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17 de noviembre de 2023

Juana la Loca. La cautiva de Tordesillas (Manuel Fernández Álvarez)

 



Nuestros textos escolares suelen ofrecer una visión tranquilizadora de la transición entre el fin de la Edad Media y el comienzo de la Edad Contemporánea en nuestra historia. Así, se pasa con notable desenvoltura del reinado de los Reyes Católicos al de Carlos I, con la salvedad, casi folclórica de las Comunidades y las Germanías. También se conoce superficialmente a Juana la Loca, una hija desdichada de los Reyes Católicos que enloqueció por la muerte de su marido, poco más.

Juana la Loca. La cautiva de Tordesillas (Ed. Austral) viene a cubrir este vacío para dar cuenta de la trascendencia histórica de su figura, más relevante de lo que se suele considerar, pero también de su drama humano, de lo que tiene de cierta esa supuesta locura y de sus causas si las hubiera.

   

Las tendencias nerviosas de Juana ya se habían puesto de manifiesto en diversas ocasiones en las que no parecía someterse de buen grado a las complicadas reglas de la monarquía y su estricto protocolo. Tercera en la línea sucesoria, no pareció recibir especial afecto de sus padres que, sin embargo, la emplearon, según era costumbre en la época, como moneda de cambio matrimonial en la política de alianzas para aislar al rival francés.

Enviada a Flandes a una temprana edad, acompañada de un pequeño séquito, más controlador que protector, vivió en una corte que no la apreciaba, cuya lengua tardó en aprender y, sin embargo, vivió consumida por el amor a su marido. Una fogosidad sexual de la que aquel parecía gozar a menudo, al menos con la misma intensidad con la que buscaba amoríos fuera del lecho conyugal. La insistencia de Juana era tal que Felipe pasaba temporadas tratando de evitarla para luego volver a ceder a sus demandas. Así, Juana, consumida por unos celos enfermizos, devino en irascible y desconfiada, perdió modales y descuidó sus cuidados físicos y espirituales, con grave preocupación de sus padres que eran informados puntualmente de estos desvaríos.

Pero, al parecer, y tal y como la misma hija le recriminaba a la madre, la casta y equilibrada Isabel la Católica, ésta también pasó por episodios similares en los que los celos le hicieron ponerse en evidencia y perder los papeles, la compostura y, sin embargo, logró superarlo, recomponer su regia figura, asentarse en sus cabales y asumir el papel que hoy se le reconoce. Así, la joven Juana llegará a espetar a su madre que también ella podrá volver a su ser, a su normal comportamiento si ella pudo hacerlo. Pero es que la sombra de cierta melancolía, término que sin embargo aún tardaría unos cuantos siglos en formularse como enfermedad del alma, proyectaba una sombra alargada en aquella dinastía de los Trastámara. La madre de la reina católica, Isabel de Portugal, vivió sumida en sus miedos y tinieblas gran parte de su vida, tras la muerte prematura de su marido, Juan II. Recluida en Arévalo, Isabel la visitaba acompañada de sus hijos, y así Juana pudo tener una temprana premonición de cuál sería su suerte, cambiando Arévalo por Tordesillas.

 

 


 Pero el gran juego de la historia también tomó a Juana entre sus crueles lazos haciendo de ella un muñeco roto entre bandos opuestos. La muerte de sus dos hermanos mayores la convirtieron en heredera al trono de Castilla de manera sorpresiva colocando a Felipe el Hermoso en la posición de poder ser soberano de los reinos peninsulares, sus posesiones africanas, mediterráneas y el enigma que aún era el Nuevo Mundo. Demasiado para las ambiciones de Fernando el Católico, fuente de inspiración del florentino Maquiavelo, que urdió todo tipo de intrigas para apartar a su hija, y por tanto a su yerno, del gobierno efectivo.

Así, a la muerte de Isabel, su testamento deja a las claras que el gobierno del Reino de Castilla deberá ser llevado por Fernando hasta la mayoría de edad del nieto, Carlos. Así, Juana recibe el título de reina, pero vacío de contenido, al tiempo que su marido queda al margen de cualquier posición de poder. Ni el testamento de Isabel, ni las disposiciones posteriores son discretas en los motivos de esta decisión, evidenciando la poca confianza que inspira el seso de Juana.

El matrimonio regresa de Flandes a España y Felipe el Hermoso tratará de jugar sus cartas para hacerse con el poder efectivo, aliándose con parte de la nobleza terrateniente que había sido sometida por los Reyes Católicos y que ahora veían la oportunidad de volver a enseñorearse. Sin embargo, la muerte, una constante azarosa en toda esta historia, le llega en Burgos provocando la caída definitiva de Juana en la depresión y su apartamiento del mundo.

Libre queda el camino para los planes de Fernando que, incomprensiblemente, se había casado poco antes con Germana de Foix, una infanta de Francia, el sempiterno enemigo a cuyo aislamiento ha sacrificado la felicidad de sus hijas, dispersandose en bodas por todo el Continente. Y todo ello con el único fin de lograr descendencia e impedir que la Corona de Aragón también recayera en Juana y Felipe. Pero el único hijo de la pareja muere a las pocas horas de nacer y la unión de Castilla y Aragón se consolida casi en el tiempo de descuento. La boda trajo consigo como efecto colateral, la anexión del Reino de Navarra, construyéndose de manera prácticamente definitiva las fronteras de lo que hoy llamamos España.

A la muerte de Fernando el Católico llega la regencia de Cisneros y, finalmente, Carlos I se presenta en España con una reina formal, ya recluida en Tordesillas, con la que mantiene una relación extraña, no menos que la que el joven mantendrá con su abuelastra, Germana de Foix, de la que nacerá una hija. Juana volverá a saltar a la palestra con la revuelta comunera, cuando los rebeldes tratan de ganarse el reconocimiento de Juana como soberana del reino, si bien ésta nunca terminó de posicionarse, tal vez ya no era capaz de comprender el papel que jugaba en toda aquella compleja trama.

Al margen de la historia de Juana, pero muy relacionado con ella, el primer capítulo aborda un tema necesario y poco conocido, como es el del tratamiento de la locura o cualquier tipo de enfermedad mental o de desvarío nervioso. Como es natural, en aquellos tiempos, este tipo de dolencias corrían el riesgo de ser identificadas con problemas espirituales. Una demencia no era sino una posesión del demonio y, por tanto, los tratamientos eran los consabidos exorcismos, medicamentos que solían contribuir al agravamiento, interminables ceremonias y ritos y, según el caso, juicio y hoguera. De todo ello pareció librarse Juana, aunque esto no mitigó su indudable dolor, acrecentado por la soledad en que vivió casi todos los años de su desdichada vida.    

Nada resta trascendencia sin embargo a la vida de Juana, que trajo al mundo a dos emperadores del Sacro Imperio Germánico, Carlos y Fernando, fue reina de Castilla, Aragón y Navarra. Su matrimonio vinculó a la Corona española con los territorios de Flandes y, en suma, colocó a este país, en la Edad Moderna, completando una transición que habían iniciado sus padres.

 

Manuel Fernández Álvarez fue un historiador español, fallecido en 2010, que dedicó su vida al estudio de nuestros siglos XV y XVI. Al margen de sus trabajos académicos, publicó tres biografías cruciales para comprender ese periodo de nuestra historia. En concreto, sobre Isabel la Católica, Juana la Loca y Carlos I. Es decir, la historia de una abuela, su hija y su nieto, todos ellos coronados.

En el caso del libro aquí comentado, y pese a tratarse de la obra de un erudito académico, en ningún momento nos encontramos ante un texto de complicada lectura, rebosante de notas, fechas y nombres totalmente desconocidos. Al contrario, Fernández Álvarez se desenvuelve con la maestría de un novelista a la hora de penetrar en la psicología de sus personajes, de avanzar hipótesis o de extraer conclusiones. Su estilo desenvuelto y ágil es la perfecta muestra de que la combinación de rigor y divulgación pueden ir de la mano y de que los conceptos complejos lo son tan solo por la falta de pericia del autor.

 

 

 

 

26 de septiembre de 2023

El imperio del sol (J. G. Ballard)

 


 

J. G. Ballard es conocido por sus obras de ciencia ficción, algunas con notable difusión como Crash, gracias a su versión cinematográfica. En la mayoría de ellas presenta imágenes de un futuro distópico avanzando temas en su tiempo aún incipientes como el cambio climático.

Sin embargo, en 1982 publicó una novela de un cariz diferente, El imperio del sol (Alianza Editorial, traducción de Carlos Peralta), se basaba en sus propias experiencias personales durante la Segunda Guerra Mundial que pasó internado en varios centros de prisioneros japoneses tras la caída de Shanghái.

Los padres de Ballard, ingleses residentes en Shanghái, tenían una vida privilegiada, con su gran mansión, sus criados, jardinero, chófer, su pequeño gueto en el que no faltaba un club de campo, elegantes fiestas de disfraces, colegios propios,…. Pero todo esto se desvaneció con el ataque japonés a Pearl Harbour. Ballard pasará toda la guerra en diversos campos de prisioneros junto a sus padres hasta la derrota nipona.

 

Estas traumáticas experiencias han sido modeladas para volcarlas en una trama novelesca en la que se acentúan los aspectos dramáticos y los esperanzadores. Comenzando por la vida del protagonista, trasunto de Ballard. Jin, un muchacho de 11 años, que a diferencia del autor, queda separado de sus padres en los primeros días del conflicto, no volviendo a reencontrarse con ellos hasta el fin de la guerra, debe vagar por las calles de Shanghái, durmiendo en casas abandonadas y comiendo los restos que han dejado sus habitantes en la huída, esquivando la animadversión de los chinos, de otros emigrantes europeos, todos luchando por migajas.

Es en esa terrible lucha cuando comprende que es la cercanía de los soldados japoneses lo único que puede realmente protegerle. Es el único orden, brutal, arbitrario, asesino, pero orden al fin y al cabo, al que puede acogerse. Y así, tratará en varias ocasiones de entregarse a sus enemigos, con poco éxito. Mezclado con chinos inertes, franceses que se alegran de la derrota de su país y su actual situación de no beligerancia, los alemanes orgullosos, rusos blancos, judíos huidos de Polonia, y otros tantos, entre los que se perderá Jim, tratando de no caer en manos de ninguno de ellos. Es así como se topa con dos marinos americanos, embarcados en una carrera por el robo y el contrabando.

Uno de ellos, Basie, parece encapricharse del chaval, y así es cómo comienza una extraña relación entre ambos. Jim sabe que Basie puede traicionarle sin mayor problema si así le conviene, pero también comprende que, en tanto le resulte útil, haga trabajos que él no pueda realizar, se preocupará por él. Cuando finalmente son capturados por los japoneses y enviados a un campo de internamiento, Jim podrá compaginar su lealtad a Vasie con la de otros tantos prisioneros que le tomarán bajo su cuidado o abuso. Tan solo el doctor Kramer parece sentir un sincero interés por Jim, una preocupación y confianza en que el muchacho logrará salir adelante.

Porque Jim, en su extrema debilidad e inocencia, deberá hacer inmensos esfuerzos por equilibrar sus propias necesidades, el hambre que pasa, su sanidad mental, con las ayudas a otros prisioneros, exponiéndose en ocasiones incluso al castigo o muerte por parte de los japoneses, tan solo para congraciarse con sus padrinos.

Jim comprende que solo esa red de relaciones confusa y compleja le permitirá sobrevivir. Su pequeña mente luchará por dejar a un lado muchos de los principios que aprendió en su niñez, superada repentinamente y sustituida por una madurez insospechada. Pero en Jim no todo es cálculo e interés, siente auténtico deseo de agradar, de ayudar, siente compasión por los enfermos del hospital, que fallecen bajo sus ojos, mientras se pregunta sobre el momento exacto en que el alma abandona al cuerpo, mientras los demás prisioneros tan solo se preocupan por despojar al muerto, aún caliente, de cuanto puede resultar de provecho, sea la ropa hecha jirones, los zapatos deshechos o las piezas de oro de la dentadura.

 

 

 

Y Jim, que siempre ha adorado los aviones, que admira a los pilotos japoneses, su valor, y que cree aún en un mundo de caballeros, pugna con un síndrome de Estocolmo confuso en el que llega a desear que la guerra no concluya, temeroso de la visión de sus padres, cuyos rostros ya ha olvidado y que ha sustituido por la foto de unos desconocidos cortada de una revista. Pero también teme el fin de la guerra, el orden desquiciado y la jerarquía del campo, en el que los prisioneros pueden volverse contra ellos mismos, en una lucha despiadada, y aún más cruel que la padecida a manos de los japoneses, y teme también la muerte que puede llegar cuando los nipones pierdan la guerra y traten de exterminarlos para borrar las huellas de sus crímenes o cuando los chinos traten de tomarse venganza de todos cuantos les han odiado, sean japoneses u occidentales, teóricos aliados.

Y es en esta compleja personalidad que se va forjando en Jim en lo que se basa la fortaleza de la novela, en no admitir blancos y negros, en actualizar el modelo de trama dickensiana, pero trayéndola a un mundo que ya no admite más esperanzas que las de un niño que se aferra a un conjunto de mentiras y verdades a partes iguales como único medio de no enloquecer, de mantener la cordura y cierta idea de moralidad, que contempla horrores, que se ve rodeado por la muerte, que cree ver el resplandor de la bomba de Nagasaki como un anuncio de un nuevo tiempo, como así fue, y que, por tanto, tiene todos los elementos de un David Copperfield, de un Oliver Twist, pero sin su blancura, sin ese paisaje de fondo en el que podemos encajar a muchos de sus personajes en un lado u otro. Aquí, ni tan siquiera el doctor Kramer es constante en su interés por Jim, en su rectitud para con todos, aunque sea quien más puede actuar como una referencia moral para el niño.

Ni siquiera Jim escapa a estas dualidades. En ocasiones, sus pensamientos nos resultan incomprensibles, sus acciones grotescas y sin sentido. A veces podemos compartir sus pasiones, pero a ratos creemos que ha perdido definitivamente el juicio, nos exaspera su afán por tratar de no tomar partido, de sobrevivir en suma. Y es que la brutalidad del ambiente trastornará de algún modo la mente de Jim, le hará caer en ensoñaciones, que no tienen otro fin que protegerle mentalmente, le llevará a aferrarse a cualquiera que pueda ofrecerle un mínimo de calor sin llegar a engañarse totalmente de los motivos. Y, pese a ello, este niño que se hace hombre durante los años del conflicto, no renunciará a un pequeño puñado de certezas. Es en este reducto de humanidad donde podemos identificarnos con él, con su dolor y sufrimiento, con sus insensateces que sabemos debidas solo a esa coraza que crea a su alrededor, para no enloquecer.

Y esa identificación no es tanto sobre cómo actuaríamos en su mismo lugar, uno ya tiene  sus años, sino que en mi caso, es a través de mi hijo, solo un año mayor que Jim cuando estalla el conflicto. Con su misma terquedad y fuerza interior, pese a que sus actos externos a veces parecen desmentirla, Pablo parece movido por extraños motivos, tal vez con el mismo impulso de dar coherencia a su mundo interior, con desconcierto de cuantos le rodeamos y acompañamos en ese complicado periodo de la preadolescencia, que nos coja Dios confesados...

Pero es precisamente esa comparación con mi hijo lo que me ha permitido sentir como propia la aventura de Jim, como totalmente verosímil, como admirable y formidable aventura de un ser humano cuya vida se aferra al último hilo de esperanza, con tanta fuerza y pasión, con una inocencia tan desarmante, que logra salir adelante contra todo pronóstico, contra toda razón.    

 

Tal vez esta obra sea más conocida gracias a  la película dirigida por Steven Spielberg del mismo nombre, y aunque sus imágenes son evocadoras y se respeta con pulcritud gran parte de la novela, lo cierto es que el libro aporta una mayor profundidad, una mezcla de malestar e incomodidad, de empatía y amor que desmienten el famoso adagio de que una imagen vale más que mil palabras, porque son las imágenes que nuestro cerebro crea las que se vuelven memorables e imperecederas, como lo será para mí la vida de este heroico Jim.



21 de mayo de 2023

A propósito de nada (Woody Allen)

 


 

A propósito de nada (Alianza Editorial) es, como muy bien resume el título, un libro sobre nada en particular. No pueden considerarse unas memorias al uso, tampoco una justificación de la posición de Woody Allen respecto de las acusaciones varias de que ha sido objeto en los últimos años. El verdadero sentido que el autor atribuye al título es que su vida merece poco interés, que su persona es escasamente aleccionadora a ningún efecto y que en nada de la vida destaca, pese a lo que, por giros de la impredecible fortuna, se ha visto perseguido por una fama que no le hace justicia.

Ni es un gran cineasta, ni sus métodos de dirección resultan meritorios, ni su supuesta fama de intelectual reflexivo se corresponde con la realidad, ni su dominio del clarinete es la razón por la que las entradas a los conciertos de su banda se agotan.

Esa incredulidad sobre las vías que le han llevado al éxito es la referencia vertebral de la obra, que pretende presentarnos a Allen como una persona normal, como cualquiera de nosotros pero que, con una gran dosis de suerte y una injustificada suficiencia, se ha creído capaz de emular a sus ídolos de juventud, sean dramaturgos como Henry Miller, directores como Bergman o deportistas como cualquier famoso bateador desconocido por estos lares.

El relato se remonta a su nacimiento e infancia, en una familia algo desestructurada, con una madre a la que parece no profesar demasiado afecto, siempre desconfiando de todos, especialmente de su marido y de su hijo, a quienes considera una carga más que una compañía y que, con su fiereza matriarcal, rige con ruda y violenta mano a toda la familia. Su padre, por contra, siempre soñando en enriquecerse con negocios varios, no siempre muy lícitos, no siempre honrosos, pasa a ser una referencia más válida para el niño Allen.

Pese a lo que podemos creer viendo al enclenque gafotas que todos tenemos en mente cuando citamos su nombre, parece que el joven era un gran deportista, no sólo seguidor de los partidos a través de la radio o la prensa, sino también físicamente, en los partidos escolares o en las competiciones organizadas en la calle. De hecho, su principal afición en sus primeros años eran los cómics y el deporte, nada especialmente elevado, nada intelectual, todo lo contrario, parecía sufrir una profunda aversión a cualquier tipo de intelectualismo y más afición por las mujeres y el deporte que por otra causa.

Sin embargo, nos cuenta cómo las compañeras de clase que más admiraba, aquellas por las que sentía auténtica pasión eran precisamente las que más alejadas se encontraban de sus intereses. Con ellas aprendió a colar frases robadas de filósofos, artistas, escritores o actores, de modo que todas sus carencias quedaran ocultas, llegando incluso a la falsificación pura si era necesario. Precisamente ese conocimiento tan disperso le permite soltar dictados de manera tan aleatoria y sin sentido que el oyente debe decidir si se encuentra ante un cretino o ante un genio que calla más que habla, una supuesta impresión de profundidad apenas intuida.

Así nos describe su periplo errático de lecturas, principalmente de aquellas grandes obras que no ha leído ni tiene interés por leer, pero que pueden dar buen rédito cuando se trata de impresionar, una habilidad que sí se arroga.

Pero, sorprendentemente, también ocurre lo mismo con el cine, donde pone de manifiesto la enorme cantidad de grandes clásicos que desconoce y por los que no muestra especial interés, el conocimiento disperso y confuso que contradice, o con el que pretende hacer palidecer su fama de culto. Tampoco se atribuye especial sabiduría en lo que se supone que es su profesión, la de director. De la cámara asegura no saber más que el hecho de que es necesario destapar el objetivo para comenzar a grabar.

También Allen nos ofrece un repaso sobre las mujeres de su vida, desde sus dos primeros y fracasados matrimonios, en un intento por dejar muy claras las razones de las rupturas, y la excelente relación que aún conserva con ellas. Lo mismo que su amistad con Diane Keaton tras poner fin a su breve romance y con la que ha vuelto a trabajar en innumerables películas. Sin duda, todo ello a fin de marcar un claro contraste de su relación con Mia Farrow.  

Nos habla de su fobia por los premios, por asistir a ellos, si bien, cuenta con desparpajo la entrega del Príncipe de Asturias, justificado por no hacer una ofensa a una institución como la Monarquía misma y a un país que tanto apoyo y respaldo le ha dado en todas sus películas y donde se le ha permitido rodar en extraordinarias condiciones en esta última época en la que ha sido objeto de un cierto exilio artístico.

Para cualquiera de los que disfrutamos de sus películas, el periplo, algo caótico, con idas y venidas, resulta siempre muy ameno, lleno de anécdotas, de escenas rocambolescas, intuimos que parte de ellas bastante retocadas para acomodarlas al registro humorístico y autodespreciativo que preside la obra.  

Es cierto que uno siempre tiene la duda de si todo lo aquí contado no es consecuencia de que Allen, el real, ha ido evolucionando hasta converger con su propio personaje, sin que ya seamos capaces de distinguir a ambos, algo que ocurre a muchos artistas que terminan fagocitados por su imagen, concluyendo mezclando mito y realidad. Aunque Allen aún no ha llegado al extremo de Weissmuller, lo cierto es que sí puede apreciarse ese intento por hacer coincidir los hechos con la imagen proyectada en las películas, en las entrevistas. Algo forzada su fobia a entrar en casas ajenas, a pasar una noche fuera de su propio hogar o compartir baño en la casa familiar de los Hemingway con el hijo de Ernst.

Tal vez las partes menos fantasiosas, o las más interesantes desde el punto de vista del rigor histórico pueden ser las que nos cuentan el funcionamiento del mundo de los cómicos en los años cincuenta y sesenta. Cómo funcionan los clubes, los comienzos del omnipresente y aburrido espectáculo de los monologuistas de hoy en día. Cómo se hacían carreras escribiendo chistes para otros, cómo se pasaba de escritor de chistes a creador de gags, cómo había "escuelas", incluso coaching para progresar, las conexiones entre este mundo de cómicos y el de las comedias teatrales, paso previo al salto al cine, menos culto, pero más lucrativo.

Y llegamos ya al punto al que el propio Allen destina una parte sustancial de la obra, su relación con Mia Farrow y el posterior escándalo sobre su matrimonio con Soon-Yi, la hija adoptada de aquella o los posibles abusos sexuales a Dylan, la hija adoptada por Farrow y Allen.

Comencemos diciendo que si aplicamos un filtro de moralidad, incluso de limpieza del certificado de penales, gran parte de los libros reseñados en este blog desaparecerían. Y si alguien nos dice que Woody Allen no ha sido objeto de ninguna condena, ni tan siquiera ha estado cerca de estarlo por parte de tribunal alguno, deberíamos extender aún más la condena a otros tantos autores, de modo que esta lista de lecturas casi resultaría materia delictiva o reprobable moralmente.

 

 


 

Entre esta nómina de autores, aquí hemos reseñado libros de esclavistas, asesinos, traidores a su patria, condenados por su propia religión, condenados por otra religión, defraudadores de impuestos, adultos casados con menores, etc.

Más aún, creo que quienes gustan de tiznarse con ceniza para exhibir su dolor y luto, siempre de puertas hacia fuera, como hacían los griegos, los que se rasgan las vestiduras por la connivencia con el esclavismo de Mark Twain, un caso también aquí reseñado y comentado, son los mismos que harían lo propio si hubieran nacido hace cien años, y quienes criticarían la entrada en tromba del lenguaje de los negros en sus obras, lo soez y bajo, despreciable e indecente que les resultaría. Porque quienes se arrogan la función de policía de la moral, los que se lamentan a lloros desvergonzados, como plañideras de la nada, son siempre los mismos, en distintos tiempos, pero siempre los mismos.

Y dicho esto, tampoco tiene sentido adelantar aquí la versión de Allen sobre todos estos hechos truculentos, más propios de un serial televisivo de bajo coste. Quien quiera tiene a su acceso la versión del cineasta, la de Mia Farrow, las declaraciones lacrimosas de Dylan, la versión de Soon-Yi, la del hijo que escapó de la tutela de Mia y se posicionó al lado de Woody o la del otro hijo, que hizo lo contrario. Poco edificante, poco clarificador. Y, en el fondo, poco nos importa. en tanto no haya una condena, esa conquista del Derecho moderno, ese rechazo al procedimiento inquisitorial o a los tribunales de honor a los que ahora algunos nos quieren hacer retroceder.

Allen no deja de elogiar a los actores que, sin embargo, se han posicionado en contra suya, a quienes se han negado a protagonizar sus películas o a los que, como modo de implorar el perdón público, han renunciado a los ingresos por su participación en películas recientes suyas. Pero como señala con ironía y desdén, seguramente lo hacen porque los sueldos que paga son escasos, casi de miseria. También sostiene que los pocos que se han mostrado favorables a su causa no han sufrido persecución o represalia alguna. Y que muchos compañeros de profesión, pese a que en la intimidad se solidarizan con él, le aseguran que hacen declaraciones en sentido contrario para evitar su exposición pública.

Y pese a que este largo apartado del libro no deja de ser una autojustificación que tampoco parece que el lector le haya pedido, lo cierto es que deja un sabor de boca agridulce porque uno entiende sus razones personales, pero bien podría haberse hecho un mayor esfuerzo en la parte previa al escándalo y dejar ésta para un anexo, una adenda para quienes estuvieran interesados. También se habría agradecido que muchas de las anécdotas contadas no tuvieran el fin evidente de dejar claro lo respetuoso que es con las mujeres, lo limpio de su carrera y lo tonto que parece ser para muchas cosas y lo mal que se maneja en este tipo de situaciones. Por ello, la valoración del libro, muy entretenido y recomendable durante gran parte de la lectura, se torna algo menos favorable a la vista de su parte final.

Quizá si un día todo este escándalo se aclara podamos leer unas auténticas memorias, un libro completo sobre su arte y que, sin obviar este polémico apartado, no lo condicione de principio a fin. Es seguro que nada más satisfaría al autor y a sus lectores.