26 de octubre de 2024

Soy Milena de Praga (Monika Zgustova)

 


 

“Soy Milena de Praga” era el modo en que Milena Jesenská se presentaba cuando se encontraba fuera de su ciudad natal. Y este peculiar comportamiento puede derivar de una notable autoestima, casi como un personaje de la nobleza, Leonor de Aquitania, Cristina de Suecia, o una franca manera de relacionarse sin rodeos ni distanciamientos. Sea como fuere, Monika Zgustova toma ese concepto para escribir una biografía novelada de la joven checa, Soy Milena de Praga (Ed. Galaxia Gutenberg).


Si bien la vida de Milena es principalmente conocida por su breve relación con Kafka, epistolar en gran medida, como todas las relaciones que mantuvo el escritor, lo cierto es que su vida presenta gran interés más allá de este encuentro. No solo la vida de Milena nos permite conocer de primera mano la evolución histórica del convulso periodo de entreguerras en centroeuropa, sino también el papel de las mujeres en ese tiempo en el que la liberación comenzaba a ganar relevancia.


La obra se articula en la influencia que diversas personas tuvieron en Milena. Comenzando por sus padres. Su madre, Milena también de nombre, falleció cuando apenas había cumplido los dieciséis años, marcando profundamente el porvenir de la niña. Su ausencia dejó al padre, un cirujano y profesor universitario, con la ingrata labor de criar a una pequeña rebelde. Jan Jesenská era un patriota checo en una Praga sometida al Imperio Austrohúngaro en la que la cultura dominante era la alemana, la lengua oficial la alemana y el novio de su hija, germanoparlante. Aunque su rigor extremo fue un freno para la alocada Milena, lo cierto es que su figura semi ausente, siempre preocupado por sus altas ocupaciones, dejó a Milena tiempo libre para desarrollar su espíritu artístico y desinhibido al tiempo que mostraba una especial preocupación por su hija en un tiempo en el que no era frecuente que las jóvenes continuaran estudios más allá de una formación mínima.   


Y la joven no desaprovechó la oportunidad. En efecto, Milena solía frecuentar el café Arco en el que sin duda tuvo que coincidir con Kafka cuando éste apenas era conocido fuera de su círculo de íntimos, pero en el que realmente se enamoró de Ernst Pollak, un joven banquero con grandes intereses culturales, especialmente en o referido a la crítica literaria, que pasaba su tiempo libre en tertulias y círculos literarios. Pese a que Jan Jessenská hizo todos los esfuerzos posibles para que su hija abandonara la relación, poco pudo lograr. Incluso cuando Milena quedó embarazada y recurrió a su padre para que solventara la situación, y éste le apoyó en el aborto, creyendo que era el modo de vencer al pretendiente, erró en su juicio. Finalmente, aceptó la boda a cambio del compromiso de la pareja de abandonar Praga y mudarse a Viena para evitar al padre la vergüenza pública.


Corría el año 1918, final de la guerra en una Viena derrotada, que perdía su capitalidad imperial y se veía humillada por las naciones aliadas. Y en esa Viena Milena comprende que igual que no habría sido aceptada en la Praga recién refundada como capital del estado checoslovaco, tampoco lo sería en la Viena republicana, siendo vista como una checa, una especie de campesina paleta, de emigrada. No creamos que pudo hallar consuelo en su recién creado matrimonio. Cuando la pareja llega a Viena, en la misma estación, Pollak la deja plantada para reunirse con su amante y así  Milena entiende desde el primer momento cuáles son las reglas de la relación. Cuando se asienten en un domicilio la casa quedará dividida en dos partes, la de Pollak, para sus tertulias, trabajo y amantes, la de Milena, para consumirse viva.


Trabajará donde pueda y como pueda, tratando de abrirse camino como reportera, escribiendo para algunos diarios checos sobre las duras condiciones de vida de la población vienesa durante aquellos años, seguro que una lectura que haría las delicias de los praguenses.


Sus esfuerzos literarios son motivo de burla en el círculo praguense de Viena que frecuentan los amigos de Pollak y en el que conoce a célebres personajes como Broch, Werfel y otros tantos. Pero la necesidad sigue apretando y llega a ofrecerse incluso como profesora de checo. No se plantea abandonar a su marido haciendo de la necesidad virtud creyendo que antes o después volverá a nacer el amor que tuvieron cuando fueron novios. Y así, escribe sobre las esposas modernas, desenvueltas y liberales que permiten conductas dudosas en sus maridos como lo más normal del mundo, escribe sobre la Milena que le gustaría asumir que es pero que realmente no se corresponde con su ser íntimo. Trata de suicidarse, sufre de continuo, pero no abandona a Pollak.


Cada vez se refugia más en la Literatura, no tanto en escribirla, por ahora su mundo es el periodístico, sino en la obra de otros, la de Kafka en particular, a quien admira y comienza a traducir algunas de sus obras. Da inicio el intercambio epistolar que culmina en la visita de Franz a Viena durante varios días, un episodio feliz y redentor en la vida de ambos.  


Pollak se muestra celoso cuando conoce los escarceos amorosos de su mujer, pero Milena lo interpreta como un rescoldo de amor y se siente atada a una Viena a la que llama su madrastra, relación similar a la que Kafka mantiene con la madrecita Praga. Ambos comparten también una figura paterna autoritaria y la anécdota de Kafka durante el viaje de regreso a Praga, sus problemas con el visado, dan lugar a la sugerencia de Milena para el germen de El Castillo.



Y tal vez el poder literario de Kafka, no le permita unirse a él, pero sí le da fuerzas para regresar a Praga, reconciliarse con su padre y romper con Pollak. Ya en la ciudad, trata de encontrar empleo como periodista aunque solo recibe la proposición de dirigir la sección femenina de un diario conservador. Y se convierte en una espléndida y conocida periodista en la ciudad, todo un personaje de una renaciente Praga. Conoce a Jaromír Krejcar, un arquitecto comunista del que se enamora y con el que terminará casándose por segunda vez. Su vida es el ejemplo de los felices veinte, aunque el embarazo de Milena y los problemas consiguientes le traerán la desgracia. A punto de dar a luz sufre una caída en uno de sus habituales paseos montañeros y se lesiona una pierna malamente. Los dolores terminan por hacerla adicta a la morfina y debe caminar ayudada por un bastón. Jana su hija es una gran alegría, pero llega en un momento terrible como lo son los días que están marcando el signo de los tiempos. Los años treinta traen la gran crisis económica y el surgimiento del fascismo, junto a la anexión y ocupación de Checoslovaquia por Alemania.


Su marido viaja a Rusia causando la separación definitiva de Milena y ésta comienza a apoyar a los grupos de izquierdas opuestos a los nazis, terminando por ser detenida e internada en el campo de Ravensbrück . Allí habrá conocido a Margarette Buber-Neumann que ha pasado por los campos de Stalin y ha caído en los de Hitler. Milena la admira y terminará por pedirle que escriba sobre su vida, lo que su amiga cumplirá en un libro que es el verdadero testimonio biográfico de la joven que perdió la vida a los cuarenta y siete años por una infección renal mal tratada. Es curioso ver cómo Kafka confió sus diarios a Milena y ésta cumplió su compromiso y cómo ella confió el recuerdo de su vida en Greta quien, contra todo pronóstico, sobrevivió al fin de la guerra y también cumplió el suyo.


Monika Zgustova ha construido una versión novelada de la vida de Milena de la que apenas disponemos de más información de la que se recoge en la citada biografía, así como de los textos que se conservan de sus artículos o las palabras que Kafka le escribió, dado que las respuestas de Milena se perdieron. Con estos mimbres la historia se convierte en esfuerzo desigual al tener periodos de la vida de la checa que son pasados por alto de manera algo precipitada mientras que, en otras ocasiones, la autora se regodea con una escena, como los reencuentros con Kafka en su lecho de muerte o con Jaromir a su regreso de la URSS, en los que concentra gran parte del conocimiento de la relación con ambos hombres. En todo caso, estamos ante un esfuerzo notable por ofrecer un cuadro realista, más allá de las pocas notas conocidas, y tratando de darle un papel propio, no accesorio de sus amantes o maridos, tal y como merece el personaje.

 



18 de octubre de 2024

El coloso de Marusi (Henry Miller)

 


Descubrir la Grecia de Henry Miller en El coloso de Marusi es sumergirse en una reflexión profunda sobre la esencia humana, en un mundo al borde del caos. No es solo un libro de viajes, sino una meditación sobre la vida, la pobreza, y la cultura. Miller nos invita a cuestionar nuestros propios valores y la dirección en la que nos lleva la civilización moderna.



Llego a El coloso de Marusi (Edhasa), de Henry Miller, gracias a varias referencias contenidas en Corazón de Ulises de Javier Reverte y a otros encuentros casuales con este título en revistas o internet. La obra es presentada como una especie de libro de viajes, basado en la estancia de su autor durante un año aproximadamente al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, huyendo de la amenazada Francia y accediendo a una generosa invitación de Lawrence Durrel quien residía en Corfú en aquellos tiempos.


Pongámonos previamente en contexto. Henry Miller contaba con cuarenta y ocho años. Había vivido una década en París desde donde había publicado dos novelas, Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio, que aún no gozaban de la fama y reconocimiento que tendrían más tarde y que le llevaron por primera vez a ser juzgado en los Estados Unidos por obscenidad viendo cómo sus libros pasaban al comercio clandestino.

 

Miller había dejado los Estados Unidos en parte por la pobreza en que vivía, en parte buscando ese viaje literario por excelencia que otros ya habían hecho y proclamado al mundo, como Hemingway o Scott FitzGerald. No solo París es una fiesta, sino que también es enormemente barato en comparación con Nueva York. Allí uno puede escribir por las mañanas, comer en un figón una comida decente bañada por un vino aceptable y barato, y pasear por la tarde por sus bulevares y junto al Sena.  

 

Pero el París de los años treinta ya no es el de los felices veinte. Ha habido una intentona por acabar con el régimen de la III República en el 34; dos años después hay unas elecciones que dan el poder al Frente Popular, una cierta simetría con el conflicto que nace en España y por el que, a diferencia de otros coetáneos como el propio Hemingway o Dos Passos, Henry Miller parece no sentir interés especial.

 

Entre tanto, Lawrence Durrel, a quien ha conocido unos años antes en la bohemia parisina, le envía continuas misivas invitándole a instalarse con él en la soleada Corfú alejándose así de las amenazas de una guerra inminente. Y es así como Miller viaja a Grecia para pasar allí un año y visitar Corfú, Atenas, Esparta, unos cuantos recintos arqueológicos o Creta.

 

En su viaje, Miller parece arrostrar la gran tragedia de que se le note a la legua que es americano. Y no menos duro de sobrellevar para él es el que parezca que no hay griego con el que se cruce que no haya vivido en América y se lo quiera hacer saber. En Chicago, Montreal o la propia Nueva York. Todos estos griegos lamentan su decisión de volver a la patria, un país pobre y sin posibilidades, con gente rústica y ordinaria. Nada parecido a la riqueza americana, a sus avanzados conceptos económicos, a sus comodidades, sus coches, sus edificios altísimos, en suma, a su papel señero de la modernidad.

 

Estos emigrantes griegos que ahora, ya regresados a su país de origen, sienten nostalgia de su exilio, quieren noticias, quieren confirmar sus convicciones y prejuicios, pero encuentran en Miller una dura piedra. El autor no disimula en muchas ocasiones el rechazo y odio que siente por los Estados Unidos. Considera que el camino elegido por esa nación, el protagonismo del individuo en detrimento de la comunidad, sus ideales expansivos que obvian lo que de natural tiene la sociedad humana, son la prueba de la espantosa deriva a la que se asoma el mundo entero. Para él, Grecia simboliza precisamente todo lo contrario. Es precisamente en esa pobreza que avergüenza a los griegos en la que encuentra el fundamento de su grandeza y de la admiración que siente por el país. Como bien señala, pobreza no es igual a miseria y afirma que en Grecia ha visto mucha pobreza, pero apenas miseria, todo lo contrario de lo que ha podido vivir en Estados Unidos y, en menor medida, en otras naciones como Inglaterra o la propia Francia. El autor gusta de sorprender a todos sus contertulios asegurando que no desea volver a Norteamérica en lo que le queda de vida, tan grande es su resquemor por su país.

 

Pero no solo de griegos está poblada Grecia. Otra gran desgracia que sufre Miller en este viaje es la de parecer atraer a todo extranjero que se encuentre en esta tierra. Así, los cónsules, agregados comerciales o funcionarios varios, de diversas nacionalidades, los turistas americanos o los viajeros ingleses, siempre llegando de alguna parte con destino a cualquier otro lugar, parecen anhelar la connivencia con Miller en contra de esta tierra dura y agreste, de su pueblo endurecido, casi salvaje, nada que ver con sus ilustres antepasados idealizados.

 

En estos encuentros, pocos parecen ser capaces de sortear el desprecio de nuestro viajero. Ni los extranjeros por su desconocimiento del verdadero espíritu griego, ni los ciudadanos de su arcadia soñada por no estar en la mayoría de ocasiones a la altura de las ensoñaciones ideales de Miller. Nadie, ni siquiera su amigo Durrell, especialmente Durrell. Su amigo poeta es un inglés que lo sigue siendo pese a no haber vivido casi en su tierra natal pero que, como todos los ingleses, gusta de vivir en una pequeña burbuja anglosajona, buscando mantener sus costumbres más allá de lo razonable, haciendo esperar a todos horas hasta lograr su desayuno de huevos pasados por agua al punto exacto. Miller va quedando hastiado de todos ellos ya que, a su juicio, solo él mismo parece ser capaz de exprimir la esencia de esta tierra, lo que no deja de revelar una soberbia propia de ese espíritu occidental que tanto deplora.

 

Pero no para todos existe un reproche de Miller, para todos no. Para Katsimbalis Solo hay bellas palabras y una sincera amistad, afecto y reconocimiento. Katsimbalis era un héroe de la guerra, de la Primera Guerra Mundial y de la lucha frustrada contra Turquía en la que Atatürk logró la victoria. Pero, más allá de sus méritos y hazañas militares, Katsimbalis es un escritor, editor e intelectual griego de gran altura. Su obra y, especialmente, la comprensión de su lugar en el mundo, es lo que causa la admiración y respeto de Miller.  De hecho, el título de este libro hace referencia a la talla que confiere al griego y a su residencia, Marusi, una fea población del extrarradio ateniense.

 

A estas alturas, no sorprende que afirmemos que no estamos ante un libro de viajes, al menos no al uso, salvo que tengamos por tal el propio viaje interior, de renacer espiritual, que nos narra Miller. De sus peculiares obsesiones nace un profundo sentimiento de incomodidad con su tiempo, con la civilización que progresivamente se extiende por todas partes, manchando cuanto toca. Un mundo en el que el individualismo y la falta de comunión espiritual entre los hombres y de estos con la Naturaleza va corroyendo progresivamente toda esperanza de salvación.

 

Este sentimiento se refleja en las tierras griegas, en un momento de duda e incertidumbre mundial, con Alemania ocupando Polonia y la amenaza de guerra en Grecia a manos de un vecino italiano, marrullero y taimado, que ha ocupado Albania y tiene ya a su alcance la Grecia continental. Es en este momento de incertidumbre, cuando la máquina militar amenaza la vida, cuando Miller siente con mayor fuerza la importancia del pueblo griego, volcado en su pobreza, en sus cortas tradiciones, sin comprender la grandeza de su pasado y, por tanto, pudiendo sentirse orgulloso de ella con más motivo, sin altanería ni soberbia a la que tan afines son los norteamericanos o, más aún, los ingleses a los que tanto parece despreciar Miller.

 

Los paisajes áridos, abruptos, el carácter algo asilvestrado, el florecimiento repentino de los sentimientos, el orgullo feroz, todo eso es lo que Miller valora. Pero sus altas opiniones son siempre teóricas y no acostumbran a resistir la realidad. Sus encuentros con los locales suelen estar teñidos de resentimiento. No se ahorran descripciones de la zafiedad, agresividad e incultura de los griegos a los que, pocos párrafos atrás, se ha ensalzado por esos mismos motivos. Pero Miller no pretende la coherencia, tan solo explora su propia percepción de la vida.

 

Y solo guarda buenas palabras para Katsimbalis, por encima de su amigo Durrell, siempre el griego se alza con la admiración del autor, sin que uno termine de tener claros los motivos, sin que llegue a expresarse nunca de manera clara qué es lo que hace que ese titán, el héroe de guerra, pueda con sus palabras, con sus actos, encarnar todo ese ideal sencillo y sincero que Miller no termina de vislumbrar en las tabernas de Creta o del Peloponeso.

 

 

Y así visto, no como ese libro de viajes, esa descripción acerada de la Grecia clásica que se nos quiere vender, sino más bien como ese viaje hacia el nudo gordiano de todas las cosas, es como el libro cobra todo su sentido y valor.

 

Las páginas son ahora vistas como ese largo proceso por el que se concluye una búsqueda la que Miller había dado inicio años atrás, sin rumbo, sin sentido, tan solo dando bandazos pero que, de un modo u otro, le han dirigido aquí, a esta tierra en la que comprende el secreto de la vida, algo similar a la meditación en la que la concentración lleva a la falta de atención en nada particular, tan solo al ser y existir, al pasar, sin dejarse llevar o atar por nada o nadie.

 

Tal vez el punto clave de esa inflexión llega de la mano de Katsimbalis cuando le hace visitar a una especie de adivino que vive en un asentamiento de refugiados armenios y que le revela un impresionante futuro, un futuro al que ansía llegar, hacer presente, una adivinación que le confirma en todo aquello que viene removiendo su espíritu desde hace tiempo, ese sentimiento que ha visto nacer visitando ruinas de antiguos santuarios griegos, pocos días antes. 

 

Eleusis, el famoso enclave arqueológico, cuna de ritos iniciáticos secretos, en los que las drogas se empleaban con fines desconocidos es, junto al adivino armenio, el culmen espiritual del libro, el clímax en el que Miller alcanza la comprensión de su destino en la vida. Tal vez restos de las supuestas hierbas embriagadoras que se empleaban en aquellos ritos, flotaban en el ambiente el día en que Miller visitó las ruinas. Pero, sea como fuere, lo cierto es que cualquier lugar es bueno para renacer, mejor aún si tiene ese pasado mezcla de misticismo y liberación, de ritos ocultos e introspección mental.

 

Nace así un nuevo deseo, el de retornar a los Estados Unidos, contradiciendo así todas las afirmaciones que había hecho en sentido contrario a cuantos se interesaban por la cuestión. Henry Miller ya era célebre por la publicación de sus provocadoras primeras novelas pero será a partir de su regreso a los Estados Unidos en 1940 y la publicación de este testimonio de admiración a Grecia y a ese coloso de Marusi cuando su influencia crecerá en la Literatura y más allá. Cuánto debe a Katsimbalis, al anciano armenio, a Eleusis, a las ruinas de Cnosos y Festos o a los paisajes rocosos de la Ática es algo que deberá decidir cada lector.

 


8 de octubre de 2024

En casa de John Lennon (Rosaura López Lorenzo)



 

Imagina ser una joven gallega en Nueva York, trabajando en el legendario edificio Dakota. Ahora, imagina que tu jefe es nada menos que John Lennon. Rosaura López Lorenzo vivió esa increíble casualidad y nos lo cuenta con detalle en "En casa de John Lennon", un libro que revela la intimidad del icónico músico, lejos de los flashes y los mitos, a través de los ojos de alguien que compartió con él la simplicidad del día a día.




En la vida se producen casualidades. Algunas de ellas se concatenan y nos regalan cosas hermosas como este libro, En casa de John Lennon (editorial Hércules), escrito por Rosaura López Lorenzo con la colaboración de Eduardo Herrero.


Porque casualidad es que la hija de unos panaderos de Pontevedra termine trabajando como personal de servicio de John Lennon y Yoko Ono en el edificio Dakota de Nueva York durante el periodo en el que el músico se retiró de la vida pública, en la segunda parte de los setenta, hasta su regreso en 1980, retorno truncado por su asesinato.


Pero también es casualidad que Eduardo Herrero fuera enviado por la televisión autonómica gallega (TVG) a Newark para grabar un pequeño reportaje sobre una reunión de gallegos residentes en la costa este norteamericana, y dar con una pandereteira septuagenaria a la que decide entrevistar de manera casual y que ésta le desvele sin más emoción, sólo como un hecho más de su biografía, que fue empleada de John Lennon y que vivió precisamente en el apartamento del que tantas noticias falsas, rumores y leyendas se cuentan. Y no es menos casual que Herrero resultase ser un fiel admirador y conocedor de John y su obra, por lo que se impuso la tarea de dar a conocer la historia de Rosaura.


Ya para terminar, casi resulta más determinante que, como prueba de su buena voluntad, Rosaura solicitara permiso previo a Yoko Ono para despachar estas memorias, aprobación que recibió sin mayor problema, hecho sorprendente cuando es conocida la notable animadversión que Yoko siente por cualquier biógrafo, prueba de la enorme confianza que tenía en Rosaura, en su discreción y buenafe.


Llegando ya al libro en cuestión, En casa de John Lennon, nos encontramos con los recuerdos de Rosaura, agrupados por capítulos temáticos encabezados por alguna cita del propio John. La redacción es sencilla y transparente, sin que apenas se pueda apreciar la mano de un profesional en la posible reelaboración de los mismos, más bien tan solo en forma de poder apuntar algún dato, entresacar citas y otras cuestiones menores como las explicaciones al impresionante apéndice fotográfico que da prueba de muchas de las afirmaciones vertidas en el libro sobre la familiaridad que los Lennon derrocharon con la autora.  


Rosaura, que había llegado a Nueva York en 1962, se había desempeñado como empleada de hogar de diversas familias pudientes, hasta que terminó con los Stanley en el famoso Dakota. Cuando los Stanley deciden mudarse temporalmente a Gran Bretaña, alquilan y luego venden el piso a los Lennon que ya vivían en el edificio pero a condición de que mantenga a Rosaura como empleada. Este compromiso no parece del todo confirmado puesto que la propia Rosaura reconoce que su primer contacto con sus futuros empleadores fue una entrevista con Yoko quien le hizo diversas preguntas con las que poder encargar su carta astral y decidir así si era o no conveniente para la familia. No desvelaremos mucho más sobre este tema y cómo se resuelve, pero sí que pone un toque de atención sobre alguna de las peculiaridades en la vida espiritual de John y Yoko como delicadamente apunta Rosaura. Tal vez a Yoko le debería haber bastado tener en cuenta que Rosaura venía recomendada por los Stanley, el nombre de soltera de Julia, la madre de John, coincidencia que éste no debió pasar por alto.


Pero pese a este comienzo algo azaroso, la vida laboral de Rosaura en el Dakota se convirtió en una agradable sucesión de anécdotas, vivencias y experiencias que atesora con cariño. Pese a que el episodio astrológico citado parece corroborar muchas de las extrañas historias sobre la vida en el Dakota, lo cierto es que gran parte del libro orbita en torno al deseo de rebatir de las mismas. De hecho, no sería mala opción leer este libro al tiempo que se hace lo propio con el infame Las vidas de John Lennon de Albert Goldman.


Así, Rosaura nos señala cómo ninguno de los Lennon acostumbraba a pasearse desnudo por la casa, cómo habría de hacerlo con la cantidad de ropa que tenían.  También asegura que nunca vio a John ebrio o drogado, que su dieta era sana y que la comida que compraban siempre estaba entre lo mejor. Descarta que Yoko ejerciera un papel tiránico sobre John y, por contra, defiende su labor para protegerle de los estragos de la fama, siempre preocupada por su seguridad, por evitar incidentes, por desgracia nunca lo suficiente.


Rosaura nos cuenta cómo enseñó a John a preparar pan al estilo tradicional gallego y como aquél aseguraba que la actividad de amasar le relajaba y hacía sentir enormemente bien. También conocemos cómo ambos se preocupaban por Julian, quien visitó a la pareja en varias ocasiones en el Dakota forjando una buena relación con Sean, su medio hermano. Rosaura tiene también sus anécdotas sobre Julian, pero no podemos contar aquí todo.  


Las memorias no pretenden ser una exhaustiva visión cronológica, todo lo contrario. Estamos ante recuerdos y anécdotas mínimamente organizadas en torno a temas y anécdotas. Rosaura narra cómo John le pidió ayuda para desatascar un retrete en el que había arrojado la bolsita en la que le entregaban la marihuana que consumía. Y, pese a negar que en ningún momento le viera consumir otro tipo de sustancias, ni que jamás percibiera ningún comportamiento propio de una persona drogodependiente, lo cierto es que describe con gracia la vergüenza y cara de chiquillo travieso pillado en falta con la que John le pidió el favor para evitar que Yoko se enterara.


Y es que la vida doméstica no estaba hecha para John pese a que nos quisiera hacer creer que se pasó cinco años horneando pasteles. Si bien pudo aprender en alguna ocasión a amasar pan, lo cierto es que Rosaura nos cuenta cómo era casi incapaz de prepararse un café narrando la vez en que John olvidó poner agua en la cafetera lo que casi provoca un accidente en la casa. La autora recuperó de la basura la cafetera que estaba totalmente abrasada en su parte inferior y, como nos cuenta, la continuó empleando en su casa cuando recibía visitas ocasionales.


Pero la actividad principal de John parecía la de leer revistas y periódicos (al parecer, estaba suscrito a casi todos los que se publicaban en la ciudad), a hacer sus graciosos bosquejos, con los que se entretenía a todas horas o a tocar o escuchar música. Rosaura sabía bien que ninguno de los montones de papeles tirados por el suelo en la habitación de John debían ser arrojados a la papelera porque John podía querer recuperarlos al día siguiente para retomar una idea, recomponer el texto de una canción inédita o destruirlo de manera definitiva.


Descarta la afirmación de que John era un vago indolente que pasaba gran parte del día tirado en su cama en un sopor somnoliento, viendo la televisión y sin mayor actividad. Por contra, señala que cuando ella llegaba temprano a la casa, John solía estar ya en la cocina leyendo la prensa. También John dedicaba gran parte de su tiempo a Sean, de quien solo quería su felicidad y el tratar de brindarle una infancia como la que él no había tenido y como la que le había hurtado a su primer hijo, Julian.


Pero tal vez los pasajes más entretenidos y enternecedores del libro son los que cuentan las relaciones y conversaciones entre empleadores y empleada. Rosaura nos cuenta cómo un constipado llevó a Yoko a dejarle su tarjeta de crédito junto a una carta autorizando su uso para que pudiera comprarse un abrigo en condiciones que le protegiera del frío invernal neoyorquino, con la aclaración de que no comprara un abrigo de pieles, que ella ya era una mujer casada. Rosaura guarda con cariño ese abrigo, prueba de una confianza y generosidad que muchos discuten. También nos cuenta cómo en una ocasión pasó con el pequeño Sean mucho tiempo jugando en brazos delante de un espejo y que luego llegó a encontrarse fatigada y dolorida. Inmediatamente los Lennon le organizaron una visita a su masajista.


También Rosaura nos describe cómo John se interesaba por su vida, cómo le aconsejaba sobre el modo de  tratar a su hijo, que ya estaba entrando en la adolescencia y del que Rosaura comenzaba a sentirse algo extrañada y separada, como les ocurre a todos los padres de adolescentes. Como John bien le recordó, nadie quiere hablar a sus padres en esa edad de qué chica le gusta, de sus verdaderas preocupaciones y anhelos, bien lo sabía él que no tuvo con quién hacerlo. Incluso Rosaura llevó a su hijo a la casa para que conociera a Sean y pudieran tratarse ocasionalmente, con gran contento de John y Yoko que querían que su hijo se relacionara con todo tipo de personas, no solo con hijos de famosos.


Rosaura se conmueve al recordar cuándo John le decía que le gustaría conocer su pueblo y ella le invitaba con total sinceridad, asegurándole que allí no tendrían muchas comodidades pero que gozarían de una gran paz y de espacio y naturaleza para disfrutar al aire libre. También recuerda con gracia cómo John se maravillaba de que ella no conociera Manitas de plata, un guitarrista flamenco por el que John parecía sentir auténtica devoción.

 

 



El libro continúa por estos derroteros, con invitaciones recíprocas a cumpleaños y aniversarios de boda, con postales y regalos cuando los lennon viajaban a Japón, hasta que la cosa se tuerce y en 1980 Rosaura abandona el servicio de la casa por un incidente del que nos da cuenta y que, desgraciadamente, solo quedó aclarado tras la muerte de John.


Rosaura asegura haber hablado con el asesino de John la víspera del fatídico día, cuando Chapman se encontraba merodeando en el vestíbulo del Dakota sin que pudiera advertir ninguna muestra de excitación, locura o instinto asesino. Como tantos otros, llora la muerte de John, en su caso, no tanto por su música o su simbolismo para muchas causas, sino por la pérdida de una vida a la que fue muy próxima y a quien admiró por su carácter y bondad, su fidelidad y preocupación auténtica por sus semejantes. Sin duda, esto le habría encantado a John, acostumbrado a que tantos se acercaran a él tan solo por la sombra beatle.


La historia continúa más allá de la muerte de John puesto que se reencuentra con Yoko y aclaran los motivos de la disputa citada, vuelve temporalmente al servicio de Sean cuando éste se muda.




El libro concluye con una emotiva carta de Rosaura a John y con un abundante material fotográfico, parte propiedad de Rosaura.


Y dejamos al lector devoto que descubra por sí mismo las otras muchas historias que aquí se cuentan si bien, por encima de todo, el libro da cuenta de la autora más que de John, de cómo Rosaura se labró una carrera, un futuro, gracias a su carácter llano y sencillo, a su fidelidad y a su cercanía. Como bien dice, el tiempo coloca a todos en su sitio, y a ella le deja en un buen lugar dentro del panorama de las buenas personas de las que siempre se vieron rodeados los chicos. De gente como Mal Evans, Pete Shotton, Brian Epstein , Neil Aspinall, George Martin, Derek Taylor, Freda Kelly y tantos otros, que pese a los muchos inconvenientes y problemas que sin duda trae trabajar con cualquiera de ellos, siempre prefirieron no defraudar la confianza que les fue depositada.





29 de septiembre de 2024

El arte clásico: De Grecia a Roma (J. G. W. Henderson y Mary Beaard)


¿Recuerdas aquellas clases de arte en la escuela, donde las estatuas parecían tan distantes y los monumentos eran solo nombres en una lista? Mary Beard y J.G.W. Henderson rompen con esa visión estática en El arte clásico: De Grecia a Roma, llevándonos en un viaje vibrante por la Antigüedad. Olvídate del mármol blanco inmaculado; en estas páginas, el arte clásico cobra vida, lleno de color, controversias y preguntas que siguen resonando hoy..



Para muchos, el arte es una rémora del pasado, de los tiempos de la escuela. Algún documental suelto, una visita a un monumento en las vacaciones y una ligera impresión de que son cosas del pasado. De aquellos estudios escolares se desprendía una sucesión de nombres de estatuas, famosos edificios y descoloridas imágenes, con una serie de características asociadas que uno debía memorizar confiando en que el contexto viniera dado a través de lo que uno recordase de la asignatura de Historia, acompañado todo ello en el mejor de los casos, de las ilustraciones de un libro o de las diapositivas, filminas se decía en la época, aún no sé el motivo, que el profesor de turno proyectaba en una clase a oscuras, sabiendo que sus alumnos no prestarían atención a las mismas, antes bien, se dedicarían a hacer el mono aprovechando la oscuridad.

 

Mary Beard y J. G. W. Henderson vienen a cuestionar este precario conocimiento en El arte clásico: De Grecia a Roma, una obra que pretende poner en su sitio muchas de las convicciones que venimos arrastrando sobre este periodo del arte desde mediados del siglo XIX cuando diversos estudiosos comenzaron a sistematizar el conocimiento en la materia.


La obra, publicada por La esfera de los libros y repleta de fotografías, mapas y planos, ofrece un excelente recorrido, no tanto por obras concretas sino por cuestiones más generales como el concepto de la copia y la imitación, el uso y sentido del arte en la época clásica o la percepción que se podía tener en aquellos tiempos acerca de cuestiones como el desnudo o la deificación de los gobernantes, temas sobre los que la opinión de entonces fue evolucionando, igual que ocurre hoy en día, puesto que una de las funciones del arte consiste precisamente en cuestionar lo que todos damos por cierto y asumido.

 

No se trata de destruir mitos, sino de completar vacíos. Comenzamos por el ya muy conocido punto en torno a las estatuas que acostumbraban a estar pintadas, alejadas de ese blanco marmóreo que hoy lucen en los museos, antes bien, los colores brillantes podrían llamar desagradablemente la atención a nuestros ojos hoy más refinados, acostumbrados a una paleta que ha ido evolucionando y que huye de los colores chillones para recrearse en el degradado. Por contra, en los tiempos antiguos la preferencia parecía todo cuanto no resultase tan natural, lo que pudiera resultar llamativo. Porque lo que busca la obra es ofrecer cuestionamientos nuevos, trasladarnos esa idea de que la misma función que hoy atribuimos al arte, se la atribuían los antiguos, que el tiempo también tuvo su reflejo en la concepción artística, en la función de las piezas y de la arquitectura.

 

Y volviendo al color, olvidemos las estatuas, porque su verdadero reino natural siempre será el de la pintura, donde solo el color construye la ficción de la realidad, el remedo, sin el apoyo de una arquitectura, de una piedra que sugiera ya las formas.

 

Pero, por desgracia, tan sólo conservamos restos tardíos, dispersos, apenas inteligibles de pintura griega. Sin duda, en la Antigüedad sí sería más accesible para los contemporáneos y, por tanto, la influencia de este arte podemos suponer que pasó a los romanos de quienes tampoco conservamos realmente más que pequeños fragmentos. Por ello, no es de extrañar que el descubrimiento de las villas de Pompeya, con sus paredes repletas de murales supuso toda una revolución en el modo en que se percibió la pintura antigua allá por el siglo XIX.

 

Pero este descubrimiento nos lleva a nuevas preguntas. Creer que lo que hoy visitamos en la ciudad fantasma es el perfecto reflejo de la pintura clásica sería un error. Para empezar, Pompeya no era la cuna del arte, tan solo una ciudad más, sin especial relevancia, por lo que lo que hoy nos muestra no es necesariamente el mejor producto de su época, tan solo lo que hemos es dado vislumbrar. Tampoco somos capaces de comprender muy bien las funciones que cumplían estas pinturas puesto que no siempre sabemos a qué se dedicaba cada estancia, cada espacio. Y en la propia Pompeya tenemos también la acumulación de diversos estilos que suponemos acumulativos pero que tal vez convivían en el tiempo, donde los motivos geométricos y figurativos combinaban a la perfección con las representaciones tan naturales de personas que tampoco somos capaces de identificar, si se trata de imágenes genéricas, retratos de los verdaderos habitantes de las casas, una idealización, ... Lo que sí podemos tener por cierto es que los interiores de estas viviendas parecían un abigarrado muestrario, repleto de imágenes, tal vez de estatuas, adornos, molduras, trampantojos, tal vez lo más alejado de lo que hoy entendemos como clasicismo. Y a todo ello hay que añadir que cualquier mobiliario ha quedado destruido por lo que aún mayor saturación habría que añadir a este conjunto.



Tampoco conocemos muy bien las funciones de estas pinturas. En las estancias dedicadas a que el señor de la casa recibiera, hiciera sus negocios, se puede pensar que el objetivo era mostrar el poder, la opulencia, tal vez la conexión con figuras míticas, con el poder senatorial, imperial posteriormente, pero en las estancias más privadas, podemos intuir todo tipo de intenciones, desde las más picantes, a las meramente destinadas a evitar ese vacío que tanto parecía aterrar a los antiguos.

 

Los pocos restos de pinturas en palacios como el de Nerón o en villas a las afueras de Roma tampoco parecen ofrecer mayor luz a nuestras dudas.  Por fortuna, las ilustraciones de este libro nos permiten disfrutar de una pequeña muestra de este repertorio pictórico, barriendo la imagen algo distorsionada que tenemos en este punto.

 

Pero si avanzamos a otras ramas del arte y nos centramos en la escultura, nuevamente los autores nos trasladan otro sinfín de dudas. Para empezar, el cuestionamiento de la atribución de obras a autores famosos y reconocidos. Comencemos por explicar que la estatuaria griega era una industria propiamente dicha en el sentido de que las esculturas podían nacer de la mente y las manos de un famoso escultor, pero lo cierto es que esta imagen era tomada por infinidad de copistas en un tiempo en el que los derechos de autor no eran concebibles y en los que la única forma de difundir esta imaginería era mediante copias, muchas de ellas son las que hoy identificamos con las originales más por tradición que por certeza.

 

Durante el Renacimiento se recuperaron grupos escultóricos como el Laocoonte, auténtico acontecimiento que asombró a Miguel Ángel o Rafael, y que les influyó notablemente en sus obras. Sin embargo, ni tenemos seguridad de que se trate de los originales citados en los escritos clásicos de Plinio y otros, ni tampoco tenemos la certidumbre de que las reconstrucciones y restauraciones llevadas a cabo sean las correctas. Un brazo cortado es una interrogante y cómo completamos la estatua puede convertir a una afrodita en una

figura recatada o en una exhibición erótica. Cada generación ha gustado de adaptar su visión de estos puzzles incompletos conforme su propia visión del arte de los clásicos.

 

Pero saltemos de capítulo sin abandonar la escultura. Estos griegos y romanos nos

legaron un enorme tesoro que tuvieron que labrar poco a poco. La desnudez que hoy nos parece tan evidente y que ha jugado un importante lugar en la historia del arte, no fue un hecho natural. Los artistas comenzaron por insinuar formas, por levantar levemente vestiduras y, en un largo proceso, tan solo al llegar el periodo helenístico se consagró la belleza del desnudo como un hecho aceptado, hasta entonces el público no admitía sin más la desnudez de una diosa, de un dios, de los mitos de leyenda.

 

Hay otros conceptos que los clásicos nos legaron y que los autores quieren poner en valor. Así, destaca el busto por encima de todos ellos, la idea de que la representación de una cabeza refleja el total de la personalidad, que este pedazo de carne y hueso no es la representación de una cabeza cercenada, de un decapitado, sino que refleja toda la fuerza y poder de un emperador, de un sabio o un poeta, que el carácter queda reflejado en esa exclusiva parte de nuestro cuerpo.

 

Y esta cabeza se convierte en la representación del poder imperial en las monedas, un modo de representación de la autoridad que aún hoy mantenemos. Porque la vinculación entre arte y poder también ha sido una constante que se remonta a estos tiempos antiguos. Es sabido que Augusto, inaugurando una costumbre que seguirían todos sus sucesores, hacía distribuir copias de su estatua, idealizada, mostrando la gloria de su fuerza, forzando la realidad puesto que, como en el caso del retrato de Dorian Gray, pero de manera inversa, la imagen de estas estatuas no se fue adaptando al envejecimiento real del emperador, sino que siempre representó la idea del semidiós que regía los destinos del Imperio.

 

Así que cuando vemos la imaginería del poder en Corea del Norte, la escenografía de Leni Riefenstahl o los carteles de la propaganda soviética, vemos los rescoldos del fuego que encendieron los romanos.

 

Y qué decir de la arquitectura, de esas grandes edificaciones como el altar de Pérgamo, símbolo del poder de una nación, del orgullo de un pueblo que reivindica su lejana conexión con el pasado ateniense. Qué señalar de los arcos del triunfo, sin duda representaciones en piedra de lo que eran previas construcciones efímeras y ocasionales para recibir al victorioso conquistador de lejanas tierras. La columna de Trajano, otro ejemplo que mezcla la ornamentación, la propaganda, el monumento funerario y la megalomanía a partes iguales.

 

Estos artistas de los tiempos clásicos también nos legaron la idea de que el arte, sin duda ha de reflejar una idea de belleza, pero de cuando en cuando, la fealdad también debe asomarse en un desconcertante juego en el que la evolución más moderna ha ido ganando soltura hasta el punto de preferir rechazar los ideales de belleza y mostrar lo que de turbio y amargo tiene nuestro tiempo. Estatuas como la de la denominada vieja borracha, Afrodita siendo seducida por Pan o las de niños ahogando ocas. Es arriesgado trasladar a los clásicos lo que nuestra mentalidad moderna puede interpretar de estas imágenes. Tal vez para ellos fueran representaciones del horror y para nosotros meros recordatorios de que en la vida no todo es bello y perfecto.

 

Como queda dicho, no estamos ante un tratado de arte sino ante un libro que reflexiona sobre el sentido y función del arte clásico en sus propios días y en cómo lo hemos ido interpretando y así, conformando nuestra propia y actual visión del arte antiguo y, por tanto, del que creamos a partir de él. Unas reflexiones siempre bien guiadas y escritas con la habilidad de quien sabe narrar historias que enganchen al lector en un tema tan increíblemente árido como es éste.