Cuando Hegel expresó su idea en torno a la dialéctica, tomó conceptos de otros muchos pensadores, para llegar a formular una versión más convincente, que tendría notable impacto en lo sucesivo. La gran novedad que aportó era la de la inestabilidad que toda situación conlleva, la contradicción interna que termina por abrir grietas que aprovechan nuevas ideas para consolidarse como paradigmas y avanzar así en un proceso continuo.
Este poderoso concepto fue adoptado por todo tipo de filósofos y pensadores para aplicarlo a los más diversos campos. Desde luego, el más celebrado es el caso de Engels y Marx, pero también desde posiciones ideológicas opuestas, Schumpeter reivindicó la figura del empresario como destructor del orden económico establecido, tomando los riesgos precisos para modificar la realidad en un continuo esfuerzo creador que garantiza la pervivencia del capitalismo.
Fuera del campo social, también se ha utilizado con notable acierto para explicar la evolución de ideas artísticas. Así, el realismo pronto cedió paso a corrientes más subjetivas, como el impresionismo, y éste cedió ante corrientes basadas en el expresionismo, hasta romper en todas las vanguardias concebibles.
Ted Gioia es un reputado divulgador de la historia de la música, siempre desde una perspectiva social y cultural, con obras sobre las canciones de trabajo, el jazz o el blues. En esta ocasión, nos presenta La música. Una Historia subversiva (Editorial Turner, 2020, traducida por Mariano Peyrou, una auténtica autoridad en esta materia) en la que trata de exponer una historia de la música, desde el Big Bang (literalmente) hasta nuestros días, pero explicando esta evolución como un proceso de rebeldía y subversión.
Sin duda, la idea es atractiva y, a la vista de las corrientes musicales de los últimos dos siglos, probablemente bastante acertada. Gioia sostiene que todos los cambios musicales surgen de fuera hacia dentro y de abajo hacia arriba. Es decir, los estilos que se imponen son los originarios de las clases sociales más desfavorecidas y los más opuestos al consenso de una época.
La música del siglo XX deriva en gran medida de la que trajeron los esclavos negros en sus terribles viajes hacia el Nuevo Mundo. Unos viajes en los que la música vocal era apenas la única pervivencia cultural que podían llevar consigo, junto a algunas de sus narraciones orales y creencias. La unión de estas formas musicales con las tradiciones clásicas que, a su vez, habían llevado los inmigrantes blancos, muchos de ellos casi tan pobres y miserables como los de color, creó un nuevo lenguaje musical, claramente opuesto a cuanto de respetable podía escucharse en los refinados salones de baile. Pero, con el correr de los años, estas nuevas corrientes, que se irían segregando en distintos estilos como el blues o el jazz, terminarían por ser acogidas como propias por multitud de jóvenes deseosos de expresar su rechazo al mundo adulto mediante el consumo de una música que cuestionaba todo cuanto las convenciones de la época pregonaba.
Nació así el rock and roll que evolucionaría al incorporar otras sensibilidades del Viejo Continente a través de la revisión que de la tradición americana hicieron los grupos ingleses en los años sesenta. Asumida ya la importancia del fenómeno, este nuevo lenguaje pareció periclitarse hasta la explosión punk que nuevamente supuso la creación de un nuevo paradigma desde los márgenes de la sociedad.
Y, efectivamente, en todos estos movimientos la subversión parece hallarse implícita. Los jóvenes de los años cincuenta, los del setenta y siete, buscaban derribar un orden, no solo querían hacer oír su sonido, pretendían suprimir el de sus padres, escandalizarles creando un nuevo mundo, acorde a sus valores y principios, querían gritarles alto y claro, tal y como hacía Bob Dylan, que se apartaran de la nueva carretera si no eran capaces de echar una mano, a sabiendas de que no lo eran.
Sin embargo, extender esta idea de la subversión como fuerza motriz de la música parece un esfuerzo que va más allá de la realidad. Para empezar, desconocemos prácticamente todo sobre cómo era la música en tiempos prehistóricos, en el Neolítico o en las primeras civilizaciones en torno al Medio Oriente. Forzar los pocos descubrimientos arqueológicos para acomodarlos a una teoría tan compleja como la que sostiene Gioia resulta excesivo y hace perder veracidad al relato.
Por otro lado, el hecho de que muchos compositores sean hoy vistos como ancianos venerables pero que, en su día, fueran personas conflictivas, al margen de las convenciones, no quiere decir necesariamente que con sus obras quisieran subvertir el orden social. Más aún, esa idea de subversión social parece más propia de nuestros días que de otras épocas. Un trovador medieval o un monje benedictino, al igual que Mozart o Smetana, no pretendían cambiar las estructuras sociales de su tiempo, no al menos a través de su música, tal vez les bastaba con poder vivir de su arte. Es solo en épocas más recientes cuando la idea del cambio social parece generalizarse. Movimientos como la Ilustración pudieron crear un caldo de cultivo, pero ni el sentimiento surgió de inmediato ni puede rastrearse con anterioridad en el sentido que Gioia pretende darle.
El mismo autor parece no estar muy convencido de sus propios presupuestos cuando se esfuerza de continuo en recopilar las pruebas a favor de su tesis. Pero, dejando al lado este asunto que considero algo forzado, el libro se lee como una muy interesante historia social de la música, apta para cualquier persona que tenga un mínimo interés en esta materia.
El tono adoptado por el autor es ameno y rehúye cualquier tipo de explicación técnica que espante a quienes no tengan conocimiento o se sientan asustados por una tan larga y polvorienta historia. Al contrario, las explicaciones son claras e ilustran cómo la música responde a la realidad de su tiempo, cómo se adapta a éste (tal vez no al revés, como pretende explicar la obra) y cómo evoluciona de una manera coherente.
Gioia explica las características de cada época, no desde un punto de vista estilístico, sino social e histórico, describe cómo confronta con la anterior y cómo se desfigura para dejar paso a la siguiente. Vista así, despojada de la intención primigenia del autor, se convierte en un texto original y que aporta muchísima información sobre lo que la música ha venido representando para nuestra cultura y porqué sigue siendo un lenguaje tan poderoso al que no renuncian las corrientes más vanguardistas y revolucionarias, al tiempo que es también símbolo de conservadurismo y clasismo.
El fascinante viaje de Gioia comienza con el primer sonido, el de una explosión que dio origen al cosmos y que aún resuena en el espacio, un acorde infinito. Así que el sonido nos acompaña desde mucho antes de que la vida fuera concebible. Pero cuando ésta aún no era humana, los animales también empleaban el sonido, su propia música, con los fines más diversos. Bien para asustar o ahuyentar a depredadores, bien para cortejar y atraer parejas. Y en este momento, aparece por primera vez una dicotomía en la música que perdura hasta nuestros días. Las listas de éxitos siguen a día de hoy repletas de canciones sobre el amor, esas tontas canciones de amor, que sirven para el cortejo, para la expresión de sentimientos que, de otro modo, resultarían excesivamente almibarados. Pero también la música es desorden y amenaza, son los tambores que marcan el ritmo de los ejércitos y los pífanos los que acompañan a las tropas en los asaltos y contiendas. Es la música la que se enarbola para desafiar a la generación anterior, sea con el rap, el trap o el ragtime.
Poco podemos saber sobre cómo sonaba la música en la Antigüedad, pero sí que podemos marcar una fecha como clave en el proceso de teorización de este arte. Pitágoras determinó gran parte de lo que aún hoy seguimos considerando como teoría musical al establecer de manera matemática los intervalos entre notas, creando así esa escala que los niños recitan en el jardín de infancia. Pero Gioia ve en este punto el intento de aplastar la ambigüedad de la música que llegaba a Grecia de regiones alejadas, del África interior, de la Mesopotamia. Así, mediante la inserción de trastes en los instrumentos de cuerda pueden eliminarse esas molestas notas intermedias, hasta el punto de poder vivir como si no existieran, como si la música fuera la expresión de un orden perfecto.
Este proceso de asimilación y domesticación también se encuentra en otros muchos elementos relacionados con la música. Por ejemplo, multitud de danzas tradicionales europeas se basan en el baile circular, más o menos organizado y modulado, no siendo otra cosa que la versión suavizada de las danzas tribales africanas, esos corros que también vieron surgir el jazz o ese caos de la música religiosa góspel, tan espontánea como alejada de una férrea cantata barroca, pero respondiendo a un mismo impulso.
Es a lo largo del siglo XIX cuando poco a poco el punto de gravedad de las corrientes musicales más populares, las que derivarán en lo que hoy entendemos como música moderna, se apoyarán en las canciones que narraban violentos crímenes, vidas de forajidos y cuatreros, de perseguidos y fuera de la Ley. Poco a poco, ese centro de gravedad se aleja de las salas sinfónicas y se va aposentando en las clases más bajas, en estilos más básicos y despreciables. Así, surge el jazz y el blues, pero también la samba, el tango, estilos que se impondrán, y serán asumidos por las clases altas tratando siempre de dominarlo y reconducirlo, de abortar su carácter subversivo.
Y este cambio, la popularización de géneros menos elitistas, es casi exclusivo de la música. En otras artes, como la escultura o la pintura, no se produce un fenómeno similar dado que el artista depende enormemente de un pequeño número de coleccionistas, instituciones públicas, ricos magnates. La música sin embargo, solo precisa de unos baratos instrumentos, se puede reproducir en cualquier lugar, se distribuye mediante partituras de muy bajo coste, puede incluso memorizarse, y todo se hará aún más sencillo con la llegada del gramófono, de las radios.
El proceso de independización de los mecenas y la consiguiente entrega al público general, cuanto más amplio mejor, se consolida a lo largo del siglo XVIII. Ya no es la Iglesia o la Corte la que puede dar de comer a los músicos. Estos estrenan sus obras en teatros públicos, se desarrolla la ópera, los oratorios, la música de cámara. La venta de partituras permite una cierta independencia económica a autores como Mozart o Beethoven. Y las obras de los compositores del siglo XIX conjugarán las grandes sinfonías, con la más introspectiva música, la que se puede tocar en el salón de una casa, la que se convertirá en una muestra de prestigio social. Tener hijas que amenicen con sonatas o mazurcas las reuniones de sus padres será una prueba más del éxito social, y una bendición para los profesores de música, los editores y los afinadores de pianos.
Y el proceso de asimilación, domesticación o como queramos llamarlo se extiende por toda la historia de la música. Así, las poesías más eróticas y sugerentes del pasado semítico fueron incorporadas al Cantar de los Cantares y atribuidas a Salomón, probablemente con el propósito de restarles contenido sexual y poder referirlas a una relación con la divinidad. Otro tanto pasaría con los juglares medievales que crearon un estilo y temática de la que aún compartimos muchos rasgos y que, pese a sus humildes orígenes, pronto fue asumida por la corte y nobleza, con reputados imitadores más refinados y sumisos.
Y así, el relato de Gioia va desgranando sus episodios hasta llegar a nuestros días, a la reproducción por streaming, a la caída de ventas y la muerte de formatos como el LP por la explosión de un boom de inmediatez en el que los diversos estilos se influencian entre sí y donde ya poco parece poder clasificarse de manera sencilla dentro de una categoría. Porque, aunque hay una teoría que asegura que a partir de los cuarenta años ya no hay nueva música que realmente nos pueda atraer, lo cierto es que siempre habrá nuevas generaciones que la abracen como una forma de identificación, como un rechazo a sus padres, como un vehículo de exhibición y de orgullo y, por tanto, la música siempre seguirá existiendo como elemento cohesionador y diferenciador frente al otro, ese al que no le gusta lo que yo escucho, el que no entiende su ritmo, su letra, el que está fuera del código, del mundo que me importa.
Y aunque no sea cierto que la Historia siempre termina por repetirse, en lo que respecta a la música, sí podemos saber que terminará del mismo modo en que comenzó. Sin duda, la última página del mundo, tras un apocalipsis, será el último acorde en el que aún seguirán percibiéndose en los oídos celestiales los armónicos del acorde infinito.