9 de mayo de 2025

La magia del silencio (Florian Illies)


 

 Hay pintores que capturan la luz, otros que dominan la forma. Caspar David Friedrich supo pintar lo invisible: el silencio, la espera, la eternidad que habita en una niebla. En 2025, al cumplirse 250 años de su nacimiento, vuelve a ocupar el centro del canon con una exposición monumental y un libro que es mucho más que una biografía. La magia del silencio, de Florian Illies, nos lleva a recorrer su vida como se atraviesa un bosque en invierno: en busca de huellas, ecos y revelaciones.

 

El año 2025 es una buena fecha para Caspar David Friedrich. Se celebra una retrospectiva sobre su obra en Dresde, con motivo del doscientos cincuenta aniversario de su nacimiento. Quizá sea la mayor exposición de su obra que jamás se haya exhibido. Y el hecho es significativo, puesto que ya incluso en vida, este pintor pasó por diversos altibajos en cuanto a su reconocimiento y fama.


Hay algo en la obra de Caspar David Friedrich que trasciende el tiempo, una melancolía contenida en paisajes fríos, ruinas solitarias y figuras humanas contemplando la inmensidad de la Naturaleza. Hoy es considerado como la mayor expresión del genio romántico alemán y obras como El caminante sobre el mar de niebla aparecen en todos los libros de texto para simbolizar el movimiento romántico. Pero, incluso este cuadro permaneció oculto durante muchos años en manos de un particular, fuera de los catálogos de la obra del autor, sin reconocimiento expreso.


Estos altibajos fueron la constante de su vida y del reconocimiento posterior de su obra. Ya en vida logró un temprano prestigio al ganar ex aequo un concurso de pintura organizado por el gran Goethe. Sin embargo, terminó por arruinar el interés de la corte de Baviera, remitiendo obras con las que no terminaba de acertar con lo que se esperaba de él o con las indicaciones estéticas de Goethe. Curiosamente, años después, cuando ya Caspar David Friedrich no podía obviar que su obra había dejado de estar en el centro de la atención de su época, recibió encargos renovados de la corte, rechazándolos por no querer acoplar su gusto y estilo a las sugerencias cortesanas.


El final de su vida fue duro, sus cuadros no se vendían y durante mucho tiempo, ya fallecido, su familia fue la mayor depositaria de obras del pintor, que poco a poco trataban de vender para lograr una leve financiación. Pero a finales del siglo XIX y comienzos del XX, la fama le llegó de manera sobrevenida. Sus obras comenzaron a cotizar, a ser buscadas por todas partes, saliendo de colecciones privadas, de mansiones de la baja nobleza alemana, de conventos o particulares que habían vivido obsesionados por la delicadeza que esas pinturas traslucían.


Sin embargo, seguro que el pintor se habría mostrado escéptico, ligeramente burlón ante esta vuelta del destino. No en vano él, que se había especializado en paisajes invernales, en el retrato crudo de las montañas batidas por el viento, en los árboles de hoja caduca, pelados y desnudos, él que adoraba los paseos en los que la barba se le congelaba, era consciente y así lo expresaba a menudo a sus amigos, de que el invierno había pasado de moda, que el gusto del público había girado. Pero, decía, también había primavera, también existía el verano y el otoño, y el invierno, que volvería otra vez a estar en el centro del gusto estético de la época. Sin duda, era conocedor de que esa moda volvería, y que lo haría cuando él ya no pudiera disfrutar del momento, pero no quería alterar su gusto para acomodarse a esa tendencia errática.


En este contexto se inscribe La magia del silencio, publicado por Salamandra con traducción de Carlos Fortea, un libro que se aleja del esquema biográfico convencional para ofrecernos una visión más libre, íntima y fragmentaria de su figura. Florian Illies, con su estilo característico, estructura la obra en torno a los cuatro elementos: fuego, tierra, agua y aire, cada uno de ellos revelando aspectos fundamentales de la vida y el arte del pintor y alejándonos de un relato biográfico convencional y cronológico.


Fuego. El fuego aparece como un enemigo recurrente en la vida de Friedrich. Su infancia estuvo marcada por incendios devastadores, desde la fábrica de jabón de su familia hasta el fuego que destruyó su casa. Más tarde, sus cuadros ardieron en colecciones privadas, en museos, en los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. La obsesión del pintor con la destrucción por las llamas se refleja en su correspondencia, en su miedo a los incendios y en su incapacidad para comprender la fugacidad del reconocimiento. Friedrich no fue un artista de éxito en vida; su obra pasó de la moda al olvido y solo décadas después comenzó su reivindicación.


Tierra. Los paisajes de Friedrich no son meras reproducciones de la realidad. Su forma de componer montañas, árboles y ruinas responde a un ensamblaje mental, una reconfiguración artística de la naturaleza. A menudo tomaba bocetos de diferentes lugares y los unía en un solo cuadro, buscando no la fidelidad topográfica, sino la impresión emocional. En otras ocasiones incluso tomaba prestadas imágenes de otros artistas para reproducir montañas de los Alpes que nunca visitó. No se trataba de un pintor al natural, sino de un experimentador en su estudio donde recreaba lo que su portentosa imaginación creaba como escenario para un alma imbuida de espiritualidad y devoción por la Naturaleza. Su pintura refleja una Alemania idealizada, un país que nunca abandonó, pero que evocaba con una fuerza visual que traspasaba lo geográfico para instalarse en lo simbólico.



Agua. El agua está ligada a uno de los episodios más trágicos de su vida: la muerte de su hermano, que falleció ahogado al intentar salvarlo cuando una placa de hielo cedió bajo sus pies. Esta herida temprana parece resonar en su atracción por los mares fríos, por los barcos a la deriva, por las costas solitarias del Báltico. En su obra, el agua nunca es solo un elemento del paisaje, sino un espacio de tránsito, de cambio, de melancolía.


Aire. Pintar la atmósfera, la niebla, la luz que envuelve los paisajes fue uno de los grandes logros de Friedrich. En su estudio, su esposa impedía la entrada de visitantes cuando él trabajaba en estas escenas, consciente de la delicadeza del proceso. También se cuenta que fue un pionero en la cría de canarios en Alemania, lo que encaja con su obsesión por el aire como elemento intangible pero esencial. En sus cuadros, las aves también toman un papel sustancial, con fines no solo estéticos o figurativos, sino espirituales.


Ese modo de pintar el aire, el ambiente y la luz del mismo se refleja maravillosamente en Mañana de Pascua, un cuadro de la exposición permanente del Museo Thyssen de Madrid del que, por otro lado, y salvo error, no recuerdo haber visto cita alguna en el libro.


La magia del silencio se nos presenta como un relato fragmentado, una visión esencial. Illies evita la narración lineal y opta por una estructura que zigzaguea entre episodios, saltando en el tiempo y mezclando datos históricos con anécdotas fascinantes. Este enfoque, aunque puede parecer caótico al principio, termina funcionando de manera brillante: cada capítulo nos sumerge en un aspecto diferente de Friedrich y, al volver sobre ciertos temas desde distintos ángulos, construimos una imagen más completa del artista.


Como los inviernos que pintó, la obra de Friedrich ha regresado una y otra vez al primer plano de la historia del arte. Su legado ha sido interpretado de múltiples formas, desde su apropiación por el nazismo como símbolo del espíritu germano hasta su rescate en la posguerra como precursor del expresionismo. Pero, por encima de todo, sigue siendo el pintor de la contemplación, del silencio y de la inmensidad de la Naturaleza. Ya nadie parece acordarse de su dificultad para retratar figuras humanas, motivo siempre de burla entre sus compañeros del gremio, porque precisamente el Hombre, tal y como lo veía, solo era un personaje más en el escenario principal de aquella portentosa Naturaleza, prueba de la existencia de un Dios luterano, mezcla de piadoso pastor y colérico regidor. Sus cuadros nos llevan a conectar con una realidad alejada de nuestras pantallas, a desear la vuelta a la montaña, a los paisajes fríos y abatidos, a unos tiempos en los que el sufrimiento era la norma y, sin embargo, se revelaban como bellos, hermosos, una capacidad que hoy parecemos haber olvidado.