Mostrando entradas con la etiqueta Bill Bryson. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Bill Bryson. Mostrar todas las entradas

1 de agosto de 2025

En las Antípodas (Bill Bryson)


 

 

¿Qué queda del viaje cuando el escritor no se ensucia los zapatos?
Bill Bryson aterriza en Australia con su ironía intacta, su curiosidad domesticada y una libreta donde anota más titulares que vivencias. En las antípodas es un libro que entretiene, sí, pero también esquiva lo esencial: el roce con la realidad. Lo que podría haber sido una inmersión literaria se queda en superficie bien escrita, un safari de tópicos y bromas desde el asiento del turista privilegiado.

 

Todos sabemos que las Antípodas son ese lugar que ocupa la posición opuesta en el globo terráqueo a la nuestra, el punto más alejado, aquél en el que nuestra cabeza apunta en la dirección exactamente contraria a la de ellos. Ese punto en el que, según la etimología de la palabra, nuestros pies se contraponen. Y todos sabemos que por fuerza, tanta distancia debe reflejarse en una discrepancia pareja entre nosotros y ellos, nuestro entorno y el suyo.


En el caso de España, bien puede aplicarse este criterio puesto que tenemos la fortuna de contar como antípoda a la tierra austral, ese enorme espacio natural escasamente habitado y tan solo recientemente colonizado en términos históricos que cuenta con una población nativa enigmática y esquiva, a su pesar, y con la fauna más extraña y peculiar que alberga el planeta.


Y éste es, sin duda, el motivo por el que los europeos, en su afán por cartografiar, medir y ocupar el mundo entero, sólo se plantean con seriedad a Australia a mediados del siglo XIX cuando, por erróneas apreciaciones de marinos agotados por una extenuante travesía del Pacífico Sur, creían ver en sus costas un vergel similar al de la campestre Kent o la verde Gales. Y así, algún brillante político propuso colonizar la isla con reclusos y forzados, en una suerte de pena  de exilio. No es que ésta fuera la primera vez en que gente de mal vivir, dañina para su sociedad natal, fuera empleada como mano de obra colonial para ensanchar imperios y agrandar el control económico de las diversas Compañías de las Indias Orientales o las que fuera menester. Pero sí fue la primera vez en que estos proscritos conformaron el principal núcleo poblacional de todo un continente.


Remontarnos a este origen algo deslucido, no parece la mejor carta de presentación ante unos anfitriones que creen encarnar realmente los valores de vida en la naturaleza, sociedad abierta, surf y paraíso prometido. No en vano, la segunda mayor ola de inmigración que recibió Australia llegó desde Reino Unido tras la Segunda Guerra Mundial, un tiempo en el que la pobreza y carestía en la metrópoli contrastaba con la abundancia de la colonia. Muchas familias vieron partir a hijos, hermanas o tíos  abandonando las frías y húmedas tierras británicas, para hacerse de oro, o al menos, presumir por carta de ello, aunque la realidad fuera algo menos lustrosa.


Y como uno más de estos advenedizos desnortados, Bill Bryson se presenta en Australia dispuesto a darle su oportunidad, su pequeño espacio en su extensa obra, a regalarnos sus observaciones sobre cualquier parte del mundo que uno desee. Y de lo primero que se percata Bryson, antes aún de iniciar su viaje desde los Estados Unidos, es de lo poco que conoce de Australia. Apenas nociones vagas sobre canguros, boomerangs, aborígenes, James Cook o esa famosa roca roja que parece ocupar el centro del país y que, junto a la ópera de Sidney, se aúpan como los dos únicos lugares reconocibles mundialmente de esta tierra.


Tratando de indagar un poco más, consulta los registros en el New York Times sobre Australia y descubre que apenas algún acontecimiento luctuoso o deportivo ha aparecido en sus páginas durante los últimos meses, pero nada que deje entender que a los norteamericanos les importe algo esta nación con la que comparte océano y lengua. No hay propiamente un especial sentimiento de amistad, sino ciertamente de antipatía, algo que achaca a que todo norteamericano que visite la gran isla, perderá casi un día completo de su vida, el efecto contrario al que sufrió Phileas Fogg, y que Australia se lo toma prestado, devolviéndolo tan solo en el caso de que torne a su país por el mismo camino, es decir, sobrevolando nuevamente el Pacífico.


Pero es que, para los estadounidenses, aunque Australia está lejos, muy lejos, realmente está lejos de todos los sitios y de sí misma, Australia no es la antípoda de Norteamérica. El astuto editor español se ha tomado la licencia de modificar el título original a su antojo y por la conveniencia geográfica española (En las Antípodas, editorial RBA), pero en su versión original, el libro recibe el título de En un país quemado por el sol, derroche de imaginación que podría referirse al Sáhara Occidental, la costa de Almería o al Mojave pero que, desde luego, no parece el mejor de los piropos.

   

Incluso para americanos o ingleses, Australia supone todo un desafío, no es retórico afirmar que probablemente también lo sea para los propios australianos. Bryson se embarca en este viaje después de haber visitado en varias ocasiones el país con motivo de promocionar sus libros, pero en esta ocasión podrá recorrerlo por su cuenta o acompañado por un fotógrafo inglés que le ayudará  en su reconocimiento.


Y seguimos así al perspicaz Bryson en su intento por indagar en el alma austral. Pero si creemos que entramos en páginas similares a Los trazos de la canción, de Chatwin, caeremos en un grave error. La visión de Bryson es más bien la de un viajero circunstancial que visita todo aquello que las Oficinas de Turismo locales recomiendan, dejándose aconsejar por algunos locales, todos ellos conocidos por él de antemano o recomendados. Es decir, estamos ante una recopilación de tópicos, de postales adornadas con algo de gracia e interés, prueba de la profesionalidad del autor, pero poco más.


Sírvanos de ejemplo el mundo de los aborígenes, una especificidad australiana tan relevante y sorprendente, desde cualquier punto de vista, antropológico, cultural, histórico, que sorprende que todo el contacto que tenga Bryson con esta realidad venga de alguna lectura y de cruzarse con aborígenes en estado ebrio o de dudosa sanidad mental a la entrada de algún supermercado.


Sí nos narra la terrible desgracia del pueblo, las masacres de que fueron objeto hasta no hace demasiado tiempo, la lucha por reconocer sus derechos, sus tierras. En suma, nada que requiera la presencia en el país, tan solo datos, sin narrar una experiencia personal directa, sal que alegra y da vida a tantos otros de sus relatos.  


Para continuar con otro foco de interés del autor, tenemos los mil posibles modos de morir en Australia y su afán por localizar noticias de este tipo en los diarios locales. Sea por mordedura de animales, venenos sin antídoto, descargas eléctricas de animales marinos, tiburones de todo tipo, olas imprevistas, sed o hambre en el desierto interior, tal vez el aburrimiento mortal de un lugar en el que no pasa casi nada y en el que solo algunas ciudades permiten mantener un remedo de vida social.


Ese aburrimiento que parece enloquecer a los habitantes al norte de Canberra (habrán quedado encantados con este amable retrato) y que desmiente toda la palabrería de los libros de autoayuda que nos piden una vuelta a la naturaleza, el derribo de los grandes edificios, que todos tengamos un parque a la puerta de casa. Parece que el resultado es una abulia mental total, extenuante y embriagadora hasta la locura. O, al menos, a los ojos de Bryson, un urbanita contumaz, ésta es la conclusión evidente.  


También nos habla de los curiosos viajes en tren y su tercera clase para pobres, esto es, para aborígenes, o el hecho de que uno pueda encontrar un pub en medio de cualquier parte, en un desierto por ejemplo, sin viviendas alrededor, pero que se encuentra lleno de parroquianos que parecen tener que viajar decenas de kilómetros para poder tomar una cerveza fría en compañía de humanos y aún a riesgo de morir arrollados por un canguro despistado. Todo sea en honor de la cada vez más popular cerveza australiana.


También visita una institución peculiar del país, una radio con la que se suplían las carencias educativas en un entorno en el que era totalmente imposible tener escuelas próximas a cada pequeño asentamiento. Hoy en día, la emisora languidece por la competencia de otras tecnologías que hacen más sencilla la educación y que harán mucho por los pequeños de este país que, por otro lado, no parecen tener un problema con el desempleo, sea cual sea el grado de su formación.




Otras peculiaridades que Bryson pone de manifiesto son la existencia real de varios países dentro de Australia. No hace falta más que mirar las concentraciones humanas principales. Al este, al occidente, al norte y sur, separadas por el inmenso outback, esa inmensidad vacía que está en la puerta de atrás de todos los asentamientos principales y que es tan solo atravesada por alocados turistas que sienten la llamada de la naturaleza, a lo Jack London, buscadores de oro nostálgicos y por trenes que comunican todas las zonas del país y que tratan de vertebrarlo en una misión realmente imposible.


Seguimos a Bryson en su interés por sentarse en un pequeño café local y leer la prensa de la ciudad. Pero, a diferencia de otros libros, o la prensa australiana carece totalmente de interés, salpicada tan solo por noticias sensacionalistas y luctuosas, o la selección que hace el autor tiene esa tendencia morbosa y perezosa de detenerse más en el titular llamativo que en lo que revele las verdaderas esencias.


Uno termina por sentir una amable simpatía por los australianos, creyendo que la visita de Bryson parece más la que hacían los estirados viajeros decimonónicos que viajaban por  nuestro país y basaban sus descripciones en aquello que más les extrañaba, esforzándose por buscar su origen en un pasado de mezcla de sangres judías, árabes y gitanas. Haciendo de la pequeña diferencia una categoría que levantaba una barrera cultural entre la docta metrópoli y la barbarie del Sur. Vemos un escaso interés por conocer la verdadera esencia de Australia, de indagar en sus circunstancias y explicarla. Más bien, parece un catálogo de anécdotas y divertimentos, de observaciones tan cogidas al vuelo que uno no sabe a ciencia cierta si representan algo más allá de la pura excepcionalidad.


Sin duda, éste puede resultar el libro más decepcionante del autor, al menos, el que más dudas me ha suscitado, lo que, en una obra tan extensa no está mal. Y en todo caso la lectura sigue resultando amena, entretenida, la mezcla de historia, datos, contacto con los nativos y anécdotas personales, forman un bosquejo interesante y entretenido, pero sin duda, poco recomendable para quien tenga un interés sincero por conocer este país que, gracias a Bryson, continúa siendo para mí nuestra antípoda desconocida.




 

11 de abril de 2025

Aventuras y desventuras del chico centella (Bill Bryson)


 

Bill Bryson reconstruye sus años de niño en Des Moines (Iowa) y convierte en literatura lo que, para muchos, sería una sucesión de recuerdos personales sin más: un mundo de regalices y electrodomésticos, de madres que olvidan firmar autorizaciones escolares y padres que esconden revistas "para adultos". Un mundo lleno de contradicciones: la inocencia de la infancia conviviendo con el miedo nuclear, la discriminación racial apenas intuida por un niño blanco de clase media, y la sensación de que, a pesar de todo, aquel tiempo fue el mejor de todos.

 

Aventuras y desventuras del chico centella (Bill Bryson, 2013, publicado por RBA con traducción de Pablo Álvarez) es otro más de los libros de Bill Bryson que amenaza con no dejar un solo ámbito sin explorar. En este caso, se trata de una suerte de recopilación de recuerdos de sus años mozos en la pequeña ciudad de Des Moines (Iowa) en los años cincuenta.


Bill Bryson vino al mundo en 1951, en el seno de una familia en la que ambos progenitores trabajaban en un periódico local, su padre como redactor deportivo, su madre como redactora de temas domésticos. Tanto él como su hermana pudieron disfrutar de una infancia cómoda, normal y sin especiales destellos que los diferenciaran del resto de niños de su ciudad, del resto del país, una vida en suma, irrelevante, ... salvo para ellos mismos.  


Y así, lo que para cualquier otro libro, la infancia de Bill no sería otra cosa que una aburrida rutina del niño medio de una norteamérica atenazada por los miedos de la guerra atómica y los vicios del capitalismo campante, se convierte en un relato vívido donde la crisis de los misiles de Cuba está al mismo nivel que el descubrimiento de unas revistas porno en el armario de papá o del fantástico mundo de los regalices y caramelos de palo.    


Porque hablamos de los Estados Unidos en un momento único de expansión económica, en el que todo el esfuerzo bélico había sido desplazado, en gran medida, a la industria civil, por lo que una lluvia de electrodomésticos, coches, utensilios y todo tipo de artefactos hasta la fecha desconocidos para gran parte del público, comienzan a convertirse en objetos de consumo mayoritario. Un tiempo en el que la abundancia parece competir con los temores del conflicto nuclear pero en el que la confianza en las instituciones aún parece reservar una dosis de esperanzado patriotismo.


Ese tiempo que podía combinar la bonanza económica con el macartismo o con la discrimnación racial que parecía hundir sus raíces en toda la sociedad de su tiempo pero que, a los ojos del Bryson niño, fue el mejor de los tiempos, igual que para cualquier otro niño de cualquier otro país o momento, el suyo fue, casi con total seguridad, el mejor lugar y tiempo, porque la realidad objetiva se confunde con la subjetividad del tiempo vivido, de la alegría de los primeros años, su optimismo, su despreocupación.


El libro no sigue tanto un itinerario cronológico como una sucesión temática de anécdotas y aventuras que dibujan un relato de la época. Tomemos algunos ejemplos.


Al igual que en la canción Mrs. Robinson, los Bryson tienen secretos. No solo es que Bill descubra que su padre esconde revistas pornográficas, o al menos lo que a la vista de un niño de once años puede merecer ese adjetivo. Es que, además, ha tenido la desgracia de entrar al dormitorio conyugal una tarde en que su padre ha vuelto de un largo viaje y en la que, como le explican, la madre trata de mirar algo dentro de la boca del padre, un supuesto dolor de muelas. Extraño que estén ambos desnudos y uno encima del otro. Por si acaso, Bill ya no dejaría que su madre le mirase más la boca en lo sucesivo.


Porque el sexo es una fuerza motora de la infancia, de hecho, la maduración sexual y el conocimiento de sus misterios marcan el fin de la misma. Bill vive entre los sueños por tocar las turgencias de compañeras de clase, especialmente las de aquellas de las que se cuenta que se han mostrado desnudas a sus compañeros en lugares tan impropios como una casa del árbol, anécdotas nunca del todo bien confirmadas. Forzar la entrada de locales de dudosa reputación donde admirar a chicas ligeras de ropa, sea un cine que no proyecte dibujos animados, un restaurante con chicas de falda corta, todo vale, se convierte en una obsesión. Para estos locales, para algunos espectáculos de la feria local, existe una tajante limitación de entrada por edad. Bill crece confiando alcanzar ese umbral que le abra las puertas del paraíso o el infierno, tanto le da. Sin embargo, la mojigatería camina más rápido que los cumpleaños de Bill y allí donde se podía entrar con doce años, al cumplirlos, se requieren trece y así en una desesperante carrera. Se inicia así ese proceso de alargamiento de la infancia hasta edades inverosímiles, tan solo a ciertos efectos, proceso que hoy en día parece estar en su punto álgido.


Aunque los estudios consumen gran parte del tiempo del protagonista, lo cierto es que la presencia en estas páginas de la escuela es muy escasa. Algún profesor descerebrado, alguna bronca en los pasillos y, por encima de todo, muchos compañeros, amigos o enemigos, con los que poder compartir el tiempo. Bryson narra con desconsuelo que poco puede contar sobre las excursiones escolares ya que su madre solía olvidar firmarle la autorización pertinente, lo que le forzaba a quedarse en la biblioteca ese día de esparcimiento. De algo le serviría años después.


Ha llegado el momento de desvelar el origen del título del libro, y la referencia a ese niño centella. La historia es inverosímil pero merece la pena relatarla pues todos podemos encontrar momentos similares en nuestras vidas, jóvenes o maduras. El protagonista se siente totalmente desubicado, tan fuera de lugar en una familia donde su padre solo piensa en el béisbol y su madre parece olvidar cualquier cuestión relacionada con sus hijos. Bill alcanzaría la felicidad solo con ver que, por una noche, su plato no presenta una gran loncha de queso y no tuviera que explicar, como todos los días, que odia el queso, mientras su madre, lánguidamente se sorprende y asegura ser la primera vez que tiene noticia de ese rechazo. Bill está convencido de que el resto de la familia, mascotas incluidas, se siente arropada y comprendida, una unidad perfecta, pero él no. Tampoco parece compartir todas sus aficiones con sus amigos, una cierta sensación de extrañamiento se abre paso y no encuentra una explicación más plausible que la de no haber sido el fruto carnal de sus progenitores, más aún, la de no provenir de este mundo sino de un planeta en el que todo encaje, y del que, por alguna razón que aún debe descubrir, sus verdaderos padres alienígenas, le trajeron a la infame Tierra. Todos los cómic de la época, las películas sobre invasiones de extraterrestres o el origen de superhéroes como Supermán, hace más que probable y creíble esta alternativa, al menos, tanto como la de ser el hijo de sus padres y el amigo de sus amigos. Así, puede sobrellevar de mejor manera las burlas de algunos compañeros del colegio, la vergüenza por la que le hacen pasar a menudo sus padres, o las desgracias que le vienen como caídas del cielo. Solo deberá esperar la oportunidad correcta para desvelar el misterio y mostrarse al mundo tal y como es, momento en el que todas las humillaciones serán vengadas.  



La confirmación definitiva de esta teoría es el descubrimiento en el sótano, bajo una pila de desperdicios, resto de los antiguos propietarios según le dice para tapar el engaño su padre, de una extraña sudadera con un enorme rayo del color del sol, atravesando su pechera. Bill cree que es la prueba de su origen, es la sudadera de su verdadero padre, un plutoniano o vaya usted a saber, que la dejó para que Bill pudiera vivir su propio momento de revelación, su anunciación. Y de ahí que adopta, y obliga a que su familia también lo haga, el apodo del niño centella, para lo que se embute en la sudadera, varias tallas superiores a la suya, se coloca un casco que le asemeja a la hormiga atómica y con otras prendas prestadas, logra su propio disfraz de superhéroe, el "niño centella". Entre sus poderes se encuentra la posibilidad de ver a través de los objetos, cuyo único fin práctico es poder ver desnudas a las mujeres, y el de deshacer en el acto a quien quiera que mire con su vista de rayo. Estos poderes, muchas veces empleados, pocas veces con éxito, le crearán una capa protectora con la que enfrentarse al mundo. Y, si por alguna razón, alguien a quien odie, no cae fulminado con su rayo, es porque viene de su mismo planeta, de una rama tan poderosa como la suya, dotado de unos poderes tan fuertes contra los que su rayo poco puede hacer  por el momento.


La alimentación ocupa un lugar preeminente en el libro. Pese a que Iowa es y era el principal productor de bienes agrícolas de los Estados Unidos, la comida está compuesta por un batiburrillo de extrañas bebidas que hoy no pasarían ningún tipo de control por sus excesos de carbohidratos y azúcares, de alimentos procesados y enlatados, de salsas espesantes, etc. Como señala el autor, eso sí, nada que pudiera considerarse como no americano tenía cabida en su mesa. Sin pizzas, pasta, enchiladas, curry, o cualquier otro tipo de comida que no pudiera considerarse como parte del contenido de las bodegas del Mayflower.


La discriminación racial aparece levemente en el texto. Como señala Bill Bryson, no es que en Des Moines no hubiera negros, aunque no había muchos, es que no había excesivo contacto con ellos, y cuando lo había, lo mejor era desaparecer porque un niño de color podía correr más, saltar más, pegar más fuerte, y en general, hacer todo mejor que un descolorido WASP. La principal diferencia aparte de esta ventaja biológica, era la pobreza, verdadera marca entre un niño de familia blanca y un niño afroamericano. Sin embargo, un atisbo de corrección política se deja entrever cuando Bill narra con disgusto y vergüenza las visitas que hacía con su abuela al restaurante Bishop's en el centro de la ciudad y en cuya tienda se vendía regaliz negro, al que su abuela llamaba con pertinaz cabezonería, y al modo de los viejos tiempos, como baby nigger, para disgusto de todos los blancos presentes.


Pero también Bill disfruta de momentos de alegría en su extraña familia, como el día en que su padre les llevó a California solo para que pudieran visitar Disneyland o cuando viajaron a Nueva York y, para ahorrar gastos, terminaron en un hotelucho del Bronx teniendo que acudir la policía para recomendarles que buscaran una ubicación algo menos problemática. Esos viajes en coche, en unas condiciones terribles, con medio cuerpo fuera de la cabina, sin cinturones y haciendo jornadas interminables al volante, tenían siempre el aliciente de la visita a cualquiera de la infinidad de monumentos o atracciones que jalonan las carreteras norteamericanas con reclamos como, la casa del árbol más pequeña del país, el alcornoque más verde del Estado, o la casa de madera más grande construida sin clavos y a la vera de un río sin truchas y con el porche más hermoso del Condado. Pero también tenían el temible inconveniente de que cada salida de Des Moines implicaba el más que probable riesgo de tener que ir a visitar a la rama materna de la familia en Oklahoma, una casa destartalada cuyo patio trasero daba al acantilado sobre el que se encontraban los corrales de Oklahoma, el lugar en el que se sacrificaba en los años cincuenta al mayor número de cabezas de ganado de toda la Unión. Bill aún se estremece con el olor a res, sus heces, y los fritos que trepaban por la pared del terraplén mientras los animales comenzaban el proceso de convertirse en hamburguesa. Que la familia de su madre fuera extraña en el mejor de los casos, sucia y taimada en el peor, no ayudaba a que las visitas fueran placenteras.


Por contra, acudir a Greenwood, el pueblo de su padre, era todo un acontecimiento. El pequeño núcleo agrícola  era una comunidad hermanada, en la que los viernes la comida se compartía en una cena al aire libre  en el jardín de la iglesia baptista, con independencia de la fe de cada uno y en la que todo resultaba tranquilo y apaciguador. Donde masticar una brizna de maíz en el porche, meciéndose en una rockin´chair era una realidad y no un tópico de películas con pretensiones.


Pero Bill vive en la capital, Des Moines, que en aquella época no debería superar los 150.000 habitantes y, pese a ello, el niño centella la creía el epicentro de la guerra nuclear. Todas las ojivas soviéticas apuntando a su jardín trasero no eran amenaza bastante sino motivo de orgullo. La proximidad del Centro de Coordinación de Bombardeo Estratégico hacía a su ciudad un improbable objetivo de la amenaza comunista, pero a Bill le emocionaba tener una ocasión a la altura del poder de su rayo.


Porque nadie debería temer a la Tercera Guerra Mundial cuando vives al lado de Riverview, una especie de pequeño parque de atracciones al que tus padres te arrojan en las jornadas de verano para que te diviertas por tu cuenta mientras ellos trabajan creyendo que disfrutas jugando con la muerte en una noria con los tornillos flojos o en una montaña rusa cuyos raíles llevan sin revisión técnica desde su instalación en los años veinte.    


Éstas y otras muchas historias llenan este libro en el que Bryson se destaca como un humorista de alto nivel, riéndose de sí mismo pero no abandonando su gusto por las anécdotas y los datos, por las coincidencias y las paradojas. El interés trasciende, por tanto, al de la mera vivencia del niño Bill. Podemos encontrar información sobre una época, podemos sentirnos identificados con muchas de las vivencias del niño centella, pero también podemos aprender un modo de narrar sobre la vida alejado de la pompa y circunstancia que otros muchos se dan, tal vez con menos razones.


Este libro podría haber sido escrito por un coetáneo del autor, un niño ruso, fascinado por sus propios dulces, por sus cómics y entretenimientos, por la amenaza del malvado capitalismo y sus esfuerzos por derrotar a la pacífica Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, verdadera esperanza y luz del mundo. También podría hablarnos de sus días de escuela, de las clases de ajedrez y las exhibiciones de gimnasia rítmica por equipos. Y también para ellos, aquellos días serían los mejores y más felices de su vida.


Pero es así, con este complejo juego de contrastes, nuestra personalidad en formación, moldeada por la de nuestros padres, profesores, hermanos y amigos, como vamos construyendo una realidad. Y así, un día, miramos atrás y ya no somos niños, no vivimos en el mismo lugar ni compartimos nuestro tiempo con quienes lo veníamos haciendo. Nuestras preocupaciones habituales han cambiado, nuestros gustos quizá no tanto. Y así también le ocurre a Bill Bryson, que da cuenta de algunos cambios en la vida y el tiempo que pudo disfrutar. La corrección política que comenzaba en aquellos días hoy todo lo ocupa, el temor a una guerra nuclear ha sido sustituído por un catálogo de nuevas amenazas: el terrorismo, las pandemias, el gran apagón, y el siempre reconfortante choque de un meteorito. Pero es cierto que aunque nuestros ojos vean este mundo como un lugar algo menos habitable que el de nuestra infancia, al mismo tiempo, otros muchos ojos, los de quienes apenas levantan más allá del pomo de la puerta, lo viven como el mejor lugar, el mejor tiempo de todos los posibles, y con los años también lo mirarán con cierta melancolía, que no debería impedirles ver sus lados negativos, pero qué diablos, algún lugar debemos guardar en nuestra cabeza para seguir siendo los niños centella.



 

28 de agosto de 2023

El cuerpo humano (Bill Bryson)


 

El cuerpo humano (guía para ocupantes), publicado por RBA en 2020, continúa la increíble saga de Bill Bryson, en su afán enciclopédico por ir cubriendo diversos ámbitos tanto de la historia, como del conocimiento o de la sociedad con su estilo acostumbrado, parte irónico y accesible, parte descriptivo.

En este caso, la atención de Bryson se centra en nuestro propio cuerpo, sus partes y órganos, las enfermedades que lo aquejan, la historia del conocimiento y estudio del mismo, de las vacunas, los remedios y una breve perspectiva del futuro que nos espera.

El libro se organiza en capítulos que van revelando cada una de las partes del cuerpo, casi como el índice de un manual escolar de ciencias: la piel, el pelo, el cerebro, la cabeza, la boca, y así sucesivamente. En cada una de ellas, Bryson comienza con una descripción básica, más o menos conocida para el lector según esté familiarizado con este mundo, para pasar después a la parte en la que puede lucirse del modo en que acostumbra a hacerlo.

Así, Bryson sabe combinar anécdotas y curiosidades que acercan el conocimiento al lector de un modo que una fría descripción no permite. Nos cuenta cuánto cuesta en una droguería el conjunto de elementos químicos que forman el cuerpo humano, o nos explica los diferentes e interesantísimos estudios que llevó a cabo el ya clausurado Centro para la prevención del resfriado de Inglaterra.

También nos lleva a una mesa de disección y se adentra en ese pantanoso mundo en el que el cuerpo de un fallecido era una especie de reliquia sagrada que no podía ser cortado, sajado, desollado, decalvado mutilado y demás de perversidades atroces para lograr un conocimiento que se revelase útil para quienes seguían vivos. Porque esa mezcla de religión, moral y medicina es la historia de esa lucha continua entre el avance científico y sus resistencias.

Y es sobre esta tensión sobre la que las mejores historias surgen. Comprender cómo entendían nuestro cuerpo y sus enfermedades nuestros antepasados nos habla de cómo eran y de cómo hemos cambiado. Podemos correr el riesgo de tomar a la ligera sus prejuicios y supercherías pero precisamente conocer la Historia nos debe hacer comprender que lo que hoy tomamos por cierto no se corresponderá exactamente con la verdad que se hará evidente dentro de unos decenios. Más aún, en estos tiempos de pandemias, podemos ver ciertos hilos que nos atan irremediablemente a ese pasado que tan ajeno creíamos. Por sabido, no deja de ser interesante volver a conocer cómo nace la vacuna contra la viruela en Inglaterra, gracias a las observaciones de Edward Jenner y el ordeño de las vacas. Tampoco es desconocido el modo en que Fleming descubrió la penicilina, tal vez el descubrimiento que más vidas haya podido salvar.

Tampoco olvida al incomprendido Semmelweis que propuso la increíble teoría de que los médicos y parteras, por su falta de limpieza antes de atender a una parturienta, eran los principales causantes de la muerte en las madres y los recién nacidos. La ofendida clase médica de mediados del siglo XIX no podía admitir su propia culpa y falta de higiene en un tiempo en el que el conocimiento sobre las bacterias apenas era un esbozo. Otro tanto le ocurriría a Joseph Lister, a quien podemos considerar el padre de los antisépticos, cuyos métodos redujeron drásticamente la mortalidad en los hospitales tras las intervenciones quirúrgicas.

 

 

Y así seguimos conociendo las luchas y logros de conocidos o injustamente ignorados científicos como Curie o Pasteur, pero también Jonás Salk, de un modo ameno pero riguroso, según se puede constatar en las abundantes notas que jalonan el texto.

Pero estos brillantes científicos no quedan exentos de los pecados del resto de sus congéneres, en particular de la soberbia y la envidia. Bryson también repasa las peleas que rodean la concesión del Nobel de Biología o Medicina, las patentes mal registradas o las rupturas de todo tipo por atribuirse de manera exclusiva un logro colectivo.

Estas miserias humanas no pueden ensombrecer lo que es un hermoso y vibrante paseo por la evolución en el conocimiento del cuerpo humano, verdadero fin de este libro. No deberá servir para cubrir lagunas científicas o conocimientos específicos puesto que para ello podremos consultar mejores textos. Pero sí nos dará luz y contexto para conocer cómo hemos llegado a nuestro punto actual de autoconocimiento y cómo hemos evolucionado en la relación que tenemos con nuestro cuerpo, sea a través del tratamiento de sus enfermedades o de los avances científicos que abren un nuevo mundo de oportunidades y retos que cuestionan aspectos éticos que se tenían por firmes hasta no hace mucho.

Podemos hacer de augures y vaticinar que, en breve, después de recorrer todo lo que de  tangible hay en nuestro cuerpo, Bryson se lanzará a realizar un viaje similar a todo lo que de inmaterial y espiritual cobija este cuerpo físico. Seguro que volverá a sorprendernos con su acumulación de datos, anécdotas y detalles que hacen de la lectura de sus libros todo un acontecimiento.
 
 

28 de junio de 2023

Un paseo por el bosque (Bill Bryson)

 


 

Un paseo por el bosque (RBA, 2013, traducido por Pablo Álvarez Ellacuría) es otro libro de Bill Bryson, el prolífico escritor que no deja campo del saber tranquilo, siempre ávido de contarnos algo, siempre presto a entretenernos con su prosa sencilla pero eficaz, con su talento para el humor incluso en las materias más espesas.

Le ha llegado el turno a la denominada senda de los Apalaches, una ruta forestal en los Estados Unidos de unos tres mil quinientos kilómetros de longitud, en los que atraviesa catorce Estados con una larga tradición en ese país donde muchos montañeros sueñan con hacer el camino completo, cosa que muy pocos logran, sea por falta de forma física, por la imposibilidad de reunir tanto tiempo libre, como por las dificultades de todo tipo que la ruta ofrece, tanto meteorológicas, como de dureza física.

Pero los primeros miedos que afronta Bryson son algo más urbanitas. En su visita a la tienda de equipamiento de montaña de su ciudad termina perdido entre la infinidad de artículos de todo tipo, comenzando por la abrumadora variedad de mochilas entre las que debe escoger las que reúnan una capacidad aproximada de unos 25 litros, que es lo recomendable para poder portar con comodidad todo lo necesario para el viaje. Así, entre tiendas de campaña para tres estaciones, impermeables variados, cintas y herrajes, hornillos, una pala para sus propios excrementos, linterna, pilas, botas especiales y otros tantos objetos que nunca pudo creer que existieran, el autor casi termina por desechar su loca idea.

Porque no otra cosa es el empeño por recorrer esta mítica senda, que el título del libro parece reducir a un agradable paseo matutino. Sin embargo, cuando visita la biblioteca municipal para informarse sobre la ruta, descubre que los peligros son equiparables a los de perder sus pasos por un barrio equivocado de Detroit. No solo están los osos negros, cuyo carácter no es el mejor compañero del excursionista, sino que en el sendero abundan las serpientes de cascabel o los gérmenes variados que le puede transmitir la picadura de un mosquito o la mordedura de cualquiera de los infinitos tipos de roedores que habitan en el bosque, especialmente en los refugios en los que la basura campa a sus anchas. Y puede no ser lo peor, el riesgo de una torcedura que se infecte sin ningún centro médico a una distancia razonable o los cambios repentinos de tiempo que pueden provocar una hipotermia letal. Y como nos encontramos en los Estados Unidos, también tenemos abundantes noticias de psicópatas armados que gustan de deshacerse de los senderistas más solitarios.

Y Bryson se enfrenta a todo esto con un cierto sobrepeso y una consolidada experiencia como senderista en Inglaterra, que es como decir que un parque de bolas es suficiente entrenamiento para una misión lunar. Así que la única condición que le impone su paciente esposa es que no haga el recorrido solo, y que ella no sea la compañía elegida. Y, ¿a quién recurre el tierno Bryson? A su compañero de ruta por Europa en un viaje de hace unos treinta años, un viaje que no terminó demasiado bien, mejor dicho, que prácticamente termina con la relación entre ambos. Stephen Zacks es un amigo de Des Moines, la ciudad natal de ambos, y solo parecen tener ese dato en común.  

Donde Bryson es un responsable padre de familia y escritor de notable éxito, Zacks es un manirroto, incapaz de asentar una relación, perseguido por deudas, algunas con la Policía, algunas con su pasado, especialmente por su adicción al alcohol de la que apenas logra reponerse de tanto en cuanto. Para mejorar la situación, tiene una forma física aún más deplorable que la de Bryson. En suma, la mejor de las compañías, mejor dicho, la única ya que nadie más ha atendido las llamadas de Bryson para ser acompañado en tan descabellada empresa.

Al modo de un cuento de Chaucer o del propio Quijote, comienzan el camino a los pies del monte Springer en Georgia. Les vemos partir a trompicones, apenas capaces de sostener sus mochilas, tambaleándose en un camino totalmente liso y sin problemas, y no apostamos un dólar por su éxito.

Porque esta senda recorre la cadena montañosa más extensa de los Estados Unidos, una cordillera que casi duplica el perfil de la costa Este, desde el Sur, hasta Canadá. Y sigue los pasos de los primeros "descubridores" para occidente de estas montañas, cómo no, los españoles, que las bautizaron con el nombre de una tribu aborigen que vivía en las inmediaciones de La Florida, los apalaches. Hoy solo queda el topónimo que da nombre a la cadena. Pero la senda como tal, llega mucho más tarde, tanto como 1921, tras ser concebida por la mente de Benton Mackaye.

Como en toda buena historia americana, tenemos el empeño de un único hombre que se abre paso frente a todas las adversidades y que, con su entusiasmo, consigue atraer a su empresa a otros tantos visionarios durmientes hasta que el empeño logra su objetivo. Es en 1923 cuando se abre el primer tramo del recorrido, ideado como la mejor forma de que los urbanitas pudieran acercarse a un entorno seguro de plena y salvaje naturaleza, un modo de que dominaran sus vicios a través del contacto con una realidad que se les estaba escapando de entre las manos, al modo de Thoreau que se acercaba al bosque para alejarse de sus conciudadanos, para encontrarse a sí mismo. Porque eso es lo que significa la Naturaleza para todo americano, la ocasión de reencontrarse con sus verdaderas raíces, como si ellos no fueran los que inventaron los rascacielos, los suburbios residenciales, los trenes continentales o quienes huyeron a la Luna. Porque para un americano blanco, con una mitad de raíz puritana, y otra de impulso pionero, la Naturaleza es ese Paraíso Perdido, esa realidad a la que hay que volver de vez en cuando para recuperar las verdaderas esencias.

Y los Apalaches son una de ellas. Llevan allí millones de años, desde que el choque de las placas continentales, África y Europa frente a América, levantaron su perfil, y generaron un entorno natural muy característico, al oeste grandes llanuras, al este, a no excesiva distancia, el Atlántico. Este entorno propicio permitió la aparición de especies como el roble y el castaño americano, de alturas impresionantes, capaces de ocultar el sol y crear esos caminos sombreados, alfombrados por una vegetación densa entre la que vive una fauna espectacular, con más especies vivas que toda Europa.

Pero, al principio, poco o nada de esto pueden ver Bill y Stephen, agotados por la primera jornada de ascensión, por el peso de sus modernas y caras mochilas, de tantas cosas innecesarias, según lo ven ahora. Tan superfluas que Stephen, en un arranque muy propio de su carácter, tirará por un pequeño barranco parte de su contenido.

Esto no mejora el ánimo entre ambos, que apenas hablan en todo el trayecto, enzarzados en sus propias dudas, sobre su resistencia y, fundamentalmente, sobre la conveniencia de la compañía del otro. Llegados a su primer lugar de acampada, montan sus tiendas y duermen sin tan siquiera despedirse. Pero el camino, con su ritmo pausado, va calando en ambos y la necesidad que tienen uno del otro, en general de la que tenemos del prójimo en cuanto salimos de nuestros salones confortables y abandonamos esa naturaleza impersonal que nos protege y a la que llamamos civilización, termina por imponerse y un franco sentimiento de camaradería comienza a unirlos más de lo que jamás hayan estado.

Las revelaciones de Stephen sobre sus problemas con el alcohol, o el recuerdo de que aún le debe a Bill seiscientos dólares desde la época de su viaje a Europa, no son suficientes para enfadarse nuevamente. Tampoco las doctas disquisiciones de Bryson sobre el tipo de rocas y su origen, calcáreo o volcánico, o sobre el chango, ese hongo que está acabando con todos los castaños americanos, abaten el ánimo de Stephen.

Así que, cuando las ampollas han dejado de doler y un saco de dormir es lo mejor que puedes esperar al final del día, o cuando te levantas y comienzas a andar con una montaña al fondo y, a media tarde, sigues viendo la misma montaña, aparentemente a la misma exasperante distancia, todo comienza a tornarse relajado, lo importante se convierte en lo prioritario y lo demás, simplemente, lo tiramos por el barranco.

 



En esta popular ruta, otros tantos les siguen, y se cruzan con parejas de jóvenes que marchan a un ritmo endiablado, personas que hacen el camino en sesiones breves y esperan completarlo a lo largo de los años, o con pelmazos, capaces de dar lecciones sobre montañismo que nadie les ha pedido. En particular, una mujer se les pega como una lapa, incapaz de callar un segundo, pese a todas las obscenidades que le suelta Stephen o las más hirientes ironías que es capaz de desplegar Bill. Pero nada la desanima, tan sola debe encontrarse. Bill y Stephen, como los niños que eran cuando se conocieron, idean una treta para librarse de ella. Una mañana deciden adelantar su partida de la zona de acampada y tomar un coche para ganar una jornada y así escapar de ella. Como toda mala acción, no obtiene recompensa, incluso los remordimientos corroen al corrompido Katz. La dureza del camino será la que les librará de su compañía, cuando se vea obligada a abandonar la senda.

Tampoco logran librarse de cruzarse con osos o alces, ese majestuoso y esquivo habitante de lo más profundo del bosque. Y tampoco se zafan de la presencia de los osos, que una noche merodean por su campamento sin encontrar mejor arma que un cortauñas.

Pero el camino es largo y Bill debe interrumpirlo para unas sesiones promocionales de uno de sus libros. Él y Stephenn quedan en retomar la marcha más adelante, un poco más avanzado el camino. Bryson recorre tiempo después por su cuenta, algunos trechos del sendero en su tramo central, en las montañas de los Apalaches más profundos, una tierra de mineros que a comienzos del siglo XX albergaba la población más pobre de todos los Estados Unidos y que la minería y el descubrimiento de algunas bolsas de petróleo en Pennsylvania cambiaron por poco tiempo la situación.

En sus caminatas recorre las antiguas explotaciones mineras a cielo abierto, y observa las consecuencias que algunas de estas industrias pueden tener en el medio ambiente. Próxima a una explotación para la extracción de zinc, se puede ver una montaña que ha perdido completamente su vegetación, un pequeño desierto en medio de una naturaleza majestuosa.

También visita Centralia, un pueblo fantasma asentado sobre una inmensa veta de antracita que allá por el año 1962, comenzó a arder. Lo que era una agradable comunidad minera se convirtió pronto en un infierno. El subsuelo del pueblo ardía sin cesar y pronto los sótanos de las casas se convirtieron en pequeños hornos. Las fumarolas y los socavones que se abrían repentinamente en el suelo obligaron a su población a emigrar dejando abandonadas sus casas. Éstas fueron derruidas para evitar incendios de superficie que agravaran aún más los problemas. El escenario que describe Bryson parece propio de una película de terror. Tan solo la estructura de los caminos, las calles, los setos bordeando las parcelas ahora vacías, el silencio inconsistente, el pesado olor a combustión, recuerdan el pasado que fue. Todo un símbolo de una tierra que, pese a su riqueza natural, ocupa uno de los primeros lugares de pobreza de un país que apenas le presta atención más allá de la burla, el estereotipo de los rudos montañeses, los hillbill y toscos que a veces se dejan caer por las ciudades.

Pero son estos habitantes los que han recibido recientemente la atención de todos los medios gracias a su supuesto apoyo masivo a Donald Trump, a su política proteccionista que promete redimir industrias que ya nunca serán viables, que les presta una atención que nadie antes les dió.

Bill y Stephen se reúnen de nuevo para culminar el último tercio del camino. Siguen sus disparatadas conversaciones, sus riñas infantiles. Bill continúa dando lecciones sobre conservacionismo, botánica, geología, zoología, astros o cuanto sea menester. Stephen escucha al paciente, aprieta los dientes y añora el alcohol. Entre los datos que aporta Bryson está el de que la última parte del sendero de los Apalaches es un tercio del camino pero representa dos tercios del esfuerzo que hay que hacer, y el esfuerzo hace mella.  

    

Semanas después de reanudar el sendero, aún sin haber alcanzado el monte Katahdin, deciden poner fin a su viaje. Otra lección que les enseña la senda. Lejos de ser una derrota, ambos consideran que han recorrido el camino como Dios manda. Han visto más montañas y han ascendido a más cumbres de las que pueden recordar, han sufrido de la compañía de indeseables compañeros de albergue, tan egoístas que creían estar en su propio loft de Manhattan, en lugar de en un edificio endeble de madera, construido por voluntarios para dar cobijo a caminantes extenuados. Han conocido a lugareños, visitado moteles, lagos, cruzado vados, pasado noches en vela. Ése es el camino, y como tal, lo han hecho. Muchas veces, llegar no es alcanzar el último kilómetro.

Y como Kavafis, vuelven a sus hogares, más el de Bill que el de Stephen, pero vuelven mejores, al menos más delgados, porque sí, el camino les ha mejorado y les ha dado más de lo que pedían. Han recibido lecciones de las que no se aprenden en un libro o en una charla Ted, y han vivido al fin, la aventura que deseaban.

El libro de Bill Bryson tiene su réplica en una película protagonizada por Robert Redford y Nick Nolte que recoge las partes más cómicas del viaje y deja a un lado las descripciones históricas, botánicas, zoológicas y de todo tipo a las que Bryson gusta de abandonarse con frecuencia. Sin embargo, en este libro, es la peripecia personal la verdadera protagonista, las anécdotas y vivencias de ambos patéticos personajes perdidos en un entorno tan hostil para ellos.

Y es precisamente en estos libros, en los que Bryson abandona ese tono enciclopedista, en los que equilibra datos con su propia experiencia, los que mejor resultado dan, los que más entretienen y le permiten dejar volar su ironía y sentido del humor, en los que más sentido tiene el hacer burla continua de uno mismo. Y, por suerte, de este tipo aún nos quedan unos cuantos por leer.

 

 

 

 

<!--End mc_embed_signup-