Hollywood revelado (Editorial Ártica, 2012) evoca, en primer
lugar, el delicado proceso de revelado fotográfico que requiere toda película y
que, fotograma a fotograma, construye una ficción que se nos ofrece con
apariencia de realidad. Aunque las técnicas modernas hayan desterrado para
siempre los líquidos y los cuartos oscuros, el término sigue presentado ese
matiz de alquimia mágica que tanto conviene al llamado séptimo arte.
Pero, en otro sentido, el revelado que
pretenden los autores se refiere también al hecho de traer a la luz aquello que
ha quedado oculto, bien por el paso del tiempo, el cambio en las corrientes
cinematográficas o por cualquier otra razón; levantar ese velo que oculta o
difumina una realidad desconocida o, en todo caso, poco publicitada.
Tampoco podemos pasar por alto las
connotaciones religiosas del término. Revelar significa proclamar una verdad,
expandir la buena nueva y compartir con otros el conocimiento que se tiene
sobre algo. No es otra cosa lo que hacen los autores de este volumen cuando propagan
su pasión por unas figuras relevantes de la historia del cine que merecen una
atención de la que el tiempo, la crítica o el público general les ha privado.
Es tiempo de informar de que Hollywood
revelado es una obra escrita a cinco manos encargadas cada una de ellas
de dos capítulos dedicados a diez directores poco conocidos o, en algún caso,
del que poco se conoce (nótese el matiz).
La coordinación de la obra (así como la
introducción y dos capítulos de la misma) corre a cuenta de Fernando
R. Genovés, quien desde su Cinema Genovés, renueva
cartelera cada lunes trayendo al presente títulos que merecen no ser olvidados.
Los cuatro restantes autores (Josep
Carles Laínez, Hilario J. Rodríguez, Carlos Tejeda y Enrique
S. Tenreiro) comparten con Genovés su pasión por el cine y la vocación
divulgadora, tanto a través de medios escritos como de Internet..
Visto el percal, el lector puede temer
encontrarse ante una obra en la que se ensalza a remotos personajes,
probablemente de la época del cine silente o de los que apenas se conserven
unos retazos de una película perdida, probablemente desconocida hasta el feliz
hallazgo de unos rollos en un pajar de Colorado. No. Para esto ya hay otros
libros que alimenten el ego del perfecto esnob cinéfilo.
Hollywood revelado no recurre a lo
desconocido, sino a aquello que merece ser mejor conocido. Tranquilizará al
lector saber que entre las obras de los diez directores aquí tratados, se
encuentran películas tan conocidas como Sonrisas y Lágrimas o Bonnie
and Clyde, entre otras. Pero muchas veces, el éxito de una única
película borra hasta el olvido el reto de la obra, sumiendo al autor en un
limbo del que ser redimido.
Sin abandonar aún el título, Hollywood
revelado no nos habla tan solo de estos diez directores sino que ofrece
un fresco panorámico sobre ese paraíso artificial cuyo nombre es sinónimo de
cine.
Asistiremos así al nacimiento de una
industria que pronto pasará a convertirse en una de las primeras del país y en
la que los verdaderos protagonistas serán los estudios, capaces de ofrecer al
público una creciente espectacularidad en decorados, vestuarios o coreografías
en una trepidante competición en la que, sorprendentemente, los directores no
eran más que los contratados destinados a poner un poco de orden y dotar de coherencia al trabajo de actores guionistas.
No es extraño que los primeros directores
llegasen del mundo de la industria y fueran ingenieros o tuvieran formación
técnica. Los grandes estudios producían películas en serie y el método a aplicar
en la gestión era similar al de cualquier cadena de producción. Los directores
eran un eslabón más y, si gozaban de la confianza de sus patronos y de cierto
éxito comercial, encadenaban varias películas el mismo año, saltando de un
género a otro con plena naturalidad.
Pronto llegará un tiempo en el que esa
versatilidad será denunciada como ausencia de estilo y en el que la fidelidad a
un estudio que facilita los medios para continuar creando será vista como un
seguidismo impropio de la grandeza de la dirección.
Y es que la tradición europea (donde la falta
de presupuesto no permitía la existencia de grandes estudios) comenzó a girar
en torno a algunos creadores que plasmaban su visión en las películas dotándolas
de una impronta característica convirtiéndose en verdaderas estrellas. Uno no ve una película protagonizada
por Jean-Pierre Léaud sino dirigida por François Truffaut. El cine comenzó a
dejar de ser entretenimiento para convertirse en el medio de expresión del
director que asumía un papel que no tenía en Hollywood será asimilada por la
crítica, certificando la defunción de los artesanos del cine, de esos
directores habituados a resolver problemas, ajustarse a los plazos y no
rendirse por no conseguir a las estrellas adecuadas para un guión de encargo.
Los primeros capítulos de este libro se
dedican a este tipo de cineastas. John Cromwell quien con su
procedencia teatral convertía los platós en escenarios, impulsando la actuación
de sus protagonistas. Otro pionero, W.S. Van Dyke, un rudo director que
plasmó su experiencia vital (se ganó la vida de casi todas las formas
imaginables) en un cine directo y tal vez tosco, capaz de recorrer el mundo en
los escenarios de sus películas y de ofrecer una visión del salvaje bueno
anticipándose a su tiempo.
Clarecen Brown es otro director
importante en el que lo extenso de su obra contrasta con lo menguado de la
bibliografía que la estudia, y ello a pesar de que dirigió algunas de las
mejores películas de Greta Garbo o impulsó la carrera de una joven Elizabeth
Taylor.
Pero la discreción es patrimonio frecuente
entre estos autores revelados. Frank Borzage que gozó de gran
popularidad en su tiempo para caer en un brusco olvido. Sus películas giran en
torno al amor, pero con un enfoque peculiar, sin mostrar la pasión o el
desenfreno, sino la experiencia interior de este sentimiento.
Otro creador que se sale de los campos
trillados mostrando una modernidad que no le ha sido reconocida, es Rouben
Mamoulian. En sus películas, la dialéctica actor-espectador salta en
pedazos gracias a sus primeros planos en los que los rostros interrogan al
espectador desprevenido. En su escasa obra, apenas dieciséis títulos, el amor
se convierte en redentor de vidas abocadas a la perdición. Pero esa redención
no contradice su visión de las clases sociales como estancias independientes en
las que apenas hay (o debe haber) cauces de comunicación y tránsito. Cada uno
en su lugar, aceptando la ruleta del nacimiento.
Pero este estatismo social queda roto en la
obra de Mitchell Leisen, en la que el fingimiento y las apariencias
permiten que se inmiscuyan en la alta sociedad pobres diablos probando de qué
materia se compone ésta. Sus películas corales se convierten en trepidantes comedias
con toques de melodrama en una sucesión de escenas y diálogos dignos de las
comedias de enredo barrocas.
Y si hablamos de equívocos, nada mejor que
recordar a Gordon Douglas cuyas películas están repletas de héroes que se
alejan del buenismo predominante en la época. Sus detectives son herederos de
las obras de Hammett, personajes que bordean la legalidad, solteros pero
siempre rodeados de hermosas (y peligrosas) mujeres. Curiosamente, la virilidad
de que adorna a estos personajes, contrasta con su desdén por otras razas a las
que parece creer incapaces de emular a estos héroes.
Robert Wise es otro director
injustamente olvidado. Tal vez los trekkies le conozcan por dirigir Star Trek: la película. Pero los
apasionados por los musicales encontrarán en West Side Story o Sonrisas y
lágrimas lo mejor de su obra. Tampoco sus obras de ciencia ficción quedan
atrás, como en el caso de La amenaza de
Andrómeda. Tal vez su extensa carrera (su obra abarca desde 1944 hasta el
2000) y su profesionalidad en géneros tan variados como los citados no le han
permitido un reconocimiento a la altura de su mejor cine, basado más en la
sugerencia y la elipsis que en la exhibición directa y explícita de los hechos.
Pero los tiempos cambian y a finales de los
años cincuenta comienza a llegar una nueva hornada de directores con un nuevo
enfoque. Para ellos, el cine ya está inventado, es un lenguaje consolidado que
conocen al dedillo y aportan la frescura e inmediatez de la televisión, un
medio en el que muchos ya han hecho carrera.
Directores como Robert Mulligan, siempre
unido a Matar un ruiseñor, que
indagará sobre el mundo de la infancia y el proceso de maduración que comporta,
normalmente desde la perspectiva de un adulto que recuerda el pasado con un
deje de melancolía. Obras como Verano del
42 o El otro inciden en esta
idea.
El décimo y último director revelado es Arthur
Penn, responsable de la archiconocida Bonnie and Clyde. Al igual que en otros títulos de su filmografía,
sus protagonistas muestran su rechazo a la sociedad que les rodea y juzga, un
enfrentamiento destructivo fruto siempre de algún trauma o desarreglo en la
niñez. Niños que querrán seguir siéndolo por siempre, pese a quien pese
(normalmente, ellos mismos).
Nótese que comenzamos hablando de directores
con oficio, sin temas propios y, según avanzamos en las biografías comienza a
hacerse notar esa idea que persigue al director en diversos filmes hasta
convertirla (discúlpese la simplificación) en el eje central de su obra.
Al igual que cada director tiene su propio
estilo, los cinco autores de este libro tienen el suyo propio. Más aún, en este
caso no ha existido pretensión de uniformidad. No sólo hay diferencias en
cuanto al estilo literario, sino respecto al enfoque empleado. En algunos
casos, los capítulos se centran más en la obra de un autor en su conjunto, en
otros, se detallan algunas películas capitales con precisión y celo. Sí se
aprecia un intento de no conceder excesiva relevancia a los aspectos
biográficos, salvo cuando aportan luz al estudio de la obra, siguiendo así el
bíblico precepto (“por sus obras les conoceréis”).
De este modo, no solo la lectura avanza de
modo ágil sino que asistimos a diversos modos de ver el cine, de enfrentarse a
una obra muy extensa en la mayoría de los casos pero de la que se puede extraer
una especie de mínimo común denominador.
Porque ésta es la gran lección de Hollywood
revelado. No se trata, que también, de conocer la obra de unos
directores que merecen un reconocimiento, se trata del modo en que nos aproximamos
a ella, el modo en que somos capaces de enjuiciar más allá de las convenciones
al uso, según nuestro propio gusto y criterio. Porque, qué duda cabe, ese gusto
debe educarse y formarse, principalmente a través del visionado del mejor cine,
pero también a través de la reflexión de quienes ya han recorrido ese camino y
vuelven de este viaje prestos a revelarnos cuanto han visto.