Nuestros textos escolares suelen ofrecer una visión tranquilizadora de la transición entre el fin de la Edad Media y el comienzo de la Edad Contemporánea en nuestra historia. Así, se pasa con notable desenvoltura del reinado de los Reyes Católicos al de Carlos I, con la salvedad, casi folclórica de las Comunidades y las Germanías. También se conoce superficialmente a Juana la Loca, una hija desdichada de los Reyes Católicos que enloqueció por la muerte de su marido, poco más.
Juana la Loca. La cautiva de Tordesillas (Ed. Austral) viene a cubrir este vacío para dar cuenta de la trascendencia histórica de su figura, más relevante de lo que se suele considerar, pero también de su drama humano, de lo que tiene de cierta esa supuesta locura y de sus causas si las hubiera.
Las tendencias nerviosas de Juana ya se habían puesto de manifiesto en diversas ocasiones en las que no parecía someterse de buen grado a las complicadas reglas de la monarquía y su estricto protocolo. Tercera en la línea sucesoria, no pareció recibir especial afecto de sus padres que, sin embargo, la emplearon, según era costumbre en la época, como moneda de cambio matrimonial en la política de alianzas para aislar al rival francés.
Enviada a Flandes a una temprana edad, acompañada de un pequeño séquito, más controlador que protector, vivió en una corte que no la apreciaba, cuya lengua tardó en aprender y, sin embargo, vivió consumida por el amor a su marido. Una fogosidad sexual de la que aquel parecía gozar a menudo, al menos con la misma intensidad con la que buscaba amoríos fuera del lecho conyugal. La insistencia de Juana era tal que Felipe pasaba temporadas tratando de evitarla para luego volver a ceder a sus demandas. Así, Juana, consumida por unos celos enfermizos, devino en irascible y desconfiada, perdió modales y descuidó sus cuidados físicos y espirituales, con grave preocupación de sus padres que eran informados puntualmente de estos desvaríos.
Pero, al parecer, y tal y como la misma hija le recriminaba a la madre, la casta y equilibrada Isabel la Católica, ésta también pasó por episodios similares en los que los celos le hicieron ponerse en evidencia y perder los papeles, la compostura y, sin embargo, logró superarlo, recomponer su regia figura, asentarse en sus cabales y asumir el papel que hoy se le reconoce. Así, la joven Juana llegará a espetar a su madre que también ella podrá volver a su ser, a su normal comportamiento si ella pudo hacerlo. Pero es que la sombra de cierta melancolía, término que sin embargo aún tardaría unos cuantos siglos en formularse como enfermedad del alma, proyectaba una sombra alargada en aquella dinastía de los Trastámara. La madre de la reina católica, Isabel de Portugal, vivió sumida en sus miedos y tinieblas gran parte de su vida, tras la muerte prematura de su marido, Juan II. Recluida en Arévalo, Isabel la visitaba acompañada de sus hijos, y así Juana pudo tener una temprana premonición de cuál sería su suerte, cambiando Arévalo por Tordesillas.
Pero el gran juego de la historia también tomó a Juana entre sus crueles lazos haciendo de ella un muñeco roto entre bandos opuestos. La muerte de sus dos hermanos mayores la convirtieron en heredera al trono de Castilla de manera sorpresiva colocando a Felipe el Hermoso en la posición de poder ser soberano de los reinos peninsulares, sus posesiones africanas, mediterráneas y el enigma que aún era el Nuevo Mundo. Demasiado para las ambiciones de Fernando el Católico, fuente de inspiración del florentino Maquiavelo, que urdió todo tipo de intrigas para apartar a su hija, y por tanto a su yerno, del gobierno efectivo.
Así, a la muerte de Isabel, su testamento deja a las claras que el gobierno del Reino de Castilla deberá ser llevado por Fernando hasta la mayoría de edad del nieto, Carlos. Así, Juana recibe el título de reina, pero vacío de contenido, al tiempo que su marido queda al margen de cualquier posición de poder. Ni el testamento de Isabel, ni las disposiciones posteriores son discretas en los motivos de esta decisión, evidenciando la poca confianza que inspira el seso de Juana.
El matrimonio regresa de Flandes a España y Felipe el Hermoso tratará de jugar sus cartas para hacerse con el poder efectivo, aliándose con parte de la nobleza terrateniente que había sido sometida por los Reyes Católicos y que ahora veían la oportunidad de volver a enseñorearse. Sin embargo, la muerte, una constante azarosa en toda esta historia, le llega en Burgos provocando la caída definitiva de Juana en la depresión y su apartamiento del mundo.
Libre queda el camino para los planes de Fernando que, incomprensiblemente, se había casado poco antes con Germana de Foix, una infanta de Francia, el sempiterno enemigo a cuyo aislamiento ha sacrificado la felicidad de sus hijas, dispersandose en bodas por todo el Continente. Y todo ello con el único fin de lograr descendencia e impedir que la Corona de Aragón también recayera en Juana y Felipe. Pero el único hijo de la pareja muere a las pocas horas de nacer y la unión de Castilla y Aragón se consolida casi en el tiempo de descuento. La boda trajo consigo como efecto colateral, la anexión del Reino de Navarra, construyéndose de manera prácticamente definitiva las fronteras de lo que hoy llamamos España.
A la muerte de Fernando el Católico llega la regencia de Cisneros y, finalmente, Carlos I se presenta en España con una reina formal, ya recluida en Tordesillas, con la que mantiene una relación extraña, no menos que la que el joven mantendrá con su abuelastra, Germana de Foix, de la que nacerá una hija. Juana volverá a saltar a la palestra con la revuelta comunera, cuando los rebeldes tratan de ganarse el reconocimiento de Juana como soberana del reino, si bien ésta nunca terminó de posicionarse, tal vez ya no era capaz de comprender el papel que jugaba en toda aquella compleja trama.
Al margen de la historia de Juana, pero muy relacionado con ella, el primer capítulo aborda un tema necesario y poco conocido, como es el del tratamiento de la locura o cualquier tipo de enfermedad mental o de desvarío nervioso. Como es natural, en aquellos tiempos, este tipo de dolencias corrían el riesgo de ser identificadas con problemas espirituales. Una demencia no era sino una posesión del demonio y, por tanto, los tratamientos eran los consabidos exorcismos, medicamentos que solían contribuir al agravamiento, interminables ceremonias y ritos y, según el caso, juicio y hoguera. De todo ello pareció librarse Juana, aunque esto no mitigó su indudable dolor, acrecentado por la soledad en que vivió casi todos los años de su desdichada vida.
Nada resta trascendencia sin embargo a la vida de Juana, que trajo al mundo a dos emperadores del Sacro Imperio Germánico, Carlos y Fernando, fue reina de Castilla, Aragón y Navarra. Su matrimonio vinculó a la Corona española con los territorios de Flandes y, en suma, colocó a este país, en la Edad Moderna, completando una transición que habían iniciado sus padres.
Manuel Fernández Álvarez fue un historiador español, fallecido en 2010, que dedicó su vida al estudio de nuestros siglos XV y XVI. Al margen de sus trabajos académicos, publicó tres biografías cruciales para comprender ese periodo de nuestra historia. En concreto, sobre Isabel la Católica, Juana la Loca y Carlos I. Es decir, la historia de una abuela, su hija y su nieto, todos ellos coronados.
En el caso del libro aquí comentado, y pese a tratarse de la obra de un erudito académico, en ningún momento nos encontramos ante un texto de complicada lectura, rebosante de notas, fechas y nombres totalmente desconocidos. Al contrario, Fernández Álvarez se desenvuelve con la maestría de un novelista a la hora de penetrar en la psicología de sus personajes, de avanzar hipótesis o de extraer conclusiones. Su estilo desenvuelto y ágil es la perfecta muestra de que la combinación de rigor y divulgación pueden ir de la mano y de que los conceptos complejos lo son tan solo por la falta de pericia del autor.