Al
igual que Torcuato Luca de Tena, el lector de Los renglones torcidos de Dios, se
adentra en un mundo del que apenas atisba sus sombras desde la verja de entrada
del hospital psiquiátrico de La Fuentecilla, el escenario de esta novela, al
tiempo fascinante y aterradora.
Porque
aterradora es la realidad que nos es vedada tras esa tapia que protege nuestra
conciencia y nuestra cordura, a costa de ignorar los trastornos que sacuden a
esos renglones torcidos de Dios, esos pequeños dislates en vida que nos complace
recluir para fijar una clara frontera física entre ellos y nosotros.
Entremos
en materia. Estamos en los años de la Transición y Alice Gould entra en el
manicomio de La Fuentecilla por indicación médica y a instancias de su marido,
tras varios presuntos intentos frustados de envenenamiento. El diagnóstico
provisional: paranoia.
Con ella cruzaremos la puerta de entrada, seremos recibidos por la psicóloga del centro, Montserrat Castell, se nos informará de los pasos a seguir en el ingreso y sabremos de todos los trámites burocráticos precisos. Desde los humillantes registros físicos, a la entrega de enseres a cambio de un recibo, como una promesa incierta de una dudosa e improbable sanación y regreso al mundo de los cuerdos.
Y
sí, al fin, cruzaremos la frontera, esa
línea que separa el aún seguro mundo de los médicos y personal sanitario, del
centro de gravedad del hospital, el lugar en el que Alicia conocerá de primera
mano las infinitas dolencias del alma y del espíritu que afligen a los que, en
lo sucesivo, compartirán protagonismo con ella en la novela.
Pronto
conoceremos los diversos tipos de pruebas diseñadas para tratar de sacar a
flote la personalidad de cada interno, sus taras y los posibles tratamientos.
Pero lo que en ningún momento dejará de advertir el lector, al igual que el
resto de personajes de la obra, sean locos o cuerdos doctores, es que Alicia no
es un enfermo al uso. Su inteligencia la aleja de cuantos la rodean. Su
procedencia social y el elitismo que manifiesta, sus intereses refinados y su
discurrir brillante marcan una diferencia que la hacen aún más extraña en este
mundo extraño, hasta el punto de que los propios médicos comienzan a simpatizar
con ella y a poner en duda su supuesta enfermedad.
Pero para llegar a este punto, la novela nos mostrará el panorama desolador de un manicomio en tránsito de convertirse en un verdadero hospital psiquiátrico, en un momento en el que la ciencia médica trata de sacudirse formas casi medievales. Por ello, no dejará de sorprendernos que entre los internos figuren entremezclados, en un curioso rebaño, los demenciados junto a los oligofrénicos, sea cual sea su grado; los mutistas compartiendo espacio con autistas, fóbicos o incluso con algún homosexual y pederasta (a ojos de los médicos poca diferencia parece haber) o simples aquejados por depresión profunda o suicidas a secas.
Ajena
por ahora a este conflicto, Alicia irá fijando su atención en los casos más
singulares; su curiosidad insaciable y la buena relación que mantiene con los
psiquiátras, servirán de disculpa al autor para explicar con detalle y amenidad
numerosas dolencias desde un punto de vista científico, sin desmejorar la trama
de la novela.
Gracias
a los apodos que los internos, o la propia Alicia, ponen a sus compañeros, pronto
nos resultarán familiares “la Niña Oscilante”, “el Hombre Elefante”, “el Gnomo”,
“la Mujer Percha” o “la Duquesa de Pitiminí”, cualquiera de ellos digno de figurar
en un libro de Oliver Sacks.
Torcuato Luca de Tena proviene de una familia dedicada al periodismo y su labor profesional se desarrolló en innumerables medios y circunstancias. Ser un periodista de estirpe queda reflejado de manera patente en obras como ésta, tal vez la más famosa de todas ellas. Su acierto es notable a la hora de mantener el ritmo de la novela, combinando información y suspense y haciendo avanzar la trama sin caer en la mera anécdota. Su estilo es directo y ágil, huyendo de las descripciones innecesarias y demorándose tan solo en los detalles psicológicos de sus personajes, cayendo en ocasiones en cierto reduccionismo en el tratamiento de alguno de ellos.
Pero Luca de Tena pretende escribir una novela y no un relato novelado de su propia peripecia personal. Por ello, la acción avanza y entramos en una segunda parte en la que, ya conocido el escenario y los personajes principales, al más puro estilo del género de suspense, asistiremos al esfuerzo por diagnosticar a Alicia, determinar la veracidad de sus sentimientos y, en suma, asumir la decisión de mantenerla ingresada junto a unos dementes con los que ningún parecido parece guardar, o liberarla y devolverla al mundo asumiendo el riesgo de que la brillantez de su inteligencia y su personalidad hayan jugado una mala pasada a sus médicos.
Nada más diremos de la peripecia de Alicia, la intriga detectivesca, en ocasiones casi rondando la comedia de enredo,y el desenlace que parece alejarse a cada vuelco que da la historia. Porque, en suma, el núcleo de la novela ya ha sido expuesto, y el desafío para el lector está lanzado: los interrogantes que los médicos trazan sobre la cordura de Alicia se vuelven hacia nosotros, que deberemos afrontar el examen de nuestros propios impulsos y deseos, nuestras obsesiones y recovecos y así determinar si, expuestos a la luz del día; son tan livianos como para devolvernos la tranquilidad sobre nuestra sanidad mental.
Porque esa frontera tan sutil entre uno y otro mundo es a lo que se enfrentará, tanto la Junta de Médicos de La Fuentecilla, como el lector de Los renglones torcidos de Dios. Al primer interrogante se obtendrá (tal vez) respuesta al concluir la novela. La segunda cuestión deberá dictarminarla cada cuál consigo mismom, así de ingrata y exigente es la Literatura.