Stefan Zweig había comenzado a
recopilar materiales para escribir su autobiografía bajo el título provisional Mis
tres vidas, cuando decidió aparcar el proyecto y dirigir sus esfuerzos
hacia El mundo de ayer. Según
explicaba el propio autor, su vida carecía de interés salvo por las personas
que había conocido y los hechos que había tenido la oportunidad de vivir, un
tiempo que ya no volvería y del que quería dejar constancia.
Esta justificación,
mezcla de humildad y falsa modestia, resume a la perfección las contradicciones
en que vivió el autor austríaco y contra las que luchó en vano. Y es
precisamente en esa clave en la que se centra la biografía Las tres vidas de Stefan Zweig (Ed.
Papel de liar. 2009) escrita por Oliver
Matuschek con traducción de Cristina
Sánchez. El esfuerzo del investigador ha
reunido toda la información disponible, especialmente a través de los archivos
del hermano de Zweig y de Friderike, su primera esposa, cuyas contradicciones e
intereses opuestos han envenenado los esfuerzos biográficos previos. En este
campo, el libro es notable, pudiendo echarse en falta más referencias a la obra
literaria de Zweig, su vigencia o mérito.
Las tres vidas a que se refiere el título y que Matuschek ha tomado prestado del proyecto inicial de Zweig, son la infancia, los primeros años como escritor y la plena madurez como tal.
Ya
en sus primeros años, Stefan Zweig
dio muestras de su interés por el arte en sus múltiples manifestaciones. El
ambiente artístico de la Viena capital del Imperio, era tal que podía cruzarse
por la calle con genios reconocidos de su tiempo por quienes sentía sincera
admiración. Junto a jóvenes con similares aficiones pasaba horas apostado a la
salida de conciertos, óperas o representaciones teatrales para obtener
autógrafos de sus ídolos. Después, ya en casa, dejaba volar su imaginación
contemplando y ordenando su colección, tratando de absorber la esencia de la
genialidad que aquellos breves trazos ocultaban.
Esta
afición pasó a convertirse con los años en una auténtica obsesión. Ya no
bastaban los autógrafos que podía conseguir directamente en las calles de Viena.
Inició una campaña de solicitudes mediante cartas en las que, junto a la petición
acompañaba el sobre y sello para la devolución, asegurándose así multitud de
autógrafos de todo el Imperio Austro-Húngaro y más allá de sus fronteras.
El
siguiente paso fue conseguir escritos originales, manuscritos de obras que
admiraba, partituras y cualquier otro documento que uniera la grafía del
creador y algo del aliento de su obra. De este modo, su colección pasó a
convertirse en una de las más impresionantes y completa jamás reunida en la
materia. EL interés de Zweig por el proceso creativo se consolidó examinando
las variaciones entre los textos definitivos y las primeras versiones, las
sucesivas correcciones, tachaduras y enmiendas. De todo ello aprendía y a todo
ello volvería para escribir algunas de sus mejores páginas.
Incluso
llegó a comenzar a coleccionar objetos personales como plumas o muebles, como
el escritorio de Beethoven. Para dar cobijo a tan impresionante colección tuvo
que habilitar gran parte de su casa de Salzburgo.
Las
horas pasadas contemplando estas obras y tratando de penetrar en el espíritu de
sus autores forzó su interés por los perfiles psicológicos que posteriormente
le otorgarían merecida fama. Lutero, Fouché o María Estuardo fueron solo
algunos de los personajes históricos que trató desde una perspectiva
psicológica innovadora en una época en la que todavía el pensamiento de Freud
era considerado como peligroso y poco recomendable.
Para
Zweig, estos libros eran una parte fundamental de su obra, si bien, la poesía
siempre conservó un papel preponderante. Sus primeras obras publicadas fueron
poéticas y su labor como traductor de autores francófonos como Émile Verhaeren
es fundamental para comprender y valorar el modo en que la Primera Guerra
Mundial le impactó rompiendo sus contactos con autores de otras lenguas.
El
teatro sería otra gran pasión de Zweig que llegaría a ver representadas varias
de sus obras. Particularmente querida por él fue Jeremías, un drama sobre el profeta bíblico publicado en pleno
fragor de la Gran Guerra y en el que volcó su visión pacifista.
Sin
embargo, las obras que realmente le proporcionaron fama y dinero fueron sus
novelas y narraciones breves. Fueron ellas las traducidas a un gran número de
idiomas, las que firmaba sin agotarse en las librerías de Berlín, Bruselas,
París, Londres o Nueva York.
De
ellas vivía y con ellas podía pagar un nivel de vida a la altura del de un
burgués, cuyos gustos y costumbres despreciaba y ansiaba a un tiempo. Gustaba
de verse rodeado de otros autores de renombre y trató a muchos grandes hombres
de su tiempo pero, en el fondo, siempre añoraba la soledad que le permitiera
estudiar, escribir o trabajar en la elaboración de un catálogo de su colección
de manuscritos.
En
su casa no aceptaba artilugios modernos y en artículos periodísticos denostaba
la radio al tiempo que fue uno de los primeros hombres de letras en emplearla
como medio de difundir su obra.
Durante
la guerra trató de conjugar una postura pública próxima al pacifismo al tiempo
que ocupaba un puesto en el ejército escribiendo glosas a los caídos en el
campo de batalla e inventando gestas y heroicidades inexistentes. Viajó a la
neutral Suiza para contactar con otros intelectuales y buscar soluciones
pacíficas al conflicto demorando el regreso a Austria y colocándose en una
posición de franca rebeldía. Pero sus esfuerzos resultaron infructuosos al no
gozar de la confianza de los países aliados y ser duramente criticado en su
propia patria.
El
periodo de entreguerras con sus conflictos latentes fruto de una tregua inestable, vieron el
ascenso definitivo de Zweig como bestseller
mundial pero el impulso y espíritu del autor comenzaba a dar muestras de
flaqueza.
Su
matrimonio con Friderike hacía aguas pero Zweig trataba de conservar un vínculo
que era más legal que real. Su salud se resquebrajaba mientras veía y sufría
enormemente por la muerte de amigos y de sus padres.
El
ascenso del nacionalsocialismo en Alemania y su correlato austríaco fueron
vistos por Zweig como una amenaza directa que supo anticipar como pocos. Hombre
práctico, comenzó a planear la venta de la casa de Salzburgo, fue enviando
parte de su colección de manuscritos al extranjero y cuando las leyes lo
prohibieron, trató de vender lo que pudo de modo que no se perdiera la
integridad de su colección.
Cuando
la amenaza nazi era ya irreversible, Zweig emigró a Inglaterra donde contrató
los servicios de Lotte, una secretaria que se convertiría al poco en su amante
y segunda esposa tras el divorcio con Friderike con la que, en todo caso, no
logó romper definitivamente.
El
estallido de la Segunda Guerra Mundial, la ocupación de Francia y el comienzo
del Blitz alejaron por segunda vez a
Zweig de lo que parecía un hogar estable. Inicialmente se instaló en Nueva York
pero aseguraba no poder trabajar a gusto rodeado de tanta gente, tantos
conocidos, tanta notoriedad.
Por
ello, planeó junto a Lotte, la tercera y última mudanza a Petrópolis (Brasil),
a donde llegó en 1941.
Todas
sus contradicciones se agolpaban asfixiantemente. Alejado del público para
poder escribir, no era capaz de centrarse en nuevos proyectos aparcados desde
hacía tiempo. Los amigos, tan molestos en otras ocasiones, eran añorados entre
horas de interminable tedio. Los restos de su colección de manuscritos, fuente
de tranquilidad, había desaparecido casi por completo y lo que aún conservaba
debía ser vendido progresivamente para sufragar todos sus gastos.
Sus
libros seguían teniendo éxito pero no podían publicarse en alemán, el idioma en
que eran escritos. Todo parecía conjurarse en forma de ataques depresivos que
ya le venían rondando desde hacía años.
Aunque
su suicidio final junto a Lotte resulte sorprendente y aparatoso no lo son las
razones que le llevaron a ello. Stefan Zweig murió en un tiempo y un mundo en
el que su figura resultaría irrelevante. Ni sus obras, ni sus ideales
pacifistas e internacionalistas parecían adecuados para unos años en los que
las fronteras entre el Bien y el Mal estaban claramente definidas y en las que
no había campo para la sutil discusión de un café vienés.