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30 de julio de 2024

Corazón de Ulises (Javier Reverte)


Tras un par de experiencias algo decepcionantes, decidí volver a leer uno de los libros que más me gustó de Javier Reverte, tratando de obviar El sueño de África, que probablemente sea su título más vendido y mejor conseguido. Guardaba un recuerdo especial de Corazón de Ulises (Ed. Debolsillo), el relato sobre su periplo griego.  


Y en esta vuelta al pasado, me he reconciliado con el autor, con su sabiduría y su buen saber hacer. Con ese estilo que solo parece sencillo en apariencia pero que requiere de un enorme trabajo previo para saber exprimir con justeza cada dato y anécdota, cada situación real vivida en el viaje para no caer en una simple recopilación de historietas o una mezcla de Wikipedia y guía turística de aeropuerto.  Y tal vez he comprendido que los defectos vistos en los dos libros anteriormente aquí reseñados y que tanto me defraudaron, no lo fueron tanto por demérito de su autor, sino tal vez de los propios enclaves escogidos.


Porque, en Corazón de Ulises, Javier Reverte salta con garbo desde el Peloponeso a Alejandría, Creta o Turquía, rememorando los tiempos heroicos de los aqueos, las invasiones dóricas y las migraciones jónicas, los enfrentamientos míticos entre aqueos y troyanos, la convulsa expansión de Alejandro Magno y el reparto funerario de su imperio, el poder del naciente Islam, un poco de las Cruzadas, el poderío otomano sobre la región y la lucha final por la independencia del pueblo griego. En suma, mucha historia, un ambiente cambiante cada pocas páginas, con saltos de isla a isla en ferris, cambios de continente, aviones y autobuses, coches de alquiler o taxistas timadores, casi emulando la errabundez del Ulises invocada desde el propio título de la obra.  


Pero este viaje al inicio de lo que hoy conocemos como la cuna de la civilización occidental, no pasa por alto los logros de la Literatura en que se inspira, la lírica de Safo, las tragedias de Sófocles, Eurípides o Esquilo, las comedias de Aristófanes o los cantos de Píndaro, ni obviamente, la epopeya homérica en la forma de esos dos grandes poemas que crean la épica y la aventura, el tamaño por el que medimos a los héroes y a los hombres, el valor y el sufrimiento, la astucia y la medida humana.  


Este viaje también da pie a hablar de la naciente ciencia matemática gracias a Pitágoras, de las explicaciones que nos llevan directos a la ciencia de la mano de los primeros grandes filósofos, del arte de Fidias o Mirón, de la invención de géneros como la Historia o la misma literatura de viajes, de la que Reverte no es sino un continuador de la estela que surge de Herodoto. Y en él también nos habla de los exploradores románticos que creyeron a pies juntillas que las historias de Homero eran tan ciertas que una buena excavación podría aflorar las ruinas de la Troya de Elena, como así fue. La vida de estos primeros arqueólogos y sus continuadores, con sus luces y sombras, nos ofrece otra imagen de cómo los europeos nos remitimos a Grecia cuando pensamos en nuestros orígenes.  


Así, es fácil entender cómo Trieste o Nueva York palidecen en comparación con los cielos de azul infinito de esta bella tierra y toda su historia. Tampoco Venecia soporta bien el embate y uno casi lamenta que Reverte desoyera sus propias palabras, cuando aquí asegura haber decidido no escribir nada sobre la Serenísima, idea que tanto el autor como yo habíamos olvidado con el tiempo.


Este viaje nos recuerda cuánto debemos a Grecia, cómo esta tierra pobre y árida, supo adelantarse a su tiempo y elevarse sobre sus propias limitaciones, desde su tribalismo primitivo, a la necesaria emigración por todo el Asia Menor cuando los dorios invadieron sus tierras. Porque esa referencia a Grecia ha de expandirse necesariamente a las infinitas islas del Egeo, a las costas turcas, al Mar Negro, a cuyas aguas llegaron los argonautas, en una historia que mitifica la lucha por el comercio, o a la otra orilla del Mediterráneo, a África, donde Tales de Mileto supo medir la altura de las pirámides gracias al incipiente conocimiento matemático de ángulos y proyecciones.


Y Reverte nos ofrece esa impresión griega antes de ser pasada por el tamiz romano que llegó a adoptar como propias muchas divinidades griegas, su arquitectura ya cambiar nombres de manera definitiva, muy especialmente Troya por Ilión y Ulises por Odiseo. Su viaje al pasado toma mucho de aquellos mitos descriptivos de una realidad que aquellos hombres no eran capaces de explicar de otro modo o que creían mejor expresados en forma de mitos, pues todos conocían de sobra la realidad que subyacía en los mismos. Tenemos ese viaje ya citado de los argonautas en busca del vellocino de oro, la tan conocida historia del rapto de Elena o el laberinto del minotauro de Creta y el sometimiento de Atenas.

  


Por aquí desfilan el monte Olimpo y las competiciones griegas recuperadas para el mundo por Pierre de Coubertin, las victorias de Maratón, Salamina, el valor de los trescientos espartanos y las innumerables y cruentas guerras civiles entre aquellas ciudades estado que solo parecían dejar de lado sus diferencias cuando los persas se acercaban a sus fronteras o cuando un rey venido de la pacata Macedonia les unía para alcanzar las fronteras del mundo conocido, más lejos, siempre más lejos decía Alejandro Magno a sus soldados.  


En esa posición oriental dentro del Mediterráneo, a los griegos les tocó ser el cortafuegos frente a los persas, un pueblo en el que el poder del monarca era omnímodo, donde sus ciudadanos no merecían este nombre y en el que el poder de los sátrapas podía decidir sobre la vida y muerte de todos. Esa lucha ejemplifica, de un modo u otro, una continua contraposición de ideas y principios, un vértice geográfico por el que se cuelan concepciones antagónicas del mundo pero también unas rutas del conocimiento y el comercio que alentaron civilizaciones. El conflicto Occidente-Oriente viene de aquellos tiempos y aún antes, así que no es de extrañar que a las conquistas del macedonio le sucedieran las ansias dominadoras de los romanos y de su hijo, el Imperio Bizantino, pero también que la revancha llegara de la mano de una nueva religión, el Islam, que rodeó el Mediterráneo, desde el reino visigodo de la antigua Hispania, hasta Estambul. Porque la Historia es cíclica y los vencedores de hoy son los derrotados del mañana. Así, los griegos padecieron la ocupación y opresión del invasor otomano y las huellas de este poder son tan visibles hoy como las estatuas de la sensual Afrodita o las fortalezas venecianas y genovesas que salpican las islas del Egeo.


Como escritor español, Reverte no pasa por alto la batalla de Lepanto y la pérdida de la mano de Cervantes, tal vez uno más de los hechos que terminaron por aferrarle a una silla para escribir su genial Quijote. Pero tampoco desdeña la sabiduría y paciencia de Kavafis, cuya sombra busca por los cafetines de Alejandría, tal vez con mejor tino que la similar indagación sobre Italo Svevo en Trieste. También persigue la sombra esquiva del romántico Byron quien encontró la muerte asaltando una fortaleza turca tal y como soñaba.  


Pero el texto se vuelve lírico y sensual cuando el viajero llega a la pequeña Ítaca, la isla que vio partir a Odiseo y a la que, largos años después, casi arruinada su hacienda por el abuso de los pretendientes, tornó, más sabio y humano, perdida ya la pátina de héroe mitológico que acompañaba a todos los protagonistas de la Ilíada. Y es allí donde hace amistad con el dueño de su pequeña pensión, en la que encuentra un alma tal vez gemela, tal vez envidiada en su vida rutinaria pero rica. Y es en esta isla donde, finalmente, cierra el círculo de su viaje, comprendiendo las palabras de Ulises, quien describe su isla con un arrobo que la geografía desmiente, porque ahora él también sabe que la riqueza se forma en el trayecto más que en la meta, en las preguntas más que en las respuestas, en la potencia antes que en el ser.

 

 

17 de enero de 2023

La torre elevada: Al-Qaeda y los orígenes del 11-S (Lawrence Wright)


 

Los atentados del 11 de septiembre dieron a conocer a Osama Bin Laden y a su organización, Al-Qaeda, a nivel mundial. No obstante, sus actividades se pueden remontar a años atrás, y quienes seguían de cerca la actualidad internacional, podían conocer sus implicaciones en atentados como los de la Embajada de Estados Unidos en Nairobi o la voladura del destructor Cole en el puerto yemení de Adén.

Pero realmente, los fundamentos del grupo terrorista pueden rastrearse aún más atrás, entremezclados con diversas corrientes ideológicas que nacieron tras la Segunda Guerra Mundial y en las que se funden la reivindicación religiosa, la lucha entre los bloques capitalista y comunista, el enquistamiento del conflicto árabe-israelí, el enriquecimiento de muchos países del Golfo Pérsico por el descubrimiento de enormes yacimientos petrolíferos y el dudoso papel de muchas de las dictaduras que regían los destinos de los países árabes.

La torre elevada- Al-Qaeda y los orígenes del 11-S, de Lawrence Wright (Ed. Debolsillo) trata de rastrear estos complejos orígenes, siguiendo de alguna manera, la misma pista que los primeros investigadores americanos rastrearon cuando se encontraron con el nombre de Osama Bin Laden como una muy remota e improbable amenaza a los Estados Unidos.

Y aquí tal vez esté el punto fuerte del libro como relato de investigación, compartiendo los denodados esfuerzos de estos investigadores que no lograron alertar a sus responsables políticos ante la magnitud de lo que habría de venir logrando así imprimir un ritmo thriller en algunas partes del relato.

Pero también esta perspectiva es el punto débil del libro, la limitación a la perspectiva americana, obviando las conexiones de Al-Qaeda con Europa, los movimientos de reclutamiento entre inmigrantes y, por encima de todo, obviando que los ataques islamistas, pese a la espectacularidad de los llevados a cabo en las Torres Gemelas, Madrid o Londres, no son más que la punta del iceberg de un terrorismo que se vuelve fundamentalmente contra sus propios vecinos, contra practicantes del Islam con los que no se comparte alguna idea, con ramas escindidas y vueltas a escindir.

Pero, una vez asumida la propuesta del autor, y quedando uno libre de continuar leyendo en otras fuentes, el relato capta la atención y dibuja con claridad un proceso que se remonta, simbólicamente, al viaje de Sayyid Qutb a los Estados Unidos en 1948. En este viaje, Qutb tuvo ocasión de optar por la vida occidentalizada, a modo de los asimilados judíos, o por reivindicar la superioridad, no tanto de su religión, sino de su cultura entera, de una larga tradición que se enfrentaba a la frivolidad capitalista, a su ensueño de libertad y de individualismo, a su falta de fe, contradictoria con la gran religiosidad de los Estados Unidos.

En muchas ocasiones nos preguntamos por las razones del odio musulmán a los americanos. Lo cierto es que, hasta la Segunda Guerra Mundial, gozaban de gran simpatía. Su postura anticolonialista era bien vista por los países que vivían bajo la tutela o el dominio de Francia o Reino Unido. Las ideas de libertad y autodeterminación, de independencia, parecían casar bien con las necesidades de estos pueblos. Pero el conflicto con Israel y el alineamiento de los Estados Unidos a favor de estos, supuso una importante decepción. Lo mismo ocurrió con el progresivo abandono de esa idea de autonomía y libertad en un escenario en el que los americanos, ya inmersos en la Guerra Fría, preferían dictaduras brutales a gobiernos echados en manos del comunismo.

La visión de Estados Unidos, espejo de todo Occidente, como un país impío, enemigo del alma y el espíritu, de los buenos musulmanes, consolidó la oposición de gran parte de la población.

Pero, por otro lado, el materialismo comunista tampoco parecía un buen asidero para quienes querían una opción política compatible con sus creencias. Fue la invasión de Afganistán por la URSS lo que definitivamente constituyó el punto de no retorno en el rechazo a la ideología comunista.

Y la guerra de Afganistán también supuso el primer intento de islamistas radicales, árabes y egipcios fundamentalmente, de tomar conciencia de la posibilidad de enfrentarse militarmente a un enemigo muy superior pero que demostraba tener pies de barro. Tal vez su error fue creer que la debilidad de la Unión Soviética se debía a razones morales o a su irreligiosidad, más que a las fallas estructurales de su régimen que este conflicto aceleraría provocando su desplome. Y tal vez creyeron que así también podrían acabar con Estados Unidos, con pocos medios y mucha determinación y fe.

Y aquí aparece Osama Bin Laden del que se hace un completo retrato familiar, de cómo su padre logró levantar un imperio industrial gracias a las obras públicas en las que se embarcó la monarquía saudí a fin de modernizar el país y dar salida a sus ingentes ingresos por el boom petrolífero.  

 

Y este Osama, criado como rico heredero pero que, poco a poco, va girando su vida hacia una profunda religiosidad, y un ansia de hacer viables las visiones más extremas del Islam. Así, por ejemplo, frente al rechazo de la sociedad de su tiempo de la poligamia, se comprometió a ser vivo ejemplo de que lo que no funcionaba en esa práctica, lo que la hacía reprobable a los ojos de los musulmanes, eran los abusos, el servir como disfraz de la más disoluta moral, la práctica de casarse con una joven doncella para repudiarla tras la consumación y así sucesivamente. Él pretendió demostrar que se podía ser polígamo y respetuoso con las mujeres, generoso con los hijos, ejemplo de lo que se predicaba en el Corán. Y poco a poco fue convirtiéndose en un asceta, un visionario de una vida lo más próxima a la del Profeta y sus ritos domésticos. Que el cumplimiento estricto de la sharía no era incompatible con la vida fuera del nomadismo por el desierto, que era un proyecto viable y redentor frente a las propuestas inmorales de los infieles.   

La guerra de Afganistán le tocó profundamente y visitó en varias ocasiones la ciudad fronteriza pakistaní de Peshawar en la que se mezclaban núcleos de islamistas, de propagandistas radicales, de traficantes de armas y refugiados afganos. Y en ese ambiente enfebrecido terminó por convencerse de que los musulmanes debían tomar en sus manos la defensa de sus territorios y su fe. Dió el paso y cruzó la frontera organizando y financiando un pequeño grupo de combatientes, de dudosa eficacia, de escaso número y, sin duda, totalmente irrelevante dentro del curso de la guerra. Sin embargo, diversos episodios le dieron fama y reconocimiento entre los extremistas árabes y le hicieron creer que era posible una victoria contra todos los enemigos del Islam por el mismo medio, por el conflicto, por el desencadenamiento de las contradicciones internas del capitalismo, por una fidelidad absoluta a las leyes del Islam.

Y así va surgiendo el grupo que forma Al-qaeda, la base, traducción del término, el fundamento que sirve como piedra inamovible que servirá para golpear a todos los enemigos del Islam.

Allí se forja la amistad y colaboración entre Bin Laden y Ayman Al Zawahiri, el oftalmólogo de clase alta que se radicalizó desde joven y que conspiró en Egipto contra Saddat. Entre ambos dieron forma a la idea de una yihad contra Occidente, una guerra en la que se podía matar a musulmanes que no compartieran su causa, pero también a inocentes como niños y mujeres, víctimas colaterales de sus crueles atentados, retorciendo a su gusto las normas del Corán, reinterpretando hechos de la vida del Profeta, haciendo, en suma, de su capa un sayo para lograr sus fines y expandir su régimen de violencia más allá de sus estrictos fines.

 

 

 

Y así hasta el momento culmen de la historia de Al-qaeda, los célebres atentados contra las Torres Gemelas, que ya habían sido previamente objeto de otro atentado en 1993 de graves consecuencias pero que apenas quedó como un mero ensayo a la vista de lo que estaba por venir.

Zawahiri fue un mentor, un gran apoyo para Osama Bin Laden y, en coherencia con esta importante posición, ocupó la dirección de Al-qaeda tras la muerte de Bin Laden, para dirigir un lento declive ante nuevas formas de terrorismo como el Daesh, hijos de las obras de Al-qaeda, inspirados por ellos, alumnos aventajados en la crueldad y fundamentalismo.

Aquí es hora de pasar a otros de los protagonistas de esta historia, la de los investigadores americanos que, tras el fin de la Guerra fría, estaban totalmente incapacitados para el conocimiento del mundo árabe. No dominaban el idioma, ni tenían un sistema de infliltrados suficientemente robusto como para anticipar acciones terroristas, ni estaban concienciados del peligro real que se les avecinaba.

Los conflictos y trabas entre las diversas agencias nacionales de seguridad se ponen de manifiesto con una vergonzante evidencia, en una lucha en la que la información formaba parte de un juego por la lucha presupuestaria, por los conflictos jurisdiccionales, por el prestigio individual de los mandos de estas agencias.

No podemos pasar por alto la figura de John P. O'Neill, agente del FBI que investigó los atentados de 1993 contra las Torres Gemelas y que logró encausar a sus responsables. También participó en la investigación del atentado contra el destructor Cole en Yemen demostrando un profundo conocimiento de las tramas internas de los movimientos fundamentalistas. Parecía tener una prometedora carrera dentro del FBI. Sin embargo, diversas campañas de desprestigio le llevaron a tomar la decisión de abandonar la agencia y aceptar el empleo de responsable de la seguridad de las Torres Gemelas, menos de veinte días antes del atentado de 2001 en el que perdería la vida.

Como ya se ha dicho, no es un libro sobre el 11-S, no aborda los detalles de la operación, ni da cuenta de los horrores sufridos en los edificios, en los aviones, en la sede del Pentágono. Antes bien, su principal mérito es el de explicar el proceso completo de creación de una ideología que, bajo el nombre de Al-Qaeda o el que toque, ha supuesto innumerables cambios en el modo en que Occidente se siente, en el que piensa sobre sus libertades o en la manera en que se relaciona con otros mundos ajenos a su tradición. Solo por esto, merece la pena su lectura.


 

19 de agosto de 2012

Obra Selecta (Cyril Connolly)



Afirman los psicólogos que en el pódium, son el oro y el bronce quienes más satisfechos se sienten. Frente a ellos, el medallista que obtiene la plata rumia su frustración por haber perdido el primer puesto. Si esto es cierto, bien nos puede servir como símil para definir la vida del célebre -no en nuestro país- Cyril Connolly (1903 – 1974).

Educado en Eton y Oxford con cierta brillantez y mucha presunción, todo parecía favorecer la promesa de una brillante carrera, probablemente en el mundo de las letras. Nada de eso ocurrió. Su única novela (The Rock Pool - 1936) fue un pobre intento de ironizar sobre los miembros de la bohemia inglesa que otros supieron hacer mejor, en fondo y forma. Nunca volvería a intentarlo recluyéndose en la crítica literaria, la bibliofilia y el esnobismo intelectual para proteger su endeble autoestima.

En 1939 publicó Enemigos de la promesa (título en cierto modo autoparódico), una obra que resumía sus opiniones sobre la literatura de su tiempo, tratando de hacer balance y anticipar las características que serían necesarias en los siguientes diez años para escribir libros perdurables, al menos otros diez años. Expone su teoría sobre la contraposición entre lo que denomina el estilo mandarín (cierta afectación manierista propia de grandes figuras como Joyce o Proust que dominaron la literatura de los años veinte) y un estilo más directo caracterizado por una naturalidad y limpieza que busca comunicar hechos antes que sensaciones. En este grupo incluye a autores como Hemingway que dominaban la escena literaria de lo años treinta. Connolly creía que la ley pendular ejercería su dictado volviendo a preponderar el estilo mandarín durante un tiempo. Lo que no pudo prever fue el impacto que la Segunda Guerra Mundial tendría en la democratización de la cultura (algunos preferirían llamarlo vulgarización), su masificación, la influencia de la prensa y el cine, ... demasiadas cosas.

Pero Enemigos de la promesa es mucho más que un libro sobre crítica literaria. Su segunda parte recoge los peligros que, según Connolly, acechan la vida del literato que desee crear una obra perdurable. No sorprende la extensión y precisión con que los describe (el ejercicio de la crítica literaria, el periodismo, la bebida y otros vicios, los éxitos tempranos, la política, ...) dado que él ya había caído en varios de ellos. La tercera parte de este volumen es, sin duda, la que mejor pone de manifiesto lo que pudo haber sido Connolly de no haber caído en sus propios demonios y haberse dejado llevar por cierta indolencia (de la que siempre hacía gala con gran sentido del humor) y su gusto por la buena vida. Sus recuerdos de los años de formación en las prestigiosas escuelas de St. Cyprian’s y de Eton son relatos memorables de un sistema congelado en el tiempo, capaz de crear grandes hombres o monstruos temibles. Nos describe el modo de enseñar a los clásicos de la Antigüedad (según Connolly, la versión que de ellos se ofrecía en Eton era tan ajena a la realidad que finalmente quedó sorprendido cuando pudo traducir directamente los textos en cuestión sin pasar por las traducciones “oficiales” y las interpretaciones de sus maestros).

Eton
En 1939 Connolly fundó la revista Horizon que dirigió hasta su desaparición en 1949  convirtiéndola en la referencia del movimiento moderno en la que escribirían genios como Ezra Pound, Yeats o T.S. Eliot.

En 1943 la ruptura de su matrimonio con la americana Jean Bakewell le sumió en una crisis profunda que plasmó en un diario en el que dejó constancia de sus reflexiones sobre el amor, la muerte, la literatura y otras mil cuestiones. Estos textos vieron la luz en 1944 bajo el título de La tumba inquieta siendo uno de los libros más inclasificables de su tiempo.


 A partir de ese momento y superada la crisis personal (otros dos matrimonios –incluso el ultimo de ellos, feliz- lo acredita) Connolly limitaría su actividad a las columnas periodísticas y a raros artículos y opúsculos como el dedicado a ofrecer su personal explicación sobre la fuga a Rusia de dos agentes dobles del Servicio Secreto Británico a los que conocía personalmente (Los diplomáticos desaparecidos – 1952).

Su labor periodística es la que, a la postre, le concedería el reconocimiento y aplauso que no pudo encontrar como poeta, su verdadero sueño. La variedad de estos textos es tan amplia que no se explica tan solo por lo amplio del periodo que abarca (1929 - 1974) sino por su soberbia erudición y su talento para un género en el que siempre evitó la rutina y el convencionalismo.

Escritos que abarcan todos los registros imaginables. Comencemos por la crónica viajera (El arte de viajar –1931), sus recuerdos de la Francia de la Costa Azul en su juventud (La hormiga león – 1936) o la Grecia de la posguerra bañada por su ironía sobre la creciente masificación del turismo que tanto difería de su aristocrático modo de entender el viaje (Volver a Grecia – 1954).

Sus propias aficiones no escapan a la crítica de este irreverente escéptico. La bibliofilia (y las manías obsesivas de estos peligrosos amigos de nuestros más preciados libros) tuvieron buena presencia en títulos como La fiebre de las primeras ediciones (1963) o El año del bibliófilo (1967). Impagable también su relato de las desdichas en la búsqueda de mansión por todos los alrededores de Londres, siempre atado a las dudas sobre los vicios ocultos de cada inmueble y la sombra de sus actuales propietarios (Confesiones de un cazador de casas - 1967).


Memorables sus piezas sobre la crítica literaria a la que describe como una actividad de a tiempo completo y salario de media jornada en la que, a su juicio, no se precisa ni tan siquiera leer completo un libro para poder hacer una buena reseña. ¿Acaso un catador de vinos precisa consumir toda la botella? (Nuevas novelas – 1935)

De estilo más serio resulta el interesante Barcelona (1936) en el que el autor hace una descripción a los lectores del New Statesman de lo que allí vio al ser enviado como corresponsal durante los primeros meses de nuestra guerra civil.  

Connolly tampoco abandonó para siempre la ficción dando prueba de su estilo humorístico en títulos como Bond cambia de chaqueta (1962) mofándose de un James Bond travestido para una misión secreta que resulta de lo más sorprendente. O La caída de Jonathan Edax (1961) en el que se burla de los coleccionistas (un poco de él mismo).
 
Volviendo a la crítica literaria, sus artículos sobre los más célebres autores del movimiento moderno al que consagró su vida (Ezra Pound, Cummings, Yeats, Auden, Eliot, Dylan Thomas, ...) son un buen ejemplo de su modo de entender la crítica literaria. 


Su estilo irónico y subjetivo puede no resultar muy ortodoxo. Nunca pretendió ser objetivo. Sus pasiones y sus fobias aparecen claramente en estas páginas por lo que nadie deberá recurrir a él para tener una visión completa de la literatura del pasado siglo, pero sí para conocer la obra de aquellos autores por los que profesaba una auténtica admiración. Su encendida pasión es contagiosa y alegre. Su continuo uso de versos como ejemplo de sus afirmaciones son una guía perfecta y una muestra de su aquilatado buen gusto.

Lumen ha recopilado en un volumen los dos libros principales de Connolly (Enemigos de la Promesa y La tumba inquieta) así como el resto de artículos aquí citados y muchos otros hasta completar más de mil páginas en la versión de bolsillo. La edición a cargo de Andreu Jaume (con traducciones de Miguel Aguilar, Mauricio Bach y Jordi Fibla) ofrece algún aditivo respecto a la versión inglesa, lo que es de agradecer.

La extensión de estas "obras selectas" no debe desalentar su lectura dado que su estilo ameno pronto nos atraerá. Su fragilidad emocional expuesta tan de manifiesto nos permitirá acogerlo pasando por alto su elitismo (algo forzado en ocasiones) o sus peculiares gustos. Tras la última página culparemos a la editorial por no haber publicado un segundo volumen con más material y apenados, nos quedaremos ante la inmensa tarea de digerir la obra de un hombre que siempre se consideró un fracasado por no satisfacer las expectativas que otros depositaron en él. Las mías se cumplieron sobradamente.

5 de febrero de 2012

Aprenda optimismo (Martin Seligman)



Martin Seligman es una referencia frecuente en libros de Punset o José Antonio Marina. Eminente psicólogo, ha centrado su carrera no en el estudio de aquellas enfermedades o patologías que destrozan la mente de tantos individuos, sino en el estudio de la mente de quienes, pese a tener un estado mental saludable, pueden mejorar sus vidas, aspirar a una mayor felicidad, mejor comprensión de sí mismas o a sentirse plenamente realizadas.

Todo empezó cuando tras concluir sus estudios, inició sus primeros experimentos en el laboratorio de la Universidad de Pensilvania, junto a Richard L. Solomon, un reputado teórico del aprendizaje que sostenía que cualquier comportamiento podía explicarse en clave de recompensa o castigo. El trabajo fundamental en el laboratorio se centraba en condicionar la conducta de perros mediante pequeñas descargas eléctricas precedidas por un sonido agudo. Posteriormente, se introducía a los perros dentro de unos cajones, una de cuyas paredes podía ser fácilmente saltada por el animal. Lo sorprendente, y lo que Solomon no alcanzaba a explicarse, era el motivo por el que alguno de los perros, cuando escuchaba el sonido de la bocina, en lugar de saltar y escapar de la descarga (dinámica castigo-premio) se tumbaba en el cajón gimiendo y lamentándose a la espera de la que consideraba inevitable descarga eléctrica.

Maetin Seligman
Seligman discurrió sobre este asunto y formuló una posible explicación: Algunos perros habían llegado a la comprensión de que, hicieran lo que hicieran, carecían de control sobre la descarga, por lo que se rendían. Habían desarrollado una pauta de impotencia aprendida que les impedía escapar cuando se daba la oportunidad aunque ésta fuera tan evidente como dar un pequeño salto.

Para demostrar su teoría preparó un experimento en el que un grupo de perros tras el sonido de advertencia recibía una descarga eléctrica que, sin embargo, podían evitar si apretaban una de las paredes con el hocico. El segundo grupo de perros, recibía descargas tras el sonido sin que pudieran hacer nada para evitar la descarga. El último grupo oiría el sonido pero no recibiría la descarga.

Cuando los perros pasaron al cajón con la pared baja, los resultados fueron dispares. Los del primer grupo, aquellos que habían aprendido que en sus manos estaba el poder controlar las descargas, saltaron de inmediato escapando al dolor. Igual hicieron los perros del tercer grupo cuando comenzaron a recibir las primeras descargas. Sin embargo, los del segundo grupo, los perros que habían aprendido que nada podían hacer para evitar el dolor de las descargas, se tumbaron en el cajón asumiendo como inevitable un destino que no lo era. Seligman había demostrado que el sentimiento de impotencia podía ser aprendido.

A este experimento siguieron otros tantos que apuntalaron la teoría de Seligman hasta el punto de dar el salto y realizar pruebas similares (menos crueles, todo hay que decirlo) con personas. El resultado fue idéntico y permitió definir correctamente la teoría de la impotencia aprendida. La conclusión a la que llegó Seligman fue que el modo en que interpretamos (y en el que nos explicamos) lo que nos sucede, determina cómo nos enfrentamos a tales acontecimientos. Tres son los aspectos que definen estas pautas aprendidas: la generalidad, la personalización y el alcance.


Cuando uno recibe la notificación de un despido puede pensar: “Nunca he tenido suerte, no valgo para la vida laboral y no encontraré fácilmente otro empleo”. Es decir, su pensamiento es permanente (no encontrará otro trabajo), universal (no vale para el trabajo en general) y personalizado (se culpa a sí mismo de lo sucedido). Otro, sin embargo, puede pensar: “No necesitaban a un profesional como yo en este momento” lo que implica un pensamiento circunstancial, específico y externo.

Resumiendo. Quienes tienden a creer que un acontecimiento negativo puede explicarse por causas ajenas a uno mismo y generales tendrá más capacidad para sobreponerse y encarar el desafío mejor que aquel que ofrezca una explicación en la que se atribuye a sí mismo la responsabilidad de lo ocurrido y lo considera como algo permanente, contra lo que no se puede luchar.

Esta intuición puede parecer natural y lógica en nuestros días, pero en los años sesenta resultaba novedosa. En aquel momento, las investigaciones iban dirigidas a determinar los condicionantes del comportamiento en causas ajenas al individuo, más específicamente, en el medio. Ya se sabe, la sociedad era la explicación de cualquier desviación. El crimen, la violencia, el declive de la solidaridad, todo era reflejo del ambiente social y nada era, por tanto, responsabilidad del individuo. En este contexto, la teoría de Seligman, defensora de la capacidad del individuo para superar los obstáculos y tomar las riendas en muchos aspectos de la vida, resultaba fuera de lugar.

Obtenida la prueba científica, Seligman se centró en estudiar el reverso de la impotencia aprendida, la pauta explicativa optimista y se lanzó a contrastar su teoría con la realidad en diversos campos. Comenzó a requerimiento de Metropolitan Life, una compañía de seguros que invertía grandes sumas de dinero en los procesos de selección de su personal comercial pero que veía cómo una gran parte de ellos no concluía su primer año en la empresa debido al fuerte desgaste que supone la venta de seguros. Seligman propuso sustituir los test de selección habituales por otros en los que se detectara a los candidatos más optimistas, aquellos a los que las negativas continuas, las malas contestaciones y los días sin lograr una sola venta, no lograran desanimarles hasta el extremo de hacerles creer que no valían para ese trabajo. Los resultados reforzaron la teoría de la pauta explicativa. Los vendedores así seleccionados tuvieron un menor índice de abandono y mayores ventas que los seleccionados por los procedimientos habituales.

Seligman colaboró con instituciones tan diversas como la academia militar de West Point o el departamento de admisiones de la Universidad de Pensilvania en cuyos procesos de selección pasaron a integrarse los test de optimismo diseñados para detectar a quienes mejor se reharían tras las adversidades que ambientes tan exigentes provocarían en los jóvenes seleccionados.



Pero no todo es rigor académico o ventas de seguros. Mucho más amena (pero igual de rigurosa y de rica en resultados) fue su investigación sobre la influencia del optimismo en los deportes de alta competición. Durante dos temporadas, su equipo se dedicó a recopilar y evaluar, según su teoría, todas las declaraciones de los jugadores y cuerpo técnico de los equipos de la liga de béisbol y baloncesto publicadas en los periódicos deportivos. De este modo, concluyeron que aquellos equipos cuyos jugadores achacaban sus derrotas a circunstancias concretas y ajenas (“esta noche el césped era demasiado rápido”) concluían la temporada por encima de aquellos otros equipos que interpretaban la derrota como algo personal y general (“últimamente jugamos fatal”).

Claro que podríamos pensar que aquellos que ganan más partidos tienen razones para ser más optimistas que aquellos equipos que acostumbran a perder sus encuentros. Es decir, que el optimismo no explica los buenos resultados sino que los buenos resultados podrían explicar el optimismo.

Puede ser, pero Seligman dio una nueva vuelta de tuerca a su teoría para demostrar que no sólo servía para explicar el pasado sino para adentrarse en el futuro. Veamos. Aplicando su técnica a los discursos de aceptación de la candidatura en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos, su equipo fue capaz de certar en la mayoría de los casos qué candidato ganaría finalmente las elecciones. Pero, dado que eso tiene escaso mérito, se aplicaron a la tarea de vaticinar, tanto para el Partido Republicano como para el Demócrata, qué candidato obtendría la victoria en las primarias de 1988 tomando como referencia las declaraciones de cada aspirante. El acierto fue total y los dos candidatos ganadores (Dukakis y Bush) fueron los más optimistas según la escala aplicada por Seligman.

Dado que los resultados de este trabajo fueron publicados, los líderes de campaña de los partidos, decidieron “jugar” con la teoría y, trataron de forzar el discurso de aceptación de la candidatura, en particular el discurso de Dukakis, que arrojó una puntuación en la escala de Seligman desproporcionadamente alta en relación a su tónica habitual. Dado que el pronóstico del vencedor se basaba exclusivamente en este discurso, la derrota de Dukakis y el “error” de la teoría puede ser justificado fácilmente. La lección es que el optimismo no puede simularse si no responde a una verdadera pauta explicativa interna.


El libro ofrece muchos más ejemplos de esta teoría, así como abundantes reflexiones sobre el modo en el que los padres (especialmente las madres) transmiten a sus hijos su propia pauta explicativa, cómo el optimismo condiciona la salud de las personas o el modo en que se enfrentan a la enfermedad, si hay religiones más optimistas y con mejor pauta explicativa que otras o si hay sociedades más pesimistas y con peor aptitud para afrontar como colectivo los reveses de la historia.

También se plantea el tema de si es deseable un optimismo ilimitado, un pensamiento en el que todo lo que nos sucede pueda encontrar explicación en causas ajenas a uno mismo y, por tanto, fomentar el hedonismo y la pérdida de un mínimo sentimiento de responsabilidad. Seligman (que no es un optimista desbordado) defiende un equilibrio comedido que dosifique optimismo con pesimismo realista.

Pero la pregunta que surge de forma espontánea tras leer estos capítulos es la de si es posible modificar la pauta explicativa y salir de esa rueda que amenaza con aplastar a los pesimistas. La respuesta es que sí. De hecho, la promesa se plasma desde el propio título de libro: Aprenda optimismo. ¿Estamos, por tanto, ante un libro más de autoayuda que pretende ofrecernos una guía para resolver todos nuestros pesares?

No, aunque su título pudiera hacer pensar en ello, la verdad es que el libro permite conocer mejor la teoría de Seligman (la teoría de otros muchos psicólogos y pedagogos que han hecho un viaje similar en estos años) y en ello radica su interés. Es cierto que se ofrecen cuatro capítulos finales en los que se pone en práctica la teoría desarrollada previamente por el autor tomando como ejemplo casos reales. Pero no nos engañemos. El propio autor reconoce que son precisamente estos capítulos, llenos de ejemplos “reales” -fruto de aglutinar detalles de multitud de casos diferentes-, los que más le cuesta escribir, los que le empujan lejos de la mesa de trabajo.

En ellos se explica cómo rebatir los pensamientos negativos y cambiar los pensamientos personalistas y universales por otros más circunstanciales, cómo enfrentarnos a nuestro modo de pensar para crear una pauta explicativa más saludable. Tal vez para muchos resulte la parte más instructiva y, sobre todo, útil del libro, el motivo real de su lectura. No puedo juzgar su utilidad, pero si dar fe de que he aprendido con este libro bastante sobre el modo en que pensamos (en que pienso) y, sobre todo, en el modo en que deseo que piensen mis hijos. Y con eso me doy por satisfecho.

17 de enero de 2010

Faulkner y Nabokov: dos maestros (Javier Marías)



No es fácil seleccionar a los mejores escritores de una época y especialmente difícil sería la elección si ésta viniera referida al siglo XX. Como en ninguna otra época, el pasado siglo ofrece una vertiginosa sucesión de estilos y corrientes. En esa centuria se entremezclan autores que se centran en revolucionar las formas literarias con aquellos que ven en la Literatura el medio para cambiar el mundo sobre el que escriben; aquellos que buscan en la pureza literaria huir del torbellino histórico de su tiempo y esos otros que buscan actualizar géneros de otras épocas.

En este contexto tan rico, la elección parece describir mejor al árbitro que confecciona la lista que el mérito de los elegidos. En la hipotética selección de Javier Marías se encontrarían sin duda dos autores fundamentales por su talento narrativo y la soterrada influencia que han ejercido en otros escritores, influencia que sin lugar a dudas continuará fluyendo libremente por encima de modas, críticos afanosos por allanar su propio espacio con ideas supuestamente novedosas (la terrible tentación de todo arribista) y lectores perezosos más preocupados por la docilidad de los textos que adornan sus mesillas de noche.

Como muestra de la pasión que por ambos siente, Marías compuso diversos textos, tradujo poemas inéditos en nuestra lengua y seleccionó algunas notas biográficas que fueron publicadas de forma dispersa y que finalmente vieron la luz en sendos libritos, más bien con intención lúdica e íntima. Tiempo después, ambos libros han sido editados por Debolsillo en un único volumen (aún así bastante breve) bajo el esclarecedor título de Faulkner y Nabokov: dos maestros.

Como se puede deducir, el material aquí recogido es más bien heterogéneo, de orígenes diversos e incluye, para cada autor una colaboración ajena al propio Javier Marías. Comienza por Faulkner, de quien se señala en la introducción que cometió la imperdonable torpeza de incurrir en cinco grandes pecados, a saber: ser hombre, blanco, anglosajón, machista y estar muerto. Toda una declaración de intenciones puesto que como denuncia Marías, su obra ha venido a pasar a un segundo y discreto plano, para ganar relevancia su vida o mejor, determinados aspectos de su vida, como su misoginia o tacañería para rebajar su estatura de escritor.






Y nada más injusto en el caso de Faulkner ya que, según nos describe Marías, en otro de los artículos aquí recogido, se trataba de un tímido prototípico que rehuía cualquier clase de acto social (entiéndase por social cualquier reunión con más de un desconocido) o que ante las preguntas vacías y repetitivas de los periodistas optaba por la invención pura, mezcla de juego infantil y de necesidad de preservar su intimidad sin resultar descortés con el inquisidor.

Pocos sabrán que el propio Faulkner se definía a sí mismo como un poeta fracasado. Quizá para dar fe de ello (o para desmentirlo) Marías publicó en la revista Poesía una versión bilingüe del primer libro de poemas de Faulkner (Si yo amaneciera después). Baste decir que parece que la Literatura perdió a un poeta a secas a cambio de ganar a un Novelista con mayúsculas.

Por último, se recoge un breve artículo escrito por Manuel Rodríguez Rivero que bajo la forma de un viaje a la tierra de Faulkner, trata de acercarnos al misterio y extrañeza que aún perdura en las tierras del Mississippi y al que tanto debe el pequeño condado de Yoknapatawpha, con sus villas sureñas, su calor pegajoso, sus magnolios y sus pobres habitantes, blancos y negros, observándose desde detrás de la baranda.

Nabokov es el otro homenajeado y, al igual que Faulkner, no concita especiales simpatías, en este caso debido a sus supuestas excentricidades, cierta misantropía, sospechas de pervertido y, en última instancia, por tratarse de un extranjero en cualquier parte.

Para el propio Nabokov, esta última circunstancia era consustancial a su idea del artista, que debía vivir en un cierto exilio. En su caso, este exilio vino más bien impuesto por razones políticas y familiares que por opción personal. En 1919 huyó de Rusia junto con sus padres y hermanos para no volver jamás. Ni Berlín, ni París, ni los Estados Unidos o Suiza representaron un verdadero hogar para él, que vivió siempre inmerso en una provisionalidad, en una espera hasta la siguiente etapa, con las maletas a medio hacer o deshacer, según se mire.


Nabokov fue educado en tres lenguas –rusa, inglesa y francesa- escribiendo fundamentalmente en las dos primeras. Quizá ello le llevó a interesarse por la traducción (él mismo tradujo algunos de sus primeros libros en ruso al inglés) aplicando sus conocimientos e ideas al respecto a la obra de Pushkin vertiéndola al inglés.

Javier Marías asume el reto de traducir al traductor e incluye en este volumen su versión al castellano de 1979 de algunos poemas recogidos bajo el sugerente título Desde que te vi morir.

Una de las principales críticas que se suelen formular contra la obra de Nabokov es la de responder a un esteticismo vacío de contenido, frío y academicista. Sin embargo, en su labor como profesor de Literatura en diferentes universidades, así como en los diversos textos publicados sobre Literatura europea y rusa, sus atenciones parecen caer más bien lejos de ese denostado esteticismo. A sus alumnos les recomendaba leer el Ulises de Joyce con un mapa de Dublín en la mano; les exigía conocimientos sobre la clase de insecto en que se metamorfoseaba Gregor Samsa, sobre el horario de trenes de San Petersburgo y así sucesivamente, causando el estupor entre sus oyentes.

No olvida Javier Marías la obra cuentística de Nabokov, bastante olvidada en nuestros días, y tampoco pasa por alto su pasión por la entomología, campo en el que era toda una autoridad, o su afición por el ajedrez. Así, se incluyen varios problemas ajedrecísticos creados por Nabokov con sus soluciones correspondientes, publicados con texto de Félix de Azúa quien señala que en muchos de ellos la clave de su solución es el retroceso de una pieza para volver a ocupar la posición de partida, el viaje a ninguna parte en que se resume su exilio.

Por último, se recoge un breve homenaje a la más célebre de sus novelas que lleva por título Lolita recontada en el que se repasa de manera novelesca el argumento de esta extraordinaria historia que tantos disgustos le trajo a Nabokov, tanto en su redacción (estuvo a punto de quemar el manuscrito) como tras su publicación, por las críticas simples de una sociedad que no veía con buenos ojos las posibles tendencias sexuales de un extranjero que, para colmo, había sido profesor de la Universidad Wellesley College, institución prácticamente única en el mundo dado que sus alumnos son exclusivamente féminas de buenas familias.

Javier Marías incluye en este libro una breve colección de fotografías de ambos autores (en muchos casos se trata de retratos poco conocidos) que complementan los textos de los artículos enriqueciéndolos. La cuidada edición incluye un índice con la procedencia variopinta de cada una de estas ilustraciones y de los artículos que forman el volumen.

Que nadie busque en las páginas de este libro las claves de las obras de estos dos grandes escritores, ni tan siquiera un esbozo biográfico que pueda permitir adentrarse en sus trabajos literarios con algo de luz. Quizá tampoco estén pensados para quienes hayan leído algunas de sus obras pero no hayan sentido el vértigo de la pasión por cualquiera de ellos, que no hayan sentido con justeza que sus palabras escritas, lo fueron para ellos y que a ellos llegaron después de un largo y complicado viaje. Sí quizá para quienes deseen mirar a través de un caleidoscopio que les devuelva retazos con los que cubrir algunos huecos o limar aristas en la imagen que ya han creado de estos autores. Para ellos ha sido escrito y publicado Faulkner y Nabokov: dos maestros.


9 de abril de 2006

La conjura contra América (Philip Roth)



Philip Roth ha escrito una novela de historia-ficción que desarrolla la hipótesis de que Charles Lindbergh (el famoso aviador de los años 20) hubiera resultado elegido presidente de los Estados Unidos en 1940, alejando a su país de la política favorable a Gran Bretaña en su conflicto con la Alemania nazi e instaurando determinadas políticas en contra de los judíos y otras minorías.

Dos son las principales aportaciones de la novela, al margen de la especulación histórica.


El narrador es el hijo menor de una familia judía de clase media que lucha por comprender el entorno a través de los retales de realidad que atisba a través de los noticiarios radiofónicos, periódicos, conversaciones familiares, etc. Este peligroso cóctel lleva al pequeño desde el sentimiento de orgullo hasta el temor por su propia vida creando un marco opresivo (faceta propia de toda infancia) no atemperado por elementos de esperanza más allá de la figura de su padre. Precisamente la capacidad de transmitir esa perplejidad desde el punto de vista de un niño (que actúa y piensa como tal) es uno de los mayores méritos de la novela.


La segunda aportación de la novela (en línea con la obra de Roth) es el reflejo de un mundo basado en valores como el esfuerzo, el trabajo callado y el mérito personal en el ámbito individual y el sentimiento de ciudadanía y sus responsabilidades (hoy sólo hablaríamos de los derechos que conlleva) en el ámbito público, valores todos ellos representados en la figura del padre. Roth huye del maniqueísmo ya que la coherencia lleva a este cabeza de familia a poner en peligro la existencia de todos ellos al no aceptar la posibilidad de que una nación haya perdido la capacidad de actuar con rectitud y justicia en defensa de todos sus ciudadanos. En su propia derrota se alza, sin embargo, como el único personaje que parece tener un motor de conducta dictado por algo más que las extremas circunstancias del momento histórico en que se desarrolla la trama.

Alguien podrá pensar que la intención de la novela es trazar un paralelismo con la política estadounidense actual, los méritos comentados justifican la lectura desde un punto de vista puramente literario y el disfrute de la misma.

Otras obras de Roth: