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6 de junio de 2023

Los Terranautas (T. C. Boyle)



 

En 1994, en el desierto de Arizona, un millonario visionario, Jeremiah Reed, financia la construcción de una superestructura denominada Ecosphere 2, para replicar de algún modo la vida en la Tierra. Se trata de crear un entorno biológico lo más completo posible y estudiar cómo evoluciona la vida, qué especies son compatibles entre sí, cuáles pueden evolucionar de un modo diferente, qué nivel de oxígeno pueden tolerar los arrecifes, ... pero, por encima de todo, la mayor de las especies, el hombre, cómo se relaciona con sus congéneres, cómo se ven afectados en sus hábitos sociales, mentales o físicos por la reclusión y la continua exposición de su intimidad.

 

A nadie se le escapa que todos estos estudios pueden aportar información muy relevante, por ello, las personas escogidas para entrar, son científicos capaces de estudiar, investigar y rentabilizar de algún modo la inversión. Sin embargo, el objetivo último es tratar de obtener información para una posible vida más allá de la Tierra, es el comienzo de una nueva era, la semilla de la vida extraterrestre en previsión de un desastre nuclear, climático, de un asteroide desorientado, de una tormenta solar.

 

Los Terranautas (Ed. Impedimenta, con traducción de Ce Santiago) nos cuenta la historia de la Ecosphere 2, la segunda tanda del experimento tras un final algo abrupto de la primera ronda. Y comenzamos por el mismísimo día en que la junta directiva hace la selección de los ocho elegidos, cuatro hombres, cuatro mujeres, para encerrarse en ese pequeño mundo a medida durante dos años. Dos de ellos nos contarán la historia desde dentro, una de las excluidas nos dará su visión desde el exterior.

 

Dawn Chapman es una rubia joven, atractiva, cuya misión es encargarse de la agricultura en la Ecosphere. Aunque deja un novio fuera, pronto comienza a sentir atracción por un compañero, otro galán que parece jugar a todas las bandas, una persona, que como tantas otras en la vida, parecen hacer depender su autoestima del efecto que causan en otros. Ramsay Roothoorp es ese otro joven atractivo, seguro de sí mismo, que, en ocasiones, da la impresión de considerar la Ecosphere como un coto cerrado en el que sus víctimas no pueden escapar, donde antes o después, pondrá sus ojos en sus cuatro compañeras.

 

 

 

Pero el contrapunto ideal es Linda Ryu, una joven de origen oriental que en la fase previa a la entrada, realiza las mismas funciones que Dawn y que, por tanto, sabe que si ella es elegida, Dawn será excluida, y viceversa.  De ahí que la noticia de la selección de Dawn creará una brecha insalvable entre Ambas. Judy quedará relegada a la Misión de Control, los encargados de monitorizar todos los aspectos de la vida dentro de la Ecosphera. Desde ahí nos ofrecerá una visión, mezcla de sus sentimientos encontrados, de su objetividad, pero siempre afilados y algo crueles.

 

 

Porque ésta es la estructura de la novela. Los capítulos se nombran en función de cada uno de estos tres protagonistas y en ellos nos ofrecen su particular narración y visión de lo que acontece. Y así, el lector ha de hacerse con la idea real de lo que ocurre ahí dentro sobre la base de estas tres visiones parciales. Y es una perspectiva interesante. Cada uno interpreta los hechos de una manera, cada personaje ofrecerá su particular versión, y de ahí debe extraerse una verdad más o menos objetiva, un ejercicio que presupone la complicidad del lector, su implicación en el proceso.

 

Pero poco de esto ocurre. Sorprendentemente, T. C. Boyle, dotado magistralmente para un lenguaje abigarrado, barroco, lleno de humor y energía, de riqueza apabullante, en esta ocasión, en boca de sus personajes, se torna rutinario, sin matices, tedioso en ocasiones, irrelevante en otras. Triplicar la voz narrativa no sirve para enriquecer la obra ya que uno apenas puede distinguir si el capítulo que lee corresponde a Dawn, Ramsay o Judy por su modo de hablar, su pensamiento. De este modo, la complicidad que decía que debía presumirse en el lector, se desvanece poco a poco en el desencanto de tener que leer por triplicado anécdotas que poco aportan a una tesis de conjunto que tampoco termina de tenerse muy a la vista.

 

Si T. C. Boyle quería escribir una fábula con tintes futuristas, no lo logra al desviar pronto la trama a la relación y conexión entre los personajes, especialmente dentro de la Ecosphere 2. Si lo que pretendía era tratar precisamente cómo nos relacionamos y evolucionamos en una vida conjunta forzada y artificial, qué dinámicas se crean en esos entornos, al modo de El Señor de las moscas, referencia explicitada en el propio texto, tampoco logra su objetivo y los personajes parecen más bien presa del síndrome de Gran Hermano y su zafiedad insulsa. El posible juego que la Misión de Control podía ofrecer a modo de dioses del pequeño grupo encerrado en la estructura no es más que esbozado, tampoco la posible ideología del millonario excéntrico ofrece juego a la historia. Los personajes no logran generar empatía, la trama no avanza sino a golpe de ocurrencias que parecen traídas más por el azar que por un plan preconcebido. En suma, una pequeña decepción, tal vez agravada por la extensión excesiva de la novela.   

 

En algún lugar he leído que la fecha de su publicación en España (2019) venía de perlas con el momento que se vivía, los confinamientos pandémicos. Sin embargo, afortunadamente, poco tiene que ver la realidad vivida con lo aquí fabulado. Sin duda, una referencia más comercial que real. Confiemos en que el talento de T. C. Boyle vuelva a reencontrarse consigo mismo, con su verdadero estilo y su buen saber hacer.



 

29 de enero de 2022

Las aventuras de Huckleberry Finn (Mark Twain)

 


 

Releer es uno de los mayores placeres. A diferencia de lo que muchos puedan pensar, volver a pasar por páginas ya conocidas, poder anticipar lo que va a ocurrir, conocer el final, no resta un ápice de interés a la lectura, sino que nos libera de esa incertidumbre de quien va abriendo caminos, aventurando hipótesis sobre el curso futuro de la trama que luego resultarán mayoritariamente erradas, todos sabemos que un autor es un pérfido urdidor de trampantojos. Todo lo contrario, liberados de esa inocencia, conociendo los trucos argumentales, familiarizados con la historia, con el juego de los personajes, podemos concentrarnos en la esencia de la novela, regodearnos en su ritmo y estilo, en sus pistas falsas sin temor a confundirnos. Por ello, insisto, releer es uno de los mayores placeres.


En esta ocasión, le ha tocado el turno a Las aventuras de Huckleberry Finn de Mark Twain, en la edición de Anaya con traducción de Antonio Ferres. Y recuerdo aún la primera vez que leí este libro, en una edición distinta, algo menos cuidada y cuyas páginas quedaron despanzurradas antes de que acabara la lectura, pero de la que disfruté enormemente. Por alguna razón, el libro previo, Las aventuras de Tom Sawyer, me había resultado algo tedioso, cosas de la edad, así que no me atreví con esta supuesta secuela hasta entrados largamente mis veinte. Y como digo, la frescura del libro, su tratamiento deshinibido de temas como la esclavitud, la brutalidad del mundo adulto o la franqueza del lenguaje de los protagonistas, me sorprendieron.


Y es ahora, al volver sobre la obra, cuando me siento más capaz de reconocer la fuerza vital que recorre sus páginas, la veracidad que emerge de sus personajes y la locura salvaje que habita en sus, a veces, laberínticos y enloquecidos enredos. Es en esta segunda lectura cuando puedo disfrutar sin distracciones del endiablado ritmo que tiene, en especial, el comienzo de la obra, con sus breves oraciones, sus descripciones mínimas para definir a cada personaje en boca de Huck o la certeza de que cada frase aporta una idea concreta, útil para el avance y desarrollo del argumento, ajenas totalmente a la retórica tan propia de autores contemporáneos de Mark Twain.


Porque, sin duda, ésta es la obra maestra de su autor, como él mismo reconocía, su mayor y mejor logro. En sus páginas, como ocurre en todas las grandes obras, mezcla sus propias experiencias como piloto de vapores por el Mississippi lo, con su fértil imaginación y sus opiniones críticas sobre la vida en el Sur en los tiempos previos a la Guerra de Secesión, la mojigatería religiosa de la época, o los vicios e iniquidades del mundo regido por los adultos.


Huckleberry es un mozo que se ha enriquecido al descubrir un tesoro, según se cuenta en Las aventuras de Tom Sawyer, y al no tener un padre decente que pueda hacerse cargo de su educación y tutela, el dinero es consignado bajo la vigilancia del juez local mientras que Huck es entregado a una viuda para su cuidado y educación. En este ambiente opresor Huck quiere morir. Hasta ese momento su vida ha discurrido libre de ataduras sociales, como un seminómada, mal vestido y peor educado, está acostumbrado a la libertad como pocos y se resistirá a todo esfuerzo de domesticación. Por eso, no es de extrañar que termine por huir, también atemorizado por su padre, que sigue rondando por su vida, amenazándole si no le entrega todo el dinero para gastarlo en una continua borrachera.


Huck huye y en su escapada se encuentra con Jim, esclavo de su anciana cuidadora que también ha dejado la casa al conocer que iba a ser vendido para servir en una plantación del Sur más profundo, con un régimen de vida brutal, sometido a un trabajo extenuante y continuos castigos físicos. Sus aventuras por el gran río forman el armazón de la novela y forjan un dúo protagonista parejo en algunos aspectos a otros dúos famosos de la literatura como don Quijote y Sancho Panza. En otros aspectos se asemeja a Los papeles póstumos del Club Pickwick al consistir parte del argumento en cuanto surge alrededor del camino de los dos protagonistas, poniendo de manifiesto la ruindad y bajeza de muchos de los compañeros de viaje que deben hacer a su pesar o de los violentos vecinos de los pueblos a orillas del río.  

 


 

La obra fue publicada en 1884 aunque está ambientada en un tiempo anterior a la Guerra de Secesión americana de 1861. En el momento de su publicación, recibió notables críticas por la rudeza de su lenguaje, uno de los rasgos del libro que más enorgullecía a Mark Twain, así como por el retrato que se hacía del fugitivo Jim, un negro mejor que la mayoría de blancos con los que se topan, más noble y cabal, el mejor compañero de viaje para Huck que se pudiera buscar. Pero el libro no es una obra maniquea, Huck se debate entre la solidaridad con Jim a quien le debe parte del éxito de su huida, y su convencimiento moral de que su deber es denunciarlo como fugitivo y entregarle a cualquier hombre blanco. También le vemos luchando contra su propio racismo, sorprendiéndose de la hondura de los sentimientos de un negro. Por tanto, la obra también puede ser vista como la narración del proceso por el que Huckleberry asume la igualdad moral entre blancos y negros como una dura conquista a la que tarda en llegar y solo lo hace tras la larga convivencia con Jim y las innumerables pruebas de lealtad y rectitud moral que éste le pone de manifiesto.


Pero, todo esto que causó escándalo en su época por atentar contra los convencimientos íntimos del americano medio recién salido del trauma de la guerra civil, es lo que también causa rechazo en nuestros días por atentar contra otro tipo de mojigatería que ha impuesto su censura contra Las aventuras de Huckleberry Finn, no considerándolo apropiado para promover su lectura en los centros educativos estadounidenses, privando así a sus jóvenes de la posibilidad de entender mejor su país, sus contradicciones y su proceso de  construcción y, por encima de todo, reduciéndoles a la estúpida condición de seres incapaces de entender e interpretar una obra, mejor que lo haga el Gran Hermano por todos nosotros.


Creo que cualquier lector que llegue al final de la novela, al capítulo en el que se describe el sueño que tiene Huck sobre el futuro que aguarda a Jim, creerá ver la génesis del discurso del Doctor King y no tendrá dudas de cuál es la verdadera naturaleza moral de este libro y de cuáles son sus méritos en este controvertido aspecto. Pero en lo que aquí respecta, esto es, en cuanto a su calidad literaria, su capacidad para emocionar, para construir un relato verídico y ameno, no se tenga ninguna duda. Este libro, junto a otros cuantos precursores, abre esa corriente de realismo americano que tanto ha influido en la literatura universal del siglo pasado y que aún extiende su poderosa influencia. Solo por eso deberíamos desempolvar nuestros ejemplares infantiles de la obra, darles vida nuevamente para recibir más de lo que esperamos y restituirlos al lugar verdadero que merecen.

 

 

 

26 de octubre de 2014

Una temporada para silbar (Ivan Doig)





En nuestros días se debate la conveniencia (o no) de una educación separada por sexos, por capacidad individual, incluso por religión u origen cultural/racial. El objetivo pretende ser una enseñanza adaptada a cada niño, rehuyendo una instrucción idéntica para quienes no lo son. Por supuesto, esto no impide que las posiciones de partida sean ideológicas y el debate discurra en busca de un respaldo con apariencia objetiva para cada postura.

Pero olvidamos que durante muchos años y en muchos lugares, no hasta hace demasiado tiempo también en gran parte de España, la escuela unitaria era la prevalente. Una escuela en la que un único maestro dividía su tiempo y atención entre alumnos que aprendían las primeras letras y alumnos que practicaban los rudimentos de la trigonometría. Poco espacio y tiempo tenía este maestro para discernir sobre el modelo educativo a seguir.

Es precisamente éste el escenario en el que se desarrolla Una temporada para silbar (Ed. Libros del Asteroide,2011, traducción de Juan Tafur). Una escuela unitaria de comienzos del siglo XX en un recóndito asentamiento de Montana al que han llegado recientemente colonos atraídos por promesas de un mejor destino que el tiempo está revelando como excesivas en el mejor de los casos.

A esta escuela asisten los tres hermanos Milliron. Su madre falleció hace casi un año y Oliver, su padre, renunciando a su empeño por sacar adelante a la familia con sus solas fuerzas, acaba de contratar los servicios de un ama de llaves procedente de de Chicago, Rose Llewellyn, a través de un anuncio en un periódico. .

Rose es una mujer muy peculiar. Su energía es inagotable y pronto pone orden en el caos de la casa de Marias Coulee. Su garbo y energía no solo devolverán el esplendor a los suelos y cortinas de la vivienda sino que alegrará la vida de los cuatro hombres que la habitan cohesionando a la familia y ganándose la confianza y aprecio de todos.

Pero toda cara tiene su cruz y ésta lleva por nombre Morris, el hermano de Rose, que ha llegado junto a ella sin oficio conocido más allá de una remota referencia a un negocio familiar de guantes. Su atildamiento, vocabulario, vestuario y el modo teórico en que afronta los problemas prácticos parecen lo menos apropiado para el rudo entorno de un poblado de pioneros.

La oportunidad para desarrollar su verdadera vocación llegará cuando la maestra titular de la escuela se fugue con un predicador y él ocupe la vacante a falta de otro candidato mejor que supla el repentino vacío.

Es en este momento cuando la novela alcanza el nudo que desarrollará en las sucesivas páginas, el proceso formativo de los jóvenes, en especial de Paul Milliron, el mayor, espoleados por los métodos heterodoxos de Morris.

Diversos acontecimientos irán marcando la vida en la pequeña escuela. Los conflictos entre los alumnos, las riñas infantiles y las agresiones más peligrosas rivalizarán con la siempre presente amenaza de algún padre poco proclive al sistema educativo o la más imprecisa amenaza de la visita del inspector.


Este último punto no deja de ser relevante toda vez que Paul Milliron terminará ocupando el puesto de supervisor de educación de Montana. Será en el ejercicio de su función cuando, muchos años después, regrese por Marias Coulee y rememore lo vivido en aquel tiempo unido por siempre al silbido alegre de Rose y al talento docente de Morris.

Narrada en primera persona, Paul evocará con un deje melancólico la felicidad de aquellos días sin perder por ello la perspectiva ni evitar los numerosos puntos negros que marcan, igual que los luminosos, el proceso de maduración que inevitablemente llega a todo niño.

Una temporada para silbar es una hermosa narración que se mueve entre lo poético y lo rudo. Una novela de iniciación, de pioneros y tiempos heroicos dulcificados por el apoyo familiar y la fuerte solidaridad de una comunidad cohesionada en torno a la escuela, único referente y vínculo entre los colonos y por la que dejan a un lado las rencillas propias de granjeros.

Los personajes de la novela son, sin duda, el mayor de sus atractivos. Acompañamos a Paul en su proceso de formación y crecimiento, pero también nos identificamos con su padre, Oliver, en su esfuerzo por asegurar un mejor futuro para sus hijos mediante su esfuerzo y, fundamente, su ejemplo. Admiramos la habilidad de Morris para la docencia y el modo en que los pequeños compañeros de los Milliron compiten, luchan y se apoyan al modo que sus padres lo hacen a otro nivel.


 Ciertamente casi todos los personajes son tratados con cariño y respeto por el autor que nos los presenta bondadosos y rectos, o si torcidos, nos muestra los motivos que traerán nuestro perdón o consideración. Pero, ¿qué es lo que les aleja de la manida falta de matices tan característica de los personajes de toda mala novela? Sin duda, el talento de Ivan Doig que sabe pasear a sus nobles personajes por paisajes desolados, tanto física como moralmente. No les evita duras pruebas a través de las que deja adivinar el tejido contradictorio del que están hechos y la lucha que les impulsa a mejorar y superarse.

Una temporada para silbar es una novela amable, sí, pero no blanda, no fácil o falsa, es una novela con mayúsculas, expresión de un talento natural para la narración equilibrada. Pocos habrían logrado idéntico resultado con los mismos elementos.

Pasar por alto la oportunidad de leer esta novela privará al lector de una visión única sobre un modo de entender la literatura al que desgraciadamente nos estamos desacostumbrando con suma facilidad. Y no será por oportunidades como ésta. 


14 de septiembre de 2014

El Teatro de Sabbath (Philip Roth)




Sabbath acaba de cumplir 65 años y su vida parece tomar una cuesta abajo sin que se atisbe el final. No se trata de que la artrosis le haya alejado hace ya años de su teatro de títeres, inutilizando sus manos, su única herramienta de trabajo imprescindible. Se trata más bien de que todo lo que le rodea se derrumba.

Hace tan solo unas semanas que ha muerto Drenka, su amante eslava, la única capaz de seguir y aún exacerbar su sexualidad desbocada. Un alma gemela a quien sirve de faro y guía en los Estados Unidos, a donde llegó dejando atrás un convulso pasado y donde regenta un hotel próximo a la casa de Sabbath, junto a su marido y su hijo, agente de la policía local.

Pero también se trata de que Kathy una joven estudiante de la universidad local ha extraviado unas cintas en las que grababa las conversaciones telefónicas que mantenía con Sabbath, un arte de la obscenidad y la decadencia al que Sabbath se aplica con inusitado entusiasmo. La emisión radiofónica de parte de este material en un programa local a cargo de una feminista furibunda le lleva al ostracismo social y a la definitiva ruptura con Roseanna, su esposa, a la que solo se mantenía unido por el necesario sustento económico. Pero este final era previsible. Roseanna culpa a Sabbath de su alcoholismo y ahora que lucha por librarse de esta enfermedad con el apoyo de un grupo de alcohólicos anónimos va enlazando las causas que cree que le llevaron a este vicio y todas apuntan a su marido. Al menos, así parece hacérselo ver la directora del grupo, principal impulsora de la idea de expulsar a Sabbath de su casa y romper así el matrimonio ya maltrecho.

Y el mismo día en que es expulsado de su hogar, Sabbath ha conocido que un antiguo amigo del pasado, Linc se ha suicidado y va a ser enterrado en Nueva York. Hacia allí escapa para refugiarse en la casa de otro compañero de fatigas de esos mejores tiempos, Norman, un exitoso abogado al que conoció cuando comenzó a trabajar de titiritero en los años cincuenta en las calles de Nueva York donde protagonizó su primer escándalo: Haciendo teatro tras una cortina con los dedos de una mano (sin títere alguno), se dedica con los de la otra a desatar la blusa y el sujetador de una joven a la que atrae hasta el improvisado escenario. Cuando sus dedos se deleitan acariciando el pezón, el espectáculo es interrumpido por un policía y todos acaban ante el juez. La comunidad intelectual arma un pequeño revuelo convirtiendo al libidinoso Sabbath en un artista por encima de convenciones y límites morales, la comedia del arte y la vida. Así conoce a Linc y a Norman. Pero también a Nikki, su primera esposa, una joven de delicada sensibilidad que se convierte en la actriz principal de la compañía que funda el propio Sabbath. Pero el equilibrio pronto se quiebra y Nikki desaparece sin que nunca nadie sepa dar paradero de ella.


Vamos siguiendo los pasos de Sabbath en ese remontar el torrente de la memoria para recuperar los hechos esenciales en una narración en la que el pasado y el presente se congenian explicándose recíprocamente y trabando una relación de la que apenas podemos distinguir quién es realmente Sabbath. Y así, asistiremos al último proceso de degradación de Sabbath, mendigando por las calles de Nueva York, siendo expulsado de la casa de Norman, negociando la compra de un pedazo de tierra en el cementerio judío en el que esta enterrada su familia y, en última instancia, buscando la muerte que le libere de una vivencia plena pero atormentada que cree ya llegada a su fin. Pero el fin no siempre está donde se le espera o, simplemente, no está aún a la vista para desespero del desesperado.

El teatro de Sabbath a que hace referencia el título de la obra, bien puede dar cuenta del hecho de que para el protagonista, gobernado por un egocentrismo hedonista sin límite, todo el que le rodea es un mero objeto del que sacar partido, de quien valerse para lograr los propios fines. Pero esta idea nos hace perder de vista el hecho de que Sabbath es, al tiempo, un ser doliente que lucha por escapar de un pasado que el fantasma de su madre muerta impide borrar. Así, el propio Sabbath se convierte en marioneta de unas fuerzas mayores que le dominan y sólo logra expresarse a través de la provocación y el dolor que causa a su alrededor.

¿Maneja Sabbath los hilos de sus marionetas o es manejado como un  títere? Ésta es la pregunta a la que antes o después el lector deberá dar respuesta mientras avanza en las páginas de esta obra contradictoria y monumental en su empeño por dar cuenta de las pulsiones más brutales de los hombres.

Más allá del propio Sabbath, podemos trasladar la interrogante a nosotros mismos y, sin duda, somos títeres y titiriteros a partes iguales. La pregunta que nos quedará por responder es si, a diferencia de Sabbath podemos aspirar a una salvación, a la remisión de una culpa original que se esconde en su pasado y que poco a poco se va desvelando en las páginas de la novela de una manera conmovedora. Porque comprender a Sabbath no es justificarlo o aplaudirlo, es entender tan solo el complejo mecanismo de acción y reacción que todos guardamos en nuestro interior y que manejamos con mejor o peor fortuna.

El teatro de Sabbath es, sin ningún género de dudas, la obra más compleja de Philip Roth, tanto en ambición temática como respecto al curso de la trama, en el que las escenas del pasado del protagonista se van completando entremezcladas con su presente lastimoso. El modo en que trata a un protagonista tan poco atractivo, que roza la repulsión, es propio de un maestro que sabe mantener la tensión no a través del argumento, sino del juego de ir mostrando los matices que toda personalidad guarda, poco a poco, sin mayor prisa y en la que la voz de Sabbath se combina con la del resto de personajes para crear un verdadero coro, al modo de las tragedias griegas en el que al unísono se nos ofrece la imagen de Sabbath, el excesivo, el lúbrico y lascivo, el herido y amenazado.


 En una obra tan compleja, la labor del traductor (Jordi Fibla) merece especial reconocimiento al ser capaz de trasladar el lenguaje del sátiro y, sin tregua, el más íntimo del amante abandonado, sin romper la convicción del lector de que quien habla es la misma persona.  

Esa persona es Mickey Sabbath, un loco que llora frente al Océano envuelto en la bandera que cubrió el ataúd de su hermano, fallecido en misión de combate a bordo de un B-25 en algún lugar del Pacífico a finales de la Segunda Guerra Mundial, mientras trata de encontrar y nombrar todo aquello que perdió, lo que se fue para no volver, al tiempo que hace recuento de lo que ha rellenado ese terrible vacio que por fin nos es mostrado. Acompañar al viejo titiritero en su viaje es un empeño arduo pero que, como cualquier otro peregrinaje, encierra sorpresas y alegrías a las que ningún  lector debería renunciar.


30 de marzo de 2014

Los hermanos Sisters (Patrick deWitt)



Los hermanos Sisters (Editorial Anagrama 2013) es el título de la primera novela propiamente dicha de Patrick deWitt, un autor canadiense afincado en Oregón y que ha logrado un amplio reconocimiento con esta obra que ha recibido notables premios y sugerentes recomendaciones.

El núcleo de la historia es de fácil resumen. Dos hermanos, pistoleros a sueldo del “comodoro”, reciben el encargo de partir de Oregón y dirigirse a California para castigar a Hermann Kermit, un pequeño estafador que engañó al financiero mafioso que ahora clama venganza, al tiempo que pretende hacerse con el supuesto secreto para la obtención de oro que el susodicho Kermit asegura haber descubierto. Para ello, ha enviado por anticipado a un investigador –Henry Morris- para que localice al chiflado buscador de oro y facilitar así el trabajo de los mercenarios. .

Pero nada es lo que parece en este libro, como ya presagia su título. Los hermanos “hermanas” son una extraña pareja que ya ha llevado a cabo varios encargos para el comodoro, es decir, matar a quienes se cruzan en su camino.

Charlie y Eli Sisters se acercan al tópico de pistolero tanto como se alejan del mismo. Charlie, el hermano mayor, comenzó su carrera criminal asesinando a su padre por el maltrato continuo a que sometía a toda la familia. La violencia le enciende y el único modo de controlar su furia es generar más violencia. Eli, el menor, ocupa un aparente segundo lugar y el origen de su crueldad está en el hecho de ver a su hermano alterado. Ambos matan para protegerse mutuamente y así se retroalimentan convirtiéndose en un perfecto equipo asesino, afamado en todo el Oeste.

Pero rascando en la superficie, no todo es armonía en la familia. Eli, en su papel de segundón nunca declarado, no parece llevar bien que el comodoro haya encargado esta misión directamente a su hermano y no a ambos, agrandando aún más el ego de Charlie. Una semilla cae en terreno fértil y las primeras dudas le asaltan. Montando un peor caballo, sin rango reconocido, más gordo y menos atractivo que su hermano, no es la envidia lo que surge en su ánimo sino una pregunta insidiosa. ¿Por qué hacer este trabajo?¿Por qué matar para otros hasta que nos maten? ¿Qué sentido y dirección tienen nuestras vidas?¿Qué hemos dejado atrás en estos años de fuego y furia?

Un viaje largo es propicio para dar vueltas a fuego lento a todos estos interrogantes. Estamos en la fiebre del oro y, en su cabalgar, los hermanos Sisters se cruzan con algunos viajeros que siguen su mismo camino en busca de la aventura, con otros que sin haber llegado a su destino ya han sabido del alto precio que se paga por la ambición y con otros que retornan de esa arcadia áurea y que no parecen dar testimonio de riqueza y fortuna.

No en vano estamos en la mitad del siglo XIX y los descubrimientos de numerosos yacimientos en California han desatado la primera fiebre del oro en la historia de los Estados Unidos que lleva a esta tierra, aún ignota y salvaje, a miles de miles de peligrosos sinvergüenzas, ávidos del oro que esconden los ríos o, en muchos casos, de las pepitas que otros han conseguido reunir a costa de salud y miserias.

Pero los hermanos son fríos ante la tentación. Tienen un trabajo entre manos y deben cumplirlo. Nada les desvía de su tarea… o sí. Haciendo noche en un oscuro poblado, se ven envueltos en una trifulca que les lleva casi a la muerte a manos del cacique local a quien, sin embargo, logran engañar y robarle toda su fortuna que esconderán cuidadosamente para recuperarla en su viaje de regreso.


Llegados a su destino, asistimos al nacimiento de San Francisco como meca de los buscadores de oro. Un lugar envuelto en pobreza pero que mima el mito del oro con restaurantes que ofrecen sus platos por verdaderas fortunas para regocijo de los pocos exploradores que regresan de los bosques con la bolsa repleta de pepitas.

Para su sorpresa, los hermanos Sisters descubren que Morris se ha pasado al enemigo huyendo con Kermit a lo alto de la sierra para poner en práctica su procedimiento secreto para vaciar de oro el curso de los ríos.

Éste es el verdadero punto de inflexión de la novela, el momento en el que las preguntas que Eli ha ido macerando durante todo el viaje comienzan a tornarse en respuestas. Todo lo que ha aprendido de quienes se cruzan en su camino y el modo en que evoluciona su relación con Charlie, confluye en una nueva personalidad que pugnará por ganarse a su hermano en un loco plan para dejar su vida de sicarios. Dejemos al lector que averigüe si lo logra y adónde les llevan las decisiones que cada uno debe tomar.


DeWitt tiene la sabiduría de dejar que la voz narrativa sea la de Eli, que su reflexión sea la que impulse el relato y que sea a través suyo como conozcamos a Charlie. Pese a que el argumento podría llevarnos a pensar que estamos ante una obra de acción, con intriga y violencia, lo cierto es que, gracias al regordete Eli, nos enfrentamos a una novela que combina el género aventurero con la introspección de su narrador en una combinación difícil pero que el autor sabe hacer creíble.

El hecho de que los protagonistas sean hermanos añade una mayor profundidad a la relación entre ambos y el modo en que se enfrentan sin llegar a la ruptura total, la sangre manda.

El libro se estructura en breves capítulos, bien para dar entrada a diversos personajes efímeros, bien para agilizar la acción que discurre rápida y fluida. Merece también destacar la labor de traducción a cargo de Mauricio Bach.

Lo cierto es que el parecido con obras como Los papeles póstumos del Club Pickwick o incluso el Quijote parece innegable. De hecho, la silueta de un Eli gordito, con aires filosóficos, siguiendo a su espigado hermano, resultará notablemente familiar para cualquier lector dispuesto a confundir las llanuras manchegas con los polvorientos caminos del Oeste.
 
El autor juega conscientemente esta baza y traza paralelismos con el género de aventuras viajeras, con los múltiples encuentros con personajes estrambóticos combinada con una reflexión, en este caso, algo liviana.

El lector de Los hermanos Sisters descubrirá una novela que revisita escenarios míticos del cine actualizando su paisaje físico y humano y mucho más. Entretenimiento no reñido con calidad, cruce de géneros sin resultar una extraña amalgama y, por encima de todo, una entrañable historia sobre cómo nos influimos recíprocamente y cómo los sueños pueden hacerse realidad con empeño y tesón, incluso cuando uno sea un fuera de la ley.


6 de agosto de 2013

A propósito de Abbott (Chris Bachelder)


Abbott es un profesor universitario que, tras el final del curso escolar, afronta el periodo vacacional con la poca excitante perspectiva de encerrarse en su casa acompañando a su mujer, embarazada de seis meses y con problemas para conciliar el sueño, y a su hija de dos años.



A partir de estos hechos básicos tenemos cerca de trescientas páginas en las que asistimos a las peripecias de Abbott, a su notable incomodidad con la situación creada y a su incapacidad de conducirse como lo haría cualquier otro.



La edición española de A propósito de Abbott, a cargo de Libros del Asteroide con traducción de Ismael Attrache, nos anticipa “una desternillante historia sobre las pequeñas desventuras, agobios y alegrías de los que está hecha la paternidad”.



Pero, si he de ser totalmente sincero, no creo que a lo que asistamos en esta novela sea a una sucesión de escenas desternillantes. Me explico. El libro se compone de una serie de escenas, la mayoría de apenas dos o tres páginas, en las que vemos a Abbott en acción, mejor dicho, en reflexión, porque si algo caracteriza a Abbott es su total inutilidad práctica. No es que estemos ante un profesor chalado, abstraído en sus elevadas teorías y que no sabe cambiar una bombilla. Más bien, se trata de que el protagonista apenas es capaz de avanzar un paso en cualquier dirección sin plantearse infinidad de preguntas, cada una de ellas más irrelevante y liosa que la anterior.

Abbott observa el mundo que le rodea como lo haría un marciano venido a este planeta con el fin de pasar unos pocos meses y regresar a su planeta puntualmente para rendir cuenta de sus observaciones y, seguidamente, cachondearse de lo extraños que resultan los terrícolas. Pero he aquí, que el verdadero Abbott alienígena se preguntaría para sus adentros de qué se ríe tan alto.

Volvamos al planeta Tierra. Abbott pasea junto a su hija y juega con ella a tirar pequeñas piedras por una alcantarilla de su urbanización, esperando oír el ruido del agua. Abbott no es el padre que enseña a jugar a su hija, realmente juega con ella y se sorprende no menos que ella de lo que ocurre.




Abbott queda tremendamente sorprendido cuando descubre que los tomates frescos que come no son del supermercado sino que su mujer los compra a un particular que los cultiva y vende en su propia casa, no muy lejos de la suya. Confundido por no haber sido informado, ofendido por no haber sido consultado pero, ante todo, agobiado por el hecho de no haber caído en el detalle de que su mujer tiene vida propia cuando no está junto a ella.


Llegados a este punto es preciso formular la inevitable pregunta: ¿qué le pasa realmente a este tipo? Puede parecernos odioso, estúpido en innumerables ocasiones e incomprensible en todo momento. Pero Abbott no es un insensible egomaníaco incapaz de sentir o padecer. Se esfuerza de verdad. Le vemos tratando de limpiar toda la casa sólo porque sabe que cuando su mujer se levante y vea el trabajo hecho se alegrará y sentirá que puede confiar en él, lo que ya es más de lo que él puede esperar de sí mismo. Trata de compartir momentos de calidad con su hija y juega a hacer collares con cuentas, la lleva a la tienda de mascotas o planea una excursión campestre que termina a pocos metros de su casa demostrándole que todos sus planes tienen una tendencia inexorable a frustrarse.



La clave final de ese difícil equilibrio la explicita el narrador (aun más frio y distante que el propio Abbott a la vista del siguiente comentario): “Las dos proposiciones siguientes son ciertas: (a) Si tuviera la ocasión, Abbott no cambiaría ni uno de los elementos fundamentales de su vida, pero (b) Abbott no soporta su vida.”

El embarazo de su mujer no tiene nada que ver con la situación de Abbott. El ejercicio de la paternidad con su pequeña hija tampoco parece ser el problema. Ni siquiera la multitud de incidentes domésticos que pueblan la novela. Uno sospecha que Abbott era, es y será siempre Abbott, ese entrañable personaje con el que podemos identificarnos en la medida en que expresa su extrañeza por todo aquello que los demás dan por sentado, que es capaz de formular la pregunta equivocada en el peor momento.



Y no deja de ser un mérito innegable del autor el haber soslayado el peligro de haber explotado los aspectos más cómicos del personaje potenciando la gran riqueza de matices con que ha sabido dotar al protagonista.



Para ello recurre a golpes magistrales, como el capítulo en el que un fontanero describe a su mujer la tarde que ha pasado en casa de Abbott tratando de arreglar unas cañerías atascadas. En la convencional conversación de este hombre desaparece todo aquello que puede quedar de dignidad en Abbott. Su preciso retrato de un hombre patético ante el que no sabe cómo reaccionar es el punto culminante, la visión de un extraño que se asoma al microcosmos Abbott y que describe a la perfección lo que intuimos. Pero pese a ello, el protagonista sale reforzado, no hay nada que le reste dignidad a su denodado intento de salir adelante a pesar de todo, de comprometerse con su familia, de soñar con conferencias magistrales en Europa que nunca tendrán lugar o con el callado silencio admirativo de sus colegas de la universidad, aún más improbable.



Precisamente es esta dualidad y el modo en que el autor, Chris Bachelder, juega con ella lo que convierte a esta novela en algo que va más allá de una simple colección de anécdotas jocosas, en una reflexión sobre la vida que llevamos y el modo en que cada uno la enfrenta e interpreta para sí mismo.



A propósito de Abbott puede no ser la cómica promesa que asegura la editorial, porque es mucho más. Junto a escenas realmente desternillantes asoma siempre la sombra de la reflexión, lo que da al relato una viveza y una profundidad que pocas veces saben conjugarse como en esta ocasión. Leerlo no nos hará más sabios, pero sí más comprensivos, más reacios al juicio del fontanero y, por tanto, mejores personas. ¡¡Si Abbott supiera!!

12 de mayo de 2013

Martin Dressler. Historia de un soñador americano (Steven Millhauser)



Hay naciones cuya mitología evoca un destino trágico, casi maldito. Otras que parecen definirse exclusivamente en relación a terceros –reales o imaginarios- en términos de honor y gloria. Muy pocas ofrecen una mitología autónoma, que no mire hacia “el otro”. El ejemplo más relevante, tal vez el único que conozco o recuerdo, es el de los Estados Unidos. Haciendo gala de un optimismo y una inmodestia proverbial, recurren a la imagen de la tierra de promisión, del país de las oportunidades, todo lo que se encierra bajo la idea de “el sueño americano”.

Todos los que no vivimos en los Estados Unidos sabemos que esa metáfora sólo sirve para disfrazar la realidad de unos pocos logrando medrar frente a una inmensa mayoría que vive en el anhelo de poder llegar a medrar. Que sólo un grupo, los blancos anglosajones protestantes (WASP), parecen tener todas las puertas abiertas y que el resto de ejemplos exitosos, de irlandeses hechos a sí mismos, latinos con fortuna o negros deportistas cargados de oro, son solo eso, ejemplos que evidencian la excepcionalidad. O eso nos gusta pensar, tal vez por envidia. Pero el mito nacional sirve para los nacionales y para aquellos que arriesgan sus vidas para alcanzar esa tierra, más en particular, ese sueño en el que los únicos límites son los que uno mismo se impone.

Como reflejo del mundo en el que se gesta, todas las manifestaciones artísticas americanas han elogiado y ensalzado la figura de este hombre que, desde abajo, logra un éxito sin reparos, incontestable. Pero, como el reverso de una moneda, también son innumerables las reflexiones sobre el precio del éxito, la destrucción que supone el culminar los anhelos y llegar a la cima.

Martin Dressler. Historia de un soñador americano es, desde su título, perfecto reflejo de todo lo dicho. Observación analítica y desapasionada del ascenso y caída de un entusiasta de sí mismo, capaz de llevar a la práctica todo cuanto sueña, pero también de instalarse en una especial y paródica realidad paralela dando la espalda a un mundo que continua su camino en busca de otros soñadores.


Vayamos a su protagonista. Martin Dressler es un niño fascinado por los escaparates de las grandes avenidas del Manhattan de finales del XIX, por su capacidad para crear sueños e ilusiones en los paseantes y animarles a entrar en los establecimientos. La mera observación no se hizo para el joven Martin que desea experimentar lo aprendido durante sus paseos en el negocio familiar, una tabaquería situada en una calle algo retirada del propio Manhattan.

El padre aprecia las iniciativas de su hijo y el modo en que sabe ganarse a los clientes por el simple, al tiempo que complejo, arte de ofrecer aquello que cada visitante espera antes de que siquiera éste lo exprese o, incluso, lo sepa. Pronto, el padre de Martin comprende que las fronteras de la tabaquería son asfixiantes para el talento de su pequeño, por lo que da su autorización a la oferta de trabajo como botones en el hotel Vanderlyn recibida a través de un visitante del negocio.

Las dotes de observación de Dressler llegan a un laboratorio humano excepcional, la recepción y las habitaciones de un gran hotel donde se sentirá a sus anchas. Su talento innato le lleva desde el puesto de botones al de recepcionista a la vez que se inicia como empresario adquiriendo la concesión de la tabaquería del propio hotel contratando a un dependiente de confianza. Su carrera en el Vanderlyn prospera y asciende a secretario del director, puesto gracias al que adquirirá su visión orgánica del mundo, consistente en ver cada engranaje del hotel como una parte de un proceso que se integra en un todo con un solo objetivo. Este principio lo irá aplicando sucesivamente a los diversos negocios que inicia a partir de ese momento, aún sin abandonar su trabajo en el hotel.

Los comienzos serán un café con billar y sucesivos locales similares creando la primera franquicia de la época. Pero su ambición no queda ahí y, tras vender la cadena, inaugura el Dressler, primero de una serie de hoteles que irán concretando el nuevo concepto que Martin quiere para estos establecimientos. Mitad hoteles, mitad edificios de apartamentos, se irán dotando de todo aquello que una persona necesita para disfrutar de unas vacaciones o, incluso, de toda una vida.

Sus edificios se llenarán de locales, teatros, salas de cine o de baile, restaurantes y elegantes cafés, parques interiores, ríos y cascadas, paisajes pintados o recreados imitando todas las floras y forestas conocidas, las siete maravillas de la Antigüedad sin salir de una planta y así hasta el delirio en un esfuerzo vano por recrear la realidad por el increíble medio de falsearla convirtiéndola en innecesaria.


Al Dressler le seguirá el New Dressler, y a éste, el Grand Cosmo, cuyo nombre da testimonio de ese afán por replicar la realidad integrando todo el mundo conocido, actual y pasado, real o soñado, en un único entorno que se ofrece al visitante y al residente hasta el punto de empecharle y hartarle.

Frente al éxito comercial de los dos primeros hoteles, fruto en gran medida de la novedad y de la ambiciosa propuesta, el Grand Cosmo no logra atraer a los turistas que tercamente prefieren las calles y las plazuelas al aire libre a los aseados y recoletos jardines artificiales. Los apartamentos tampoco terminan de venderse o alquilarse y Dressler, termina por comprender los motivos de su fracaso. Pero renuncia a la enmienda tal vez por el cansancio propio de su ya avanzada edad y decide sacrificarlo todo convirtiéndose casi en el único morador del Grand Cosmo, hacerlo su hogar, su realidad mientras pueda sostener sus gastos y antes de despedirse de él, del mundo.

El éxito de Dressler lo es de su capacidad de observación y anticipación. Sus paseos de madrugada por la ciudad le ofrecen las claves de las necesidades de sus conciudadanos, le muestran los lugares que prefieren, aquello que anhelan. Él toma esa materia prima y busca satisfacer las expectativas. Pero en un punto determinado, dominado por su visión y su sueño, rompe el eslabón y comienza una nueva andadura en la que será el público quien le siga demandando los servicios cuya necesidad él genera a través de brillantes y agresivas campañas publicitarias. Como señala J. K. Galbraith, la oferta ha creado su propia demanda hasta que la realidad termina por imponer su implacable ley.

El autor

Como suele ocurrir tantas otras veces, el visionario que sueña mundos y los conquista no es capaz de gestionar adecuadamente su propia vida personal. Poco después de dejar la casa de sus padres, e instalado en un pequeño hotel (¡cómo no!) de las afueras de la ciudad, conoce a las Vernon, una viuda y sus dos hijas solteras. Emmeline, morena de escaso atractivo físico pero dotada de una gran inteligencia que pronto conecta con el pensamiento de Martin convirtiéndose en su consejera y confidente y Caroline, la rubia guapa de reservado carácter, aquejada por dolencias físicas y psíquicas que termina por convertirse en la esposa de Martin y su principal preocupación dada su inestabilidad emocional. Caroline será la anticipación de la imagen del fracaso en que concluye la vida de Dressler.

Steven Millhauser recibió el Pulitzer por esta obra que ha publicado en España Libros del Asteroide con traducción de Marta Alcaraz. El estilo del autor, desapasionado y muy descriptivo, con pocas concesiones a las imágenes fáciles, logra aportar el aplomo que tiene la vida del protagonista. Una descripción del auge y caída al modo de una biografía que por momentos pasa de lo psicológico a lo meramente externo pero que sabe transmitir la fuerza que impulsa a Martin hasta su explosión y agotamiento final.

¿Qué es un sueño? Tal vez aquello que nos ayuda a permanecer despiertos. Si algo nos enseña esta novela es que los sueños impulsan nuestras acciones, pero soñar sobre lo soñado se convierte en una trampa de la que no podremos escapar fácilmente. Como tantas otras veces, una cuestión de matices.