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13 de julio de 2025

Equiridion / Disertaciones (Epicteto)



Si quieres progresar, permite que por las cosas externas te juzguen estúpido y necio. No quieras parecer sabio; y si se lo parecieras a algunos, desconfía de ti mismo.




De un tiempo a esta parte ha venido poniéndose de moda la filosofía estoica. Un movimiento que puede entenderse, a decir de algunos, por la confusión de nuestro tiempo, una incertidumbre que nos hace buscar algo inamovible a lo que agarrarnos y esta filosofía o modo de vida parece adecuarse a esa finalidad. Se alega que el estoicismo busca la fuente de la estabilidad en aquello que está en nuestro poder, aprendiendo a no desesperarnos por el resto. Así, en un tiempo en el que la tecnología parece haber dejado al Hombre en una continua y agotadora carrera contra el tiempo que nos deja exhaustos en todos los aspectos, físico, espiritual, anímico, el centrarse en aquello que sí está en nuestra mano, puede resultar un bálsamo.



Si alguno te anuncia que otro habla mal de ti, no contradigas el anuncio, sino responde: «En verdad que no sabía él de otros vicios que yo tengo; pues, de haberlos sabido, no habría dicho aquellos solo».



Aunque sin duda, esta idea es un reduccionismo bastante tosco del pensamiento estoico, lo cierto es que tal vez en ninguna época se haya vivido en paz y armonía, por más que ahora resulte conveniente señalar las alteraciones que se vivían en los tiempos estoicos y sus paralelismos con los actuales, lo cierto es que si se preguntara a cualquier persona del pasado, aseguraría que el culmen de la incertidumbre se vive en su época, siempre hay razones para pensar así.


Hoy vivimos en la creencia de que los años tras la Segunda Guerra Mundial fueron la panacea del Estado del Bienestar y la estabilidad política, olvidando la Guerra Fría, el terrorismo político, las devastadoras consecuencias de la guerra en forma de racionamiento, hambre, enfermedad, desplazamientos masivos de personas y así en cualquier otro tiempo histórico que elijamos.



Nunca digas sobre nada «Lo he perdido», sino «Lo he restituido». ¿Ha muerto tu hijo? Ha sido restituido.



Pero volvamos a los estoicos, cuyas principales figuras son el político Cicerón, el emperador Marco Aurelio y el liberto Epicteto. Los dos primeros son conocidos por todos, aunque solo sea por las clases de Historia. Respecto del último, creo poder remontarme a la lectura de La soledad del corredor de fondo de Tony Richardson. Durante mucho tiempo creí que el personaje se había inspirado en Epicteto para su lucha contra el sistema y que de allí había obtenido yo mi referencia a este oscuro filósofo del que apenas se conservan unos fragmentos de su obra.



Si el sirviente del vecino quiebra un vaso u otra cosa, a la mano tienes decir: «Son cosas que ocurren con frecuencia». Has de saber, pues, que, aunque se quiebre el tuyo, conviene 

que seas el mismo que fuiste cuando se quebró el ajeno.




Con el tiempo he descubierto, releyendo el citado relato, que mis recuerdos, una vez más, eran errados y que la referencia a Epicteto que mi memoria desvalida conservaba deberían estar tomados de Todo un hombre, de Tom Wolfe libro que, por otra parte, ni siquiera recuerdo haber leído aunque sí conserve claramente esas referencias al liberto romano, prueba de que sí debí leer aquel libro.


Pero si mi recuerdo parece vacilar en el tiempo, qué no ha de ocurrir en el transcurso de cerca de dos mil años, desde los días en que Epicteto enseñaba a sus discípulos en Nicópolis y uno de ellos, tal vez el más aplicado, el que logró más fama posterior, Arriano tomaba notas presurosas por las que llegaría a nuestros días la obra de su maestro.

 


En las Disertaciones, Arriano recoge las enseñanzas de Epicteto de forma dialogada, casi como si el alumno estuviera siendo aleccionado en directo por su maestro, interrogado y cuestionado, y podemos asistir a ese proceso de enseñanza tan distinto del actual en el que el poseedor del conocimiento lo imparte como lo haría un Dios todopoderosos sobre la inculta grey soportando con paciencia y cierta benevolencia condescendiente la estupidez de sus alumnos.  



Acuérdate de que no es quien injuria o hiere el autor de la ofensa, sino la opinión del que considera estas cosas ofensivas.




Estas disertaciones se contenían originalmente en ocho libros, de los que hasta el momento solo conservamos cuatro. En ellos Epicteto da cuenta de su filosofía, una aproximación práctica alejada de las diatribas sofistas más enfocadas al alarde verbal y al silogismo, para volcarse en la definición de reglas de comportamiento, de modos de conducirse por la vida para hacer honor a esa idea de filósofo. En ellas trata todo tipo de cuestiones prácticas mediante ejemplos perfectamente comprensibles aún hoy en nuestros días y, sin duda, esto ha permitido la vigencia de sus ideas frente a la de otros filósofos. Dado que es un rasgo también extensible a otras figuras del estoicismo, podemos hacernos una idea de las razones que hacen de esta filosofía  algo tan afín a nuestros días, tan alejado de las disquisiciones sobre el ser, la materia, lo ontológico y lo contingente.  


Cuando nace el estoicismo, más o menos al tiempo que lo hacen otras escuelas de filosofía helenística, el periodo de gracia de la democracia había concluido. La política se había convertido en una disciplina complicada que podía generar problemas con el tirano de turno. Por ello, estos filósofos se volcaron en su propio interior, en buscar el modo de hallar la felicidad individual ya que de la colectiva se ocupaban por su cuenta y riesgo los gobernantes sin dar cabida a opiniones ajenas. Otro tanto pasaría en los comienzos de nuestra era, cuando el poder del César había acabado con la agotada República. De ahí ese cambio respecto de los filósofos anteriores, más dados a cuestiones externas, como la materia y la política, más proclives a expresar el mejor modo de organizar la república, tal y como hacían Platón y Aristóteles.  



No tienen coherencia ni rigen estas proposiciones: «Soy más rico que tú, luego soy mejor que tú», «Soy más elocuente que tú, luego también mejor». Pero rigen estas: «Soy más rico que tú, luego tengo más dinero», «Soy más elocuente que tú, luego mi decir es mejor que el tuyo». Pero tú ni eres dinero ni dicción.



Si bien las Disertaciones no encierran una especial complejidad, es cierto que pueden no ser una lectura fluida conforme a lo que estamos acostumbrados en nuestros días y, tal vez, sea necesario consultar las notas a pie de página que generosamente se reparten por la edición de Gredos a cargo de Paloma Ortiz García y que también traduce la obra al castellano. Por otro lado, esa edición recoge una introducción también a cargo de la traductora que aborda diversas cuestiones interesantes como el empleo de la variante del griego empleada, la koiné, una especie de versión internacional, la misma a la que pronto se vertieron los evangelios cristianos.  



En ningún modo te llames filósofo, ni sobre principios o doctrinas discurras mucho con idiotas. Por ejemplo, en un convite no digas de qué modo se debe comer, sino come tú como se debe.



Pero Epicteto tiene una especie de as en la manga. su famoso manual o Enquiridion, es decir, una pequeña obra para llevar a mano o para emplear como arma defensiva según la etimología que cada uno prefiera y que condensa en breves frases. en muchos casos auténticos aforismos, toda su filosofía. Esta obra ha gozado de continuo éxito, desde su primera versión. Es sabido que en las bibliotecas medievales de los monasterios siempre había algún ejemplar que era costosamente copiado. De ahí venga probablemente la falsa idea de que el filósofo era un cristiano oculto, un convertido a la fe auténtica que escondía su creencia  bajo la apariencia de una filosofía práctica pero que, y esto sí es cierto, tenía numerosas similitudes con el mensaje del Evangelio.


Sin duda, el tono general y sentencioso de la obra puede asemejarse a ciertos pasajes del Nuevo Testamento. Su esfuerzo por separar lo que es del César y lo que es de Dios podía sentar una nueva coincidencia, al igual que muchas de las enseñanzas, tendentes a la moderación y la templanza, a evitar el lujo pero esconder las obras de caridad para evitar el halago ajeno, el pecado de orgullo.


Procura con todas tus fuerzas conservarte puro de las cosas venéreas mientras no estés casado. Si las tocas, que sea legítimamente. Pero no molestes ni reprendas a los que las usan, ni te alabes de tu continencia.



Este libro, que en función de las versiones puede ir desde las cincuenta a las ochenta páginas, algunas de ellas ocupadas tan solo por un par de líneas,  se asemeja a esos libros de la New Age, sembrando algo de confusión, lo que viene a unirse a los títulos llamativos que los editores le han dado para poder asentarlo en ese nicho de mercado que parece capaz de comerse el mercado. Así, tenemos desde El arte de vivir en tiempos difíciles (Editorial Alianza), El arte de ser libre (Koani Libros) o el Manual de vida (Taurus).


Y lo cierto es que, superando el rechazo que este tipo de títulos despierta en mí, he de reconocer que su lectura es adictiva. En él se recogen citas literales de las Disertaciones o reelaboraciones de las ideas allí contenidas, recordemos que de éstas tan sólo se conserva la mitad del corpus original. Y la concisión y belleza del lenguaje destaca por encima de todo. En las Disertaciones estas frases aparecen dentro de un contexto general mayor por lo que tienden a no resultar tan impactantes, pero aquí, en forma de pequeños esbozos resultan demoledoras.



Guarda silencio en cuanto puedas o habla lo necesario solamente, con las menos palabras posibles. Rara vez, y solo si lo pide la ocasión, sal a hablar de las cosas de las que se suele: no de gladiadores, ni de circenses, ni de atletas, ni de comidas ni bebidas. Y si hablas de personas, no reprendas ni alabes ni hagas comparaciones entre ellas.



Aunque no pretendo hacer un análisis de la filosofía de Epicteto, trataré de ofrecer algunas de sus ideas, al menos las que me resultan más atractivas tras la lectura del Enquiridion. El hombre debe distinguir aquello que está dentro de su arbitrio, en lo que puede cambiar, y centrarse en ello, dejando de lado aquello sobre lo que no tiene capacidad. Así, la muerte, sobre la que no tenemos soberanía alguna, no es una desgracia en sí, sino que ésta viene de la idea que de ella nos hacemos.


Debemos aplicarnos a nosotros mismos los consejos que damos a otros que han sufrido una pérdida puesto que lo que creemos que a ellos sirve, también ha de hacerlo para nosotros. La pérdida ha de ser interpretada como la devolución de algo que nos fue prestado por un tiempo determinado. Ésta es la idea del memento mori, esa frase que en las comedias le susurra al oído del César un esclavo para que no pierda la ecuanimidad de los humanos y no olvide que es tan mortal como cualquiera de sus gobernados.  


Si quieres progresar, olvídate de los siguientes pensamientos: «Si descuido mis cosas, no tendré qué comer». «Si no castigo a mi sirviente, será malo». Mejor es morir de hambre, libre de aflicción y miedo, que vivir entre abundancia con el ánimo turbado. Mejor es que tu sirviente sea malo que tú infeliz.


Las lecciones son prácticas y actuales. Predica que uno tiene que valorar lo que está en la naturaleza de las cosas antes de decidir las acciones. Así, si uno quiere ir a los baños, ha de considerar que allí hay gente que se comporta groseramente, que puede haber salpicaduras e incluso hurtos y que, por tanto, si cualquiera de esas cosas sucede y, pese a ello, uno ha querido acudir a los baños, no tiene sentido quejarse o perturbarse porque ocurra lo que está en la naturaleza de las cosas.



No fuiste convidado al banquete, pero tampoco pagaste su coste, que es el de la adulación y la lisonja. Paga, pues, ese escote si te conviene. Pero, si no quieres dar esa paga, y sí disfrutar de la comida, es que eres avaro y necio.



Ha de evitarse la relación social por sí misma ya que quien se junta con animales no puede sino convertirse en uno de ellos, pero si uno no tuviera ocasión de excusarse, ha de comportarse con comedimiento, tratar de evitar hablar y si ha de hacerlo, no criticar ni excederse, no ser el primero en reírse, no contar chismes. En la comida, no ha de abalanzarse sobre las fuentes que sirvan los esclavos sino dejar pasar los platos, pero tampoco pretender dar lecciones en la mesa ya que esto solo responde al propio ego, las lecciones han de darse con el ejemplo, no con la lengua.



Por ejemplo, si estimas una vasija, piensa que no es más que una vasija que estimas; no te inquietes aunque se quiebre. Si amas a tu hijo o a tu mujer, piensa que amas a un ser mortal; así, no perderás la calma aunque muera.



Y así se van desgranando las lecciones del antiguo esclavo de Epafrodito, que sufrió en su propio cuerpo los castigos de su amo, que quedó medio cojo por las palizas y que cuando fue libertado se dedicó a enseñar filosofía, marchando a Nicópolis cuando el emperador Domiciano decretó la expulsión de los filósofos de Roma. Epicteto, de quien apenas se sabe poco más de lo que acabo de mencionar, ni siquiera hay seguridad sobre si tuvo esposa, se cree que nació esclavo puesto que Epicteto deriva del término griego "adquirido" y murió en el 135 d. C. pero su legado perdura aún hoy en día con más fuerza que la de otros filósofos de quien conocemos su obra y milagros al detalle y que tuvieron la fortuna de poder legarnos directamente su obra escrita y no recogida años después de su muerte por la mano de un alumno.


La traducción de los párrafos aquí seleccionados es la correspondiente al volumen Manual de Vida, de la editorial Taurus, con traducción de José Ortiz y Sanz, no sé si es la más ajustada a los conceptos filosóficos, pero desde luego es la más hermosa de las que he leído. Espero que estos ejemplos sean la mejor invitación para el lector.   



Acuérdate de que tú eres el actor de un drama tal como lo quiso plantear su autor, ya sea breve o largo. Si quiere que representes a un mendigo, represéntalo bien; y lo mismo si un cojo, si un príncipe, si un plebeyo. Lo que te incumbe a ti es representar bien el papel que te encargan, pero elegirlo le corresponde a otro.






2 de julio de 2025

El gran engaño: Cómo la industria de la consultoría debilita las empresas, infantiliza a los gobiernos y pervierte la economía (Mariana Mazzucato y Rosie Collington)


Muchos habrán pasado por una experiencia similar en sus lugares de trabajo. Un día se anuncia la llegada de una consultora, una empresa —normalmente de gran renombre y altos costes— que viene para ayudar a "mejorar el trabajo", el modo en que se hace. Que nadie se preocupe: solo vienen a ayudar, a cambiar desde fuera, con otros ojos, con ideas frescas, sin los vicios que arrastramos en nuestro día a día.


Y llegan. Se sientan con todas las personas. Entrevistan, tomando infinidad de notas, mostrando un interés genuino y sincero. Se nota que no tienen mucha idea: sus preguntas denotan un sesgo muy claro y evidencian una falta absoluta de interés por el propósito del trabajo que uno desempeña, por el impacto en el cliente o en el resto de áreas con las que te relacionas.


Y así, un día aparece el informe de la consultora. En ese informe uno confirma sus intuiciones: falta de conocimiento sobre el contenido del trabajo, sobre las complejidades en determinados puntos o las ineficiencias en otros. Todo ello ha sido normalmente obviado por una mezcla de desconocimiento e interés por cumplir con la finalidad por la que fueron llamados por el equipo de dirección.


Porque no es cuestión de culparles. A fin de cuentas, tú puedes trabajar en el sector de la distribución de mercancías peligrosas y ellos vienen de eficientar una empresa de congelación de esperma. Y tampoco es para molestarse si en la mayoría de las preciosas diapositivas que han utilizado han sustituido sin más los iconos de condones por los de camiones.


Y resulta que luego se quedan también para implantar, porque tal vez sus brillantes ideas necesiten de alguien que las impulse, que no las sabotee. Y se quedan para asegurar que todo sale como ellos lo han dibujado. Y, entre tanto, terminan por convertirse en unos compañeros más, empleados que suplen a los que ya no se pueden contratar por restricciones presupuestarias. Y aunque vayan identificados con una tarjeta para que quede claro que no son empleados sino “externos” y así evitar los riesgos de demanda por cesión ilegal de trabajadores, a todos los efectos son uno más.


Entre tanto, siguen generando ideas, en ocasiones hasta alterando sus propuestas iniciales, siempre con la promesa, como la zanahoria de la fábula de Esopo, de que el paso definitivo hacia la suprema eficiencia está a la vuelta de la esquina, a la vuelta del último PowerPoint, tal vez el que han empleado hace poco para otro cliente, pongamos que de una cadena de restaurantes de comida rápida, porque ya se sabe que los secretos de la eficiencia valen en todo lugar y circunstancia.


Y un día proponen, como si nada, que todos los procedimientos, los protocolos, las dailys, weeklys, monthlys, las BR y los entregables, que todos los puntos de control y situación, los pains y dashboards, no son más que una prueba de que el trabajo se ha vuelto muy complejo, de que no hay foco en el cliente y de que corremos el riesgo de volvernos unos funcionarios. Y, en una última pirueta, se propone la vuelta a un modelo más sencillo, más ágil, que suele parecerse bastante al que regía el día en que ellos llegaron.


Y eso, solo si entre medias el directivo de turno no ha cambiado y se ha llevado consigo a su consultora de confianza, y el nuevo se ha traído la suya. Porque, para gustos, consultoras.


En El gran engaño: Cómo la industria de la consultoría debilita las empresas, infantiliza a los gobiernos y pervierte la economía (Taurus, 2023), Mariana Mazzucato  y Rosie Collington desmontan esa gran obra de teatro contemporáneo que es el negocio de la consultoría global. Lo hacen con una mezcla brillante de rigor académico y narración escandalizada, rozando la conspiranoia del Código Da Vinci.


Desde la profesionalización del management en el siglo XX hasta el auge actual de las grandes firmas como McKinsey, BCG, Bain o Deloitte, el libro traza una genealogía crítica del papel que las consultoras han jugado en la transformación del mundo del trabajo. Lo que empieza como un proceso de racionalización termina convirtiéndose en una forma de dominación simbólica en la que los saberes se externalizan, las decisiones se despolitizan y el poder se esconde detrás de informes de cien páginas con iconografía de colores.


Como bien apuntan Mazzucato y Collington, las consultoras no tienen toda la culpa. En muchas ocasiones, las decisiones complejas y arriesgadas, las que impliquen inversiones millonarias, necesitan de un tercero al que poder echar la culpa si algo sale mal, o de alguien que justifique con su caro sello las decisiones que previamente ya ha tomado la dirección. Así, estas consultoras, cuyas finanzas son siempre más opacas que las de las empresas a las que asesoran, se convierten en portavoces de los deseos que los directivos sin ideas y sin valor no se atreven a expresar.


Estas empresas se afanan por vender imagen, gestionar sus logros más allá de cualquier duda. Los socios, tan interesados en establecer métricas para cuantificar cualquier aspecto de la empresa asesorada, serán muy reacios a la hora de establecer el mismo rigor para medir sus propios éxitos. Mazzucato señala con descaro que la aportación de valor para sus clientes de estas empresas debería ser, como mínimo, igual o inferior al coste que les facturan. Y sin embargo, nada hace creer que esto sea así.


Entonces, ¿son imbéciles los directivos? Ya se ha dicho que en muchas ocasiones se trata de cobardía a la hora de adoptar decisiones, falta de ideas o carencia de liderazgo para imponerlas. Pero en otras ocasiones estamos ante las puertas giratorias del negocio. Los directivos muchas veces provienen de estas mismas consultoras, son ellos quienes les generan negocio; en suma, creen realmente que aportan un valor considerable ya que, a fin de cuentas, nadie en su sano juicio creería que su trabajo no vale nada y ellos crecieron profesionalmente en estas firmas. No nos gusta mirarnos al espejo y que éste se rompa.


Las consultoras crean apariencia de ciencia. Sus escuelas de formación interna se abren al exterior y se rebautizan como "universidades" para dotarlas de un prestigio que no merecen. Sus publicaciones, bajo nombres que las equiparan a revistas de rigor científico, no son sino publicidad continua, con artículos que no son revisados por pares, con autobombo y autocomplacencia.

 



 

Las consultoras, en suma, no ayudan a pensar: ayudan a evitar pensar. Y en esa evasión, gobiernos y empresas se deslizan por la pendiente de la irresponsabilidad. Cuando un cambio no funciona, se culpa a la ejecución. Cuando el impacto es negativo, se culpa a la resistencia cultural. Cuando hay un escándalo, se niega que la consultora tuviera poder real. Pero El gran engaño demuestra que ese poder existe, y se ejerce de forma opaca, extractiva y peligrosamente desregulada.


Uno de los capítulos más demoledores del libro es el que relata el caso de Puerto Rico. Tras el huracán María, McKinsey participó en el diseño de las medidas de ajuste presupuestario que afectaron dramáticamente a los servicios públicos. Lo inquietante no es solo que se aplicaran recetas propias del mundo empresarial a un país devastado, sino que la propia consultora tenía intereses financieros en los bonos de deuda puertorriqueños. Es decir, ayudaba a definir políticas que afectaban el valor de unos activos de los que, en secreto, era beneficiaria. Más que conflicto de interés, se trata de una captura corporativa sin máscaras.


Y este no es un caso aislado. Como advierte el libro, buena parte del modelo de negocio de las consultoras se basa en esa zona gris donde se mezclan “recomendaciones estratégicas” y “valor compartido”. Como bien explica el libro, muchas de estas firmas viven de replicar soluciones prefabricadas y maquillarlas con un nuevo logo y un par de anécdotas personalizadas.


Estas empresas han logrado entrar incluso en mercados en vías de desarrollo donde aparentemente poco tendrían que aportar. Sin embargo, lo hacen de la mano de las multinacionales que se instalan en esos países, pero también para implementar los planes de ahorro que las organizaciones como el Banco Mundial o el FMI imponen a los Estados en vías de desarrollo para concederles ayudas, moratorias.


Otras técnicas que emplean estas empresas son las de asesorar a gobiernos a muy bajo coste, ofrecer incluso materiales y guías gratuitas para lograr un conocimiento de la estructura de sus clientes que les terminará por colocar en una buena posición cuando se abra un concurso público o cuando otro cliente requiera de sus servicios. Publicitarse como colaborador en proyectos altruistas es una buena inversión publicitaria. Igualmente, Mazzucato se recrea en cómo los apartados de las páginas de estas grandes consultoras ponen un énfasis desmedido en el medio ambiente, el cambio climático, con sorna asegura que a veces duda de si está en la página de Greenpeace o en la de Deloitte. Y es que el negocio de la sostenibilidad es demasiado jugoso como para andarse con tonterías y, a fin de cuentas, uno tiene que vender las recetas que curen los males que ayudamos a provocar.


Por otro lado, las conexiones entre el mundo de la auditoría y el de la consultoría han traído escándalos y dudas más que razonables sobre la honestidad del modelo de negocio en sí de estas grandes empresas. El resultado es paradójico: más consultoría, menos inteligencia institucional.


Lo que Mazzucato y Collington denuncian no es solo una práctica empresarial dudosa, sino una transformación profunda de cómo se gobiernan nuestras instituciones. Las consultoras han colonizado no sólo la empresa privada, sino también el Estado. Bajo la lógica de “modernización”, se han vaciado ministerios, se han debilitado servicios públicos y se ha infantilizado al poder político. Se les convence de que no saben, de que no pueden, de que alguien de fuera, más joven, más caro, más “data driven”, lo hará mejor.


Pero como tantas veces ocurre, el resultado es el contrario: menos capacidad técnica, menos memoria institucional, más dependencia. El libro sugiere que este proceso tiene consecuencias incluso sobre la calidad de nuestras democracias. La externalización sistemática de la toma de decisiones diluye la responsabilidad pública. ¿Quién votó a Accenture? ¿Quién eligió a McKinsey? ¿A quién se le exige cuentas cuando fallan?


Los errores en las decisiones públicas, como demuestran varios de los ejemplos citados en el libro, no son pagados por los responsables públicos que eligieron a las consultoras; tampoco lo pagan estas, ya hemos hablado de que no es fácil medir su grado de éxito o fracaso; lo terminan pagando los ciudadanos que no han intervenido en este proceso, en forma de sobrecarga de impuestos o peores servicios públicos.


Mariana Mazzucato ya ha venido demostrando su interés por la economía pública y los falsos mitos que la rodean como ya hizo en El Estado emprendedor, y aquí continúa exponiendo su reivindicación del papel del Estado, papel que se ve socavado por la injerencia de estas consultoras. 


El gran engaño no es solo un ensayo sobre el mundo de la consultoría, es una advertencia sobre un modelo económico que ha sustituido la reflexión por el protocolo, la política por la presentación, el compromiso por la palabrería hueca. Un libro como este incomoda, y esa es una de sus grandes virtudes. Porque incomoda a los tecnócratas, a los directivos acomodados, a los gobiernos débiles. Pero, sobre todo, incomoda a quienes aún creen que el conocimiento importa, que la decisión democrática vale más que la receta genérica, y que no todo lo que brilla en un PowerPoint debe regir nuestras vidas.


Lo que Mazzucato y Collington ponen sobre la mesa es una llamada a recuperar el control, a defender la inteligencia colectiva frente a la subcontratación del pensamiento. Y así,  quizá, solo quizá, la próxima vez que una consultora cruce la puerta, alguien tenga el valor de preguntar: ¿y si no los necesitamos?

 

 

12 de agosto de 2024

Explicar el mundo (Steven Weinberg)

 

 

¿Alguna vez te has preguntado cómo hemos llegado a comprender el mundo tal como lo hacemos hoy? Steven Weinberg, con su mente brillante, nos invita a un fascinante viaje a través del tiempo en "Explicar el mundo". No es simplemente una historia de la Ciencia; es una exploración profunda de cómo la Humanidad ha intentado desentrañar los misterios del Universo, desde los filósofos griegos hasta los científicos de la Ilustración, Weinberg nos muestra que la evolución de nuestro pensamiento ha sido tan intrincada y asombrosa como el cosmos mismo.

 

Steven Weinberg obtuvo el Premio Nobel de Física en 1979. Además de una reputada carrera como físico teórico con la publicación de importantes trabajos en ese campo, ha dedicado parte de su actividad a la divulgación científica por la que ha obtenido diversos reconocimientos. La divulgación no solo la concibe como el medio de hacer accesible unos conocimientos complejos de manera sencilla y estructurada para el público general, sino como una forma de mejorar su comprensión del entorno. Asegura que el mejor modo que tiene para aprender sobre algo es el de ofrecerse para dar un curso en la materia. De este modo, ha de imbuirse con una finalidad práctica en el objeto de estudio en cuestión. Así, obra igual con los libros.   


Un buen ejemplo de ello es Explicar el mundo (Ed. Taurus). Podríamos pensar que estamos ante el habitual título sobre la Historia de la Ciencia, el modo en que ésta ha ido progresando desde la Antigüedad hasta nuestros días. Cómo hemos ido creciendo desde el teorema de Pitágoras a la teoría de cuerdas o cómo hemos ido ampliando nuestro conocimiento sobre la gravedad, la relatividad, la física cuántica, etc.


Sin embargo, Explicar el mundo parte de un concepto totalmente diferente. Steven Weinberg  pretende hablarnos sobre el modo en que el hombre ha concebido el mundo a través del tiempo y cómo se lo explicaba. Por ello, el ámbito temporal del libro abarca desde la Grecia Clásica hasta el siglo XVIII. Y esto, porque considera que un científico de comienzos del siglo XIX tiene una visión del mundo, del papel de la ciencia y de cómo abordar esas explicaciones muy similar a la nuestra. Le faltarán conocimientos matemáticos y algunos rudimentos físicos, sin embargo, la comprensión general de los conocimientos que hoy tenemos puede ser fácilmente asimilada.


Por contra, hasta esa fecha todo era diferente, el papel de la Ciencia, la visión del mundo era totalmente incompatible con nuestra actual concepción de todas estas cuestiones. Y asi, nos remontamos en primer lugar a los tiempos griegos, a esos denominados filósofos presocráticos, aquellos pensadores de los que apenas hay fragmentos dispersos o meras referencias a su pensamiento en obras muy posteriores. En ocasiones, incluso se expresan en verso, cuestión ésta muy relevante a ojos de Weinberg ya que aún hoy se mantiene la idea de que una teoría matemática, física, debe ser hermosa, que éste es un parámetro que, de alguna manera totalmente subjetiva, forma parte de la Ciencia de nuestros días. Y si las ecuaciones no son suficientemente hermosas para el gran público, se habrá de recurrir a una metáfora que haga sus veces, como la idea de Einstein sobre los dados y Dios, o la propia explicación de la manzana que trajo a Newton la idea de la gravedad.  


Pero volvamos a esos primitivos griegos, obsesionados por la esencia, lo que subyacía a la inmensa variedad del mundo que sus sentidos percibían pero que creían poder reducir a uno o varios elementos básicos. Si bien, hoy puede parecernos una simpleza, lo cierto es que alguno de ellos se aproximó a la idea de las macromoléculas o las subpartículas, lo relevante es ese intento por separar lo que percibimos de la realidad, lo que hay más allá y que nos permite una explicación conjunta de la realidad física.

 

Y entonces, ¿qué hay de diferente en aquellos primitivos filósofos y nuestro modo de entender la Ciencia? La clave es que ninguno de ellos sintió la necesidad de fundar sus opiniones. Eran meras formulaciones teóricas que podían encajar en algunos supuestos, por ejemplo, el agua se encuentra detrás de muchos elementos físicos, y esto sirve como prueba suficiente, no es necesario reflexionar si también la arena o las piedras son formas de agua, no se precisa el contraste ni la explicación teórica.

 

Incluso cuando llegamos a Sócrates, el filósofo de la interrogación continua, quien parece el epítome de la racionalidad, tan solo estamos ante una figura que busca la coherencia en sus pensamientos, no la expresión de una realidad externa general. Su discípulo Platón se convertirá en una portentosa fuerza en los siglos posteriores con su idealismo y sus ideas sobre la esencia. A grandes rasgos, negando la realidad per se y recurriendo a las ideas como verdadera metafísica, supondrá un cierto freno a toda clase de empirismo.


Contra esto vendrá a reaccionar el sabio Aristóteles, estudiante primero en la Academia de Platón y posteriormente creador de la suya propia, tutor del joven Alejandro Magno, y que terminará por alzarse como el contrapunto a su antiguo maestro. En tormo a ambos rondarán las disputas filosóficas durante siglos como pronto veremos.


Cuando nos referimos al empirismo de Aristóteles, Weinberg  se preocupa en precisarnos la diferencia entre ese concepto en la Grecia clásica y el que le atribuimos hoy en día. Por ejemplo, las ideas de Aristóteles se basan en la preeminencia de la teleología, es decir, en que todo tiende a su propio ser, a un fin. El feto contiene todos los elementos de lo que va a ser, un ser humano completo. La semilla no es sino un árbol que será y así sucesivamente. He aquí una gran diferencia en nuestros días en los que la materia, sea cual sea, se estudia por sí misma, al margen de sus transformaciones que no han de resultar consustanciales a dicho análisis.  


Weinberg  también nos pasea por los comienzos de la geometría y la aritmética de la mano de sabios como Pitágoras o Euclídes, en un mundo en el que estos conocimientos eran secretos que cada grupúsculo guardaba con celo y en los que la divulgación a terceros ajenos podía suponer una condena a muerte.


Pero todo este conocimiento matemático, ¿supuso como hoy en día un avance paralelo como soporte para otras Ciencias o para su aplicación práctica? La respuesta es un rotundo no. Apenas sí había algún tipo de aplicación. La razón es que en aquellos tiempos era fácil utilizar grandes cantidades de mano de obra, fuera esclava o servil, para grandes obras, no existía por tanto una ventaja competitiva en aplicar técnicas más sofisticadas.


Donde sí era necesaria la aplicación de este conocimiento más científico era en otros campos en los que la mano de obra no resultaba el factor relevante, como la Astronomía, muy importante para calcular estaciones, cosechas, inundaciones  periódicas como las del Nilo o para poder orientar la navegación en un tiempo en el que el Mediterráneo comenzaba a convertirse en un gran canal de comunicación e intercambio de mercancías y recursos naturales.


Y es en este campo de la Astronomía en el que el libro desarrolla innumerables explicaciones refinadas sobre el concepto que en torno a los planetas y sus órbitas tenían los filósofos antigüos, cómo era tenido generalmente por cierto que la Tierra era redonda, no plana, las explicaciones sobre las órbitas y si era o no la Tierra el centro en torno al que orbitaban el resto de planetas, si la luna emitía luz o la recibía del sol, hecho que pronto fue determinado con precisión. También esta investigación era relevante a efectos de la determinación del calendario y el establecimiento final de nuestro denominado calendario gregoriano con sus trescientos sesenta y cinco días, más uno adicional cada cuatro años y también importantísimo a efectos de determinar ciertas festividades religiosas como la Pascua.


Y todas estas explicaciones pasan por la Edad Media y llegan a la Edad Moderna. Un tiempo en el que comienza a cerrarse el modelo definitivo de las órbitas planetarias, gracias a los trabajos y controversias de genios como Kepler, Tycho Braher o Copérnico. Gran parte de estas indagaciones se llevaban a cabo mediante la observación directa de los planetas, lo que no deja de ser sorprendente puesto que pronto se dispondría de todos los avances de la óptica y la posibilidad de construir unos primitivos telescopios que precisaran y ampliaran estos trabajos.


Pero mucho antes de esto, en las primeras universidades europeas, se había vivido una lucha entre los agustinianos, partidarios del platonismo y neoplatonismo, y los tomistas, favorables a las tesis aristotélicas, más proclives al empirismo.




El peso de la religión resultó notable en los comienzos de la Edad Media. No se trata tanto de que la Iglesia persiguiera el conocimiento científico, sino que lo consideraba un derroche de tiempo y energías innecesario. Para qué estudiar el universo si la Biblia ya lo explica. Para qué plantearse dudas sobre la esencia de las cosas si todo es perecedero y este mundo es solo una prisión en la que hemos caído por el pecado original y de la que la resurrección de Cristo nos liberará. Así, resulta comprensible que la antorcha del conocimiento científico, en campos como la Astronomía y la Medicina, pronto pasara a una nueva y pujante civilización, la islámica que, además, en sus conquistas había podido recopilar el conocimiento de la Antigüedad de un modo más perfecto que los cristianos gracias a las bibliotecas de Alejandría y los amplios saberes conservados en los pueblos del Oriente Medio y Babilonia. Pero también pronto el mayor peso de la religión y el advenimiento de sectores más radicales alejaron el avance técnico que volvió de manera definitiva a Occidente. No obstante, el autor sí plantea que ya desde la Antigüedad, los sabios naturalistas griegos como Heráclito mostraban un cierto desapego religioso, una pátina de incredulidad y cuestionamiento de verdades impuestas por la fe.   


Así, poco a poco, con muchas resistencias, juicios inquisitoriales y pugnas partidistas, el empirismo se fue abriendo paso. Vemos a Leonardo da Vinci arrojando piedras de diferentes pesos y tamaños desde lo alto de la torre inclinada de Pisa. Pronto, todas estas teorías no solo se expondrán de manera literaria sino que contarán con un aparato matemático que las explique y soporte. El siguiente paso está próximo y es que las teorías se formulen antes de ser observadas y que sea precisamente la experimentación la que las pruebe, tal y como hoy ocurre cuando quedan leyes físicas pendientes de demostración científica si bien llevan muchos años formuladas.


Newton es el punto último de este modo de ver y explicar el mundo que pone fin a esa edad en la que aún no podemos hablar de ciencia moderna. El siglo de las luces, todos los avances, investigaciones, viajes y descubrimientos de esa época abren los ojos de los más sagaces. El hombre ya es capaz de poder explicar gran parte de lo que ve sin necesidad de recurrir a teologías o teleologías. Más aún, la ciencia permite los avances técnicos como muestra la naciente revolución industrial inglesa y la aplicación práctica espolea la investigación que deja de ser un entretenimiento para ociosos y se convierte en una prioridad de los Estados y los incipientes grandes industriales. El mundo puede ser comprendido y explicado desde una pizarra y transformado también desde ella.


Este viaje asombroso es narrado por  Weinberg con brillantez y pasión. Los aspectos más complejos se reservan para un apartado final en el que los más curiosos podrán adentrarse de manera más precisa en las explicaciones técnicas, pero para el lector más profano, el libro puede explicarse por sí mismo.


Weinberg  no avanza una pregunta que tal vez resulte tópica en nuestros días y que ya otros autores como Harari están tratando de responder, y es la de si estamos ante un nuevo ciclo histórico en el que nuestro modo de explicar el mundo esté tocando a su fin y haya de darse cabida a metaversos y otras realidades. Demasiado incluso para un Premio Nobel de Física.