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29 de octubre de 2012

El afinador de pianos (Daniel Mason)


Hay quienes opinan que la música es mucho más que un mero entretenimiento, que las vibraciones de las ondas de sonido no son simples fenómenos físicos. Para aquellos que así piensen, en nada puede resultarles extraño creer que la música pueda servir para la pacificación de territorios hostiles o que pueda desempeñar un papel relevante dentro de una compleja red de contactos diplomáticos.

Pero entre estos no se encuentran los militares británicos destacados en la lejana y belicosa Birmania de los tiempos de la reina Victoria. No son ellos los más apropiados para confiar en el papel de un instrumento musical, menos aún de un piano acorde para salones londinenses pero no para la húmeda ribera del Saluén. Afortunadamente, su ignorancia musical les impedirá captar la ironía de que precisamente se trate de un piano Erard, uno de los modelos más delicados.

Porque éste es el encargo que las autoridades militares reciben del doctor Anthony Carroll, responsable de un fuerte militar enclavado en los confines de la selva birmana, rodeado de tribus belicosas y acechado por las fuerzas coloniales francesas: hacer llegar un Erard desde la lejana metrópoli hasta Mae Lwin.

La encomienda es cumplida, si bien, sólo en atención al inexplicable hecho de que el doctor Carroll haya logrado mantener la aislada posición garantizando los derechos de Gran Bretaña sobre la zona y que ya estén acostumbrados a los métodos algo heterodoxos del doctor.

Poco después, el doctor Carroll vuelve a la carga con una petición no menos irritante: enviar un afinador ya que el viaje y la humedad de la selva han desafinado el piano. Nuevamente, el recado es exigente, no sirve cualquier afinador sino que ha de ser uno especializado en Erards. 

Un piano Erard
Y así es como Edgar Drake recibe un encargo que le llevará desde el brumoso Londres victoriano, hasta las remotas tierras de los shan, en un viaje que cambiará, no sabe el lector cuánto, toda su vida.

Mientras Edgar surca el Mediterráneo, los recuerdos de su esposa y de la rutinaria vida  de su oficio aún forman parte de su experiencia. Pero la llegada a la India comienza a sembrar el desconcierto en el afinador, que apenas cuenta con reglas para juzgar y comprender cuanto ve, a impregnarse de un sentimiento al que no es capaz de dar nombre.

Una vez arriba en Birmania el contacto con la colonia inglesa le trae de nuevo el recuerdo de su patria, que ahora le resulta violento e incluso le avergüenza. El desprecio que la guarnición británica parece sentir por los birmanos, su arte y su cultura levantan una ira sorda en Edgar que ha comenzado a conocer todos sus secretos de la mano de Ma Khin Myo, una hermosa joven que le sirve de guía y asistente.

Pero la estancia en Mandalay se prolonga sin recibir nuevas órdenes para reemprender el viaje hacia Mae Lwin, última etapa para cumplir su misión. Y, sin embargo, Edgar no tiene prisa por partir y aprovecha su estancia para conocer y empaparse de la cultura birmana, desde su religiosidad hasta el teatro callejero pwè y las explosiones de júbilo popular.

Su curiosidad por el doctor Carroll no deja de crecer. Devora cada palabra elogiosa que escucha de los pocos militares que parecen apreciarle y rechaza las de quienes desprecian sus métodos. De algún modo, Edgar se aferra a la idea de que el doctor es una figura de leyenda, con poco en común con el resto de militares, capaz de justificar y redimir la causa imperial británica, capaz en definitiva, de dar sentido a las confusas reflexiones de Edgar necesitado de encontrar un terreno firme sobre el que asentar su nueva concepción de sí mismo.

El río Saluén
Sin embargo, las noticias de un ataque militar a Mae Lwin y la suspensión de su misión le dejan en tierra de nadie y con la previsible vuelta al hogar en el horizonte. No es extraño que acepte sin dudar la llegada de un emisario del doctor Carroll para guiarle hasta la guarnición desobedeciendo así las órdenes del gobernador militar.

Edgar parte en busca de un piano desafinado, metáfora tal vez de un espíritu sacudido por experiencias inalcanzables en su vida anterior y deseoso de encontrar las respuestas que tanto ansía. Dejamos aquí al lector para que acompañe a Edgar en su última y definitiva etapa por las selvas birmanas y recuperemos el tema del libro.

Un rutinario y grisáceo afinador de pianos, acostumbrado a la precisión y meticulosidad de su oficio y a la rígida moral del Londres de finales del siglo XIX, es sacudido por la experiencia de un viaje que pocos en su época podrían soñar con realizar.

En su periplo, Edgar se enfrentará a la exuberante naturaleza selvática tan distinta al paisaje urbano que le resulta familiar. Conocerá otros modos de relación social, más espontáneos en algunos aspectos que los suyos propios, pero mucho más ceremoniosos en otros. La sensualidad de Oriente no le será ajena, como tampoco su arte y sus tradiciones.

Pero este idílico escenario no basta para explicar el cambio. Los militares y funcionarios británicos pasan por esta tierra como lo han hecho por otras antes y lo harán después, llevando su pequeño trozo de patria consigo, despreciando cuanto les rodea. Para ellos, la experiencia, el contraste, no resultan enriquecedores, sólo sirven para cimentar su concepto de superioridad.

El viaje precisa de un viajero como Edgar, fácilmente impresionable, que apenas ha salido de Londres y cuya profesión le predispone al arte y a la atención hacia los más sutiles matices. Todo ello favorece que cuanto vea, escuche, huela y palpe, le cause una profunda impresión.

El afinador de pianos (editorial Salamandra y traducción de Gemma Rovira) fue la primera novela escrita por Daniel Mason en el año 2002 con un rotundo éxito internacional. Mason, que estudió Biología y Medicina, dedicó un año a estudiar la malaria en parte de los escenarios de esta novela. De esta experiencia personal (creemos que igual de determinante que la de su protagonista) extrae gran parte del paisaje de fondo, verdadero tesoro de la novela.

El autor
Un texto plagado de información muy documentada sobre la cultura popular birmana, sus costumbres y su historia, su flora y su geografía. La novela es exuberante y sensorial, plagada de texturas, olores y colores sorprendentes para nuestros occidentalizados ojos, al menos tanto como lo puede ser el reflejo de la madera de un Erard o el sonido de sus teclas para un birmano.

Aunque en ocasiones el doctor Carroll alcanza altura mítica, ni su figura se aproxima a la de Kurtz, ni el Saluén ofrece la majestuosidad del río Congo. Pero no por ello debemos orillar esta novela que pretende llevarnos a un terreno igual de esencial, a la pregunta de si somos quienes creemos ser y cuál es nuestra verdadera esencia. Ésta es nuestra eterna interrogación y el motivo de emprender tantos y tantos viajes, la lectura uno de ellos. 
  
 

18 de febrero de 2012

El viejo juez (Jane Gardam)


“Los abogados, supongo, también fueron niños alguna vez”
Inscripción en la estatua de un niño en el jardín del Inner Temple de Londres

 
Jane Gardam se asoma desde la solapa del libro como la enésima encarnación de la reina de la novela de misterio inglesa. Nada desentona. Una edad que parece suspendida en la cincuentena (aunque podría haber cumplido los setenta, así son las damas inglesas), un pelo blanquísimo, el inevitable collar de perlas y, en definitiva, el aspecto de estar preparada para tomar el té que servirá puntualmente uno de sus criados.

Pero no debemos dejarnos llevar por las apariencias. Gardam no ha comenzado a escribir para matar el tiempo después de dedicar su vida a criar a unos hijos que han huido a la Universidad para librarse del pastel de riñones. No. Jane Gardam es una escritora de verdad, de las que han dedicado una larga vida a publicar estupendas novelas de las que, sin embargo, El viejo juez es la primera que se publica en España gracias a la Editorial Salamandra.


Y tampoco la novela es lo que se podría esperar a la vista del título de la edición española. No se trata de las andanzas de un juez ya retirado que decide esclarecer el asesinato impune de una vecina o aquel caso que sentenció erróneamente en su juventud. No. El viejo juez es una novela de las de verdad, de aquellas que se leen de tirón (si uno tiene tiempo, claro) y que se adentra en territorios más complejos que el alma del asesino.

Porque compleja es la vida de cualquier persona y más aún la de aquellos que creemos previsibles y anodinos, la de quienes, por el hecho de no conocer nada sobre sus vidas, creemos que nada tienen que merezca la pena ser conocido.

Compleja es, sin duda, la vida de Edward Feathers –conocido en el ambiente judicial por su apodo Filth- aunque para la mayoría de sus colegas no se trate más que de una vida lineal, tan plácida y aburrida, tan falta de sobresaltos que no merece ni siquiera el cotilleo al que es tan dada su profesión.

Pero Gardam nos ayuda a rascar en la superficie y mirar tras las apariencias convencionales. Hijo de un alto funcionario del Imperio Británico en el Sudeste asiático, Filth pierde a su madre tras el parto, y es criado por una familia de la colonia en las costumbres y ritos propios de la selva. Para rescatarle de este estado, una tía misionera intercede ante su padre y Tedd es enviado a Inglaterra bajo el cuidado de una familia galesa junto a dos primas, también “huérfanas del Imperio”. Tras un incidente escandaloso, cuya verdadera naturaleza no se esclarece hasta el final de la novela, pero cuya importancia parece gravitar sobre Filth como una sombra perenne, inicia su formación académica en varios internados hasta su ingreso en Oxford.

Kipling, otro huérfano del Imperio
Esta crianza es el caldo de cultivo apropiado para psicoanalistas (y criminalistas): rechazo, desarraigo, culpabilidad, falta de cariño, imposibilidad de sentir afecto; demasiados elementos para que la vida de Filth resulte anodina y previsible.

No resultará por tanto extraño que Filth crezca alejado de cualquier noción de placer, que anhele el triunfo y reconocimiento que no tuvo como niño. Su matrimonio con Betty –otra “huérfana del Imperio”- pone de manifiesto todas las represiones acumuladas hasta la fecha. El matrimonio no tiene hijos, su vida sexual apenas merece este nombre y compartir habitación cada noche les habría resultado casi tan insoportable como dormir en un pesebre.

Por un golpe de suerte, Filth termina trabajando como abogado en Hong Kong donde logra una estupenda fortuna. Recto como se le supone, decide dedicar sus últimos años de vida profesional a la judicatura, un menor sueldo pero un ejercicio de responsabilidad, un deber, tal y como él lo ve.

Tras su jubilación, el matrimonio regresa al Reino Unido para vivir en una retirada casa campestre en los Donheads. Poco a poco Filth recupera el pasado mostrándonos cada uno de los pliegues que forman su vida, y podemos ir encajando las piezas de su terrible complejidad.

Filth asienta con firmeza sus convicciones y certezas pero, como buena novelista, Gardam nos permite atisbar que alguna de ellas es radicalmente errónea ya que tampoco el viejo juez escapa de ser engañado por sus allegados y amigos, por malicia y, sobre todo, por piedad. Por esta vía, Filth deja de ser un personaje literario para convertirse en un personaje más real, vívido, en ocasiones digno de lástima, en ocasiones tierno, sin perder por ello un ápice de su severa rectitud.
Jardines del Inner Temple

Porque Filth es, sin duda, un personaje construido admirablemente. Por un lado, una fuerte personalidad, forjada en su lucha por no ser absorbido y arrastrado por sus circunstancias. Por otro lado, la inmadurez y quebradizo equilibrio de quienes no han conocido el amor y apenas han atisbado las consecuencias de entregarse a él. Un personaje bastante airado y arisco que observa con desdén a las nuevas generaciones, sus preferencias y principios, incapaz de aceptar que los tiempos han cambiado y que la represión de los emociones ya no cotiza al alza.

Gardam reflexiona sobre dos aspectos clave en la formación de un carácter: la educación recibida (la sentimental, fundamentalmente) y el modo en que las personas nos dejamos enmascarar, congelando unos caracteres y preservando nuestra verdadera naturaleza, unas veces voluntariamente y otras a nuestro pesar.

El estilo de la autora resta severidad al conjunto y desliza el humor en escenas y diálogos haciendo de la novela un texto que conjuga precisión y amenidad, profundidad psicológica e interés por la trama. La obra ha sido traducida por Victoria Malet y Capas Hodgkinson resultando admirable, tal vez por ignorancia sobre el proceso de traducción, la coherencia del estilo en la versión española pese a esta doble aportación.

¿Cómo influyen las vivencias de los primeros años de nuestras vidas, de las de nuestros hijos? ¿Quedamos tan determinados por ellas que no debemos albergar la esperanza de que cualquier error pueda ser enmendado? Aunque Filth logra el éxito profesional, el coste es volver a Oriente (su apodo es el acrónimo de Failed In London, Try In Hong Kong), emular de algún modo a su padre y tratar de no repetir sus errores (¿explicaremos así su falta de descendencia?). Pero hay algo en él, algo perdido irremediablemente, algo que aflora en su retiro dorado en los Dornheads y que no es capaz de expresar. El lector sí podrá nombrarlo y aprender que cada acto tiene sus consecuencias, mejor pensarlo antes de convertirnos en otro Filth.