30 de julio de 2024

Corazón de Ulises (Javier Reverte)


Tras un par de experiencias algo decepcionantes, decidí volver a leer uno de los libros que más me gustó de Javier Reverte, tratando de obviar El sueño de África, que probablemente sea su título más vendido y mejor conseguido. Guardaba un recuerdo especial de Corazón de Ulises (Ed. Debolsillo), el relato sobre su periplo griego.  


Y en esta vuelta al pasado, me he reconciliado con el autor, con su sabiduría y su buen saber hacer. Con ese estilo que solo parece sencillo en apariencia pero que requiere de un enorme trabajo previo para saber exprimir con justeza cada dato y anécdota, cada situación real vivida en el viaje para no caer en una simple recopilación de historietas o una mezcla de Wikipedia y guía turística de aeropuerto.  Y tal vez he comprendido que los defectos vistos en los dos libros anteriormente aquí reseñados y que tanto me defraudaron, no lo fueron tanto por demérito de su autor, sino tal vez de los propios enclaves escogidos.


Porque, en Corazón de Ulises, Javier Reverte salta con garbo desde el Peloponeso a Alejandría, Creta o Turquía, rememorando los tiempos heroicos de los aqueos, las invasiones dóricas y las migraciones jónicas, los enfrentamientos míticos entre aqueos y troyanos, la convulsa expansión de Alejandro Magno y el reparto funerario de su imperio, el poder del naciente Islam, un poco de las Cruzadas, el poderío otomano sobre la región y la lucha final por la independencia del pueblo griego. En suma, mucha historia, un ambiente cambiante cada pocas páginas, con saltos de isla a isla en ferris, cambios de continente, aviones y autobuses, coches de alquiler o taxistas timadores, casi emulando la errabundez del Ulises invocada desde el propio título de la obra.  


Pero este viaje al inicio de lo que hoy conocemos como la cuna de la civilización occidental, no pasa por alto los logros de la Literatura en que se inspira, la lírica de Safo, las tragedias de Sófocles, Eurípides o Esquilo, las comedias de Aristófanes o los cantos de Píndaro, ni obviamente, la epopeya homérica en la forma de esos dos grandes poemas que crean la épica y la aventura, el tamaño por el que medimos a los héroes y a los hombres, el valor y el sufrimiento, la astucia y la medida humana.  


Este viaje también da pie a hablar de la naciente ciencia matemática gracias a Pitágoras, de las explicaciones que nos llevan directos a la ciencia de la mano de los primeros grandes filósofos, del arte de Fidias o Mirón, de la invención de géneros como la Historia o la misma literatura de viajes, de la que Reverte no es sino un continuador de la estela que surge de Herodoto. Y en él también nos habla de los exploradores románticos que creyeron a pies juntillas que las historias de Homero eran tan ciertas que una buena excavación podría aflorar las ruinas de la Troya de Elena, como así fue. La vida de estos primeros arqueólogos y sus continuadores, con sus luces y sombras, nos ofrece otra imagen de cómo los europeos nos remitimos a Grecia cuando pensamos en nuestros orígenes.  


Así, es fácil entender cómo Trieste o Nueva York palidecen en comparación con los cielos de azul infinito de esta bella tierra y toda su historia. Tampoco Venecia soporta bien el embate y uno casi lamenta que Reverte desoyera sus propias palabras, cuando aquí asegura haber decidido no escribir nada sobre la Serenísima, idea que tanto el autor como yo habíamos olvidado con el tiempo.


Este viaje nos recuerda cuánto debemos a Grecia, cómo esta tierra pobre y árida, supo adelantarse a su tiempo y elevarse sobre sus propias limitaciones, desde su tribalismo primitivo, a la necesaria emigración por todo el Asia Menor cuando los dorios invadieron sus tierras. Porque esa referencia a Grecia ha de expandirse necesariamente a las infinitas islas del Egeo, a las costas turcas, al Mar Negro, a cuyas aguas llegaron los argonautas, en una historia que mitifica la lucha por el comercio, o a la otra orilla del Mediterráneo, a África, donde Tales de Mileto supo medir la altura de las pirámides gracias al incipiente conocimiento matemático de ángulos y proyecciones.


Y Reverte nos ofrece esa impresión griega antes de ser pasada por el tamiz romano que llegó a adoptar como propias muchas divinidades griegas, su arquitectura ya cambiar nombres de manera definitiva, muy especialmente Troya por Ilión y Ulises por Odiseo. Su viaje al pasado toma mucho de aquellos mitos descriptivos de una realidad que aquellos hombres no eran capaces de explicar de otro modo o que creían mejor expresados en forma de mitos, pues todos conocían de sobra la realidad que subyacía en los mismos. Tenemos ese viaje ya citado de los argonautas en busca del vellocino de oro, la tan conocida historia del rapto de Elena o el laberinto del minotauro de Creta y el sometimiento de Atenas.

  


Por aquí desfilan el monte Olimpo y las competiciones griegas recuperadas para el mundo por Pierre de Coubertin, las victorias de Maratón, Salamina, el valor de los trescientos espartanos y las innumerables y cruentas guerras civiles entre aquellas ciudades estado que solo parecían dejar de lado sus diferencias cuando los persas se acercaban a sus fronteras o cuando un rey venido de la pacata Macedonia les unía para alcanzar las fronteras del mundo conocido, más lejos, siempre más lejos decía Alejandro Magno a sus soldados.  


En esa posición oriental dentro del Mediterráneo, a los griegos les tocó ser el cortafuegos frente a los persas, un pueblo en el que el poder del monarca era omnímodo, donde sus ciudadanos no merecían este nombre y en el que el poder de los sátrapas podía decidir sobre la vida y muerte de todos. Esa lucha ejemplifica, de un modo u otro, una continua contraposición de ideas y principios, un vértice geográfico por el que se cuelan concepciones antagónicas del mundo pero también unas rutas del conocimiento y el comercio que alentaron civilizaciones. El conflicto Occidente-Oriente viene de aquellos tiempos y aún antes, así que no es de extrañar que a las conquistas del macedonio le sucedieran las ansias dominadoras de los romanos y de su hijo, el Imperio Bizantino, pero también que la revancha llegara de la mano de una nueva religión, el Islam, que rodeó el Mediterráneo, desde el reino visigodo de la antigua Hispania, hasta Estambul. Porque la Historia es cíclica y los vencedores de hoy son los derrotados del mañana. Así, los griegos padecieron la ocupación y opresión del invasor otomano y las huellas de este poder son tan visibles hoy como las estatuas de la sensual Afrodita o las fortalezas venecianas y genovesas que salpican las islas del Egeo.


Como escritor español, Reverte no pasa por alto la batalla de Lepanto y la pérdida de la mano de Cervantes, tal vez uno más de los hechos que terminaron por aferrarle a una silla para escribir su genial Quijote. Pero tampoco desdeña la sabiduría y paciencia de Kavafis, cuya sombra busca por los cafetines de Alejandría, tal vez con mejor tino que la similar indagación sobre Italo Svevo en Trieste. También persigue la sombra esquiva del romántico Byron quien encontró la muerte asaltando una fortaleza turca tal y como soñaba.  


Pero el texto se vuelve lírico y sensual cuando el viajero llega a la pequeña Ítaca, la isla que vio partir a Odiseo y a la que, largos años después, casi arruinada su hacienda por el abuso de los pretendientes, tornó, más sabio y humano, perdida ya la pátina de héroe mitológico que acompañaba a todos los protagonistas de la Ilíada. Y es allí donde hace amistad con el dueño de su pequeña pensión, en la que encuentra un alma tal vez gemela, tal vez envidiada en su vida rutinaria pero rica. Y es en esta isla donde, finalmente, cierra el círculo de su viaje, comprendiendo las palabras de Ulises, quien describe su isla con un arrobo que la geografía desmiente, porque ahora él también sabe que la riqueza se forma en el trayecto más que en la meta, en las preguntas más que en las respuestas, en la potencia antes que en el ser.

 

 

16 de julio de 2024

Odisea (Homero)



La Odisea puede resultar un título intimidante por su antigüedad y resonancia, lo que hace creer a muchos que es una lectura ajena a nuestros gustos y valores. Un clásico es, en suma, un libro que se debe evitar para no quedar atrapado en el sopor de unas letras excelentes pero que a casi nadie importan, al menos esto es lo que muchos creerán.


Sin embargo, este pensamiento nos aleja de lecturas que, de un lado, nos entretendrán como pocas narraciones actuales podrán hacer y, de otro, servirán para hacernos comprender que tal vez no somos tan diferentes de un griego de hace casi tres mil años, que podemos tener un entendimiento del mundo bastante similar, emocionarnos e indignarnos con las mismas aventuras e injusticias que quienes se sentaban en el ágora de una ciudad del Peloponeso o de cualquiera de esas islas que pueblan esta increíble aventura.    


Tenemos la ventaja adicional, como ya señalara Javier Marías respecto de otras obras foráneas, de no poder leerla más que en nuestro idioma y en versiones actualizadas gracias a nuestra incapacidad para conservar el estudio de las lenguas clásicas, por lo que siempre podremos recurrir a traducciones actualizadas, salvando arcaísmos nos alejan de las obras escritas en castellano más reciente. Por otro lado, obviaremos la versificación que puede ser otro aspecto que nos aleje del texto original. Armados así, nos enfrentaremos a una narración en la que apenas encontraremos grandes diferencias respecto de otras obras, incluso saldrá más moderna en la comparación frente a novelas decimonónicas.


En mi caso, he recurrido a la edición de Austral, con traducción de Luis Segalá y Estalella y una Guía de Lectura a cuenta de Alfonso Cuatrecasas.

 

El argumento es de sobra conocido. Odiseo (Ulises para quienes prefieran la versión latina), tras causar la destrucción de Troya gracias al engaño del caballo en cuyo interior se esconden los más valerosos guerreros aqueos, parte de vuelta a su isla, Ítaca. Sin embargo, su retorno se alargará por veinte años, tal es la animadversión que ha levantado en algunos dioses como el poderoso Poseidón o el deseo que despierta en la bella Calipso. En este viaje, Odiseo sufrirá diversas aventuras, algunas tan conocidas como las de las sirenas y su canto embelesador o la del Cíclope cegado por una estaca gigante que siguen formando parte de nuestra peculiar mitología occidental como si el tiempo no hubiera transcurrido por ellas.


Finalmente, regresará a Ítaca merced a la mediación de Palas Atenea, diosa que siempre le es favorable, y allí se reencontrará con su hijo, Telémaco, a quien dejó apenas nacido y ahora convertido en su digno reflejo, y a su esposa, Penélope, quien debe sufrir la afrenta de quienes la pretenden en matrimonio creyendo o confiando que Odiseo ha perecido entre las olas.


Aquí no pararemos a discernir sobre la figura de Homero o la importancia de la tradición oral, ya que la Odisea era un poema para ser recitado por aedos en ceremonias y festividades. Tampoco entraremos a valorar su trascendencia e influencia, no solo en la Grecia Antigua sino en el resto de la Literatura Occidental. Nos centraremos tan solo, y por coherencia con la actualidad y vigencia de la que hemos hablado anteriormente, en aquellos aspectos que la hacen moderna, que nos pueden resultar tan actuales como si Homero no la hubiera escrito o compuesto hace más de tres mil años o como si nosotros no viviéramos en la era de internet, sino en una suave colina repleta de olivos y a la que llega levemente el sonido de las olas de un mar azulado, el tan temido Ponto del que habla nuestra historia.


Porque el Odiseo de la Odisea, a diferencia del de la belicosa Ilíada, es un hombre que podría quejarse con la voz amarga de Otelo, preguntando si él no sangra cuando se le pincha. Odiseo está hecho a la medida del hombre, no de los dioses o héroes. Su pecho se enciende cuando añora a Penélope, su alma se nubla cuando recuerda a todos los caídos en su largo viaje, su corazón se estremece cuando ve a sus compañeros devorados por el Cíclope. Es tan humano en sus sentimientos, que la venganza que siembra entre los pretendientes que buscan el amor de su esposa, y los sirvientes de su palacio que se han entregado a aquéllos, es casi una escena tan sangrienta como las que pueblan la Ilíada, pero esta vez con un impulso muy distinto, con una pulsión tan terrenal que todos podemos entender.   


Odiseo se define igualmente por su astucia, no la fuerza sobrehumana, sino aquello que nos diferencia de los animales y nos hace campar sobre ellos. Odiseo es inteligencia y maña por encima de la fuerza, es "fecundo en ardides" como le definen muchos de los personajes de esta historia. Odiseo se convierte así en una referencia accesible para cualquier hombre libre de aquella Grecia naciente, la que debería enfrentarse a naciones gobernadas por tiránicos y poderosos semidioses como los persas. Es una declaración de principios. No hay dioses que no puedan ser confundidos por esa astucia que los griegos reclaman para sí. Porque, pese al abultado número de deidades que pueblan este libro, juegan un papel casi de tramoya. Es la voluntad férrea del protagonista la que le impulsa, más allá de leves ayudas, de golpes de fortuna si hablásemos desde una visión más laica.



En esta obra se muestran también los diversos aspectos del comportamiento humano. La rectitud de Penélope y Telémaco, fieles al recuerdo del rey ausente. También la bajeza de quienes tratan de aprovecharse de su extravío en el inmenso mar. La de quienes honraron su recuerdo, la de quienes se aprovechan del débil y el mendigo, cobardes con los poderosos, valientes con los inferiores. Los oscuros juegos del Poder son dibujados con una viveza y vigencia que sorprenden a quien pase por estas páginas con ojos abiertos.


Pero Odiseo es tan humano que también cede a impulsos que le desvían de la rectitud. Así, cuando se hace al mar tras cegar al Cíclope, su soberbia le hace desafiarle a gritos, desvelando así su presencia, ocasión que el gigante aprovecha para lanzar un peñasco sobre las embarcaciones, a punto de zozobrar. También ese orgullo le lleva a querer escuchar el canto de las sirenas sin ser por ello arrojado a las profundidades del Hades. No es de extrañar que Kafka, en su breve narración, El silencio de las sirenas, hiciera burla del ingenioso itacense con un mutismo que le hiciera creer, entre otras posibilidades, que las sirenas eran aún más ingeniosas que él.


La técnica narrativa empleada usa flashbacks, algunas historias secundarias, nos lleva desde el Olimpo sagrado hasta el inframundo donde Odiseo conversa con su madre muerta, crea suspense e intriga, y otros muchos recursos que se harán habituales con el correr de los tiempos. Porque aunque aceptemos que el Quijote sea el auténtico nacimiento de la novela, lo cierto es que el viaje y lo que en él nos encontramos, tal y como señaló Kavafis, es tan relevante como su final mismo. Porque ese camino, que físicamente puede ser el mismo para cada uno de nosotros, para don Quijote, para Sancho, para Odiseo, lo cierto es que cada uno lo hace suyo, le da forma según su naturaleza y ser, conforme el albedrío que cada uno despliega.


Por ello, la Odisea merece la oportunidad de ser rescatada de las lecturas olvidadas, las que demoramos ante cualquier novedad inverosímil, porque nos puede ofrecer más y mejor que todas ellas, porque contiene casi todas las historias que podamos leer, las series que podamos ver adormilados, mientras dejamos que la vida se nos escape, al modo en que Penélope destejía cada noche lo que había tejido por el día, aguardando que algo ocurriera, que Odiseo apareciera de nuevo en su palacio.

 

9 de julio de 2024

El ángel de Múnich (Fabiano Massimi)



En septiembre de 1931 aparece muerta Geli Hitler, la sobrina de Adolf, en los apartamentos que ambos ocupan en Múnich. La muchacha tiene una herida de bala próxima al corazón que le ha perforado un pulmón provocando su asfixia. Ha caído de bruces golpeándose la cara, rompiendo su nariz y dejando un notable charco de sangre. Una escena estremecedora incluso para Sauer y Foster, los dos detectives a los que se encarga la investigación y que aparecen por la casa pocas horas después de la muerte.

 

Aunque son avezados investigadores, de lo mejor de la policía de Múnich, lo cierto es que la empresa de averiguar lo sucedido no es fácil, en especial porque su responsable les exige alcanzar una conclusión en apenas ocho horas. La relevancia pública de Hitler ha crecido desde su fallido intento de golpe de estado y su encarcelamiento. La publicación del Mein Kampf le ha permitido expresar sus ideas ganando adeptos dentro de la extrema derecha, orillando a las organizaciones de veteranos y otros grupúsculos, haciendo creer a la derecha industrial alemana que su candidatura puede no ser un mal antídoto contra el bolchevismo y la radicalización de los obreros sometidos a una crisis económica sin precedentes.


De hecho, Múnich se ha convertido en el feudo nazi, una ciudad en la que el partido ha logrado infiltrarse en todas las capas del poder, sea económico, periodístico o policial. Así que el mensaje que los detectives reciben es sencillo. Hay que aclarar lo sucedido, ser discreto y no dar tiempo a que la prensa o los políticos, del signo que sea, comiencen a tratar de utilizar la muerte a su favor.

 

Sauer y Foster son unos grandes profesionales y en ese breve plazo llegan a una conclusión compartida también por el médico forense que aparece pocos minutos después. Estamos ante un suicidio. Tenemos el qué y el cómo, tan solo queda averiguar el móvil, qué ha podido impulsar a una joven alegre, vital, hermosa, una supuesta promesa del canto, la sobrina de una figura política ascendente que la adora, a quitarse la vida.


Pero es que el suicidio parece la única explicación. Geli ha tomado la pistola de su tío, se ha encerrado en su habitación y se ha disparado tras una discusión con Hitler antes de que éste parta de viaje hacia Hamburgo para dar un mitin. La discusión parece girar en torno al deseo de Geli de dedicarse de manera profesional a la música tras recibir clases de canto y manifestar su voluntad de instalarse en Viena. Pero ni siquiera todos los testigos parecen corroborar esta supuesta pequeña trifulca doméstica.


Y cuanto más se trata de profundizar en la vida de Geli, más contradicciones surgen en la versión oficial. Las entrevistas al personal de la casa o a los encargados por el partido de ofrecer su versión, señalan diversas causas, amores varios, un supuesto embarazo, una vida opresiva en compañía de un tío que la adora y está obsesionado por ella hasta el punto de no dejarla salir sola de casa sino es en su compañía o en la de algún acólito de confianza. Un suicidio fruto de un conjunto de razones, ninguna de ellas suficiente por sí misma, todas ellas juntas concluyentes y letales para una joven llena de vida, hasta que deja de estarlo.


El ángel de Múnich, escrita por Fabiano Massimi y editada por Alfaguara y traducida del italiano por Francisco Javier González Rovira, es una novela que conjuga el género negro y el histórico en sabias proporciones. La mezcla de personajes reales y ficticios se revela perfecta e indistinguible. Su retrato de los futuros jerarcas nazis es certero pero no trata de dibujar en ellos rasgos que solo se acentuaron e hicieron evidentes en el futuro. Ahora los muestra como lo que son ese año, en 1931, una cuadrilla de medrosos políticos, cocidos en las propias intrigas del Partido, ansiosos por alcanzar el poder a cualquier precio pero tan preocupados por sus enemigos políticos como por los del propio partido. Miserables y mezquinos, traicioneros y mentirosos, solo temibles por su coqueteo con la violencia a través de los esbirros ideologizados de las SA y las SS, quienes les sirven con ciega lealtad.

 

Los verdaderos héroes de esta tragedia son, a parte de la bella y alegre Geli Hitler, Sauer y Foster, reflejo de esa pareja clásica de investigadores, perfecto complemento mutuo. Sauer, soltero y melancólico, Foster, alegre y borrachín, pero ambos comprometidos desde hace años en la lucha por la verdad. Unos profesionales que no cejan en el empeño de averiguar el motivo del suicidio creyendo ver en él la clave de algo que no termina de encajar. Especialmente les escama el interés de los miembros del partido por sembrar algunas pistas falsas, en apariencia innecesarias, injustificables, pero que levantan las sospechas de estos profesionales.

 

Pero el tiempo apremia y las conclusiones se presentan en el plazo estipulado: suicidio. Publicado el informe, la prensa se echa encima de la policía, del ministro de interior de Baviera, escandalizada, oliendo la carnaza que la joven sobrina de Hitler ofrece. Y la investigación se reabre para volverse a cerrar poco después. Entre tanto, el mismísimo Hitler se ha entrevistado con Sauer y le ha confiado sus miedos, su deseo de que se esclarezcan los motivos que han podido llevar a su sobrina a tan trágica decisión. De alguna manera, abre a Sauer la puerta del Partido para que pueda investigar libremente y bajo su supuesta protección lo que ha sucedido realmente. La investigación continúa de manera oculta, discreta.

 

Y es que ni el mismísimo Hitler es más poderoso que el partido, porque las entidades impersonales, las grandes corporaciones, los partidos, el pueblo, todos esos conceptos jurídicos indeterminados son el escudo perfecto tras el que se esconden los timoratos y cobardes, los criminales y pacatos, con el único fin de dar rienda a sus más bajos instintos. En esta novela Hitler casi parece un pelele, un muñeco en manos de una camarilla desastrada y patética que solo trata de ganarse su favor al tiempo que recopila pruebas en su contra para poderlas emplear llegado el caso.

 

Y así, Sauer nos lleva de paseo por todo Múnich, visitando la sede del partido, el despacho de Goebbels, los campos de aviación en los que practica Göering, la casa en la que se recluye a Hitler para que se recupere tras la noticia de la muerte de Geli, tal vez para mantenerlo protegido de quienes le puedan amenazar, tal vez para secuestrar su voluntad en un momento de tanta incertidumbre. Porque la camarilla que rodea al líder se muestra como lo que es, una pandilla de meros cobradores, manipuladores, sembradores de pruebas falsas, ávidos de riqueza y poder, pero faltos de carisma y valor, escudados tras la vehemencia del líder, aguardando su momento.

 


El ángel de Múnich es una novela perfecta y detallada, extensa en la justa medida para ir desvelando poco a poco las pistas, jugando como en todas estas novelas a engañar al lector, a hacerle seguir rastros engañosos para, de golpe, devolverle a una senda antes descartada. Pero también es lo bastante exigente como para poder dibujar con seguridad a los protagonistas, a los dos detectives y a Geli, para dotarles de una vida y un aliento que en el caso de Sauer y Foster es pura ficción y en el de Geli perfecta recreación de su vida truncada, sus sueños y anhelos perdidos.

 

Massimi es un excelente narrador. No tiene prisa a la hora de desentrañar los misterios que van desvelando sus personajes. Se toma su tiempo para describir el ambiente de los años treinta, la crisis de la República de Weimar o la convulsa política local. No le importa desviar la atención con saltos a la vida pasada de Sauer, auténtico epicentro del relato, ni a retomar hilos dejados a la deriva decenas de páginas atrás. Tampoco le tiembla el pulso a la hora de dejar entrever la verdad del crimen antes de concluir la novela, lo que es una arriesgada apuesta para un género en el que se pretende guardar la intriga hasta la última página. Pero en El ángel de Múnich los personajes de ficción tienen tanta fuerza y veracidad que nos resultan más vívidos que el patán Hoffmann o el orondo Görimg.


La verdad histórica está cuidada hasta un cierto punto puesto que Massimi nos ofrece su propia respuesta a un enigma que aún sigue oculto en nuestros días. Pero como conocedor de los hechos ha tratado de unir los cabos más débiles del supuesto suicidio y ha esbozado su propia respuesta, su quién, cómo y porqué, y tal vez ésta sea la parte que menos me ha gustado ya que el despejar el aire de indefinición que tienen estos hechos para todos aquellos que ya conocíamos la historia no parecía necesario, tal vez sí desde un punto de vista novelístico, pero creo que quizá sea la parte menos conseguida, si bien, será la que más guste a los fanáticos del género. Buena prueba de ello es el éxito y reconocimiento obtenido habiendo sido merecedora del Premio Asti d’Appello y del Premio de Lectores de Novela Negra de Livre de Poche 2012.


Y llegados a este punto, hemos de volvernos hacia Geli, ese ángel de Múnich cuya tragedia puede reducirse al adagio tan manido de que se encontraba en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Como hija de la medio hermana de Hitler, logró un grado de intimidad que le trajo la desgracia. La perversa personalidad de su tío la arrojó a un callejón sin salida. Adolf quería mantenerse soltero puesto que creía que debía reservar todas sus energías para el pueblo alemán. Sin embargo, su atracción sexual por Geli era tan evidente que saboteaba cualquier intento de la joven por salir, relacionarse con hombres o entablar noviazgos. Atados por una relación imposible, la muchacha pareció optar por la única salida factible, o tal vez otros decidieron que su influencia sobre Hitler era demasiado intensa, que le desviaba de su futuro, que tal vez podían encontrarle otra muchacha, como Eva Braun, la secretaria de Hoffmann, quien podía resultar más maleable, menos casquivana y llamativa, menos independiente y vivaz. Ésta fue la tragedia de Geli, la desgracia que, de un modo u otro, acabó con su vida.

  

 

1 de julio de 2024

Blues. La música del Delta del Mississippi (Ted Gioia)


El blues es una música que hunde sus raíces en el Delta del Mississipi y que, desde allí, se expande al resto de los estados de la Unión, en especial a todos aquellos cruzados por la autopista 49, por la que los antiguos apareceros negros fueron subiendo a las más ricas y prósteras Texas, Memphis, Detroit y Chicago, en un camino que marcaba la huida de un estado de pobreza que rallaba el semiesclavismo, huyendo de los estados Jim Crowe, aquellos en los que la abolición de la esclavitud supuso la creación de un nuevo marco legal segregacionista.


Pero estos orígenes son tan inciertos que como señala el propio autor de este libro, no solo no sabemos a qué se refiere realmente la palabra blues, ni siquiera si es un vocablo singular o plural. Es un lugar común remontarse a las tradiciones africanas, a los cantos comunales, a las tradiciones de juglares y poetas nómadas. También se trata de buscar una cierta relación entre los instrumentos musicales de una y otra parte del Atlántico. Así, el balafón o la kora se citan como antecedentes de instrumentos que han pasado a Norteamérica de un modo u otro.


Tal vez este esfuerzo resulte muy loable, si bien, lo único cierto es que los descendientes de aquellos esclavos traídos a la fuerza de África Occidental son los que crearon esta música, pero aquí puede terminar el parecido. Si aquellos esclavos hubieran venido del Norte de África o de las tierras aragonesas podríamos formular sesudas teorías sobre la comunión entre blues y los tambores del Atlas o la jota, dicho con todo el respeto para todos estos folclores.


El blues es, por tanto, una manifestación única y propia del Sur de los Estados Unidos, con una prevalencia mayoritaria en estos orígenes de la zona fértil que conforma el delta del río Mississipi, y todo ello debido a que esta tierra rica, a decir de algunos, la más fecunda de comienzos de siglo XX de todo el mundo, estaba llena de plantaciones que cultivaban el algodón con mano de obra intensiva, principalmente braceros negros, en unas condiciones de vida míseras, con sueldos de mera subsistencia y con una escasa posibilidad de ocio más allá de la que ellos mismos pudieran proporcionarse.


Y estos primeros intérpretes tuvieron que emplear forzosamente instrumentos básicos, baratos y de fácil aprendizaje. El arco diddley fue un primer ejemplo. Un alambre empleado para embalar algodón se tensaba sobre una madera y se enganchaba a una caja metálica, normalmente de tabaco, con lo que se lograba amplificar el sonido. Con un cuchillo, una navaja o un simple metal se pulsa la cuerda, a modo de un slide primitivo, sobre el arco sin trastes. De aquí, el paso a la guitarra fue un salto natural condicionando el modo de tocarla, con un gran peso del slide, ahora ya obtenido por el cuello de una botella roto y limado para evitar cortes, creando los primeros y genuinos bottleneck de la historia.


También la tradición musical a la que hubieron de recurrir fue básica. Una parte de canciones espirituales, otra parte de canciones de taberna con expresiones obscenas, referencias continuas al sexo o a un embrutecimiento que reflejaba las extremas condiciones. También, sin duda, las canciones de trabajo, con su monótona cadencia y su repetición de ritmos y frases.


Se entiende así que los primeros bluesmen hayan sido en muchos casos antes que músicos (en ocasiones también después, tras una breve carrera discográfica de apenas unos cuantos discos) aparceros, trabajadores del campo. Pero también que hayan transitado desde el lado canalla del blues, al más limpio de los altares y las prédicas. Y tampoco podemos esquivar la realidad de que estos hombres vivían tiempos peligrosos, o ellos mismos hacían a los tiempos peligrosos. La penitenciaría de Parchman se convirtió en una especie de pensión del blues y por sus dependencias pasaron ilustres artistas como Bukka White o Son House, todos ellos por delitos de sangre. Y en sus instalaciones recaló Alan Lomax para grabar a alguno de ellos o para comprometer su honor a cambio de que se permitiera una salida excepcional de un convicto para acudir a un estudio de grabación algo más decente que las meras máquinas portátiles de que disponía el bibliotecario del Congreso, y que, tras el descubrimiento años atrás de Leadbelly, sabía que las prisiones estaban llenas de intérpretes a la espera de una oportunidad.


Ted Gioia traza en Blues. La música del Delta del Mississipi (ed. Noema) un retrato vívido de esta zona del Sur, explica sus condiciones de vida, su conexión con África, obviando tal vez el peso de otras influencias como la caribeña o de las tradiciones musicales blancas que tal vez pudieran escucharse por la zona, y centra más su estudio en esa vinculación con África que, a mi modo de ver, deja todo sin explicar por remontarse a mucho tiempo atrás, una cadena de unos 250 años que es difícil que se mantuviera viva más allá de unos pocos rasgos que se enriquecieron con otros tantos elementos más recientes, más próximos, y que, por tanto, pudieron llegar a tener más peso.


Sea como fuere, su introducción es vibrante y de gran interés en un autor que sabe narrar sus historias combinando la anécdota con el enfoque general para lograr un mejor acercamiento.


Y pronto pasa al centro de la obra, a los más importantes intérpretes del género.  Debemos aclarar en este punto que el libro, su título no llama a engaño, no es una historia del blues, sino de las raíces de éste en el Delta, sobre los músicos que nacieron o grabaron allí, que crearon estilos que de allí salieron, desde sus comienzos hasta nuestros días. De ahí que aparezcan no solo el seminal Charlie Patton y la estrella de Robert Johnson sino también la discográfica Fat Possum Records y los más recientes Black Keys.


Y es aquí, cuando Ted Gioia entra en las biografías de cada bluesman, en sus relaciones e influencias recíprocas, en cómo tomaban y hacían materiales ajenos, cuando la obra despega definitivamente. El viaje parte de la remota St. Louis Blues publicada en 1914 por W. C. Handy, primera canción reconocida como blues por muchos estudiosos y que surge de la comunión de la música más ortodoxa con la influencia que las corrientes populares tuvieron en su autor y, muy especialmente, lo que escuchó de un anciano músico vagabundo en una estación de ferrocarril en 1903, hasta la irrupción definitiva del género a través de Charlie Patton con todas las incógnitas que nos dejan unas vidas de las que apenas tenemos una o dos fotografías, unos cuantos registros fonográficos, algunas notas autobiográficas que los protagonistas solían emplear más para ocultar que para mostrar desdibujando sus peripecias en un marco de leyenda.


Pero lo cierto es que esa primera hornada del blues, con el ya citado Patton, Blind Lemon Jefferson Son House y Bukka White, sentaron las bases de lo que hoy entendemos de manera definitiva como blues. Un conjunto de técnicas, ritmos, estilos y temáticas que dieron base a un lenguaje nuevo que no ha dejado de crecer hasta nuestros días. Desde los cantos rurales, las menciones al diablo, a la salvación, las frases tópicas, los doce compases, el uso intensivo del slide, pero no así una tristeza inevitable ya que en muchas ocasiones los temas eran más bien groseros y arrabalescos, sexuales y provocativos, como no puede ser de otro modo en unos músicos que se ganaban la vida en tugurios de mala muerte y en la que no ganaban mucho si los clientes lloraban y no consumían. Se trataba de darles también la oportunidad de escuchar en boca ajena no sólo las propias desdichas, también los anhelos y groserías que uno apenas se atrevería a formular.


Los músicos de blues de los años veinte debieron ser infinitos, en cada local, cabaña de plantación o calle de cualquier población mediana, los bluesmen debieron ser legión pese a que de ellos tan solo queda el rastro de los afortunados que pudieron dejar registro sonoro de su obra, confiamos en que tal vez los mejores, sí los que más fama dejaron desde luego, pero no los únicos. Gioia se lamenta de que hay músicos citados o recordados, músicos que enseñaron a tocar a otros ya conocidos y a quienes se refieren como verdaderos maestros y de los que ni siquiera tenemos la seguridad de que no fueran invención de los supuestos ahijados.


Porque de esos años pocas certezas quedan. La intensa búsqueda de certificados de nacimiento para tratar de peinar la zona en busca de datos ciertos, de las fechas y lugares exactos de nacimiento de Robert Johnson y otros tantos no siempre han arrojado luz, pero sí muchas dudas. Hay intérpretes que falseaban intencionadamente sus fechas de nacimiento para evitar la movilización durante la Primera Guerra Mundial, que confunden a veces de manera intencionada sus nombres con los de parientes para evitar prisión o quién sabe con qué otros fines.

 


Pero esta primera generación que lograba hacerse hueco en el mercado discográfico y que pareció llamar la atención de algunas compañías que enviaban a rastreadores o se servían de vendedores locales para hacer de cazatalentos y que desplazaban sus primitivos equipos para hacer sesiones de grabación precarias en habitaciones de hotel o traseras de establecimientos de bebidas en las que se filtra el sonido de un tren que pasa o risas del servicio de habitaciones, cayó casi en la ruina con el crash del 29 y la posterior crisis económica. Sin duda, ésta hizo mucho por el blues, aumentó el número de temas, forzó la inmigración de aparceros que subieron hacia el Norte, en busca de mejores oportunidades y expandieron su música haciéndola crecer con la mezcla de otros estilos, otras influencias. Pero también redujo gran parte de la actividad de estos músicos a la actuación en público, no al registro sonoro, por lo que gran parte de estos nombres, que sin duda, fueron influencia de quienes luego llegaron, terminaron por caer en el olvido o en el pie de página de apenas una referencia de la memoria de Son House y algún otro bluesman, allá por los años sesenta.


Y si de leyendas y falsedades hablamos, el nombre que más a mano nos viene es el de Robert Johnson. Ni su fecha de nacimiento ni las circunstancias exactas de su muerte, más allá de que es probable que fuera envenenado por celos, son hechos ciertos. Tampoco esa mítica leyenda de que se encontró con el diablo en un cruce de caminos y le vendió su alma a cambio de enseñarle a tocar la guitarra en condiciones, mito que, por otra parte, también lo contaba otro bluesman previo, Willie Johnson. Sea como fuere, Gioia toma gran interés en desbrozar esta leyenda. Así, rastrea la importancia de la figura del diablo en muchas canciones previas a Johnson, el papel del demonio como amigo del músico ambulante, símbolo de esa vida canalla que muchos llevaban. Pero también la referencia demoníaca era el perfecto contrapunto a esas inclinaciones religiosas que tantos cantantes sentían no sin cierta incomodidad o contradicción. Gioia también cree que fue el propio Johnson quien se tomó la molestia de fomentar este mito y que no fue creación posterior, en los años sesenta, cuando las magras grabaciones de Robert Johnson desplegaron todo su impacto, especialmente en la música del blues que llegó en camino de vuelta desde Inglaterra.


Y en ese camino por la Ruta 49, del Sur a Chicago, seguimos las vidas de tres pilares esenciales de esta historia, Muddy Waters, John Lee Hooker y Howlin Wolf. Todos ellos crearon sus propios estilos. Waters con su impronta feroz, su uso del slide en un combo eléctrico, dentro de la Chess, una compañía fundamental para conocer este tiempo y la popularización de un género como ninguna otra compañía fue capaz  de hacer. El peso que tuvo en la música, su influencia en grupos como los Stones, quienes tomaron su nombre de una de sus canciones y que le versionaron con devoción, o The Animals. Pero también la increíble figura de Hooker, un músico que era tan prolífico que solía compaginar varias compañías discográficas al tiempo, con diversos nombres para evitar ser identificado y poder multiplicar sus ingresos, pero cuyo estilo es tan inconfundible que logró hacer de su música un género en sí mismo y que le llevó a un segundo renacer en al final de su carrera, grabando discos con Santana, Van Morrison y otros tantos, discos dignos, discos que aún conservaban su huella innegable.


Y terminamos con Howlin ́ Wolf, su temible porte físico, su voz animal y salvaje, su estilo inimitable, su comportamiento escénico que dejaría a Jim Morrison al borde del ridículo más pacato, y su rotundidad en obras propias o del tapado Willie Dixon, otro genio que es más conocido por sus contribuciones autorales a Howlin ́ y Waters que por sus propias interpretaciones.


Gioia no solo repasa los momentos de gloria de las carreras de estos artistas, también su evolución posterior, los discos en los que se trató fallidamente de relanzarles, de dotarlos de un sonido moderno como el Electric Mud de Waters o The Howlin´ Wolf Album, sin llegar a comprender que el público realmente lo que deseaba era la obra pura de estos héroes, que su legado debía ser respetado, si bien sólo en pocas ocasiones se lograba ese respeto, como en el caso de los últimos discos ya citados de Hooker o las conocidas como Londo Sessions de Wolf.


Y así seguimos con leyendas de la talla de Elmore James o del más célebre B. B. King y de tantos otros que han hecho del blues del Delta, en sus infinitas variantes, la marca de su propio estilo, llevándolo a nuevas fronteras, sacando partido de su versatilidad, de su emoción hasta nuestros días.


Pero si importantes son los artistas arriba citados, no lo son menos, y así lo reconoce Ted Gioia, personajes como Spair, que se dedicaron a grabar a estos palurdos campesinos con unos medios rudimentarios, confiando en su arte y arriesgando su dinero, las compañías discográficas que comenzaron poco a poco a permear las fronteras raciales de la industria, los cazatalentos, los etnógrafos, folcloristas y otros tantos. Tenemos a figuras tan míticas como John Hammond que fue el primero que reconoció el impacto de la figura de Robert Johnson a quien invitó a un concierto en el Carnegie Hall de Nueva York en 1938 y al que no pudo acudir por haber fallecido poco antes. Y también la figura inmensa para el blues, pero también para tantos otros estilos, como la de Alan Lomax, que recorrió impenitentemente toda la región grabando a artistas como Muddy Waters o Son House y que escribió su mítico La tierra donde nació el blues, una obra ya superada en determinados aspectos pero que tuvo un inmenso impacto en su momento.


Tampoco pasa por alto el autor, la importancia de todos aquellos que en los años cincuenta y primeros sesenta, peinaron el Delta para tratar de localizar a los creadores de aquellos pesados discos de cera y pizarra, no sabiéndolos muertos o vivos y que, en muchas ocasiones, trajeron una segunda vida a estrellas como Memphis Slim, Mississipi John Hurt o Big Bill Broonzy. Que lucharon por recuperar un legado que, tal vez sin su admiración y respeto, su dedicación y empeño, hoy estaría perdido para la posteridad.


Y también pasan por estas páginas las contribuciones de tantos otros estilos como las big bands o el naciente jazz de Nueva Orleans, las figuras de Jimmie Rodgers o la influencia del yoddle en algunos artistas de color. Lo mismo puede decirse de las jug bar, los medicine shows, el gospel o los denostados hoy en día minstrel shows. De todas estas influencias y otras tantas se da aquí cuenta porque nada en la vida deja de tener repercusión e influjo en lo que le rodea.


Finalmente, si algo positivo me ha traído la lectura de este libro, ha sido la de poder recuperar mi antigua colección de discos de blues, que no recordaba tan numerosa ni tan bien representada. Y también la de poder haber escuchado discografías de las que apenas si tenía uno o dos temas sueltos en la recopilación de turno. Para facilitar la lectura del libro, Gioia no solo ofrece un completo índice bibliográfico y numerosas fotografías, sino que enumera una lista de ochenta y nueve temas que considera imprescindibles para una completa comprensión de la música de la que habla. De esta lista existen sus correspondientes versiones on line, una de las cuales comparto más abajo, a fin de que cualquiera pueda sumergirse en estos tres acordes que han conformado gran parte de la música que hoy escuchamos y que, con un poco de suerte, despertarán el deseo de comprar y leer este libro.