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28 de agosto de 2023

El cuerpo humano (Bill Bryson)


 

El cuerpo humano (guía para ocupantes), publicado por RBA en 2020, continúa la increíble saga de Bill Bryson, en su afán enciclopédico por ir cubriendo diversos ámbitos tanto de la historia, como del conocimiento o de la sociedad con su estilo acostumbrado, parte irónico y accesible, parte descriptivo.

En este caso, la atención de Bryson se centra en nuestro propio cuerpo, sus partes y órganos, las enfermedades que lo aquejan, la historia del conocimiento y estudio del mismo, de las vacunas, los remedios y una breve perspectiva del futuro que nos espera.

El libro se organiza en capítulos que van revelando cada una de las partes del cuerpo, casi como el índice de un manual escolar de ciencias: la piel, el pelo, el cerebro, la cabeza, la boca, y así sucesivamente. En cada una de ellas, Bryson comienza con una descripción básica, más o menos conocida para el lector según esté familiarizado con este mundo, para pasar después a la parte en la que puede lucirse del modo en que acostumbra a hacerlo.

Así, Bryson sabe combinar anécdotas y curiosidades que acercan el conocimiento al lector de un modo que una fría descripción no permite. Nos cuenta cuánto cuesta en una droguería el conjunto de elementos químicos que forman el cuerpo humano, o nos explica los diferentes e interesantísimos estudios que llevó a cabo el ya clausurado Centro para la prevención del resfriado de Inglaterra.

También nos lleva a una mesa de disección y se adentra en ese pantanoso mundo en el que el cuerpo de un fallecido era una especie de reliquia sagrada que no podía ser cortado, sajado, desollado, decalvado mutilado y demás de perversidades atroces para lograr un conocimiento que se revelase útil para quienes seguían vivos. Porque esa mezcla de religión, moral y medicina es la historia de esa lucha continua entre el avance científico y sus resistencias.

Y es sobre esta tensión sobre la que las mejores historias surgen. Comprender cómo entendían nuestro cuerpo y sus enfermedades nuestros antepasados nos habla de cómo eran y de cómo hemos cambiado. Podemos correr el riesgo de tomar a la ligera sus prejuicios y supercherías pero precisamente conocer la Historia nos debe hacer comprender que lo que hoy tomamos por cierto no se corresponderá exactamente con la verdad que se hará evidente dentro de unos decenios. Más aún, en estos tiempos de pandemias, podemos ver ciertos hilos que nos atan irremediablemente a ese pasado que tan ajeno creíamos. Por sabido, no deja de ser interesante volver a conocer cómo nace la vacuna contra la viruela en Inglaterra, gracias a las observaciones de Edward Jenner y el ordeño de las vacas. Tampoco es desconocido el modo en que Fleming descubrió la penicilina, tal vez el descubrimiento que más vidas haya podido salvar.

Tampoco olvida al incomprendido Semmelweis que propuso la increíble teoría de que los médicos y parteras, por su falta de limpieza antes de atender a una parturienta, eran los principales causantes de la muerte en las madres y los recién nacidos. La ofendida clase médica de mediados del siglo XIX no podía admitir su propia culpa y falta de higiene en un tiempo en el que el conocimiento sobre las bacterias apenas era un esbozo. Otro tanto le ocurriría a Joseph Lister, a quien podemos considerar el padre de los antisépticos, cuyos métodos redujeron drásticamente la mortalidad en los hospitales tras las intervenciones quirúrgicas.

 

 

Y así seguimos conociendo las luchas y logros de conocidos o injustamente ignorados científicos como Curie o Pasteur, pero también Jonás Salk, de un modo ameno pero riguroso, según se puede constatar en las abundantes notas que jalonan el texto.

Pero estos brillantes científicos no quedan exentos de los pecados del resto de sus congéneres, en particular de la soberbia y la envidia. Bryson también repasa las peleas que rodean la concesión del Nobel de Biología o Medicina, las patentes mal registradas o las rupturas de todo tipo por atribuirse de manera exclusiva un logro colectivo.

Estas miserias humanas no pueden ensombrecer lo que es un hermoso y vibrante paseo por la evolución en el conocimiento del cuerpo humano, verdadero fin de este libro. No deberá servir para cubrir lagunas científicas o conocimientos específicos puesto que para ello podremos consultar mejores textos. Pero sí nos dará luz y contexto para conocer cómo hemos llegado a nuestro punto actual de autoconocimiento y cómo hemos evolucionado en la relación que tenemos con nuestro cuerpo, sea a través del tratamiento de sus enfermedades o de los avances científicos que abren un nuevo mundo de oportunidades y retos que cuestionan aspectos éticos que se tenían por firmes hasta no hace mucho.

Podemos hacer de augures y vaticinar que, en breve, después de recorrer todo lo que de  tangible hay en nuestro cuerpo, Bryson se lanzará a realizar un viaje similar a todo lo que de inmaterial y espiritual cobija este cuerpo físico. Seguro que volverá a sorprendernos con su acumulación de datos, anécdotas y detalles que hacen de la lectura de sus libros todo un acontecimiento.
 
 

28 de junio de 2023

Un paseo por el bosque (Bill Bryson)

 


 

Un paseo por el bosque (RBA, 2013, traducido por Pablo Álvarez Ellacuría) es otro libro de Bill Bryson, el prolífico escritor que no deja campo del saber tranquilo, siempre ávido de contarnos algo, siempre presto a entretenernos con su prosa sencilla pero eficaz, con su talento para el humor incluso en las materias más espesas.

Le ha llegado el turno a la denominada senda de los Apalaches, una ruta forestal en los Estados Unidos de unos tres mil quinientos kilómetros de longitud, en los que atraviesa catorce Estados con una larga tradición en ese país donde muchos montañeros sueñan con hacer el camino completo, cosa que muy pocos logran, sea por falta de forma física, por la imposibilidad de reunir tanto tiempo libre, como por las dificultades de todo tipo que la ruta ofrece, tanto meteorológicas, como de dureza física.

Pero los primeros miedos que afronta Bryson son algo más urbanitas. En su visita a la tienda de equipamiento de montaña de su ciudad termina perdido entre la infinidad de artículos de todo tipo, comenzando por la abrumadora variedad de mochilas entre las que debe escoger las que reúnan una capacidad aproximada de unos 25 litros, que es lo recomendable para poder portar con comodidad todo lo necesario para el viaje. Así, entre tiendas de campaña para tres estaciones, impermeables variados, cintas y herrajes, hornillos, una pala para sus propios excrementos, linterna, pilas, botas especiales y otros tantos objetos que nunca pudo creer que existieran, el autor casi termina por desechar su loca idea.

Porque no otra cosa es el empeño por recorrer esta mítica senda, que el título del libro parece reducir a un agradable paseo matutino. Sin embargo, cuando visita la biblioteca municipal para informarse sobre la ruta, descubre que los peligros son equiparables a los de perder sus pasos por un barrio equivocado de Detroit. No solo están los osos negros, cuyo carácter no es el mejor compañero del excursionista, sino que en el sendero abundan las serpientes de cascabel o los gérmenes variados que le puede transmitir la picadura de un mosquito o la mordedura de cualquiera de los infinitos tipos de roedores que habitan en el bosque, especialmente en los refugios en los que la basura campa a sus anchas. Y puede no ser lo peor, el riesgo de una torcedura que se infecte sin ningún centro médico a una distancia razonable o los cambios repentinos de tiempo que pueden provocar una hipotermia letal. Y como nos encontramos en los Estados Unidos, también tenemos abundantes noticias de psicópatas armados que gustan de deshacerse de los senderistas más solitarios.

Y Bryson se enfrenta a todo esto con un cierto sobrepeso y una consolidada experiencia como senderista en Inglaterra, que es como decir que un parque de bolas es suficiente entrenamiento para una misión lunar. Así que la única condición que le impone su paciente esposa es que no haga el recorrido solo, y que ella no sea la compañía elegida. Y, ¿a quién recurre el tierno Bryson? A su compañero de ruta por Europa en un viaje de hace unos treinta años, un viaje que no terminó demasiado bien, mejor dicho, que prácticamente termina con la relación entre ambos. Stephen Zacks es un amigo de Des Moines, la ciudad natal de ambos, y solo parecen tener ese dato en común.  

Donde Bryson es un responsable padre de familia y escritor de notable éxito, Zacks es un manirroto, incapaz de asentar una relación, perseguido por deudas, algunas con la Policía, algunas con su pasado, especialmente por su adicción al alcohol de la que apenas logra reponerse de tanto en cuanto. Para mejorar la situación, tiene una forma física aún más deplorable que la de Bryson. En suma, la mejor de las compañías, mejor dicho, la única ya que nadie más ha atendido las llamadas de Bryson para ser acompañado en tan descabellada empresa.

Al modo de un cuento de Chaucer o del propio Quijote, comienzan el camino a los pies del monte Springer en Georgia. Les vemos partir a trompicones, apenas capaces de sostener sus mochilas, tambaleándose en un camino totalmente liso y sin problemas, y no apostamos un dólar por su éxito.

Porque esta senda recorre la cadena montañosa más extensa de los Estados Unidos, una cordillera que casi duplica el perfil de la costa Este, desde el Sur, hasta Canadá. Y sigue los pasos de los primeros "descubridores" para occidente de estas montañas, cómo no, los españoles, que las bautizaron con el nombre de una tribu aborigen que vivía en las inmediaciones de La Florida, los apalaches. Hoy solo queda el topónimo que da nombre a la cadena. Pero la senda como tal, llega mucho más tarde, tanto como 1921, tras ser concebida por la mente de Benton Mackaye.

Como en toda buena historia americana, tenemos el empeño de un único hombre que se abre paso frente a todas las adversidades y que, con su entusiasmo, consigue atraer a su empresa a otros tantos visionarios durmientes hasta que el empeño logra su objetivo. Es en 1923 cuando se abre el primer tramo del recorrido, ideado como la mejor forma de que los urbanitas pudieran acercarse a un entorno seguro de plena y salvaje naturaleza, un modo de que dominaran sus vicios a través del contacto con una realidad que se les estaba escapando de entre las manos, al modo de Thoreau que se acercaba al bosque para alejarse de sus conciudadanos, para encontrarse a sí mismo. Porque eso es lo que significa la Naturaleza para todo americano, la ocasión de reencontrarse con sus verdaderas raíces, como si ellos no fueran los que inventaron los rascacielos, los suburbios residenciales, los trenes continentales o quienes huyeron a la Luna. Porque para un americano blanco, con una mitad de raíz puritana, y otra de impulso pionero, la Naturaleza es ese Paraíso Perdido, esa realidad a la que hay que volver de vez en cuando para recuperar las verdaderas esencias.

Y los Apalaches son una de ellas. Llevan allí millones de años, desde que el choque de las placas continentales, África y Europa frente a América, levantaron su perfil, y generaron un entorno natural muy característico, al oeste grandes llanuras, al este, a no excesiva distancia, el Atlántico. Este entorno propicio permitió la aparición de especies como el roble y el castaño americano, de alturas impresionantes, capaces de ocultar el sol y crear esos caminos sombreados, alfombrados por una vegetación densa entre la que vive una fauna espectacular, con más especies vivas que toda Europa.

Pero, al principio, poco o nada de esto pueden ver Bill y Stephen, agotados por la primera jornada de ascensión, por el peso de sus modernas y caras mochilas, de tantas cosas innecesarias, según lo ven ahora. Tan superfluas que Stephen, en un arranque muy propio de su carácter, tirará por un pequeño barranco parte de su contenido.

Esto no mejora el ánimo entre ambos, que apenas hablan en todo el trayecto, enzarzados en sus propias dudas, sobre su resistencia y, fundamentalmente, sobre la conveniencia de la compañía del otro. Llegados a su primer lugar de acampada, montan sus tiendas y duermen sin tan siquiera despedirse. Pero el camino, con su ritmo pausado, va calando en ambos y la necesidad que tienen uno del otro, en general de la que tenemos del prójimo en cuanto salimos de nuestros salones confortables y abandonamos esa naturaleza impersonal que nos protege y a la que llamamos civilización, termina por imponerse y un franco sentimiento de camaradería comienza a unirlos más de lo que jamás hayan estado.

Las revelaciones de Stephen sobre sus problemas con el alcohol, o el recuerdo de que aún le debe a Bill seiscientos dólares desde la época de su viaje a Europa, no son suficientes para enfadarse nuevamente. Tampoco las doctas disquisiciones de Bryson sobre el tipo de rocas y su origen, calcáreo o volcánico, o sobre el chango, ese hongo que está acabando con todos los castaños americanos, abaten el ánimo de Stephen.

Así que, cuando las ampollas han dejado de doler y un saco de dormir es lo mejor que puedes esperar al final del día, o cuando te levantas y comienzas a andar con una montaña al fondo y, a media tarde, sigues viendo la misma montaña, aparentemente a la misma exasperante distancia, todo comienza a tornarse relajado, lo importante se convierte en lo prioritario y lo demás, simplemente, lo tiramos por el barranco.

 



En esta popular ruta, otros tantos les siguen, y se cruzan con parejas de jóvenes que marchan a un ritmo endiablado, personas que hacen el camino en sesiones breves y esperan completarlo a lo largo de los años, o con pelmazos, capaces de dar lecciones sobre montañismo que nadie les ha pedido. En particular, una mujer se les pega como una lapa, incapaz de callar un segundo, pese a todas las obscenidades que le suelta Stephen o las más hirientes ironías que es capaz de desplegar Bill. Pero nada la desanima, tan sola debe encontrarse. Bill y Stephen, como los niños que eran cuando se conocieron, idean una treta para librarse de ella. Una mañana deciden adelantar su partida de la zona de acampada y tomar un coche para ganar una jornada y así escapar de ella. Como toda mala acción, no obtiene recompensa, incluso los remordimientos corroen al corrompido Katz. La dureza del camino será la que les librará de su compañía, cuando se vea obligada a abandonar la senda.

Tampoco logran librarse de cruzarse con osos o alces, ese majestuoso y esquivo habitante de lo más profundo del bosque. Y tampoco se zafan de la presencia de los osos, que una noche merodean por su campamento sin encontrar mejor arma que un cortauñas.

Pero el camino es largo y Bill debe interrumpirlo para unas sesiones promocionales de uno de sus libros. Él y Stephenn quedan en retomar la marcha más adelante, un poco más avanzado el camino. Bryson recorre tiempo después por su cuenta, algunos trechos del sendero en su tramo central, en las montañas de los Apalaches más profundos, una tierra de mineros que a comienzos del siglo XX albergaba la población más pobre de todos los Estados Unidos y que la minería y el descubrimiento de algunas bolsas de petróleo en Pennsylvania cambiaron por poco tiempo la situación.

En sus caminatas recorre las antiguas explotaciones mineras a cielo abierto, y observa las consecuencias que algunas de estas industrias pueden tener en el medio ambiente. Próxima a una explotación para la extracción de zinc, se puede ver una montaña que ha perdido completamente su vegetación, un pequeño desierto en medio de una naturaleza majestuosa.

También visita Centralia, un pueblo fantasma asentado sobre una inmensa veta de antracita que allá por el año 1962, comenzó a arder. Lo que era una agradable comunidad minera se convirtió pronto en un infierno. El subsuelo del pueblo ardía sin cesar y pronto los sótanos de las casas se convirtieron en pequeños hornos. Las fumarolas y los socavones que se abrían repentinamente en el suelo obligaron a su población a emigrar dejando abandonadas sus casas. Éstas fueron derruidas para evitar incendios de superficie que agravaran aún más los problemas. El escenario que describe Bryson parece propio de una película de terror. Tan solo la estructura de los caminos, las calles, los setos bordeando las parcelas ahora vacías, el silencio inconsistente, el pesado olor a combustión, recuerdan el pasado que fue. Todo un símbolo de una tierra que, pese a su riqueza natural, ocupa uno de los primeros lugares de pobreza de un país que apenas le presta atención más allá de la burla, el estereotipo de los rudos montañeses, los hillbill y toscos que a veces se dejan caer por las ciudades.

Pero son estos habitantes los que han recibido recientemente la atención de todos los medios gracias a su supuesto apoyo masivo a Donald Trump, a su política proteccionista que promete redimir industrias que ya nunca serán viables, que les presta una atención que nadie antes les dió.

Bill y Stephen se reúnen de nuevo para culminar el último tercio del camino. Siguen sus disparatadas conversaciones, sus riñas infantiles. Bill continúa dando lecciones sobre conservacionismo, botánica, geología, zoología, astros o cuanto sea menester. Stephen escucha al paciente, aprieta los dientes y añora el alcohol. Entre los datos que aporta Bryson está el de que la última parte del sendero de los Apalaches es un tercio del camino pero representa dos tercios del esfuerzo que hay que hacer, y el esfuerzo hace mella.  

    

Semanas después de reanudar el sendero, aún sin haber alcanzado el monte Katahdin, deciden poner fin a su viaje. Otra lección que les enseña la senda. Lejos de ser una derrota, ambos consideran que han recorrido el camino como Dios manda. Han visto más montañas y han ascendido a más cumbres de las que pueden recordar, han sufrido de la compañía de indeseables compañeros de albergue, tan egoístas que creían estar en su propio loft de Manhattan, en lugar de en un edificio endeble de madera, construido por voluntarios para dar cobijo a caminantes extenuados. Han conocido a lugareños, visitado moteles, lagos, cruzado vados, pasado noches en vela. Ése es el camino, y como tal, lo han hecho. Muchas veces, llegar no es alcanzar el último kilómetro.

Y como Kavafis, vuelven a sus hogares, más el de Bill que el de Stephen, pero vuelven mejores, al menos más delgados, porque sí, el camino les ha mejorado y les ha dado más de lo que pedían. Han recibido lecciones de las que no se aprenden en un libro o en una charla Ted, y han vivido al fin, la aventura que deseaban.

El libro de Bill Bryson tiene su réplica en una película protagonizada por Robert Redford y Nick Nolte que recoge las partes más cómicas del viaje y deja a un lado las descripciones históricas, botánicas, zoológicas y de todo tipo a las que Bryson gusta de abandonarse con frecuencia. Sin embargo, en este libro, es la peripecia personal la verdadera protagonista, las anécdotas y vivencias de ambos patéticos personajes perdidos en un entorno tan hostil para ellos.

Y es precisamente en estos libros, en los que Bryson abandona ese tono enciclopedista, en los que equilibra datos con su propia experiencia, los que mejor resultado dan, los que más entretienen y le permiten dejar volar su ironía y sentido del humor, en los que más sentido tiene el hacer burla continua de uno mismo. Y, por suerte, de este tipo aún nos quedan unos cuantos por leer.

 

 

 

 

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12 de febrero de 2023

1927. Un verano que cambió el mundo (Bill Bryson)

 


 

1927. Un verano que cambió el mundo (RBA 2015, traducción de Ana Mata Buil) es un libro más de Bill Bryson a quien se puede considerar, merecidamente, el enciclopedista más exitoso de nuestro tiempo, puesto que poco o nada escapa a su interés y nada humano parece serle ajeno.

En esta ocasión, se aproxima a la Historia  desde una perspectiva innovadora, consistente en seleccionar un periodo concreto de tiempo, el verano de 1927, para fijar su atención en hechos relevantes que marcaron a su juicio un punto de inflexión en la historia del mundo.

 

Así de pretencioso se presenta este extenso libro que, sin embargo, no aburre, ni cansa y que, a su fin, casi sabe a poco y uno desearía que las miras de Bryson hubieran sido más altas y se hubiera extendido al otoño, invierno de ese mismo año y así sucesivamente.

Pero vayamos a esos hechos que parecen dignificar este concreto momento a ojos del autor. Sea dicho como prefacio, que uno está tentado a creer que Bill Bryson tanto podía haber escogido el verano de 1927 como el otoño de 1934 o el invierno de 1963 para escribir uno de sus maravillosos libros en los que desplegar una cantidad de anécdotas históricas, de hechos curiosos, de tejer coincidencias alumbradoras de conclusiones variadas, en definitiva, para desarrollar todo su talento, con la amenidad  a que nos tiene acostumbrados. Porque parece que no hay tema, por más rutinario o manoseado que pueda parecer, que no resulte renovado y fresco en sus libros.

La columna vertebral en torno a la que Bryson construye su relato es la gesta de Charles Lindbergh, el joven piloto de origen escandinavo que en mayo de 1927 cruzó en solitario por primera vez el Atlántico en un avión, el Espíritu de San Luis, apenas un cascarón de tela y madera a los ojos de nuestros días, pero una máquina casi perfecta en su momento. Una promesa de 25.000 euros para el primer piloto que cruce el Atlántico ofrecida por el millonario Raymond B. Orteig supone el disparo de salida de una loca carrera en la que muchos aviadores empeñarán su fortuna y arriesgarán sus vidas, empujando los límites de la aeronáutica hacia algo más parecido a lo que hoy tenemos por tal. Aviadores más experimentados aunque menos audaces que Lindberg, mejor financiados y con mayor exposición pública se verán desbancados.   

Pero la hazaña de Lindberg tendrá un especial significado para los estadounidenses, quienes están acostumbrados a ser segundones en todo, los primos lejanos en el concierto internacional. Tras su aportación en la victoria sobre Alemania en la Gran Guerra, comienzan a atisbar que las cosas pueden cambiar. Y aparece Lindberg, un héroe que responde a los estereotipos nacionales, incluido su origen familiar europeo, su modestia y discreción, su rubicunda cabellera y su juvenil figura.

Por primera vez, los americanos logran imponerse al resto del mundo en una tecnología tan puntera y vanguardista como era la aeronáutica en aquellos años. Cuando Lindberg inicia su viaje, en los Estados Unidos, apenas hay una normativa que establezca límites o garantías para los vuelos, poca formación, poca regulación, malas condiciones en las pistas de aterrizaje, apenas indistinguibles de lodazales donde pasta el ganado. Pero la aviación es una actividad que terminará por encarnar gran parte de los ideales americanos, su ansia de libertad y autonomía, de ausencia de fronteras que el ideario americano tanto gusta de ensalzar.

El logro de Lindberg desata la euforia en París donde es recibido y homenajeado por miles de franceses, orgullosos de haber podido ver con sus propios ojos el fin de una gesta tan grandiosa como los antiguos viajes marítimos. Y esta fama y gloria será poco para lo que está por venir. Lindberg será recibido en Nueva York como un héroe de guerra. Se suceden incesantemente los actos de homenaje, los desfiles, cenas de gala, ruedas de prensa, apariciones en noticiarios, la gira alrededor del país, más extensa, más peligrosa que el propio viaje oceánico. Todos estos eventos serán un anticipo del modo en el que los medios de comunicación lograrán dar forma al fenómeno de los fans, de una manera creciente en la que el interés del público estará por encima de la intimidad del famoso, en el que todo será exhibido y en el que la histeria se desatará sin una causa cierta. Anticipo de lo que llegará con el correr de los años y lo que se verá con Frank Sinatra, con Elvis, más tarde con los Beatles. Pero el fenómeno ya está aquí y es Lindberg quien le dará forma, muy a su pesar.

Porque en aquella época, los periódicos se convierten en los principales transmisores de chismorreos, anuncios sensacionalistas, noticias falsas o interesadas, todo lo que hoy consideramos propio de nuestros días. Los poderes mediáticos actuales, que hay quien sostiene que controlan todo lo que pensamos y creemos, tienen su antecedente en los magnates de la prensa, como William Randolph Hearst, capaz de influir en las decisiones de su gobierno y que aún disfrutaría de reconocimiento público durante años y que daría lugar a la célebre película Ciudadano Kane.  

Los lectores seguían con pasión desatada cada detalle de hechos tan escabrosos como el asesinato de Mr. Sneyder a manos de su esposa y su amante, Judd Gray, quienes simularon que el crimen había sido cometido por unos italianos que habían asaltado la casa, asesinado al esposo y golpeado a la fiel mujer para robar las joyas. El problema es que la rubia, Sra. Snyder no presentaba signos de violencia y las joyas aparecieron debajo de su colchón. De todos estos detalles daba cuenta la prensa más morbosa, siendo uno de los juicios más celebrados durante todo el año por los medios, aunque no el único. Luego tendremos ocasión de conocer algún otro que ha logrado trascender hasta nuestros días.

 

Es también en este prolífico verano en el que se estrenará la que es conocida como primera película sonora de la historia del cine, El cantante de Jazz. Aunque ya había habido rodajes previos con sonido, lo cierto es que la industria del cine no había abordado esta innovación por diferentes motivos entre los que se contaban el elevado coste de producción, la necesidad de adecuar las salas de cine a la nueva tecnología y, en última instancia, aunque siempre quedará como leyenda romántica, el rechazo de los artistas por un género que creían que robaba protagonismo a sus actuaciones, supuesta disculpa para esconder sus limitaciones declamatorias. Sea como fuere, lo cierto es que ese mismo año Buster Keaton, la estrella mejor pagada del momento, está rodando El héroe del río, que se estrenará al año siguiente y que muchos consideran su mejor película, por encima de El maquinista de la General. Sin embargo, la obra será un rotundo fracaso, un anacronismo en un año en el que las demandas del público se centran tan solo en el cine sonoro, dejando tal vez al margen la calidad del filme, primando tan solo la emoción de ver en la pantalla a unos actores capaces de hablar como seres normales, ajenos a la gesticulación excesiva, al histrionismo al que llevaba la falta de verbalidad.

El cine es uno de los signos del dominio estadounidense de aquella época, con una industria que hacía palidecer a sus rivales europeas y que, con el devenir del tiempo, se convirtió en referencia casi única en lo que a cine se refiere, dejando para las producciones de otras naciones un cine más alternativo, de menores aspiraciones en cuanto a espectáculo, no solo por las diferencias notables de presupuesto sino por la imposibilidad fáctica de competir con el modelo americano.

 

 


Pero hay otras tantas facetas de la vida estadunidense que no han logrado trascender sus fronteras de manera tan masiva y abrumadora. Así, el béisbol es un deporte que asociamos instintivamente a los Estados Unidos, no tan espectacular como el fútbol americano, pero sí más auténtico. Sin embargo, sigue siendo un deporte del que pocos países participan. El béisbol no pasa por sus mejores momentos en 1927. La afluencia a los estadios es prácticamente la única vía de ingresos y muchos clubes están al borde de la ruina. La competencia del cine no ayuda a mejorar los ingresos. Los jugadores de algunos equipos deben encargarse incluso de lavar sus propias prendas. Otros hacen inversiones ruinosas en ampliaciones de aforo que no llegarán a completarse fácilmente. Muchos clubes con resonancias míticas caen en manos de desaprensivos faltos de escrúpulos. Para lograr salir adelante, se venden licencias para comercializar comidas y bebidas en los campos, nace así el famoso hot-dog, un bocadillo fácil de preparar y que se puede comer sin mancharse mientras gritas a tu bateador favorito.  

Pero el público sigue cada partido a través de los periódicos con una fruición casi incomprensible. La radio también ayuda a dar forma a un nuevo modo de aproximarse al deporte más allá de la presencia en los campos.  

Es precisamente en este año 1927 cuando una de las principales figuras de este deporte alcanzó su máximo reconocimiento. Babe Ruth cambió el modo de entender el béisbol, no solo por su infinita capacidad para lograr los home run en un contexto de campos poco cuidados, pelotas de dudosa calidad, y poca profesionalización. Él dió forma al mito del deportista cercano al público, capaz de sucumbir a los mismos vicios que el espectador normal. Todo le hacía destacar por encima de otros jugadores. Su voracidad insaciable, su descomunal ingesta de perritos calientes, su vida mujeriega y su afición por encararse con quien fuera menester, que le llevaría a diversos juicios de los que solía salir airoso. Todo ello prefigura esa imagen sorprendente que aún hoy parece marca de deportistas que, pese a sus fabulosos ingresos, generan un sentimiento de identificación en sus admiradores y logran la exculpación del público ante cualquier exceso, exhibición vergonzante de riqueza o discrepancias con Hacienda.

Pero el deporte también encuentra otro importante reducto, es el caso del boxeo. Uno de los combates más famosos de todos los tiempos tuvo lugar en 1927, con la disputa por el título de los pesos pesados entre el favorito Dempsey y el ganador final, Tunney. En septiembre se celebró la primera pelea, seguida por la revancha en noviembre del mismo año. La victoria de Tunney no estuvo exenta de polémica por la aplicación de una nueva norma que permitía una cuenta de diez para que el boxeador derribado pudiera incorporarse mientras el contrincante debía retirarse a su rincón. En una de estas ocasiones, Dempsey no se retiró con la suficiente rapidez, lo que retrasó la cuenta del árbitro permitiendo así que Tunney ganase unos segundos adicionales para recuperarse.

Fuera una victoria limpia o no, lo cierto es que el ambiente que rodeó la pelea no era de lo más edificante. Entre los primeros asientos se encontraban celebridades del cine, de las finanzas, de la política e incluso de la mafia, como Al Capone, quien habría ofrecido a Dempsey la posibilidad de comprar el combate, marca de la casa. Es de justicia reconocer al perdedor que se negó a tal apaño, tan confiado estaba de poder ganar.

Bryson describe con vivacidad el combate y se demora en las personalidades presentes, avanzando la historia para desvelar parte del futuro judicial de algunos de los asistentes, comenzando por el propio Al Capone cuyos días de gloria estaban próximos a su fin por la reciente promulgación de una ley sobre evasión fiscal que, sin que nadie pudiera aún anticiparlo, sería el cepo en el que muchos hampones caerían.  

 

La mafia no puede considerarse una creación americana, pero sí que es en esa tierra donde alcanza una altura mítica por la publicidad de las acciones de estos delincuentes. Hechos como la matanza del día de San Valentín u otras tantas venganzas y guerras intestinas ocupan las primeras planas de los periódicos asustando a los tímidos ciudadanos, sorprendidos de que sus alcaldes, funcionarios, policías o congresistas estén en manos de estas organizaciones criminales que, de cuando en cuando, se declaran entre sí la guerra mientras hacen gala de acciones caritativas que terminan por aumentar la confusión. No es por tanto americana la mafia, sí lo es la imagen consolidada mundialmente en forma de películas, novelas, documentales. También será americana la forma que finalmente se empleará para combatirla, la puerta de atrás, el recoveco por el que estos gánsteres serán juzgados, en base a la evasión fiscal. Las leyes aprobadas este año llevarán a la detención de Al Capone poco tiempo después. La mafia continuará teniendo su cuota de poder, más allá de la crisis del 29, de la Segunda Guerra Mundial, llegando a poner sus manos en el rat pack o tender su sombra entre las muchas teorías conspirativas sobre el asesinato de JFK.

Pero el mayor caldo de cultivo para la delincuencia organizada lo creó el propio gobierno de los Estados Unidos a través de la más estúpida de las leyes que haya promulgado el Capitolio: la Ley Seca.

Desde el fin de la Primera Guerra Mundial, las tendencias moralistas lograron ganar peso e imponer férreas restricciones en muchos ámbitos ante lo que veían como el deterioro de los valores americanos por la avalancha de inmigrantes europeos y del resto de América. Así, la bebida personificó gran parte de todos los males que los censores de vidas ajenas creían ver. Las ligas para la prohibición de la bebida fueron ganando adeptos hasta conseguir la aprobación de la denominada Ley Seca, una ley que, nada más promulgarse, despertó la ira de quienes creían que iría dirigida tan solo a cerrar sucios garitos de pendencia y que se encontraron con que también afectaba a sus pintas de cerveza o al consumo eclesiástico.

Pero hecha la Ley, hecha la trampa. Gran parte de los depósitos de alcohol para uso industrial o sanitario terminaron por formar parte, junto a otro tipo de aditamentos y derivados, de la cadena del alcohol negro, el que se vendía a plena luz del día, el que segaba vidas por su falta de control, el que movía una cantidad inmensa de dólares sobre los que el Estado ya no podía recaudar impuestos pero para cuyo control debía invertir una gran cantidad de dinero.

Nadie sabe cuántas personas murieron como consecuencia de la mala calidad de este alcohol ilegal, tampoco cuántos muertos hubo entre los licoreros clandestinos, los inspectores de la Ley, las bandas rivales, los crímenes de la mafia. Todo un despropósito que, por fortuna, tampoco lograron exportar mundialmente y que, a día de hoy, nos ha dejado imperecederas imágenes del contraste entre las más puritanas intenciones y sus depravados resultados.

Pero la represión moral tenía otros muchos enemigos. Pese a las leyes Crow Jim, que mantenían de facto la división entre blancos y negros, la cultura de origen afroamericano iba calando en la sociedad puritana. La principal vía de entrada fueron los ritmos que llegaban del Sur profundo, con el naciente jazz. No en vano es en estas fechas cuando Louis Armstrong and his Hot Five comienza a dar forma a un nuevo tipo de música y, poco antes, nuevos y exóticos bailes ponen en riesgo la decencia. La pareja Castle ofrece su espectáculo por todo el país, por Europa, llevando los nuevos bailes a todo el mundo y popularizando descarados pasos que, no obstante, son pronto imitados por muchos jóvenes.

Toda la tradición de música norteamericana, sus marchas, sus himnos metodistas, sus espirituales o el doliente blues, no lograron alcanzar el éxito que el jazz alcanzó de manera fulminante desatando una locura acompañado por bailes como el trot fox o el charleston. De este modo, la música americana se preparaba para la gran explosión que llegó a través del nacimiento del rock and roll y su imposición en lo sucesivo, de modo que ni tan siquiera las  respuestas europeas llegaron a ser otra cosa que la adaptación del lenguaje musical americano.

Y esta mezcla de música, bailes, garitos clandestinos y un creciente consumo, sentaron la base de lo que hoy llamamos los locos años veinte, pero que también estuvieron repletos de las semillas de lo que habría de conocerse como el crack del 29, ese desplome de la Bolsa de Nueva York que terminaría por expandirse por todo el mundo con sus gravísimas consecuencias en cuanto a desempleo, hiperinflación, levantamiento de barreras proteccionistas o ruina total del comercio.

Y es precisamente en 1927 cuando los banqueros centrales de Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Alemania acuerdan una leve bajada del tipo de interés en los Estados Unidos con el fin de frenar la continua salida de capitales de la Europa arruinada por la Gran Guerra y garantizar un equilibrio que permitiera mantener el comercio entre ambos lados del Atlántico y frenar la huida de capitales europeos. Sin embargo, esta medida terminará por desencadenar el crack bursátil apenas dos años después. La bajada de tipos permitirá a muchos norteamericanos invertir en Bolsa, aparentemente un negocio imbatible, incluso con el dinero que no tenían, endeudándose en la confianza de que sus inversiones se revalorizarían lo suficiente como para poder devolver el crédito y obtener un suculento beneficio. En suma, la típica espiral de cualquier burbuja financiera. Cuando diversos acontecimientos lleven a la bajada de la Bolsa, miles de pequeños accionistas, temerosos de perder sus inversiones, iniciarán una loca carrera para deshacerse de unos activos cuyo valor se desplomará.

Hay otras sombras agazapadas en el esplendor de estos años locos. Bryson señala con justicia que también se podría haber definido este tiempo como la era del odio. Tras la Gran Guerra, muchos soldados que volvían a querer ocupar sus antiguos puestos en las industrias que habían abandonado por el reclutamiento, vieron que ya no tenían dónde regresar. Una oleada de activismo político, huelgas y conflictos de todo tipo sacudieron el país. La represión y las revueltas causaron muertos y una espiral violenta que también formó parte de los felices veinte.

La Revolución Soviética había creado un precedente al que muchos se quisieron sumar en un intento por cambiar las estructuras de poder en el país. Pero no solo eran los comunistas quienes se organizaban. Como es sabido, la división entre las diferentes facciones revolucionarias fue una de las principales causas de su escaso éxito allá donde pretendieron ocupar el poder. En Estados Unidos los inmigrantes europeos trajeron el movimiento anarquista y su reguero de atentados y explosiones, las más de las veces sin demasiadas consecuencias. El caso más famoso es el de los anarquistas Sacco y Vanzetti que fueron acusados de uno de estos atentados y finalmente condenados a la silla eléctrica pese a innumerables protestas por todo el país y el extranjero. Las dudas que se sembraron sobre la justicia del procedimiento criminal que se siguió contra ellos, la endeblez de las pruebas y la personalidad de ambos acusados fueron aireados por muchos como prueba de su inocencia. Bryson señala que investigaciones recientes hacen pensar que ninguno de los dos fueron tan inocentes y ajenos al crimen por el que se les juzgó como pretendieron. Cierto o no, la fotografía que un reportero logró obtener del momento del ajusticiamiento de uno de ellos supuso todo un impacto para una sociedad que vivía entre el miedo y el terror.

Claro, que los anarquistas no eran los únicos que traían la muerte y el odio. El mayor asesinato colectivo fue cometido por un desdichado perturbado que, voló una escuela en Bath, Michigan, causando la muerte de cuarenta y ocho niños y más de cincuenta heridos. Un terrible precedente de los tiroteos en escuelas que cada poco tiempo se producen en los Estados Unidos.

Es también en esta década cuando el Ku Klux Klan logra su renacer y pasa a convertirse en una institución casi respetable, desde luego, totalmente imbricada en muchos aspectos de la vida sureña. En general, también se despliega un fuerte odio por los judíos, por los católicos, por el uso de lenguas foráneas, por cualquier cosa que pudiera desafiar esos valores nacionales que, por supuesto, se formaban precisamente del acopio y arribe de tantos de aquellos a los que ahora se perseguía. Pero la americana es una sociedad ávida de enemigos y de persecuciones. En los cincuenta fue el macartismo, luego los defensores de los derechos civiles, luego los terroristas, que parecían estar por todas partes, ...

Pero aquel verano también tuvo muchas cosas que le asemejan a nuestros años recientes. Las inundaciones eran tan frecuentes y destructivas como lo han sido recientemente o como lo son los tornados, una auténtica plaga que este año ha ocasionado numerosas desgracias en todo el interior de la Unión.

En 1927 le tocó el turno al Mississippi cuyo desastre fue gestionado por el impasible e inane Hoover, futuro Presidente de los Estados Unidos. Estas inundaciones dejaron honda huella en el folclore de las clases más desfavorecidas y así, son innumerables los blues que llevan en su título la palabra Highwater como testimonio de lo sucedido. La Gran inundación del Mississippi de 1927 es todavía el mayor acontecimiento de este tipo que se recuerda. Las consecuencias de esta inundación fueron cruciales para la futura historia del país ya que miles de trabajadores quedaron sin empleo, labradores sin tierras, jornaleros sin patronos, por lo que se vieron obligados a migrar hacia las grandes ciudades más al norte en lo que se conoce como la Gran Migración.

Desde luego, el fresco que Bryson nos ofrece de este verano de 1927 contiene numerosos elementos trascendentales aunque haya que remontarse en ocasiones a unos años antes o demorarse a unos años después para poder atisbar y calibrar su verdadera relevancia. Pero, ¿realmente este verano cambió el mundo? Y si fue así, ¿en qué sentido lo hizo? Bryson centra en esta fecha el cambio definitivo del peso de los Estados Unidos en la vida del globo. Hasta ese momento, todas las innovaciones, la cultura, los avances, todo parecía provenir de Europa. Es a partir de este momento cuando los Estados Unidos se imponen de manera definitiva y clara en todos los campos a sus antiguos colonizadores. Sea o no una propuesta histórica válida, lo cierto es que nos ha permitido un viaje en el tiempo fascinante y emotivo, ha devuelto a la vida a personajes largamente olvidados y lo ha hecho del modo que acostumbra, con una mezcla de ironía, de humor y de detallismo impagables.