8 de octubre de 2024

En casa de John Lennon (Rosaura López Lorenzo)



 

Imagina ser una joven gallega en Nueva York, trabajando en el legendario edificio Dakota. Ahora, imagina que tu jefe es nada menos que John Lennon. Rosaura López Lorenzo vivió esa increíble casualidad y nos lo cuenta con detalle en "En casa de John Lennon", un libro que revela la intimidad del icónico músico, lejos de los flashes y los mitos, a través de los ojos de alguien que compartió con él la simplicidad del día a día.




En la vida se producen casualidades. Algunas de ellas se concatenan y nos regalan cosas hermosas como este libro, En casa de John Lennon (editorial Hércules), escrito por Rosaura López Lorenzo con la colaboración de Eduardo Herrero.


Porque casualidad es que la hija de unos panaderos de Pontevedra termine trabajando como personal de servicio de John Lennon y Yoko Ono en el edificio Dakota de Nueva York durante el periodo en el que el músico se retiró de la vida pública, en la segunda parte de los setenta, hasta su regreso en 1980, retorno truncado por su asesinato.


Pero también es casualidad que Eduardo Herrero fuera enviado por la televisión autonómica gallega (TVG) a Newark para grabar un pequeño reportaje sobre una reunión de gallegos residentes en la costa este norteamericana, y dar con una pandereteira septuagenaria a la que decide entrevistar de manera casual y que ésta le desvele sin más emoción, sólo como un hecho más de su biografía, que fue empleada de John Lennon y que vivió precisamente en el apartamento del que tantas noticias falsas, rumores y leyendas se cuentan. Y no es menos casual que Herrero resultase ser un fiel admirador y conocedor de John y su obra, por lo que se impuso la tarea de dar a conocer la historia de Rosaura.


Ya para terminar, casi resulta más determinante que, como prueba de su buena voluntad, Rosaura solicitara permiso previo a Yoko Ono para despachar estas memorias, aprobación que recibió sin mayor problema, hecho sorprendente cuando es conocida la notable animadversión que Yoko siente por cualquier biógrafo, prueba de la enorme confianza que tenía en Rosaura, en su discreción y buenafe.


Llegando ya al libro en cuestión, En casa de John Lennon, nos encontramos con los recuerdos de Rosaura, agrupados por capítulos temáticos encabezados por alguna cita del propio John. La redacción es sencilla y transparente, sin que apenas se pueda apreciar la mano de un profesional en la posible reelaboración de los mismos, más bien tan solo en forma de poder apuntar algún dato, entresacar citas y otras cuestiones menores como las explicaciones al impresionante apéndice fotográfico que da prueba de muchas de las afirmaciones vertidas en el libro sobre la familiaridad que los Lennon derrocharon con la autora.  


Rosaura, que había llegado a Nueva York en 1962, se había desempeñado como empleada de hogar de diversas familias pudientes, hasta que terminó con los Stanley en el famoso Dakota. Cuando los Stanley deciden mudarse temporalmente a Gran Bretaña, alquilan y luego venden el piso a los Lennon que ya vivían en el edificio pero a condición de que mantenga a Rosaura como empleada. Este compromiso no parece del todo confirmado puesto que la propia Rosaura reconoce que su primer contacto con sus futuros empleadores fue una entrevista con Yoko quien le hizo diversas preguntas con las que poder encargar su carta astral y decidir así si era o no conveniente para la familia. No desvelaremos mucho más sobre este tema y cómo se resuelve, pero sí que pone un toque de atención sobre alguna de las peculiaridades en la vida espiritual de John y Yoko como delicadamente apunta Rosaura. Tal vez a Yoko le debería haber bastado tener en cuenta que Rosaura venía recomendada por los Stanley, el nombre de soltera de Julia, la madre de John, coincidencia que éste no debió pasar por alto.


Pero pese a este comienzo algo azaroso, la vida laboral de Rosaura en el Dakota se convirtió en una agradable sucesión de anécdotas, vivencias y experiencias que atesora con cariño. Pese a que el episodio astrológico citado parece corroborar muchas de las extrañas historias sobre la vida en el Dakota, lo cierto es que gran parte del libro orbita en torno al deseo de rebatir de las mismas. De hecho, no sería mala opción leer este libro al tiempo que se hace lo propio con el infame Las vidas de John Lennon de Albert Goldman.


Así, Rosaura nos señala cómo ninguno de los Lennon acostumbraba a pasearse desnudo por la casa, cómo habría de hacerlo con la cantidad de ropa que tenían.  También asegura que nunca vio a John ebrio o drogado, que su dieta era sana y que la comida que compraban siempre estaba entre lo mejor. Descarta que Yoko ejerciera un papel tiránico sobre John y, por contra, defiende su labor para protegerle de los estragos de la fama, siempre preocupada por su seguridad, por evitar incidentes, por desgracia nunca lo suficiente.


Rosaura nos cuenta cómo enseñó a John a preparar pan al estilo tradicional gallego y como aquél aseguraba que la actividad de amasar le relajaba y hacía sentir enormemente bien. También conocemos cómo ambos se preocupaban por Julian, quien visitó a la pareja en varias ocasiones en el Dakota forjando una buena relación con Sean, su medio hermano. Rosaura tiene también sus anécdotas sobre Julian, pero no podemos contar aquí todo.  


Las memorias no pretenden ser una exhaustiva visión cronológica, todo lo contrario. Estamos ante recuerdos y anécdotas mínimamente organizadas en torno a temas y anécdotas. Rosaura narra cómo John le pidió ayuda para desatascar un retrete en el que había arrojado la bolsita en la que le entregaban la marihuana que consumía. Y, pese a negar que en ningún momento le viera consumir otro tipo de sustancias, ni que jamás percibiera ningún comportamiento propio de una persona drogodependiente, lo cierto es que describe con gracia la vergüenza y cara de chiquillo travieso pillado en falta con la que John le pidió el favor para evitar que Yoko se enterara.


Y es que la vida doméstica no estaba hecha para John pese a que nos quisiera hacer creer que se pasó cinco años horneando pasteles. Si bien pudo aprender en alguna ocasión a amasar pan, lo cierto es que Rosaura nos cuenta cómo era casi incapaz de prepararse un café narrando la vez en que John olvidó poner agua en la cafetera lo que casi provoca un accidente en la casa. La autora recuperó de la basura la cafetera que estaba totalmente abrasada en su parte inferior y, como nos cuenta, la continuó empleando en su casa cuando recibía visitas ocasionales.


Pero la actividad principal de John parecía la de leer revistas y periódicos (al parecer, estaba suscrito a casi todos los que se publicaban en la ciudad), a hacer sus graciosos bosquejos, con los que se entretenía a todas horas o a tocar o escuchar música. Rosaura sabía bien que ninguno de los montones de papeles tirados por el suelo en la habitación de John debían ser arrojados a la papelera porque John podía querer recuperarlos al día siguiente para retomar una idea, recomponer el texto de una canción inédita o destruirlo de manera definitiva.


Descarta la afirmación de que John era un vago indolente que pasaba gran parte del día tirado en su cama en un sopor somnoliento, viendo la televisión y sin mayor actividad. Por contra, señala que cuando ella llegaba temprano a la casa, John solía estar ya en la cocina leyendo la prensa. También John dedicaba gran parte de su tiempo a Sean, de quien solo quería su felicidad y el tratar de brindarle una infancia como la que él no había tenido y como la que le había hurtado a su primer hijo, Julian.


Pero tal vez los pasajes más entretenidos y enternecedores del libro son los que cuentan las relaciones y conversaciones entre empleadores y empleada. Rosaura nos cuenta cómo un constipado llevó a Yoko a dejarle su tarjeta de crédito junto a una carta autorizando su uso para que pudiera comprarse un abrigo en condiciones que le protegiera del frío invernal neoyorquino, con la aclaración de que no comprara un abrigo de pieles, que ella ya era una mujer casada. Rosaura guarda con cariño ese abrigo, prueba de una confianza y generosidad que muchos discuten. También nos cuenta cómo en una ocasión pasó con el pequeño Sean mucho tiempo jugando en brazos delante de un espejo y que luego llegó a encontrarse fatigada y dolorida. Inmediatamente los Lennon le organizaron una visita a su masajista.


También Rosaura nos describe cómo John se interesaba por su vida, cómo le aconsejaba sobre el modo de  tratar a su hijo, que ya estaba entrando en la adolescencia y del que Rosaura comenzaba a sentirse algo extrañada y separada, como les ocurre a todos los padres de adolescentes. Como John bien le recordó, nadie quiere hablar a sus padres en esa edad de qué chica le gusta, de sus verdaderas preocupaciones y anhelos, bien lo sabía él que no tuvo con quién hacerlo. Incluso Rosaura llevó a su hijo a la casa para que conociera a Sean y pudieran tratarse ocasionalmente, con gran contento de John y Yoko que querían que su hijo se relacionara con todo tipo de personas, no solo con hijos de famosos.


Rosaura se conmueve al recordar cuándo John le decía que le gustaría conocer su pueblo y ella le invitaba con total sinceridad, asegurándole que allí no tendrían muchas comodidades pero que gozarían de una gran paz y de espacio y naturaleza para disfrutar al aire libre. También recuerda con gracia cómo John se maravillaba de que ella no conociera Manitas de plata, un guitarrista flamenco por el que John parecía sentir auténtica devoción.

 

 



El libro continúa por estos derroteros, con invitaciones recíprocas a cumpleaños y aniversarios de boda, con postales y regalos cuando los lennon viajaban a Japón, hasta que la cosa se tuerce y en 1980 Rosaura abandona el servicio de la casa por un incidente del que nos da cuenta y que, desgraciadamente, solo quedó aclarado tras la muerte de John.


Rosaura asegura haber hablado con el asesino de John la víspera del fatídico día, cuando Chapman se encontraba merodeando en el vestíbulo del Dakota sin que pudiera advertir ninguna muestra de excitación, locura o instinto asesino. Como tantos otros, llora la muerte de John, en su caso, no tanto por su música o su simbolismo para muchas causas, sino por la pérdida de una vida a la que fue muy próxima y a quien admiró por su carácter y bondad, su fidelidad y preocupación auténtica por sus semejantes. Sin duda, esto le habría encantado a John, acostumbrado a que tantos se acercaran a él tan solo por la sombra beatle.


La historia continúa más allá de la muerte de John puesto que se reencuentra con Yoko y aclaran los motivos de la disputa citada, vuelve temporalmente al servicio de Sean cuando éste se muda.




El libro concluye con una emotiva carta de Rosaura a John y con un abundante material fotográfico, parte propiedad de Rosaura.


Y dejamos al lector devoto que descubra por sí mismo las otras muchas historias que aquí se cuentan si bien, por encima de todo, el libro da cuenta de la autora más que de John, de cómo Rosaura se labró una carrera, un futuro, gracias a su carácter llano y sencillo, a su fidelidad y a su cercanía. Como bien dice, el tiempo coloca a todos en su sitio, y a ella le deja en un buen lugar dentro del panorama de las buenas personas de las que siempre se vieron rodeados los chicos. De gente como Mal Evans, Pete Shotton, Brian Epstein , Neil Aspinall, George Martin, Derek Taylor, Freda Kelly y tantos otros, que pese a los muchos inconvenientes y problemas que sin duda trae trabajar con cualquiera de ellos, siempre prefirieron no defraudar la confianza que les fue depositada.





29 de septiembre de 2024

El arte clásico: De Grecia a Roma (J. G. W. Henderson y Mary Beaard)


¿Recuerdas aquellas clases de arte en la escuela, donde las estatuas parecían tan distantes y los monumentos eran solo nombres en una lista? Mary Beard y J.G.W. Henderson rompen con esa visión estática en El arte clásico: De Grecia a Roma, llevándonos en un viaje vibrante por la Antigüedad. Olvídate del mármol blanco inmaculado; en estas páginas, el arte clásico cobra vida, lleno de color, controversias y preguntas que siguen resonando hoy..



Para muchos, el arte es una rémora del pasado, de los tiempos de la escuela. Algún documental suelto, una visita a un monumento en las vacaciones y una ligera impresión de que son cosas del pasado. De aquellos estudios escolares se desprendía una sucesión de nombres de estatuas, famosos edificios y descoloridas imágenes, con una serie de características asociadas que uno debía memorizar confiando en que el contexto viniera dado a través de lo que uno recordase de la asignatura de Historia, acompañado todo ello en el mejor de los casos, de las ilustraciones de un libro o de las diapositivas, filminas se decía en la época, aún no sé el motivo, que el profesor de turno proyectaba en una clase a oscuras, sabiendo que sus alumnos no prestarían atención a las mismas, antes bien, se dedicarían a hacer el mono aprovechando la oscuridad.

 

Mary Beard y J. G. W. Henderson vienen a cuestionar este precario conocimiento en El arte clásico: De Grecia a Roma, una obra que pretende poner en su sitio muchas de las convicciones que venimos arrastrando sobre este periodo del arte desde mediados del siglo XIX cuando diversos estudiosos comenzaron a sistematizar el conocimiento en la materia.


La obra, publicada por La esfera de los libros y repleta de fotografías, mapas y planos, ofrece un excelente recorrido, no tanto por obras concretas sino por cuestiones más generales como el concepto de la copia y la imitación, el uso y sentido del arte en la época clásica o la percepción que se podía tener en aquellos tiempos acerca de cuestiones como el desnudo o la deificación de los gobernantes, temas sobre los que la opinión de entonces fue evolucionando, igual que ocurre hoy en día, puesto que una de las funciones del arte consiste precisamente en cuestionar lo que todos damos por cierto y asumido.

 

No se trata de destruir mitos, sino de completar vacíos. Comenzamos por el ya muy conocido punto en torno a las estatuas que acostumbraban a estar pintadas, alejadas de ese blanco marmóreo que hoy lucen en los museos, antes bien, los colores brillantes podrían llamar desagradablemente la atención a nuestros ojos hoy más refinados, acostumbrados a una paleta que ha ido evolucionando y que huye de los colores chillones para recrearse en el degradado. Por contra, en los tiempos antiguos la preferencia parecía todo cuanto no resultase tan natural, lo que pudiera resultar llamativo. Porque lo que busca la obra es ofrecer cuestionamientos nuevos, trasladarnos esa idea de que la misma función que hoy atribuimos al arte, se la atribuían los antiguos, que el tiempo también tuvo su reflejo en la concepción artística, en la función de las piezas y de la arquitectura.

 

Y volviendo al color, olvidemos las estatuas, porque su verdadero reino natural siempre será el de la pintura, donde solo el color construye la ficción de la realidad, el remedo, sin el apoyo de una arquitectura, de una piedra que sugiera ya las formas.

 

Pero, por desgracia, tan sólo conservamos restos tardíos, dispersos, apenas inteligibles de pintura griega. Sin duda, en la Antigüedad sí sería más accesible para los contemporáneos y, por tanto, la influencia de este arte podemos suponer que pasó a los romanos de quienes tampoco conservamos realmente más que pequeños fragmentos. Por ello, no es de extrañar que el descubrimiento de las villas de Pompeya, con sus paredes repletas de murales supuso toda una revolución en el modo en que se percibió la pintura antigua allá por el siglo XIX.

 

Pero este descubrimiento nos lleva a nuevas preguntas. Creer que lo que hoy visitamos en la ciudad fantasma es el perfecto reflejo de la pintura clásica sería un error. Para empezar, Pompeya no era la cuna del arte, tan solo una ciudad más, sin especial relevancia, por lo que lo que hoy nos muestra no es necesariamente el mejor producto de su época, tan solo lo que hemos es dado vislumbrar. Tampoco somos capaces de comprender muy bien las funciones que cumplían estas pinturas puesto que no siempre sabemos a qué se dedicaba cada estancia, cada espacio. Y en la propia Pompeya tenemos también la acumulación de diversos estilos que suponemos acumulativos pero que tal vez convivían en el tiempo, donde los motivos geométricos y figurativos combinaban a la perfección con las representaciones tan naturales de personas que tampoco somos capaces de identificar, si se trata de imágenes genéricas, retratos de los verdaderos habitantes de las casas, una idealización, ... Lo que sí podemos tener por cierto es que los interiores de estas viviendas parecían un abigarrado muestrario, repleto de imágenes, tal vez de estatuas, adornos, molduras, trampantojos, tal vez lo más alejado de lo que hoy entendemos como clasicismo. Y a todo ello hay que añadir que cualquier mobiliario ha quedado destruido por lo que aún mayor saturación habría que añadir a este conjunto.



Tampoco conocemos muy bien las funciones de estas pinturas. En las estancias dedicadas a que el señor de la casa recibiera, hiciera sus negocios, se puede pensar que el objetivo era mostrar el poder, la opulencia, tal vez la conexión con figuras míticas, con el poder senatorial, imperial posteriormente, pero en las estancias más privadas, podemos intuir todo tipo de intenciones, desde las más picantes, a las meramente destinadas a evitar ese vacío que tanto parecía aterrar a los antiguos.

 

Los pocos restos de pinturas en palacios como el de Nerón o en villas a las afueras de Roma tampoco parecen ofrecer mayor luz a nuestras dudas.  Por fortuna, las ilustraciones de este libro nos permiten disfrutar de una pequeña muestra de este repertorio pictórico, barriendo la imagen algo distorsionada que tenemos en este punto.

 

Pero si avanzamos a otras ramas del arte y nos centramos en la escultura, nuevamente los autores nos trasladan otro sinfín de dudas. Para empezar, el cuestionamiento de la atribución de obras a autores famosos y reconocidos. Comencemos por explicar que la estatuaria griega era una industria propiamente dicha en el sentido de que las esculturas podían nacer de la mente y las manos de un famoso escultor, pero lo cierto es que esta imagen era tomada por infinidad de copistas en un tiempo en el que los derechos de autor no eran concebibles y en los que la única forma de difundir esta imaginería era mediante copias, muchas de ellas son las que hoy identificamos con las originales más por tradición que por certeza.

 

Durante el Renacimiento se recuperaron grupos escultóricos como el Laocoonte, auténtico acontecimiento que asombró a Miguel Ángel o Rafael, y que les influyó notablemente en sus obras. Sin embargo, ni tenemos seguridad de que se trate de los originales citados en los escritos clásicos de Plinio y otros, ni tampoco tenemos la certidumbre de que las reconstrucciones y restauraciones llevadas a cabo sean las correctas. Un brazo cortado es una interrogante y cómo completamos la estatua puede convertir a una afrodita en una

figura recatada o en una exhibición erótica. Cada generación ha gustado de adaptar su visión de estos puzzles incompletos conforme su propia visión del arte de los clásicos.

 

Pero saltemos de capítulo sin abandonar la escultura. Estos griegos y romanos nos

legaron un enorme tesoro que tuvieron que labrar poco a poco. La desnudez que hoy nos parece tan evidente y que ha jugado un importante lugar en la historia del arte, no fue un hecho natural. Los artistas comenzaron por insinuar formas, por levantar levemente vestiduras y, en un largo proceso, tan solo al llegar el periodo helenístico se consagró la belleza del desnudo como un hecho aceptado, hasta entonces el público no admitía sin más la desnudez de una diosa, de un dios, de los mitos de leyenda.

 

Hay otros conceptos que los clásicos nos legaron y que los autores quieren poner en valor. Así, destaca el busto por encima de todos ellos, la idea de que la representación de una cabeza refleja el total de la personalidad, que este pedazo de carne y hueso no es la representación de una cabeza cercenada, de un decapitado, sino que refleja toda la fuerza y poder de un emperador, de un sabio o un poeta, que el carácter queda reflejado en esa exclusiva parte de nuestro cuerpo.

 

Y esta cabeza se convierte en la representación del poder imperial en las monedas, un modo de representación de la autoridad que aún hoy mantenemos. Porque la vinculación entre arte y poder también ha sido una constante que se remonta a estos tiempos antiguos. Es sabido que Augusto, inaugurando una costumbre que seguirían todos sus sucesores, hacía distribuir copias de su estatua, idealizada, mostrando la gloria de su fuerza, forzando la realidad puesto que, como en el caso del retrato de Dorian Gray, pero de manera inversa, la imagen de estas estatuas no se fue adaptando al envejecimiento real del emperador, sino que siempre representó la idea del semidiós que regía los destinos del Imperio.

 

Así que cuando vemos la imaginería del poder en Corea del Norte, la escenografía de Leni Riefenstahl o los carteles de la propaganda soviética, vemos los rescoldos del fuego que encendieron los romanos.

 

Y qué decir de la arquitectura, de esas grandes edificaciones como el altar de Pérgamo, símbolo del poder de una nación, del orgullo de un pueblo que reivindica su lejana conexión con el pasado ateniense. Qué señalar de los arcos del triunfo, sin duda representaciones en piedra de lo que eran previas construcciones efímeras y ocasionales para recibir al victorioso conquistador de lejanas tierras. La columna de Trajano, otro ejemplo que mezcla la ornamentación, la propaganda, el monumento funerario y la megalomanía a partes iguales.

 

Estos artistas de los tiempos clásicos también nos legaron la idea de que el arte, sin duda ha de reflejar una idea de belleza, pero de cuando en cuando, la fealdad también debe asomarse en un desconcertante juego en el que la evolución más moderna ha ido ganando soltura hasta el punto de preferir rechazar los ideales de belleza y mostrar lo que de turbio y amargo tiene nuestro tiempo. Estatuas como la de la denominada vieja borracha, Afrodita siendo seducida por Pan o las de niños ahogando ocas. Es arriesgado trasladar a los clásicos lo que nuestra mentalidad moderna puede interpretar de estas imágenes. Tal vez para ellos fueran representaciones del horror y para nosotros meros recordatorios de que en la vida no todo es bello y perfecto.

 

Como queda dicho, no estamos ante un tratado de arte sino ante un libro que reflexiona sobre el sentido y función del arte clásico en sus propios días y en cómo lo hemos ido interpretando y así, conformando nuestra propia y actual visión del arte antiguo y, por tanto, del que creamos a partir de él. Unas reflexiones siempre bien guiadas y escritas con la habilidad de quien sabe narrar historias que enganchen al lector en un tema tan increíblemente árido como es éste.  




21 de septiembre de 2024

Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal (Hannah Arendt)

 


 

En "Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal", Hannah Arendt no solo narra uno de los juicios más impactantes del siglo XX, sino que nos obliga a enfrentar la incómoda verdad de cómo la maldad puede adoptar la forma de una rutina burocrática. Este libro no trata solo de un criminal nazi, sino de un sistema que convirtió la obediencia en un acto mortal, y a un hombre común en un engranaje letal. ¿Cómo es posible que alguien tan "normal" sea capaz de cometer actos tan atroces? Arendt nos invita a reflexionar sobre esta cuestión. 


Adolf Eichmann fue el encargado, entre otras diversas tareas relacionadas con la solución final de la logística de todas las deportaciones de judíos y gitanos a las cámaras de gas. Por sus manos pasaban las órdenes de requisa de material ferroviario, la perfecta sincronización de los transportes, la priorización incluso por encima de los convoyes militares.


Al concluir la guerra, Eichmann pudo huir de un campo de internamiento americano en que, en todo caso, no había sido identificado correctamente valiéndole una falsa identidad que había conseguido a través de la organización de las SS encargada de facilitar la huida de los altos jerarcas y mandos inferiores.

 

Eichmann vivió un tiempo en Alemania como leñador huyendo así al destino de los condenados en Núremberg. Sin embargo, con el correr de los años su nombre terminó por aflorar a la luz pública al haber ido cayendo otros criminales nazis más famosos. En todas las declaraciones de estos parecía aparecer el enigmático Eichmann como nudo gordiano de la logística precisa para los masivos desplazamientos y las deportaciones.

 

Eichmann creyó llegada la hora de huir y lo hizo a Argentina, gracias a una nueva falsa identidad y la ayuda de antiguos nazis y de un misterioso franciscano.

 

Ya en Argentina se empleó en diversas ocupaciones hasta que finalmente alcanzó ‘un puesto intermedio en la Mercedes, una empresa que sirvió para acoger a otros exiliados nazis. Allí casi perdió el miedo a su detención, tal vez confiando en la política comprensiva del gobierno argentino, tal vez creyendo que el tiempo había borrado parte de su culpa o simplemente por un deseo de dejarse llevar por los acontecimientos. Esto último quedaría corroborado cuando, en 1960, se enteró que unos desconocidos rondaban su barrio haciendo preguntas con disculpas inverosímiles. Sin duda, debía saber que su hora llegaba, pero dejó que los acontecimientos siguieran su curso sin tratar de huir.

 

Y los acontecimientos fueron que los desconocidos eran miembros del Mosad que una mañana le secuestraron, escondieron en una casa y, finalmente, le llevaron a Israel detenido para ser juzgado.

 

El juicio fue un acontecimiento mundial. Primero por las circunstancias de la detención en un estado extranjero, el secuestro, que finalmente fue aceptado como un hecho consumado por Argentina. También por el hecho de que se trataba del primer juicio relevante que el reciente estado israelí llevaba a cabo contra un criminal nazi, recordemos que Israel no existía como tal cuando los delitos juzgados fueron cometidos.

 

También se planteaban cuestiones tales como si los jueces judíos podrían ser imparciales o si los derechos de la defensa de Eichmann serían convenientemente respetados. Si Alemania debería reclamar la extradición del detenido. Si el objeto del juicio alcanzaría también a los crímenes cometidos contra otros pueblos no judíos.

 

Toda una serie de cuestiones relevantes que atrajeron la atención de numerosos periodistas, polemistas, juristas e incluso de filósofos, como Hannah Arendt quien recibió el encargo de seguir el proceso penal y escribir varios artículos para The New Yorker. Estos artículos serían la base del futuro libro Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal (publicado en 1963, editorial Lumen). En este libro la pensadora se plantea todas las cuestiones arriba mencionadas y otras tantas. Conserva en todo momento un juicio severo sobre los aspectos más polémicos y discute sobre las irregularidades que observó en el procedimiento. Se plantea la virtual imposibilidad de que el defensor de Eichmann obrase en igualdad de condiciones que el fiscal, apoyado por toda la maquinaria del estado judío.

 

Se cuestiona la procedencia de gran parte de los testigos llamados a declarar puesto que, en su inmensa mayoría, ni tan siquiera conocieron al acusado y su única finalidad era dar cuenta del contexto, del ambiente de una época, relatar los horrores sufridos con el único fin de tener ocasión de llevar a cabo un ejercicio de exorcización para el propio pueblo judío que había visto cómo los crímenes sufridos apenas representaron un papel relevante en los procesos de Núremberg.

 

Hannah Arendt también hace un acertado relato de la personalidad de Eichmann, de sus propias confesiones, sus afirmaciones y contradicciones. Tratándose de un libro escrito poco más de quince años tras el fin de la guerra, avanza algunos temas que aún hoy no son excesivamente discutidos. Así, la cuestión de porqué los judíos no se rebelaron, no ofrecieron resistencia teniendo en cuenta el escaso número de soldados y carceleros, argumento desmentido por las pocas veces en que esto ocurrió con lamentables consecuencias.

 

Trata el papel oscuro de los Sonder Kommando judíos, pero más interesante aún, explica cómo funcionaba la aproximación nazi, tanto en Alemania como en los sucesivos países según eran ocupados. Se trataba de formar un pequeño núcleo de judíos influyentes, selectos, que colaborasen, fuera para retener a judíos relevantes que pudieran servir para eventuales canjes de prisioneros, fuera para favorecer la deportación por cuotas, procurando que los mismos consejos judíos hicieran la selección, se encargasen de la gestión de los bienes de los deportados, bajo la convicción de que era un mal menor. Siempre se podía aprovechar para hacer limpieza de los judíos refugiados de otros países para salvaguardar a los nacionales, a los más afectos al consejo, ….

 

También analiza el comportamiento de los gentiles en diversos países. Nos explica cómo las deportaciones de judíos en Francia no encontraron obstáculo en tanto se llevaron a cabo con judíos refugiados de otras naciones. El problema era cuando comenzaron a llevar a “nuestros judíos”. Con otra estrategia Italia asumió la política de discriminación y deportación posteriormente, con ánimo ligeramente fingido. En una actitud propiamente latina se decía una cosa y se hacia la contraria. Se excepcionaba a los judíos que fueran militantes del partido fascista, luego a cualquier familiar judío de un afiliado, hasta crear un enorme ámbito de exclusión de las leyes raciales.

 

Por el contrario, destaca el papel de Dinamarca cuyo gobierno se rebeló directamente contra las instrucciones de deportación, llegando a salvar a gran parte de sus judíos, procurando escondites, papeles falsos o directamente la huida a la neutral Suecia. También señala de manera perspicaz que el ambiente antisemita condicionaba la rudeza de los funcionarios nazis encargados de las deportaciones. En Dinamarca incluso los alemanes se mostraron contrariados por las órdenes de deportación y en ocasiones las sabotearon en la medida de sus posibilidades.

 

Es decir, la culpa de los pueblos también tiene su lugar y no todos se comportaron igual. Pero incluso los nazis no siempre y en todo lugar fueron las máquinas malvadas de matar, en ocasiones, pudieron tomar sus propias decisiones con un cierto margen.

 

 

¿Pero obró así Eichmann?. Gran parte de su defensa se apoyaba en que su actuación salvó la vida de numerosos judíos. Algunas deportaciones a países no tan antisemitas, las supuestas y benévolas condiciones del campo de Terezin  o las negociaciones con diversos consejos judíos para salvar a miles de ellos a cambio de camiones, fueron alegaciones continuas. Otra base de la defensa fue también, cómo no, la cuestión de la obediencia debida, si realmente Eichmann tan solo fue un eficiente funcionario que cumplió las órdenes recibidas con la diligencia y eficiencia que, para desgracia de sus víctimas, le era propia, o si en él yacía una plena identificación con los fines de su criminal gobierno.

 

De todo esto nos habla Hannah Arendt por extenso. En ocasiones con detalles algo alejados de los hechos objeto del juicio, pero como ya se ha dicho, tampoco de esto se libró el propio procedimiento. También nos hace un retrato psicológico de Eichmann, de su supuesta eficiencia y su probable torpeza intelectual, de sus afirmaciones sobre su aprecio por los judíos y la incapacidad para regir su vida por sus propias normas y criterios, siempre necesitado de una autoridad superior que le dictara lo que había de decir o hacer, siempre con una frase hecha, tomada de un discurso, de un libro, para zanjar cuestiones complejas para las que no se encontraba muy capacitado.

 

Y éste es el meollo de la cuestión aquí tratada. El hecho de que los estados puedan desarrollar el aparato legal y burocrático para conseguir la adhesión ciega de seres anodinos y sin voluntad como Eichmann, que hasta el último momento de su muerte no creyó haber obrado realmente mal, tan solo quizá creyó encontrarse en el lugar y momento equivocado. Esta burocratización del mal, lo mismo que la industrialización de la muerte, fueron los instrumentos que sirvieron para extender el mal más allá de los fanáticos, para servir de exculpación para muchos que sobrevivieron a la guerra y volvieron a sus casas y sus familias sin sombra de culpa.

 

Y estos mecanismos siguen en pie a día de hoy. Esta banalización del mal, la capacidad para hacerlo llevadero, para separar las cuestiones dolorosas de las ideológicas, para resultar implacable con una cierta indiferencia, incluso con cierta lástima. Todo ello sigue siendo un riesgo posible frente al que solo el conocimiento y la firmeza moral puede levantar un muro de contención. Para esto sirve este libro, con todas sus virtudes y numerosos defectos.

 

 

9 de septiembre de 2024

Gozo (Azahara Alonso)


Gozo, una pequeña isla en el corazón del Mediterráneo, se convierte en el escenario de una exploración íntima y filosófica sobre el significado de un año sabático. Azahara Alonso nos invita a sumergirnos en un viaje donde las preguntas son más importantes que las respuestas, y donde el ritmo pausado de la vida insular revela la esencia de una pausa vital. ¿Qué significa realmente detenerse en un mundo que nunca deja de girar?


Gozo es una isla, la segunda más grande del archipiélago que forma la República de Malta, incluida en la Unión Europea desde 2004. Tras un complejo pasado asociado a ocupaciones normandas y a diversas órdenes militares, fue colonia británica entre 1814 y 1964. Malta ha sabido ganarse un lugar precisamente por esa herencia inglesa que le ha permitido convertirse en un destino para estudiantes de idiomas temerosos de la niebla y la gastronomía británica y que aquí pueden dedicarse a estudiar por las mañanas y tirarse sobre la arena por las tardes.

 

Gozo tiene una extensión de 67 kilómetros cuadrados y una población de 30.000 habitantes, su lado más largo es de unos 14 kilómetros y el más estrecho de unos 5 kilómetros. Esto arroja una densidad poblacional de 470 habitantes por kilómetro cuadrado, casi pareja a la densidad de iglesias, puesto que la isla se precia de tener un templo, entendido en sentido amplio, por cada día del año.

 

Pese a la herencia católica, las costumbres toman prestada ciertas rutinas de su vecino mayor, Italia, como la pasta y los postres, o la defensa a ultranza de un catolicismo propio de otros tiempos donde solo a regañadientes se ha admitido el divorcio, no hablemos de otras desviaciones de la doctrina de la Iglesia.

 

Y a esta remota y breve isla llega Azahara Alonso para vivir durante un año aproximadamente junto a su pareja ante el desconcierto de familiares, amigos y, aún más, de sus nuevos vecinos que solo entienden la vida de los extranjeros en las islas como retiro vacacional, no como retiro del mundo, como destino ideal para un año sabático.

 

¿Pero, qué es un año sabático? ¿A qué nos referimos cuando empleamos una expresión tan manida? Debe durar realmente un año o sirve que se trate de un periodo de tiempo prolongado, ¿seis meses? Y si es más de un año, ¿ya estamos hablando de otra cosa? Y el término sabático, ¿hace referencia al descanso hebreo? ¿A esa obligación religiosa de no hacer nada o se puede considerar que solo implica abandonar la actividad profesional habitual?

 

Y sobre todo esto se interroga la autora, dejando claro que uno puede dedicarse a escribir durante este periodo, pero si se toma el año para escribir un libro, llevar adelante un proyecto, solo estaríamos hablando de un año de descanso del trabajo habitual para llevar a cabo otro diferente.

 

En suma, la esencia de un año sabático es que se trate de un periodo prolongado de tiempo sin una dedicación especial a nada en concreto. Normalmente se asocia con un punto de inflexión, una forma de decir que se pare el mundo, que yo me bajo y me subo cuando vuelva a pasar, y entre tanto reflexiono sobre qué quiero hacer, qué giro quiero que adopte mi vida, mi profesión, mi destino vital.

 

Pero también tenemos la versión supuestamente frecuente en otros países por la que un joven, al concluir sus estudios, se dedica a recorrer el mundo antes de lanzarse a la vida laboral que se supone que le consumirá plenamente en una pira de eficiencia y propósitos renovados. Esta es una extraña figura que no entiendo mucho puesto que, si después de más de veinte años de preparación y formación uno necesita un año para pensar qué hacer con su vida, mal vamos, pero de todo ha de haber.

 

Volvamos a nuestra autora, que decidió residir en este pequeño enclave sin un objetivo muy claro ni definido, tal vez solo para ver lo que pasaba, con una única premisa en mientes, la de tratar de maximizar una exigua cantidad de dinero para hacerla durar en ese remoto paraje el mayor tiempo posible. Esto fue poco después de concluir sus estudios, tal vez después de unos trabajos algo precarios y de una cierta desorientación.

 

Gozo (publicado por Siruela) es, por tanto, el resultado de ese periodo sabático y de las reflexiones nacidas en torno a él. Poco más se puede contar. El texto se forma de conjuntos de párrafos asociados por cierta unidad temática, separados por asteriscos en los que la autora va reflexionando en torno a cualquier asunto que se le ocurra, y aquí cabe todo.

 

Desde la función de la fotografía en esa misión de apropiar al fotografiado, especialmente en la época del selfie, del mundo entero, a las tradiciones perdidas largo tiempo, a las reflexiones de pensadores y filósofos sobre el trabajo, el ocio y el salario. Juicios críticos sobre el turismo, las conversaciones casuales, especialmente con isleños que desconfían de todo y todos, que cuentan las cucharillas cuando devuelves las llaves del piso alquilado o cuando ves la profusión de comida basura que parece adueñarse de cada centímetro de la isla.

 

 


 

Se sorprende por la aparente contradicción de la dependencia del agua, de su transporte para el abastecimiento, cuando una isla es precisamente un espacio de tierra rodeado de agua y cuando, en Gozo, desde cualquier rincón se divisa el mar, presencia imposible de obviar. También nos habla de la ausencia de árboles, más allá de los ornamentales, de la quietud que se respira en unos templos repartidos por todas partes, de las carreteras enloquecidas y de la afición a combinar la conducción y el alcohol, peligrosa mixtura, como da prueba con algunos hechos luctuosos.

 

Dado que Alonso es filósofa, hace gala de ello con abundantes citas a autores franceses, lo que da siempre un toque intelectual sofisticado, al menos para dar conversación en la mesa camilla. Sus ideas sobre el trabajo, el reparto entre ocio y labor, la posibilidad de vivir sin hacer nada más allá de llegar a ser, realizarse, todas ideas estupendas desde el puesto de profesor universitario de prestigio, con un buen sueldo a cambio de unas cuantas horas de clase a la semana.

 

Pero de todo ello saca brillo nuestra isleña, de todo saca fruto porque tal vez la esencia de ese sabatismo es precisamente poder extraer el jugo que haya en cada idea, no depender de encontrar el tiempo suficiente para reflexionar sobre ello, el poder observar la vida de los otros, el modo en que se conducen y sorprenderse, como ella hace, de las extensísimas y agotadoras jornadas de las cajeras del supermercado local, de sus propias experiencias cuando trata de buscar un trabajo de unas pocas horas para alargar en algo su exilio en medio del Mediterráneo.

 

Y poco más se puede contar de este libro sin entrar a enumerar cada uno de los infinitos puntos sobre los que se detiene, en ocasiones de manera reiterada a lo largo de las páginas, en otras para sopesar la cuestión y no retomarla nunca más.

 

No hay tampoco una descripción cronológica del año, antes bien, se pretende todo lo contrario, saltar del año sabático a momentos previos, momentos posteriores, de hecho el libro se escribe ya regresada a España, sin duda tal vez el libro resulta más bien una idea que nace una vez ya reincorporada a la vida civil, al compromiso con la sociedad y con uno mismo, a la vida ordinaria de la que el año sabático fue tan solo un breve paréntesis al que ahora se aferra como oasis imaginario, como punto de escape intelectual.

 

Lo cierto es que es un libro que en un principio no se sabe a dónde se dirige, pero termina por gustar precisamente por ello, porque nos lleva a muchos lugares, algunos que nos interesan, otros que no tanto, pero siempre resulta estimulante. Azahara Alonso no ofrece recetas ni respuestas, ya se sabe que la filosofía comienza por hacerse preguntas, y en este libro las hay a cientos. Para quien se deje cautivar por la hermosa portada, sepa que es una promesa de un interior tan fresco y jugoso como el del melocotón que se nos ofrece.