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13 de febrero de 2022

El orden del día (Eric Vuillard)



 

El 20 de febrero de 1933 amanece como un día cualquiera en el que los transeúntes recorren las calles de Berlín protegiéndose con sus pesados abrigos y sus bufandas de la intemperie. Es un día normal del que nadie conoce la trascendencia que tendrá lo que está a punto de ocurrir. Porque en breve tendrá lugar una reunión cuyo punto principal no está recogido en el orden del día. Porque, realmente, ningún hecho relevante está recogido en las actas o los discursos que se hacen públicos, en las solemnes declaraciones o en las ceremonias aireadas y promocionadas como hermosas coreografías.

 

No. Ni en 1933, ni en nuestros días, los hechos que nos afectan se recogen en el orden del día. Y éste es el mensaje que subyace en El orden del día (Eric Vuillard, publicado por la editorial Tusquets en 2018 y traducido por Javier Albiñana).

 

Pero no avancemos acontecimientos y volvamos al día elegido por el autor para ilustrar su planteamiento. En esa fecha, un grupo de veintisiete empresarios y financieros alemanes son convocados a una reunión en el Reichstag en la que Göring ejercerá de maestro de ceremonias. El plato fuerte es la presencia del recién elegido presidente del gobierno, Adolf Hitler. En su discurso, el canciller dibuja un paisaje esplendoroso para la nación alemana en el caso de que logre imponerse en las inminentes elecciones de una manera contundente. Libre de la amenaza interior, judía, comunista, o lo que se tercie, la patria podrá volver su cara a la política exterior y restaurar e incrementar la gloria patria a costa de naciones inferiores.

 

Pero nada se puede conseguir, ni siquiera por quienes se oponen al capitalismo burgués con tanta fiereza como al comunismo, sin el bombeo de la sangre monetaria necesaria para engrasar la maquinaria electoral capaz de imponer sus tesis a una mayoría de votantes.  

 

Sea por la oratoria, por la presión implícita en los estertores de la República de Weimar, sea por el inconfeso deseo de estos magnates de que alguien se haga cargo de la marcha de la economía poniendo en firme el país, alejando así la amenaza del comunismo acechante, estos magnates se rascan los bolsillos de sus gabanes de pieles exóticas y empujan la campaña del NSDAP.

No perdamos el tiempo en discutir si considerar esta transacción como una donación espléndida y voluntaria o como un pago indiferente, otro más en la larga cadena de extorsión y corrupción vista como inevitable por tan prácticos prohombres. El partido nazi afronta unas elecciones que serán el fin de un tiempo y el comienzo de otro que extenderá su negrura hasta doce años después y cuyo acto final tendrá lugar precisamente a pocos metros de donde ahora se encuentran reunidos, en un jardín, con un cadáver ardiendo entre olor a gasolina.

 

La obra se construye como una sucesión de escenas o viñetas a través de las que se van desgranando los acontecimientos históricos. La visita del tibio Lord Halifax a la Alemania nazi, invitado por Göring, con el que puede llegar a tener más cosas en común de las que hoy, visto lo que estaba a punto de suceder, estaríamos dispuestos a aceptar. Las negociaciones en Berghof entre el canciller austríaco Kurt Schuschnigg y Hitler por las que poco a poco Alemania ganaba la batalla por imponer su peso político en el gobierno de su vecino del Sur. Las presiones abiertas sobre el Presidente de la República de Austria para deponer a Schuschnigg en favor de un candidato pronazi, y así hasta la definitiva anexión, el 12 de marzo de 1938, el Anschluss.

 

También asistimos a la inocua cena burguesa que Chamberlain, el impulsor de la política de apaciguamiento con Alemania, el vencedor pírrico de los pactos de Múnich, da en honor de Ribbentrop al dejar su cargo como embajador nazi en el Reino Unido para ocupar el sillón de Ministro de Exteriores del Reich.

Veremos a algunos de estos personajes infames en los días posteriores al fin de la guerra, en los interrogatorios del proceso de Núremberg, despojados de su grandeza y sus ínfulas, del apoyo de quienes ahora se rebelan incrédulos ante la maldad que, tal vez por despreocupación o pereza, tal vez por ceguera voluntaria o incluso porque ahora han cambiado las tornas, se alejan de esas sombra de terror sanguinario y maldito, tratando así de borrar lo que se hizo o dejó de hacer.

 

Éste es el verdadero drama que nos relata Vuillard. Estos personajes de opereta, que son dibujados con trazos esperpénticos actúan como los bufones a los que otros alientan, alimentan sin medir los resultados. Los patéticos personajes que pueblan El orden del día, desde Göring a Chamberlain o Leon Blum son dibujados como ridículos peones de un juego en el que su papel no es sino la parte tragicómica de un drama a punto de desencadenarse en el que su ridiculez contrasta con la magnitud de la tragedia que, en su ineptitud, ayudan a desencadenar.

 

Los potentados de la reunión del 20 de febrero de 1933 no son sino el símbolo de todos aquellos a los que no les importa el curso de los acontecimientos, la guerra o la persecución, porque están por encima de ella. Porque no son sino la actual representación de unas estirpes que sobrevivirán a esta tormenta política y guerrera que ellos mismos ayudan a encender. Son los mismos que se enriquecerán con los fondos del Plan Marshall para la reconstrucción de Alemania. Destruir para construir y cobrar dos veces. Y para ello, se valen de toda esa corte de secundarios, imprescindibles para impulsar la trama, que creen ser los artífices de la Historia, pero que aquí se nos dibujan como cooperadores necesarios y ridículos

Porque, como explicita Vuillard, no son Karl, Albert, Gustav o Frederick, estos manipuladores del destino a golpe de talonario son solo máscaras de un poder atemporal que bajo esos nombres y apellidos se eterniza y que no suelen figurar en el orden del día.

 

Bajo esta tesis, un poco a lo Club Bilderberg, la novela se desarrolla con un tono que la coloca entre la no ficción, por su tono descriptivo, su pretensión de rigurosidad histórica, la total ausencia de personajes ficticios o cierto distanciamiento propio de un cirujano enfrentado a la autopsia del cadáver de la Europa de preguerra.

Y sin embargo, el mérito del autor es hacernos creer que estas páginas no son más que un informe histórico, una obra objetiva. Pero lo que realmente leemos es, por encima de todo, literatura. El mayor mérito del autor es que al caricaturizar sus personajes hasta el extremo pero hacerlo desde la posición de un frío relator de hechos, nos vende su ficción a precio de realidad histórica.

 

 

 

Porque Schuschnigg no es el personaje temeroso y cándido que se mete en la boca del lobo tal y como nos quiere hacer creer. Nada se dice de todos sus esfuerzos por lograr el apoyo de otras potencias y de cómo tiene que recurrir a implorar a Alemania no ser invadida por el abandono de aquéllas. Porque es fácil juzgar a Chamberlain como el pusilánime que no quiso parar los pies a Hitler, sabiendo como sabemos lo que pasó después, dando lecciones sobre cómo habría debido de ser más beligerante, amenazador, haber llegado incluso a la guerra antes de que ésta fuera aún mayor, de que fuera el horror que hoy conocemos que fue. Pero al tiempo aseveraremos que la Primera Guerra Mundial fue el fruto de la belicosidad de las naciones, del intento de frenarse unas a otras.   

 

Y todos esos matices históricos no son ajenos a Vuillard. Los conoce bien, pero los obvia, porque realmente no quiere levantar acta de unos hechos, solo de una tesis que toma como ejemplo un momento histórico y, por tanto cuya validez no se circunscribe a la veracidad histórica de éste. Vuillard quiere crear Literatura, y lo consigue de una manera brillante. Logra involucrar al lector en su itinerario de aquellos años locos, convencerle de cuanto cuenta por ese estilo frío y aséptico. Y logra engatusarnos retorciendo según le conviene la realidad y los personajes que la pueblan, igual que hace cualquier otro gran autor creando personajes y desarrollando tramas a su gusto y antojo.

Por eso, El orden del día se lee con gusto por quienes aman la historia, pero también por los que disfrutan de un relato de intriga y por los que se emocionan con los retratos psicológicos. Porque de todo esto tiene un poco El orden del día y porque, como pone de manifiesto la realidad de estos días, no hay nada como la soberbia de juzgar el pasado para revelarse como un inepto a la hora de vaticinar el futuro.



5 de octubre de 2008

El clan de los Kafka (Anthony Northey)

Este pequeño libro aborda, como su título indica, el entorno familiar de Franz Kafka en un sentido amplio. Para ello parte del concepto "Mischpoche", palabra de origen yiddish, con un sentido más amplio que la familia tradicional y que bien podría traducirse por "clan", como se hace en el título del libro publicado por Tusquets en 1989 y de dificil localización en la actualidad. Son suficientemente conocidas las conflictivas relaciones de Kafka con su padre, que contagiaron la relación con su madre y sus hermanas (con la excepción de Ottla). Sin embargo, Northey prefiere centrarse en tíos y primos para rastrear el papel que, como ejemplos de diferentes modos de vida, pudieron representar en los primeros años de la vida de Kafka y su posible empleo como materiales para los trabajos de ficción de Kafka. Repasando a los principales protagonistas, y comenzando por el lado materno de la familia (los Löwy), nos encontramos a los tíos Alfred y Josef (hermanos de Julie, la madre de Kafka). Ambos hermanos vincularon su vida profesional a la adinerada familia francesa Bunau-Varilla lo que les permitió disfrutar de una carrera profesional brillante, al menos desde el punto de vista de los sobrinos praguenses. Paisajes exóticos, destinos peligrosos o recepciones oficiales eran algunas de las constantes en la vida de estos tíos en fuerte contraste con la vida de un comerciante al por mayor de lencería o la de un tímido funcionario del ramo de los seguros laborales en Praga. Josef trabajó por cuenta de los intereses de la familia Bunau-Varilla (y de empresas afines) en el fracasado proyecto francés de construcción del canal de Panamá. Tras el fin de esta empresa, Josef fue empleado en un puesto de responsabilidad en las obras de construcción y explotación de un ferrocarril en el Congo belga. Allí vivió la enfermedad y la inseguridad por las frecuentes revueltas de los nativos (muchos de ellos habían sido llevados al Congo en régimen de semi-esclavitud para la construcción del ferrocarril) pero cumplió con las expectativas que sus benefactores habían depositado en él ya que, años después, le fue encomendado un nuevo trabajo, esta vez en la construcción de la línea férrea entre Taku y Pekín. En 1906 volvió a Francia, se casó ventajosamente y aceptó un nuevo cargo en una empresa ubicada en el Canadá que terminó en un fracaso. Según Northey, no es posible determinar si Kafka llegó a coincidir con su tío en alguna ocasión, pero lo cierto es que ajetreada vida pudo servir de inspiración para componer el relato inconcluso El ferrocarril de Kalda. El propio nombre (Kalda) recuerda inevitablemente el apellido familiar, y la ubicación de la obra en una Rusia invernal pudo responder a un intento por distanciarse de las imágenes africanas que Julie transmitiría en las comidas y cenas familiares, orgullosa de su hermano. También puede responder a información sobre la construcción del ferrocarril en China. Lo cierto es que las duras condiciones de vida, el aislamiento social y el férreo control de la compañía sobre sus trabajadores son elementos comunes entre el relato y la vida de Josef Löwy. Ambos tíos vivieron alguna temporada en Estados Unidos y pudieron servir de inspiración al "tío rico" americano, la figura supuestamente salvadora de El desaparecido, a quien se confía el protagonista para verse posteriormente defraudado. El hermano mayor de Josef, Alfred Löwy, desempeñó un importante cargo en la Compañía de los Ferrocarriles de Madrid a Cáceres y Portugal y del Oeste de España. Alfred es el famoso "tío de Madrid" (con quien aparece Kafka en la fotografía superior) que visitaría en varias ocasiones el hogar de la familia Kafka en Praga. Alfred permaneció soltero y tenemos constancia (a través de los Diarios) de cómo Kafka se interesó por su modo de sobrellevar la soledad de ese estado, y las respuestas del tío, que parecen haber inspirado algunas de las ficciones de Kafka al respecto. En otro aspecto, el tío Alfred jugó un importante papel en la vida de Franz Kafka ya que, pese a alguna ensoñación de ser recomendado para trabajar en algún país alejado, las gestiones del tío Alfred sirvieron para que Kafka encontrara su primer empleo en la Aseguradora General italiana. Incluso es posible que la familia Kafka recurriera al tío Alfred para financiar la fábrica de asbestos una vez se puso de manifiesto lo poco rentable que era tal empresa. Del lado paterno, la familia tiene otros buenos ejemplos de emprendedores exitosos. En particular, destaca Otto Kafka, hijo del hermano mayor de Herrmann y, por tanto, primo del escritor. Otto había emigrado primero a París, huyendo de las estrecheces de la vida rural de Bohemia, y posteriormente a Argentina. Nuevos viajes le llevaron de vuelta a Europa y finalmente a los Estados Unidos donde comenzó varios negocios que terminaron por darle estabilidad y fortuna. Casado con una moderna mujer, aficionada a los deportes, se puede imaginar el impacto que pudo ocasionar en sus visitas a Praga. De este joven emprendedor pudo tomar Kafka rasgos y elementos para crear a Karl Rossmann de El desaparecido. El hermano menor de Otto (Franz, Frank en Estados Unidos) emigró con la ayuda de su hermano a los 16 años (los mismos que Karl Rossmann cuando es expulsado a tierras americanas) logrando también el éxito económico. Otro primo, Emil Kafka, trabajó también en los Estados Unidos en la empresa Sears, Roebuck & Co., una ejemplar sociedad dedicada a la venta por correspondencia- y cuyas descripciones pudieron ser empleadas por Kafka para la empresa de Chicago que aparece en su novela americana. El trabajo en cadena, el ajetreo, las maquinas implacables, todo ello formó parte de las conversaciones familiares cuando se leían las cartas de los primos lejanos o cuando raramente visitaban a la familia en Europa; y de todo ello guardará Kafka un recuerdo que aflorará paulatinamente en función de las necesidades de su escritura para dar forma a su mundo particular. El ensayo continúa describiendo otras vidas entre las que se cuenta la de un nacionalista checo, renegados del judaísmo, algún abogado de renombre, un rector universitario, un médico, comerciantes y fabricantes, pero también un tío solterón y algo extravagante (el temor de Julie era que su hijo hubiera heredado alguno de los genes de este tío, algo perturbado). Así, se puede entender cómo el padre de Kafka, pese a su innegable éxito en el mundo de los negocios ,gracias a su floreciente negocio al por mayor, podía verse como un pariente pobre al lado de alguno de sus hermanos o sobrinos acaudalados (más avergonzado aún en el caso de la familia política). De aquí se comprenden las enormes expectativas depositadas en el joven Franz, llamado a igualar el éxito familiar, lo que se volvería pronto en contra del escritor, incapaz de sentir esa necesidad de triunfo en los términos que su padre interpretaba. Seguramente, el interés del padre por probar nueva fortuna y encauzar a su hijo en la senda del triunfo económico familiar, tuvo un papel relevante a la hora de admitir y financiar el proyecto de la fábrica de asbestos que tantos problemas traería a las cenas familiares en los años siguientes. Quizá ésta sea la enseñanza principal que se pueda extraer de este volumen. Del resto, quedan un conjunto de imágenes, anécdotas y elementos que, sin duda, tienen su pequeño reflejo en la obra del autor checo y que permiten atisbar los entresijos de la labor creativa aunque, por desgracia, de nada nos sirven a la hora de su interpretación. El texto de este breve ensayo se acompaña de una extraordinaria colección fotográfica, tanto de los protagonistas de la misma, como de los lugares a que se hace mención. La lectura es amena, resultando ciertamente interesante comprobar los diversos medios de medrar empleados por los judíos europeos de finales del siglo XIX y principios del XX. Por desgracias, salvo los que emigraron y permanecieron en los Estados Unidos, la mayoría de los protagonistas de este libro no sobrevivió al Holocausto por lo que carecemos de testimonios directos que puedan corroborar la relación entre todos ellos y la familia nuclear de Kafka. Quedémonos al menos con la idea de que, a pesar del escaso interés que en ocasiones mostró Kafka por fundar una familia, el apego que sintió por la suya fue real y quedó reflejado de una u otra manera en sus obras, a pesar de lo conflictiva y traumática que dicha relación fuera.

31 de agosto de 2008

El arte de la novela (Milan Kundera)

El arte de la novela recoge siete textos de Milan Kundera que reflexionan en torno a la novela, al menos su concepto de la novela. En ellos dibuja la evolución de la novela y critica a quienes consideran que se trata de un género agotado. Al contrario, Kundera cree que la novela, los novelistas, han abierto posibilidades que en muchas ocasiones han quedado inexploradas, de modo que es posible imaginar o pensar en una evolución de la novela muy diferente de la que ha tenido lugar durante la Edad Moderna. Pero, ¿qué es la novela para Kundera? Él mismo nos aclara el concepto: la novela es una meditación sobre la existencia vista a través de personajes imaginarios. La novela es, por tanto. el esfuerzo supremo por iluminar aquello de lo que no podemos tener conocimiento de otra manera. En su visión, los valores estéticos no quedan relegados a un segundo plano, sino que deben acompañar a esa reflexión sobre la existencia derivada de unos personajes a los que se coloca en un determinado contexto para observar cómo lo “experimentan”. De aquí que todas las obras del autor checo se basen en conceptos (el amor, la fuerza, la debilidad, el cuerpo, el kitsch, etc.) que desarrolla de una manera sistemática, mediante reflexiones de los personajes o del propio autor que acostumbra a "aparecer" de manera sorprendente y aleatoria. Asimismo, este entretejido conceptual se vertebra sobre una estructura muy precisa (normalmente sus novelas se organizan en siete partes) que se asemeja en ocasiones a las construcciones musicales y sus diversas formas (variación, fuga, adagio,...), no en vano, la primera inclinación artística de Kundera fue la música, no la literatura. Dos de los textos aquí reunidos responden al deseo del autor de no conceder entrevistas, salvo aquellas en que se "recrea" un intercambio de ideas de manera extensa y precisa, esto es, donde él redacta sus respuestas, precisamente en un esfuerzo por no ser malinterpretado o erróneamente citado. Este cuidado por su propia obra explica igualmente el periodo de su vida dedicado exclusivamente a poner orden en las traducciones de sus obras a los diferentes idiomas en que puede leer. Este parón creativo respondió al tremendo efecto que le produjo leer las primeras traducciones de La broma en las que se modificó el estilo del autor, se suprimieron párrafos y reflexiones completas alterando definitivamente la intencionalidad de Kundera. En aquella época su editor francés le pidió que volviera a centrarse en la escritura de nuevas obras en lugar de volver a "escribir" las antiguas; ante las reticencias de Kundera, le propuso que redactara un diccionario de conceptos o palabras clave que ayudaran a la interpretación correcta de sus obras. Kundera desoyó el consejo pero lo retomó en otro pequeño texto aquí compilado que reúne sesenta y cinco palabras que compilan algunas de las ideas definitorias de su visión de la novela. El resto de textos varían desde la evolución histórica de la novela (La desprestigiada herencia de Cervantes), reflexiones sobre Los sonámbulos de Herman Broch, obra que Kundera considera una de las mejores novelas de este siglo y que ejemplifica el mundo de posibilidades de este género que aún queda por explotar o, incluso. el papel de la obra de Kafka en entornos tan diversos como la República Checa de la época soviética o Francia (En alguna parte ahí detrás). El arte de la novela está plagado de autoreferencias, lo que puede ser debido al esfuerzo de reflexión sobre la propia obra (fruto de la revisión comentada) o al ego desmedido del autor. En cualquier caso, y como resumen de las ideas de Kundera sobre la novela o el arte de escribir, me parece más acertado Los testamentos traicionados, dotado de una mayor coherencia interna y menos reiterativa. No obstante, El arte de la novela incide más en aspectos tales como la novela como medio de conocimiento. Así, critica el que se considere el siglo XVIII como el comienzo del racionalismo. Por contra, el siglo XVIII también lo es de Goethe, Fielding o Sterne. Frente a certezas, los novelistas ofrecen otra perspectiva compensatoria. Esa línea pasa por Flaubert (descubre la necedad como consustancial al alma humana), Joyce (el diálogo interior) o Kafka (la condición humana) y dicen más sobre el hombre que cualquier movimiento filosófico, psicológico o político coetáneo. Kundera asegura preferir los autores cuyas obras son más inteligentes que sus creadores, dejando así a un lado a aquellos otros que crean obras menos inteligentes que ellos mismos. La sabiduría (y la razón de ser) de la novela es la capacidad de arrojar luz sobre aquello que con anterioridad a ella no podía ser expresado de otro modo. Con independencia de que sus obras logren ese ambicioso objetivo o no, la reflexión merece el interés de cualquier buen lector.

8 de junio de 2008

La inmortalidad (Milan Kundera)

Milan Kundera defiende la vitalidad del género novelesco por encima de las voces que claman por su inevitable extinción. Con una perspectiva historicista, el autor checo evita considerar la novela como expresión del ideal decimonónico en el que las páginas no eran sino el intento por reflejar una realidad de la manera más fidedigna posible. Los personajes venían definidos por sus peculiaridades psicológicas, actuaban en un marco espacial y temporal bien definido e identificable por el lector. El espacio para la fantasía o el libre discurrir de la ficción era muy limitado.

Este modelo agota sus fuerzas con el siglo veinte que ve una profunda renovación del género al superarse ese esquema y retomarse de algún de manera el espíritu que definió el nacimiento del género. Cervantes, Voltaire o Rabelais crean una nueva forma de expresión en la que el todo se resiste al esquema, los personajes entran y salen de las escenas sin justificación aparente, las historias se entremezclan de manera confusa aderezadas por un sentido del humor y una imaginación desbordante.

Y es en este rastro en el que Kundera encuadra su labor creativa tal y como ha tenido ocasión de manifestar repetidamente (Los testamentos traicionados, El arte de la novela). La novela se convierte en un “medio” de expresión, un vehículo en manos de su autor quien, con su omnisciencia, determina su curso mediante la acumulación de materiales diversos a los que dota de sentido precisamente por su puesta en relación.

La inmortalidad responde a estos criterios de manera ejemplar. Toda ella aspira a resultar natural, espontánea, aunque sospechemos desde sus primeras páginas un poso de reflexión que actúa como argamasa de todos los hilos argumentales. La novela se abre con el propio autor observando el curioso gesto de una mujer madura dirigido a su monitor de natación en el preciso instante en que sale de la piscina del gimnasio al que acude asiduamente Kundera.

Ese gesto atrae su atención por la disociación entre su desenfado y jovialidad y la edad avanzada de la mujer. De esta primera atracción surge la reflexión. Muchos son los gestos, pero por fuerza, su número es menor que el de los hombres que los realizan. De ahí que los humanos seamos sólo portadores de los gestos, estos no nos pertenecen, no son definitorios de nuestra personalidad.

Al igual que esa mujer repite un gesto empleado por otras mujeres, otros hombres, nuestras vidas caminan en círculos. El tiempo es visto en la juventud como un camino hacia adelante; sólo cuando alcanzamos el cenit de nuestra vida comprendemos que el tiempo nos atrapa como un círculo; cada vida se cimienta de unos materiales que apenas podemos alterar, de modo que giramos en torno a dicha materia, a dicho tema, del que no podemos huir; no es posible el comienzo de “una nueva vida” tan pregonado por la mercadotecnia de la Nueva Era.

En fin, no desvelaremos las escenas del libro, o la trama interna, o el final del mismo. Baste decir, como mérito indubitado, que son totalmente irrelevantes para el goce de la lectura. Que el verdadero placer se encuentra en el discurrir del propio Kundera, en sus reflexiones (explícitas o por boca de personajes) desperdigados generosamente por toda la novela. Que el inteligente juego entre ficción y realidad (tan querido por Cervantes) es una constante en sus páginas por las que Kundera se asoma para, seguidamente, ceder paso a otros personajes ficticios. Que la primera página del libro desvela el incidente que origina la obra, al tiempo que el último lance festeja el fin de la tarea de su escritura.

Y tampoco habrá que explicar la presencia de Goethe y su peor pesadilla, Bettina, quien amenazó de manera directa la más grande aspiración del genio alemán: su fama eterna. Esa inmortalidad a la que algunos aspiran por sus propios méritos y a la que otros llegan a despecho de sus intenciones y deseos, fotografiados en pose poco favorable para toda la Eternidad, inmortalidad fruto de la visión de otros, visión e imagen en la que vivimos y sobre la que tratamos de influir.

Tampoco hablaremos del triángulo amoroso que describe Kundera, o de las extrañas teorías impropias de su edad o época, del profesor Avenarius y su relación con Kundera y con las protagonistas de la novela.

Y no lo haremos porque el lenguaje claro y preciso, frío en apariencia, de esta novela lo explica mejor, lo encadena de manera precisa sin necesidad de más explicaciones. Y porque al igual que el gesto es la excusa de la novela, y el gesto se encarna en las personas, esas tramas argumentales no son sino la excusa por la que Kundera da rienda suelta a su increíble capacidad para la creación.

“Pienso, luego soy es la frase de uno intelectual que menospreciaba el dolor de muelas. Siento luego soy es una verdad de una validez mucho más general y se refiere a todo aquello que vive” es un ejemplo del tipo de reflexión que contiene La inmortalidad, en esta ocasión en referencia al nacimiento del Homo Sentimentalis; metaliteratura dentro de la Literatura.

Otra breve cita que espero sirva para resumir el espíritu de esta novela y de la obra de Kundera en general: una novela no debe parecerse a una carrera de bicicletas, sino a un banquete con muchos platos distintos”. Kundera nos asegura un extraordinario menú degustación a bajo precio, que no se debe rechazar en tiempos en los que la comida basura dicta la norma e impone su precio.

23 de marzo de 2008

Los testamentos traicionados (Milan Kundera)

¿Cuál es el papel del autor?¿Debe prevalecer su criterio respecto de su obra o, una vez escrita, compuesta, ésta debe ser “patrimonio público”, no en un sentido económico, sino artístico? ¿Puede consentir el novelista una traducción inapropiada de sus palabras?¿Y el músico una alteración de sus arreglos? Pero, al tiempo, ¿no es eso lo que hacemos de continuo adaptando las obras de Shakespeare o Sófocles a nuestros tiempos?¿No es eso lo que ayuda a mantenerlas vigentes y a que después de tantos siglos podamos seguir admirando su genialidad? ¿No es lícito que Picasso tomara como modelo Las Meninas de Velázquez? A todas estas preguntas (y muchas más) pretende dar respuesta Milan Kundera en Los testamentos traicionados

Es conocido que a la muerte de Kafka, su amigo Max Brod encontró entre sus papeles dos cartas (que ya conocía puesto que el propio Kafka le había anticipado su contenido) en las que se recogían instrucciones precisas sobre qué manuscritos debían destruirse, cómo debía recuperarse para su destrucción toda correspondencia que hubiera intercambiado en vida con amigos, familia o amantes y que cualquier papel escrito por él debía correr la misma suerte con la excepción de ciertas obras ya publicadas que eran nombradas de manera expresa y como lista cerrada.

Max Brod no sólo incumplió los deseos de su amigo sino que se encargó de recopilar todos los manuscritos dispersos y comenzó la tarea de publicarlos. Su celo alcanzó incluso a las obras no literarias de Kafka y así se publicaron sus diarios y su impresionante correspondencia (desde la más banal a la más íntima). Al margen de los concretos motivos de Brod para tal desobediencia -y de la justificación que éste ofreció en diversas publicaciones, comenzando por el prefacio de la primera edición de El proceso-, Kundera plantea una oposición frontal al credo actual según el cuál la voluntad del autor debe quedar supeditada a su obra y el público tiene “derecho” a la obra sin que los deseos de su creador deban interferir. Así, es lícito publicar manuscritos que el propio autor no consideró dignos del conocimiento público, borradores de obras ya publicadas, etc.

Pero la mayor traición de Brod a Kafka es la creación de una imagen falsa del autor, la supresión de textos de sus diarios que no convenían a la imagen de santo-mártir que Brod postulaba para su amigo y, en definitiva, la fundación de la kafkología, nacida al amparo de su interpretación de las obras de Kafka. Esa kafkología que discute sobre sí misma, totalmente al margen de la obra del autor praguense, construyendo un método, una cábala, que la aleja día a día de la realidad. Pero no sólo Brod y los críticos, también los editores suprimiendo reiteraciones (queridas y escritas intencionadamente por Kafka), alterando la peculiar puntuación del autor, o los traductores dando rienda suelta a una interpretación libre de las palabras de Kafka.

Pero no sólo Kafka, otros muchos autores (¿alguno no?) ven cómo sus palabras son tapadas, adulteradas, reinterpretadas. Hemingway, por ejemplo, es un ejemplo de cómo sus cuentos pueden ser diseccionados para llegar a conclusiones preconcebidas. Colinas como elefantes blancos es el ejemplo que emplea Kundera para demostrar cómo la crítica obvia las palabras de los personajes del cuento suplantándolas por las suyas propias de manera que acaben diciendo lo contrario de lo que escribió su creador.

No sólo en la Literatura sufre el creador el acoso de los mediocres que pretenden enmendar y manipular su obra. Stravinsky es otro ejemplo. El célebre autor ruso decidió al final de su vida dejar un registro sonoro de sus obras a modo de versión definitiva de sus obras de modo que nadie pudiera “interpretarlas” suplantando su propia versión. Menos suerte tuvo el compositor checo Janáceck quien tuvo que ver cómo su obra era despreciada en su propio país y cuando finalmente se aceptó la interpretación de una de sus más importantes óperas en Praga, tuvo que ser previa adulteración de sus arreglos y de la estructura de la obra de modo que su sentido más profundo quedó totalmente distorsionado.

Pero este libro no es sólo un cántico egocéntrico y narcisista a favor del autor como creador de un arte intocable, airado con el mundo que se apresta a destrozar y vulgarizar su elevada obra. Kundera despliega una brillante teoría sobre el devenir histórico de la novela, organizada en tres tiempos. Según esta teoría (y de manera muy resumida) la novela nace en el momento en que la épica abandona la poesía. Ese vacío narrativo lo asume una nueva forma de expresión que se caracteriza en estos primeros pasos indecisos por la total falta de estructura: normalmente los primeros textos de este género (Rabelais, el Quijote, la novela picaresca, Diderot, …) no son sino aquello que le ocurre al protagonista en su quehacer. La sucesión de escenas sin más conexión que el propio protagonista o algún otro personaje, crean un rico tapiz en el que el humor absurdo, la exageración y la hipérbole trenzan un estilo rico y ágil que aún nos sorprende. Asimismo, la novela es ese espacio en el que se suspende el juicio moral, de nodo que esta independencia de la moral es lo que permite identificar más claramente, siempre según Kundera, la novela con Europa. La incomprensión de este aspecto de la novela explica la persecución a la obra de Rushdie; la postura general del mundo de la cultura en Occidente, considerando que la novela ha podido faltar al respeto de los creyentes musulmanes, supone una amenaza directa a la propia idea de novela y, por tanto, a la propia esencia de la Europa que hoy conocemos.

Pero la novela se consolida como género literario y asume nuevos elementos, como el drama que abandona igualmente a la poesía, o el afán por reflejar la realidad. Los personajes pasan a tener un pasado, una herencia que les hace actuar de un modo determinado en función de sus circunstancias; ya no se trata de personas de las que todo se ignora (¿alguien conoce algo relevante de la vida de Alonso Quijano previa a su locura?), se destierra el absurdo y se sustituye por la descripción minuciosa; la novela imita a la vida y las novelas pasan a ser una sucesión de escenas bien planeadas, todas ellas con un papel dentro del gran proyecto de la obra.

Pero el género se agota, y llega el tercer tiempo, un tiempo en el que el agotamiento del modelo anterior obliga a tomar aire y mirar al pasado. La transición comienza sutilmente. Unos, como Hemingway, tomarán la minuciosidad para sus diálogos, olvidando el marco temporal y espacial que pasan a un segundo plano. Otros, como Joyce, se centrarán en la cotidianeidad para hacer crecer sobre ellas su obra. Kafka tomará como modelo para su primera novela inconclusa (El desaparecido o América) el Oliver Twist de Dickens pero eludiendo lo que define a la obra del inglés (“sequía del corazón disimulada detrás de un estilo desbordante de sentimientos” según el propio Kafka).

Los nuevos caminos romperán definitivamente el esquema de la novela del siglo XIX. Autores de una tradición distinta a la occidental contribuirán a dar un nuevo tono a la novela (Kundera habla de la tropicalización de la novela para describir cómo autores de América Latina introducen nuevamente aspectos mágicos, irracionales, barrocos, en sus obras o subraya las bondades similares de obras como Los versos satánicos de Rushdie, criticando que el enfoque mediático sobre la misma nos ha privado de los aspectos literarios sobresalientes que atesora).

Kundera también aplica su teoría de los tres tiempos de la novela a la música. Así, el primer tiempo caracterizado por la invención y la destreza, la improvisación y la armonización tiene en Bach y las fugas su más alto exponente. Posteriormente se abandona el bajo continuo o los juegos de instrumentos para centrarse en la melodía. Todo se supedita a la melodía y el fin de ésta no es otro sino el evocar sentimientos en el oyente. ¿Cómo definir la música sino es como sentimiento puro, hecho ondas? Pero el modelo se agota y se debe volver al pasado, a la sencillez y a la invención, al gozo en definitiva de crear. Stravinski retoma a los clásicos renacentistas, Janáceck recorre las calles de Praga con un cuaderno y un lápiz anotando las melodías de sus vecinos en sus conversaciones diarias.

Cientos de ideas sobre música, sobre literatura, sobre el arte en general. Riqueza de ejemplos y anécdotas, pero sin perder de vista una visión más global. Todo ello con la vehemencia propia de Kundera, con bastantes (quizá excesivas) referencias a sus obras y un estilo ameno que ayuda a asimilar sus teorías (no necesariamente a compartirlas) y que enriquece a todo aquel que se acerque a las páginas de este libro. Kundera ofrece una visión coherente de la evolución de la novela, de las razones por las que su fin no se adivina próximo (pese a otras voces en sentido contrario) pero dibuja un horizonte inquietante en la medida en que la importancia nominal del creador se pone en tela de juicio por la vía de los hechos día a día, sin disimulo, en el convencimiento de que su obra no le pertenece.