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25 de enero de 2015

Las tres vidas de Stefan Zweig (Oliver Matuschek)



 Stefan Zweig había comenzado a recopilar materiales para escribir su autobiografía bajo el título provisional Mis tres vidas, cuando decidió aparcar el proyecto y dirigir sus esfuerzos hacia El mundo de ayer. Según explicaba el propio autor, su vida carecía de interés salvo por las personas que había conocido y los hechos que había tenido la oportunidad de vivir, un tiempo que ya no volvería y del que quería dejar constancia.

Esta justificación, mezcla de humildad y falsa modestia, resume a la perfección las contradicciones en que vivió el autor austríaco y contra las que luchó en vano. Y es precisamente en esa clave en la que se centra la biografía Las tres vidas de Stefan Zweig (Ed. Papel de liar. 2009) escrita por Oliver Matuschek con traducción de Cristina Sánchez. El esfuerzo del investigador ha reunido toda la información disponible, especialmente a través de los archivos del hermano de Zweig y de Friderike, su primera esposa, cuyas contradicciones e intereses opuestos han envenenado los esfuerzos biográficos previos. En este campo, el libro es notable, pudiendo echarse en falta más referencias a la obra literaria de Zweig, su vigencia o mérito.

Las tres vidas a que se refiere el título y que Matuschek ha tomado prestado del proyecto inicial de Zweig, son la infancia, los primeros años como escritor y la plena madurez como tal.

Ya en sus primeros años, Stefan Zweig dio muestras de su interés por el arte en sus múltiples manifestaciones. El ambiente artístico de la Viena capital del Imperio, era tal que podía cruzarse por la calle con genios reconocidos de su tiempo por quienes sentía sincera admiración. Junto a jóvenes con similares aficiones pasaba horas apostado a la salida de conciertos, óperas o representaciones teatrales para obtener autógrafos de sus ídolos. Después, ya en casa, dejaba volar su imaginación contemplando y ordenando su colección, tratando de absorber la esencia de la genialidad que aquellos breves trazos ocultaban.

Esta afición pasó a convertirse con los años en una auténtica obsesión. Ya no bastaban los autógrafos que podía conseguir directamente en las calles de Viena. Inició una campaña de solicitudes mediante cartas en las que, junto a la petición acompañaba el sobre y sello para la devolución, asegurándose así multitud de autógrafos de todo el Imperio Austro-Húngaro y más allá de sus fronteras.
 
  Oliver Matuschek
El siguiente paso fue conseguir escritos originales, manuscritos de obras que admiraba, partituras y cualquier otro documento que uniera la grafía del creador y algo del aliento de su obra. De este modo, su colección pasó a convertirse en una de las más impresionantes y completa jamás reunida en la materia. EL interés de Zweig por el proceso creativo se consolidó examinando las variaciones entre los textos definitivos y las primeras versiones, las sucesivas correcciones, tachaduras y enmiendas. De todo ello aprendía y a todo ello volvería para escribir algunas de sus mejores páginas.

Incluso llegó a comenzar a coleccionar objetos personales como plumas o muebles, como el escritorio de Beethoven. Para dar cobijo a tan impresionante colección tuvo que habilitar gran parte de su casa de Salzburgo.

Las horas pasadas contemplando estas obras y tratando de penetrar en el espíritu de sus autores forzó su interés por los perfiles psicológicos que posteriormente le otorgarían merecida fama. Lutero, Fouché o María Estuardo fueron solo algunos de los personajes históricos que trató desde una perspectiva psicológica innovadora en una época en la que todavía el pensamiento de Freud era considerado como peligroso y poco recomendable.

Para Zweig, estos libros eran una parte fundamental de su obra, si bien, la poesía siempre conservó un papel preponderante. Sus primeras obras publicadas fueron poéticas y su labor como traductor de autores francófonos como Émile Verhaeren es fundamental para comprender y valorar el modo en que la Primera Guerra Mundial le impactó rompiendo sus contactos con autores de otras lenguas.

El teatro sería otra gran pasión de Zweig que llegaría a ver representadas varias de sus obras. Particularmente querida por él fue Jeremías, un drama sobre el profeta bíblico publicado en pleno fragor de la Gran Guerra y en el que volcó su visión pacifista.

Sin embargo, las obras que realmente le proporcionaron fama y dinero fueron sus novelas y narraciones breves. Fueron ellas las traducidas a un gran número de idiomas, las que firmaba sin agotarse en las librerías de Berlín, Bruselas, París, Londres o Nueva York.

De ellas vivía y con ellas podía pagar un nivel de vida a la altura del de un burgués, cuyos gustos y costumbres despreciaba y ansiaba a un tiempo. Gustaba de verse rodeado de otros autores de renombre y trató a muchos grandes hombres de su tiempo pero, en el fondo, siempre añoraba la soledad que le permitiera estudiar, escribir o trabajar en la elaboración de un catálogo de su colección de manuscritos.

En su casa no aceptaba artilugios modernos y en artículos periodísticos denostaba la radio al tiempo que fue uno de los primeros hombres de letras en emplearla como medio de difundir su obra. 


Durante la guerra trató de conjugar una postura pública próxima al pacifismo al tiempo que ocupaba un puesto en el ejército escribiendo glosas a los caídos en el campo de batalla e inventando gestas y heroicidades inexistentes. Viajó a la neutral Suiza para contactar con otros intelectuales y buscar soluciones pacíficas al conflicto demorando el regreso a Austria y colocándose en una posición de franca rebeldía. Pero sus esfuerzos resultaron infructuosos al no gozar de la confianza de los países aliados y ser duramente criticado en su propia patria. 

El periodo de entreguerras con sus conflictos latentes  fruto de una tregua inestable, vieron el ascenso definitivo de Zweig como bestseller mundial pero el impulso y espíritu del autor comenzaba a dar muestras de flaqueza.

Su matrimonio con Friderike hacía aguas pero Zweig trataba de conservar un vínculo que era más legal que real. Su salud se resquebrajaba mientras veía y sufría enormemente por la muerte de amigos y de sus padres. 

El ascenso del nacionalsocialismo en Alemania y su correlato austríaco fueron vistos por Zweig como una amenaza directa que supo anticipar como pocos. Hombre práctico, comenzó a planear la venta de la casa de Salzburgo, fue enviando parte de su colección de manuscritos al extranjero y cuando las leyes lo prohibieron, trató de vender lo que pudo de modo que no se perdiera la integridad de su colección.

Cuando la amenaza nazi era ya irreversible, Zweig emigró a Inglaterra donde contrató los servicios de Lotte, una secretaria que se convertiría al poco en su amante y segunda esposa tras el divorcio con Friderike con la que, en todo caso, no logó romper definitivamente.

El estallido de la Segunda Guerra Mundial, la ocupación de Francia y el comienzo del Blitz alejaron por segunda vez a Zweig de lo que parecía un hogar estable. Inicialmente se instaló en Nueva York pero aseguraba no poder trabajar a gusto rodeado de tanta gente, tantos conocidos, tanta notoriedad.
Por ello, planeó junto a Lotte, la tercera y última mudanza a Petrópolis (Brasil), a donde llegó en 1941.

Todas sus contradicciones se agolpaban asfixiantemente. Alejado del público para poder escribir, no era capaz de centrarse en nuevos proyectos aparcados desde hacía tiempo. Los amigos, tan molestos en otras ocasiones, eran añorados entre horas de interminable tedio. Los restos de su colección de manuscritos, fuente de tranquilidad, había desaparecido casi por completo y lo que aún conservaba debía ser vendido progresivamente para sufragar todos sus gastos.

Sus libros seguían teniendo éxito pero no podían publicarse en alemán, el idioma en que eran escritos. Todo parecía conjurarse en forma de ataques depresivos que ya le venían rondando desde hacía años.

Aunque su suicidio final junto a Lotte resulte sorprendente y aparatoso no lo son las razones que le llevaron a ello. Stefan Zweig murió en un tiempo y un mundo en el que su figura resultaría irrelevante. Ni sus obras, ni sus ideales pacifistas e internacionalistas parecían adecuados para unos años en los que las fronteras entre el Bien y el Mal estaban claramente definidas y en las que no había campo para la sutil discusión de un café vienés.