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16 de septiembre de 2012

Edvard Munch. El alma pintada (Fuensanta Niñirola)




Hay artistas que parecen definir una época, condensar los sentimientos de un tiempo y extraer de ellos una creatividad que los hace clásicos. Edvard Munch es un ejemplo. Su viaje artístico a lo largo del último tercio del siglo XIX y la primera mitad del XX, refleja las tensiones de una época en constante cambio y evolución, pero también su peculiar modo de entenderlos y reflejarlos.

Edvard Munch. El alma pintada es el título del libro con el que Fuensanta Niñirola nos introduce en la vida y obra de este creador tan prolífico. Niñirola reúne la doble condición de artista plástica (con una dilatada carrera acreditada por numerosas exposiciones y trabajos) y la de escritora y crítica literaria. Este libro saca buen provecho de ambas facetas ya que hace comprensible la obra de un autor complejo sin renunciar a explicaciones técnicas y sin dejar en el lector la impresión de que asiste a un mero desfile de imágenes y fechas entre las que se escapa aquello a que hace mención el subtítulo de la obra, el alma del pintor.

Los abundantes recuadros informativos ofrecen noticia de las diversas técnicas del grabado, de los variados movimientos artísticos y culturales del periodo o de la importancia de figuras como Strindberg en la vida de Munch, acercando al lector más profano un conocimiento que no le estorbará en su lectura. 

Fuensanta Niñirola
El texto se inicia con unos capítulos dedicados al ambiente artístico de la última parte del siglo XIX que tan variados y ricos frutos ofreció en todas las artes de la época. La difusión de ideas a través de revistas, la importancia de las tertulias y los círculos literarios, el cosmopolitismo y la ebullición cultural crearon un magma en el que los movimientos artísticos se sucedían unos a otros influyéndose recíprocamente con una imparable rapidez.

Algunas notas que definen esta nueva época son el gusto por lo subjetivo, potenciado por el avance en el conocimiento de la psique a través de las obras de Freud, la filosofía de Nietzsche o el renacimiento del esoterismo. Los artistas dejan en segundo plano el intento por mostrar la realidad (que, por otro lado, ha comenzado a ser captada por la naciente fotografía) para volcarse en reflejar el modo en que interpretan dicha realidad, cómo es a sus ojos.

En el caso de los artistas plásticos, los puntos de diferencia estarán en el enfoque. Los impresionistas pretenderán reflejar la luz tal y como la perciben en cada momento y respecto de diversos objetos y formas, la realidad tal y como se les muestra. Los expresionistas querrán más bien, volcar en la realidad externa sus sentimientos y pensamientos, extraer la inspiración de dentro hacia fuera.

Por otro lado, las técnicas avanzan ofreciendo a los creadores nuevas formas de expresión o mejorando las existentes. Aguatinta, grabados a buril y litografías se integran en la obra de los artistas, más allá de lienzos o acuarelas. Munch experimentará con muchas de estas técnicas, atreviéndose incluso con la fotografía, otorgándole una intencionalidad artística y experimental que le adelanta a su tiempo.

Seguidamente, Niñirola se adentra en la figura de Munch, desde una perspectiva cronológica dado que, en este caso, las peripecias vitales determinan la evolución de la obra. Con un criterio puramente personal, he seleccionado tres pinturas representativas de temas y momentos biográficos clave en la obra del pintor noruego. Creo que son representativos de lo que un lector puede encontrar en este libro, abriendo su apetito por profundizar en el resto del texto.

La niña enferma – (1885-1886)


La infancia de Munch se ve rodeada, casi sería mejor decir acechada, por la muerte. Pierde a su madre a los cinco años y a su hermana mayor a los catorce. Otra hermana, Laura, comienza a presentar síntomas de demencia. Él mismo tiene una salud precaria que le hace creer que morirá joven por la tuberculosis o que caerá en la locura. Citando al propio autor, aficionado a dejar testimonio escrito de sus impresiones, “enfermedad, muerte y locura fueron los ángeles negros que velaron mi cuna y desde entonces me han perseguido durante toda mi vida”.

Nada de esto ocurrirá, pero la presencia apremiante de la muerte y el padecimiento marcarán toda su vida. Enfermedad y muerte se convierten, desde un inicio, en temas sobre los que pintará obsesivamente, tal vez como conjuro ante tales amenazas.

Tras una estancia en Paris y los Países Bajos, su ambición se dispara y Munch tratará de encontrar su propia voz. La imagen de su hermana postrada es el cuadro que mejor refleja esa fuerza creadora que dominará el resto de su vida. La luz en el rostro de la enferma, la figura hundida y desamparada de la tía, imagen de la rendición, se combinan con una técnica en la que el artista llegó incluso a rasgar y atacar la pintura dotándola de una fuerza impactante.


El Grito – (1893)


Munch continúa sus viajes por el extranjero asimilando las nuevas corrientes de la época para consolidar su propia visión de la pintura. Una beca le ha permitido una larga estancia en Francia, ampliando su confianza. Su exposición en Berlín es clausurada a los pocos días de la inauguración pero pronto es invitado a Düsseldorf y Munich comenzando el reconocimiento crítico. Su vida dará la mano a la bohemia centroeuropea, si bien, necesitará frecuentes escapadas a los paisajes naturales que le vieron nacer. Vive atrapado en una dicotomía en la que desea entregarse al modo de vida de otros artistas pero su espíritu no es capaz de resistirlo cayendo fácilmente en el alcoholismo o en crisis nerviosas.

Munch es ya un artista maduro, que domina la técnica dejando libertad para plasmar sus sentimientos más profundos, su desesperanza pero también su amor por la naturaleza que sabe expresar con magnificencia.

El grito refleja toda esa tensión atenazante, esa desesperación que apenas puede explicarse racionalmente y que sólo un aullido casi animal, la pura desesperación de una bestia herida, puede expresar.


Autorretrato entre el reloj y la cama (1940-1942)


Damos un salto hasta los últimos años de la vida de Munch. Por el camino hemos dejado la consolidación y el reconocimiento de un gran artista, su dependencia del alcohol, sus crisis nerviosas y la recuperación mediante la vuelta a la Naturaleza. La culminación de El Friso de la Vida, la decoración para estrenos teatrales de Ibsen o las pinturas para la Universidad de Oslo, todo ello fundamental tanto en lo artístico como en lo personal.

Munch ha sobrevivido a su relación con Tulla, una pasión envenenada que le servirá de inspiración para muchas obras en las que refleja una visión pesimista del amor.

Su obra se expone junto a la de los más grandes artistas de su tiempo, pero él se aísla en el campo, se encierra con sus pinturas y continúa trabajando, dando especial importancia a grabados y litografías, haciendo instalar en el sótano de su casa un tórculo.

Munch pintó innumerables autorretratos pero éste me resulta el más conmovedor. Un hombre ya anciano, de pie, se muestra casi sin voluntad ante el espectador. Su espíritu parece haberle abandonado por la puerta abierta tras de sí que deja ver el estudio del pintor, verdadero depósito de su alma. A la izquierda, un reloj de pared, símbolo del tiempo que implacable corre para todos. Pero un detalle importante: este reloj no tiene manillas; para Munch, la hora ya se ha cumplido.

Y, en efecto, a su derecha, una cama le aguarda paciente. Esa cama que tantas veces ha representado en sus cuadros sobre enfermos y moribundos y que ahora le acogerá también a él.

Tres capítulos hermosos de una obra que queda expuesta a nuestros ojos en este libro editado por Ártica y que invita a la relectura (al menos, ese ha sido mi caso) porque, como señala la autora, normalmente admiramos la obra de un artista y queremos  conocer detalles de su vida. Pero, conociendo detalles de su vida, queremos volver a ver su obra y cerrar el círculo.


 Como despedida y cierre, tomemos una de las imágenes que mejor pueden definir a Munch. Un hombre maduro, bien vestido, rodeado de sus cuadros, sus “niños”, de los que tanto le costaba desprenderse y sin los que se encontraba incómodo e inseguro, que posa de perfil, como en un retrato renacentista, y que mira a lo lejos, tan a lo lejos, que su mirada apenas nos habló de otra cosa que no fueran sus temores y pasiones internas.