Hay novelas de misterio en las que el interés del lector descansa en tratar de averiguar el desenlace, de recoger las pistas que el autor desperdiga y anticipar (cuantas más páginas mejor) quién fue el asesino, el ladrón, el culpable en definitiva. Hay otras novelas de misterio en las que el lector disfruta con la propia trama, con los giros imprevistos (muchos de ellos contra toda lógica) y en las que arribar al destino, como en la Ítaca de Kavafis, no es sino la oportunidad de echar la vista atrás y saborear lo recorrido.
Esto es lo mismo que decir que hay novelas de misterio malas y novelas de misterio buenas, aunque como en todo en la vida, son cuestiones de gusto.
Quizá lo que haya sea dos formas de leer novelas de misterio, las de quienes las ven como un acertijo que se les ofrece, del que suelen salir mal parados -salvo por el azar -ya que nadie hay más tramposo que un escritor de este género- y la de quienes sólo desean disfrutar de los razonamientos de los protagonistas y de una multitud de hilos sueltos que jalonan una narración trepidante.
La juguetería errante pertenece sin duda alguna al segundo grupo, al de las buenas novelas, al de aquellas obras escaparate del ingenio de su autor y en las que muchas veces olvidamos al poco quién fue el asesino o sus motivos, tan anecdótico nos parece.
Como todo buen libro, La juguetería errante guarda misterios incluso en la figura de su autor. Edmund Crispin es el seudónimo bajo el que se esconde un auténtico esnob inglés, Bruce Montgomery, formado (cómo no) en Oxford, compositor de diversas obras corales, guionista de comedias para el cine y que ganó fama gracias a varias novelas de misterio escritas entre los años 1944 y 1952 para luego abandonar la escritura de ficción y centrarse en la redacción de reseñas sobre novelas policiacas y ciencia ficción hasta su muerte.
Edmund Crispin - Bruce Montgomery |
De entre todas sus novelas destaca La juguetería errante, obra maestra del género, tanto por su gancho para el lector como por los diversos golpes cómicos de los que está repleta. Veamos.
Richard Cadogan, un poeta laureado -pero de escaso reconocimiento público-, decide escapar de Londres a la búsqueda de aventuras que puedan romper la monotonía de su vida y permitirle recuperar algo de la inspiración y frescura que anhela. Desconcertantemente, en un alarde de ardor y bravura, decide desplazarse a Oxford, donde estudió de joven y donde nadie más que él podría confiar en encontrar el tipo de estímulo que sacuda una vida. Pero Cadogan lo encuentra, al verse envuelto en una extraña escena en la que descubre en una vieja juguetería el cadáver de una anciana, claramente asesinada. Horas después, y recuperado del desvanecimiento producido por un golpe que un desconocido le ha propinado, vuelve a la escena del crimen acompañado por la policía y descubre que lo que antes era una juguetería, ahora es una tienda de ultramarinos que parece haber estado siempre ubicada allí, sin rastro del cadáver de la anciana.
Antes de enloquecer, decide visitar a Gervase Fen (protagonista de todas las novelas de Crispin), antiguo compañero de estudios, actualmente profesor de Literatura y residente en el college St. Christopher, casualmente, investigador aficionado con quien comienza a atar los cabos sueltos de esta historia que les llevará a descubrir un complot para acabar con la vida de la anciana, único obstáculo para que unos legatarios cobren la fabulosa suma que una excéntrica y amargada dama ha decidido confiarles de manera arbitraria para el caso de que su única familiar no reclame la herencia en un plazo determinado.
Y a partir de aquí, comienzan a cumplirse todos los tópicos esperables de una novela inglesa de este estilo. Una saludable combinación de ingenio e ironía, de personajes dignos de una obra de teatro de Oscar Wilde, de situaciones hilarantes (que no desternillantes), un punto de esnobismo continuo resaltado por la excéntrica personalidad de Gervase.
Publicada en 1946, su autor logra pasar por alto que ha ocurrido una guerra mundial, que los habitantes del Reino Unido tienen racionado casi cualquier alimento que se pueda imaginar y que un nuevo tiempo ha venido para alterar el orden social de caballeros y sirvientes.
Pero así es la Inglaterra de Edmund Crispin, ajena a lo que acontece en el mundo, sólo fiel a sí misma y a sus clichés (comenzando por esa afición tan británica por el crimen sórdido pero pulcro al tiempo) .
Lo que no escapa al inmisericorde ojo de Edmund Crispin es el mundo literario de su tiempo. Dado que los dos protagonistas son literatos oxonienses, las referencias y citas (tanto a autores remotos, como a otros más próximos en el tiempo) son frecuentes, obligando a un abultado número de notas explicativas que ponen a prueba los conocimientos de José C. Vales al margen de los méritos de su traducción y el refinado olfato de la editorial Impedimenta.
En este mundo cómico (pero en el que se asesina a personas indefensas) los camioneros resultan ser admiradores de la obra de D.H. Lawrence y el comisario de Oxford se devana los sesos tratando de concretar el sentido último de Medida por medida de William Shakespeare. Improbable, aunque no imposible.
Porque Crispin, entre cuyas aficiones enumeraba vaguear y observar a los gatos, tal vez conociera mejor el alma humana que cualquier otro y esos contrastes reflejen a la perfección una realidad que en 1946 se había tornado incomprensible. Que pocos años antes un gran país hubiera vuelto la espalda a su tradición humanista y racional abrazando un doctrina que renegaba de su verdadero pasado (no el inventado para mayor engrandecimiento de sus líderes), capaz de poner en marcha planes tan espeluznantes como la Solución Final, pone de manifiesto que las contradicciones no son patrimonio de la ficción aunque sólo en ella podemos disfrutar de su esperpento, y así debiera ser siempre.