Con una finalidad algo más monetaria, escribió durante la década de los años treinta algunos libros en los que daba cuenta al público inglés de sus viajes por el extranjero. Etiquetas es el primero de estos libros, en el que describe su viaje por el Mediterráneo. Dada la escasa novedad y originalidad de su ruta, el propio Waugh titula la obra etiquetas dado que apenas puede añadir nada que no haya sido escrito sobre estos lugares, limitándose a destacar aquello que llama su atención, en especial en materia humana, más que artística, paisajística o histórica.
Su viaje comienza con un vuelo comercial que le lleva de Londres a Paris donde disfrutará de los placeres de la noche parisina para descubrir que los locales de moda sirven champagne de malísima calidad y que el bullicio bohemio que tanta fama da a la capital francesa no es otra cosa que una sucesión de locales a los que se acude en romería, de modo que se visite el local que se quiera, siempre se acaba viendo a las mismas personas. Apenas cien noctámbulos dando tumbos por cinco o seis cabarets forman la esencia de la noche parisina. Acompañado por viejos amigos, conocerá a extravagantes caballeros y elegantes damas algo ebrias, llegando a la conclusión de que París convierte a todo el que la pisa en extranjero, nada en ella tiene carácter propio y verídico, un gran teatro mercantil. Afortunadamente, Waugh no llegó a conocer cuán acertado era su juicio y el largo camino que aún se debía recorrer en este sentido.
Un incómodo viaje en tren le lleva a Monte Carlo donde disfrutará de su primera inscripción en un auténtico club (el Sporting Club) y de la contemplación anhelada del Mediterráneo. Pocos días después se embarca en un crucero turístico (el Stella Polaris) de bandera noruega que le llevará hasta Nápoles donde descubrirá que el turismo ha arruinado la posibilidad de disfrutar de estos lugares sin la conveniente custodia de un guía de confianza que impida caer en manos de timadores, mendigos o delincuentes de la peor calaña.
El viaje continua arribando en la costa palestina para visitar las arenosas tierras de Haifa y Nazaret que no parecen haber gozado del entusiasmo del escritor. El Stella Polaris sigue su ruta hasta Port Said donde Waugh desembarca para vivir una temporada en la ciudad y poder visitar El Cairo y Helwan. Integrado en la pequeña colonia occidental, se apresta a tomar notas para un futuro libro sobre la sociedad de Port Said. Un pequeño grupo de militares, funcionarios, diplomáticos y empresarios en cuyas relaciones se entremezcla para disfrutar de lo mejor de cada grupo haciendo fugaces escapadas a El Cairo y visitas a las pirámides, la Esfinge y otros restos egipcios.
Finalmente decide escapar de la opresión camino de otra pequeña prisión, Malta, donde se hospeda gratis en el mejor hotel de la isla a cambio de la promesa de escribir unas amables líneas sobre el establecimiento en el libro que seguirá a esta ruta. Desconozco si el pobre director del hotel pudo llegar a discernir si fue objeto de una fina ironía o directamente de un incumplimiento contractual en toda regla dadas las observaciones que Waugh hace al respecto. La isla, pese a sus más de cien años de dominio británico, no ha perdido su carácter mediterráneo. Los bien conservados restos de los edificios de la Orden de San Juan son empleados, no para el turismo o el pasto del ganado – como ocurre en otros muchos lugares- sino para dar cobijo a la administración británica siendo prácticamente el único símbolo de su dominio.
El casual reencuentro con el Stella le permite escapar de la isla camino de Creta donde aún están en sus inicios las excavaciones de los palacios micénicos por lo que tras la breve parada, el crucero reanuda su camino, esta vez rumbo a Estambul, donde Waugh puede ver de primera mano los cambios que el régimen de Kemal ha introducido para occidentalizar la sociedad turca: la prohibición de la poligamia, el sufragio femenino, la supresión del traje típico turco, etc. Sin embargo, estos cambios son vistos con escepticismo por Waugh quien considera que todo cuanto tocan los turcos (sea arte, costumbres, ...) acaba por degradarse. La contemplación de las riquezas de los antiguos palacios imperiales y de las riquezas de los harenes sólo evoca la sospecha de que, en el derrumbe final del Imperio, muchas de esas joyas serían sustituidas por otras falsas.
El viaje continua en Atenas donde Waugh se reencuentra con un amigo la universidad junto con el que recorre los locales nocturnos más alejados de las rutas turísticas para descubrir que los parroquianos atenienses no sólo no tratan de pedirles dinero, sino que les invitan a bebidas.
La visita a Corfú, ya conocida por el autor, le reafirma en su deseo de enriquecerse para poder comprar una villa en esa paradisíaca isla, por lo que insta al lector a que compre varios ejemplares del libro que está leyendo para financiar así su proyecto. Remontando el Adriático visita Ragusa (actual Dubrovnik) y Cattaro criticando que ambas ciudades, en especial la primera, de indudable estirpe occidental, hayan sido entregadas al experimento yugoslavo tras la Primera Guerra Mundial (no en vano, los años noventa del pasado siglo corrigieron sangrientamente este error).
La visita a Venecia permite a Waugh comprobar lo poco que ha quedado de un pueblo que se caracterizaba por sus virtudes cívicas, su pasión por el arte y su habilidad comercial. La venta del encanto de su ciudad es lo único que pervive de un pasado de gloria.
El Stella regresa a Monte Carlo para dar por finalizada su temporada invernal y volver al Mar del Norte para la temporada veraniega. Waugh aprovecha el viaje para regresar a Inglaterra evitando la tortura y vulgaridad del tren. Barcelona es la próxima parada que arranca grandes elogios, tanto de las Ramblas como, en particular, de la obra de Gaudí de la que ignoraba su existencia. La visita a las famosas casas del arquitecto catalán, al parque Güell o a las obras incompletas de la Sagrada Familia causa su admiración. Este buen sabor de boca hace que su visita a Mallorca resulte algo decepcionante. Si bien, la impresión es muy superior a la que le produce Argel donde la plena confusión de razas y la falta de una organización social europea al estilo de la de Port Said son una muestra de degeneración que denuncia. Málaga es otra parada breve de la que apenas logra dejar ver una cierta indiferencia.
La visita al Peñón de Gibraltar es otra decepción ya que la presencia de policías ingleses, periódicos ingleses, tabaco inglés y otros elementos típicos de las islas, en un contexto extraño suscitan cierta inquietud en Waugh que ve próximo el final de su viaje. Éste tiene dos paradas adicionales de gran encanto para el escritor. De un lado Sevilla, de la que admira su elegancia y estilo de vida, de otro Lisboa a la que considera encantadora, guardando un especial recuerdo para el monasterio de Belém y la Plaza del Comercio.
El Stella arriba finalmente a Inglaterra entre la niebla y las sirenas, arrojándole a las conveniencias inglesas, a su correspondencia atrasada, las invitaciones sociales y otras obligaciones que tanto deplora.
Si bien la enumeración de las paradas en el viaje mediterráneo de Waugh promete una lectura amena e interesante, la verdad es que en la mayoría de las ocasiones, los comentarios resultan torpemente personales. El desprecio por otras culturas (en especial la musulmana) resulta un tanto intolerable en nuestros tiempos. Esa superioridad de la que parece hacer gala no guarda relación con las críticas que de continuo hace a su vida en Inglaterra, que parece detestar. Más aún, en 1929 su actitud parece algo trasnochada y más propia del siglo XIX. Los tiempos han cambiado lo suficiente desde Gladstone como para que su actitud resulte más bien ridícula. Su esteticismo es algo afectado y superficial, lo que en Wilde forma parte de una concepción más amplia de la vida, en Waugh resulta decadente y fuera de lugar.
No obstante, el libro fue escrito en un momento clave en la historia de los viajes. Hasta poco antes de ser escrito, sólo los muy acaudalados podían permitirse el lujo de un gran viaje (el famoso tour europeo). Los viajes se prolongaban durante largas temporadas en las que se hacían acompañar de numerosos criados y sirvientes y en las que el contacto con la población local resultaba vulgar y sólo justificable con el fin de experimentar una leve porción de exotismo. Sin embargo, tras la Primera Guerra Mundial, el turismo comienza a ser practicado de un modo diferente (el Stella es un buen ejemplo de ello) y deja de ser privativo de las clases más ricas, si bien sigue reservado para personas de fortuna. Los criados dejan de ser acompañantes, se busca la novedad aún a riesgo de tener que hacer largas caminatas por arenas ardientes o sufrir picaduras de insectos. Los guías turísticos organizan las visitas a los lugares imprescindibles para que nadie crea haber dejado atrás algún monumento digno de admiración. En numerosas ocasiones Waugh hace burla de este nuevo tipo de turistas, en especial, hace presa en australianos y americanos.
Ese momento de transición es, al tiempo, reflejo de una época en la que aún convive una sociedad heredada de los tiempos previos a la Primera Guerra Mundial y una nueva forma de entender las relaciones sociales, laborales y familiares que se impondrá definitivamente con el torbellino del próximo conflicto. Este contraste se pone de manifiesto en Etiquetas y será el que, con mejor tino, se plasme en obras posteriores de Waugh.