Pablo,
con sus cinco años recién cumplidos, despliega toda su imaginación contándole
un cuento a María, su hermana de cuatro meses, que le mira entre anonadada y
admirada, olvidada de que hace tan solo unos minutos estaba llorando a lágrima
viva por un más que probable ataque de cólicos.
Pablo
sentado en su taburete de juguete, María tumbada en la hamaca, y sus padres
encantados mirando esta escena y deseando que la relación que han desarrollado
ambos en estos escasos meses sea solo el comienzo de un futuro aún mejor,
creyendo que hemos conjurado la terrible amenaza de los celos, el odio, la
competencia y la violencia de todo tipo.
Porque
las experiencias de amigos, conocidos, colegas del trabajo y demás, siempre
parecen concluir en lo inevitable de esa relación entre hermanos en la que el
odio se combina en una dosis variable pero siempre importante, con el amor.
Así,
cuando decimos que por ahora todo parece ir bien, que Pablo adora a su hermana,
le deja todos sus juguetes de bebé, le encanta verla con sus pijamas, que se
preocupa por ella a cada momento y que nos riñe si la llamamos “gordita”, todos
parecen mirarnos con cierta condescendencia, previniéndonos en experiencia
propia o ajena. Que no nos confiemos, que María ande, Pablo la odiará, que
ahora no es competencia, que cuando hable con lengua de trapo y todos le riamos
las gracias, él se sentirá desplazado y actuará en consecuencia. En suma, que
es inevitable que la relación se tuerza.
Porque
parece lo normal que el panorama entre hermanos sea esa pelusa persistente que
no desaparece ni siquiera con la edad. Y uno se pregunta, ¿realmente es
inevitable? ¿Influimos los padres con el modo en que tratamos a unos y otros?
En suma, ¿queremos a todos por igual?
Ésta
es la pregunta que, desde el propio título, nos lanza Nancy Samalin (Querer a todos por
igual - Ed. Médici), una conocida autora americana, especialista en
temas de educación y que ha trabajado con numerosos grupos de padres de los que
ha aprendido sus increíbles experiencias, los graves errores que debemos evitar
y esas mejores prácticas que pueden ayudar a que la vida familiar no sea un
volcán siempre a punto de estallar.
Cuando
Nancy tuvo a su segundo hijo revivió su propia experiencia familiar y decidió mejorar
los resultados para lo que comenzó a trabajar en sus grupos de padre el modo en
que estos afrontan la labor de educar a más de un hijo.
Lo
primero que constató fue que los padres siempre citan entre los principales
razones para tener un segundo y sucesivos vástagos el no dejar solo en el mundo
a un hijo único, ese estigma que parece marcar al desafortunado con todos los
prejuicios de que somos capaces, para juzgar con suficiencia su comportamiento.
Pero
todos los padres, tras ese noble y humanitario propósito, parecen lamentar que
nada resulta como habían previsto. Sus hijos, en lugar de agradecer el regalo
de una vida familiar más amplia, de las infinitas posibilidades de compartir
juegos y experiencias, de formar un frente común contra los padres, lo que
hacían era pelear constantemente, discutir inútilmente como políticos viejos e
ignorarse mutualmente la mayor parte del tiempo. Así que en muchos de los
padres quedaba sembrada la duda de si sus hijos habrían sido más felices
viviendo solos y no acompañados por hermanos y, en todo caso, si merece la pena
el esfuerzo y dedicación necesarios ante tan flaca recompensa.
A
partir de esta terrible constatación, el libro va desplegando en sucesivos
capítulos la variada problemática de la convivencia filial. Aprovechando las
experiencias de unos y otros, Nancy
Samalin nos explica cómo el cumplimiento de los horarios, la alimentación
sana, hacer las camas antes de salir de casa o simplemente acordarse de los
deberes, tiene una importancia inversamente proporcional al número de hijos de
una familia.
Ciertas
experiencias resultan aliviantes, como la de aquella madre que renuncia a hacer
limpieza cuanto tiene visitas ya que cree que cualquiera que visite una casa
con cinco niños debe comprender que hay cosas más prioritarias que pasar el
plumero (y si no lo entienden así, el problema lo tienen ellos, no ella).
Los
capítulos abordan problemáticas tan diversas como las peleas entre hermanos,
cuándo dar un trato de favor a un hermano frente al resto evitando caer en la
trampa de la ecuanimidad, cómo repartir las tareas domésticas o enfrentarse a
los deberes.
La
autora no busca tanto exponer técnicas o recursos para mejorar la vida familiar.
Más bien, lo que pretende es dejar claro que no hay reglas universales y que la
experiencia de criar a varios hijos debe estar presidida por la improvisación y
la adaptación a cada momento, liberando culpas en el caso de que poco resulte
como se esperaba.
Para
ello, se explaya con cierto regusto maligno en experiencias tan divertidas como
terroríficas, siendo precisamente éste el mejor aspecto del libro, el ser
tremendamente divertido y liberador. Nancy Samalin no es una doctrinaria que te
mirará con reprobación si un días estás cansado y mandas a la cama a tus hijos
sin postre porque tienes prisa por recoger y ver tu serie favorita.
Pero
quizá el mejor capítulo es aquél en el que la autora cuenta cómo decidió dejar
por un tiempo a los padres y preguntar directamente a los hijos qué significa
para ellos tener un hermano y qué sienten realmente hacia él. El resultado es
reconfortante. En todos los grupos de niños con los que aborda esta cuestión
espinosa el resultado viene a ser similar. Los hermanos mayores son
insoportables, acaparan los privilegios paternos, abusan de su superioridad y
ejercen de padres subsidiarios. Los hermanos pequeños no son mejores: son
delatores, infantiles, empeñados en inmiscuirse en los importantes asuntos de
sus hermanos mayores y forman parte de las tareas domésticas obligatorias que
se presuponen en un hermano mayor. Sí,
tener un hermano es una lata, pero sean mayores, menores o, peor aún, ambos a
la vez, la conclusión a que llegan los niños es que no concebirían la vida sin
ellos. Que detrás de las peleas hay una relación y una dependencia
inquebrantable que vale la pena reconocer y no olvidar. Y es que los hermanos
se pelean porque conviven, porque luchan por un mismo espacio, porque se
aburren, porque así aprenden y consolidan sus personalidades. Y esto no es
poco.
Mi
mujer cuenta orgullosa a quien lo quiera oír que, al poco de nacer María,
preparando la comida, saltó la alarma de incendios y lo primero que hizo Pablo
fue salir corriendo de su habitación camino de la cocina y sacar a rastras la
hamaca en la que dormía María creyendo que teníamos un incendio en lugar de
unas chuletas chamuscadas. Y serán cosas como éstas las que María le recordará
a Pablo en el futuro, y viceversa. Porque de anécdotas como éstas está hecho el
cordón umbilical que une a dos hermanos, más allá de la distancia y el tiempo.