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29 de marzo de 2013

Hipnosis / La colonia (David Fernández Rivera)



Hipnosis / La colonia, es el texto que consagra para las letras españolas a su autor, David Fernández Rivera, un joven talento pero con un dilatado currículo en diversos campos (poesía, teatro, dirección teatral, ....)

La obra que aquí nos ocupa lleva como doble título Hipnosis y La colonia. Recordemos primeramente la definición que de ambos términos ofrece el Diccionario de la Real Academia como premisa para entrar en los detalles del texto.

Hipnosis: estado producido por hipnotismo. Hipnotismo, método para producir el sueño artificial, mediante influjo personal, o por aparatos adecuados.

Colonia: Territorio fuera de la nación que lo hizo suyo, y ordinariamente regido por leyes especiales.

Pero, ¿cuál es la relación que encuentra David Fernández en ambos términos? Anticipemos que los habitantes de la colonia han luchado por crear un espacio propio regido por leyes independientes que les garanticen un futuro mejor, una pervivencia que, de otro modo, verían amenazada. La lucha ha sido cruenta y Bruno es uno de sus máximos representantes; ofreció su vida en el combate y éste se cobró su salud física (ahora está atado a una silla de ruedas) y mental.

Un colectivo de estudiantes dirige a Bruno un escrito en el que le honran por su sacrificio y le piden que colabore en un proyecto destinado a glosar y gloriar a quienes creyeron en un futuro libre y mejor para la colonia. Pero Bruno no parece ya el héroe que fue. Su fe parece muerta y sus pensamientos se revelan rebeldes a la colonia que contribuyó a crear y consolidar. El lector/espectador ignorará siempre si el nuevo estado de Bruno es fruto de la enfermedad que le carcome, un último precio que paga su valentía, o si es la llamada de la lucidez la que le previene de los errores y excesos cometidos.

Los habitantes de la colonia creen vivir en una Arcadia feliz en la que todos los sufrimientos y padecimientos parecen estar justificados por una promesa de un futuro mejor, de una búsqueda de la felicidad como ultima ratio motor de los actos políticos. Ya sabemos a estas alturas de la Historia que éste es el método favorito (casi el único, junto al terror), de cualquier totalitarismo que sobre el mundo haya sido. Diferir las recompensas para lograr lo perseguido en nombre de un futuro, del progreso, de una vida eterna o de una eterna vida, todo vale.

Y esta colonia no tiene nada de idílico como tampoco lo tienen el resto de paraísos terrenales impuestos. Su cotidianeidad es un escenario metálico, a ratos ardiente, siempre ominoso e irrespirable (sus habitantes han sustituido sus rostros por máscaras de gas, sus ropas por utilería militar). Es éste el verdadero aspecto del paraíso y para que la mentira y la manipulación sobrevivan son necesarias grandes dosis de hipnosis, de sueño artificial, de ficción. Y para ello, lo primero es manipular (borrar) el pasado. De ahí el interés de los estudiantes por reescribir los hechos gloriosos, crear una épica de la colonia, hacer creer que la vida fuera es insoportable.

Por eso, cuando Bruno huye de la colonia, lo que encuentra es un bosque ardiente, una realidad viva que va muriendo pero a la que se aferra como más real que cuanto deja atrás (“Pero ellos no pueden verlo. Al poco de nacer les protegen de lo que está pasando...").

Es evidente que la colonia no es más que una metáfora de nuestras vidas, apresadas en telas de las que apenas somos conscientes y en las que caemos complacidos. Y no es menos cierto que para quienes se resisten nuestra moderna vida ofrece escasas alternativas. Una larga tradición literaria ha reflexionado sobre este futuro mejor. Rossesau, Unamuno, Huxley o Voltaire emplearon perspectivas diversas (y aún opuestas) en su discurrir sobre este futuro perfecto-imperfecto.

Pero la obra de David Fernández entronca claramente con la de Huxley, e incluso con la fábula zoológica de George Orwell, dos visiones de un futuro totalitario y excluyente, quien no está junto a mí, está contra mí.

Y esta colonia nos remite también a otro soñador hipnótico, a Kafka, no por el universo urbano invivible de El Proceso o por el autoengaño como última esperanza que sustenta la vida de Gregorio Samsa, sino más bien, y no sólo pese a la evidente coincidencia nominal, a En la colonia penitenciaria. Este pequeño texto, escrito tras el telón de fondo de las masacres de la Primera Guerra Mundial supone, recordémoslo, el modo en que Kafka reflexiona sobre la técnica y su capacidad destructiva en un mundo reducido, en esa pequeña colonia, donde todo el poder está en manos de un sádico tecnólogo que emplea una máquina para escribir en el cuerpo de los condenados su propia sentencia a base de escarificaciones y demás tortura sangrienta.

Pero, al igual que ocurre en otras reflexiones sobre el futuro, es la propia tecnología la que acaba (¡justicia poética!) con el tarado regidor aplicándole sus propias medidas. El papel de narrador en el relato de Kafka, un observador imparcial y distante, desaparece en Hipnosis/La colonia, donde es el espectador/lector el único capaz de juzgar y enjuiciar los hechos que se le presentan.


Pese a que en su nota introductoria David Fernández se esfuerza en destacar la versatilidad del texto de cara a su adaptación escénica por cualquier director interesado, y de que el prólogo de Ángel Padilla nos aclara los logros escénicos de este joven autor y su habilidad para la creación de ambientes, uno no pude dejar de pensar que el libro que tiene entre sus manos es algo más que un texto teatral.

No se trata tan solo del peso relativo de los comentarios y anotaciones al margen, de la compleja vestimenta descrita o de los efectos requeridos en cada momento y que son descritos con precisa prosa. Se trata más bien de que estos textos alcanzan un valor lírico que pone de manifiesto la credencial poética del autor, su voluntad integradora de ambas artes y su intención de escribir un texto para ser leído.

Como ejemplo, valga esta muestra:

"El espacio se licua hasta detenerse bajo la pesada vibración de una litera hospitalaria. Las sábanas resecan los recuerdos no vividos en los ojos entubados del anciano, es entonces cuando el aguijón de un mandoble
deshace la escarcha sin ventanas
con el vapor inyectado
en la angustia fronteriza de sus sienes."

Es cierto que la visión del autor es negativa y devastadora, que denuncia una realidad que sólo muy forzadamente podemos interpretar como propia, pero ésa es la misión de un poeta, ver por nosotros, anticipar nuestra visión y anunciar lo que está por venir para que, tal vez, nunca llegue. Para eso, y porque es un gusto enfrentarse a un texto poco complaciente pero hermoso en todo caso, se debe leer esta obra y prestar atención a su creador.


10 de marzo de 2013

La Tempestad (Shakespeare)




Se cree que La tempestad fue la última obra escrita por Shakespeare.  Y, sin embargo, lejos de suponer la culminación lógica y el cierre de una obra inigualable, el ya consagrado autor parece romper con todo lo que escrito previamente y apuntar con esta obra un nuevo estilo.

Comencemos por referir el argumento. Próspero, duque de Milán, malvive en una isla remota y desierta junto a su hija, Miranda, que desconoce el linaje de su padre y unos sirvientes de diversa catadura y naturaleza. Desde el lado del bien, goza de la colaboración de Ariel, un espíritu (por definirlo de algún modo) que sólo a él obedece y que sólo ante él se manifiesta. Del lado del mal, Calibán, un torpe y vengativo engendro (tampoco me atrevería a definir de modo más preciso su naturaleza) hijo de una bruja antigua dominadora de la isla pero que parece haber desaparecido dejando a su hijo como esclavo del anciano Próspero.

Valiéndose de sus poderes y hechizos, Próspero hace estallar una tempestad para dispersar a la flota que, próxima a la isla, lleva a Alonso, Rey de Nápoles, y a su heredero, Fernando, de vuelta a su hogar. Junto a ellos viaja Antonio, hermano de Próspero a quien traicionó para conseguir el ducado y entregarlo al servicio de Nápoles. Próspero fue abandonado a su suerte en el mar sobreviviendo milagrosamente al alcanzar la isla sobre la que ahora gobierna.

A esta isla llegan los náufragos Alonso, Fernando y Antonio acompañados de algunos cómicos sirvientes de muy diversa ralea. Próspero tiene ya en sus manos a sus más odiados rivales y se apresta a tomar venganza.

Aunque podríamos pensar que estamos ante un drama, una historia de violencia y odios encontrados, lo cierto es que, a lo largo de la obra, Próspero opta por el perdón, por reconciliarse con sus antiguos enemigos que, a su vez, le acogen como nuevo aliado agradecidos no sólo por haber evitado una venganza segura sino por la dicha de la reconciliación. ¡Qué lejos queda el sangriento y mortuorio clímax de Hamlet! Para completar el cuadro final, Fernando y Miranda se prometen amor eterno y podemos jurar que murieron felices, nada parecido a la desdichada suerte de Romeo y Julieta.

Volviendo al género de esta obra, si no podemos hablar de drama, tampoco diríamos que nos encontramos ante una comedia, cualquiera que sea el tipo que elijamos, de enredo o satírica. Y ello pese a que los diálogos y situaciones creadas entre Calibán y Próspero o entre aquél y algunos de los cortesanos náufragos, de quienes desea valerse para reconquistar una isla que cree suya, figuran entre lo más hilarante escrito por Shakespeare. 

Ariel
El equilibrio entre las partes cómicas y el resto del texto es uno de los mayores logros de La tempestad ya que el tránsito de las situaciones más jocosas a las más graves se hace sin apenas sentirse.

Próspero se sirve de la magia y de espíritus serviciales al tiempo que tiene a su cargo al hijo de la bruja Sycorax. Su poder se asemeja al de un Dios omnímodo al susurrar palabras en los oídos y convertirlas en pensamientos de sus víctimas o al ordenar a la Naturaleza que se crezca y cree tormentas apocalípticas. Muy seguro debía sentirse Shakespeare para jugar con esos conceptos en un momento en el que el puritanismo era una fuerza ascendente en Inglaterra. Consciente debió ser de estos peligros cuando combina elementos del pasado clásico que pueden hacer creer que la obra se desarrolla en aquellos tiempos de paganismo. Claro que el ducado de Milán y el Reino de Nápoles no casan bien con la época clásica.

Pero como el mismo Próspero señala, somos de la misma sustancia que los sueños, y nuestra breve vida culmina en un dormir. Así que el tono onírico y una cierta neblina brumosa y húmeda parece empapar toda el texto.

Hay quien sostiene que en esta obra han dejado un gran poso los descubrimientos de los navegantes ingleses de la época, popularizados y debidamente publicitados por la Corona, en los que se describían islas habitadas por seres de dudosa naturaleza humana sobre la que los caritativos ingleses tenían derecho de ocupación y abuso.

Próspero conversando con Ariel
No seré yo quien discuta a los sabios en la materia, pero de un dramaturgo del que no se sabe a ciencia cierta si embarcó más allá de algún paseo relajado por el Támesis no espero un repentino interés por ultramar. Tampoco ayuda el que la isla de La tempestad se encuentre en el Mediterráneo, lugar poco exótico para situar a esclavos, colonos y descubridores del Nuevo Mundo.

Por eso me gusta pensar como quienes sostienen que La tempestad es una reflexión final de Shakespeare sobre el teatro y su vida. En efecto, Próspero logra crear una realidad con sus artes. Crea tormentas, genera apariencias y lleva a su terreno a quienes lo desea. Igual que el teatro que no es sino un artificio por el que se construye una realidad paralela de la que se desea hacer partícipe al espectador/lector.

Cuando Próspero renuncia a cumplir su venganza y optar por el perdón, por retornar a su patria renunciando por siempre a su magia y ciencia oculta, simboliza según dicen muchos críticos, la despedida de Shakespeare de ese mundo mágico que es el teatro.

Quiero dar un paso más y avanzar mi propia teoría. Quien escribe, lo hace para crear una ficción que rebata la realidad que le rodea, naciendo toda actividad literaria de un secreto deseo de venganza, de fabricar una alternativa. Nuestro Shakespeare maduro ha logrado reconciliarse con el mundo. Ha logrado éxito y reconocimiento y no desea sino esa reconciliación con la vida que buscará retornando a su natal Stratford-upon-Avon ajeno al ambiente teatral que le había rodeado hasta entonces.

Este magnífico Shakespeare se expresa en el pensamiento de Próspero: La grandeza está en la virtud, no en la venganza. Si se han arrepentido, la senda de mi plan no ha de seguir con la ira. Y ésta será su postrera lección para quien quiera leerla.

El bueno de William es probable que se remueva inquieto en su tumba, pero se han escrito tantas teorías absurdas sobre su vida y obra que una más no logrará sino hacerle sonreír irónicamente, tal vez complacido.  

3 de marzo de 2013

Hamlet (Shakespeare)



Si abordásemos sorpresivamente a un transeúnte para pedirle que nos cite un par de versos de Lope de Vega o Tirso de Molina nos miraría con suspicacia, no tanto por lo extravagante de la petición, sino por lo remoto del recuerdo que tratan de rescatar, probablemente de los años escolares. Pero si seguidamente rebajásemos nuestra pretensión a una cita de Shakespeare veríamos un gesto de alivio ante lo liviana que deviene la cuestión: “ser o no ser, ésa es la cuestión”.

Claro es que para dejar marchar en paz a nuestro voluntarioso conciudadano no le habremos de pedir que continúe el devenir del pensamiento del príncipe Hamlet pues a tan solo estas ocho palabras limitamos nuestro conocimiento al respecto. Por ello es oportuno en este punto, tal vez, recordar parte del parlamento del príncipe atribulado por sus dudas y así poder abordar algunos aspectos de esta obra que me han llamado la atención en una reciente lectura.

Recordemos primeramente que Hamlet acaba de conocer que su padre, rey de Dinamarca, ha sido asesinado por su hermano para así ocupar el trono y que su madre ha aceptado los hechos uniéndose en matrimonio al nuevo monarca validando unas relaciones adúlteras previas. Para dar mayor dramatismo a la historia, la revelación le llega a través del espectro de su padre, incapaz de hallar el descanso eterno por la magnitud de la traición. Pasemos sin pausa al famoso monólogo. La traducción corre a cargo de otro ilustre dramaturgo, Leandro Fernández de Moratín.

Ser o no ser, ésa es la pregunta. ¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, u oponer los brazos a este torrente de calamidades, y darlas fin con atrevida resistencia? Morir es dormir. ¿No más? ¿Y por un sueño, diremos, las aflicciones se acabaron y los dolores sin número, patrimonio de nuestra débil naturaleza?... Este es un término que deberíamos solicitar con ansia. Morir es dormir... y tal vez soñar. Sí, y ved aquí el grande obstáculo, porque el considerar que sueños podrán ocurrir en el silencio del sepulcro, cuando hayamos abandonado este despojo mortal, es razón harto poderosa para detenernos. Esta es la consideración que hace nuestra infelicidad tan larga. ¿Quién, si esto no fuese, aguantaría la lentitud de los tribunales, la insolencia de los empleados, las tropelías que recibe pacífico el mérito de los hombres más indignos, las angustias de un mal pagado amor, las injurias y quebrantos de la edad, la violencia de los tiranos, el desprecio de los soberbios? Cuando el que esto sufre, pudiera procurar su quietud con sólo un puñal. ¿Quién podría tolerar tanta opresión, sudando, gimiendo bajo el peso de una vida molesta si no fuese que el temor de que existe alguna cosa más allá de la Muerte (aquel país desconocido de cuyos límites ningún caminante torna) nos embaraza en dudas y nos hace sufrir los males que nos cercan; antes que ir a buscar otros de que no tenemos seguro conocimiento? Esta previsión nos hace a todos cobardes, así la natural tintura del valor se debilita con los barnices pálidos de la prudencia, las empresas de mayor importancia por esta sola consideración mudan camino, no se ejecutan y se reducen a designios vanos. Pero... ¡la hermosa Ofelia! Graciosa niña, espero que mis defectos no serán olvidados en tus oraciones.

Hamlet encara la disyuntiva entre el actuar, afrontar peligros desconocidos (vengar la muerta de su padre, tal vez) y el sufrir los embates de la vida con cobardía, sobrellevando el peso del dolor y la infamia, la vejez y el desprecio.

El autor
Una salida fácil parece ofrecérsele a través del suicidio pero la incógnita del más allá, la mera posibilidad de que la muerte no implique el cese del dolor, que se trate tan solo de un sueño, basta para desechar incluso esta última opción.

Y es esta duda, este temor a toda acción, cualquiera que sea, lo que lleva a una parálisis igual de intolerable e insoportable pero que explica el porqué los hombres arrastran su pesar por este mundo doloroso, según concluye Hamlet.

Destaca que en un texto de la época, finales del siglo XVI o comienzos del XVII, en función del datador que consultemos, plantee de una manera tan cruda este razonamiento. Finalmente, la única razón por la que vivimos como vivimos es nuestra incapacidad de poner fin a nuestras vidas. Sorprende que no haya referencias de tipo moral que justifiquen la opción por la vida, lo que muestra la valentía de Shakespeare al escapar del discurso previsible llevando su obra a un nivel que le hace conservar su capacidad de interrogarnos pasados cuatrocientos años.

Pero, ¿realmente Shakespeare creía en estas palabras? Hamlet aparece por primera vez en la literatura en una colección de leyendas danesas de la Baja Edad Media y llega a Inglaterra a través de una traducción francesa que probablemente se populariza gracias a alguna versión teatral que Shakespeare pudo tomar como base para su texto. Hay quien sostiene que lo que llevo al autor a fijarse en ese personaje bañado en la duda fue la muerte de su único hijo varón, Hamnet, a los once años.

Sea o no cierto, este hecho sí ayuda a ilustrar ese pesimismo de Hamlet, nombre tan parecido, queramos o no, al de su hijo y que tantos recuerdos tuvo que despertarle mientras escribía. ¿Se puede soportar la muerte de un hijo? ¿Cabe otra cosa que morir en la indiferencia y en el dejarse llevar?¿Se puede ver futuro más allá? Lo cierto es que Shakespeare pudo haber sublimado ese dolor a través de la escritura exponiendo al mundo su dolor y sus dudas. Todos somos o podemos llegar a ser Hamlet en algún momento de nuestras vidas.

To Be Or Not To Be - Ernst Lubitsch

Pero lo cierto es que Hamlet no logra encontrar alivio con sus soliloquios. Juega con la locura, tal vez hoy lo llamásemos depresión, procurando un consuelo, un aislarse del mundo que tanto dolor le trae, evitando a sus congéneres en quienes ya no puede confiar al ver sólo traición y falsedad a su alrededor. Pero ese juego se torna peligroso y le aleja de aquellos pocos que aún le aman. Y de tanto jugar, probablemente cae en una locura real.

La popularidad de la obra en la época fue grande, si bien lo que los londinenses pudieron ver representado debía, por fuerza, ser una versión reducida del clásico dado que la versión escrita que hoy manejamos, publicada en el First Folio, requiere un tiempo de lectura de unas cinco horas siendo el caso más claro en toda la obra de Shakespeare de un texto escrito para ser leído y, por ello, es uno de los más complejos y profundos de su repertorio en el que pudo explayarse sin miedo a que las sutilezas de sus personajes pasaran inadvertidas durante la representación.

Otro importante punto de esta obra es el modo en que Hamlet pretende desenmascarar a su tío y a su madre, a través de la representación de una antigua obra por parte de una compañía de actores que conoce de antaño y que casualmente se encuentra en la capital.

El teatro dentro del teatro es un recurso habitual en tiempos más recientes, no así en la época de Shakespeare en cuyas manos este adquiere todo su sentido. El espectador asiste a la representación de Hamlet en la que, al tiempo, se representa otra obra en la que un rey es asesinado por traición y que, por tanto, remite nuevamente a Hamlet, así hasta el infinito atrapando al espectador en un bucle eterno.

Eternos son los personajes, eternos los diálogos y eternos los temas que Shakespeare aborda en esta obra. Para un lector de nuestro tiempo aún tiene sentido adentrarse en la compleja trama de venganzas, locura y duda que despliega Hamlet. No se trata tan solo de que disfrutemos siguiendo las mismas, sorprendiéndonos de la audacia de su autor. Se trata de dejarnos interrogar por Hamlet, averiguar el grado real de su locura y su fingimiento ya que al igual que él se vale de una representación para desvelar la traición de su tío, Shakespeare se sirve de Hamlet para desvelarnos interrogantes que, de otro modo, permanecerían ocultos. Que hallemos o no respuestas queda en nuestra mano.

7 de marzo de 2009

Luces de Bohemia (Ramón del Valle-Inclán)



Valle-Inclán escribió con Luces de Bohemia la crítica de la España de su tiempo, sumida en una profunda crisis política que llevaría al fin de la Restauración y a la dictadura de Primo de Rivera. Pero la crisis política es sólo una más de las que cruzaban el día a día de los personajes de esta obra.

La crisis económica, originada tras el fin del empuje que supuso la neutralidad durante la Primera Guerra Mundial, ocasionó en las regiones más industrializadas, aquéllas que en mayor medida se habían beneficiado de la bonanza anterior, una conflictividad laboral que desembocó en huelgas generales, cierres patronales, asesinatos de líderes sindicales y empresariales. Como es inevitable, la crisis económica pronto derivó en crisis social espoleada por la reciente Revolución Soviética que planteaba una alternativa concreta al modelo decadente burgués y que, en aquella época, parecía un modelo practicable.

Por último, el ambiente cultural de los años veinte parecía caer por la misma torrentera que el resto de aspectos de la vida española. Faltaba aún un tiempo para la renovación que supusieron los jóvenes de la Generación del 27 y los ecos del Modernismo y otras corrientes vanguardistas no parecían haber topado con tierra fértil en esta España más favorable a las diversiones convencionales del folletín y la comedia costumbrista.

Por ello sorprende que Valle-Inclán, ya maduro, hijo de un tiempo que tocaba a su fin, feo, católico y sentimental, fuera el encargado de renovar la escena teatral española, nada menos que con un nuevo género que unió el aplauso de los críticos literarios con la aprobación (relativa) del público: el esperpento.

Según las manifestaciones del propio autor, el esperpento pretende mostrar una mueca, una realidad distorsionada, con el fin de hacernos ver aquello que ocultamos, aquello que somos pero no queremos admitir; la famosa imagen de los espejos del callejón del Gato, que nos devuelven una realidad que nos espanta. Y para dar forma y centrar este esperpento, Valle-Inclán crea uno de los personajes literarios más relevantes de toda la Literatura española del siglo XX, Max Estrella.

Este poeta, invidente y pobre de solemnidad, que malvive con diversas picarescas pero que es al tiempo engañado por otros pícaros, representa esa contradicción que Valle-Inclán denuncia. Se clama contra los políticos, la Iglesia, la falta de ética, las prebendas y favoritismos, pero la denuncia suena en ocasiones a mera provocación, a vacío hueco; los vociferantes, los jóvenes modernistas, don Latino, y el propio Max no parecen mejores que aquellos a quienes denuncian. ¿De qué sirve en sus bocas la palabra Justicia? Sólo algunos personajes, en especial el obrero catalán al que se aplicará la ley de fugas (escena sexta), la madre del niño muerto (escena undécima), parecen expresar los sentimientos más reales y nobles de toda la obra.

Max Estrella, inspirado parcialmente en la figura de Alejandro Sawa, pero en el que se pueden identificar otras fuentes de inspiración, recorre las calles de Madrid en una ronda nocturna trágica que nos permite atisbar la realidad social de la España de la época, desde una cárcel, al despacho de un ministro, la redacción de un diario o las más infectas tascas.

En todas ellas Max encontrará las pruebas de la decadencia que él mismo encarna, aunque con una mayor dignidad dado que él es uno de los pocos personajes que es capaz de ver la falsedad en que se mueve el resto. De su boca salen bravuconadas junto a profundas reflexiones que encuentran eco en quienes le rodean y jalean peri que, finalmente, le abandonan a su suerte.

Sin duda, la presencia y eco de Max Estrella van más allá de Luces de Bohemia y alcanza a significar cierta idea de nobleza en la caída, de fracaso utópico, de lucha imposible en un entorno pacato y ruin, la víctima de una sociedad irrespirable. Así, cada 26 de marzo, se celebra en Madrid la Noche de Max Estrella que recorre los lugares más emblemáticos por los que procesionó el poeta ciego en su última noche, con las correspondientes paradas y homenajes. Mérito es de Valle-Inclán haber logrado construir en pocas líneas una imagen tan sólida y perdurable.

Esta obra de teatro, paradójica desde su propio título (la bohemia que muestra está muy alejada de las luces que promete el encabezamiento, más aún, gran parte de su curso discurre en las horas nocturnas), conserva la frescura de las mejores páginas de Valle-Inclán, esas que han abandonado un cierto acartonamiento modernista y que se adentran en una concepción estética renovada. En este aspecto, merece destacar el lenguaje empleado en la obra ya que recoge modismos propios de los personajes populares que representa. Apócopes y vulgarismos se entremezclan con latinismos, referencias mitológicas y literarias de manera natural y aún conveniente.

Valle-Inclán logra definir a sus personajes con apenas varias palabras. Las busconas, sus chulos, Dorio de Gadex y otros muchos personajes quedan retratados desde las primeras frases que pronuncian. Las respuesta ágiles, los juegos de palabras, los silencios, todo contribuye a definir con claridad sus rasgos imprescindibles y a individualizarlos, lo que resulta admirable en una obra breve que cuenta, sin embargo, con un generoso reparto.

Pero, ¿cuál es el sentido de la lectura de Luces de Bohemia en nuestros días? Creo que debemos alejarnos de dos tentaciones paralelas. De un lado, la de quienes consideren que es un retrato de una época ya pasada, sustituida por una meritocracia adulta, quienes sonreirán condescendientes con las miserias al aire de aquellos conciudadanos tan ajenos a nuestros días. De otro lado, la de aquellos que se regodearán en la idea de que nada ha cambiado, de que todo queda por hacer, incluso de que su suerte es pareja a la de estos desdichados marcados por su tiempo. ¿Qué queda, digo, por tanto? Quizá la idea de que no basta nuestro talento (real o imaginario), de que nada nos es debido, que dejar en manos ajenas nuestro destino y lamentarnos de nuestra suerte sólo lleva al abandono en un viejo portal abandonado. Que las palabras por sí solas no hacen el camino, aunque lo alumbren.

Eso, y mucho más, nos enseña hoy Luces de Bohemia, con su ironía y sentido del humor, reflejado perfectamente en las tres últimas entradas de la obra:

Pica Lagartos -¡El mundo en una controversia!
Don Latino -¡Un esperpento!
El Borracho-¡Cráneo previlegiado!

Cabe destacar la edición (Austral) en la que el texto es precedido por un breve prólogo de Alonso Zamora Vicente y complementado con una guía de lectura y un glosario de Joaquín del Valle-Inclán orientado a la lectura escolar si bien, su riqueza permite una mejor asimilación de esta obra con numerosos apuntes sobre el léxico empleado, las referencias históricas, personajes reales retratados, ...