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25 de julio de 2023

Con destino a la gloria (Woody Guthrie=



 

I

Mi primera noticia sobre este libro y su autor llegó a través de una de esas biografías sobre Dylan confeccionada a base de retales tomados aquí y allá, con innumerables lagunas y bastantes inexactitudes que ofrecía en los años setenta la editorial Júcar.

En ella se decía que Dylan decidió emular a Woody Guthrie tras leer Bound for Glory, y por ello se mudó desde Minnesota a Nueva York para poder visitar a su héroe que, por aquellas fechas, se encontraba ingresado en el Greystone Park Psychiatric Hospital por la enfermedad de Huntington que finalmente le llevaría a la muerte.

La segunda referencia llegó al comprar el primer disco grabado por Dylan en el que se encuentran tan solo dos canciones propias, una de ellas, Song To Woody, un sentido homenaje a su mentor. Homenaje tan sentido que la propia melodía es tomada prestada sin mención en los créditos al propio Guthrie, a quien, por otro lado, el karma no le pudo llegar con sorpresa puesto que él era también un notable ladrón de melodías, como la que tomó para su más famoso y celebrado tema, This Land Is Your Land.  En Song to Woody, Dylan escribe sobre temas a los que no se prestaba atención especial en aquellos tiempos, como él mismo señala con cierta suficiencia, y refleja su deseo de tener un duro viaje, como el que Woody tuvo en los difíciles años cuarenta, junto a Leadbelly, Cisco, Sonny y otros tantos. El otro tema propio del disco es Talkin´ New York, otro título de resonancia woodyana, no solo por el título, sino por el paralelismo en ese viaje duro al que aspiraba la joven promesa y por el empleo del talkin´ blues al que tanto partido supo sacar Guthrie.

La tercera noción sobre Woody Guthrie llegó a través de un disco editado por Folkway Records homenajeando precisamente al cantante de Oklahoma, A Tribute to Woody Guthrie y Leadbelly. En este disco hay excelentes versiones de temas clásicos como Jesuschrist por unos U2 sorprendentes, Bruce Springsteen o el propio Dylan.

La cuarta parada la tenemos con la compra del primer lanzamiento de los Bootlegs de Dylan donde se encuentra el largo poema recitado en el City`s Town Hall de Nueva York y que lleva el significativo título Last Thoughts on Woody Guthrie, casi una letanía funeraria con la que Bylan tomaba el testigo de su maestro pasando página cuatro años antes del fallecimiento de su mentor.

Saltamos en el tiempo y llegamos al descubrimiento tardío de Pete Seeger, sorprendentemente, y si no recuerdo mal, a través de The Byrds. Y según conozco más de su obra, descubro que, a comienzos de los años cuarenta, formó parte de The Almanac Singers, un grupo de transgresores, que años después sufrieron la venganza del senador McCarthy,  en el que también participó Woody Guthrie. De hecho, la influencia de éste en Seeger es tal que en su siguiente aventura musical, The Weavers, hizo una revisión frecuente de muchas de las canciones escritas por Guthrie y lo siguió haciendo en su posterior carrera en solitario.

Vamos cerrando el círculo y llegamos a la edición de Mermaid Avenue por Billy Bragg y Wilco, una excelente colección de canciones en tres volúmenes, creadas en torno a los manuscritos de letras que la hija de Guthrie entregó a Bragg para que les pusiera música puesto que fueron escritas cuando su padre ya no se encontraba en condiciones de grabarlas o musicarlas. Tal vez sea esta la única ocasión en la que algo relacionado con Guthrie ha obtenido un cierto reconocimiento por parte del público general.

  

  

 

 

II

 

Y así, después de muchos años, consigo una versión decente de este libro y puedo, al fin, conocer de qué va toda esta mitología. Entramos ya en el propio libro en el que, de manera novelada, Woody Guthrie narra diversos episodios fundamentales de su infancia y juventud, sus vagabundeos por las grandes líneas ferroviarias de la Unión, su pasión por la música, la vida en los campamentos de trabajadores y jornaleros de las grandes plantaciones de California a comienzos de los años cuarenta, los padecimientos de los obreros de las grandes obras públicas de la zona y su viaje a Nueva York, ya con la mira puesta en labrarse un futuro en la música de manera profesional, dejándonos a las puertas del momento en el que surgen los Almanac Singers.

 

El relato no es continuo sino centrado en episodios concretos a través de los que pretende revelar aspectos fundamentales desde su punto de vista para comprender ese periplo personal. Así, todo lo relativo a su madre, aquejada de la enfermedad de Huntington que le marcó de una manera trágica, no solo por la incomprensión de muchos de sus actos, sino porque él también se vería fatalmente afectado por la misma. Emociona la delicadeza con la que trata su enfermedad, cómo protege la reputación de su madre en el pequeño pueblo de Okemah, o el modo en que desarrolla la compleja relación con su padre, un emprendedor siempre buscando el progreso económico de la familia y que cayó sucesivamente en la ruina por el crack inmobiliario o por la burbuja del petróleo que terminó arrasando la vida y propiedades de pequeños empresarios que no pudieron competir con las grandes corporaciones del ramo.

Y es entre este padre, preocupado por lo material, y una madre, más inclinada a lo espiritual, hacia un sentido de la justicia casi evangélico, lo que conforma el carácter de Guthrie, que terminará por inclinarse del lado materno, una vez muerta ésta, una vez envenenado su futuro por la pobreza y miseria, por la migración forzada y por ver a todos sus conocidos hundidos en el alcohol, la depresión y la muerte en poblados que crecen sin control por la irrupción del petróleo, y que terminan abandonados al poco y dejados sus primitivos habitantes en una miseria infame que les fuerza a la migración.  

Muchas de estas historias son seleccionadas sin duda por su valor referencial, fundacional se podría decir, para el propio Guthrie. Así, tenemos el crudo episodio del incendio de la casa familiar que se convierte en premonición de lo que terminará por ocurrir nuevamente en su vida posterior ya que Guthrie perdió a su hija Nora precisamente en otro incendio doméstico.

 

El proceso de su conversión en activista político también queda puesto de manifiesto. La convivencia con campesinos que se ven obligados a abandonar sus trabajos en el medio oeste por la sequía y la famosa tormenta de polvo que a mediados de los años treinta vino a sumarse al crash bursátil para arrastrar al país a una situación de miseria casi tercermundista. Tan solo la atracción de las tierras del oeste, de la rica California, esa tierra de promisión que se convirtió en destino para muchos, como los protagonistas de Las uvas de la ira de Steinbeck, parecía ofrecer un futuro mejor, aunque pronto descubrieron que la riqueza de aquella tierra no era para todos.

 

Y así podemos entender el germen de canciones tan emblemáticas como This Land Is Your Land o Pastures Of Plenty, las odas a bandidos al estilo de Robin Hood como Pretty Boy Floyd o Jesse James e incluso las numerosas baladas sobre la Dust Bowl.

 

Pero el libro sirve no tanto para entender la vida y obra de este músico genial, sino para comprender una época, no desde el punto de vista de un literato laureado con el Nobel sino para conocer de primera mano un tiempo y unos hechos, una crudeza y una violencia sorda que el romanticismo de la Generación Beat y el mito de En la carretera solo contribuyeron a desdibujar, sepultando sus implicaciones sociales y políticas.

 

Bound For Glory es la obra de un autor sin especial educación literaria o sin demasiadas lecturas previas. Y con estos antecedentes resulta sorprendente la fuerza expresiva del texto, la contundencia de sus escenas, la fuerza narrativa de sus diálogos. El dramatismo de los personajes con los que Woody se cruza, que lejos de hacerlos irreales, les dota de una mayor presencia, los convierte en portadores de una verdad directa y sin ambages.

 

Pero, ¿dónde pudo encontrar Guthrie inspiración literaria para este logro imposible en apariencia? Sin duda, en la propia música y en las historias orales que corrían por las vías del ferrocarril con la misma intensidad que el licor de jengibre con el que muchos se intoxicaron en los días de la Ley Seca. Ésta es la tradición popular que fue absorbida por Guthrie, asimilada y regurgitada en forma de canciones  que tomaban prestadas imágenes y metáforas, ritmos y melodías, indignación y ternura, en una sabia combinación que impactó a quienes le escuchaban.

 

Es de ese lenguaje popular del que se nutre esta obra, de la larga tradición de canciones de canto y respuesta, con sus largos pasajes de estilo directo en el que la canción reproduce el parlamento de los protagonistas, al modo en que aún hoy los abuelos, los ancianos del lugar, cuentan las historias (...y yo le dije, y ella me contestó, …).  

 

Aunque Bound For Glory sólo parece ofrecer interés directo para quienes quieran conocer la época o al personaje, lo cierto es que darle una oportunidad al libro es tomar un riesgo escaso y acceder a una joya, no sé si necesariamente de la Literatura, de la antropología o de un género mixto, pero joya al fin y al cabo. Solo queda preguntarse por la gloria a que parece estar destinado el autor según el hermoso título del libro. Sin duda, puede resultar tentador atribuir a la ironía semejante destino, si bien, resulta más probable creer que el concepto de gloria, de triunfo, que manejaba Woody Guthrie no era el mismo que el de sus contemporáneos, tampoco el de nuestros días. Pero como muchos de los protagonistas de sus canciones, como Tom Joad, no todos hemos nacido para ser medidos por las mismas reglas.

 

 

 

 

III
 

Mi aproximación a la obra musical de Woody Guthrie es, al menos, ambigua. No puede decirse que se trate de un gran intérprete. Su ritmo es, en el mejor de los casos, desafiante, y en la mayoría, opuesto al de un metrónomo. Su voz es monótona y carente de matices, su modo de emplear el pulgar podría definirse como errático o indisciplinado para no herir sensibilidades. Su variedad de registros tiende a ser indistinguible. Ni siquiera podría decirse que sus letras desplieguen una belleza que haga palidecer el resto de limitaciones.

Y, sin embargo, algo debe tener su obra para que su legado sea inmensamente mayor que el impacto directo que tuvo en su tiempo, para que su influencia se haya dejado sentir en artistas tan variados y reputados, tan célebres u oscuros, que le veneran como a un padre, una referencia casi mítica.

En un intento por diseccionar las raíces de este impacto podemos remontarnos al papel de los juglares, de los poetas itinerantes, de los romances de ciego o de las coplas que narraban acontecimientos populares actuando como factores de difusión de historias que, de otro modo, no hallarían eco en los grandes medios, en el gran discurso. Un modo de dar voz, de visibilizar, como diríamos ahora, otras realidades.

Guthrie dio voz a toda una generación que debió dejar sus granjas, sus más o menos aceptables condiciones de vida, cuando llegó una crisis económica, cuando llegó la miseria al campo, la dust bowl, cuando los vagabundos saltaban a los trenes en mercancías para ir de un sitio a otro, cuando California se convertía en una tierra de promisión a la que era complicado llegar y en la que, tras el polvo del camino se dejaba ver una realidad no tan hermosa como la que las noticias proclamaban. Una realidad que Steinbeck se preocupó de reflejar en el texto ya citado y que John Houston llevó a la pantalla expandiendo esas tristes historias.

Eso mismo lo hizo Woody Guthrie con sus canciones, pero de un modo más directo, más accesible. Porque Steinbeck no escribía para los okis, los emigrantes de Oklahoma, para los migrantes, sus personajes apenas podían saber leer, de ninguna manera emplear su dinero en comprar libros. Por contra, Woody cantaba para aquellos que no encontraban esperanza, para los que terminaban la jornada temiendo no tener trabajo al día siguiente, deseando que la noche no terminara nunca, añorando a los seres queridos que habían quedado atrás. Más aún, Woody era uno de ellos, no cantaba desde teatros fastuosos, lo hacía desde el camino, un camino más duro que el de Kerouac, más real y polvoriento y, por tanto, podía ser comprendido por aquellos que eran, al tiempo, protagonistas de sus canciones.

Esa autenticidad se veía reforzada por esa falta de adorno, por esa ausencia de refinamiento propio de los profesionales de la música. Sus temas debían ser directos, lanzarse pronto al subconsciente de sus destinatarios, convertirse en himnos fácilmente transmisibles, debían convertirse en soflamas con las que arrojar baldes de esperanza a vidas que ya la habían perdido, debía dibujar pastos de riqueza, un país que fuera de sus habitantes, ... Para ello reivindica figuras como bandoleros al estilo de Robin Hood, al Jesucristo que expulsa a los mercaderes del templo, o a supuestos banqueros buenos.

Y precisamente esa falta de aptitudes musicales tradicionales a que hacía mención anteriormente, pudo ser otro catalizador para muchos otros que vinieron después. Guthrie les enseñó a todos la valentía de dar un paso al frente, de no amilanarse ante otros, de que también el mundo era para los menos capaces, los que no tenían medios para llegar al gran público, y tal vez eso impulsó a Dylan a cantar como lo hacía, no diré que de manera hermosa, a hablar de lo que pocos hablaban en aquellos años. Quizá sea eso lo que ayudó a Seeger a sobrellevar sus terribles años de ostracismo y prohibición durante el macartismo, tal vez sea lo que atrajo a Joe Strummer o a Billy Bragg, a dar ese paso adelante que otros no se atreven a dar. Y quizá ese mismo ejemplo es el que sirve para quienes transitan por tiempos inciertos, pero con la esperanza que reflejaba Seeger en Tomorow Is A Highway, sin duda la mejor de sus canciones inspirada en el legado de su compañero de viaje.

 

 


13 de julio de 2023

Ya sentarás cabeza. Cuando fuimos periodistas (2006-2011) (Ignacio Peyró)



Te aviso, este libro no es para todos. Ya sentarás cabeza de Ignacio Peyró es una oda nostálgica a una juventud acomodada, un desfile de anécdotas y reflexiones entre copas y sobremesas que, al principio, puede causar rechazo. ¿Quién necesita otra crónica del Madrid de la crisis, escrita desde el confort de un colegio privado y cafés de antaño? Pero tras esa aparente altanería, algo empieza a resonar. De repente, te encuentras atrapado en las contradicciones del propio autor, y sin darte cuenta, has caído bajo el hechizo de una prosa tan seductora como las tradiciones que Peyró busca desesperadamente mantener con vida

 

Ignacio Peyró es un periodista y escritor español que actualmente dirige el Instituto Cervantes de Roma, tras un paso por la misma institución en Londres, lo que le ha permitido publicar varios libros en los que ofrecer su visión sobre las islas británicas, sus ritos incomprensibles para los continentales, sus tradiciones milenarias, tal vez inventadas antes de ayer, pero con ese regusto antiguo con que tan bien saben aderezar sus costumbres.

Sin embargo, en Ya sentarás cabeza. Cuando fuimos periodistas (2006-2011), publicado por Libros del Asteroide en 2021 aborda un tema muy distinto. A modo de diario de memoria selectivas y caprichosas, Peyró reconstruye su peripecia profesional y personal, en un tiempo marcado por la convulsión política del final del zapaterismo y la crispación que traen medios como el Grupo Intereconomía en cuyos inicios participa el propio autor. Esta narración se desenvuelve de una manera personal y un estilo característico, en el que el relato lineal cede paso a las reflexiones más variadas y en las que los recuerdos se tornan escurridizos y ceden paso a ensoñaciones y disquisiciones sobre la juventud, la madurez, la amistad y el destino, el carácter de los españoles o el valor de la religión y sus más sectarios promotores.

Bajo estas premisas, uno comienza a leer el libro y, he de reconocerlo, pasa por el trance de querer abandonar la lectura hasta bien avanzado el volumen. Y no porque el estilo sea pesado, todo lo contrario, la prosa es limpia, no hay excesivos artificios, no hay demora en contar hechos irrelevantes, la época sobre la que habla es interesante. Pero lo cierto es que hay bastantes elementos que me disgustan según voy leyendo. Un excesivo énfasis en querer entroncar en una tradición anterior, en frecuentar restaurantes, cafeterías o bares que eran ya referencia para generaciones anteriores, o que si son nuevos y modernos, parecen igual de anclados en el pasado. Una necesidad por arrimarse sin más a una tradición que ha quedado ya desdibujada y sin sentido, una estela de un pasado más brillante que solo puede servir para acreditar y poner más aún de manifiesto la decadencia actual, al menos la de quien intenta aferrarse a ese pretérito imperfecto.  

Una suficiencia a la hora de dejar claro qué plato, qué vino o qué copa se debe pedir en cada lugar, dando, por tanto, a entender de manera pretenciosa e innecesaria, que uno lo ha probado ya todo, lo que siempre es falso y, a mis ojos, resulta más risible que ensalzador. O cuando habla con displicencia sobre temas de los que claramente lo desconoce todo, especialmente doloroso es su breve y estrafalario comentario sobre los Everly Brothers de los que apenas parece conocer que son dos y hermanos.

Y es este ligero tufo a naftalina, a salón cerrado y a grupo de abuelas sentadas en su mesa con un chocolate que hacen durar horas para desespero o contento, quien sabe, del camarero lo que me ha costado remontar. Tal vez este Peyró algo repelente, que nos habla sin tapujos de su privilegiada juventud, de su colegio privado o sus viajes al extranjero para aprender idiomas, de sus contactos y relaciones, sea en cierta medida un personaje del Peyró real.

Y es en este punto donde comienza la inflexión en mi valoración del libro y de su autor. Tenemos asumido como normal, incluso de buen tono, que se exhiba un pasado en el GRAPO, ETA o, cuando menos, en alguna variante oscura del trotskismo internacionalista, con independencia de que quien lo alegue, a modo de escudo, de refuerzo de las posiciones opuestas actuales, sea un derechista vociferante. Pero no parece de tan buen tono el mostrar orígenes conservadores, próximos al Opus, y no hacer de ello bandera, pero tampoco escarnio, asumir con serenidad ese pasado y reconocer las muchas cosas buenas que le ha podido proporcionar a uno, el no renunciar a las amistades de aquellos días e incluso el mantener una cierta evolución ideológica leve y moderada, adaptando y modernizando ese credo político.

Y es a raíz de esta comprensión cuando lo que hasta el momento me irritaba y frustraba comienza a tornarse más interesante y ameno, más coherente con lo que Peyró parece querer trasladar y surge al fin el encantamiento con el libro. Desconozco qué parte del Peyró de estas páginas no es otra cosa que un personaje creado por el Peyró real, probablemente una muy relevante, pero tengo claro que ha terminado por convertirse en un excelente compañero de viaje. Y así sale a flote la excelente prosa de este autor, su fluidez a la hora de exponer reflexiones profundas, no nacidas propiamente del momento sobre el que escribe, más bien de su pensamiento actual. Porque lo que más valor tiene del texto no es el puro cotilleo, el conocer los puntos débiles de personas relevantes, su opinión sobre Casado, sobre Julio Ariza, Carlos Dávila o Cospedal. Tampoco su papel en el Grupo Intereconomía o sus labores como redactor de discursos para políticos y el salto a Moncloa tras la victoria de Rajoy.

Lo más valioso de este libro son sus opiniones sobre cualquiera de los otros temas sobre los que opina, sobre la vida, el verano en España, nuestra penitente autocrítica, el valor de la reputación personal, de la fama pública o del papel de la prensa. Lo que nos cuenta sobre sus dudas para medrar como periodista, si debe estar presente en todos los medios que se le ofrezcan o si debe limitar su presencia para no quemarse. Si ha de reservar sus mejores ideas o dejarlas salir a borbotones. En ocasiones llega incluso a deslizar un tono lírico, rico en matices, seductor y adictivo.

 

 


En ocasiones toma ciertas licencias, casi humorísticas, como la de citar a ciertos personajes por sus iniciales cuando son claramente reconocibles sin más o pasar a continuación pocos párrafos después, a citarlos por el nombre completo. Y este humor también lo vuelca sobre su propia persona, su papel, un tanto entre dos aguas, algo incómodo entre sus correligionarios, ajeno a su vociferante y marcado de algún modo por sus colaboraciones puntuales con medios no muy afines o por su gusto por contemporizar con quienes disienten.

Tal vez se aprecie aquí el germen de una personalidad y estilo que, sin duda, se ha curtido en la literatura, como traductor, como gran lector. Pero no puedo dejar de pensar que su estancia británica y los libros escritos a raíz de la misma, anteriores a éste, ha podido ser el germen que ha cristalizado en este peculiar volumen y en su eficacia, en su distanciamiento a la hora de contar los hechos, su ironía y elegancia. También así se llega a comprender ese intento por vivir una especie de tradición, eso que en un principio tan molesto me resultaba, ese seguir los pasos de Plá, Luján o Cela, de recuperar locales de rancia solera, de aficionarse a brebajes desfasados y gustos arcaicos. Impostura tal vez, pero criticarlo no deja de ser contradictorio para quien alaba esas mismas conductas cuando las ve en otros países.  

El texto concluye en 2011, pero uno cree más que probable que tenga continuación gracias a los años vividos a la sombra del gobierno, tal vez un poco más allá, y lo espera con avidez, superado ya ese rechazo inicial, ganado ya por siempre para la causa de este autor.

 

 


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21 de mayo de 2023

A propósito de nada (Woody Allen)

 


 

A propósito de nada (Alianza Editorial) es, como muy bien resume el título, un libro sobre nada en particular. No pueden considerarse unas memorias al uso, tampoco una justificación de la posición de Woody Allen respecto de las acusaciones varias de que ha sido objeto en los últimos años. El verdadero sentido que el autor atribuye al título es que su vida merece poco interés, que su persona es escasamente aleccionadora a ningún efecto y que en nada de la vida destaca, pese a lo que, por giros de la impredecible fortuna, se ha visto perseguido por una fama que no le hace justicia.

Ni es un gran cineasta, ni sus métodos de dirección resultan meritorios, ni su supuesta fama de intelectual reflexivo se corresponde con la realidad, ni su dominio del clarinete es la razón por la que las entradas a los conciertos de su banda se agotan.

Esa incredulidad sobre las vías que le han llevado al éxito es la referencia vertebral de la obra, que pretende presentarnos a Allen como una persona normal, como cualquiera de nosotros pero que, con una gran dosis de suerte y una injustificada suficiencia, se ha creído capaz de emular a sus ídolos de juventud, sean dramaturgos como Henry Miller, directores como Bergman o deportistas como cualquier famoso bateador desconocido por estos lares.

El relato se remonta a su nacimiento e infancia, en una familia algo desestructurada, con una madre a la que parece no profesar demasiado afecto, siempre desconfiando de todos, especialmente de su marido y de su hijo, a quienes considera una carga más que una compañía y que, con su fiereza matriarcal, rige con ruda y violenta mano a toda la familia. Su padre, por contra, siempre soñando en enriquecerse con negocios varios, no siempre muy lícitos, no siempre honrosos, pasa a ser una referencia más válida para el niño Allen.

Pese a lo que podemos creer viendo al enclenque gafotas que todos tenemos en mente cuando citamos su nombre, parece que el joven era un gran deportista, no sólo seguidor de los partidos a través de la radio o la prensa, sino también físicamente, en los partidos escolares o en las competiciones organizadas en la calle. De hecho, su principal afición en sus primeros años eran los cómics y el deporte, nada especialmente elevado, nada intelectual, todo lo contrario, parecía sufrir una profunda aversión a cualquier tipo de intelectualismo y más afición por las mujeres y el deporte que por otra causa.

Sin embargo, nos cuenta cómo las compañeras de clase que más admiraba, aquellas por las que sentía auténtica pasión eran precisamente las que más alejadas se encontraban de sus intereses. Con ellas aprendió a colar frases robadas de filósofos, artistas, escritores o actores, de modo que todas sus carencias quedaran ocultas, llegando incluso a la falsificación pura si era necesario. Precisamente ese conocimiento tan disperso le permite soltar dictados de manera tan aleatoria y sin sentido que el oyente debe decidir si se encuentra ante un cretino o ante un genio que calla más que habla, una supuesta impresión de profundidad apenas intuida.

Así nos describe su periplo errático de lecturas, principalmente de aquellas grandes obras que no ha leído ni tiene interés por leer, pero que pueden dar buen rédito cuando se trata de impresionar, una habilidad que sí se arroga.

Pero, sorprendentemente, también ocurre lo mismo con el cine, donde pone de manifiesto la enorme cantidad de grandes clásicos que desconoce y por los que no muestra especial interés, el conocimiento disperso y confuso que contradice, o con el que pretende hacer palidecer su fama de culto. Tampoco se atribuye especial sabiduría en lo que se supone que es su profesión, la de director. De la cámara asegura no saber más que el hecho de que es necesario destapar el objetivo para comenzar a grabar.

También Allen nos ofrece un repaso sobre las mujeres de su vida, desde sus dos primeros y fracasados matrimonios, en un intento por dejar muy claras las razones de las rupturas, y la excelente relación que aún conserva con ellas. Lo mismo que su amistad con Diane Keaton tras poner fin a su breve romance y con la que ha vuelto a trabajar en innumerables películas. Sin duda, todo ello a fin de marcar un claro contraste de su relación con Mia Farrow.  

Nos habla de su fobia por los premios, por asistir a ellos, si bien, cuenta con desparpajo la entrega del Príncipe de Asturias, justificado por no hacer una ofensa a una institución como la Monarquía misma y a un país que tanto apoyo y respaldo le ha dado en todas sus películas y donde se le ha permitido rodar en extraordinarias condiciones en esta última época en la que ha sido objeto de un cierto exilio artístico.

Para cualquiera de los que disfrutamos de sus películas, el periplo, algo caótico, con idas y venidas, resulta siempre muy ameno, lleno de anécdotas, de escenas rocambolescas, intuimos que parte de ellas bastante retocadas para acomodarlas al registro humorístico y autodespreciativo que preside la obra.  

Es cierto que uno siempre tiene la duda de si todo lo aquí contado no es consecuencia de que Allen, el real, ha ido evolucionando hasta converger con su propio personaje, sin que ya seamos capaces de distinguir a ambos, algo que ocurre a muchos artistas que terminan fagocitados por su imagen, concluyendo mezclando mito y realidad. Aunque Allen aún no ha llegado al extremo de Weissmuller, lo cierto es que sí puede apreciarse ese intento por hacer coincidir los hechos con la imagen proyectada en las películas, en las entrevistas. Algo forzada su fobia a entrar en casas ajenas, a pasar una noche fuera de su propio hogar o compartir baño en la casa familiar de los Hemingway con el hijo de Ernst.

Tal vez las partes menos fantasiosas, o las más interesantes desde el punto de vista del rigor histórico pueden ser las que nos cuentan el funcionamiento del mundo de los cómicos en los años cincuenta y sesenta. Cómo funcionan los clubes, los comienzos del omnipresente y aburrido espectáculo de los monologuistas de hoy en día. Cómo se hacían carreras escribiendo chistes para otros, cómo se pasaba de escritor de chistes a creador de gags, cómo había "escuelas", incluso coaching para progresar, las conexiones entre este mundo de cómicos y el de las comedias teatrales, paso previo al salto al cine, menos culto, pero más lucrativo.

Y llegamos ya al punto al que el propio Allen destina una parte sustancial de la obra, su relación con Mia Farrow y el posterior escándalo sobre su matrimonio con Soon-Yi, la hija adoptada de aquella o los posibles abusos sexuales a Dylan, la hija adoptada por Farrow y Allen.

Comencemos diciendo que si aplicamos un filtro de moralidad, incluso de limpieza del certificado de penales, gran parte de los libros reseñados en este blog desaparecerían. Y si alguien nos dice que Woody Allen no ha sido objeto de ninguna condena, ni tan siquiera ha estado cerca de estarlo por parte de tribunal alguno, deberíamos extender aún más la condena a otros tantos autores, de modo que esta lista de lecturas casi resultaría materia delictiva o reprobable moralmente.

 

 


 

Entre esta nómina de autores, aquí hemos reseñado libros de esclavistas, asesinos, traidores a su patria, condenados por su propia religión, condenados por otra religión, defraudadores de impuestos, adultos casados con menores, etc.

Más aún, creo que quienes gustan de tiznarse con ceniza para exhibir su dolor y luto, siempre de puertas hacia fuera, como hacían los griegos, los que se rasgan las vestiduras por la connivencia con el esclavismo de Mark Twain, un caso también aquí reseñado y comentado, son los mismos que harían lo propio si hubieran nacido hace cien años, y quienes criticarían la entrada en tromba del lenguaje de los negros en sus obras, lo soez y bajo, despreciable e indecente que les resultaría. Porque quienes se arrogan la función de policía de la moral, los que se lamentan a lloros desvergonzados, como plañideras de la nada, son siempre los mismos, en distintos tiempos, pero siempre los mismos.

Y dicho esto, tampoco tiene sentido adelantar aquí la versión de Allen sobre todos estos hechos truculentos, más propios de un serial televisivo de bajo coste. Quien quiera tiene a su acceso la versión del cineasta, la de Mia Farrow, las declaraciones lacrimosas de Dylan, la versión de Soon-Yi, la del hijo que escapó de la tutela de Mia y se posicionó al lado de Woody o la del otro hijo, que hizo lo contrario. Poco edificante, poco clarificador. Y, en el fondo, poco nos importa. en tanto no haya una condena, esa conquista del Derecho moderno, ese rechazo al procedimiento inquisitorial o a los tribunales de honor a los que ahora algunos nos quieren hacer retroceder.

Allen no deja de elogiar a los actores que, sin embargo, se han posicionado en contra suya, a quienes se han negado a protagonizar sus películas o a los que, como modo de implorar el perdón público, han renunciado a los ingresos por su participación en películas recientes suyas. Pero como señala con ironía y desdén, seguramente lo hacen porque los sueldos que paga son escasos, casi de miseria. También sostiene que los pocos que se han mostrado favorables a su causa no han sufrido persecución o represalia alguna. Y que muchos compañeros de profesión, pese a que en la intimidad se solidarizan con él, le aseguran que hacen declaraciones en sentido contrario para evitar su exposición pública.

Y pese a que este largo apartado del libro no deja de ser una autojustificación que tampoco parece que el lector le haya pedido, lo cierto es que deja un sabor de boca agridulce porque uno entiende sus razones personales, pero bien podría haberse hecho un mayor esfuerzo en la parte previa al escándalo y dejar ésta para un anexo, una adenda para quienes estuvieran interesados. También se habría agradecido que muchas de las anécdotas contadas no tuvieran el fin evidente de dejar claro lo respetuoso que es con las mujeres, lo limpio de su carrera y lo tonto que parece ser para muchas cosas y lo mal que se maneja en este tipo de situaciones. Por ello, la valoración del libro, muy entretenido y recomendable durante gran parte de la lectura, se torna algo menos favorable a la vista de su parte final.

Quizá si un día todo este escándalo se aclara podamos leer unas auténticas memorias, un libro completo sobre su arte y que, sin obviar este polémico apartado, no lo condicione de principio a fin. Es seguro que nada más satisfaría al autor y a sus lectores.