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6 de septiembre de 2022

La isla del tesoro (Robert L. Stevenson)

 


 

En algún lugar leí que La isla del tesoro es un libro que admite lecturas diferentes según se va creciendo. Desde la simple aventura juvenil en la que el lector se identifica con el grumete Jim y su sed de vivencias, a la senectud donde uno puede medir sus ansias de vida con la libertad de Long John Silver.

Armado por estas razones, y por las ganas de disfrutar nuevamente de este gran libro, vuelvo a abrir sus páginas y a zambullirme en las aguas oceánicas en busca de la isla del esqueleto, con el magnífico, aunque algo impreciso y macabro, mapa del tesoro y acompañado por una tripulación formada a partes casi iguales por bucaneros asesinos y prohombres que pasean con orgullo la enseña británica.

Poco sentido tiene repasar el argumento de esta novela ya que casi todo el mundo la habrá leído, en mejores o peores versiones, o en todo caso, visto alguna de las numerosas películas que se han rodado sobre la base de un guión adaptado de la obra de R. L. Stevenson. Por ello, comenzamos las reflexiones sin más.

Y la primera de ellas surge nada más iniciada la obra. El pequeño Jim Hawkins se apropia del mapa del tesoro de la isla al tratar de recuperar el dinero que le debe a su madre, por los gastos de hospedaje, el capitán Billy Bones, recién fallecido tras recibir la Marca Negra. Jim muestra el mapa al doctor Livesey y éste al caballero local, un pequeño terrateniente con algún cargo administrativo para dar lustre a su bajo título nobiliario.

Y ni cortos ni perezosos, arman una goleta, La Española, contratan a un capitán y a una tripulación para partir en busca del tesoro y repartirlo como buenos hermanos. El tesoro parece haber sido enterrado en la isla por el temible capitán pirata Flint y, por tanto, no parece tener un origen lícito. Y sin embargo, no se plantean que tal vez el mismo deba ser devuelto a sus legítimos propietarios, al gobierno de Su Majestad o a quien corresponda. Tampoco se plantean que si el chico encontró el mapa, a él le corresponde el tesoro. Sin más, entienden que, como el fruto de la tierra, está ahí para tomarlo.

Supongo que los estudios jurídicos me delatan pero las preguntas continúan porque, por desgracia para estos supuestos buenos hombres, la tripulación contratada es, en gran medida, el resto superviviente de los compañeros de peripecias de Flint, encabezados por su contramaestre, el tullido Long John Silver y su loro parlante, también llamado con fina ironía Capitán Flint. Así que los piratas navegan rumbo a la isla con la misma intención que los rectos hombres, la de apropiarse de un tesoro que, en puridad, les pertenece tanto como a Jim y sus compadres. No sabría decir quién es más pirata aquí.

Y como siempre ocurre, el joven Jim crece en las pocas semanas que dura el tiempo de la narración, madura como persona aprendiendo de cuantos le rodean. En él surgen los sentimientos de nobleza y lealtad, los del esfuerzo y el heroísmo, pero también la extraña dualidad que habita en todos nosotros, el que un tremendo bribón como Long John Silver, pueda protegernos y amarnos como si fuéramos el hijo que nunca tuvo y, al tiempo, ser objeto de devoción, como la figura paterna que Jim necesita, igual que cualquier huérfano novelesco que se precie.

 

 

 

La personalidad de este joven Jim es otro de los enigmas, un personaje bien construido puesto que podemos aventurar sus dudas y cavilaciones sobre su propio papel en toda la trama, o su relación confusa con el pirata. Y es que la llama de la libertad, tal vez unido a los efectos de los alisios le hacen cometer locuras como huir del fortín y tratar de arrebatar la goleta a los piratas, aventuras de las que sale con vida tan solo gracias a la magnanimidad del autor. Pero en todas ellas late profunda, apenas reconocible, la semilla plantada por el alma indómita de Long John Silver.

Pero volviendo junto al caballero, al doctor y el capitán que han contratado, que se muestra tan honrado y leal como ellos, nos asaltan nuevos interrogantes. Cuando regresan a la goleta, con el tesoro a buen recaudo, y zarpan junto a Long John Silver, con la promesa tácita de procurar no denunciar sus fechorías, volvemos a estar ante otro acto arbitrario. Es cierto que parecen necesitar del pirata para completar la escasa tripulación que les lleve a puerto seguro, pero realmente, ¿no están encubriendo todos los crímenes cometidos en este viaje?¿No manchan sus manos con la sangre de todos los muertos?¿No se condenan a ellos mismos por no entregar a la Justicia al contramaestre de Flint?

Más aún, ¿realmente se sorprenden cuando el pirata escapa una noche del barco, atracado en un fondeadero de la América Española? ¿Esperaban otra cosa? Al fin, y como siempre suele suceder con este libro, todos los personajes resultan algo maniqueos, simples, previsibles hasta cierto punto, pero el que concita todas las simpatías, el que se aferra a la vida y a la libertad como ningún otro, el que tiene claras sus lealtades (siempre a sí mismo) es el pirata de la muleta.

Y es este Long John Silver quien ha perdurado, junto a su loro, como el icono permanente de la obra, la referencia que llegó incluso a estar a punto de nombrar a los Beatles, cuando John Lennon, dio por bautizar a su grupo antes de saltar a la fama con el extraño apelativo de Long John and The Silver Beatles. Es la referencia de una maldad que puede desdoblarse en dulzura sin que uno llegue a saber nunca realmente cuál es el verdadero aliento que le impulsa, cual es el auténtico sentimiento del pirata. Porque, si Long John hubiera nacido en otra cuna, en la del caballero, por ejemplo, ¿habría cambiado la novela?¿Habría sido tan recto como aquel?¿Tan amante de su patria?

Creo que a este Long John Silver le es de aplicación la canción del ron que este libro ensalza como canto pirata por excelencia.

Quince hombres con el cofre del muerto,

ja, ja, ja, ja, y una botella de ron.

Pero creo que también le habría gustado poder cantar otra canción de piratas, la que escribió Espronceda reflejando todo el aire de libertad que tan bien encarna nuestro pirata cojo.

Que es mi Dios la libertad,

mi ley, la fuerza y el viento,

mi única patria, la mar.  

Y es esta conexión con el Romanticismo la última reflexión que me evoca ésta mi última lectura del libro por el momento. Aunque el libro se publicó inicialmente por entregas en 1881, cuando ya las modas románticas habían dejado paso al realismo, lo cierto es que este libro refleja como pocos ese ansia de libertad, ese enseñoramiento de uno mismo, la capacidad de elegir nuestro destino aún a costa de tener que escapar de la realidad confortable que nos acoge y adormece. Tal y como hizo Stevenson, en una peregrinación constante para alejarse de la fría Escocia, siempre por supuestos motivos médicos, siempre con un afán de forjar su propia voluntad.    

La edición imprescindible de La isla del tesoro siempre será para mí la de Anaya, con su increíble croquis de La Española y las denominaciones de todas sus partes, velas, palos y trinquetes. También con su magnífico mapa del tesoro y, en esta última edición que he manejado, con un sorprendente epílogo a cargo de Santiago R. Santerbás, cuya lectura recomiendo encarecidamente. La traducción a cargo de María Durante sabe respetar el habla tabernaria y marinera de los piratas, pero también el estilo redicho y engolado de los buenos caballeros.

 

Porque La isla del tesoro es la obra perfecta de aventuras, la que resume todos los elementos que hoy atribuimos a este género. Todos sus elementos son tan clásicos que uno, cuando la lee por primera vez, casi no es consciente de cómo ha moldeado la imagen que tenemos sobre los piratas, que todos llevan un loro en el hombro, que beben ron, que entierran tesoros para luego recuperarlos en mejor momento si es que nadie se les adelanta.

Es seguro que Stevenson tomó todos estos elementos de obras ajenas en la misma proporción que de su propia inspiración, pero de toda esa mezcla supo extraer un fruto perfecto, una narración que pervive como referencia absoluta de los libros que leímos siendo jóvenes. Por ello, no está de más revisitarla para descubrir que el Stevenson que la escribió ya tenía algunos años encima y que, como Long John Silver, su huida hacia adelante que le llevaría a los Mares del Sur no era otra cosa que la búsqueda de la libertad, de su inspiración, y de todo eso que le está vedado comprender a un joven. Así que la voz de un maduro Stevenson se nos abrirá con facilidad desde una lectura algo más madura, no mejor, solo diferente.

 


 

 

 

29 de enero de 2022

Las aventuras de Huckleberry Finn (Mark Twain)

 


 

Releer es uno de los mayores placeres. A diferencia de lo que muchos puedan pensar, volver a pasar por páginas ya conocidas, poder anticipar lo que va a ocurrir, conocer el final, no resta un ápice de interés a la lectura, sino que nos libera de esa incertidumbre de quien va abriendo caminos, aventurando hipótesis sobre el curso futuro de la trama que luego resultarán mayoritariamente erradas, todos sabemos que un autor es un pérfido urdidor de trampantojos. Todo lo contrario, liberados de esa inocencia, conociendo los trucos argumentales, familiarizados con la historia, con el juego de los personajes, podemos concentrarnos en la esencia de la novela, regodearnos en su ritmo y estilo, en sus pistas falsas sin temor a confundirnos. Por ello, insisto, releer es uno de los mayores placeres.


En esta ocasión, le ha tocado el turno a Las aventuras de Huckleberry Finn de Mark Twain, en la edición de Anaya con traducción de Antonio Ferres. Y recuerdo aún la primera vez que leí este libro, en una edición distinta, algo menos cuidada y cuyas páginas quedaron despanzurradas antes de que acabara la lectura, pero de la que disfruté enormemente. Por alguna razón, el libro previo, Las aventuras de Tom Sawyer, me había resultado algo tedioso, cosas de la edad, así que no me atreví con esta supuesta secuela hasta entrados largamente mis veinte. Y como digo, la frescura del libro, su tratamiento deshinibido de temas como la esclavitud, la brutalidad del mundo adulto o la franqueza del lenguaje de los protagonistas, me sorprendieron.


Y es ahora, al volver sobre la obra, cuando me siento más capaz de reconocer la fuerza vital que recorre sus páginas, la veracidad que emerge de sus personajes y la locura salvaje que habita en sus, a veces, laberínticos y enloquecidos enredos. Es en esta segunda lectura cuando puedo disfrutar sin distracciones del endiablado ritmo que tiene, en especial, el comienzo de la obra, con sus breves oraciones, sus descripciones mínimas para definir a cada personaje en boca de Huck o la certeza de que cada frase aporta una idea concreta, útil para el avance y desarrollo del argumento, ajenas totalmente a la retórica tan propia de autores contemporáneos de Mark Twain.


Porque, sin duda, ésta es la obra maestra de su autor, como él mismo reconocía, su mayor y mejor logro. En sus páginas, como ocurre en todas las grandes obras, mezcla sus propias experiencias como piloto de vapores por el Mississippi lo, con su fértil imaginación y sus opiniones críticas sobre la vida en el Sur en los tiempos previos a la Guerra de Secesión, la mojigatería religiosa de la época, o los vicios e iniquidades del mundo regido por los adultos.


Huckleberry es un mozo que se ha enriquecido al descubrir un tesoro, según se cuenta en Las aventuras de Tom Sawyer, y al no tener un padre decente que pueda hacerse cargo de su educación y tutela, el dinero es consignado bajo la vigilancia del juez local mientras que Huck es entregado a una viuda para su cuidado y educación. En este ambiente opresor Huck quiere morir. Hasta ese momento su vida ha discurrido libre de ataduras sociales, como un seminómada, mal vestido y peor educado, está acostumbrado a la libertad como pocos y se resistirá a todo esfuerzo de domesticación. Por eso, no es de extrañar que termine por huir, también atemorizado por su padre, que sigue rondando por su vida, amenazándole si no le entrega todo el dinero para gastarlo en una continua borrachera.


Huck huye y en su escapada se encuentra con Jim, esclavo de su anciana cuidadora que también ha dejado la casa al conocer que iba a ser vendido para servir en una plantación del Sur más profundo, con un régimen de vida brutal, sometido a un trabajo extenuante y continuos castigos físicos. Sus aventuras por el gran río forman el armazón de la novela y forjan un dúo protagonista parejo en algunos aspectos a otros dúos famosos de la literatura como don Quijote y Sancho Panza. En otros aspectos se asemeja a Los papeles póstumos del Club Pickwick al consistir parte del argumento en cuanto surge alrededor del camino de los dos protagonistas, poniendo de manifiesto la ruindad y bajeza de muchos de los compañeros de viaje que deben hacer a su pesar o de los violentos vecinos de los pueblos a orillas del río.  

 


 

La obra fue publicada en 1884 aunque está ambientada en un tiempo anterior a la Guerra de Secesión americana de 1861. En el momento de su publicación, recibió notables críticas por la rudeza de su lenguaje, uno de los rasgos del libro que más enorgullecía a Mark Twain, así como por el retrato que se hacía del fugitivo Jim, un negro mejor que la mayoría de blancos con los que se topan, más noble y cabal, el mejor compañero de viaje para Huck que se pudiera buscar. Pero el libro no es una obra maniquea, Huck se debate entre la solidaridad con Jim a quien le debe parte del éxito de su huida, y su convencimiento moral de que su deber es denunciarlo como fugitivo y entregarle a cualquier hombre blanco. También le vemos luchando contra su propio racismo, sorprendiéndose de la hondura de los sentimientos de un negro. Por tanto, la obra también puede ser vista como la narración del proceso por el que Huckleberry asume la igualdad moral entre blancos y negros como una dura conquista a la que tarda en llegar y solo lo hace tras la larga convivencia con Jim y las innumerables pruebas de lealtad y rectitud moral que éste le pone de manifiesto.


Pero, todo esto que causó escándalo en su época por atentar contra los convencimientos íntimos del americano medio recién salido del trauma de la guerra civil, es lo que también causa rechazo en nuestros días por atentar contra otro tipo de mojigatería que ha impuesto su censura contra Las aventuras de Huckleberry Finn, no considerándolo apropiado para promover su lectura en los centros educativos estadounidenses, privando así a sus jóvenes de la posibilidad de entender mejor su país, sus contradicciones y su proceso de  construcción y, por encima de todo, reduciéndoles a la estúpida condición de seres incapaces de entender e interpretar una obra, mejor que lo haga el Gran Hermano por todos nosotros.


Creo que cualquier lector que llegue al final de la novela, al capítulo en el que se describe el sueño que tiene Huck sobre el futuro que aguarda a Jim, creerá ver la génesis del discurso del Doctor King y no tendrá dudas de cuál es la verdadera naturaleza moral de este libro y de cuáles son sus méritos en este controvertido aspecto. Pero en lo que aquí respecta, esto es, en cuanto a su calidad literaria, su capacidad para emocionar, para construir un relato verídico y ameno, no se tenga ninguna duda. Este libro, junto a otros cuantos precursores, abre esa corriente de realismo americano que tanto ha influido en la literatura universal del siglo pasado y que aún extiende su poderosa influencia. Solo por eso deberíamos desempolvar nuestros ejemplares infantiles de la obra, darles vida nuevamente para recibir más de lo que esperamos y restituirlos al lugar verdadero que merecen.

 

 

 

9 de agosto de 2021

La aventura formidable del hombrecillo indomable (Hans Traxler)


 Para Maitane y David



Estamos sentados tomando el aperitivo y David me reprocha no haber publicado ninguna reseña sobre La aventura formidable del hombrecillo indomable. Trata de retar a su hija para ver quién recuerda mejor el comienzo del libro, y así abren el reto de ver quién de los dos es capaz de recordar más líneas del libro, y aunque no se ponen de acuerdo en si las frases que dice el otro son las correctas o no, lo cierto es que no tengo dudas, Maitane, ha superado a su padre con total seguridad. En los cincuenta años que cumple hoy David,  la memoria ha pagado algunas facturas aunque no para olvidar a sus buenos amigos y las mejores historias vividas con ellos. 


Y yo también trato de recordar cómo, hará unos tres años, David me enseñó el libro en su casa y le hice una foto para no olvidarlo porque, según me aseguró, era el mejor libro del mundo. Y al verlo, creí que sería una buena opción para Pablo, poco amigo de la lectura. Claro es que en estos tiempos de virus, mi hijo parece vacunado contra ese tipo de vicios, espero que también lo esté contra otros que pronto le llegarán en su casi preadolescencia. Y, pese al poco éxito de la recomendación, sigo pensando que La aventura formidable del hombrecillo indomable es el libro perfecto para él.  



Porque nada mejor para su imaginación desbordante que la historia de un hombrecillo que un verano encontró una esponja a mano y cuando nadie lo miraba, la estrujó a ver qué pasaba. Y lo que pasó es que, como toda esponja, soltó agua, agua y más agua, hasta inundar todo cuanto se ve. Y el hombrecillo después de haberla liado, debe pasar por infinidad de calamidades y emprender un viaje, una huida, un sálvame la vida. Para ello  pasará de un tonel a una cama, volará colgado de un hidroavión o de una bandada de gallinas, dormirá con un castor y visitará la China, lejana pero no tanto como la luna por la que también se asomará. Bajará a la profundidad del mar agarrado a un delfín y conocerá a un ratón gigante o entrará en el interior de un cráter a punto de reventar, y así hasta volver a empezar.

 

Porque, para el hombrecillo indomable, la vida es una aventura formidable, una sucesión de hechos que asume con la plena consciencia de que todo puede suceder y de que su papel es vivir contra todo y pese a todos, disfrutar de cada hermoso momento mientras dure y por eso, deberá saltar de un bote con un cocinero tan gordo que amenaza con hundirlo, a una cama flotante en la que, sin más preámbulos, sin preguntarse qué hace allí, aprovechará para echar un sueñecito reparador.



El autor de esta joya es Hans Traxler que, como no podía ser de otra manera, nació en  la República Checa en 1929, esa tierra en la que los autores que gozan de presentar lo absurdo como verídico forman un género aparte en la Literatura. Las tribulaciones del hombrecillo indomable recuerdan a las peripecias centrípetas de K, (otro personaje sin aparente bautizo nominal) en torno al alcaide del castillo. Pero también, el hombrecillo nos remite al soldado Svejk, otro personaje aparentemente invisible, solo preocupado por frecuentar a las camareras del Ú Kalicha y su formidable cerveza, dispuesto a dejar pasar la vida por delante de sus narices pero, por ello mismo, sorbiéndola a borbotones. Y podríamos seguir con Hrabal y los protagonistas secundarios, tan poca cosa, tan alejados del arquetipo heroico, pero tan heroicos como un Hércules o un Odiseo del siglo XX.


Y esta obra se enmarca dentro de esa tradición de irreverencia y sátira, de hombrecillos enfrentados a un mundo que les desborda y supera, pero al que se enfrentan con su simpleza o su grandeza, de manera indomable. Porque en este mundo de grandes dramas y desastres que cruzaron el mapa europeo del siglo XX, solo esos hombrecillos pudieron poner cordura y hacer valer esa dignidad que algunos quieren hacer perder a todo John Doe que se preste.

 

 


 

Traxler  tuvo que abandonar la República Checa al poco de concluir la Segunda Guerra Mundial, en parte por pertenecer a la minoría germana y, en parte, por las mejores oportunidades laborales para un dibujante satírico como él. En Alemania colaboró con diversos medios publicando tiras cómicas, sátira política e ilustraciones para libros infantiles. Incluso en este último campo mantuvo su irreverencia y la fina ironía de sus trabajos para adultos. Para este libro acompañó las ilustraciones con una breve línea por página, en rimas pareadas, logrando así un tono más cómico y ganándose la admiración de los pequeños para quienes fue destinada la obra inicialmente.


No caeré en la tentación de asegurar que este pequeño libro con ilustraciones y escasos sesenta versos es realmente el epítome de la crítica social a un mundo absurdo que nos oprime. Tampoco que es una lectura apta para adultos, que podrán regodearse en los dibujos y descifrar secretos  escondidos a los ojos de los niños. No, La aventura formidable del hombrecillo indomable es solo un libro para niños, que cualquiera puede disfrutar en la medida en que se ponga en el papel de quien fue niño en su día, de quien lo leyera y de adulto lo rememore. Y, visto así, es un libro espléndido, una historia admirable y formidable, lleno de pequeños detalles que fuerzan la sonrisa y de un texto amable que nos hace simpatizar con ese hombrecillo. Tampoco nadie se atrevería a decir que Hamlet sea una mala obra por no ser apta para niños. 



Este libro ha sido publicado en España por Anaya con traducción de Miguel Azaola, sin duda en un esfuerzo más que meritorio puesto que lograr mantener el ritmo de las frases sin caer en el ripio más básico puede no resultar fácil.      


Y sí, volvemos a Pablo ya que en su carácter se encierra la inagotable fuerza de la imaginación y la creatividad, pero también esa indomabilidad que acompaña a quienes no quieren seguir el surco de quién va por delante, y que tantos problemas nos traerá a sus padres en breve. Pero en ambas características se esconde la semilla de lo que, sin duda, terminará germinando en forma de un gran lector que encontrará su propio camino alejado de las recomendaciones paternas, libre de ellas. En fin, yo también tengo unas esperanzas indomables...


Y volvamos también a Maitane y David. Sin duda dos grandes lectores y, por tanto, espléndidos  recomendadores de lecturas. De Maitane espero su próxima sugerencia, una vez cumplida mi promesa de reseñar este libro. De su padre ya me llegaron en su día obras como Narración de Arthur Gordon Pym o más recientemente las de Terry Pratchett, además de aventuras vividas juntos, alguna de ellas casi tan formidable como la de nuestro hombrecillo.