Mostrando entradas con la etiqueta Historia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Historia. Mostrar todas las entradas

29 de septiembre de 2024

El arte clásico: De Grecia a Roma (J. G. W. Henderson y Mary Beaard)


¿Recuerdas aquellas clases de arte en la escuela, donde las estatuas parecían tan distantes y los monumentos eran solo nombres en una lista? Mary Beard y J.G.W. Henderson rompen con esa visión estática en El arte clásico: De Grecia a Roma, llevándonos en un viaje vibrante por la Antigüedad. Olvídate del mármol blanco inmaculado; en estas páginas, el arte clásico cobra vida, lleno de color, controversias y preguntas que siguen resonando hoy..



Para muchos, el arte es una rémora del pasado, de los tiempos de la escuela. Algún documental suelto, una visita a un monumento en las vacaciones y una ligera impresión de que son cosas del pasado. De aquellos estudios escolares se desprendía una sucesión de nombres de estatuas, famosos edificios y descoloridas imágenes, con una serie de características asociadas que uno debía memorizar confiando en que el contexto viniera dado a través de lo que uno recordase de la asignatura de Historia, acompañado todo ello en el mejor de los casos, de las ilustraciones de un libro o de las diapositivas, filminas se decía en la época, aún no sé el motivo, que el profesor de turno proyectaba en una clase a oscuras, sabiendo que sus alumnos no prestarían atención a las mismas, antes bien, se dedicarían a hacer el mono aprovechando la oscuridad.

 

Mary Beard y J. G. W. Henderson vienen a cuestionar este precario conocimiento en El arte clásico: De Grecia a Roma, una obra que pretende poner en su sitio muchas de las convicciones que venimos arrastrando sobre este periodo del arte desde mediados del siglo XIX cuando diversos estudiosos comenzaron a sistematizar el conocimiento en la materia.


La obra, publicada por La esfera de los libros y repleta de fotografías, mapas y planos, ofrece un excelente recorrido, no tanto por obras concretas sino por cuestiones más generales como el concepto de la copia y la imitación, el uso y sentido del arte en la época clásica o la percepción que se podía tener en aquellos tiempos acerca de cuestiones como el desnudo o la deificación de los gobernantes, temas sobre los que la opinión de entonces fue evolucionando, igual que ocurre hoy en día, puesto que una de las funciones del arte consiste precisamente en cuestionar lo que todos damos por cierto y asumido.

 

No se trata de destruir mitos, sino de completar vacíos. Comenzamos por el ya muy conocido punto en torno a las estatuas que acostumbraban a estar pintadas, alejadas de ese blanco marmóreo que hoy lucen en los museos, antes bien, los colores brillantes podrían llamar desagradablemente la atención a nuestros ojos hoy más refinados, acostumbrados a una paleta que ha ido evolucionando y que huye de los colores chillones para recrearse en el degradado. Por contra, en los tiempos antiguos la preferencia parecía todo cuanto no resultase tan natural, lo que pudiera resultar llamativo. Porque lo que busca la obra es ofrecer cuestionamientos nuevos, trasladarnos esa idea de que la misma función que hoy atribuimos al arte, se la atribuían los antiguos, que el tiempo también tuvo su reflejo en la concepción artística, en la función de las piezas y de la arquitectura.

 

Y volviendo al color, olvidemos las estatuas, porque su verdadero reino natural siempre será el de la pintura, donde solo el color construye la ficción de la realidad, el remedo, sin el apoyo de una arquitectura, de una piedra que sugiera ya las formas.

 

Pero, por desgracia, tan sólo conservamos restos tardíos, dispersos, apenas inteligibles de pintura griega. Sin duda, en la Antigüedad sí sería más accesible para los contemporáneos y, por tanto, la influencia de este arte podemos suponer que pasó a los romanos de quienes tampoco conservamos realmente más que pequeños fragmentos. Por ello, no es de extrañar que el descubrimiento de las villas de Pompeya, con sus paredes repletas de murales supuso toda una revolución en el modo en que se percibió la pintura antigua allá por el siglo XIX.

 

Pero este descubrimiento nos lleva a nuevas preguntas. Creer que lo que hoy visitamos en la ciudad fantasma es el perfecto reflejo de la pintura clásica sería un error. Para empezar, Pompeya no era la cuna del arte, tan solo una ciudad más, sin especial relevancia, por lo que lo que hoy nos muestra no es necesariamente el mejor producto de su época, tan solo lo que hemos es dado vislumbrar. Tampoco somos capaces de comprender muy bien las funciones que cumplían estas pinturas puesto que no siempre sabemos a qué se dedicaba cada estancia, cada espacio. Y en la propia Pompeya tenemos también la acumulación de diversos estilos que suponemos acumulativos pero que tal vez convivían en el tiempo, donde los motivos geométricos y figurativos combinaban a la perfección con las representaciones tan naturales de personas que tampoco somos capaces de identificar, si se trata de imágenes genéricas, retratos de los verdaderos habitantes de las casas, una idealización, ... Lo que sí podemos tener por cierto es que los interiores de estas viviendas parecían un abigarrado muestrario, repleto de imágenes, tal vez de estatuas, adornos, molduras, trampantojos, tal vez lo más alejado de lo que hoy entendemos como clasicismo. Y a todo ello hay que añadir que cualquier mobiliario ha quedado destruido por lo que aún mayor saturación habría que añadir a este conjunto.



Tampoco conocemos muy bien las funciones de estas pinturas. En las estancias dedicadas a que el señor de la casa recibiera, hiciera sus negocios, se puede pensar que el objetivo era mostrar el poder, la opulencia, tal vez la conexión con figuras míticas, con el poder senatorial, imperial posteriormente, pero en las estancias más privadas, podemos intuir todo tipo de intenciones, desde las más picantes, a las meramente destinadas a evitar ese vacío que tanto parecía aterrar a los antiguos.

 

Los pocos restos de pinturas en palacios como el de Nerón o en villas a las afueras de Roma tampoco parecen ofrecer mayor luz a nuestras dudas.  Por fortuna, las ilustraciones de este libro nos permiten disfrutar de una pequeña muestra de este repertorio pictórico, barriendo la imagen algo distorsionada que tenemos en este punto.

 

Pero si avanzamos a otras ramas del arte y nos centramos en la escultura, nuevamente los autores nos trasladan otro sinfín de dudas. Para empezar, el cuestionamiento de la atribución de obras a autores famosos y reconocidos. Comencemos por explicar que la estatuaria griega era una industria propiamente dicha en el sentido de que las esculturas podían nacer de la mente y las manos de un famoso escultor, pero lo cierto es que esta imagen era tomada por infinidad de copistas en un tiempo en el que los derechos de autor no eran concebibles y en los que la única forma de difundir esta imaginería era mediante copias, muchas de ellas son las que hoy identificamos con las originales más por tradición que por certeza.

 

Durante el Renacimiento se recuperaron grupos escultóricos como el Laocoonte, auténtico acontecimiento que asombró a Miguel Ángel o Rafael, y que les influyó notablemente en sus obras. Sin embargo, ni tenemos seguridad de que se trate de los originales citados en los escritos clásicos de Plinio y otros, ni tampoco tenemos la certidumbre de que las reconstrucciones y restauraciones llevadas a cabo sean las correctas. Un brazo cortado es una interrogante y cómo completamos la estatua puede convertir a una afrodita en una

figura recatada o en una exhibición erótica. Cada generación ha gustado de adaptar su visión de estos puzzles incompletos conforme su propia visión del arte de los clásicos.

 

Pero saltemos de capítulo sin abandonar la escultura. Estos griegos y romanos nos

legaron un enorme tesoro que tuvieron que labrar poco a poco. La desnudez que hoy nos parece tan evidente y que ha jugado un importante lugar en la historia del arte, no fue un hecho natural. Los artistas comenzaron por insinuar formas, por levantar levemente vestiduras y, en un largo proceso, tan solo al llegar el periodo helenístico se consagró la belleza del desnudo como un hecho aceptado, hasta entonces el público no admitía sin más la desnudez de una diosa, de un dios, de los mitos de leyenda.

 

Hay otros conceptos que los clásicos nos legaron y que los autores quieren poner en valor. Así, destaca el busto por encima de todos ellos, la idea de que la representación de una cabeza refleja el total de la personalidad, que este pedazo de carne y hueso no es la representación de una cabeza cercenada, de un decapitado, sino que refleja toda la fuerza y poder de un emperador, de un sabio o un poeta, que el carácter queda reflejado en esa exclusiva parte de nuestro cuerpo.

 

Y esta cabeza se convierte en la representación del poder imperial en las monedas, un modo de representación de la autoridad que aún hoy mantenemos. Porque la vinculación entre arte y poder también ha sido una constante que se remonta a estos tiempos antiguos. Es sabido que Augusto, inaugurando una costumbre que seguirían todos sus sucesores, hacía distribuir copias de su estatua, idealizada, mostrando la gloria de su fuerza, forzando la realidad puesto que, como en el caso del retrato de Dorian Gray, pero de manera inversa, la imagen de estas estatuas no se fue adaptando al envejecimiento real del emperador, sino que siempre representó la idea del semidiós que regía los destinos del Imperio.

 

Así que cuando vemos la imaginería del poder en Corea del Norte, la escenografía de Leni Riefenstahl o los carteles de la propaganda soviética, vemos los rescoldos del fuego que encendieron los romanos.

 

Y qué decir de la arquitectura, de esas grandes edificaciones como el altar de Pérgamo, símbolo del poder de una nación, del orgullo de un pueblo que reivindica su lejana conexión con el pasado ateniense. Qué señalar de los arcos del triunfo, sin duda representaciones en piedra de lo que eran previas construcciones efímeras y ocasionales para recibir al victorioso conquistador de lejanas tierras. La columna de Trajano, otro ejemplo que mezcla la ornamentación, la propaganda, el monumento funerario y la megalomanía a partes iguales.

 

Estos artistas de los tiempos clásicos también nos legaron la idea de que el arte, sin duda ha de reflejar una idea de belleza, pero de cuando en cuando, la fealdad también debe asomarse en un desconcertante juego en el que la evolución más moderna ha ido ganando soltura hasta el punto de preferir rechazar los ideales de belleza y mostrar lo que de turbio y amargo tiene nuestro tiempo. Estatuas como la de la denominada vieja borracha, Afrodita siendo seducida por Pan o las de niños ahogando ocas. Es arriesgado trasladar a los clásicos lo que nuestra mentalidad moderna puede interpretar de estas imágenes. Tal vez para ellos fueran representaciones del horror y para nosotros meros recordatorios de que en la vida no todo es bello y perfecto.

 

Como queda dicho, no estamos ante un tratado de arte sino ante un libro que reflexiona sobre el sentido y función del arte clásico en sus propios días y en cómo lo hemos ido interpretando y así, conformando nuestra propia y actual visión del arte antiguo y, por tanto, del que creamos a partir de él. Unas reflexiones siempre bien guiadas y escritas con la habilidad de quien sabe narrar historias que enganchen al lector en un tema tan increíblemente árido como es éste.  




21 de septiembre de 2024

Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal (Hannah Arendt)

 


 

En "Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal", Hannah Arendt no solo narra uno de los juicios más impactantes del siglo XX, sino que nos obliga a enfrentar la incómoda verdad de cómo la maldad puede adoptar la forma de una rutina burocrática. Este libro no trata solo de un criminal nazi, sino de un sistema que convirtió la obediencia en un acto mortal, y a un hombre común en un engranaje letal. ¿Cómo es posible que alguien tan "normal" sea capaz de cometer actos tan atroces? Arendt nos invita a reflexionar sobre esta cuestión. 


Adolf Eichmann fue el encargado, entre otras diversas tareas relacionadas con la solución final de la logística de todas las deportaciones de judíos y gitanos a las cámaras de gas. Por sus manos pasaban las órdenes de requisa de material ferroviario, la perfecta sincronización de los transportes, la priorización incluso por encima de los convoyes militares.


Al concluir la guerra, Eichmann pudo huir de un campo de internamiento americano en que, en todo caso, no había sido identificado correctamente valiéndole una falsa identidad que había conseguido a través de la organización de las SS encargada de facilitar la huida de los altos jerarcas y mandos inferiores.

 

Eichmann vivió un tiempo en Alemania como leñador huyendo así al destino de los condenados en Núremberg. Sin embargo, con el correr de los años su nombre terminó por aflorar a la luz pública al haber ido cayendo otros criminales nazis más famosos. En todas las declaraciones de estos parecía aparecer el enigmático Eichmann como nudo gordiano de la logística precisa para los masivos desplazamientos y las deportaciones.

 

Eichmann creyó llegada la hora de huir y lo hizo a Argentina, gracias a una nueva falsa identidad y la ayuda de antiguos nazis y de un misterioso franciscano.

 

Ya en Argentina se empleó en diversas ocupaciones hasta que finalmente alcanzó ‘un puesto intermedio en la Mercedes, una empresa que sirvió para acoger a otros exiliados nazis. Allí casi perdió el miedo a su detención, tal vez confiando en la política comprensiva del gobierno argentino, tal vez creyendo que el tiempo había borrado parte de su culpa o simplemente por un deseo de dejarse llevar por los acontecimientos. Esto último quedaría corroborado cuando, en 1960, se enteró que unos desconocidos rondaban su barrio haciendo preguntas con disculpas inverosímiles. Sin duda, debía saber que su hora llegaba, pero dejó que los acontecimientos siguieran su curso sin tratar de huir.

 

Y los acontecimientos fueron que los desconocidos eran miembros del Mosad que una mañana le secuestraron, escondieron en una casa y, finalmente, le llevaron a Israel detenido para ser juzgado.

 

El juicio fue un acontecimiento mundial. Primero por las circunstancias de la detención en un estado extranjero, el secuestro, que finalmente fue aceptado como un hecho consumado por Argentina. También por el hecho de que se trataba del primer juicio relevante que el reciente estado israelí llevaba a cabo contra un criminal nazi, recordemos que Israel no existía como tal cuando los delitos juzgados fueron cometidos.

 

También se planteaban cuestiones tales como si los jueces judíos podrían ser imparciales o si los derechos de la defensa de Eichmann serían convenientemente respetados. Si Alemania debería reclamar la extradición del detenido. Si el objeto del juicio alcanzaría también a los crímenes cometidos contra otros pueblos no judíos.

 

Toda una serie de cuestiones relevantes que atrajeron la atención de numerosos periodistas, polemistas, juristas e incluso de filósofos, como Hannah Arendt quien recibió el encargo de seguir el proceso penal y escribir varios artículos para The New Yorker. Estos artículos serían la base del futuro libro Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal (publicado en 1963, editorial Lumen). En este libro la pensadora se plantea todas las cuestiones arriba mencionadas y otras tantas. Conserva en todo momento un juicio severo sobre los aspectos más polémicos y discute sobre las irregularidades que observó en el procedimiento. Se plantea la virtual imposibilidad de que el defensor de Eichmann obrase en igualdad de condiciones que el fiscal, apoyado por toda la maquinaria del estado judío.

 

Se cuestiona la procedencia de gran parte de los testigos llamados a declarar puesto que, en su inmensa mayoría, ni tan siquiera conocieron al acusado y su única finalidad era dar cuenta del contexto, del ambiente de una época, relatar los horrores sufridos con el único fin de tener ocasión de llevar a cabo un ejercicio de exorcización para el propio pueblo judío que había visto cómo los crímenes sufridos apenas representaron un papel relevante en los procesos de Núremberg.

 

Hannah Arendt también hace un acertado relato de la personalidad de Eichmann, de sus propias confesiones, sus afirmaciones y contradicciones. Tratándose de un libro escrito poco más de quince años tras el fin de la guerra, avanza algunos temas que aún hoy no son excesivamente discutidos. Así, la cuestión de porqué los judíos no se rebelaron, no ofrecieron resistencia teniendo en cuenta el escaso número de soldados y carceleros, argumento desmentido por las pocas veces en que esto ocurrió con lamentables consecuencias.

 

Trata el papel oscuro de los Sonder Kommando judíos, pero más interesante aún, explica cómo funcionaba la aproximación nazi, tanto en Alemania como en los sucesivos países según eran ocupados. Se trataba de formar un pequeño núcleo de judíos influyentes, selectos, que colaborasen, fuera para retener a judíos relevantes que pudieran servir para eventuales canjes de prisioneros, fuera para favorecer la deportación por cuotas, procurando que los mismos consejos judíos hicieran la selección, se encargasen de la gestión de los bienes de los deportados, bajo la convicción de que era un mal menor. Siempre se podía aprovechar para hacer limpieza de los judíos refugiados de otros países para salvaguardar a los nacionales, a los más afectos al consejo, ….

 

También analiza el comportamiento de los gentiles en diversos países. Nos explica cómo las deportaciones de judíos en Francia no encontraron obstáculo en tanto se llevaron a cabo con judíos refugiados de otras naciones. El problema era cuando comenzaron a llevar a “nuestros judíos”. Con otra estrategia Italia asumió la política de discriminación y deportación posteriormente, con ánimo ligeramente fingido. En una actitud propiamente latina se decía una cosa y se hacia la contraria. Se excepcionaba a los judíos que fueran militantes del partido fascista, luego a cualquier familiar judío de un afiliado, hasta crear un enorme ámbito de exclusión de las leyes raciales.

 

Por el contrario, destaca el papel de Dinamarca cuyo gobierno se rebeló directamente contra las instrucciones de deportación, llegando a salvar a gran parte de sus judíos, procurando escondites, papeles falsos o directamente la huida a la neutral Suecia. También señala de manera perspicaz que el ambiente antisemita condicionaba la rudeza de los funcionarios nazis encargados de las deportaciones. En Dinamarca incluso los alemanes se mostraron contrariados por las órdenes de deportación y en ocasiones las sabotearon en la medida de sus posibilidades.

 

Es decir, la culpa de los pueblos también tiene su lugar y no todos se comportaron igual. Pero incluso los nazis no siempre y en todo lugar fueron las máquinas malvadas de matar, en ocasiones, pudieron tomar sus propias decisiones con un cierto margen.

 

 

¿Pero obró así Eichmann?. Gran parte de su defensa se apoyaba en que su actuación salvó la vida de numerosos judíos. Algunas deportaciones a países no tan antisemitas, las supuestas y benévolas condiciones del campo de Terezin  o las negociaciones con diversos consejos judíos para salvar a miles de ellos a cambio de camiones, fueron alegaciones continuas. Otra base de la defensa fue también, cómo no, la cuestión de la obediencia debida, si realmente Eichmann tan solo fue un eficiente funcionario que cumplió las órdenes recibidas con la diligencia y eficiencia que, para desgracia de sus víctimas, le era propia, o si en él yacía una plena identificación con los fines de su criminal gobierno.

 

De todo esto nos habla Hannah Arendt por extenso. En ocasiones con detalles algo alejados de los hechos objeto del juicio, pero como ya se ha dicho, tampoco de esto se libró el propio procedimiento. También nos hace un retrato psicológico de Eichmann, de su supuesta eficiencia y su probable torpeza intelectual, de sus afirmaciones sobre su aprecio por los judíos y la incapacidad para regir su vida por sus propias normas y criterios, siempre necesitado de una autoridad superior que le dictara lo que había de decir o hacer, siempre con una frase hecha, tomada de un discurso, de un libro, para zanjar cuestiones complejas para las que no se encontraba muy capacitado.

 

Y éste es el meollo de la cuestión aquí tratada. El hecho de que los estados puedan desarrollar el aparato legal y burocrático para conseguir la adhesión ciega de seres anodinos y sin voluntad como Eichmann, que hasta el último momento de su muerte no creyó haber obrado realmente mal, tan solo quizá creyó encontrarse en el lugar y momento equivocado. Esta burocratización del mal, lo mismo que la industrialización de la muerte, fueron los instrumentos que sirvieron para extender el mal más allá de los fanáticos, para servir de exculpación para muchos que sobrevivieron a la guerra y volvieron a sus casas y sus familias sin sombra de culpa.

 

Y estos mecanismos siguen en pie a día de hoy. Esta banalización del mal, la capacidad para hacerlo llevadero, para separar las cuestiones dolorosas de las ideológicas, para resultar implacable con una cierta indiferencia, incluso con cierta lástima. Todo ello sigue siendo un riesgo posible frente al que solo el conocimiento y la firmeza moral puede levantar un muro de contención. Para esto sirve este libro, con todas sus virtudes y numerosos defectos.

 

 

12 de agosto de 2024

Explicar el mundo (Steven Weinberg)

 

 

¿Alguna vez te has preguntado cómo hemos llegado a comprender el mundo tal como lo hacemos hoy? Steven Weinberg, con su mente brillante, nos invita a un fascinante viaje a través del tiempo en "Explicar el mundo". No es simplemente una historia de la Ciencia; es una exploración profunda de cómo la Humanidad ha intentado desentrañar los misterios del Universo, desde los filósofos griegos hasta los científicos de la Ilustración, Weinberg nos muestra que la evolución de nuestro pensamiento ha sido tan intrincada y asombrosa como el cosmos mismo.

 

Steven Weinberg obtuvo el Premio Nobel de Física en 1979. Además de una reputada carrera como físico teórico con la publicación de importantes trabajos en ese campo, ha dedicado parte de su actividad a la divulgación científica por la que ha obtenido diversos reconocimientos. La divulgación no solo la concibe como el medio de hacer accesible unos conocimientos complejos de manera sencilla y estructurada para el público general, sino como una forma de mejorar su comprensión del entorno. Asegura que el mejor modo que tiene para aprender sobre algo es el de ofrecerse para dar un curso en la materia. De este modo, ha de imbuirse con una finalidad práctica en el objeto de estudio en cuestión. Así, obra igual con los libros.   


Un buen ejemplo de ello es Explicar el mundo (Ed. Taurus). Podríamos pensar que estamos ante el habitual título sobre la Historia de la Ciencia, el modo en que ésta ha ido progresando desde la Antigüedad hasta nuestros días. Cómo hemos ido creciendo desde el teorema de Pitágoras a la teoría de cuerdas o cómo hemos ido ampliando nuestro conocimiento sobre la gravedad, la relatividad, la física cuántica, etc.


Sin embargo, Explicar el mundo parte de un concepto totalmente diferente. Steven Weinberg  pretende hablarnos sobre el modo en que el hombre ha concebido el mundo a través del tiempo y cómo se lo explicaba. Por ello, el ámbito temporal del libro abarca desde la Grecia Clásica hasta el siglo XVIII. Y esto, porque considera que un científico de comienzos del siglo XIX tiene una visión del mundo, del papel de la ciencia y de cómo abordar esas explicaciones muy similar a la nuestra. Le faltarán conocimientos matemáticos y algunos rudimentos físicos, sin embargo, la comprensión general de los conocimientos que hoy tenemos puede ser fácilmente asimilada.


Por contra, hasta esa fecha todo era diferente, el papel de la Ciencia, la visión del mundo era totalmente incompatible con nuestra actual concepción de todas estas cuestiones. Y asi, nos remontamos en primer lugar a los tiempos griegos, a esos denominados filósofos presocráticos, aquellos pensadores de los que apenas hay fragmentos dispersos o meras referencias a su pensamiento en obras muy posteriores. En ocasiones, incluso se expresan en verso, cuestión ésta muy relevante a ojos de Weinberg ya que aún hoy se mantiene la idea de que una teoría matemática, física, debe ser hermosa, que éste es un parámetro que, de alguna manera totalmente subjetiva, forma parte de la Ciencia de nuestros días. Y si las ecuaciones no son suficientemente hermosas para el gran público, se habrá de recurrir a una metáfora que haga sus veces, como la idea de Einstein sobre los dados y Dios, o la propia explicación de la manzana que trajo a Newton la idea de la gravedad.  


Pero volvamos a esos primitivos griegos, obsesionados por la esencia, lo que subyacía a la inmensa variedad del mundo que sus sentidos percibían pero que creían poder reducir a uno o varios elementos básicos. Si bien, hoy puede parecernos una simpleza, lo cierto es que alguno de ellos se aproximó a la idea de las macromoléculas o las subpartículas, lo relevante es ese intento por separar lo que percibimos de la realidad, lo que hay más allá y que nos permite una explicación conjunta de la realidad física.

 

Y entonces, ¿qué hay de diferente en aquellos primitivos filósofos y nuestro modo de entender la Ciencia? La clave es que ninguno de ellos sintió la necesidad de fundar sus opiniones. Eran meras formulaciones teóricas que podían encajar en algunos supuestos, por ejemplo, el agua se encuentra detrás de muchos elementos físicos, y esto sirve como prueba suficiente, no es necesario reflexionar si también la arena o las piedras son formas de agua, no se precisa el contraste ni la explicación teórica.

 

Incluso cuando llegamos a Sócrates, el filósofo de la interrogación continua, quien parece el epítome de la racionalidad, tan solo estamos ante una figura que busca la coherencia en sus pensamientos, no la expresión de una realidad externa general. Su discípulo Platón se convertirá en una portentosa fuerza en los siglos posteriores con su idealismo y sus ideas sobre la esencia. A grandes rasgos, negando la realidad per se y recurriendo a las ideas como verdadera metafísica, supondrá un cierto freno a toda clase de empirismo.


Contra esto vendrá a reaccionar el sabio Aristóteles, estudiante primero en la Academia de Platón y posteriormente creador de la suya propia, tutor del joven Alejandro Magno, y que terminará por alzarse como el contrapunto a su antiguo maestro. En tormo a ambos rondarán las disputas filosóficas durante siglos como pronto veremos.


Cuando nos referimos al empirismo de Aristóteles, Weinberg  se preocupa en precisarnos la diferencia entre ese concepto en la Grecia clásica y el que le atribuimos hoy en día. Por ejemplo, las ideas de Aristóteles se basan en la preeminencia de la teleología, es decir, en que todo tiende a su propio ser, a un fin. El feto contiene todos los elementos de lo que va a ser, un ser humano completo. La semilla no es sino un árbol que será y así sucesivamente. He aquí una gran diferencia en nuestros días en los que la materia, sea cual sea, se estudia por sí misma, al margen de sus transformaciones que no han de resultar consustanciales a dicho análisis.  


Weinberg  también nos pasea por los comienzos de la geometría y la aritmética de la mano de sabios como Pitágoras o Euclídes, en un mundo en el que estos conocimientos eran secretos que cada grupúsculo guardaba con celo y en los que la divulgación a terceros ajenos podía suponer una condena a muerte.


Pero todo este conocimiento matemático, ¿supuso como hoy en día un avance paralelo como soporte para otras Ciencias o para su aplicación práctica? La respuesta es un rotundo no. Apenas sí había algún tipo de aplicación. La razón es que en aquellos tiempos era fácil utilizar grandes cantidades de mano de obra, fuera esclava o servil, para grandes obras, no existía por tanto una ventaja competitiva en aplicar técnicas más sofisticadas.


Donde sí era necesaria la aplicación de este conocimiento más científico era en otros campos en los que la mano de obra no resultaba el factor relevante, como la Astronomía, muy importante para calcular estaciones, cosechas, inundaciones  periódicas como las del Nilo o para poder orientar la navegación en un tiempo en el que el Mediterráneo comenzaba a convertirse en un gran canal de comunicación e intercambio de mercancías y recursos naturales.


Y es en este campo de la Astronomía en el que el libro desarrolla innumerables explicaciones refinadas sobre el concepto que en torno a los planetas y sus órbitas tenían los filósofos antigüos, cómo era tenido generalmente por cierto que la Tierra era redonda, no plana, las explicaciones sobre las órbitas y si era o no la Tierra el centro en torno al que orbitaban el resto de planetas, si la luna emitía luz o la recibía del sol, hecho que pronto fue determinado con precisión. También esta investigación era relevante a efectos de la determinación del calendario y el establecimiento final de nuestro denominado calendario gregoriano con sus trescientos sesenta y cinco días, más uno adicional cada cuatro años y también importantísimo a efectos de determinar ciertas festividades religiosas como la Pascua.


Y todas estas explicaciones pasan por la Edad Media y llegan a la Edad Moderna. Un tiempo en el que comienza a cerrarse el modelo definitivo de las órbitas planetarias, gracias a los trabajos y controversias de genios como Kepler, Tycho Braher o Copérnico. Gran parte de estas indagaciones se llevaban a cabo mediante la observación directa de los planetas, lo que no deja de ser sorprendente puesto que pronto se dispondría de todos los avances de la óptica y la posibilidad de construir unos primitivos telescopios que precisaran y ampliaran estos trabajos.


Pero mucho antes de esto, en las primeras universidades europeas, se había vivido una lucha entre los agustinianos, partidarios del platonismo y neoplatonismo, y los tomistas, favorables a las tesis aristotélicas, más proclives al empirismo.




El peso de la religión resultó notable en los comienzos de la Edad Media. No se trata tanto de que la Iglesia persiguiera el conocimiento científico, sino que lo consideraba un derroche de tiempo y energías innecesario. Para qué estudiar el universo si la Biblia ya lo explica. Para qué plantearse dudas sobre la esencia de las cosas si todo es perecedero y este mundo es solo una prisión en la que hemos caído por el pecado original y de la que la resurrección de Cristo nos liberará. Así, resulta comprensible que la antorcha del conocimiento científico, en campos como la Astronomía y la Medicina, pronto pasara a una nueva y pujante civilización, la islámica que, además, en sus conquistas había podido recopilar el conocimiento de la Antigüedad de un modo más perfecto que los cristianos gracias a las bibliotecas de Alejandría y los amplios saberes conservados en los pueblos del Oriente Medio y Babilonia. Pero también pronto el mayor peso de la religión y el advenimiento de sectores más radicales alejaron el avance técnico que volvió de manera definitiva a Occidente. No obstante, el autor sí plantea que ya desde la Antigüedad, los sabios naturalistas griegos como Heráclito mostraban un cierto desapego religioso, una pátina de incredulidad y cuestionamiento de verdades impuestas por la fe.   


Así, poco a poco, con muchas resistencias, juicios inquisitoriales y pugnas partidistas, el empirismo se fue abriendo paso. Vemos a Leonardo da Vinci arrojando piedras de diferentes pesos y tamaños desde lo alto de la torre inclinada de Pisa. Pronto, todas estas teorías no solo se expondrán de manera literaria sino que contarán con un aparato matemático que las explique y soporte. El siguiente paso está próximo y es que las teorías se formulen antes de ser observadas y que sea precisamente la experimentación la que las pruebe, tal y como hoy ocurre cuando quedan leyes físicas pendientes de demostración científica si bien llevan muchos años formuladas.


Newton es el punto último de este modo de ver y explicar el mundo que pone fin a esa edad en la que aún no podemos hablar de ciencia moderna. El siglo de las luces, todos los avances, investigaciones, viajes y descubrimientos de esa época abren los ojos de los más sagaces. El hombre ya es capaz de poder explicar gran parte de lo que ve sin necesidad de recurrir a teologías o teleologías. Más aún, la ciencia permite los avances técnicos como muestra la naciente revolución industrial inglesa y la aplicación práctica espolea la investigación que deja de ser un entretenimiento para ociosos y se convierte en una prioridad de los Estados y los incipientes grandes industriales. El mundo puede ser comprendido y explicado desde una pizarra y transformado también desde ella.


Este viaje asombroso es narrado por  Weinberg con brillantez y pasión. Los aspectos más complejos se reservan para un apartado final en el que los más curiosos podrán adentrarse de manera más precisa en las explicaciones técnicas, pero para el lector más profano, el libro puede explicarse por sí mismo.


Weinberg  no avanza una pregunta que tal vez resulte tópica en nuestros días y que ya otros autores como Harari están tratando de responder, y es la de si estamos ante un nuevo ciclo histórico en el que nuestro modo de explicar el mundo esté tocando a su fin y haya de darse cabida a metaversos y otras realidades. Demasiado incluso para un Premio Nobel de Física.

 

 



10 de febrero de 2024

Calle Este-Oeste (Philippe Sands)



La Literatura sobre el Holocausto es enorme. Abarca ensayos, estudios académicos, memorias, correspondencias, libros sapienciales, relatos de alto valor literario, aunque también obras que buscan la lágrima fácil. Y por ello parece complicado encontrar algún libro que pueda aún sorprendernos, que ilumine algún otro aspecto no abordado previamente. De ahí que Calle Este-Oeste (Editorial Anagrama), traducido por Francisco José Ramos Mena, sea un relato esencial sobre este campo, pero desde una perspectiva poco frecuente: el modo en el que las potencias aliadas se enfrentaron a la necesidad de juzgar a los jerarcas nazis conforme unas normas que no existían, que apenas se venían esbozando desde unas décadas antes, evitando el riesgo de que los juicios de Núremberg se convirtieran en una mera pantomima que escondiera la tradicional venganza del vencedor sobre el vencido.


Este libro narra el proceso por el que dos conceptos jurídicos, crímenes contra la humanidad y genocidio, que aún hoy siguen resultando polémicos, fueron alumbrados y asumidos por las potencias vencedoras dando forma a un nuevo modo de entender el Derecho Internacional. Para ello, nadie mejor que Philippe Sands, un prestigioso jurista británico que ha formado parte del Tribunal de Justicia de la Unión Europea y del Tribunal Internacional de La Haya y que ha intervenido en procesos contra Pinochet, la guerra de Irak o el exterminio en Ruanda entre otros.


Y es que esta labor de reconstrucción del origen de ambos conceptos y delitos se puede seguir fácilmente puesto que ambos fueron obra de dos juristas prestigiosos,  Hirsch Lauterpacht y Raphael Lambkin. Pero antes de avanzar, clarifiquemos ambos conceptos. Los crímenes contra la humanidad pretenden juzgar a los Estados y sus gobernantes, militares funcionarios y demás integrantes del aparato estatal o paraestatal que cometan crímenes contra un gran número de sus ciudadanos. Es decir, ya no estamos ante cuestiones internas de cada Estado sino ante hechos que pueden ser enjuiciados por otros Estados, que pueden incluso llegar a justificar el derecho a la intervención en asuntos internos. Por tanto, se trata de la defensa del individuo frente al Estado que no cumple unos mínimos.


Por el contrario, el genocidio se produce cuando el ataque no se lleva a cabo contra ciudadanos sino contra grupos étnicos, raciales, religiosos, … y en los que el individuo es perseguido por pertenecer a uno de esos colectivos.


Y la cuestión no es baladí puesto que refleja las dos tendencias básicas de todo el pensamiento occidental desde la Ilustración. De una parte, el liberalismo que prima al individuo como elemento político básico; de otra, el grupo al que pertenecemos, el que nos otorga una historia, un proyecto vital colectivo cargado por defecto en nuestros genes, en nuestro origen.


Ambos conceptos buscan, al fin, lo mismo, la limitación del poder de los Estados. Y, sin embargo, poner el acento en uno u otro puede tener graves consecuencias. Primar el grupo favorece una dialéctica de la confrontación y puede llegar a hacer pasar por alto los crímenes cometidos contra quienes no están incluidos en ningún colectivo, favoreciendo la victimización. Pero obviar que nacemos en un entorno, que cargamos con consecuencias genéticas y de otro tipo por nuestro origen, y que esta diferenciación sin más genera el odio y el deseo de exterminio, supone ignorar una especial maldad que el tipo penal debería tener en cuenta.   

 


Y lo que llama la atención de Stands, y aquí volvemos de nuevo al libro, es que los creadores e impulsores de ambos conceptos, tuvieron un papel muy activo durante la preparación y desarrollo de los juicios de Núremberg pero, más sorprendentemente, ambos eran judíos, ambos habían nacido en lo que fue Polonia durante un tiempo, actualmente Ucrania, y ambos habían cursado estudios y frecuentado a los mismos profesores de la Universidad de Lviv, la antigua Leópolis del Imperio Austrohúngaro. Y es en esa localidad donde encontramos un tercer hilo que trenza la historia de Calle Este-Oeste, allí nació y vivió el abuelo del autor, Leon, de donde escapó durante los pogromos y conflictos que siguieron al final de la Gran Guerra, refugiándose en Viena, de donde tuvo que volver a huir tras el Anschluss.


Stands reconstruye la peripecia vital de Lambkin y Lauterpacht, tratando de encontrar en sus experiencias y personalidades diferenciadas el origen de sus convicciones y del concepto jurídico que crearon y defendieron. Pero también, la vida de su abuelo materno, marcada por los mismos acontecimientos. Los tres judíos, los tres ciudadanos de una Polonia de entreguerras poco dispuesta a defender sus derechos, los tres emigrados a su pesar. Como es natural, el proceso de reconstrucción de la peripecia de su abuelo, un ciudadano corriente, sin huella en la Historia, resulta más complicado, apenas sin fuentes, meras notas, cartas rescatadas por su madre, fotografías y poco más. Sin embargo, a través de un esfuerzo de rastreo encomiable, que evoca al de Natascha Wodin y su Mi madre era de Mariúpol, logra una imagen de Leon, sus circunstancias y razones, un retrato por el que desfilan otros personajes que se cruzaron con él y quedan cuenta de cómo pequeños encuentros, inexplicables relaciones forjan los hechos que llamamos vida.


Pero este trío de judíos exiliados se enfrentan al fantasma de Hans Frank. el abogado personal de Hitlerr en sus primeros años, durante el ascenso nazi al poder, y que fue nombrado Gobernador General de Polonia tras la invasión del país, siendo por tanto, responsable del exterminio de judíos, polacos, prisioneros rusos, etc. Frank también pasó por la Universidad de Lviv donde dará un discurso a favor del exterminio, en las mismas aulas en las que, años atrás, se había plantado la semilla de los dos delitos que terminarían por llevarle a la horca en Nuremberg.


Los entresijos de su vida en Varsobia los relata Sands la ayuda de Niklas Frank, hijo del nazi, de quien reniega y que ha dedicado parte de su vida a dar charlas y conferencias repudiando la labor de su padre, trabajando en escuelas para explicar la crueldad que jamás debió haberse producido y que nunca deberíamos volver a conocer. Con él visita la sala del juicio de Nuremberg, la puerta por la que salió su padre para escuchar el veredicto final, el patio en el que fue ahorcado y con él explora los sentimientos de culpa y asco.


Todos los elementos del libro confluyen en la sentencia del juicio de Nuremberg, un punto de partida para los nuevos conceptos del Derecho Internacional que aún hoy pugnan por consolidarse, pero factores como la culpa individual y colectiva, la reparación mediante el castigo (la horca en este caso) y el revisionismo con el que algunos miran a esta época forman un elemento vertebrador fundamental. Parte de estas ideas fueron desarrolladas por el autor en un documental de notable éxito (Mi legado nazi) de muy recomendable visionado.


Y es con estos elementos tan dispares como se escribe un libro que se lee como un tratado de Historia, como un ejercicio de autobiografía familiar, como una búsqueda de sentido a nuestros actos y las consecuencias que engendran y como una novela detectivesca en la que los elementos se van desplegando con sabia prudencia. Esta combinación hace de Calle Este-Oeste un libro intrigante pero absorvente, una lectura de difícil abandono que nos avanza preguntas, que nos hace lamentar que nuestras letras no tengan títulos de similar aliento o que obras tan fecundas se construyan sobre la muerte y dolor de tantos.