Hay
artistas que parecen definir una época, condensar los sentimientos de un tiempo
y extraer de ellos una creatividad que los hace clásicos. Edvard Munch es un
ejemplo. Su viaje artístico a lo largo del último tercio del siglo XIX y la
primera mitad del XX, refleja las tensiones de una época en constante cambio y
evolución, pero también su peculiar modo de entenderlos y reflejarlos.
Edvard
Munch. El alma pintada
es el título del libro con el que Fuensanta Niñirola nos introduce en
la vida y obra de este creador tan prolífico. Niñirola reúne la doble condición
de artista plástica (con una dilatada carrera acreditada por numerosas
exposiciones y trabajos) y la de escritora y crítica literaria. Este libro saca
buen provecho de ambas facetas ya que hace comprensible la obra de un autor
complejo sin renunciar a explicaciones técnicas y sin dejar en el lector la
impresión de que asiste a un mero desfile de imágenes y fechas entre las que se
escapa aquello a que hace mención el subtítulo de la obra, el alma del pintor.
Los
abundantes recuadros informativos ofrecen noticia de las diversas técnicas del
grabado, de los variados movimientos artísticos y culturales del periodo o de
la importancia de figuras como Strindberg en la vida de Munch, acercando al
lector más profano un conocimiento que no le estorbará en su lectura.
Fuensanta Niñirola |
El
texto se inicia con unos capítulos dedicados al ambiente artístico de la última
parte del siglo XIX que tan variados y ricos frutos ofreció en todas las artes
de la época. La difusión de ideas a través de revistas, la importancia de las
tertulias y los círculos literarios, el cosmopolitismo y la ebullición cultural
crearon un magma en el que los movimientos artísticos se sucedían unos a otros
influyéndose recíprocamente con una imparable rapidez.
Algunas
notas que definen esta nueva época son el gusto por lo subjetivo, potenciado
por el avance en el conocimiento de la psique a través de las obras de Freud,
la filosofía de Nietzsche o el renacimiento del esoterismo. Los artistas dejan
en segundo plano el intento por mostrar la realidad (que, por otro lado, ha
comenzado a ser captada por la naciente fotografía) para volcarse en reflejar
el modo en que interpretan dicha realidad, cómo es a sus ojos.
En
el caso de los artistas plásticos, los puntos de diferencia estarán en el
enfoque. Los impresionistas pretenderán reflejar la luz tal y como la perciben
en cada momento y respecto de diversos objetos y formas, la realidad tal y como
se les muestra. Los expresionistas querrán más bien, volcar en la realidad
externa sus sentimientos y pensamientos, extraer la inspiración de dentro hacia
fuera.
Por
otro lado, las técnicas avanzan ofreciendo a los creadores nuevas formas de
expresión o mejorando las existentes. Aguatinta, grabados a buril y litografías
se integran en la obra de los artistas, más allá de lienzos o acuarelas. Munch
experimentará con muchas de estas técnicas, atreviéndose incluso con la
fotografía, otorgándole una intencionalidad artística y experimental que le
adelanta a su tiempo.
Seguidamente,
Niñirola se adentra en la figura de Munch, desde una perspectiva cronológica
dado que, en este caso, las peripecias vitales determinan la evolución de la
obra. Con un criterio puramente personal, he seleccionado tres pinturas representativas
de temas y momentos biográficos clave en la obra del pintor noruego. Creo que
son representativos de lo que un lector puede encontrar en este libro, abriendo
su apetito por profundizar en el resto del texto.
La
niña enferma – (1885-1886)
La
infancia de Munch se ve rodeada, casi sería mejor decir acechada, por la
muerte. Pierde a su madre a los cinco años y a su hermana mayor a los catorce.
Otra hermana, Laura, comienza a presentar síntomas de demencia. Él mismo tiene
una salud precaria que le hace creer que morirá joven por la tuberculosis o que
caerá en la locura. Citando al propio autor, aficionado a dejar testimonio
escrito de sus impresiones, “enfermedad, muerte y locura fueron los ángeles
negros que velaron mi cuna y desde entonces me han perseguido durante toda mi
vida”.
Nada
de esto ocurrirá, pero la presencia apremiante de la muerte y el padecimiento
marcarán toda su vida. Enfermedad y muerte se convierten, desde un inicio, en
temas sobre los que pintará obsesivamente, tal vez como conjuro ante tales
amenazas.
Tras
una estancia en Paris y los Países Bajos, su ambición se dispara y Munch
tratará de encontrar su propia voz. La imagen de su hermana postrada es el
cuadro que mejor refleja esa fuerza creadora que dominará el resto de su vida.
La luz en el rostro de la enferma, la figura hundida y desamparada de la tía, imagen
de la rendición, se combinan con una técnica en la que el artista llegó incluso
a rasgar y atacar la pintura dotándola de una fuerza impactante.
El
Grito – (1893)
Munch
continúa sus viajes por el extranjero asimilando las nuevas corrientes de la
época para consolidar su propia visión de la pintura. Una beca le ha permitido
una larga estancia en Francia, ampliando su confianza. Su exposición en Berlín
es clausurada a los pocos días de la inauguración pero pronto es invitado a Düsseldorf
y Munich comenzando el reconocimiento crítico. Su vida dará la mano a la
bohemia centroeuropea, si bien, necesitará frecuentes escapadas a los paisajes
naturales que le vieron nacer. Vive atrapado en una dicotomía en la que desea
entregarse al modo de vida de otros artistas pero su espíritu no es capaz de
resistirlo cayendo fácilmente en el alcoholismo o en crisis nerviosas.
Munch
es ya un artista maduro, que domina la técnica dejando libertad para plasmar
sus sentimientos más profundos, su desesperanza pero también su amor por la
naturaleza que sabe expresar con magnificencia.
El grito refleja toda esa tensión atenazante,
esa desesperación que apenas puede explicarse racionalmente y que sólo un aullido
casi animal, la pura desesperación de una bestia herida, puede expresar.
Autorretrato
entre el reloj y la cama (1940-1942)
Damos
un salto hasta los últimos años de la vida de Munch. Por el camino hemos dejado
la consolidación y el reconocimiento de un gran artista, su dependencia del
alcohol, sus crisis nerviosas y la recuperación mediante la vuelta a la
Naturaleza. La culminación de El Friso de
la Vida, la decoración para estrenos teatrales de Ibsen o las pinturas para
la Universidad de Oslo, todo ello fundamental tanto en lo artístico como en lo
personal.
Munch
ha sobrevivido a su relación con Tulla, una pasión envenenada que le servirá de
inspiración para muchas obras en las que refleja una visión pesimista del amor.
Su
obra se expone junto a la de los más grandes artistas de su tiempo, pero él se
aísla en el campo, se encierra con sus pinturas y continúa trabajando, dando
especial importancia a grabados y litografías, haciendo instalar en el sótano
de su casa un tórculo.
Munch
pintó innumerables autorretratos pero éste me resulta el más conmovedor. Un
hombre ya anciano, de pie, se muestra casi sin voluntad ante el espectador. Su
espíritu parece haberle abandonado por la puerta abierta tras de sí que deja
ver el estudio del pintor, verdadero depósito de su alma. A la izquierda, un
reloj de pared, símbolo del tiempo que implacable corre para todos. Pero un
detalle importante: este reloj no tiene manillas; para Munch, la hora ya se ha
cumplido.
Y,
en efecto, a su derecha, una cama le aguarda paciente. Esa cama que tantas
veces ha representado en sus cuadros sobre enfermos y moribundos y que ahora le
acogerá también a él.
Tres
capítulos hermosos de una obra que queda expuesta a nuestros ojos en este libro
editado por Ártica y que invita a la
relectura (al menos, ese ha sido mi caso) porque, como señala la autora,
normalmente admiramos la obra de un artista y queremos conocer detalles de su vida. Pero, conociendo
detalles de su vida, queremos volver a ver su obra y cerrar el círculo.
Como
despedida y cierre, tomemos una de las imágenes que mejor pueden definir a
Munch. Un hombre maduro, bien vestido, rodeado de sus cuadros, sus “niños”, de
los que tanto le costaba desprenderse y sin los que se encontraba incómodo e
inseguro, que posa de perfil, como en un retrato renacentista, y que mira a lo
lejos, tan a lo lejos, que su mirada apenas nos habló de otra cosa que no fueran
sus temores y pasiones internas.