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20 de febrero de 2022

Apaciguar a Hitler: Chamberlain, Churchill y el camino a la guerra (Tim Bouverie)


I

El primero de octubre de 1938, Neville Chamnerlaine volvía triunfante a Londres después de haber forzado un pacto entre Francia, Inglaterra, Italia y Alemania, por el que ésta se comprometía a limitar sus aspiraciones territoriales a los Sudetes. Además, el compromiso, alcanzado a espaldas de los representantes de la República Checoslovaca, permitía que esta ocupación se dilatara algo en el tiempo, permitiendo la salida ordenada de quienes no quisieran vivir en el Reich. Asimismo, Chamberlain agitaba pleno de orgullo y felicidad, un documento firmado por él mismo y Hitler en el que se recogían las bases de un pacto anglo-alemán, un compromiso para mantener reuniones tendentes a resolver la tensión en Europa.


Como todos sabemos, éste fue el punto álgido de la tensión en Europa y el comienzo de un nuevo tiempo. Dos años después, Gran Bretaña devolvía a Alemania algunas de las colonias que había recibido tras el Pacto de Versalles y Polonia cedía Danzig, en contra de su voluntad, pero presionada por la Liga de Naciones. Todos estos acuerdos llevaron a que la posición de Alemania se reforzara económicamente con un pequeño imperio con el que nutrirse de materias primas y completar su esfera de influencia. Los conflictos internos que todo esto generó en la URSS, desembocaron en un estancamiento de ésta y su pase a un papel secundario en la nueva escena internacional.


Animado por la política de apaciguamiento que tan buenos resultados había dado en Europa, Roosevelt aplicó la misma estrategia con Japón, resultando la entrega de Manchuria sin demasiado escándalo diplomático pero salvando a las Filipinas, Malasia, Birmania y otras zonas de las ambiciones niponas. Un acuerdo de suministro de petróleo al Imperio del Sol Naciente, alivió las necesidades expansivas de éste, que se conformó con las tierras arrebatadas a China que quedó postrada e incapaz de levantarse política o económicamente hasta nuestros días.   


El mundo ha quedado así configurado por dos grandes bloques. El primero, formado por las democracias occidentales, aferradas a sus paradigmas liberales, con algunas concesiones a los extremistas para garantizar la paz social y los levantamientos de fuerzas que quieran imponer regímenes parecidos a los de Alemania y Japón. Por otro lado, estos dos países encabezan un modelo político y económico en el que las libertades individuales son aplastadas de manera brutal pero en el que la eficiencia económica está dando pruebas de superar al capitalismo tradicional.


 Ambas naciones han sabido atesorar sus esencias pero admitiendo todo aquello que podían tomar de sus opuestos, conocimiento científico, saber intelectual, buena prensa, todo para que las disensiones se desplieguen por Occidente pero no hagan mella en sus súbditos, que no ciudadanos, tal vez por miedo a la represión, tal vez engañados por las proclamas, tal vez, simplemente, porque la sociedad civil ha quedado disuelta en infinidad de asociaciones, organismos y estructuras manejadas desde el poder a su voluntad.


Sea como fuere, con estas sombras grises, no hay periodo que no las tenga, hemos podido disfrutar de más de ochenta años de paz. Hoy veneramos la sabiduría de Lord Halifax, Neville Chamberlain e incluso de Daladier. Hasta podemos admitir la sinceridad de los actos y presiones, de la diplomacia que logró evitar un conflicto que nos habría llevado a una destrucción segura. También hemos aprendido a denigrar a quienes se opusieron a la paz. Churchill y Eden son símbolos de ese belicismo que podría habernos arrojado al abismo. Ganamos un tiempo que debemos valorar y hacer perdurar.   

 

II


Por supuesto, sabemos que nada de esto ocurrió, que la Historia no sucedió así que los hechos negaron la razón a quienes impulsaron el apaciguamiento y creyeron que jugar con las bestias podía ser una opción. Hoy sabemos que todas las medidas que se intentaron para apaciguar a Hitler solo sirvieron para hacerle creer que las democracias eran débiles, que nunca más se enfrentarían a un conflicto tan destructivo como lo fue la Primera Guerra Mundial y que, por tanto, bastaba hacer apuestas tan altas que la única alternativa fuera decidir entre paz y guerra y que, ante esta disyuntiva, franceses e ingleses siempre elegirían ceder. Hoy no es difícil asegurar que una respuesta contundente en los primeros tiempos, cuando Hitler ocupó Renania o el Sarre, pudo haber convencido a este de lo firme de las posiciones de sus enemigos y haber reducido sus aspiraciones, incluso haber provocado una revuelta interna y una caída del dictador, quién sabe incluso si de su régimen entero.


Sin embargo, este ejercicio es tan falso como el de los primeros párrafos de esta reseña. Las decisiones siempre se toman en el presente, basándonos en lo que conocemos del pasado. Pero el futuro es aquello que se encuentra más allá de una cortina negra que nos impide verlo y, cuando con mano temblorosa, apartamos sus pliegues para atisbar qué puede haber al otro lado, ya no es futuro, estamos en el presente de nuevo y otra cortina se alza ante nosotros.


Apaciguar a Hitler: Chamberlain, Churchill y el camino a la guerra (editorial Debate 2021, traducido por Abraham Gragera) es un libro que trata de añadir luz a este periodo de la Historia tan controvertido. Tim Bouverie es un joven historiador que analiza con detalle el origen y trágico final de la política de apaciguamiento. No solo recurre a las fuentes oficiales, sino que combina las actas parlamentarias con los artículos y noticias de la prensa que tan importante papel tuvo en esta época. También recurre a correspondencia entre los principales protagonistas, especialmente, la correspondencia privada entre Chamberlain y su hermana, que arroja una luz más verdadera que cualquier declaración política del premier británico sobre sus verdaderas intenciones y cómo veía su papel en la Historia.

 

 


 

Comenzando por este último punto, es de destacar cómo Chamberlain se vió, de alguna manera, auto investido por el sentimiento de haber sido llamado por una voluntad divina a traer la paz a un mundo que parecía volver a enredarse en una espiral similar a la que condujo a la Gran Guerra. La importancia de este sentimiento, podríamos decir, cuasi religioso, también es relevante en la figura de Lord Halifax, no en vano, apodado por Churchill como Lord Holy Fox.

Este convencimiento de haber sido llamados a salvar la paz mundial les llevó a unas cesiones excesivas, pero no es menos cierto que el peso de la opinión pública y su rechazo a un nuevo conflicto también tuvo su peso. En los años treinta las empresas demoscópicas como hoy las conocemos, no tenían apenas relevancia y se trataba más bien de un sentimiento que se debía adivinar a través de cartas al director, protestas callejeras y poco más.


Es comúnmente aceptada la idea de que la mayoría de ingleses y franceses no estaban dispuestos a volver a los campos de Flandes a desangrarse como habían hecho apenas quince años antes. Pero Bouverie rescata muchos testimonios que dan muestra de que esta visión no era unánime. Igual que ocurre en nuestros días, no existen posturas claras y definidas para la mayoría de ciudadanos. Antes bien, corremos el riesgo de confundir a los que más gritan con la mayoría, lo que no suele ser cierto. Por este motivo más de un político se ha llevado desagradables sorpresas electorales. En el caso que nos ocupa, no siempre esa opinión pública pareció mostrarse favorable a las políticas de Chamberlain, y especialmente tras los acuerdos de Múnich y su violación flagrante por Hitler tras la ocupación de Checoslovaquia, el pueblo inglés comenzó un profundo viraje comprendiendo que la paz era un deseo imposible, postura que Chamberlain tardó en asumir.


También es un lugar común defender que el apaciguamiento fue una política obligada por el mal estado de las fuerzas armadas británicas. Si bien, la situación de éstas no era excelente, la propaganda nazi hizo parecer que sus propias fuerzas eran muy superiores a la realidad. El Anschluss dejó muchos tanques alemanes en la cuneta por problemas técnicos, la invasión de Polonia también reveló a los propios generales alemanes abundantes deficiencias. En suma, el aplazamiento de la guerra sirvió para que Francia e Inglaterra reforzaran las políticas de armamento, pero también para que Hitler lo hiciera. Peor aún, según acredita Bouverie, incluso en los momentos más claros, la apuesta de Chamberlain era sincera. Creía realmente que la paz era posible y, sólo muy parcialmente, Reino Unido aprovechó para rearmarse, casi en contra de la voluntad del Primer Ministro.


Esta obra también pone de manifiesto que las reglas de la diplomacia tradicional no sirven contra quienes tienen un programa claramente definido al que no están dispuestos a renunciar. Aunque Hitler dejó por escrito sus ideas expansionistas en Mein Kampf, nadie pareció considerarlas seriamente. Los políticos del apaciguamiento creyeron estar tratando con iguales, algo más toscos y barriobajeros que los dirigentes tradicionales pero que, al fin, estarían dispuestos a llegar a acuerdos.


Bouverie especula con la experiencia política previa de Chamberlain que se reducía la de alcalde de Birmingham. En tal puesto, se curtió como forjador de acuerdos entre grupos vecinales, sindicatos y empresarios locales. Con todos ellos aprendió que era posible encontrar un punto en común y que, con cesiones parciales de todos, se lograba alcanzar un acuerdo satisfactorio para el conjunto. En ese mundo municipal, todas las fuerzas vivas de la ciudad querían contribuir al bien de la misma, aunque sus posiciones ideológicas fueran opuestas. Era inconcebible que un tendero quisiera la ruina económica de su ciudad o de sus vecinos que, a fin de cuentas, debían de ser quienes se dejaran sus sueldos para comprar sus productos. Pero nada de esto tenía sentido con dictadores como Hitler y Mussolini.


Por otro lado, se puede sostener con certeza que las posiciones fascistas contra el comunismo, su mano dura contra los disidentes y su papel de contención en el centro de Europa frente a posibles políticas expansionistas de la URSS jugaron un papel relevante e hicieron a Hitler un personaje tolerable para muchos políticos conservadores. Tan solo cuando ya era evidente que Hitler no buscaba la paz, Reino Unido trató de alcanzar algún acuerdo con Stalin que aislara a Alemania y le obligase a firmar un pacto de desarme. Sin embargo, estos intentos no fueron demasiado serios y Hitler les ganó la partida con la firma del sorprendente pacto germano soviético de agosto de 1939.

 

Tampoco la persecución de los judíos en Alemania o en los territorios que progresivamente iban ocupando, gracias a la desidia occidental, pusieron sobre aviso de la verdadera naturaleza del régimen nazi. Nuevamente, nadie tomaba en serio lo que el dictador había dejado escrito en su Mein Kampf. Y, todo hay que decirlo, cierto antisemitismo de la clase dirigente británica hacía que este tema no fuera especialmente relevante para hacer de él un punto de inflexión de la política exterior británica.


El libro se centra en la diplomacia británica y, aunque trata de refilón las políticas francesas, éstas se muestran como meramente gregarias de cuanto Inglaterra pudiera decidir. Este aspecto no termina de quedar aclarado en el libro, no se entiende cómo Francia, con frontera con Alemania y principal objeto del deseo de venganza de ésta, pudo tener un papel tan secundario como se pretende. Tal vez la debilidad de los gobiernos de la época pudo pesar en el escaso protagonismo en estas negociaciones.


Pero la pregunta que siempre termina por surgir alrededor de esta cuestión es si esta política era la única posible, incluso deseable, porque había que dar una oportunidad a la paz, o si se debió ser más firme desde un principio, incluso haber comenzado una guerra que, a la vista de lo que vino, siempre habría sido menos cruel, menos destructiva.


El veredicto de Bouverie es ecuánime. Las intenciones de los líderes ingleses eran buenas, sus afanes por lograr la paz eran loables. En paralelo, no descuidaron totalmente el rearme. Exploraron vías con enemigos políticos irreconciliables y, finalmente, cuando comprendieron, aunque ciertamente con retraso, que Hitler no pararía con sus agresiones, terminaron por entrar en guerra. Pero esto no excluye torpezas, faltas de previsión, ingenuidad, soberbia al no buscar el apoyo de los Estados Unidos, incluso el tratar de mantener el Imperio a costa de la independencia de media Europa Central.


El libro se lee como una excelente novela de intriga política de la que, desgraciadamente conocemos el final. Sin embargo, el autor consigue trasladarnos a la época casi como si la estuviéramos viviendo en directo, con un ritmo ameno, casi periodístico, no en vano, Bouverie ha trabajado para diferentes medios de comunicación británicos.  


Pero uno de sus mayores atractivos es el de diseccionar un momento histórico que parece repetirse de manera recurrente en la Historia de la Humanidad. En estos días asistimos a nuevas amenazas de guerra y, como en aquellos tiempos, se alzan las voces de quienes creen llegado el momento de no dar un paso atrás y las de quienes creen que se debe ceder a los legítimos intereses, a las áreas de influencia y a la peculiar idiosincrasia de nuestros oponentes. Volvemos a estar en la disyuntiva. Y es pertinente preguntarse si el apaciguamiento envalentona más o si sirve para rebajar tensiones, si estamos en una carrera en la que lo único que se discute es el momento en el que la batalla se desencadenará. Podemos sustituir los nombres de los líderes actuales por los de antaño y jugar a adivinar el futuro. Pero es un juego errado, el futuro siempre está por escribir.


Más interesante puede ser hacer el juego inverso, en un escenario en el que sabemos qué ocurrió y su porqué, deberíamos reflexionar sobre cómo habría sido el mundo si en lugar de Chamberlain y Churchill, Hitler o Emil Hácha, los gobernantes de la época hubieran sido Biden y Johnson, Putin o Macron. Si los que ahora claman por la paz también lo habrían hecho entonces, obviando los derechos de los pueblos aplastados a cambio de mantener sus altos principios. Paz sí, no para los checos, los austríacos, los polacos, ... Y también si los que hoy empujan la tensión habrían sido tan beligerantes con el recuerdo de sus padres y sus hijos muertos en un conflicto entre las mismas naciones pocos años antes. ¿Habrían hecho mejor nuestro mundo?¿Habrían muerto millones de personas, en batallas, ciudades bombardeadas o campos de exterminio?


Conocer la Historia no nos impide repetirla, pero como le dijo el Tiempo a Alicia: "Jovencita, no puedes cambiar el pasado, aunque déjame decirte algo, podrías aprender algo de él."

 

 

 

 

 

8 de septiembre de 2021

Sapiens. De animales a dioses (Yuval Noah Harari)



Sapiens. De animales a dioses (Yuval Noah Harari, editorial Debate) es un libro provocador que ha merecido innumerables reconocimientos y halagos. Es difícil no haber leído previamente algún artículo o reseña que no nos haya puesto en contacto con las principales tesis defendidas por el autor pero, no por ello, se debe obviar la lectura directa del texto. No hay resumen que pueda suplir la riqueza del contenido del volumen, sus pequeñas anécdotas o su tono ligeramente irónico.


Entremos por tanto en materia. Partamos del nacimiento de la primera especie de homínido, mucho tiempo antes de que surgiera el primer Sapiens. Hablamos de un homo cuya principal diferencia respecto del resto de fauna sería su mayor cerebro, pero cuyas facultades físicas le ponían a merced de mamíferos mayores, más fuertes, hábiles y con sentidos más desarrollados para adaptarse a su entorno.


Pese a esa precaria posición, la familia homo se extiende en diversas especies (Neardental, Erectus, Floresiensis) para adaptarse a los diferentes entornos físicos en que vivían. Un millón y medio de años después, hace unos 350.000 años, surge una nueva especie de homo, al que llamamos inmodestamente Sapiens, en un rincón de África Oriental, que terminará tiempo después extendiéndose por todo el planeta e imponiéndose al resto de especies de su familia, llevándolas a su extinción, bien por superación biológica o por directo enfrentamiento.


Por tanto, frente a la falsa y extendida opinión de que los diferentes tipos de homínidos forman parte de una sucesión cronológica en la que cada especie es fruto de la anterior y mejora aquella, lo cierto es que las especies convivieron en el tiempo y bien podrían haber sobrevivido hasta la fecha, al igual que lo hacen los cocodrilos y los caimanes, las lombrices y los gusanos.


Pero en la familia de los homínidos tan solo el Sapiens sobrevivió y hay que dar una explicación de por qué esta especie, no mejor dotada físicamente que otras, pudo imponerse hasta el punto de superar su lugar dentro del reino animal y colocarse en la cúspide del mismo, llegando a tener la capacidad para influir en la vida del resto de formas de vida.


La explicación de Harari es lo que denomina la revolución cognitiva, o proceso por el que los Sapiens son capaces de elaborar ideas abstractas que comparten entre ellos convirtiéndolas en algo tan creíble y real como el mundo objetivo que les rodea y que les permite colaborar y superarse de un modo que ninguna otra especie es capaz.


Pongamos el ejemplo más sencillo para entender cómo este concepto ha impregnado hasta nuestros días la vida de los Sapiens y nos ha permitido ir mucho más allá que al resto de especies o de lo que nuestras capacidades naturales nos habrían permitido: el dinero.


El dinero es un concepto que no existe en la vida real, se trata de un mecanismo de intercambio de bienes y servicios basado en la confianza de que todo el mundo lo aceptará como método de valoración y medida. Si no hay confianza, el dinero no vale nada, que es lo que ocurre en los grandes procesos inflacionarios. Pero la creencia común en el valor del dinero permite el desarrollo de unas redes de comercio que potencian la riqueza de las naciones, favorecen el progreso material, científico, o artístico. Sin la creencia en el dinero viviríamos de lo que fuéramos capaces de producir o intercambiar con el fruto de nuestro trabajo en un pequeño y estrecho mercado local. La creencia común en el dinero nos hace más flexibles, nos permite acometer empresas mayores, nos aleja definitivamente del resto de la creación.


Sapiens es experto en crear estos conceptos, en desarrollar historias que sirven de cohesión para el grupo, que les lleva a imponerse frente a otros sapiens o a esmerarse para merecer una vida futura mejor. Todo lo que nos define hoy en día como humanos tiene su origen en esta idea. La religión, el derecho, las clases sociales, las ideologías, los nacionalismos, el imperialismo, el progreso científico como método y concepto, las grandes corporaciones mercantiles y tantas y tantas ideas que forman nuestro mundo y que son totalmente ajenas al resto de animales y que también lo habrían sido para nuestros hermanos homínidos hoy extinguidos.


Solo una especie en la que algunos de sus miembros sean capaces de creerse mejores que los demás en función del lugar en el que vivan, del tono de su piel o de la creencia en un determinado dios, podrá colaborar para lograr metas comunes que ni un chimpancé ni un Homo Erectus serían capaces de imaginar. Esos mitos y la capacidad para hacerlos tan creíbles como el suelo que pisamos son el principal motor de nuestra especie. No en vano, hoy la lucha por el relato es la principal actividad a la que se dedican nuestros políticos en la esperanza de que así se logrará una adhesión más fiel que la que resultaría de unas políticas que respondieran a las realidades verdaderas de los votantes.


Pero el tiempo histórico avanza y Sapiens, ​convertido ya en el único homo sobre la Tierra, crea el segundo gran cambio que le permitirá proyectarse hacia el futuro que hoy conocemos: la revolución agrícola. Es bien sabido cómo el hombre subsistía a base de la caza y recolección, desplazándose continuamente en busca de un entorno favorable para ambas actividades. Sin embargo, en algún momento, aproximadamente hace unos 10.000 años, los hombres de una zona concreta del Medio Oriente logran controlar el crecimiento de las primeras plantas sembradas por el propio hombre y no por el capricho del viento o la diseminación de los animales. En un proceso similar y de alguna manera interconectado, a la agricultura se le unirá la ganadería gracias a la domesticación de determinadas especies.


Como es bien sabido, la agricultura permite el asentamiento estable de poblaciones que ya no dependen de la abundancia de caza local sino que son capaces de generar excedentes suficientes para sus habitantes. Pero esto no trae necesariamente la felicidad para Sapiens. Los excedentes permiten la creación de oficios, castas y clases sociales para cubrir unas necesidades antes inexistentes y que no podían ser cubiertas. Igualmente, la mayor disponibilidad de alimentos permite un incremento del número de hijos por lo que el resultado global es que el agricultor neolítico trabaja denodadamente para apenas llegar a cubrir las necesidades de su familia, atenazado siempre por el miedo a las malas cosechas y las plagas.


Es interesante la perspectiva que adopta Harari. Por un lado, la fortaleza de Sapiens es su capacidad de interconexión, sus creencias comunes, su flexibilidad para organizar asociaciones que logren frutos espectaculares imposibles de otro modo. Pero esta fortaleza colectiva debe ser enfrentada con la realidad subjetiva del individuo. Según Harari, y esto es uno de los puntos más polémicos de la obra, el cazador recolector trabajaba menos horas para lograr su alimento que el agricultor mesopotámico, podía dedicar más tiempo a su familia o sus aficiones. Su vida era más variada, menos monótona que la del campesino, siempre sometido al mismo paisaje, atado a sus propias necesidades en un círculo infernal en el que se cuelan por primera vez en la historia los impuestos como forma de alimentar a las clases que surgen para organizar mejor la sociedad, sean soldados, sacerdotes, jueces o recaudadores.


Como especie, Sapiens garantiza su supervivencia. A nivel individual debemos fijarnos en si esto supone una ventaja para cada uno de los miembros de la especie. Igualmente, el autor nos interpela para preguntarnos si nuestro éxito como especie no merece también contemplar su cara oculta en forma de la extinción del resto de homínidos, la persecución a los grandes mamíferos con los que compartimos hábitat o la extinción de miles de otras especies animales y vegetales. Harari cree llegado el momento de establecer estudios históricos que no se centren en los hechos sino en las subjetividades, en la vida real de los hombres, en su felicidad y sentimiento.


¿Eran más felices los hombres sometidos a unas reglas claras de vida, aunque fueran difíciles, por el consuelo de alcanzar una vida en el más allá? ¿Es más feliz un hombre no sometido a las falacias y trampas de una religión? Solemos creer que las grandes religiones monoteístas son un avance para la civilización. No obstante, es un hecho histórico que una religión que admita varios dioses será más tolerante con los dioses de otra puesto que la proliferación de deidades forma parte de su fe. Sin embargo, una religión monoteísta, que solo admite un dios verdadero tenderá a rechazar cualquier otra creencia por falsa. Las guerras de religión que han sacudido el mundo, y aún hoy en día lo hacen, ponen de manifiesto esto. ¿Seríamos más felices viviendo en un mundo politeísta? ¿Acaso el progreso y la expansión del agnosticismo nos ha hecho vivir más satisfechos con nuestra realidad?


La interpelación de Harari es pertinente y permite cuestionarse muchos temas que solemos dar por ciertos. Acaso el nacionalismo lucha por defender los derechos de los individuos a utilizar su propia lengua, su cultura o sus costumbres. Pero, ¿son más felices los hombres que viven bajo un Estado-Nación que aquellos que han vivido bajo otras estructuras políticas?


Paradójicamente, Harari nos plantea que los Imperios, con toda su mala prensa, resultaban menos violentos que muchos de los regímenes a los que sojuzgaron y que sin olvidar todas sus sombras, llevaron hospitales, escuelas y alimentos a individuos que antes apenas podían aspirar a morir después de cumplir los treinta años.


Esta doble perspectiva, la colectiva (Sapiens como especie exitosa) y la subjetiva (cada uno de nosotros) sea tal vez la más relevante y útil de todo el libro puesto que podemos aplicarla sin límites a infinidad de ideas preconcebidas que manejamos. ¿Una sociedad feminista hará más felices a las mujeres?¿Los avances de la Ciencia nos convertirán en seres más completos, más felices?


El problema de este salto al vacío es que no nos ofrece herramientas para poder aventurar respuestas. El terreno de la subjetividad no es otra cosa que el terreno de lo opinable. Pero no tener respuestas no siempre implica que las preguntas no resulten pertinentes o certeras.


El camino de Sapiens avanza con desarrollos tecnológicos como la navegación, la escritura, la matemática y otros tantos permitiendo el desarrollo de organizaciones cada vez mayores. Así, el Imperio se convierte en un modo de dominación empujado por el éxito mercantil y económico de los países que los encabezan. Y así también se forma una tríada que se retroalimenta y refuerza. A mayor desarrollo económico, más fondos que pueden dedicarse a la innovación, a crear mejores armas, barcos mayores, arados más eficaces, todo lo que lleva a que el Estado sea más poderoso y logre expandirse más fácilmente y, por tanto, enriquecerse y seguir dando vueltas a la rueda. Así tenemos el imperio romano, pero también el español, e francés, el holandés o el británico.


Si bien nuestra visión de la Historia es muy europeísta, lo cierto es que hasta el siglo XV, Europa era una zona de escaso éxito, tanto a nivel económico, como humano. Por el contrario, Oriente puede ser considerado como más rico, más sofisticado, más desarrollado en muchos aspectos. Sin embargo, a partir de dicho siglo hay un hecho que determina el gran salto que está a punto de producirse: la revolución científica. Por alguna razón, el desarrollo científico arraiga de mejor manera en Europa que en otras partes del mundo y esto ofrece temporalmente una ventaja que los nacientes estados europeos van a saber tomar. Europa había desarrollado un carácter más racionalista y una vocación centrada en el hombre a partir del Renacimiento, con unas estructuras políticas más estables y flexibles para aprovechar el cambio.








Las sociedades que basan su conocimiento en la Ciencia tienen como punto de partida el hecho de que desconocemos gran parte de lo que nos rodea y, por tanto, tenemos que indagar y cuestionarnos todo para ir completando nuestro conocimiento. Pero si nuestro conocimiento deriva de una verdad revelada, poco más puede hacer el hombre. No existe laguna en nuestro conocimiento que merezca el esfuerzo de ser investigada.


La Ciencia permite ir sustituyendo los mitos y creencias, las supersticiones por certezas. No solo es que los europeos puedan crear máquinas para la guerra superiores o mejorar los telares. Es que su ansia de conocimiento de todo tipo lleva a los europeos a recorrer el mundo, a querer medirlo, catalogarlo, lo que favorece que luego pueda ser explotado. Los conocimientos cada vez mayores logran ese efecto multiplicador que dispara la innovación y, aún más importante, la confianza de estos occidentales no solo en Sapiens, sino en su propia raza. Somos mejores, más inteligentes, más ricos y esto tiene una causa que fundamos en una superioridad que se impone como una ley natural. Por consiguiente, estamos destinados a dominar a quienes no lo son tanto. Si la especie Sapiens nos hace a todos igual, el hombre occidental se cree parte de una subespecie superior, merecedora de administrar al resto.


Enfilando ya los últimos capítulos de la obra, Harari ve llegado el punto en el que la revolución científica nos ha permitido abrir ligeramente una puerta que supondrá una nueva revolución cuyo carácter y consecuencias no somos capaces aún de intuir. Los avances en genética, biomedicina o robótica permitirán elegir rasgos genéticos en nuestros descendientes, superar la muerte por enfermedades o el mero envejecimiento y también llevar a nuestro cuerpo más allá de sus capacidades naturales a través de implantes iónicos. ¿Estaremos ya ante Sapiens o ante otra especie que comenzará lentamente a evolucionar?¿Estaremos sembrando las semillas de nuestra propia extinción a manos de otros homínidos, tal y como nosotros hicimos con nuestros hermanos?


De ser unos animales similares al resto, a convertirnos en arquitectos de la vida, este es el fascinante viaje por el que nos ha llevado Harari. Con sus tesis cuestionables en algunos casos, sus contradicciones internas o sus fobias y creencias demasiado evidentes en ocasiones, pero con una lucidez y una capacidad para incomodarnos en nuestros prejuicios que ya hacen de por sí imprescindible su lectura. Tal vez al concluir la última página el lector habrá avanzado en el largo camino que nos lleva a merecer el nombre pretencioso que nos dimos.