intermedias, hasta el punto de poder vivir como si no existieran, como si la música fuera la expresión de un orden perfecto.

 

Este proceso de asimilación y domesticación también se encuentra en otros muchos elementos relacionados con la música. Por ejemplo, multitud de danzas tradicionales europeas se basan en el baile circular, más o menos organizado y modulado, no siendo otra cosa que la versión suavizada de las danzas tribales africanas, esos corros que también vieron surgir el jazz o ese caos de la música religiosa góspel, tan espontánea como alejada de una férrea cantata barroca, pero respondiendo a un mismo impulso.

 

Es a lo largo del siglo XIX cuando poco a poco el punto de gravedad de las corrientes musicales más populares, las que derivarán en lo que hoy entendemos como música moderna, se apoyarán en las canciones que narraban violentos crímenes, vidas de forajidos y cuatreros, de perseguidos y fuera de la Ley. Poco a poco, ese centro de gravedad se aleja de las salas sinfónicas y se va aposentando en las clases más bajas, en estilos más básicos y despreciables. Así, surge el jazz y el blues, pero también la samba, el tango, estilos que se impondrán, y serán asumidos por las clases altas tratando siempre de dominarlo y reconducirlo, de abortar su carácter subversivo.

 

Y este cambio, la popularización de géneros menos elitistas, es casi exclusivo de la música. En otras artes, como la escultura o la pintura, no se produce un fenómeno similar dado que el artista depende enormemente de un pequeño número de coleccionistas, instituciones públicas, ricos magnates. La música sin embargo, solo precisa de unos baratos instrumentos, se puede reproducir en cualquier lugar, se distribuye mediante partituras de muy bajo coste, puede incluso memorizarse, y todo se hará aún más sencillo con la llegada del gramófono, de las radios.

 

El proceso de independización de los mecenas y la consiguiente entrega al público general, cuanto más amplio mejor, se consolida a lo largo del siglo XVIII. Ya no es la Iglesia o la Corte la que puede dar de comer a los músicos. Estos estrenan sus obras en teatros públicos, se desarrolla la ópera, los oratorios, la música de cámara. La venta de partituras permite una cierta independencia económica a autores como Mozart o Beethoven. Y las obras de los compositores del siglo XIX conjugarán las grandes sinfonías, con la más introspectiva música, la que se puede tocar en el salón de una casa, la que se convertirá en una muestra de prestigio social. Tener hijas que amenicen con sonatas o mazurcas las reuniones de sus padres será una prueba más del éxito social, y una bendición para los profesores de música, los editores y los afinadores de pianos.

 

Y el proceso de asimilación, domesticación o como queramos llamarlo se extiende por toda la historia de la música. Así, las poesías más eróticas y sugerentes del pasado semítico fueron incorporadas al Cantar de los Cantares y atribuidas a Salomón, probablemente con el propósito de restarles contenido sexual y poder referirlas a una relación con la divinidad. Otro tanto pasaría con los juglares medievales que crearon un estilo y temática de la que aún compartimos muchos rasgos y que, pese a sus humildes orígenes, pronto fue asumida por la corte y nobleza, con reputados imitadores más refinados y sumisos.

Y así, el relato de Gioia va desgranando sus episodios hasta llegar a nuestros días, a la reproducción por streaming, a la caída de ventas y la muerte de formatos como el LP por la explosión de un boom de inmediatez en el que los diversos estilos se influencian entre sí y donde ya poco parece poder clasificarse de manera sencilla dentro de una categoría. Porque, aunque hay una teoría que asegura que a partir de los cuarenta años ya no hay nueva música que realmente nos pueda atraer, lo cierto es que siempre habrá nuevas generaciones que la abracen como una forma de identificación, como un rechazo a sus padres, como un vehículo de exhibición y de orgullo y, por tanto, la música siempre seguirá existiendo como elemento cohesionador y diferenciador frente al otro, ese al que no le gusta lo que yo escucho, el que no entiende su ritmo, su letra, el que está fuera del código, del mundo que me importa.

Y aunque no sea cierto que la Historia siempre termina por repetirse, en lo que respecta a la música, sí podemos saber que terminará del mismo modo en que comenzó. Sin duda, la última página del mundo, tras un apocalipsis, será el último acorde en el que aún seguirán percibiéndose en los oídos celestiales los armónicos del acorde infinito.